A oscuras

Igual que otras noches de tormenta, saltaron los fusibles y se fue la luz. Era el primer apagón en meses, el primero desde el día del telegrama y, esta vez, a Virtudes le dio igual. Paco y ella siguieron mirando el televisor, como si la telenovela aún se desarrollara, plana y en dos dimensiones, en esa pantalla muda tras el fundido en negro.

Se acordó de que había puesto la lavadora hacía menos de quince minutos. Sin decirle nada a Paco, que seguía con la vista perdida en un vacío infinito, se levantó del sofá para ir al lavadero a detener el programa de lavado, pero se detuvo a mitad de camino, en la cocina. No creía que la lavadora se estropeara si no la paraba, y si ocurría, bueno, si ocurría, la verdad es que le daba igual.

Abrió el grifo y cogió la tetera. La puso encima de la placa de vitrocerámica y se quedó con la mano a medio camino hacia el botón de encendido. ¿Qué hacía? Estaba tonta. No había luz y no habría té. Suspiró, le daba igual.

Cuando su Jesús era niño, mucho antes de que se alistara, mucho antes de Bosnia, mucho antes de que les regalara a sus padres la reforma de la cocina con la placa de vitro y otras modernidades, antes, mucho antes de todo eso, tenían una vieja hornilla de butano. Y cuando se iba la luz no importaba, también daba igual, sí, pero era diferente, no como ahora, porque podían cocinar.

Regresó al salón, las manos vacías, los brazos colgando, y se sentó otra vez al lado de Paco. Los cuerpos, a pocos centímetros y las almas a años luz. Y el silencio entre los dos como un intruso no invitado, una tercera presencia entre ellos mientras cada uno veía su propia película, de párpados para adentro, unidos y separados por ese silencio denso, oscuro como el salón tras el apagón; un silencio que violaba el cojín vacío del centro del sofá, ese cojín mudo desde que su ocupante se marchó.

Sonó un trueno. Dos segundos después, en el breve instante que duró un relámpago, Virtudes vio junto al televisor la foto enmarcada de Jesús vestido de marinero, el día de su Primera Comunión, como si la hubiera iluminado el flash del fotógrafo que se la hizo. Al lado estaba la otra foto, la que puso Paco luego, en la que se le veía muy serio con el uniforme de teniente, con el puto lazo en el marco.

—Mañana es lo del homenaje, ¿no? —le preguntó Paco. Sacó un pañuelo del bolsillo de la bata y se sonó—. ¿A qué hora dijeron que era?

—La misa, a las once. Y que luego habría un desfile, creo, o un discurso o algo así.

—Ojalá arreglen pronto la puñetera avería eléctrica y pare de llover. Como tenga que afeitarme a oscuras, me corto, seguro. Y no es plan ir hecho una mierda. —Se rascó la nariz—. ¿A qué hora te parece que salgamos?

—No sé. Sal cuando quieras. Yo no voy a ir.

—Eres… —Calló y meneó la cabeza—. Serás la única madre que falte, qué pasa, ¿eh? ¿Te la suda?

Virtudes no se molestó en contestar. Ojalá algo se la sudara. Ojalá le quedaran en el cuerpo gotas de agua y sal para poder sudar, ojalá algo encontrara el camino hasta sus ojos, secos y agrietados como el huerto, sin regar ni cuidar desde hacía varios meses, desde…

Miró por la ventana. Otro relámpago. Otro trueno. Ojalá cayera un rayo que fulminara la casa. El golpeteo de la lluvia sobre la uralita del patio sonaba como un réquiem burlón. Clavó en el cielo su mirada yerma y lo envidió, igual que envidiaba a Paco, porque tanto él como el cielo eran capaces de llorar.

Sonó otro trueno. Virtudes cerró los ojos. Los abrió. Coincidiendo con el fogonazo del siguiente relámpago, volvió la luz.

Virtudes miró la foto de su hijo vestido de teniente. Durante un segundo, la imagen de Jesús mostró una sonrisa que iluminó la habitación. Junto a ella, Paco se secó la cara con la manga y con el pañuelo, que aún tenía en la mano, volvió a sonarse.

Sus miradas se encontraron, él tendió la mano sobre el cojín vacío y Virtudes, por fin, recordó cómo era llorar.

Adela Castañón

Imagen: Peter H en Pixabay

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