Revolución

Yuna era la gestora del Banco de Palabras, una de las divisiones más importantes del Sistema Central del Gobierno de Muta. Su trabajo se limitaba a mecanizar la cuota mensual de términos asignados a los ciudadanos, y vigilar el ordenador central que analizaba todas las grabaciones diarias en busca de desvíos. Llevaba dos años en ese puesto y, hasta ese día, todo había ido a la perfección.

Esa mañana saltó la alarma por primera vez en años. El Protocolo estaba claro: diez términos al mes para cuestiones íntimas, cinco para términos abstractos (a los ciudadanos que habían logrado ascender a puestos de gobierno) y cuota ilimitada para aspectos laborales y de productividad comunitaria. Y, en Muta, nadie decía nada que no fuera necesario.

Yuna volvió a ponerse los auriculares y escuchó. La grabación no estaba clara porque, nada más empezar, un siseo había silenciado al hablante. Pero los primeros segundos seguían sonando igual:

Lo siento mu…

Era una voz infantil, no cabía duda. Enseguida se acallaba cuando un adulto, posiblemente su madre, lo había interrumpido con el siseo antes de empezar a hablar de manera algo acelerada:

Jori, repásalo de nuevo. Limítate a eso. Dentro de tres días cumples siete años y debes leer tu Manifiesto de Intenciones Productivas delante de la Comisión. Si te equivocas te reasignarán a Reprogramación Lingüística.

Después de aquello, solo se escuchaba la voz del niño recitando a la perfección un Manifiesto que era un modelo de corrección absoluta. Yuma sabía que debía dar la alerta de inmediato, pero… ¡un niño! ¿Cómo podía un niño haber tenido acceso al verbo “sentir”? ¡Esa palabra estaba reservada a unos pocos! Para tener acceso a ella, el ciudadano debería haber sido una de las escasas criaturas capaces de ahorrar durante años un número elevado de sus palabras asignadas. Solo los que lograban alcanzar los suficientes Créditos de Silencio podían acceder a las palabras reservadas. ¡Y ese niño solo tenía siete años! A ella misma le había llevado años acumular los créditos para convertirse en propietaria de su palabra favorita.

Yuna decidió que, antes de dar entrada al registro de una incidencia así, sería mejor comprobar que no había sido un error. Vivía sola, así que nadie se inquietaría si llegaba a su casa más tarde. Al salir del trabajo, se colgó al hombro su maletín y fue hasta la dirección de los rebeldes. Se identificó ante la mujer que le abrió la puerta y preguntó por Jori.

—Es mi hijo —dijo la mujer—. Pero no está autorizado a hablar con nadie que no conozca. Aún no ha leído su Manifiesto.

Yuna observó que la mujer mantenía los brazos demasiado pegados al cuerpo; unos cercos oscuros asomaban por sus axilas. Sobre los labios, vio aparecer diminutas perlas líquidas.

—Yo le preguntaré a usted. Y usted le preguntará a él. —Yuma entró sin esperar invitación—. Avísele.

La mujer se dirigió a otra habitación, de donde regresó con un niño cogido de la mano. El niño mantenía los ojos bajos, respetando la norma de no mirar a los extraños. Yuma decidió ser directa y miró a la madre.

—Pregúntele qué siente.

—No puedo usar palabras prohibidas. —La cara de la mujer se mantuvo impasible—. No tengo créditos de silencio.

—De acuerdo. Pregúntele qué ha dicho esta mañana, antes de que usted le dijera que debería limitarse a repasar su Manifiesto.

Gotas de sudor poblaron la frente de la mujer, que permaneció con los labios cerrados. Yuma vio que la mano que aferraba la del niño tenía los dedos blancos de tanto apretar.

—He venido a valorar la situación. Aún no he abierto ningún expediente. Si usted no le pregunta a su hijo, tomaré las medidas establecidas.

—Jori… —dijo la mujer.

Calló, incapaz de continuar. Si no obedecía, esa gestora se llevaría a su hijo. Pero si hacía lo que le pedía… sabía que se lo llevaría igualmente. Trató de pensar algo, pero su cerebro estaba bloqueado. Se arrepintió de haber accedido a la petición de su marido cuando se casaron: los dos habían decidido ahorrar al máximo sus cuotas, y habían transferido todo su capital a su hijo hacía apenas unos días. Creían que con ese capital estaría protegido, y tenían que entregárselo antes de su séptimo cumpleaños porque después de la lectura de su Manifiesto su mente sería ya un libro abierto para el Sistema Central. No se les había ocurrido que Jori…

—Estoy esperando.

La voz de Yuma sacó a la madre de su abstracción. Entonces, cuando las dos mujeres empezaban a pensar cómo salir de ese callejón sin salida, Jori miró directamente a los ojos a Yuma y le hizo un gesto para que se acercara. La gestora lo hizo, el niño se puso de puntillas y ella se agachó. Él le cogió la mano, tiró de ella hasta acercar la boca a su oreja y deslizó en voz muy baja una sola palabra en el oído de ella.

Yuma se levantó de un salto y trastabilló tanto que estuvo a punto de caerse de espaldas. Sacó de su maletín el ordenador portátil y pulsó el inhibidor de grabaciones con un margen de dos metros alrededor de donde estaban. La alerta solo saltaba cuando el bloqueo se extendía a más de tres metros de los hablantes.

—Repítelo —le ordenó a Jori.

—Sueños. —El niño le dirigió una mirada de adulto—. Con el regalo de mis padres, he comprado la misma palabra que tú. Te he visto cuando dormía, pero no sabía que a eso se le llamaba soñar.

Yuma lo recordó todo de pronto. Le flojearon las piernas y se sentó en el suelo, muy cerca de Jori y de su madre.

Ella también había soñado con Jori. En sus sueños, el niño ya se había hecho mayor y le daba las gracias por haberlo ayudado a cumplir su misión. Los dos parecían borrachos, de sus labios brotaban las palabras sin ningún tipo de dique o contención. Muta no existía, ni existía el Sistema Central ni, por supuesto, el Banco de Palabras.

—¿Me ayudarás, Yuma? —A pesar de que su nombre no se había pronunciado en ningún momento, a ella no le extrañó que Jori lo supiera.

Cerró los ojos. Respiró hondo. Recordó de nuevo ese sueño, y recordó también los otros, los sueños proféticos, las visiones del futuro que estaba en sus manos y en las de Jori.

Abrió los ojos y afirmó con la cabeza. Jori le sonrió sin mostrar sorpresa. Los dos oyeron un suspiro ahogado y miraron a la madre de Jori que, asombrada, se tocaba dos regueros líquidos que bajaban de sus ojos por las mejillas.

Jori y Yuma los señalaron a la vez, y pronunciaron al unísono la primera palabra de la revolución: Lágrimas.

Adela Castañón

Imagen generada por IA

2 comentarios en “Revolución

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