Me gusta ser el primero de mi clase. Me gusta liderar el equipo de baloncesto del instituto. Me gusta destacar en el club de judo. Me gustan la mecánica y los coches. Me gusta saber que las chicas me encuentran atractivo. Me gusta caerle bien a la gente. Pero, sobre todo, me gusta ser el hermano mayor de Ada.
El diminutivo se lo puse yo. Cuando ella nació, yo tenía cinco años y me pareció lo más bonito del mundo. Siempre me han gustado las historias de fantasía, aquella criatura era la encarnación de todas las hadas de mis cuentos favoritos, y nuestros padres estuvieron encantados de ponerle el nombre que yo elegí para ella, Inmaculada, aunque desde que salió del hospital, a los dos días de nacer, ha sido Ada para todos.
Le enseñé a montar en bicicleta. Curé todos sus rasguños. Le ayudé con los deberes del colegio. Una vez llegué hasta hablar con su profesora de historia sin que lo supieran ni ella ni mis padres. Ada me dijo que le había salido mal un examen importante, ese año compartíamos instituto: ella estaba en primero, y yo en el último curso. En el recreo me restregué los ojos con jabón hasta que me escocieron y luego me hice el encontradizo con su profesora. Ella, al verme, preguntó qué me pasaba y le conté, con expresión de absoluta inocencia, que la migraña llevaba varios días atacándome, que Ada me había estado cuidando y que me preocupaba que eso le hubiera robado tiempo de estudio. Mi hermanita sacó un notable alto. Y cuando tuvo problemas de sueño por culpa del perro del vecino, que ladraba de noche a todo lo que se moviera, le quité a mamá un montón de pastillas de Orfidal y un pegote de carne picada de la que usaba para preparar albóndigas. Y Ada durmió sin problemas desde entonces.
Éramos dos contra el mundo. Yo hacía lo que fuera por proteger a mi hermana, por verla siempre feliz.
Llegó su adolescencia, empezó a tontear con chicos y me hizo cómplice de sus andanzas. Eso me ayudó a encargarme de que sus novietes la trataran bien. Con algunos tuve que mantener conversaciones que no fueron precisamente cómodas, pero siempre eran críos más pequeños y débiles que yo. Y si veía que no le convenían a mi hermana siempre encontraba la manera de que se portaran de forma que ella tomara la decisión de romper. El asunto funcionó hasta que llegó Mario al instituto. Se incorporó a mitad de curso, su familia se había mudado tras la muerte de un hermano y querían empezar en otra ciudad. A pesar de la tragedia, o quizá por ella, Mario no tuvo problemas de adaptación en su nuevo instituto. Me recordaba a mí mismo con unos años menos y eso me provocaba sentimientos ambivalentes. Mario se fijó en Ada y ella en él, era casi inevitable. Pronto se convirtieron en los reyes de las fiestas adolescentes, dos personajes de cuento de hadas, su historia hacía que mi hermana brillara como nunca. Seguíamos estando unidos, claro que sí. Yo empecé a salir con Laura e incluso tuvimos algunas citas dobles los cuatro. Todo iba bien, en serio, yo era y soy un tipo maduro, y si mi hermana era feliz, yo también. Así de sencillo.
Al cabo de unos meses empecé a notar cierta tensión entre ellos. Ada insistía en decirme que todo iba bien y yo quería creerla. Tardé en darme cuenta de mi error porque el problema era, precisamente, que todo iba demasiado bien. Estaban de acuerdo en cualquier tema, les gustaban las mismas cosas, lo hacían todo juntos. Y la consecuencia fue que los dos empezaron a desdibujarse, dejaron de ser Ada y Mario para ser la pareja perfecta. Mi hermana se había convertido en la mitad de una entidad. Era como si pasara el día mirándose a un espejo donde el cristal era Mario, y viceversa. A los ojos del mundo podía parecer que se desvivían el uno por el otro, pero en realidad se estaban fagocitando sin darse cuenta.
Aproveché que Ada tuvo que ingresar en el hospital para una operación de urgencia de apendicitis y manipulé los frenos del coche que le acababan de regalar a Mario sus padres. Era un conductor novato, apenas hacía dos meses que se había sacado el carnet de conducir, y me pareció una irresponsabilidad que le compraran un BMW tan potente. Pero eso jugó a mi favor, nadie se extrañó del accidente ni de sus fatales resultados.
Después del entierro de Mario, Ada empezó a apagarse. Nada la hacía reaccionar, ni mis mimos, ni nuestros padres, ni sus amigas. Solo hablaba a veces con Laura, con la que desde el principio había congeniado mucho. Le pedí ayuda a mi novia, necesitaba saber cómo ayudar a mi hermanita, cómo sacarla del pozo en el que cada vez se hundía más. Por fin, después de varias semanas, Laura me contó algo que me hizo concebir esperanzas. Quizá habría una manera de ayudar a Ada.
Laura me dijo que Ada se sentía vacía. Mi pequeña le había confesado a mi novia que con Mario se sentía útil, sabía que él la necesitaba, que ella era la persona más importante en la vida de su chico, y no podía vivir así, sin nadie a quien entregarse, sin nadie a quien dar apoyo, sin nadie que la necesitara cada día para seguir viviendo. Mario, a pesar de su aparente fortaleza, había llegado a Ada con el corazón roto, y solo ella supo adivinar el dolor que arrastraba el muchacho. Y sanar ese dolor había sido el faro definitivo en la vida de mi hermana.
Laura me contó todo eso la noche que salimos a cenar para celebrar nuestro aniversario. En el restaurante, mientras ella compartía conmigo las confidencias que Ada le había hecho, la quise más que nunca. Durante toda la cena le dediqué caricias en las manos, miradas de amor, y luego, al despedirnos en la puerta de su casa, la besé una y mil veces agradecido por su ayuda.
Al día siguiente aproveché que Laura estaba en el trabajo para pasarme por el garaje donde guardaba su coche. Era un Fiat de segunda mano, bastante antiguo, y los frenos me dieron menos problemas que los del BMW a pesar de que las lágrimas empañaban mis ojos y no me dejaban trabajar en condiciones. Pero no podía evitar llorar y sonreír a la vez. Sabía que el día siguiente sería duro para mí. Me derrumbaría.
Pero también sabía que habría ayudado a Ada y que ella sería el hada que acudiría en mi ayuda. Porque lo mejor de mi vida, lo que mejor se me da, lo que más me gusta, siempre ha sido y será ser el hermano mayor de Ada.
Adela Castañón
Imagen: Pixabay
Te mueves en el corazón humano como pez en el.agua. Me ha encantado. Un abrazo, amiga.
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¡Cómo te quiero, mi amiga, cómo te quiero! Mil gracias y mil besos.
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