El cirujano jefe salió de quirófano y se secó la frente con la manga de la bata desechable. Se quitó los guantes y se alisó el pelo antes de cruzar las puertas abatibles. Era el número uno en cirugía cardiovascular. Su adjunto y una residente de primer año lo seguían en silencio, manteniendo una distancia rigurosa de un par de pasos. Los tres se detuvieron en la puerta de la sala de espera de familiares porque el marido y la hija de la paciente que acababa de fallecer en la mesa de operaciones estaban de pie y se habían acercado a ellos nada más verlos.
—Lo siento —dijo el cirujano—. No se ha podido hacer nada. La pared del aneurisma era demasiado frágil y se rompió antes de que llegásemos a él.
La hija enlazó a su padre por la cintura y lo miró a los ojos, y la residente pensó que, de no haberlo hecho, el hombre habría caído al suelo. La joven doctora hubiera querido tocar el hombro de cualquiera de los dos, pero la actitud fría y profesional de su jefe la intimidaba. El cirujano siguió hablando con tono neutro y los brazos a lo largo del cuerpo.
—Ahora vendrá un administrativo para explicarles lo que deben hacer a continuación. Si tienen alguna duda, alguna pregunta sobre la intervención, díganselo y les dará una cita conmigo en menos de cuarenta y ocho horas.
La hija miró al médico durante un instante y se limitó a asentir con la cabeza antes de volver a clavar los ojos en su padre, y el cirujano se dio la vuelta y se alejó por el pasillo. El adjunto y la residente lo vieron marcharse, erguido y a buen paso, sin volver la vista atrás. Se miraron entre ellos. La joven doctora, ahora sí, puso una mano sobre el brazo de la hija y parpadeó para contener las lágrimas que ahora, en ausencia de su jefe, se empeñaban en brotar. Era curioso. Con otros doctores no le costaba tanto trabajo controlar sus sentimientos, pero con este… ¡Aquel control absoluto de todas las situaciones no era normal! Se preguntó, y no por primera vez, si lo que corría por las venas de ese hombre sería hielo en vez de sangre. Personas así la hacían dudar de la existencia del alma y de si ella estaría preparada para ejercer esa profesión.
El cirujano caminó con paso firme hasta la zona de las taquillas. Abrió la suya, descolgó su ropa, se cambió y miró el reloj. Pasaban treinta minutos de su hora de salida. Si no hubiera intentado clampar la vena rota como último recurso, habría salido puntual. Se frotó la frente e hizo una respiración profunda antes de dirigirse al aparcamiento para coger su coche y salir disparado hacia su casa. Odiaba romper sus rutinas.
Al abrir la puerta le asaltó una sensación inquietante. La luz que llegaba al recibidor desde el salón era la de siempre, la temperatura era la misma que de costumbre, los escasos objetos que veía estaban en su sitio. Todo parecía normal. Todo salvo… eso era… salvo el silencio.
Colgó la chaqueta en el perchero que había junto a la puerta y entró en el salón.
Pinkfloid, su canario, estaba tendido con las patitas apuntando al cielo en el fondo de la jaula. En la ventana, la planta que había comprado hacía unas semanas seguía perdiendo hojas mustias. Abrió la jaula, cogió al canario y lo tiró a la basura. Sacó del congelador unas lentejas y las puso en el microondas. Regó la maceta y recogió las hojas secas.
El microondas pitó al cabo de un minuto. Sacó las lentejas, las puso en la mesa y se sentó. Cogió la cuchara. ¿Si hubiera llegado antes, habría podido salvarlo? Era un pensamiento absurdo, lo sabía.
El silencio le golpeó de nuevo, soltó la cuchara y empujó el plato de lentejas hacia el centro de la mesa.
Entonces apoyó los brazos sobre el mantel, dejó caer la cabeza sobre ellos y se echó a llorar.
Adela Castañón
No importa dónde las entierres, las emociones siempre encuentran la forma de salir. Y en tu caso, además, florecen.
Deliciosa Adela 😘
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Muchas gracias, Margarita. Por tus letras y por tus emociones. Un abrazo 🙂
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