El mejor manual para convertirse en una superviviente es ser la menor de siete hermanos y, además, la única chica. Cuando jugaban a las guerras, ninguno quería hacer el papel de prisionero. Y como yo me negué después de la primera y última vez en la que me torturaron, haciéndome cosquillas en los pies con una rama y metiendo un cubito de hielo por mi espalda, me quitaban mis muñecas para atarlas a la pata de una silla, convertida en un poste indio de tortura, de donde salían destrozadas. Así que, en venganza, una noche, cuando todos dormían, me levanté y les robé sus canicas.
No me atreví a jugar con ellas hasta que pasaron varios años. Si me hubieran descubierto, las torturas de mis muñecas no habrían sido nada comparado con las mías. Un buen día mi madre me castigó encerrada en mi habitación y, mientras mataba el aburrimiento abriendo y cerrando cajones, descubrí la bolsa de canicas. Las esparcí sobre la cama, me senté con las piernas cruzadas y los codos en las rodillas y me dediqué a observarlas. El sol entraba por la ventana y los rayos de luz arrancaban un destello hipnótico a las bolas. Las contemplé fijamente, como si fuera una serpiente delante de su víctima, y cogí una de ellas al azar. Su interior era una doble espiral roja y verde, y dentro había animales con dos cabezas y varias colas, hadas, brujos y otros seres cuyas imágenes yo había visto antes en mis libros de mitología.
Y crecí. Y te conocí. Y me enamoré de ti cuando me regalaste la primera bola de cristal.
¿Te acuerdas?
Fue en Nairobi. En un refugio de mochileros en el que coincidimos para resguardarnos de una tormenta de arena. Cuando pudimos salir, no nos separamos en tres semanas. Cuidaste de mí todo ese tiempo. Y cuando la aventura terminó me sorprendiste pidiéndome mi número de teléfono y regalándome aquella bola de cristal con un paisaje africano en su interior. Todavía la tengo, con el baobab y el elefante cobijado bajo sus ramas. Si miro en su interior me veo en lo alto del árbol que había a la salida del pueblo de mi infancia, agarrada a una cuerda, muerta de miedo, esperando el momento en que mi hermano mayor me empujara para ver si era capaz de alcanzar la rama de otro árbol cercano, como hacía Tarzán en las películas que veíamos en el cine de verano.
Al poco tiempo me llamaste, y yo no me lo creía. Y me dijiste que tendríamos que averiguar si el amor era igual en todos los continentes, y saqué mis ahorros del banco y nos fuimos a Río de Janeiro. Y sí. El amor era igual. O mejor, si es que eso era posible. Y debías de ser mago, porque no te había contado nada de las canicas, pero me sorprendiste allí con otra bola de cristal. Esa al agitarla, dejaba escapar las notas de una samba y el ritmo se me metía en las venas igual que se me había metido tu amor, como una melodía, como la droga más dulce. Y lloraba al acordarme de las canciones de cumpleaños feliz en las que todos desafinábamos y competíamos para ver quién hacía sobresalir su voz sobre la de los demás hermanos.
Tú trabajabas. No sé por qué me sorprendió averiguarlo. Quizá pensé que solo vivías de viaje en viaje, de sueño en sueño, como yo. Pero resultó que te ganabas bien la vida. Me pediste que fuera contigo a Denver, y lo hice. Quemé mis naves. Te seguí. Y fuiste a esperarme al aeropuerto. Otra vez me regalaste una bola de cristal. El interior era todo de acero, monocromático, como nuestra relación en esa ciudad de la que, no sé por qué, solo recuerdo los rascacielos. En aquella altura no había suficiente oxígeno para nuestra relación, y vi tu traslado a Berlín como una tabla de salvación. Me empeñé en rescatar algún recuerdo de mi infancia, y no pude o no supe hacerlo. Y supe que en nuestra historia había empezado a escribirse la palabra fin.
En Berlín, la bola me recordó a la única canica de mis hermanos que era diferente de las anteriores. Era una canica de mayor tamaño, el interior era de color gris uniforme, desvaído, carecía de las espirales de colores que tanto hermoseaban a las demás. La bola de cristal que añadiste a mi colección en Berlín tenía en un interior miniaturas apiladas del monumento al Holocausto. Cuando visitamos el monumento real, con sus bloques de toneladas de cemento, no tuve valor para decirte que cada uno de ellos, todos diferentes entre sí, eran para mis ojos como las lápidas que anunciaban la muerte de todas y cada una de mis ilusiones.
Ni siquiera las vacaciones en Moscú pudieron salvar nuestra relación. La nieve que nos acompañó durante aquellos días, igual que la nieve que se agitaba dentro de la pequeña bola rusa de cristal, estaba hecha de cristales que lastimaban la piel de mi alma herida.
Creíste que era el frío lo que me sentaba mal, e intentamos alejarnos del desastre poniendo tierra por medio, pero en Tokyo fue peor. Allí descubrí una de tus infidelidades. La bola de cristal con el caleidoscopio caótico de luces en su interior era el símbolo perfecto del desastre en el que se había convertido mi vida.
Y volvimos a Europa, a Estocolmo. Y allí nuestro amor. o lo que quedaba de él, dio sus últimas boqueadas. Y la bola sueca ni siquiera tenía algo típico de allí. Era una triste, sórdida y mezquina bola de navidad, con un Papa Noel anónimo en su interior. Pero las bolas eran una tradición, y casi lo único que me quedaba, junto con mis recuerdos.
Rompimos.
Y volé sola a Venecia.
Y al respirar el aire que corría por el Gran Canal sentí como si mil canicas de colores estallaran de golpe. Y me mezclé con las palomas de la plaza de San Marcos y reconocí, por fin, la libertad que no sabía que había perdido en algún recodo de mi pasado.
Al fin y al cabo, yo era una superviviente.
Adela Castañón
Un hermoso canto a la libertad, entonado en el párrafo final. Y llega después de una complicada relación amorosa. Merece la pena releer y reescribir el párrafo final:
«Y al respirar el aire que corría por el Gran Canal sentí como si mil canicas de colores estallaran de golpe. Y me mezclé con las palomas de la plaza de San Marcos y reconocí, por fin, la libertad que no sabía que había perdido en algún recodo de mi pasado».
Un relato bellísimo.
Me gustaLe gusta a 1 persona
¡¡Gracias, amiga!! Un beso enorme.
Me gustaMe gusta