Me levanto en silencio, trato de no despertar a Jorge, que ronca a mi lado. Ayer, mientras discutíamos, se bebió cuatro Johnny Walker bien servidos. Su límite está en dos. A partir de ahí, los ronquidos están garantizados. Y aún así me muevo con sigilo por la habitación. Saco del armario mis zapatillas deportivas y me acerco a la puerta del dormitorio con ellas en la mano. Tardo medio minuto en cerrar por fuera, el clic del picaporte apenas se escucha y suspiro muy despacio. Bajo descalza las escaleras, entro al garaje por la puerta de la cocina y descuelgo mi bici del gancho de la pared en el que lleva varios meses suspendida.
Regreso a la cocina. Prefiero salir por la puerta de la calle. La del garaje es demasiado ruidosa y además no he cogido el mando a distancia. Espero hasta alejarme de casa una distancia prudencial. Después de tantos meses es fácil que las ruedas chirríen al principio. Miro hacia atrás. No se ve ninguna luz y el alivio me hace soltar otro suspiro, esta vez algo ruidoso. Me subo en la bici y, después de casi un año, empiezo a pedalear. Al principio, mi cuerpo extraña un poco la vieja sensación de inestabilidad al ir sobre dos ruedas, me he acostumbrado al coche, con Jorge al volante y yo siempre de copiloto, a las rutas bien marcadas, sobre el asfalto, sin nada que haga peligrar mi equilibrio exterior. El interior es otra cosa, pero creo que no me había dado cuenta hasta ahora.
Tengo que decidirme. Alberto no deja de presionarme. Dice que está harto, que él ya ha dejado a su mujer por mí, y que ahora me toca a mí dar el paso. Pero yo no le prometí nada, no hemos firmado ningún contrato, le dije que esperase, que teníamos que pensarlo, que la precipitación no iba a llevarnos a ningún sitio, pero no. Tomó la decisión de manera unilateral. En eso es igual que Jorge, que siempre es quien elige a qué restaurante vamos, qué viaje haremos, qué nuevo aparato compraremos para la casa.
Pedaleo cada vez más deprisa. Me alejo de la urbanización por una de las calles laterales, entre dos casas, para no pasar por la barrera de la entrada aunque lo más probable es que el vigilante esté dando una cabezada a estas horas. No llevo nada encima, ni documentación, ni móvil, ni siquiera las llaves de casa, las he dejado detrás de la maceta que hay en la puerta del jardín. Si pudiera, ni siquiera llevaría puesto nada de ropa. Hasta mi propia piel me asfixia, ¿qué diablos me ha pasado? ¿Dónde, cuándo, me he perdido de mí misma?
No puedo seguir así. Alberto se lo ha jugado todo por mí, se lo debo. No para de repetírmelo y tiene razón. Debería sentirme contenta, él se va a ocupar de todo, ¡si hasta está pensando en hablar él con Jorge! Jura que cuidará de mí, pero eso es lo que también hace Jorge, o lo que hacía. ¡Ay, por favor, qué tonterías estoy pensando! Lo de Jorge ya han dejado de ser cuidados, ahora es otra cosa, ahora… me va a reventar la cabeza, no sé cómo llamar a lo que Jorge hace por mí, igual al principio sí que eran demostraciones de cariño, todo para protegerme, para hacer que me sintiera segura. Porque así es como yo me sentía, ¿o no? Segura, protegida, pero, entonces, ¿qué nombre le pongo ahora a lo de Alberto? Porque no es lo mismo que Jorge, ¿no? ¡Maldita memoria! Soy incapaz de recordar con objetividad cómo era todo antes. Y necesito aclararme, pero no hay manera. Me van a volver loca entre los dos.
La rueda delantera tropieza en un bache y estoy a punto de caerme. Me está bien empleado por ir así, a tontas y a locas, dejando que mis pensamientos me distraigan y sin fijarme en nada. Es curioso, a pesar de llevar un año viviendo aquí nunca había explorado esta zona. El camino es de tierra, apenas está marcado, y se bifurca cada dos por tres. Y no me había fijado en la abundancia de árboles. Bajo un poco el ritmo para mirar hacia el cielo unos segundos y freno de golpe. Estoy a punto de caerme, pero solo me doy un golpe con la barra en la ingle que me hace ver las estrellas. O eso quisiera yo, ver las estrellas. Porque cuando llegué a casa hacía una noche preciosa, despejada. Pero ahora, de pronto, me doy cuenta de que no sé dónde estoy, no veo el cielo y, sobre mi cabeza, solo distingo las sombras de árboles que se mueven y susurran. Aguzo el oído. Antes solo escuchaba de vez en cuando un chirrido al pedalear, pero el silencio se rompe con el ulular de un búho. Un perro aúlla a lo lejos. Siento alivio, los perros son sinónimos de civilización. De pronto, aunque la temperatura es cálida, el vello de los brazos se me eriza. Los lobos también aúllan. Y no sé cuántos kilómetros habré recorrido. Me miro la muñeca izquierda y recuerdo que no llevo reloj. Una rama cruje detrás de mí. Doy un salto y empiezo a pedalear como una loca, sin llegar ni siquiera a sentarme en el sillín.
Parece que el camino se estrecha, pienso que el faro de la bici ha perdido fuerza, aunque sé que es mi imaginación. Estoy perdida en todos los sentidos, literal y metafórico. Empiezo a llorar. Giro a tontas y a locas en cada cruce, en cada bifurcación. Cuando llego a ellas mis ojos me traicionan y veo flechas indicadoras inexistentes con los dos nombres: Alberto, Jorge. Derecha, Alberto. Izquierda, Jorge. Sé que son alucinaciones y sigo pedaleando, cada vez más perdida.
No sé cuánto tiempo ha pasado. Estoy helada. Hace rato que empecé a sudar y ahora las gotas de sudor sobre mi piel se han enfriado. Me bajo de la bicicleta. Vuelvo a mirar al cielo, y me da la impresión de que hay un leve atisbo de claridad. Respiro hondo un par de veces y observo lo que me rodea. Elijo un árbol que hay a unos tres metros, y trepo a él. Me muerdo el labio cuando una rama me araña la rodilla, pero me agarro al tronco con más fuerza. Ahora no puedo dejarme caer. De pronto, veo a mi izquierda, a no mucha distancia, una línea de plata que me parece una varita mágica. Es la autopista. Y sí, está empezando a amanecer.
Me bajo del árbol. El camino vuelve a tentarme con una encrucijada, pero lo ignoro. Sujeto la bici y me abro paso entre los matorrales. Empiezo a pensar en alternativas y, de pronto, se me ocurre una tercera vía, como esa autopista hacia la que me dirijo, y en la que solo estoy yo.
Adela Castañón
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