Camino del internado

Nos levantamos antes de rayar el alba y, por unas trochas de cabras, llegamos a Ayerbe con tiempo suficiente para coger el tren. Dejamos la burra en casa de un posadero conocido y le pedimos que nos la guardara. Así, al día siguiente, cuando mi madre volviera no tendría que hacer las siete leguas a pie.

En la estación, mientras esperábamos el Canfranero, nos encontramos con una mujer de otro pueblo que también llevaba a su hija a un internado. Por debajo de la toquilla le asomaban unas manos con quebrazas, como las de mi madre.

Subimos al tren y nos sentamos las cuatro juntas. Enseguida nos pusimos al corriente. La otra chica tenía mi edad y se llamaba Petronila. Su padre y el mío habían muerto hacía unos años.

—¡Qué bonito! Tienes nombre de reina aragonesa —le dije.

—¿A qué es bonito? Pero a ella no le gusta —terció su madre.

Y habla que te habla nos fuimos tomando confianza, tanta que la madre de Petronila nos enseñó un sobre manoseado.

—Con esta carta de recomendación de mosén Pedro, las monjas tratarán a mi hija mejor que si fuera la misma reina Petronila.

En ese momento sentí una arcada, como si me hubiera metido los dedos hasta la campanilla, y pensé: “Ese cura debe ser tan cabrón como el que se acostó con mi madre. Seguro que también intentó cepillársela. Y luego, ¡hala!, nos quitan de en medio con una carta de recomendación. ¡Anda a saber si estos curas no habrán tenido también aventuras con las monjas! ¡No me extrañaría nada!”

Íbamos en un vagón de tercera, de esos con compartimentos y bancos de madera. Encima, en el portaequipajes de enfrente, una señora había dejado dos gallinas vivas, atadas por las patas, que se pasaron todo el viaje cacareando y sin parar de aletear. Cuando llegamos a Zaragoza estábamos envueltas en el plumón que habían ido soltando. Antes de bajarnos, mi madre se encaró a la pobre mujer:

—¿No se da cuenta de la faena que nos acaba de hacer? ¿Cómo nos vamos a presentar así en el colegio? ¡Qué pintas, Dios mío! Por su culpa igual no aceptan a nuestras hijas, que las llevamos a un colegio de postín.

Nos sacudimos las ropas, pero no pudimos quitarnos todas aquellas plumas. Con esa facha, nos plantamos delante una puerta de madera de caoba y herrajes de bronce. Más que la de un internado parecía la de un palacio renacentista. Llamamos al timbre y nos acercamos al torno las cuatro a la vez. Al ver semejante tumulto, salió la hermana portera, que nos había abierto tirando de una cuerda. Miró de arriba abajo las sayas, los delantales de nuestras madres, los pañuelos que llevaban anudados debajo de la barbilla y los piojuelos de las gallinas que corrían por la tela.

—¡Buenos días! —dijo mi madre, tomando la delantera—. Venimos a traer a nuestras hijas con buenas cartas de recomendación.

—¡Lo siento! Pero las que vienen recomendadas no entran por aquí. Miren, tienen que salir a la calle y, en la esquina de la izquierda, verán un portal pequeño, de esos por los que entra el servicio.

1929. Valencia. Entrada principal del Colegio de Santa Ana. Propiedad de la autora.

Estaba claro que no nos iban a tratar como a unas colegialas normales. Ni siquiera nos dejaban entrar por la misma puerta.

Antes de pasar a unos cobertizos, donde estaban nuestras habitaciones, una monja gorda, con pelos en la barbilla, se presentó como nuestra encargada. A continuación despidió a nuestras madres y nos leyó la cartilla. Nos dejaría asistir a las clases pero tendríamos que entrar las últimas y salir las primeras. Y sin hacer ruido. Nos había reservado dos sitios en la última fila, en una clase de primero de bachiller. También nos advirtió que tendríamos estar muy atentas porque dispondríamos de poco tiempo para estudiar. Sólo de algún rato libre de los fines de semana.

Luego, nos entregó a cada una un uniforme negro, con cuello blanco. Así nos distinguiríamos de las internas de pago, que lo llevaban gris. Entonces caí en la cuenta: éramos escolanas, o fámulas. Tendríamos que servir a las niñas ricas.

Me compré una linterna con unos dinerillos que me había dado mi abuela. Cuando apagaban las luces del dormitorio, hacía una especie de tienda de campaña con las sábanas y las mantas. Sentada, me ponía el libro en las piernas cruzadas y lo alumbraba con la luz mortecina de la linterna. Así conseguí sacar buenas notas hasta que acabé Magisterio. De esa época, me queda la sensación de estar siempre durmiéndome por los rincones.

El día que fui a buscar el título me ofrecieron una plaza de maestra en un pueblo del Pirineo Aragonés. Llegué en burra y me alojé en casa el Bastero, en una alcoba muy parecida a la mía. Cuando entré en la escuela pensé en mi maestra, y sonreí como lo hacía ella.

Una tarde, pasadas las Navidades, vino a verme la hija de la viuda de casa Satué. Había dejado la escuela cuando cumplió catorce años, unos días ante de que yo llegara.

Me contó que por las mañanas me espiaba por la cerradura de la puerta y le gustaban mucho mis clases. Luego, se quedó un rato sin hablar, dando vueltas alrededor de la estufa. Ya se marchaba, pero se dio la vuelta y me dijo que en realidad había venido a pedirme que la ayudara a salir de aquel agujero.

A los pocos días, en la estación de Zaragoza, la viuda de Satué y su hija no lograron quitarse todas las plumas de gallina que se les habían adherido a las ropas.

Carmen Romeo Pemán

Imagen del comienzo. Dormitorio de internas del Colegio de Santa Ana de Zaragoza. Propiedad de la autora.

14 comentarios en “Camino del internado

  1. maria jesus dijo:

    Recuerdos inolvidables de los colegios de monjas, en Zaragoza donde había dos puertas y dos uniformes las de pago y sin pago… qué DIVERSIFICACIÓN por dinero. No tengo buenos recuerdos. De tu historia más dura el caso de los curas. Duros y difíciles aquellos tiempos pasados. Un abrazo

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  2. Inocencia Torres Martinez dijo:

    Tiempos de humillación y lágrimas. Los creemos pasados pero sin burros y gallinas en el tren los siguen sufriendo todavía no me atrevo a decir si muchos o sólo algunos . Los DD.HH siguen siendo caminos para llegar algún día a la igualdad de oportunidades. Lamentablemente sólo existen sobre el papel.
    Carmen , vivo tu texto como una llamada para que nuestra mirada no deje de ver los hechos del mundo en que vivimos y nuestra acción ayude a por lo menos suavizarlos.

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  3. Chesús dijo:

    Como siempre hermoso y duro relato, retrato de otros tiempos …. o no, al menos no en el fondo ya que se sigue juzgando y marcando diferencias entre nosotros no tanto por lo que somos, si no por lo que no somos.
    Cómo te he dicho antes, leído con tranquilidad pero para releer de vez en cuando. Gracias Carmen

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  4. Miguel Santolaria dijo:

    Carmen, gracias por contarnos esta historia tan sencilla con un lenguaje tan vivido (no falta el acento). Es cierto lo que cuentas. Las fámulas existieron, conocí a una mientras ejercí de maestro. Era hija del herrero de un pueblo. Para sus hermanos sí que hubo dinero para que fuesen a estudiar al instituto a Huesca y luego a Zaragoza, a la universidad PERO para ella no lo había. Con la complicidad de su madre contra la oposición radical de su padre se escapó de casa para entrar de fámula en el colegio de Santa Ana de Huesca y se hizo maestra. Su padre tardó muchos años en perdonarle su atrevimiento. ¡Que despilfarro!. El 50% de la inteligencia de la humanidad infrautilizado durante miles de años.
    Perdona, he usado tu texto como pretexto. Vuelvo a él. Me ha gustado porque parece que lo has escrito mientras cantabas: coser y cantar, cantar y contar. Un lenguaje, trama, secuencia y desenlace muy afinados y sin sobresaltos. En esta ocasión da paz leerte.

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    • Carmen Romeo Pemán dijo:

      De texto como pretexto, nada. Al revés, es un caso particular que ilustra bien el sentido último de mi relato. Esta historia de valor testimonial se merece un relato para ella sola. Me ha impresionado mucho y me gusta mucho cómo lo cuentas. Gracias por esta aportación tan importante. Y gracias por tus piropos. Un abrazo.

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  5. Isabel Lejárraga dijo:

    Carmen, te agradezco mucho todo lo que escribes; parece increíble y que hubiera sucedido a principios del siglo pasado. Pero, para vergüenza de todos, estaba sucediendo hace cuatro días. Muchas gracias; un relato espléndido.

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