Desde entonces tengo pesadillas todas las noches y la imagen del barro sobre la piel me provoca arcadas. Todo empezó la semana que acabamos el último curso de la carrera y cuatro amigos nos fuimos a pasar una semana en los ibones del Pririneo.
Como estábamos cansados del viaje desde Madrid, nos dimos prisa en montar la tienda en el primer camping en el que encontramos plazas libres. Comimos unos bocatas y nos acostamos. A las cinco de la mañana ya estábamos en ruta. Dejamos el coche en el parking del Balneario de Panticosa. Con el resuello del último repecho nos tumbamos en la orilla del ibón de Oridicuso, debajo de un nevero y cerca de un acantilado rocoso desde donde se veían ríos que discurrían por los valles y las carreteras que, como sogas metidas en un saco, salvaban los grandes desniveles. Me sentí muy pequeño, con ganas de volar y saltar al abismo que me separaba de los sueños de mi infancia. Caminé como flotando por el borde de las rocas. No notaba el peso del cuerpo y tenía la cabeza llena de algodones. Me entró un sopor placentero mirando a las nubes que bajaban por las laderas. Pero, en pocos minutos, el cielo se ennegreció, oí los rugidos de la montaña que nos amenazaba y salí de mi ensimismamiento.
Nos pusimos los chubasqueros, y con pintas de pájaros asustados, bajamos corriendo por unas trochas de cabras. No nos dio tiempo a llegar al coche. Cuando estábamos delante de la escalinata principal del balneario, se desató una tromba de agua y nos refugiamos en el vestíbulo del hotel. Por delante de los ventanales pasaban a gran velocidad las mesas y las sillas de la terraza. Con un estruendo, como el que hacen los aludes, se desprendieron los pinos y los abetos de las laderas. Algunos coches flotaban con las ruedas hacia arriba.
Más de un centenar de montañeros nos apiñamos en el hall. A eso de las siete se fue la luz y las agitadas conversaciones del principio se convirtieron en gritos. Todos pensamos que el agua se iba a llevar el hotel. Como estábamos atrapados, nos dispusimos a pasar allí la noche. Poco a poco nos fuimos acomodando en el suelo y los bisbiseos convivían con respiraciones entrecortadas. A mi lado, uno de mis amigos me abrazaba intentando contener el temblor de su cuerpo. Y yo no podía aguantar el tembleque de mis piernas. Intentaba respirar profundamente pero solo me llegaban bocanadas de pánico, que se hicieron más intensas cuando, antes de las once de la noche, sonaron las alarmas del hotel.
—Se ha desbordado el barranco de Arás y ha arrasado el camping de las Nieves. Es una catástrofe de enormes dimensiones. Casi todos los ocupantes estaban descansando. El aluvión apenas ha durado unos minutos, pero ha arrastrado caravanas, coches y tiendas. También ha arrancado los postes de la luz y muchos árboles. Se necesitan voluntarios para el rescate. —Esta noticia se repetía sin cesar en todos los altavoces.
En unos minutos nos encontramos en medio de una larga fila de coches que serpenteaba la bajada del valle. Los cuatro hablábamos sin parar, como si con las palabras quisiéramos sacar el miedo de nuestros cuerpos.
Con la luz de las linternas y el agua a la cintura arañábamos el barro y quitábamos las piedras que habían llenado la piscina. Sacamos a cuatro niños sin vida. Sus padres habían desaparecido. Yo me quedé paralizado, agarrado a una niña inerte, envuelta en barro. No sé cuánto tiempo llevaba así cuando oí una voz que me gritaba:
—Déjala en la entrada para que se la lleven a la morgue. Tenemos que darnos prisa, hay demasiados cadáveres.
Acabamos en la piscina y nos dirigimos al cauce del río. A las tres de la madrugada, habíamos sacado más de veinte personas muertas, retenidas entre las marañas de troncos y ramas. Una chica que intentaba agarrarse a unos matojos sin éxito, me cogió el cuello vomitando barro. Entre los cuatro tiramos de ella con fuerza y la metimos en el coche de uno de los voluntarios.
Uno de mis amigos se desmayó y lo llevamos al polideportivo del pueblo, donde habían montado una pantalla de televisión gigante para coordinar nuestros trabajos. De repente, en medio de un torbellino neveras, cantimploras, zapatos y personas que sacaban medio cuerpo entre el ramaje y los troncos que el agua se llevaba a la deriva, vi flotando La reina de las nieves, la novela que estaba leyendo, en la que había guardado mi documentación.
Por un momento la portada del libro ocupó toda la pantalla de la televisión. En un primer plano se veía una mujer contemplaba una gran tormenta desatada en el mar. Todo se lo tragaban aquellas olas gigantes que rompían contra el acantilado. El mar estaba a punto de tragase en barco del que solo se veía el velamen. Esa mujer contemplando la tormenta me recordó a los que se llevó el barranco de Arrás mientras miraban al cielo esperando que dejara de llover. Es que en Biescas, una tarde del siete de agosto de mil novecientos noventa y seis, una ola gigantesca de piedras, fango, maleza arrasó el camping.
Yo estaba impactado, pero tenía remordimientos de no sentirme peor. Los cadáveres se apilaban en la entrada, debajo del rótulo del camping de Nuestra Señora de las Nieves, y los coches no daban abasto para transportar heridos. El paisaje idílico de un prado del Pirineo se había convertido en un depósito de chatarra. Era como si hubiera llegado el Apocalipsis. En esos momentos tenía el corazón frío, como la nieve engañosa de esas montañas, que me hacía sentir bien porque dejaba de sentir.
Entonces supe que, como el del protagonista de La reina de las nieves, mi corazón se descongelaría cuando llegara a casa y que el recuerdo de la primera niña que saqué del barro me acompañaría el resto de mi vida. Esa niña me lanzó al abismo que me separaba de los sueños de mi infancia.
Todo sucedió en Biescas el 7 de agosto de 1996.
Carmen Romeo Pemán
Yo era una adolescente de 17 años que pasaba todos los veranos en Senegüé.
Aquel dia fuimos con mi padre a Biescas a comprar al supermercado y fuimos el último coche que pasó, aun no habíamos llegado a Escuer que ya subian ambulancias y pensamos qiue había sido un accidente. Recuerdo el agua a media rueda del coche.Recordaré toda mi vida mis padres de voluntarios co.o llegaban desconcertados y yo con mis hermanos y primo ir al rio aurin y ver todo lo que bajaba agua a bajo. Nos enteramos por mi abuela en Barcelona y estábamos en el coche escuchando las noticias. Aun lo recuerdo como tu. Como si fuera ayer.
Me gustaLe gusta a 2 personas
Gracias, Marta, por tu testimonio. Y nuestra solidaridad con las víctimas. Un abrazo.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Me agarró tu relato, como es costumbre. No por más conocida que sea esa tragedia, deja de atraparte su relato, ya lo sea de un superviviente, ya lo sea de una relatora tan brillante como tú. Enhorabuena. Me ha parecido de un realismo cuasi mágico. Enhorabuena. Sabes que soy tu fan numero uno.
Me gustaLe gusta a 2 personas
Curro, pues de fan a fan. Y sigue la corriente. Un beso.
Me gustaLe gusta a 3 personas
Querida Carmen: Ya conocía este relato, pero me ha vuelto a impactar igual que la primera vez que lo leí. Lo mismo que Curro, me rindo a tus pies, amiga, porque tienes magia en los dedos y en el corazón. Enhorabuena y un beso grande.
Me gustaMe gusta
Beso grande, amiga.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Siempre he pensado que algunas cosas no se pueden contar, pero no es tu caso, Carmen. Y gracias a ti y a personas como tú, la historia no se olvida.
Me gustaLe gusta a 1 persona
¡Gracias, Margarita! Tú también consigues que los sentimientos pervivan. Tenemos suerte de tener voz para recordar pequeñas parcelas de la historia. Un beso.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Soy campista desde siempre. Anteayer estuvimos frente a lo que un día fue el camping Las Nieves, rindiendo respeto.
Tremendo el relato. Gracias.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Muchas gracias por tus palabras y por tu testimonio. Un abrazo.
Me gustaMe gusta