#coronavirus
#ancianos
Petrificados en las rocas de la playa, los ancianos que se habían escapado de las garras del coronavirus recordaban la imagen de Filoctetes, un guerrero griego al que le había mordido una serpiente. El aqueo al que sus amigos abandonaron en la playa por miedo a que los contagiara con el hedor de su herida. Filoctetes, en su podredumbre, guardaba la única flecha con la que se podía ganar la guerra de Troya. La flecha que le había regalado Hércules por atreverse a encender la pira funeraria que lo convirtió de un héroe en un inmortal.
Todo empezó cuando las bolitas rojas del coronavirus invadieron el universo. Llegaron sin avisar, como las pestes del pasado. En realidad eran invisibles, pero la gente se las imaginó así, porque decían que chupaban la sangre.
Cuando llenaron las calles, se oyeron los cerrojos que atrancaban las puertas.
Don Augusto, el viejo rector de la Universidad, estaba echando la falleba del balcón del comedor, cuando oyó unos golpes la puerta.
—¿Vive aquí don Augusto? —gritó una voz desde fuera.
Acabó de cerrar y con esfuerzo llegó a la entrada. Abrió y se encontró con dos figuras que llevaban capuchas y batas blancas.
—Sí, yo soy. ¿En qué puedo ayudarles?
—Póngase ropa de casa y las zapatillas de andar entrapado. Y síganos.
—Imposible. Estoy esperando a la enfermera que me atiende por las noches. Además no puedo ni vestirme solo.
—Pues no podemos esperar. Hala, deprisa, véngase con nosotros tal y como está.
—Esperen, por favor, tengo que avisar a mis hijos, que, si vienen y no me encuentran se van a asustar.
Un empujón lo tiró al suelo y ya no recordaba nada más. No sabía cómo había llegado hasta aquel barracón improvisado junto al Auditorio. Era una especie de tienda de campaña gigante y estaba muy cerca de los escarpados del puerto. Al principio tenía la vista nublada y creía que estaba solo. Pero, poco a poco, se fue haciendo a la oscuridad y distinguió los bultos de los catres cercanos.
Antes de amanecer se montó un gran barullo y le costó varios días entender a qué se debía aquel trajín. A lo largo de la noche iban llegando nuevos ancianos y después desaparecían de forma misteriosa. Pero lo que más le costó fue identificar las explosiones que lo despertaron al rayar el alba.
En la semana que llevaba allí, don Augusto no había podido pegar ojo. Una de esas noches en vela, vio que el hombre que estaba cerca de la puerta se removía entre las mantas y le hizo señas. Enseguida, el otro anciano, que tampoco dormía, arrastrándose por el suelo, llegó hasta don Augusto y se pusieron a cuchichear.
—Estos ruidos me taladran el alma —le dijo el hombre, tapándose las orejas con las manos—. Hoy he podido ver las llamas de una pira con cuerpos humanos. Las explosiones de los vientres eran ensordecedoras.
—Nunca había oído nada semejante. Y eso que me tocó vivir una guerra —le dijo don Augusto.
—Pues gracias a que los verdugos rebajaban el estruendo pinchándoles los costados con lanzas.
Alrededor de esas hogueras enormes, unos hombres desharrapados con corbatas de colores echaban ancianos muertos y moribundos. Tenían órdenes de acabar con todos.
De repente, un altavoz gigante comenzó a repetir la misma frase.
—¡Queremos una sociedad joven y sana!
Era el eslogan de unos políticos que se desgañitaban con sus discursos y se enardecían con una oratoria cada vez más incoherente y absurda.
Don Augusto seguía su parloteo con el hombre del camastro.
—A ver si entre los dos, y alguno que se nos una, podemos saber qué van a hacer con nosotros —dijo don Augusto.
—Ayer le oí decir a uno de los guardias que vamos a desaparecer en un orden riguroso. Irán delante los que más bolitas rojas hayan ingerido —le contestó el hombre.
—¡A ver si tenemos suerte! Yo no sé si he tomado alguna. Es que, como no se ven, ni huelen ni saben a nada, no te enteras. —Don Augusto se palpó la tripa y la tenía vacía.
Según los expertos, aquellos vilanos incoloros, como los de los álamos en primavera, se colaban por todas las rendijas.
Esa misma noche se volvieron a oír los gruñidos de los perros que mordisqueaban las bolsas de basura apiladas por las calles. En cada una, un anciano esperaba la ceremonia de un adiós que nunca llegaría.
A los dos días, don Augusto, y los que con él estaban a punto de entrar en esa mojiganga, aprovecharon un descuido de los vigilantes y acertaron a entrar en una alcantarilla que los llevó hasta una playa cerca del puerto.
Ellos sabían que llevaban dentro un poder salvador, como la flecha de Filoctetes, pero la edad los había vuelto malditos.
Eran como las aves de mal agüero que ya no sabían trinar. Los cantos se morían en sus gargantas antes de nacer y se convertían en toses que anunciaban grandes desgracias.
Se instalaron en los cobijos de los acantilados y decidieron pasar los días comiendo algunos frutos de una vereda cercana en la que un riachuelo descendía lento hasta el mar. Por las mañanas, cuando salían de sus escondites, hacían el recuento. Cada día eran menos. Al cabo de una semana ya estaban todos petrificados.
Carmen Romeo Pemán
La imagen de Filoctetes petrificado está tomada de la Wikipedia.
El temor de algunos de esos ancianos es como el de Celedonio que se preguntaba . Con los mayores ¿qué hacemos?
Un abrazo, Mari Carmen
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Pues eso.mio me pregunto yo. Nuestro panorama es desolador. Un abrazo, Manolo.
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Terrible…cuanto dolor.Nuestros abuelos,abuelas,todos aquellas personas que nos han enseñado a caminar…..no podemos,ni debemos dejar de mostrarles agradecimiento y amor,amor infinito
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Mis imágenes surrealistas brotan de la impotencia y la rabia de los atropellos surrealistas que han sufrido nuestras personas mayores. ¡Basta ya!
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Un oportuno alegato contra el abandono de los ancianos, tan necesarios en nuestra sociedad como la flecha de Filoctetes. Una vez más, los clásicos nos ayudan a explicarnos. Demos las gracias a esos ancianos, fuertes como las rocas, que han resistido a tantas adversidades y son guardianes de la memoria. Y gracias a ti, Carmen, por este relato.
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No sabía como expresar tanta rabia y tanta impotencia. Nuestros ancianos, lo más sagrado de una sociedad, han sido vilipendiados. Gracias, Josefina, por tu apoyo. Un abrazo.
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Inquietante
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Así es. Muchas gracias, Chesus.
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¡Brutal!
Las metáforas nos ayudan a entender, pero esto no hay quien lo entienda por muy bien que lo cuentes. No, no salen las cuentas.
Gracias por escribirlo para que no se nos olvide.
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¡Gracias, Margarita! Esto es surrealista, kafkiano, esperpéntico y todo lo que le quieras poner. Pero de todos esos adjetivos, «aún más». No salen las cuentas ni nos cuentan las torturas verdaderas. Solo nos podemos acercar con alguna imagen surrealista o con El Grito de Munch. Estoy demasiado cercana y afectada para escribir, pero la rabia contenía me bloqueaba.
Un abrazo y muchas gracias por leer y comentar. Un abrazo volandero.
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