La piscina

Entro en casa. Voy al baño y abro el cajón donde guardo los medicamentos. Hay una caja de Valium sin empezar. Cojo el vaso donde tengo mi cepillo de dientes, saco el cepillo y lleno el vaso de agua. Con ayuda de pequeños sorbos, me voy tragando las pastillas de tres en tres. Al terminar, voy a la cocina y escondo la caja vacía en el fondo del cubo de basura.
Regreso a la piscina. ¡Qué monas y quietas están las crías!
En la tumbona al borde de la piscina, recostada, con los ojos entornados pese al incógnito que les otorgan los cristales oscuros de mis gafas de sol, doy sorbos a la pajita de mi granizado de café y dedico el tiempo que me queda a pensar en las niñas: dos extrañas que hace un rato nadaban en mi piscina mientras John, su padre, se fue sin prisa a hacer la compra, pensando que ellas y yo aprovecharíamos su ausencia para empezar a conocernos.
Hasta hoy, no había traído a ningún hombre a mi santuario. Mi casa está aislada, sobre una colina con vistas al mar. Ni siquiera se ve desde la carretera. Se confunde con el paisaje: ladrillo visto, hiedra en los muros y, por dentro, una blancura de quirófano, todo minimalista, líneas rectas y ventanales que ocupan casi toda la fachada que da a la piscina. Mi casa soy yo: el mundo no sabe verme, pero, si alguien logra cruzar la puerta, todo queda a la vista.
El sol, a las órdenes de agosto, calienta obediente lo que está a su alcance. O lo intenta, al menos. Fracasa al rebotar en mi piel, anestesiada e insensible, aunque su ardor invade mi cerebro. Casi escucho el crepitar de mis neuronas, veo las chispas que saltan cuando las terminaciones nerviosas de mi cerebro se enredan y se entrecruzan entre el caos de mis pensamientos, que sufren cortocircuitos y entran en bucle. Mi mente es un coche de Fórmula 1 con el motor recalentado; puedo oler el humo que atraviesa mi pamela y que es invisible para ellas, pero no para mí.
El corazón debería tomar el mando. Lo que circula por mis venas ahora mismo es mucho más gélido que el hielo picado que contiene mi vaso. Es un vaso de tubo, alto, elegante, como mis piernas. Unas buenas piernas son parte importante del arsenal para conquistar a un tipo; eso decía mi madre que en gloria esté, aunque lo dudo. Más méritos hizo para arder en el fuego de mil soles como el de hoy, que para empadronarse en ese azul que hay sobre nuestras cabezas, un azul como el agua de la piscina, pero sin su movimiento, sin el chispeo de burbujas que provocaban las crías hace un rato al mover los pies. ¿Será por eso que no incluyeron el instinto maternal en mi equipaje genético?
Miro a la piscina y las observo. Veo el pasado. Me veo a mí misma a su edad. Soy ellas, pero yo no era como ellas. Miro al cielo, al futuro. Intento imaginarme con la edad de mi madre. Soy como ella, pero ahora tengo la certeza de que no seré como ella.
Solo necesité dos de mis armas para conquistar a John: mis piernas y mis ojos. O eso creía. Descubrí demasiado tarde que lo hubiera logrado incluso desarmada. En eso, mi madre fracasó al entrenarme; no me enseñó a detectar en mis antagonistas los defectos ocultos, secretos como, por ejemplo, tener dos hijas.
Me llevo el vaso helado a la frente. Mi cuerpo se recompone. Las temperaturas, como los astros, se alinean. Cierro del todo los ojos y es cuando veo el cuadro con toda claridad: no he sido cazadora, he sido presa.
Durante una fracción de segundo admiro a John. Ha sido un digno oponente. Empiezo a rebobinar nuestra historia y me descubro ante su habilidad para traerme hasta aquí, hasta mi casa, hasta mi piscina, con esas dos extrañas que destrozaban con sus gritos y sus risas mis tímpanos y mi calma.
La última media hora pasa por mi mente como si fuera una película. Me veo a mí misma y, en silencio, repito gesto a gesto mis acciones: veo cómo abro los ojos, dejo el vaso en la mesita que hay junto a la tumbona y entro en el agua sin importarme que me salpiquen. Fuerzo una sonrisa. Mis ojos siguen a cubierto tras las gafas de sol.
Pongo mis manos en sus cabezas, y empujo hacia el fondo de la piscina. Solo necesito un par de minutos. El silencio me arropa; soy un feto nadando en la placidez del líquido amniótico.
Cuando los cuerpos emergen, continúa la quietud, la calma, la paz. No hay ningún ruido fuera de mí. El rugido está en mi interior: acabo de perder al único hombre al que he admirado. Así de sencillo. No podía estar con él y con sus hijas, y ahora sé que tampoco podremos estar juntos sin ellas.
Me recuesto en la tumbona, cojo de la mesa la granizada de café y le doy un sorbo. Me dejo arropar por la quietud. Luego vuelvo a dejar el vaso en su sitio. No quiero que el café se derrame sobre mi traje de baño blanco cuando el Valium me haga efecto. A John no le gustaría verme así.

Adela Castañón

Imagen: Pexels en Pixabay

Al final, era sencillo

Si hubiera sabido que matar era tan fácil, lo habría asesinado hace mucho. El problema es que nadie me explicó eso jamás. Y, claro está, seguí aguantando y aguantando paliza tras paliza, borrachera tras borrachera, insulto tras insulto.
De soltera, cuando veía en las noticias casos de mujeres maltratadas, siempre pensaba en ellas con lástima y con un sentimiento de superioridad. ¡Pobrecillas!, me decía a mí misma, lo siento por ellas, pero en el fondo son tontas por consentirlo. ¡Cualquier día iba yo a dejar que me pusieran la mano encima de ese modo!
¿Saben eso de que por la boca muere el pez? Pues eso fue justo lo que me pasó. Por eso pintan a Cupido ciego, ahora lo sé. ¿No quieres caldo?, pues toma tres tazas: otra patada en la boca por haber caído yo también en esa trampa del “amorparatodalavida”.
¿Saben quién me enseñó lo de que matar es fácil? ¿No? Está clarísimo: me lo enseñó él. No tuvo que explicarme nada, fue una lección práctica que aprendí el día que, estando embarazada de cuatro meses, me mató al crío en la barriga a base de patadas. Pero me la aprendí bien.
Por eso ahora estoy en el cementerio.
No, no. No se equivoquen. A mí no pudo matarme. Pero en la siguiente borrachera, miren que mala suerte, dio la casualidad de que se cayó por las escaleras del piso. ¡Cosas que pasan! En fin… Descanse en paz. Amén.

Adela Castañón

Sainete entre enamorados

-Carmencita, a ver qué te parece
que esa charla pendiente que nos queda
la tengamos el jueves.

-¿El jueves?
Para qué esperar tanto.
Mejor tenerla ahora.

-¿Ahora?
Mira que no me encuentro preparado.

-¿Y por qué la demora?

-Pues porque luego acabas por liarme.

-¿Liarte yo?
¡Tú te has vuelto majareta!

-¡Yo no! ¡Que en estos casos
eres tú la que pierde la chaveta!

-¡Ramón! ¡Déjame que te diga…!

-¡Si ya lo sé, carajo!
¡Que yo soy un cabrón!
¿Y, sabes qué?
¡Que se me da una higa tu opinión!
Me está entrando fatiga…
Si ya lo decía yo,
que esta confrontación
acabaría en batalla perdida.

-Déjate de rodeos y entra en el tema.
¿De qué querías hablar?

-Pues… ya no importa…
por decir algo…
¿qué hay para la cena?

-¿Ahora escurres el bulto?
¡A saber qué es lo que ibas a contarme!
¿Es que tienes a otra?
¿Te ha molestado mi cambio de imagen?
Que yo estaba del moño hasta los pelos,
y nunca mejor dicho.
Y el corte de “garcón” a lo chicuelo
es mucho más moderno.
¿O te parezco un bicho?
¡Dime algo, no seas lelo!

-Pues mira, si me insistes, te lo digo.
Que aquí no somos dos. Ya somos tres.

-¡Así que va de cuernos!

-¡Haz el favor de callar de una vez!
Lo que hay entre nosotros tiene un nombre…

-¡Ahórrate los detalles!

-¡Pues no quiero!
Para una vez que empiezo
prefiero desahogarme por entero.
Lo que hay entre nosotros, te repito,
y a ver si dejas que acabe de explicarme,
no es ninguna otra tía.

-¡Qué te gusta tocarme las narices!
¿Pues sabes una cosa?
Que yo no creo en las novelas rosas,
con finales felices.
Así que nos iremos olvidando
de lo de comer perdices.
Y mejor nos quedamos
con eso que tú dices.

-¿Qué es lo que digo yo?
Porque, ¡hija mía!
como te enrollas tanto
ya ni me acuerdo de lo que te dije.
¡Te estoy viendo venir!
¡Por Dios, no llores!
Que tu llanto es un misil pesado
que sabes manejar con tanto encanto
que me acabas dejando desarmado.

-¿Llorar yo? ¡Ni de coña!
¡A ver qué te has creído!
Pensándolo mejor, quiero saberlo.
A ver, ¿quién se ha metido
en tu bragueta para ponerme cuernos?

-Ha sido la Escritura.

-¡Ramón…!

-¡Que no es de broma!
Que solo es eso lo que nos separa.
Que si estoy empalmado
y me acerco a buscarte,
te encuentro en el teclado
dedicada a tu arte
y soy “don Ignorado”.

-Ramón… corazoncito…
¿qué me cuentas?

-Pues eso, lo que oyes.
Que en este cuento yo soy Cenicienta.

-¡En todo caso, “Ceniciento”, hombre…
que estás muy bien dotado!
Y no darías el pego ni vestido…
¡Y menos, como ahora!
¡A ver, Ramón!
¿qué coño estás haciendo?
¿Por qué te has desnudado?

-¡No me hagas reír así, cacho de bruja!
No sé de dónde sacas argumentos
para que terminemos
siempre igual.

-Ramón, eso que dices…
¿de verdad te molesta que yo escriba?

-No se trata de eso, ¡qué narices!
Lo que a mí no me gusta,
y perdona que insista,
es el orden que ocupo yo en tu lista.
Estoy cansado
de consentir que tú me martirices
dejándome de lado
para perderte en tus cuentos felices.

-Ramón, cariño mío,
intenta comprenderme.
Yo quisiera escribir
como ese puñetero de Sabina,
que domina las letras como nadie,
o aprender a inventarme parrafadas
como las que hace Aute.
Ser capaz, como ellos,
de convertir en arte las cosas cotidianas.
Que lo que cuentan
son las cosas de siempre,
pero ellos nos lo cuentan a su modo
y suena diferente.

-Supongo que, por eso,
entre otras muchas cosas,
sigo estando contigo.
Que, para diferente, tu cabeza,
que está llena de pájaros y bichos
que sientas a la mesa
en lugar de dejarlos en sus nichos.
Y el caso, Carmencita,
el caso es que me gusta
cuando empiezas
a inventarte esas fábulas absurdas
¡pero, leches!
Es que a veces te pasas,
y me jode un montón que te aproveches
cuando ves que me tienes
ensimismado, y hecho un papanatas.
Y, hablando de otra cosa,
¿cómo hemos acabado
lo que empezó en discurso pelotero,
riña de enamorados,
bronca suprema,
acostados aquí,
en el himeneo?

-¡Ramón! Que nos liamos…
Y siempre terminamos en lo mismo
Cogemos el cabreo y lo encamamos,
y echamos al abismo
del olvido las broncas cotidianas.

-¡Mi Camen, mi princesa!
¡Qué te quiero!

-¡Mi Ramón, corazón!
¡Sigue a mi lado!

-Cállate de una vez
y dame un beso.

-Claro que sí, Ramón,
que para eso
nos hemos acostado.

Adela Castañón

Imagen generada por IA

Doña Gala Cenarro. Maestra de Biel

Introducción

Biel, Zaragoza, 1934. Imagen coloreada por Miguel Casabona. Publicada en Pelaires de Biel.

Biel, 1934. Foto coloreada por Miguel Casabona y publicada en Pelaires de Biel.


Gala Cenarro Córdoba (Ablitas, Navarra, 1842-Orense, 1912) murió cuando estaba pasando las vacaciones de verano con su hijo.

Desde 1880 hasta 1901, pasó más de veinte años de maestra en Biel, Zaragoza, donde se casó y tuvo tres hijos.

Doña Gala fue la maestra de mi abuela Pascuala (1877-1926) y de sus hermanas Elena y Emilia. Convenció a mis bisabuelos y, a más familias de Biel, para que sus hijas estudiaran. Después de casada, ella misma preparó a su marido, que también estudió Magisterio.

Coincidió con don Juan Sampietro (Sallent de Gállego, 1814-Biel, 1890) y don Manuel Marco Bonaluque (El Frago, 1858-Biel, 1927), maestros de maestros, y con otros maestros del desdoble. Don Manuel despertó el gusto por el estudio en mi abuelo Constantino (Biel, 1881-1968). Como su madre, viuda, no podía sacarlo a estudiar, aprovechó los años en que hizo la mili en Barcelona para estudiar, por libre, Magisterio Elemental y Superior. Con el tiempo también fue maestro de Biel.

La escuela de Biel era una unitaria en la que se desdoblaban las aulas en función del número de alumnos. En la época de doña Gala solo estaba desdoblada la de los chicos. Es que no se consideraba importante la educación de las niñas y se las quedaban en casa para que ayudaran a sus madres, sobre todo en la crianza de sus hermanos. Algunas sustituían a los repatanes en el cuidado de los rebaños o ayudando en los telares.

La insistencia de doña Gala en la educación de las niñas tuvo sus efectos y el aula de las niñas se desdobló, provisionalmente, desde 1902 hasta 1935. El desdoble terminó en 1951.

Existen en esta localidad 4 Escuelas Nacionales Unitarias de 1ª Enseñanza: dos de niños, núm. 1 y 2 y otras dos de niñas, también núm. 1 y 2; todas carecen de nombre.  Las escuelas núm. 1 son de creación antigua y las núm 2, de ambos sexos, fueron creadas por desdoblamiento de las ya existentes, el 22 de junio, Gaceta del 1º de julio del año 1935 y definitivamente el 28 de octubre del mismo año. (Cfr. Informe sobre los niños escolarizados en Biel entre 1911 y 1942, del maestro Gregorio Romeo Berges. Biel, 16 de febrero de 1943).

¿Qué sabemos de su familia?

Ablitas, Navarra. Calle en la que nació y vivió Gala Cenarro,

Gala Cenarro Córdoba nació el 17 de octubre de 1842 y fue bautizada al día siguiente. La llamaron Gala, como a la santa romana cuya festividad se celebraba el 5 de octubre.

Era la cuarta, de los once hijos de Francisco Cenarro Marín (1807-1879), alcalde de la villa durante la Revolución Gloriosa de 1868, y de Ciriaca Córdoba Ruiz (1814-1885), los dos vecinos y naturales de la Ablitas. Vivió en la calle Capuchinos, que todavía se conoce como Cuesta de Cenarro, donde su padre, Francisco, tenía un comercio.

Sus abuelos paternos fueron Pedro Cenarro Salillas, natural de El Buste (Zaragoza), y Lamberta Marín Laforga, natural de Alagón (Zaragoza).

Los maternos, Toribio Córdoba Izquierdo, natural de Valdeprado (Soria), y Bernarda Ruiz Ayensa, natural de Ablitas (Navarra).

Tuvo diez hermanos: Manuel (1837), Mariano (1837-1898), Félix (1840), Justa Rufina (1845-1847), Romana (1847), Mª Encarnación (1850-1850), Claudia (1852), Eladia (1854-1904), Cirila (1855) y Juan (1858). (Cfr. Archivo municipal de Ablitas).

En los censos encontramos a algunos de sus hermanos. En 1890, Juan Cenarro Córdoba vivía en Villanueva de Gállego. En 1894, Mariano Cenarro Córdoba estaba domiciliado en Cortes, Navarra, era cabeza de familia y falleció en 1898, el mismo año que el marido de Gala.

En 1862, a los veinte años, Gala aún vivía en Ablitas, cuando fue madrina de su primo Pedro Córdoba Serrano, hijo de su tío Juan Manuel Córdoba Ruiz.

Empezó a estudiar muy tarde, seguramente por el empuje de alguna maestra que desconocemos. Era Maestra Elemental e ingresó en el escalafón, en Navarra, en 1879 (El magisterio español: 1912, julio, 20, p. 15).

1880-1901. Maestra de Biel

En 1880, a los 38 años, se incorporó a la escuela de Biel como maestra propietaria y se fue en 1901.

En 1881, cuando llevaba un año, se casó con Melchor Elízaga Muro (1860-1898).

Año 1881. Libro de matrimonios. Nº 2. 19 de enero de 1881. Melchor Elízaga Muro y doña Gala Cenarro Córdoba.  Tejedor. Soltero de 21 años, hijo de Victoriano y Balbina.  Maestra de niños. De 34 años. Natural de Ablitas (Navarra), diócesis de Tudela. Hijo de Francisco Cenarro y Ciriaca Córdoba, vecinos de Ablitas. (Cfr. Archivo municipal de Biel, Zaragoza).

No sabemos por qué, pero en todos los documentos de Biel le quitan cinco años. Quizá por error o quizá para disminuir la diferencia de edad con su marido: ella era ocho años mayor.  Yo sigo la edad que consta en la partida de nacimiento de Ablitas: 1842.

Su nueva familia de Biel

Cuando se casaron, Melchor y Gala se instalaron en la casa de la esquina, donde la calle mayor se convierte en la la plaza Baja.

Melchor era hijo de Victoriano Elízaga Caudeviela y de Balbina Muro Piteus, casados en 1837, vecinos de Biel y de profesión tejedores, procedentes de Navarra. Sus abuelos paternos, casados en 1819, fueron; Ignacio Elízaga Lanz, de Burgui, Navarra, y Ramona Caudeviela Palacio, de Biel. Los maternos, casados en 1806: Mariano Muro Navarro y María Piteus Mancho.

Me parece interesante resaltar que el apellido Muro lo llevó a Biel Joaquín Muro Rubio, padre de Mariano, procedente de Cintruénigo, Navarra. Y que ese matrimonio, el de Joaquín Muro y Miguela Navarro causó mucho revuelo en Biel. Hubo un juicio de la familia de Miguela contra los desposados y testificó casi todo el pueblo. (Cfr. 1791. Pleito civil, nº2, Biel).

Victoriano y Balbina, los padres de Melchor, según el cumplimiento pascual de 1861, vivían en la Caudevilla y tenían cuatro hijos, los cuatro hermanos Elízaga Muro: María. Ignacio, Petra, y Melchor.

Cuando se casaron Melchor y Gala se fueron a vivir a la calle Mayor 17, pero en casa el Santo, en la Caudevilla, siguieron sus padres con su hermana mayor, María, casada con Modesto Dueñas; y con su otro hermano, Ignacio, que estaba soltero.

Se conserva una fotografía de 1904, en el huerto de Casa el Santo, la casa familiar de los Elízaga, en la que están doña Gala y su hijo, y varios sobrinos y primos, arropando a Modesto y María, cuñados de doña Gala y dueños de la casa, sentados en el centro.

Demasiadas muertes en pocos años

El matrimonio de Melchor y Gala solo duró siete años, pero les dio tiempo a montar un comercio en la calle mayor 17, a que Melchor estudiara Magisterio y a ser padres de tres hijos, Francisco José (1882), Simona Victoriana (1883) y Estanislao Juan (Biel, 1885-Figueras, 1914), de los que sólo sobrevivió Juan.

Al margen: Melchor Elízaga Muro. En la Villa de Biel, a las cinco de la mañana del día veinte y tres de enero de 1898. Ante D. Mauricio Pemán Juez municipal y D. Felipe Coyduras, Secretario; Compareció Ignacio Elízaga, natural y vecino de esta villa, casado, mayor de edad, de oficio Tejedor, y vive en la calle de Gavás número 17. = Manifestando que su hermano Melchor Elizaga Muro falleció el día veintitrés del corriente mes a las cinco de la mañana en su referido domicilio calle Mayor número    a consecuencia de rotura cardiaca, de todo lo cual daba parte en debida forma como hermano del finado. = En vista de esta manifestación y de la certificación facultativa presentadas, el Sr. Juez municipal dispuso que se extendiese la presente acta de inscripción de dicho finado. = Que era hijo legítimo del ya difunto Victoriano Elízaga y de Balbina Muro naturales y vecinos de esta Villa de oficio Tejedores. = Que estaba casado en el acto // de su fallecimiento con Dª. Gala Cenarro natural del pueblo de Ablitas (Navarra), de cuyo matrimonio tuvieron un hijo llamado Juan, que vive en compañía de sus padres. Que no otorgó testamento alguno y que a su cadáver se habrá de dar sepultura en el cementerio de la parroquia de esta villa.  = Fueron testigos presenciales Celedonio Arenaz y Francisco Navarro de este domicilio. = Leída íntegramente esta acta e invitadas las personas que deben suscribirla a que la leyeran por si mismos si así lo creían por conveniente. Se estampó en ella el sello del Juzgado municipal, y la firmaron el Sr. Juez testigos y declarante, de todo ello. Secretario. Certifico-

El Juez municipal             Ignacio Elizaga

  Mauricio Pemán                Celedonio Arenaz

                   Francisco Navarro

             El Secretario:   Felipe Coyduras

A los dos días, el Diario de Zaragoza publicó una sentida necrológica, enviada por el corresponsal de Biel.

Sr. Director del Diario de Zaragoza. Muy señor mío: raras veces, la consternación general causada por el fallecimiento de una persona estimada en un vecindario habrá producido tan honda, penosa y unánime impresión como la muerte repentina de nuestro querido compañero y amigo don Melchor Elízaga Muro, esposo de la digna profesora de primera enseñanza doña Gala Cenarro.

La rotura de un aneurisma en la aorta puso fin a sus días en la madrugada de ayer. Su entierro fue una manifestación de duelo tan numerosa cual no se recuerda en esta villa. Puede decirse que lo acompañó todo el pueblo en masa y que las expresiones de dolor revolaban en todos, pues el finado contaba con una justísima estimación, a la que le hacían acreditación su carácter sumamente bondadoso y sus virtudes cristianas. Su fervor religioso, su afán con todas las obligaciones de buen católico, parece que le anunciaban el inesperado fin de su vida en la plenitud de la salud.

Maestro de primera enseñanza, también, y excelente músico, adornado de potente y hermosa voz, solemnizaba las fiestas religiosas tocando el órgano de la parroquia. La tarde precedente a su fallecimiento, tocó y cantó admirablemente la última salve.

Juan tenía 13 años cuando murió su padre y ya estaba estudiando en el seminario de Jaca, aunque su domicilio seguía en Biel. Pasados dos años, en el cumplimiento pascual de 1900, en la calle Mayor 17, sólo cumplían con parroquia, Gala Cenarro Córdoba y Juan Elizalde Cenarro. Es decir, los dos estaban censados en Biel.

1901-1904. Nueva etapa en Arróniz

1901, viuda y sin la compañía de su hijo, se le apoderó la soledad y decidió marcharse de Biel. Solicitó trasladó y le concedieron Arróniz, Navarra. El 4 de marzo de 1901 cesó como maestra de niñas de Biel. Su plaza salió a traslado, pero no se cubrió hasta 1902.

Nota del rectorado. La escuela de niñas de Biel se queda vacante. En la lista de propuestas para cubrir escuelas de niñas, no se realizan propuestas para la Escuela de Niñas de Biel, por no haber aspirantes que la soliciten. Se advierte que el presente concurso se resuelve conforme a las disposiciones contenidas en el reglamento vigente de 6 de Julio de 1900, porque el anuncio correspondiente fue remitido a Madrid, para su inserción en la Gaceta, con anterioridad al Real decreto de 26 de octubre de 1901. Zaragoza 28 de enero de 1902 —E1 Rector, Mariano Ripollés y Baranda.

Durante muchos años, el rector de la Universidad se ocupó de las plazas de la enseñanza primaria.

 Maestra de maestras

En 1903, el Eco de Navarra elogiaba cómo enseñaba doña Gala en Arroniz. Pero no era una forma nueva. Esta maestra de maestras despertó pasiones en Biel, logró que la escuela de niñas se desdoblara y que las familias empezaran a sacar a estudiar a sus hijas.

Con grandísima y selecta concurrencia se celebraron ayer los exámenes en la escuela elemental de niñas, dirigida por la distinguida profesora doña Gala Cenarro Córdoba, en cuyo acto demostraron las alumnas un grado de instrucción poco común en todas las asignaturas del programa, así como en labores muy bonitas y sobre todo muy necesarias. Demostrando con todo esto, una vez más, el celo desplegado por dicha señora en difundir la enseñanza. Terminado el examen, con los discursos de rúbrica, la junta local felicitó a la referida señora. (Cfr. El Eco de Navarra: 01/07/1903).

1904-19012: en Pedrola

Gala Cenarro. En esta foto. de 1904 tenía 62 años y estaba destinada en Pedrola.

En 1904 solicitó dos destinos: Ondárroa, Vizcaya, y Pedrola, Zaragoza. Fue excluida de la solicitud de Ondárroa, por falta de reintegro en la instancia. Sintió una decepción, ya que esta escuela estaba muy solicitada por su excelente dotación: 1.100 pesetas al año. En cambio, el 20 de noviembre de 1904, fue nombrada maestra de Pedrola (Cfr. La Educación, 1904, noviembre, 20, p. 2).

En Pedrola, siguió demostrando sus dotes de atracción y persuasión entre las niñas y siguió destacando por su excelente formación y por su vocación docente. Pero no todo fue un camino fácil. Como muchas maestras de la época tuvo que luchar con denuedo para conseguir un local para la escuela.

La maestra de Pedrola, doña Gala Cenarro, comunica que, al posesionarse de la escuela, se encuentra con que no tiene local escolar ni menaje para el mismo. La Juna acuerda ordenar a Alcalde que provea de todo lo necesario a la enseñanza. (Boletín Oficial de la Provincia de Zaragoza: 1905, agosto, 17)

En 1908 seguía, con determinación y firmeza, reclamando la vivienda que le correspondía como maestra.

A la Junta de Primera Enseñanza de Pedrola se ha remitido, para que informe, la reclamación de casa formulada por doña Gala Cenarro. (El Noticiero, 19 de enero de 1908, p. 1).

Doña Gala murió en Orense, a punto de cumplir los setenta años

Durante las vacaciones de verano anteriores a su jubilación, fue a visitar a su hijo, que era el capellán de la cárcel de Orense, y falleció de manera imprevista. Así lo comunicaba el Magisterio Español:

Gala Cenarro, maestra de Pedrola, falleció en Orense, donde se encontraba accidentalmente. (El Magisterio Español: 1912, julio, 20, p. 15).

Esta calle de Ablitas estaba dedicada a su padre, Aquí vivió la joven Gala con su familia.

Juan Elízaga Cenarro (1885-1914)

El tercer hijo de Melchor Elízaga y Gala Cenarro. El único que sobrevivió, los dos anteriores fallecieron al poco de nacer.

 AÑO 1895. Al margen: ESTANISLAO JUAN ELIZAGA CENARRO.  En la villa de Biel. a las seis de la tarde del día seis de mayo de mil ochocientos ochenta y cinco. ante Don José Navarro Carte Juez Municipal y Don Felipe Coyduras Secretario: Compareció Melchor Elízaga natural y vecino de esta villa casado mayor de edad y de oficio Comerciante y vive en calle Mayor número 17. Presentando con objeto de que se inscriba en el registro civil un niño y al efecto, padre del mismo declaró: Que dicho niño nació en la casa del declarante el día seis del corriente a las seis de la tarde. Que es hijo legítimo del declarante y de su mujer Gala Cenarro, ésta de Ablitas, Navarra, Maestra de niñas de esta villa. Que es nieto por línea paterna del ya difunto Victorino Elízaga y Balbina Muro naturales y vecinos de esta villa, de oficio tejedores de lienzos; y por línea materna de Francisco Cenarro y Ciriaca Córdoba, de Ablitas. Que al expresado niño se le había puesto el nombre de Estanislao Juan sin que haya expresado otras circunstancias Todo lo cual presenciaron como testigos Don Celedonio Arenaz y Don Francisco Navarro de este domicilio. (Cfr. Archivo municipal de Biel).

Años de seminarista

En 1898, cuando murió su padre, ya estaba en el Seminario de Jaca, donde destacaría en la oratoria gracias a sus dotes y la influencia de su profesor, don José Castán Aguas (Biel, 1850-Jaca, 1905). En 1905, el joven Juan debió sentir la muerte de don José, quinto de su padre en Biel, y quien, como él, murió repentinamente de un aneurisma.

En Jaca era compañero de su amigo Celedonio Pemán Navarro (Biel, 1884-Argentina, ¿?), de casa Mauricio. De niños los dos jugaron juntos en la plaza Baja y a los dos los subió al seminario don José Castán, el canónigo de casa Machín, que había estado de párroco en Biel. En 1907, el obispo de Huesca, en la misma ceremonia, nombró diácono a Celedonio y subdiácono a Juan. (El Noticiero 22/12/1907, p. 2). Los dos cantaron misa en 1908: Celedonio el 23 de abril, en Biel y Juan el 1 de julio, en Pedrola. Y los dos eligieron destinos poco frecuentes: Celedonio en Argentina y Juan capellán de prisiones.

Aún estaba en Jaca, cuando Juan conoció a la duquesa de Villahermosa en Pedrola, en una de las muchas visitas que le hacía a su madre. Y la duquesa, conocedora de sus habilidades como fotógrafo, le encargó reportajes de recepciones en su palacio

A la salida del palacio que da a los jardines, el joven presbítero, Juan Elízaga, sacó varias fotografías de la familia y palacio. (El Noticiero 26/08/1908, p. 2)

Su primera misa. 1908

Desde Pedrola. 1 de julio de 1908. Hoy ha tenido lugar en esta villa el acto de la celebración de la primera misa por el joven y virtuoso mosén Juan Elizaga Cenarro, hijo de la señora profesora de niñas doña Gala Cenarro, en la iglesia parroquial. A las nueve un repique general de campanas ha anunciado a los fieles la celebración de la misa, concurriendo la mayoría de los habitantes con la asistencia de las autoridades administrativas y judicial, dando principio la misa del maestro Gulimant.

La oratoria sagrada a cargo de mosén Francisco Javier Córdoba, el cual de fácil palabra y sirviéndose del tema la palabra Orden, ha pronunciado un elocuente discurso. Terminada la misa, se ha cantado por los señores antes citados el Te Deum del maestro Calahorra, habiendo sido felicitado el nuevo sacerdote por las autoridades, clero parroquial y fieles que han asistido a dicho acto.

A las doce ha tenido lugar en el domicilio de la señora profesora doña Gala Cenarro un banquete, al que fueron invitadas las autoridades, el clero y muchos amigos de la familia.

No terminaré esta carta sin dar un voto de gracias a nuestro párroco don Paulino Luna, por el acierto demostrado en la misa y decoración de la iglesia, oyendo decir a muchos fieles que jamás se habían celebrado festividades religiosas con tanta pompa y suntuosidad como las celebradas en este día.

Dios le dé al nuevo y joven sacerdote mucho acierto y felicidades en su nueva carrera. A su paso por las calles desde la iglesia a su domicilio ha sido felicitado por la mayoría de los vecinos. Firmado por Joaquín Binués. (El Noticiero, 3/ 07/1908).

Los sermones de Juan se hicieron famosos

La prensa de la época daba a conocer su fama como orador, tal y como El Pirineo Aragonés había hecho unos años antes con don José Castán. Mosén Juan se trasladó de Jaca a Casacante, Navarra, a celebrar y predicar en la fiesta de San Isidoro. Allí tenía vivían unos parientes maternos.

Desde Cascante. La fiesta de San Isidro. La nota culminante de tan grato acto fue la oración sagrada que tan admirablemente supo desarrollar el joven e ilustrado presbítero D. Juan Elizaga y Cenarro, descendiente de distinguida familia de ésta y prestigioso párroco de la diócesis de laca, que con suma sencillez y claridad de conceptos y ardiente unción evangélica, terminó su brillante tarea impetrando del glorioso San Isidro gracias y bendiciones sobre todas las clases de la sociedad, pero especialmente para la nunca bien considerada y respetada como se debe la clase de labranza. Luego fue obsequiado espléndidamente por la familia con él emparentada. Quedamos gratamente impresionados cuantos tuvimos la satisfacción de oír su discurso. (Heraldo de Aragón 18/ 05/1909)

1910-1914. Capellán de prisiones

En 1910 era sacerdote de Jaca, pero se trasladó a Madrid a opositar al recién creado cuerpo de capellanes de prisiones.

Han sido aprobados en las oposiciones a capellanes de prisiones, los siguientes aspirantes. Juan Elízaga figuraba antes de la mitad de una lista de unos cincuenta. (La Correspondencia de España: 28/04/1910).

Aunque era capellán de la cárcel, salía a predicar a los pueblos.

Almodóvar del Campo. Semana Santa. El sermón de Pasión que tuvo lugar el Jueves Santo a las ocho de la tarde, lo predicó el joven capellán de la cárcel, Juan Elízaga Cenarro, quien, con elocuentes palabras, nos recordó las más trágicas escenas de la Pasión de Nuestro Señor Redentor, terminando su discurso con una tierna y viva exhortación a los fieles para que todos cumpliesen como buenos hijos del Padre y Redentor, diciendo acto seguido el acto de contrición que sus feligreses, puestos de rodillas y emocionados, repitieron con religiosidad edificante. (El pueblo manchego: 20/04/1911).

De su trabajo en la cárcel de Orense, como de sus otras actividades, tenemos noticias por la prensa local y nacional.

Orense. Tuvo lugar en la cárcel correccional de esta ciudad, la solemne ceremonia de la bendición de la nueva capilla costeada por el excelentísima Diputación provincial. A tan solemne acto asistieron todos los empleados del citado centro, siendo bendecida por el ilustrado y virtuoso capellán del establecimiento don Juan Elízaga, quien trabajó con mucho cielo e interés hasta ver convertido en realidad el proyecto que desde hace tiempo acariciaba. (El Progreso: 07/03/1912).

Orense. Tuvo lugar en la cárcel correccional de esta ciudad, la solemne ceremonia de la bendición de la nueva capilla costeada por el excelentísima Diputación provincial. A tan solemne acto asistieron todos los empleados del citado centro, siendo bendecida por el ilustrado y virtuoso capellán del establecimiento don Juan Elízaga, quien trabajó con mucho cielo e interés hasta ver convertido en realidad el proyecto que desde hace tiempo acariciaba. (El Progreso: 07/03/1912).

Precisamente, estando en Orense recibió la visita de su madre. Y allí murió doña Gala, inesperadamente, a principios de julio.

El 30 de abril de 1913 fue nombrado capellán de la cárcel de Figueras. Y al mes siguiente, el 25 de mayo fue a las fiestas de Biel y, en la ermita de la Virgen de la Sierra, predicó un sermón del que se habló mucho en Biel. El Heraldo de Aragón recogió esa visita con bastantes detalles y muchos elogios al que había sido profesor de oratoria en el Seminario de Jaca.

Biel. Las fiestas. Por nuestro corresponsal. Han terminado sin el más leve incidente perturbador del sosiego habitual de este vecindario las fiestas que anualmente se dedican a la Santísima Virgen de la Sierra, imagen venerada en su ermita distante cinco kilómetros de la población. Con gran concurrencia de devotos de su villa y de pueblos comarcanos, se celebró la festividad religiosa, cantándose por la capilla infantil y su digno director don Miguel Sangorrin la misa a cuatro voces del maestro Gorrittí, interpretada de modo admirable, acompañada al armonium por el inteligente presbítero de la villa de Uncastillo D, Pascual Pérez.

La oración sagrada, a cargo del joven D. Juan Elizaga Cenarro, natural de esta villa, resultó muy de lleno dentro de una oratoria sublime y encantadora, más propia de la elocuencia característica de orador dedicado con especialidad a la cátedra sagrada que de jóvenes principiantes en el sacerdocio. Terminada la misa, el Ayuntamiento, por su parte, se mostró muy obsequioso, sentando a su mesa a las personas de más viso de la localidad y de los pueblos limítrofes. Y todos los asistentes, a su vez, formaron sus corrillos en las planicies, devorando con gusto las viandas de que iba provistos, despidiéndose todos pronto, con sentimiento, de tan encantador sitio y recreo en que estaban envueltos, por amenazar fuertes chubascos que hicieron dispersarse y regresar a la población, del éxodo más veloz, a cada pueblo. (Heraldo de Aragón, 25/05/1913).

El 6 de septiembre de 1914, a los 29 años, falleció en Figueras, donde solo ejerció un poco más de un año.

Ha fallecido en Figueras el virtuoso y joven capellán de aquel penal, nuestro particular amigo don Juan Elízaga. (El norte: 08/09/1914).

Con la muerte de mosén Juan Elizaga Cenarro se acabó una rama de los tejedores de Biel. Y después, poco a poco, fueron cayendo en el olvido Melchor, Gala y el propio Juan, que un día habían sido personas importantes en la vida del pueblo. Y ahora todos siguen envueltos en esa capa de polvo del olvido que seremos.

1904. En el huerto de Casa el Santo

  1. Gala Cenarro Córdoba. 2. Modesto Dueñas Pemán. 3. María Elízaga Muro. 4. Tesesa Elízaga Ferrández. 5. Tomás Solana Castán. 6. Vicenta Solana Elízaga. 7. María Jesús Solana Elízaga. 8. Pilar Solana Elízaga. 9. Ángela Dueñas Elízaga. 10. Esteban López Les. 11. Victorina López Dueñas. 12. María Dueñas Palacio. 13. María Alvarado Elízaga. 14. Jerónimo o Ángel Dueñas Palacio. 15. Juan Elízaga Córdoba.

1/ Gala Cenarro Córdoba

(Ablitas, Navarra, 1842-Orense, 1912), maestra de niñas, en la foto tenía de 62 años. Era viuda de Melchor Elízaga Muro (Biel, 1850-1898) y cuñada de los Elízaga Muro: una familia de tejedores, procedentes de Navarra, que habían acudido a los telares de lienzos de Biel. Seguramente, los telares se encontraban en la Caudevilla, entre casa Fardollas y el horno de Fardollas. Por eso los Elízaga buscaron casas en la Portaza y en la Caudevilla, cerca de su trabajo.

Doña Gala se incorporó a la escuela de Biel en 1880 y en 1901 se trasladó a Arroniz. En 1904, también por traslado, se incorporó en la escuela de Pedrola. Ese mismo año, volvió a Biel a visitar a su cuñado Modesto, enfermo de cáncer.  La acompañaba su hijo Juan, estudiante del seminario de Jaca y un buen fotógrafo. Con esta foto, Juan inmortalizó el encuentro familiar en el huerto de la casa el Santo, la casa de los Elízaga en la Caudevilla.

2/ Modesto Dueñas Pemán

(1830-1906), de 74 años, tejedor de lienzos. Sus padres, vecinos de Farasdués, acudieron a la fábrica de lienzos de Biel en un momento que se buscaban tejedores.

Modesto era hijo de Juan Antonio Dueñas, natural de Farasdués, y de María Pemán, natural de Biel. En 1856 se casó con María Elízaga Muro, también hija de tejedores. Fueron los padres: Victorino, Ángela y Águeda.

Víctorino (1858-1896), casado con Isabel Palacio (Salinas, 1864-Biel, 1936), tuvieron cuatro hijos: Domingo, María, Ángel y Jerónimo. En la foto vemos a María y a uno de sus hermanos, no sabemos si es Ángel o Jerónimo. Ángela (1876-¿?), casada con Esteban López Les (1877-1944): en el momento de esta foto solo había nacido Victorina, su primera hija. Águeda (1881-¿?), casada con Lorenzo Muñoz (1875-¿?): sus hijos nacieron después.

3/ María Elízaga Muro

(1839-1918), bautizada como Ángela María de la Concepción. En la foto, de 65 años, estaba sentada junto a su marido. En su regazo sostiene a María Alvarado Elízaga, una sobrina nieta, es decir, una nieta de su hermano Ignacio.

María era la mayor de los cuatro hermanos: Ignacio Elízaga Muro (1846-1905), casado con Jerónima Ferrández Pérez (Agüero, 1846-Biel, 1924). Petra Elízaga Muro (1849-1915), en 1870, se casó con Blas Vives Ena.  Y Melchor Elízaga Muro (1850-1898), tejedor. En 1881, se casó con Gala Cenarro Córdoba (Ablitas, Navarra, 1842-Orense, 1912), una maestra ocho años mayor que él.

Los Elízaga Muro eran hijos de Victoriano Elízaga Caudeviela (1820-¿?), un tejedor de origen navarro que, en 1837, se casó con Balbina Muro Piteus (1817-1900), en Biel. Sus abuelos paternos fueron: Ignacio Elizaga Lanz, tejedor de Burgui, Navarra, que en 1819 se casó en Biel con Ramona Caudeviela Palacio. Los maternos, Mariano Muro Navarro y María Piteus Mancho (1780-1864) que se casaron en 1806.

En 1861, una casa de la La Portaza, muy cerca de los telares, bullía de gente. Allí vivían María Piteus (1783-1864), con su hija Balbina y su segundo marido, Camilo Pérez Pérez (1806-1877), también tejedor, hijo de tejedores. Y, con ellos, los cuatro hijos de Balbina, es decir, con los cuatro Elízaga Muro. En esa fecha María ya estaba casada con Modesto y tenían un niño, Victorino (1858-1896), que sería tejedor como todos sus antepasados.

4/ Teresa Elízaga Ferrández

(1874-1956), hija de Ignacio Elízaga Muro (1846-1905) y de Jerónima Ferrández Pérez (Agüero, 1846-Biel, 1924). Sobrina de Modesto y María. Teresa era hermana de: Pilar (1876-1949), casada con Mariano Alvarado Pemán (1873-¿?) y de Petra (1881-1958). A Teresa Elízaga la llamaban Teresa de Morales, por su hija María Jesús, que se casó con Mariano Morales Samper, de Orés.

5/ Tomás Solana Castán

(1864-1940), el marido de Teresa Elízaga, con quien se había casado en 1893. Llevaba boina y asomaba la cabeza por detrás de su mujer. Era hijo de Narciso Solana Vives y de Pascuala Castán Luna, de casa Machín.

6/ Vicenta Solana Elízaga

(1904-¿?), hija de Tomás y Teresa, de pocos meses, en brazos de su madre. En 1934 se casó en Biel con Manuel Balaguer Aguilar natural de Villarluengo, Teruel, de profesión platero. Hijo de Manuel Balaguer Herrera y Francisca Aguilar Cortés.

7/ María Jesús Solana Elízaga

(1900-Zaragoza, 1986), hija de Tomás y Teresa, de 4 años, delante de su madre. En 1932 se casó en Biel con Mariano Morales Samper, un comerciante de La Almolda domiciliado en Orés.

6/ Pilar Solana Elízaga

(1898-¿?), hija de Tomás y Teresa, de  6 años, sentada en el suelo, delante de las piernas de Modesto. También se casó en Biel con José Pemán Ena, un “practicante de cirugía menor” (sic) natural de Fuencalderas.

9/ Ángela Dueñas Elízaga

(1877-¿?), hija de Modesto y María, se quedó a vivir con sus padres en casa el Santo.

10/ Esteban López Les

(1877-1944), el marido de Ángela Dueñas, descendiente de Salinas por línea paterna. En el censo de 1915, en la calle Gabás 18, casa el Santo, vivían María Elízaga, viuda, Ángela y Esteban con sus cuatro hijos: Victorina, de 12, Antonio de 8, Modesto de 5 y Francisca de 1.

11/ Victorina López Dueñas

(1903-¿?), nieta de Modesto y María, la niña que lleva su madre en los brazos. En 1930 se casó con Juan Muñoz Palacio (1901-¿?), hijo de Santos Muñoz Pueyo (1869-1915) y Valera Palacio Bernués, de Agüero. Santos Muñoz descendía de los Muñoz Callau, emparentados con casa Narcisa y casa Loy a través de María Callau.

Ángel Muñoz López (1942), uno de los cinco hijos de Juan y Victorina, es el propietario de esta foto y el que ha identificado a la mayoría de las personas. ¡Gracias, Ángel!

12/. María Dueñas Palacio

(1888-1918), de 16 años, falleció el año de la gripe. Era hija del difunto Victorino Dueñas Elízaga (1858-1896) y de Isabel Palacio Visús (Salinas, 1864-Biel, 1936). Nieta de Modesto y María.

13/ María Alvarado Elízaga

(1893-¿?), de 1 año. Hija de Mariano Alvarado Pemán (1873-¿?) y de Pilar Elízaga Ferrández (1871-1949) y nieta de Ignacio Elízaga Muro y Jerónima Ferrández.

14/ Jerónimo Dueñas Palacio

(1895-¿?), de 9 años. Hijo del difunto Victorino Dueñas Elízaga (1858-1896) y de Isabel Palacio Visús (Salinas, 1864-Biel, 1936). Nieto de Modesto y María.

O su hermano:

14/ Ángel Dueñas Palacio

(1893-Zaragoza, 1963) tenía dos años más que Jerónimo. No sabemos si el niño de la foto es Jerónimo o Ángel.

Ángel, de oficio bastero, en 1918 se casó con Marcelina Bueno Campos y se fueron a vivir a la calle La Torre, a la casa que acaban de dejar libre mis abuelos, Constantino y Pascuala, que trasladaron con sus hijos a casa Machín. Desde que Ángel se estableció allí, se conoce como casa el Bastero.

15/ Juan Elízaga Cenarro

(Biel, 1885-Figueras, 1914). El fotógrafo, hijo de doña Gala. En 1904 estudiaba en el seminario bbb, donde tenía de profesor al canónigo penitenciario, José Castán Aguas (Biel, 1850-Jaca, 1905) y de compañero a Celedonio Pemán Navarro (Biel, 1877-¿?). bDesde que su madre llegó a Pedrola, entró en contacto con la Duquesa de Villahermosa que, por sus dotes extraordinarias, lo eligió como fotógrafo de algunos actos importantes de su palacio. Además, tuvo fama de un gran orador y sus sermones se hicieron famosos, como el que predicó en 1903 en la Virgen de la Sierra de Biel. En 1908, cantó misa en Pedrola. Estuvo dos años en Jaca, de sacerdote y profesor del seminario. Después entró en el cuerpo de capellanes de prisiones y tuvo varios destinos. Falleció en Figueras, Gerona, a los 29 años.

Foto propiedad de Ángel Muñoz López. Publicada en su dominio de Facebook.

Carmen Romeo Pemán.

La nota desafinada

La viuda que vivía en el primero izquierda salió a comprar el pan a las nueve de la mañana, como todos los días. Volvió a su casa despacio para no cansarse y, por el camino, meneó la cabeza y maldijo una vez más al presidente de la comunidad. Claro, como él vivía en el bajo se negaba a la propuesta de una derrama extra para poner un ascensor. Virtudes iba a las reuniones de comunidad con la intención de insistir en la necesidad de la obra, pero al final se quedaba callada. Era la vecina más reciente, solo llevaba cuatro años allí, desde que le pasó lo de Valencia y tuvo que irse, y aún le daba miedo llamar la atención.
Entró en el portal y se cruzó con un hombre grueso, con gafas de concha y una barba que le tapaba hasta el cuello de la camisa, que iba mirando al suelo.
—Buenos días —dijo ella.
No era ninguno de sus vecinos, pero era una mujer educada y el saludo no se le niega a nadie. El otro se limitó a llevarse la mano al gorro de lana que le cubría la cabeza y dejó salir una especie de gruñido por toda respuesta. Ella subió con paso cansino los dieciocho escalones que había hasta su puerta y, al llegar al rellano, escuchó chistar a la vecina del primero derecha que la miraba con los ojos muy abiertos desde su puerta, entreabierta apenas una rendija.
—¡Virtudes!, ¡Virtudes! —Sin esperar respuesta añadió en voz baja—: Le han entrado en el piso hace menos de diez minutos. Lo he visto todo por la mirilla y estaba a punto de llamar por teléfono a la policía cuando he oído ruido y la he visto llegar.
—¡Ay, Dios mío! ¿Qué me está diciendo, señora Engracia?
—Lo que oye. Ya se han ido, o se ha ido, que solo vi a uno, pero yo que usted no entraría por si acaso. —Miró con los hombros encogidos la puerta abierta a la izquierda, y luego a su vecina—. Pase si quiere, pero dese prisa, que estoy más muerta que viva del susto.
Virtudes se apresuró a entrar y llamó al 112 mientras Engracia seguía vigilando por la rendija. Pronto llegó una patrulla formada por un policía alto y delgado, que no tendría más de treinta años, y una agente bajita y risueña que parecía cubana o latina por lo atezado de su piel. Engracia, sin llegar a abrir del todo la puerta de su casa, les contó lo mismo que le había dicho a Virtudes, y los agentes entraron en el piso a paso lento, mirando en todas direcciones. A los pocos minutos salieron y tranquilizaron a las dos mujeres.
—Puede entrar, señora —dijo el alto—. No hay nadie y no parece que hayan revuelto gran cosa. Tranquila, que la acompañamos. Dé un vistazo y díganos si echa algo en falta. Parece que le han entrado a robar, pero igual no les ha dado tiempo.
Virtudes entró con ellos. Fue derecha al dormitorio y abrió el cajón de la mesilla, donde guardaba el dinero que sacaba los días uno y quince de cada mes de la cuenta del banco donde le ingresaban la pensión, y contó los billetes y las monedas. Había más o menos lo de siempre. Al fondo del cajón también estaba la alianza de su difunto marido y la pulsera de pedida, las únicas joyas que conservaba. En el salón y en la cocina tampoco echó nada de menos.
La pareja se marchó, no sin decirle antes que la llamarían para rellenar unos papeles y que si notaba cualquier cosa los llamara ella antes. Se despidieron, Virtudes cerró la puerta y echó la llave. Tenía el corazón acelerado. Entró en el baño para coger un Lexatín del cajón de las medicinas y entonces lo vio:
En la repisa, junto al vaso con el cepillo de dientes y las pastillas de corega para su prótesis, estaba la cajita de música. Las piernas se le aflojaron y se sentó sobre la tapa del inodoro sin quitar la vista del objeto.
Ojalá se hubieran llevado hasta los cubiertos, pensó. No faltaba nada en casa, era mucho peor: la caja de música sobraba.
La habían encontrado.

Adela Castañón

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Seguridad cuadriculada

Basado en una anécdota real de mi primer viaje a Nueva York

En 1990 Internet y yo no nos conocemos aún. Todavía busco y encuentro mis sueños en los folletos de viaje. En el que me dio la agencia, Nueva York se ve muy alta. Beso la imagen antes de cerrar la maleta para ir al aeropuerto con el resto del grupo de viajeros.

Cuando, por fin, estoy allí, me maravillo al ver que no es solo altura lo que tiene. Al caminar por sus calles, me doy cuenta también de lo ancha que es.

Los edificios, flechas que arañan el cielo, son aún más impresionantes de lo que esperaba. Todos los del grupo siguen el paraguas cerrado que el guía lleva en la mano, levantada como la de la Estatua de la Libertad, mientras tuercen el cuello en ángulos inverosímiles para empaparse de la visión de los rascacielos. Yo miro a mi alrededor y mi siento una hormiga entre las moles de ladrillos y cristales que ocupan toda una manzana. Me distraigo sin poderlo evitar.

Estamos llegando al edificio Chrysler, intersección de la calle 42 con Lexington Avenue. Enfoco la cámara de fotos: bocas de incendios, vapor que sale de las rejillas del suelo, peatones con movimientos robóticos, una mujer con abrigo de pieles y zapatillas deportivas, cacofonía hecha de acelerones de motor, de pitadas de claxon, taxis amarillos. Todo queda inmortalizado en las imágenes. Cuando miro a mi alrededor, solo hay desconocidos. Me he despistado del grupo, pero no hay problema. Saco el mapa del bolso. El edificio Chrysler corta la calle, solo tengo que rodearlo y encontrar al grupo al otro lado. La construcción es simétrica, me encojo de hombros y lo rodeo por el lado izquierdo. Dejo de mirar a mi alrededor mientras procuro doblar bien el mapa (Google Maps aún vive en el futuro en esa época) para guardarlo en la mochila. Doblo la esquina.

El ruido es aquí mucho menor. Casi inexistente. La luz también es mínima, no porque haya menos farolas, sino porque casi todas tienen los cristales rotos. Apenas pasan coches. Escucho pasos detrás de mí, el vello de mis brazos se eriza. Acelero el paso, las suelas de mis zapatillas deportivas pesan, me dicen que no corra. El aire que sopla es más frío que el de hace un rato. Losetas levantadas en las aceras, una boca de incendios rota. La esquina de la calle está lejos, muy lejos. Mis fosas nasales se dilatan, olor a cubos de basura mal tapados, olor a sudor, a mi sudor. El miedo huele a sudor. Tropiezo con una loseta, se me dobla el tobillo, pero no me caigo. Fuego que sube desde mi pie a mi garganta. Tengo sed. Llevo una botella de agua en la mochila, pero no me detengo para sacarla.

La esquina se acerca. El ruido de los pasos también. No vuelvo la cabeza.

Echo a correr, doblo la esquina. Diviso a mi grupo. Veo borroso. Sudor en mi cara, lágrimas. Alivio. Vergüenza. Los labios del guía se mueven. No me han echado en falta. Ahora, tarde, recuerdo su voz por la mañana, en el desayuno, advirtiendo que hay cuadrículas de calles seguras y otras peligrosas. A partir de ahora prestaré atención a sus charlas, mucha más atención.

Miro hacia atrás. El sol se refleja en los cristales y creo que el edificio Chrysler me está dedicando un guiño burlón. Pero no importa. Acabo de cruzar la frontera de peligro. He ganado yo la batalla.

Nueva York no es solo alta o ancha. También es fría o calurosa. Ruidosa o silenciosa. Acogedora o amenazante.

A veces todo depende de rodear el edificio Chrysler por la derecha o por la izquierda.

Me incorporo al grupo. En apenas unos minutos, he aprendido más de la ciudad que con todas las charlas del guía.

Adela Castañón

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Revolución

Yuna era la gestora del Banco de Palabras, una de las divisiones más importantes del Sistema Central del Gobierno de Muta. Su trabajo se limitaba a mecanizar la cuota mensual de términos asignados a los ciudadanos, y vigilar el ordenador central que analizaba todas las grabaciones diarias en busca de desvíos. Llevaba dos años en ese puesto y, hasta ese día, todo había ido a la perfección.

Esa mañana saltó la alarma por primera vez en años. El Protocolo estaba claro: diez términos al mes para cuestiones íntimas, cinco para términos abstractos (a los ciudadanos que habían logrado ascender a puestos de gobierno) y cuota ilimitada para aspectos laborales y de productividad comunitaria. Y, en Muta, nadie decía nada que no fuera necesario.

Yuna volvió a ponerse los auriculares y escuchó. La grabación no estaba clara porque, nada más empezar, un siseo había silenciado al hablante. Pero los primeros segundos seguían sonando igual:

Lo siento mu…

Era una voz infantil, no cabía duda. Enseguida se acallaba cuando un adulto, posiblemente su madre, lo había interrumpido con el siseo antes de empezar a hablar de manera algo acelerada:

Jori, repásalo de nuevo. Limítate a eso. Dentro de tres días cumples siete años y debes leer tu Manifiesto de Intenciones Productivas delante de la Comisión. Si te equivocas te reasignarán a Reprogramación Lingüística.

Después de aquello, solo se escuchaba la voz del niño recitando a la perfección un Manifiesto que era un modelo de corrección absoluta. Yuma sabía que debía dar la alerta de inmediato, pero… ¡un niño! ¿Cómo podía un niño haber tenido acceso al verbo “sentir”? ¡Esa palabra estaba reservada a unos pocos! Para tener acceso a ella, el ciudadano debería haber sido una de las escasas criaturas capaces de ahorrar durante años un número elevado de sus palabras asignadas. Solo los que lograban alcanzar los suficientes Créditos de Silencio podían acceder a las palabras reservadas. ¡Y ese niño solo tenía siete años! A ella misma le había llevado años acumular los créditos para convertirse en propietaria de su palabra favorita.

Yuna decidió que, antes de dar entrada al registro de una incidencia así, sería mejor comprobar que no había sido un error. Vivía sola, así que nadie se inquietaría si llegaba a su casa más tarde. Al salir del trabajo, se colgó al hombro su maletín y fue hasta la dirección de los rebeldes. Se identificó ante la mujer que le abrió la puerta y preguntó por Jori.

—Es mi hijo —dijo la mujer—. Pero no está autorizado a hablar con nadie que no conozca. Aún no ha leído su Manifiesto.

Yuna observó que la mujer mantenía los brazos demasiado pegados al cuerpo; unos cercos oscuros asomaban por sus axilas. Sobre los labios, vio aparecer diminutas perlas líquidas.

—Yo le preguntaré a usted. Y usted le preguntará a él. —Yuma entró sin esperar invitación—. Avísele.

La mujer se dirigió a otra habitación, de donde regresó con un niño cogido de la mano. El niño mantenía los ojos bajos, respetando la norma de no mirar a los extraños. Yuma decidió ser directa y miró a la madre.

—Pregúntele qué siente.

—No puedo usar palabras prohibidas. —La cara de la mujer se mantuvo impasible—. No tengo créditos de silencio.

—De acuerdo. Pregúntele qué ha dicho esta mañana, antes de que usted le dijera que debería limitarse a repasar su Manifiesto.

Gotas de sudor poblaron la frente de la mujer, que permaneció con los labios cerrados. Yuma vio que la mano que aferraba la del niño tenía los dedos blancos de tanto apretar.

—He venido a valorar la situación. Aún no he abierto ningún expediente. Si usted no le pregunta a su hijo, tomaré las medidas establecidas.

—Jori… —dijo la mujer.

Calló, incapaz de continuar. Si no obedecía, esa gestora se llevaría a su hijo. Pero si hacía lo que le pedía… sabía que se lo llevaría igualmente. Trató de pensar algo, pero su cerebro estaba bloqueado. Se arrepintió de haber accedido a la petición de su marido cuando se casaron: los dos habían decidido ahorrar al máximo sus cuotas, y habían transferido todo su capital a su hijo hacía apenas unos días. Creían que con ese capital estaría protegido, y tenían que entregárselo antes de su séptimo cumpleaños porque después de la lectura de su Manifiesto su mente sería ya un libro abierto para el Sistema Central. No se les había ocurrido que Jori…

—Estoy esperando.

La voz de Yuma sacó a la madre de su abstracción. Entonces, cuando las dos mujeres empezaban a pensar cómo salir de ese callejón sin salida, Jori miró directamente a los ojos a Yuma y le hizo un gesto para que se acercara. La gestora lo hizo, el niño se puso de puntillas y ella se agachó. Él le cogió la mano, tiró de ella hasta acercar la boca a su oreja y deslizó en voz muy baja una sola palabra en el oído de ella.

Yuma se levantó de un salto y trastabilló tanto que estuvo a punto de caerse de espaldas. Sacó de su maletín el ordenador portátil y pulsó el inhibidor de grabaciones con un margen de dos metros alrededor de donde estaban. La alerta solo saltaba cuando el bloqueo se extendía a más de tres metros de los hablantes.

—Repítelo —le ordenó a Jori.

—Sueños. —El niño le dirigió una mirada de adulto—. Con el regalo de mis padres, he comprado la misma palabra que tú. Te he visto cuando dormía, pero no sabía que a eso se le llamaba soñar.

Yuma lo recordó todo de pronto. Le flojearon las piernas y se sentó en el suelo, muy cerca de Jori y de su madre.

Ella también había soñado con Jori. En sus sueños, el niño ya se había hecho mayor y le daba las gracias por haberlo ayudado a cumplir su misión. Los dos parecían borrachos, de sus labios brotaban las palabras sin ningún tipo de dique o contención. Muta no existía, ni existía el Sistema Central ni, por supuesto, el Banco de Palabras.

—¿Me ayudarás, Yuma? —A pesar de que su nombre no se había pronunciado en ningún momento, a ella no le extrañó que Jori lo supiera.

Cerró los ojos. Respiró hondo. Recordó de nuevo ese sueño, y recordó también los otros, los sueños proféticos, las visiones del futuro que estaba en sus manos y en las de Jori.

Abrió los ojos y afirmó con la cabeza. Jori le sonrió sin mostrar sorpresa. Los dos oyeron un suspiro ahogado y miraron a la madre de Jori que, asombrada, se tocaba dos regueros líquidos que bajaban de sus ojos por las mejillas.

Jori y Yuma los señalaron a la vez, y pronunciaron al unísono la primera palabra de la revolución: Lágrimas.

Adela Castañón

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El regalo

Aquello tenía que ser una broma, pensó Pedro. Llevaba medio año sin escribir, cierto, pero solo lo sabían unas pocas personas y ese regalo no era propio de ninguna. Podría venir de su editor, claro, pero no era su estilo. Jaime se limitaba a repetir que, aunque hubiera ganado el Premio Planeta, debería estar ya con la siguiente novela, así que quedaba descartado.

¿Alguien de su familia? No creía que su novia, demasiado ocupada con su protagonismo en la prensa del corazón por ser “la pareja de”, hubiera tenido esa idea. ¿Sus padres? No, a ellos no les importaba tanto la carrera literaria de su hijo como su felicidad y estaban a años luz de imaginar su bloqueo creativo.

¿A quién diablos se le ocurría regalarle al ganador del Planeta un curso online de escritura creativa? ¡Y de manera anónima!

¿Sería una broma? No tenía gracia. ¿Y si era una trampa, un regalo envenenado? ¿Qué pensaría el público si supiera que un autor consagrado hacía un curso así?

Añoró el anonimato de meses atrás cuando era un desconocido, un grano de arena más en la inmensa playa de escritores que, como él, aspiraban a la gloria.

Desde que ganó el premio, no necesitaba huir al café de su barrio para escribir sin las interrupciones de sus compañeros de piso. Ya no tenía que estirar la consumición y beberse un café con leche, largo de café, que estaba helado después de dos horas de darle a las teclas en la mesa de la esquina, esa que la camarera pelirroja siempre limpiaba cuando lo veía entrar al local con el ordenador viejo debajo del brazo. Ahora vivía solo, tenía un despacho, un ordenador nuevo, una editorial que le lamía el culo un día sí y otro también.

Volvió a mirar el email. Estaba claro. Era un correo de confirmación que le informaba de que estaba matriculado en el dichoso curso. Las palabras de Jaime al presionarle para que se pusiera las pilas retumbaban en su cerebro. Parecía que habían pasado de ser la parte de texto de un párrafo anónimo al anuncio en letras de neón, rojas y gigantes, de un cartel publicitario clavado en su cabeza:

“Tienesqueponerteaescribirya, tienesqueponerteaescribirya, tienesqueponerte…”

Quizá podría entrar en la página de la Escuela y cotillear. Su apellido, Martín, era bastante corriente. Nadie tenía por qué pensar que era el ganador del Planeta. Añadir una foto al perfil era optativo, podía usar un avatar.

O quizá lo que necesitaba era, sencillamente, ponerse a escribir de una maldita vez. A lo mejor el silencio de su piso era lo que le provocaba la parálisis. Siguiendo un impulso, cerró el ordenador, lo agarró y salió del piso. Caminó hasta la vieja cafetería, ocupó la mesa del rincón y respondió con una mueca distraída a la sonrisa con la que la camarera le dio una silenciosa bienvenida.

—¿Café con leche, largo de café? —preguntó la chica.

—Sí, gracias. Y tostada con aceite y tomate, por favor.

Ahora me lo puedo permitir, pensó Pedro. Sonrió. Abrió el ordenador. Entró en la página del curso. Algunos compañeros ya se habían presentado. Leyó con desgana sus palabras hasta que llegó a las de una chica, una tal Ana:

“Hola, me llamo Ana. Me he apuntado a este curso porque conozco a alguien que me ha demostrado que escribir no tiene por qué ser un sueño. No sé si llegaré a publicar algo, pero sí sé que aspiro a ser autora de la novela de mi propia vida. Ojalá encuentre en este curso la ayuda que necesito, porque no quiero seguir siendo una simple camarera cuyo momento más emocionante del día sea servirle a un cliente especial un café con leche, largo de café. Esta presentación podría ser el comienzo de mi historia”.

Pedro volvió a leer el texto. Miró la foto de la alumna. Era demasiado pequeña para distinguir bien los rasgos, pero el pelo, ese pelo que parecía fuego…

Buscó la barra con los ojos. La mirada de la camarera se cruzó con la suya. Y la cara de ella adquirió un color casi tan rojo como el de su pelo.

Adela Castañón

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El señor de Luriés

Tengo tantos hijos en estas aldeas como estrellas hay en el cielo y arenas en el mar. Don Juan Manuel de Montenegro, en Romance de lobos, Ramón del Valle Inclán.

Desde lejos se podía ver al señor de Luriés, erguido sobre las piedras de la era de Sancharrén, cómo vigilaba el trajín de los que nos afanábamos en la trilla. Hacía poco que me había nombrado su capataz y no me quitaba los ojos de la nuca. Se pasaba los días dándome órdenes absurdas. Que si dile a fulano que ate mejor los fajos de la mies, que no quiero perder ni una espiga en el acarreo. Que si mengano no azuza a los bueyes y se queda dormido dando vueltas encima del trillo.

En una de esas peroratas me mandó a buscar a Dionisia. Hacía rato que había ido al barranco de Cervera con el cántaro y ya tendría que estar de vuelta.

—Estos días se entretiene mucho.Me apuntó al pecho con su bastón—. A mí no me la pega. Estoy seguro de que tiene líos con alguno de vosotros.

—¿No se referirá a mí?

—Pues podría ser. También me he dado cuenta de que, cuando no la ves, no te concentras en las faenas.

—Pensaba que usted me tenía en otra estima.

—¡Pues no te podrás quejar! Por la estima en que te tengo, te nombré el mandamás de toda esta pandilla. Pero cuando se cruzan las mujeres, el mundo se pone patas arriba.

—Por Dios, don Fernando, se lo juro por mis muertos.

—Anda, que no me hace falta que jures. Haz lo que te digo. ¡Ah! Y no tardes en volver tanto como ella.

—Descuide. Lo haré lo más rápido que pueda. Pero tenga en cuenta que el pozo de la Faja Canal cae algo lejos, está ya en barranco de San Andrés —Se rascó la cabeza—. Además, sacar el agua del pozo con una cuerda vieja y con una lata roñosa lleva su tiempo.

Eché a correr. A mí también se me había retorcido el estómago. No era su Dionisia. Era mi Dionisia, y nos pensábamos casar. Y, si don Fernando se opusiera a nuestra boda, teníamos planeado huir por el camino que, escondido entre los pinos, lleva a la Collada.

En estas estaba mientras iba hacia el barranco. El pulso se me subió a las sienes cuando vi el cántaro arrimado a una carrasca, al lado sus zapatillas, rotas por la punta y llenas de barro.

Me acerqué con cuidado hasta la bajada del pozo. La vi antes de llegar. Aún no flotaba. Tenía una mano atrapada en las zarzas y el cuerpo se estaba hundiendo entre el pan de rana. Como en una danza macabra, sus sayas se le habían subido y flotaban moviéndose alrededor de su cintura.

Me quedé paralizado, sin poder respirar. Me daba pellizcos en las manos para comprobar si estaba vivo, quería asegurarme de que no era una alucinación ni una pesadilla.

Sin darme cuenta, me puse a hablar solo, o con ella, que no lo sé.

Dionisia, ya sabía yo que no te podías caer al llenar el cántaro. Recuerda que preparamos juntos la lata con la que lo llenabas. Le atamos una cuerda larga y le pusimos una piedra dentro, así la podrías tirar desde lejos, sin acercarte al borde del barranco. Nos inventamos el artilugio porque la orilla estaba muy resbaladiza, tanto que ya nos había dado un susto a más de uno y decían que hasta se había caído una caballería. Mira, Dionisia, yo sabía que, aunque hiciera calor, tú nunca intentarías refrescarte. A ti, tan pudorosa, nunca se te habría ocurrido subirte las faldas y remojarte las piernas. ¡Qué desvergüenza! Así que al verte metida dentro del agua me ha dado un aire. Yo sé que no te has caído. Eso es imposible. Hemos hablado muchas veces de estos barrizales cubiertos de hierba, donde las culebras de agua están a sus anchas. ¿Te acuerdas que siempre me decías que les tenías mucho miedo?

No sé cuánto tiempo pasamos así. Tú en el agua y yo mirándote desde la orilla, embelesado en tu piel blanca y en tu cabellera enredada en las zarzas. De repente, unas moscas verdes me sacaron de mi ensimismamiento y comencé a correr hacia la era. Cuando vi al señor de Luriés, se me doblaron las piernas y se me mojaron los pantalones. No pude hablar, pero él lo entendió todo. Me quedé perplejo con sus lamentos, como si le hubiera ocurrido algo a alguien de su familia.

En la era se montó mucho revuelo y todos corrieron. Pensaron que yo no había podido salvarte.

Todo ocurrió muy rápido. Echaron un arpón al pozo y lo ataron a dos mulas. Entre gritos y empujones lograron sacar tu cuerpo y lo arrastraron hasta la carrasca donde habías dejado el cántaro apoyado. Te cubrieron con una sábana grande, de las que se usaban en la era para recoger la paja. Esa noche los hombres velamos tu cadáver a la luz de la luna.

Al día siguiente, el forense certificó lo que todos sabíamos, que la muerte te había llegado por ahogamiento. En un momento, yo me hice adelante y le pedí que te hiciera más pruebas, que te mirara la madre por delante y por detrás.

—Si se refiere usted a un frotis vaginal y otro anal, ya he hecho las investigaciones pertinentes y he sacado mis conclusiones —me contestó.

 Don Fernando de Luriés se me encaró por semejante desvergüenza, pero el forense realizó su trabajo y también certificó lo que no nosotros no sabíamos: “la víctima ha sido violada y hay signos de un embarazo incipiente”.

Entre todos los presentes no me pudieron sujetar. Yo escupía al suelo y gritaba.

—¡Canalla, viejo canalla! Has engendrado una camada de lobos que acabarán contigo.

Entonces, aproveché que aún estabas de cuerpo presente y te dije todo lo que me había callado hasta entonces.

—Y tú, Dionisia, no eres inocente, que lo sabías todo. Yo mismo te lo conté. Recuerda que te advertí que el señor de Luriés había mancillado a todas las novias de sus dominios, que ninguna se pudo casar virgen. Sí, se creía con derecho sobre todas. También decía que lo amparaba el derecho de pernada. ¡Sí, eso decía y eso se sigue creyendo! Pero todos sabemos que eso no es un derecho, que es un abuso. Y todo esto te ha pasado por terca. ¿Qué es eso de buscarle agua fresca al señor? Por algo te decía yo que teníamos que marcharnos del pueblo antes de anunciar la boda.

Cuando te colocaron encima de la yegua que te iba a llevar a tu casa, yo cogí una horca de hierro afilada y apunté a la barriga de don Fernando. Con los ojos ensangrentados le dije:

—¡Usted ya no tendrá más vástagos! Se acabaron los aullidos de los lobos.

Carmen Romeo Pemán

ElDíaQueMeHiceMujer

A principios de la década de los setenta, tener doce años era, en cuanto a grado de espabilamiento, como ahora tener unos seis o siete. Nuestros padres eran Padres, así, con mayúscula. Solo Dios y el Papa estaban por encima de ellos. Los hermanos y hermanas mayores, oráculos que habían tenido la suerte de llegar al mundo antes que los demás, eran ídolos para el resto. Los había de todas clases y colores, claro. Estaban los que se dedicaban a esclavizar a los “enanos” y les encargaban toda clase de tareas, desde hacerles la cama hasta ir a comprar una barra de labios. Y estaban los otros, los que se sentían magnánimos y protectores con sus hermanos pequeños. Yo era de estos últimos, quizá porque mi mejor amiga era la menor de cinco hermanos, y yo, la mayor de tres.
En aquellos tiempos casi todas las conversaciones de los recreos en el patio del colegio eran cuchicheos, y no porque el contenido de las charlas fuera escabroso. Éramos simples hasta el aburrimiento. Baste decir que, hasta que no tuve once años largos, la regla era para mí un instrumento rígido y rectangular útil solo para trazar líneas rectas o medir la distancia más corta entre dos puntos. Sin ningún otro significado, claro. Empecé a sospechar que había algo más ahí cuando me di cuenta de que esa palabra hacía que los decibelios de los cuchicheos se redujeran al mínimo.
Por supuesto que, cuando llegó “ese” día, lo peor no fue el manchurrón entre marrón y rojizo de mis braguitas blancas de algodón, ni el retortijón de tripa como si me hubiera puesto morada de chocolate, ni pasar las dos últimas horas de clase con las rodillas tan apretadas que casi me dio un calambre al levantarme para ir a casa. No. Lo peor fue pensar cómo se lo diría a mi madre. Era invierno, pero cuando entré en casa tenía la cara tan roja como si hubiese corrido desde el colegio hasta allí en pleno mes de agosto. Al final, opté por lo más breve:
—Mamá —le dije sin soltar siquiera la cartera—. Me…
Me quedé bloqueada. Mi madre, al ver que no seguía, me cogió de la barbilla para que la mirase:
—¿Qué, Isabelita? ¿Qué te pasa, chica?
Yo bajé la cabeza hasta casi agujerearme el esternón con la barbilla y susurré:
—Me ha venido la regla en el recreo… creo.
No sé si mi madre lo tomó como tartamudez o como duda, pero se limitó a suspirar y a decir:
—Vaya, chiquita. Pronto llega, pero en fin…
Me cogió de la mano y me llevó a su dormitorio. Abrió el último cajón de la cómoda, sacó unos trapos blancos y fuimos a mi cuarto. Los guardó entre mis bragas y mis calcetines.
—Mira, Isabelita. Tienes que ponerte estos pañitos para que la braga no se te manche, ¿entiendes? Cámbialos cada poco, si no lo haces la… si no lo haces puede mancharse hasta la ropa, ¿vale? Cuando te quites uno, lo enjuagas en la pila del lavadero con agua fría. Luego le das con el jabón verde y lo dejas un ratito en agua con lejía, en la palangana blanca chiquita.
Yo asentí con la cabeza. Hasta hablar me daba vergüenza, ¡qué mal rato, Señor! Mi madre se inclinó y me dio un beso en la frente.
—Bueno… pues ya tenemos otra mujercita en la familia.
Por la tarde no quise salir a jugar con mis amigas. Me daba vergüenza pensar que, si se me manchaba la ropa, todos lo verían y yo me querría morir.
Antes de cenar, me entraron ganas de hacer pipí y cuando fui al cuarto de baño casi me echo a llorar. ¡Era mucho peor que por la mañana! Además, se me había olvidado coger un pañito del cajón. Llamar a mi madre quedaba descartado. Gasté más de medio rollo de papel higiénico en fabricar un ovillo informe que me puse entre las piernas. Me subí las bragas como pude, asomé la cabeza por la puerta del baño para asegurarme de que el pasillo estaba despejado y di una carrera hasta mi cuarto. Cerré la puerta, cambié el ovillo de papel, que ya era de dos colores, rojo y blanco, por un pañito limpio y metí el paño sucio y el papel manchado en la bolsa del bocadillo del colegio que saqué de mi mochila. La escondí debajo de mi camiseta y entré en la cocina. No había nadie. Escondí el papel higiénico manchado debajo de las cáscaras de patata que había en la basura y fui al lavadero.
Aquello fue lo peor. El pañito sucio olía a rayos. Lo cogí por una esquina y abrí el grifo de la pila. Dejé que el agua empapara la tela, pero sin mancharme los dedos. Al principio pareció que funcionaba, pero luego el agua empezó a caer clara… y el pañito seguía con un color rosa vivo. No sé cuánto estuve así, pero aquello acabó cuando mamá, asustada al escuchar las arcadas que yo daba, entro en el lavadero.
—Pero, Isabelita, hija… que tampoco es para tanto, chica.
Sin embargo, lo dijo con poco convencimiento. A mis arcadas se sumaron unos hipidos incontrolables y mamá me quitó el pañito de la mano.
—Anda, trae, que ya lo hago yo.
Ese primer mes, mi madre fue mi ángel de la guarda. El siguiente intenté lavar mis pañitos, pero las arcadas me empezaban incluso antes de llegar al lavadero. Mamá volvió a hacerse cargo de la tarea y, al mes siguiente, antes de que me llegara la dichosa regla, entró en mi cuarto con una bolsa de la farmacia. Abrió el cajón de mi ropa interior, sacó los pañitos y metió allí lo que llevaba en la bolsa. Era un paquete grande, de plástico, que llevaba escrito “compresas”.
—Mira, te he comprado esto. Sale más caro, pero qué le vamos a hacer… ¡Ay, Señor, qué pronto has empezado…!
Las compresas fueron para mí una liberación. Lo único bueno de aquella época y de aquel asunto. Porque cuando llegó el verano y me enteré de que no podía bañarme en la playa ni en la piscina se me cayó el alma a los pies. Raro era el día en no había alguna niña vestida de cabo a rabo cerca del agua, poniendo como excusa para no bañarse aquello de que estaba resfriada. No sé a qué nivel estarían los conocimientos de los chicos sobre sexualidad femenina y si se tragaban nuestra excusa, pero me da a mí que, si nosotras éramos torpes, lo de ellos rayaba con el retraso profundo. Y, para muestra, un botón: mi hermano vio un día un anuncio de Evax en la revista Hola que compraba mi madre, y me soltó:
—Mira, Isa, ya no saben qué inventar. ¿Para qué servirá esta tontería?
Yo me puse como la grana. Y, para que quede claro que era de las hermanas mayores que se enrollaban, le di a mi hermano un cursillo acelerado sobre la menstruación femenina que hizo que, al final, él se pusiera incluso más rojo que yo.
Así fue cómo cambió mi vida ElDíaQueMeHiceMujer. Espero que, en el futuro, si me caso, no me vendan milongas sobre ElDíaMásFelizDeTuVida… porque menuda faena, ¿o no?

Adela Castañón

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La elección correcta

Me miro en el espejo de la entrada, me aseguro de que no llevo la corbata torcida y salgo de casa. Mi abogado dice que hay que cuidar los detalles y esa era una de las cosas que Luisa hacía por mí antes de que le entrara esa tontería de emanciparse, cuando aún era una esposa como Dios manda, una madre modelo, y todo iba bien.

Avanzo por el camino de piedras del jardín hasta la acera. Dejé el coche ahí porque no valía la pena meterlo en el garaje cuando regresé de la oficina para cambiarme. Pulso el mando, abro la puerta y arranco el motor. De pronto, siento algo frío y metálico en la nuca y escucho una voz medio velada:

—No se te ocurra moverte.

El frío camina por mi espalda como si un ciempiés de goma estuviera clavando sus patas en cada una de mis vértebras. Sin mover el cuello, veo en el retrovisor una cabeza cubierta por un pasamontañas de color marrón oscuro. El estómago se me encoge, y el café que acabo de tomarme a toda prisa en la cocina amenaza con subir hasta mi boca. Aprieto los labios y lo único que acude a mi cabeza es un pensamiento absurdo: como vomite, me mancharé la corbata.

—Arranca despacio y mete el coche en el garaje.

Intento tragar saliva sin conseguirlo y obedezco. Meto primera y avanzo a cámara lenta. Hago inventario de lo que llevo encima. Me armo de valor.

—Escuche, tengo casi seiscientos euros en la cartera, y dos tarjetas de crédito. Puedo darle…

—Calla y obedece —me interrumpe—. Y cierra la puerta al entrar.

Conduzco despacio, meto el coche y escucho cómo empieza a cerrarse la puerta. El aire vuelve a acariciarme la nuca, dejo de estar encañonado. Mi asaltante se baja, abre mi puerta y me invita a salir. Obedezco, aunque las piernas me sostienen con dificultad. Asombrado, veo que el hombre se lleva una mano al cuello y agarra el borde del pasamontañas. En la otra mano, tiene un cilindro de metal de unos cinco centímetros de largo que parece un inofensivo trozo de cañería, pero nunca se sabe. Miro al suelo, no entiendo nada, pero no quiero ver su cara; eso sería peligroso para mí.

—Deja de hacer el gilipollas y mírame, Travolta.

Aprieto los dientes sin poder creer lo que veo. El único que me llama así es mi suegro desde que Luisa y yo nos conocimos en un concurso de baile. ¡El muy cabrón me ha dado un susto de muerte! Me mira de frente, a cara descubierta, y me da un empujón tan fuerte que me doy un cabezazo con el marco de la puerta y vuelvo a quedar sentado de lado en el asiento del conductor.

—Escucha bien. —Se guarda el cilindro en el bolsillo—: Vas a ir ahora a la cita con los abogados. Vas a saludar a mi hija con mucha educación. Vas a firmar el documento en el que renuncias a la custodia de Dani y a olvidarte de tus amenazas a Luisa sobre lo de quedarte con mi nieto.

—Pero ¿qué te has creído? —contraataco—. ¡Eres gilipollas!

—Puede, pero soy un gilipollas vivo y tú puedes ser un hijoputa muerto si no lo haces.

Algo en su tono hace que mi ira se esfume y vuelva el miedo.

—Mira, Travolta. —Levanta la mano izquierda, extiende el meñique y repite—. Uno: le cederás a Luisa la custodia y la patria potestad de Dani, sin tocar ni una coma del acuerdo. —Extiende el anular—. Dos: lo que hagáis con el dinero, la casa, los coches y esas mierdas me la suda. Igual que a Luisa, por cierto. —Alza el dedo corazón—. Tres: tocarle los cojones a un suegro con entrenamiento militar, rico, y dueño de una cadena de ferreterías puede no ser buena idea. Este tercer punto es de regalo. Imagino que ya lo sabías, pero por si acaso. —Escupe al suelo y añade—: Espero que, por primera vez en tu vida, sepas elegir lo que te conviene.

Pulsa el botón de apertura de la puerta del garaje, me da la espalda y se marcha sin mirar atrás.

Me quedo sentado en el coche unos minutos hasta que me tranquilizo un poco. Pienso que, al fin y al cabo, tampoco iba a saber qué hacer con Dani. Arranco. Lo único que me jode es saber que mi suegro se sentirá feliz con mi elección.

Adela Castañón

Cena para dos

Habían quedado en un lugar neutral: un restaurante en el que ninguno de los dos había estado antes. Cuando Elena lo llamó proponiendo la cita, David sugirió la pizzería a la que solían ir, pero ella dijo que le apetecía probar algo distinto y mencionó La Guarida del Corsario. Tenían buen pescado, comentó, y no quería saltarse su plan de comidas; lo llamó así, plan de comidas, no dieta, como cuando estaban juntos.
—¿Y carne? —le había replicado él—. Ya sabes que no soy muy fan del mar, Elena.
—También. Me han dado buenas referencias, David, no seas tan quisquilloso. Y sé que tienen carne porque miré la carta en internet. —Suspiró—. Sabía que lo preguntarías.
David aceptó. Sentía curiosidad, ¿qué querría Elena? Las últimas veces que había ido recoger a los niños, ella había abierto la cancela del jardín, y no solo eso. Él había llegado a entrar en el recibidor. Volver a pisar su casa le hizo darse cuenta de cómo añoraba su hogar. Aunque ahora no era su casa, se dijo, al menos no en sentido estricto, claro, era la de Elena y sus hijos. David suspiró. Había calculado mal con Elena al pensar que le perdonaría los cuernos una vez más, pero no había sido así. Era la primera vez que la postdata de una infidelidad duraba tantos meses y que, además, le había puesto las maletas en la puerta. Y ahora, de pronto, Elena movía ficha. Quizá, por fin, se estaba ablandando. La cita prometía.
El restaurante tenía un aspecto engañosamente sencillo. La decoración estaba calculada al milímetro para dar esa impresión, pero, a poco que uno se fijara, era fácil percibir los detalles sofisticados y discretos: luces indirectas, no tanto que impidieran ver los platos o las caras; manteles de un blanco impecable; flores naturales de aromas discretos, y una música casi tan inaudible como el sonido del cristal caro chocando con la porcelana.
David llegó veinte minutos antes. Elena odiaba las esperas y a él le interesaba quedar bien. Le sorprendió que ella, en lugar de aparecer con adelanto, como solía, se acercara a la mesa justo cuando las manecillas de un antiguo reloj de pared marcaban las nueve, hora de la cita. Él había pedido ya una botella de Protos y se había bebido casi media copa mientras aguardaba. Se levantó, le apartó la silla para que se sentara y luego tomó asiento frente a ella. Se había cortado el pelo y le dio la impresión de que había perdido algunos kilos.
—Te ves estupenda, Elena —dijo por todo saludo.
—Gracias. —Ella sonrió con suavidad—. El tiempo me trata bien.
El camarero se acercó, tomó el pedido y se retiró con discreción. Hubo un silencio breve. David apoyó los codos sobre la mesa y entrelazó los dedos.
—Me dijeron que has estado fuera… —dejó la frase inacabada. Esperaba que Elena le preguntara cómo lo había sabido.
—Sí. —Ella se limitó al monosílabo sin dar más explicaciones—. Unos días. A veces viene bien un cambio de ambiente, ya sabes.
David no esperaba un comentario así, pero no detectó acritud en el tono. Le sirvió vino sin preguntarle, para ganar tiempo. Lo había pedido porque sabía que era su marca favorita.
—¿Qué tal los niños? —Intentó sonar desenfadado y sonrió—. ¿Me echan de menos?
—Están bien. —Le devolvió la sonrisa y se encogió ligeramente de hombros—. Lo otro tendrás que preguntárselo a ellos.
—Lo haré cuando los vea. Las vacaciones de verano están a la vuelta de la esquina, tendremos que hablar del tema, ¿no? Si no te apetece ahora o si te parece precipitado podemos quedar otro día. Aunque estoy bastante ocupado, seguro que encuentro un rato para estudiarlo.
—Eso espero. Siempre se te dio bien.
—¿El qué? ¿Los niños?
—No. Lo de mantenerte ocupado.
—Alguien tenía que ganar dinero, ¿no?
—No lo digo como un reproche, David. —Elena alzó la copa en un brindis silencioso—. Solo constato el hecho. Ocuparte de tu trabajo se te ha dado siempre bien.
—Como a ti tomar distancia. —No pudo evitar la réplica.
—Entonces estamos en igualdad de condiciones, ¿no crees?
—Lo hemos estado siempre, Elena. —Trató de arreglarlo—. Somos un equipo.
—Supongo que sí, que éramos algo así. —Ella soltó la copa sin añadir nada más.
A David no le pasó desapercibido el cambio de tiempo verbal de presente a pasado, pero lo dejó correr. El camarero llegó con la comida y, durante un breve rato, hablaron de cosas inofensivas: proyectos, noticias, recuerdos asépticos que podían mencionarse sin dolor… Incluso hubo algunas risas compartidas y espontáneas.
Mientras esperaban el segundo plato, David levantó la copa y le hizo a Elena un gesto pidiendo un brindis. Ella alzó la suya, pero no bebió.
—¿Sabes, Elena? Creí que esta cena sería más difícil, ya ves.
—¿Difícil en qué sentido?
—No sé, más incómoda, quizá. Más… más vacía, o más llena de reproches por tu parte, reproches que me he ganado a pulso, lo reconozco. Pero veo que todavía podemos hablar con calma.
—Eso es bueno, supongo.
—Claro. —David dio un sorbo a su copa—. Te vi el otro día en el parque, con los niños.
—¿En serio? —Elena entornó los párpados—. ¿Y por qué no te acercaste?
—No sé, no quería interrumpir. Me pareció que tal vez esperabas a alguien. ¿Acierto?
—Qué tontería. No hubieras interrumpido nada.
—Elena, me pregunto… bueno, me pregunto si lo que nos ha pasado era inevitable. Sé que he metido la pata varias veces y…
—Ya no creo en lo inevitable, David. Ni en dejar pasar las cosas. Mi vida, la de los niños… no puede consistir siempre en unos puntos suspensivos. Lo pensé durante mi viaje.
—¿Y si intentamos ver las cosas desde otro ángulo?
—¿Desde cuál? —Ahora Elena sí dio un buen sorbo a su copa.
—Desde el que nos permita reconstruir nuestras vidas. —David se inclinó hacia adelante.
—¿Y si ya no hay nada que reconstruir?
—Siempre lo hay, Elena. Aunque sea algo distinto, ¿no crees?
—¿Estás seguro? Tal vez hemos cambiado demasiado.
—Puede. Pero podemos encontrar la manera. Estamos aquí, cenando juntos. Eso significa algo, ¿no? —David se relajó. Ya era hora de que las cosas empezaran a mejorar.
—Sí, estoy de acuerdo. —Elena señaló al plato de él—. ¿Qué tal la carne?
—Exquisita.
Entre los dos se instaló un silencio lleno de palabras que ninguno estaba dispuesto a decir. Se concentraron en la comida y no pidieron postre. Cuando el camarero dejó la cuenta en la mesa, ella se apresuró a sacar el monedero de su bolso.
—Deja que te invite —dijo él.
—No hace falta. Es mejor así.
Elena dejó la mitad del importe sobre la mesa y se puso en pie sin darle tiempo a insistir. Él la imitó y ella lo detuvo con un gesto.
—He venido en coche, no hace falta que me acompañes.
Le sostuvo la mirada un instante y luego rebuscó en el bolso. Sacó un sobre y se lo tendió con una sonrisa.
— Me alegro de que hayamos podido hablar —dijo Elena. Señaló el sobre—. Llámame en unos días.
Él se quedó en la mesa unos minutos más, acabándose el vino mientras la veía marchar. Dio la vuelta al sobre. El remite llevaba el membrete de una firma de abogados. Sintió un peso extraño en el pecho, como si el último bocado de carne se le hubiera quedado atascado.
Salió a la calle. Se arrebujó en su abrigo. Hacía un par de horas, cuando llegó a La Guarida del Corsario, no había notado que el aire frío era tan cortante que atravesaba la piel.

Adela Castañón

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Joaquina Bernués, una golondrina fragolina

Su padre la sacó de la escuela el día que se despidió el repatán, el aprendiz de pastor que había trabajado casi tres años por un real a la semana. La patera y la modorra les habían matado a muchas ovejas y el padre de Joaquina no podía pagar a otro ayudante. Así fue cómo ella se pasó la juventud detrás del rebaño, tragándose el polvo del camino y durmiendo en parideras. Por las noches, mientras amamantaba a los corderos o hacía callar a los perros, soñaba con una buena dote. Y todo porque ningún mozo la sacaba a bailar, cuando bajaba al baile de las fiestas de la Virgen del Rosario. Con estas ideas en la cabeza entro en la veintena. Y, una tarde, mientras le servía la sopa a su padre, se atrevió a decirle:

—Mire, padre, tendríamos que buscar un repatán nuevo, que yo me voy haciendo moza vieja y ya no estoy para este trabajo de críos.

Él dio un manotazo en la mesa, tiró la escudilla al suelo y le gritó:

—¡Desgraciada! ¿Qué dices? Tú nunca saldrás de estas tierras, que no tienes donde caerte muerta. —Se sentó otra vez en el banco—. Y de esto ya no hablaremos más.

—Pues no, no hablaremos más. —le replicó Joaquina mientras se calzaba unas abarcas viejas—. ¿Ha oído hablar de las golondrinas alpargateras? Sé que dentro de un par de días salen las de Agüero, que me lo ha dicho el pastor de casa el Bastero.

—¡Noo! Esa sería nuestra mayor vergüenza.

Pero Joaquina salió de la paridera donde pasaba largas temporadas con su padre y ya no oyó los bramidos. En el camino hacia casa se fue haciendo el plan. Ella no se uniría a las que iban a Mauleón, que estaba demasiado lejos y no conocía a ninguna de las que hacían el viaje hasta allí. Mejor, así se quedaría en Olorón, más cerca de la frontera donde también había mucho trabajo. Y esto lo sabía de buena tinta, que había muchos fragolinos allí. Aunque pagaban menos que en otros pueblos, siempre aceptaban a los españoles en las fábricas de boinas y alpargatas del Bearne. Desde hacía varios años, el padre y las dos hijas de casa el Molinaz iban de temporeros a  las boinas. Salían cuando acababan de sembrar los campos, al empezar el otoño, y volvían cuando maduraban los trigos.

Llegó a casa y extendió un pañuelo de cuadros encima de la cama. Escogió el que guardaba en la alacena para hacer el macuto de los viajes. En el centro colocó y una muda completa. No tenía muchas cosas más, pero mejor. Así, le quedaría sitio libre para traer telas, hilos de colores, agujas, dedales y hasta un bastidor. Y a la vuelta, con lo que se ganara como golondrina, se bordaría uno de los mejores ajuares del pueblo. Sin darse cuenta se había llamado a sí misma golondrina. Claro, ese era el nombre con el que todos conocían a las alpargateras, vestidas con sayas y toquilla negras, que emigraban en octubre y volvían en primavera, como las golondrinas.

Antes de anudar el macuto, colocó encima de la ropa cuatro reales que tenía ahorrados de unas ovejas que se habían despeñado y las vendió a unos trajineros, sin que se enterara su padre. Para que nadie los descubriera los dobló y los escondió en el recordatorio de la muerte de su madre. Era uno de esos de doble hoja. Delante se veía la foto de un santo Cristo, como el de El Frago, y detrás una santa Quiteria, protectora de los caminantes y de la rabia. Se santiguó y le pidió protección a su madre. A continuación se puso una saya, que de tanto usarla se había vuelto parduzca, y unas alpargatas raídas. Se echó el bulto al hombro y tomó el camino de Agüero, el que va por el barranco de Cervera.

En menos de cuatro horas llegó a la Cruz del Pinarón. Pero, un poco antes se le habían unido dos mozas de Lacasta. Cerca de Santa Eulalia se añadieron las cuatro de Agüero, y todas juntas emprendieron la subida por la cañada del Puerto de Monrepós. Yo ese camino me lo sabía de memoria, lo había escuchado muchas veces a las mujeres que iban andando, desde El Frago hasta el Pantano de la Peña, a llevar el companaje a sus maridos que estaban de pastores en el Pirineo. Ellos bajaban a buscarlo hasta allí y les traían los quesos que hacían en la montaña. Ellas los vendían en el camino de vuelta.

En tres días, a marchas forzadas, como los soldados de César en las Galias, por trochas estrechas cubiertas de matorrales, recorrieron más de cien leguas. Como ellos, iban mal calzadas. Muchas perdían las uñas, y, de tantas rozaduras, tenían los pies en carne viva.

A la entrada de Olorón se despidió de sus compañeras de viaje, que siguieron hasta otros pueblos más lejanos, en los que pagaban mejor por menos horas. Atravesó el río Gave y subió la cuesta hasta la catedral. Allí, en el barrio de los españoles, enseguida encontró a unos fragolinos que le dieron razón de dónde se alojaban los del Molinaz. En una habitación oscura y estrecha se acomodaron los cuatro. A la mañana siguiente llegó puntual a la fábrica de alpargatas, no lejos de la de las boinas.

Sentadas en unas mesas muy largas, trabajaban  a destajo, más de doce horas al día. Hablaban y hablaban, sin perder el ritmo de unas manos ágiles, llenas de ampollas. A ella tocó en una que se tejían suelas de esparto. En la de al lado, cosían las punteras y los talones de yute con punzones y, un poco más allá,  trenzaban los cordones.

Joaquina, por primera vez, oyó las risotadas de un grupo de chicas jóvenes y se atrevió a hablar de los mozos de su pueblo y de sus deseos de atraerlos con un buen ajuar. Ya estaba pensando en los pretendientes que tendría en el baile de las fiestas de octubre cuando regresara con unos buenos ahorros.

A la vuelta, como no podía pasar los francos que había ganado en la fabrica, los dejó escondidos la última paridera francesa, la que estaba justo antes de la muga del Somport, donde pasaban los meses de verano unos pastores conocidos. A ellos les resultaría más fácil cambiarlos a reales y pasarlos en sus zamarras. Los carabineros, preocupados por el orden de los rebaños, no prestaban mucha atención a la indumentaria los pastores.

Debajo de la toca. que la protegía de la solanera, se puso unos pendientes de plata, que había comprado en un anticuario cerca de la iglesia de Santa María, y en la faltriquera se metió unos diez reales que había conseguido cambiar con unos traficantes de contrabando.

Ese año hubo grandes nevadas hasta pasado el mes de mayo y los pastores no pudieron pasar a Francia. La nieve sepultó para siempre la paridera del Somport.

A Joaquina, de aquel vuelo equivocado, solo le quedaron unos pendientes de plata que miraba con nostalgia.

Las golondrinas alpargateras aprovechaban las cañadas de los pastores.

La migración de las alpargateras se produjo entre 1870 y 1940.

La primera documentada en las fábricas francesas es una de Salvatierra de Escá, en 1831. Sus principales destinos fuero Mauléon-Licharre, Oloron Sainte Marie y otras ciudades del Sur de Francia.

Grupos de mujeres, aragonesas y navarras, muchas de ellas jóvenes y niñas, caminaban cientos de kilómetros hasta Francia a trabajar en las fábricas de alpargatas. Vestidas de negro con sus macutos, iban por las rutas de los pastores. Las llamaban golondrinas alpargateras porque sus viajes, de otoño a primavera, coincidían los de las golondrinas.

Sus peripecias fueron divulgadas en Ainarak o Golondrinas, un documental protagonizado por Anne Etchegoyen. La Ronda de Boltaña las recuerda en su canción La tumba de la golondrina.

***

Descendientes de nuestra golondrina fragolina fueron los Bernués, asentados en Olorón, que llegaron a ser dueños de zapaterías famosas.

La pelotilla

Mi madre decía que el destino solo metió la pata con ella al programar su fecha de nacimiento. 

—No es que la vida me haya tratado mal —se apresuraba a aclarar—. He sido feliz, pero me hubiera gustado ser la Bella Durmiente para dormir cien años y despertarme ahora siendo joven todavía.

Cuando la gente la escuchaba decir que nació demasiado pronto, y no porque fuera sietemesina o algo así, sino porque le fastidiaba tener tan poco tiempo para disfrutar de las maravillas tecnológicas que este siglo traía a manos llenas, la miraban raro. Pero, cuando seguía hablando, se rendían a su encanto con una sonrisa.  

—Es que digo yo que los españoles siempre vamos con retraso, qué se le va a hacer. No hay más que ver lo que pasa con los Reyes Magos, y conste que yo soy de ellos y no del gordo de la barba blanca, el del trineo, que mira que vestir de rojo, con lo que engorda ese color… pero bueno… Tiene más sentido común. Porque mira que poner nosotros los juguetes la noche del cinco de enero, cuando el siete o el ocho hay que volver al cole… ¿Tengo razón o no? —Aquí solía suspirar—.  Y eso me pasa a mí con las cosas nuevas que hay ahora, que tengo que ir más rápida que el Correcaminos porque ya me diréis… Que con noventa años soy un yogurín, sí, pero a punto de caducar.

Mi hija dijo una vez que su abuela no era vieja ni lo sería nunca porque no se vestía de negro ni con un moño apretado, le gustaba hacer tonterías, se reía mucho y se ponía una gorra roja de Mickey Mouse en los viajes. Es una de las mejores definiciones que he escuchado de ella.

Sus frases lapidarias, como esa de que hubiera querido más tiempo para disfrutar de mil cosas, nunca sonaban a queja. Ni de lejos. Se bebía la vida a sorbos, empinándola como si fuera un botijo y dejando que el agua fresca le corriera por la cara mientras se atragantaba con sus risas.

Se apuntaba a todo. Cuando salieron los móviles, le faltó tiempo para comprarse uno. Los primeros días, hasta se le pasaba ver el programa de Ana Rosa Quintana en Telecinco porque se le iban las horas toqueteándolo. Una tarde vino a mi cuarto con el móvil en la mano.

—Oye, Ade, ¿por qué hay señoras que quieren ser mis amigas?

—¿Qué? —Yo no tenía ni idea de a qué se refería.

—Mira. —Me dio el teléfono—. Aparecen cuando quieren. Casi todas tienen unos pechos enormes ¡y van casi sin ropa!

Cogí el móvil y me entró la risa. Mi madre, con la osadía de los ignorantes, se había dedicado a navegar a su aire y estaba sufriendo un bombardeo de páginas de contactos.

Si algo triunfó en su nuevo juguete, fue, sin dudarlo, el WhatsApp. Una de las primeras veces me hizo una videollamada en lugar de una llamada normal y, cuando contesté, le solté:

—Mamá, llevas el pendiente desabrochado y tienes cerilla en la oreja.

—¿Qué? —Pausa de dos segundos—. ¡Ay, hija, que va!

—Mamá, tócate la otra oreja. Y coge el móvil como si fuera un espejo. 

—¡Hala, Ade! ¡Pero si te veo!

—Pues igual de bien veía yo tu oreja, guapa —contesté entre risas.

—Eso ha sido mi ángel de la guarda, para que no perdiera el pendiente. ¿Qué has hecho para verme? ¡Esto parece magia!

—Yo no he hecho nada. Has sido tú. Le has dado a videollamada.

Seguir sus avances era divertidísimo, aunque hubo algo que nunca aceptó. A mis hermanos y a mí nos lo dejó bien claro.

—Niños, me podéis llamar por video, por WhatsApp, mandarme fotos o escribirme… ¡pero haced el favor de no marearme con la pelotilla!

—¿La pelotilla?

—Sí. La pelotilla.

Abrió la primera conversación que encontró y levantó mucho las cejas mientras nos mostraba un audio.

—Esta pelotilla. A mí no me mandéis esto. Que el otro día, en el súper, le di a la pelotilla y era uno de vosotros diciendo no sé qué, y me puse a contestarte y él dale que te pego, sin dejarme hablar. Soy vuestra madre. ¡Que sea la última vez que me hacéis parecer tonta hablando sola! Ea.

Aquello fue innegociable.

Adela Castañón

Obsesión

—¿Nerón? Explíqueme eso de que todo empezó por Nerón.

—Me decepciona, doctor. —Marcial chasqueó la lengua—. Aunque recuerdo lo que es empezar a ejercer recién terminada la carrera, ¿ya ha olvidado las principales lecciones? Me decepciona —repitió—. Pero se lo explicaré por los viejos tiempos. 

—Adelante, pues.

Luis maldijo su suerte. No necesitaba leer la anamnesis en la historia clínica que tenía en la mesa. La sabía de memoria: Marcial Villiers, catedrático de Psiquiatría de la Sorbona, presidente de mil sociedades científicas, director de un Psiquiátrico de élite, era ahora su paciente.

—¿Qué recuerda de Nerón? —preguntó Marcial—. ¿Cómo lo definiría?

—¿Qué tiene que ver…?

—Si quiere respuestas, doctor, empecemos por las preguntas —interrumpió Marcial—. Conteste.

El silencio entre los dos zumbaba como un cable de alta tensión.

—Incendió Roma. Fue un personaje histórico.

—Pobre. Una respuesta muy pobre. Fue uno de los pocos genios capaces de apresar la inspiración, de hacerla su esclava, pese a pagar por ello un alto precio.

—Sigo sin entender.

—Ahí va otra pista. Mi primera y única novela.

—¿Ha escrito usted una obra de ficción?

—¿Lo ve? Seguro que conoce todos mis ensayos. Todos son éxitos, pero… —Marcial suspiró—. Mi novela frente a mis publicaciones. Arte frente a ciencia. Yo como paradigma del doctor Jeckyll y mister Hyde.

Luis guardó un silencio desconcertado. Marcial siguió:

—¿Aún no lo ve? Mis ensayos se nutren de datos, de raciocinio. Por eso triunfan. Pero ¿dónde radica el éxito de una novela?

—No le sigo, doctor Villiers.

—Su ceguera mental ofende mi capacidad docente. ¡Un alumno tan prometedor, y no logra bucear en mi intelecto…!

—No estamos aquí para hablar de mí. —Luis se recompuso. Debía recuperar las riendas de la conversación—. Se trata de usted, Marcial.

Llamarlo por su nombre marcaría las distancias y pondría a cada uno en su lugar. Marcial Villiers ahora era solo su paciente, y su responsabilidad era evaluar la salud mental de ese hombre. Debía recordarlo. Porque solo era un hombre.

La sonrisa del viejo profesor le recordó a la de Anthony Hopkins en El silencio de los corderos. Hannibal Lecter. Hannibal el caníbal. Se aflojó la corbata. El aparato de aire acondicionado marcaba 23ºC. Agradeció que su bata tuviera manga larga. El vello de los brazos se le había erizado y, pese a eso, un calor asfixiante que nada tenía que ver con la canícula infernal de ese día de agosto le subía desde el pecho hasta el cuello. Temió que las gafas resbalaran por su nariz si empezaba a sudar. Se las quitó y las dejó sobre la mesita. Trató de disimular una inspiración profunda. Joder. Él no se parecía en nada a Jodie Foster.

—¿Por qué crees que fracasó mi novela, Luis? —Marcial le devolvió el golpe con el tuteo inesperado. No esperó respuesta—. Porque era mala. Le faltaba algo.

—¿Y…?

—Razona, doctor. ¿Por qué es mala una obra?

—Por mil motivos.

—Mal. Busca el origen. Eres psiquiatra.

—Ilumíneme. Usted también lo es.

—Bravo. Eso está mejor. No es tan difícil, ¿verdad? Hagamos que sea el paciente el que busque las respuestas. Me devuelve la fe en mí como docente. —Marcial se levantó y empezó a dar vueltas por el despacho—. Veamos, el origen de la bondad o no de una obra está en su autor. En este caso, yo como novelista. ¿Me sigue?

—Le sigo. Continúe.

—Profundicemos. ¿Qué necesita el autor? —Hizo una pausa—. Venga, no me deje todo el trabajo a mí.

—Pues… —Luis meditó unos segundos—: ¿Técnica e inspiración?

—¡Bravo, doctor! —repitió Marcial—. Mi técnica es perfecta. No así mi inspiración.

—¿Qué tiene que ver eso con sus actos?

 —¿Sigue sin ver? La búsqueda. La búsqueda del genio. La inspiración es esquiva y hay que pagar un alto precio para poseerla. Nerón me dio la clave, necesitó un incendio, y no uno cualquiera, sino el de Roma. Hay nobleza en los grandes sacrificios.

—Usted no es un pirómano —tragó saliva—, sino un asesino.

—Empecé por la ciencia. Asistí a la autopsia de un escritor. Palpé su cerebro. Lo olí. Hasta lo saboreé en un descuido del forense. ¿Sabe que, al morir, el cerebro pierde unos gramos de peso?

Luis tragó saliva y contuvo una arcada. Solo con eso, el abogado defensor ya podría alegar locura.

—Pero no funcionó, tal vez porque la inspiración es algo vivo y se lleva mal con la muerte. Necesitaba genios vivos.

—¿Por eso los mató? ¿Para morder sus cerebros, comerse sus lenguas, beberse su sangre…? —No pudo seguir enumerando la lista de atrocidades.

—¿Quiere saberlo? Hagamos un trato. Sé que usted también escribe, que su novela ha triunfado. Por eso pedí que fuera mi psiquiatra. Cuénteme su truco y colaboraré en todo.

Luis suspiró. Negociar con ese demente podía ayudarle.

—El punto de vista. Poseer mirada de escritor.

El corazón de Marcial se aceleró. ¡Por fin! Suerte que su alumno se hubiera quitado las gafas. Se le acercó por detrás, con las manos a la espalda. En la derecha, llevaba el bisturí que acababa de coger de una vitrina.

Adela Castañón

Imagen: Curious Hunter en Pixabay

A oscuras

Igual que otras noches de tormenta, saltaron los fusibles y se fue la luz. Era el primer apagón en meses, el primero desde el día del telegrama y, esta vez, a Virtudes le dio igual. Paco y ella siguieron mirando el televisor, como si la telenovela aún se desarrollara, plana y en dos dimensiones, en esa pantalla muda tras el fundido en negro.

Se acordó de que había puesto la lavadora hacía menos de quince minutos. Sin decirle nada a Paco, que seguía con la vista perdida en un vacío infinito, se levantó del sofá para ir al lavadero a detener el programa de lavado, pero se detuvo a mitad de camino, en la cocina. No creía que la lavadora se estropeara si no la paraba, y si ocurría, bueno, si ocurría, la verdad es que le daba igual.

Abrió el grifo y cogió la tetera. La puso encima de la placa de vitrocerámica y se quedó con la mano a medio camino hacia el botón de encendido. ¿Qué hacía? Estaba tonta. No había luz y no habría té. Suspiró, le daba igual.

Cuando su Jesús era niño, mucho antes de que se alistara, mucho antes de Bosnia, mucho antes de que les regalara a sus padres la reforma de la cocina con la placa de vitro y otras modernidades, antes, mucho antes de todo eso, tenían una vieja hornilla de butano. Y cuando se iba la luz no importaba, también daba igual, sí, pero era diferente, no como ahora, porque podían cocinar.

Regresó al salón, las manos vacías, los brazos colgando, y se sentó otra vez al lado de Paco. Los cuerpos, a pocos centímetros y las almas a años luz. Y el silencio entre los dos como un intruso no invitado, una tercera presencia entre ellos mientras cada uno veía su propia película, de párpados para adentro, unidos y separados por ese silencio denso, oscuro como el salón tras el apagón; un silencio que violaba el cojín vacío del centro del sofá, ese cojín mudo desde que su ocupante se marchó.

Sonó un trueno. Dos segundos después, en el breve instante que duró un relámpago, Virtudes vio junto al televisor la foto enmarcada de Jesús vestido de marinero, el día de su Primera Comunión, como si la hubiera iluminado el flash del fotógrafo que se la hizo. Al lado estaba la otra foto, la que puso Paco luego, en la que se le veía muy serio con el uniforme de teniente, con el puto lazo en el marco.

—Mañana es lo del homenaje, ¿no? —le preguntó Paco. Sacó un pañuelo del bolsillo de la bata y se sonó—. ¿A qué hora dijeron que era?

—La misa, a las once. Y que luego habría un desfile, creo, o un discurso o algo así.

—Ojalá arreglen pronto la puñetera avería eléctrica y pare de llover. Como tenga que afeitarme a oscuras, me corto, seguro. Y no es plan ir hecho una mierda. —Se rascó la nariz—. ¿A qué hora te parece que salgamos?

—No sé. Sal cuando quieras. Yo no voy a ir.

—Eres… —Calló y meneó la cabeza—. Serás la única madre que falte, qué pasa, ¿eh? ¿Te la suda?

Virtudes no se molestó en contestar. Ojalá algo se la sudara. Ojalá le quedaran en el cuerpo gotas de agua y sal para poder sudar, ojalá algo encontrara el camino hasta sus ojos, secos y agrietados como el huerto, sin regar ni cuidar desde hacía varios meses, desde…

Miró por la ventana. Otro relámpago. Otro trueno. Ojalá cayera un rayo que fulminara la casa. El golpeteo de la lluvia sobre la uralita del patio sonaba como un réquiem burlón. Clavó en el cielo su mirada yerma y lo envidió, igual que envidiaba a Paco, porque tanto él como el cielo eran capaces de llorar.

Sonó otro trueno. Virtudes cerró los ojos. Los abrió. Coincidiendo con el fogonazo del siguiente relámpago, volvió la luz.

Virtudes miró la foto de su hijo vestido de teniente. Durante un segundo, la imagen de Jesús mostró una sonrisa que iluminó la habitación. Junto a ella, Paco se secó la cara con la manga y con el pañuelo, que aún tenía en la mano, volvió a sonarse.

Sus miradas se encontraron, él tendió la mano sobre el cojín vacío y Virtudes, por fin, recordó cómo era llorar.

Adela Castañón

Imagen: Peter H en Pixabay

El corazón averiado

El cirujano jefe salió de quirófano y se secó la frente con la manga de la bata desechable. Se quitó los guantes y se alisó el pelo antes de cruzar las puertas abatibles. Era el número uno en cirugía cardiovascular. Su adjunto y una residente de primer año lo seguían en silencio, manteniendo una distancia rigurosa de un par de pasos. Los tres se detuvieron en la puerta de la sala de espera de familiares porque el marido y la hija de la paciente que acababa de fallecer en la mesa de operaciones estaban de pie y se habían acercado a ellos nada más verlos.
—Lo siento —dijo el cirujano—. No se ha podido hacer nada. La pared del aneurisma era demasiado frágil y se rompió antes de que llegásemos a él.
La hija enlazó a su padre por la cintura y lo miró a los ojos, y la residente pensó que, de no haberlo hecho, el hombre habría caído al suelo. La joven doctora hubiera querido tocar el hombro de cualquiera de los dos, pero la actitud fría y profesional de su jefe la intimidaba. El cirujano siguió hablando con tono neutro y los brazos a lo largo del cuerpo.
—Ahora vendrá un administrativo para explicarles lo que deben hacer a continuación. Si tienen alguna duda, alguna pregunta sobre la intervención, díganselo y les dará una cita conmigo en menos de cuarenta y ocho horas.
La hija miró al médico durante un instante y se limitó a asentir con la cabeza antes de volver a clavar los ojos en su padre, y el cirujano se dio la vuelta y se alejó por el pasillo. El adjunto y la residente lo vieron marcharse, erguido y a buen paso, sin volver la vista atrás. Se miraron entre ellos. La joven doctora, ahora sí, puso una mano sobre el brazo de la hija y parpadeó para contener las lágrimas que ahora, en ausencia de su jefe, se empeñaban en brotar. Era curioso. Con otros doctores no le costaba tanto trabajo controlar sus sentimientos, pero con este… ¡Aquel control absoluto de todas las situaciones no era normal! Se preguntó, y no por primera vez, si lo que corría por las venas de ese hombre sería hielo en vez de sangre. Personas así la hacían dudar de la existencia del alma y de si ella estaría preparada para ejercer esa profesión.
El cirujano caminó con paso firme hasta la zona de las taquillas. Abrió la suya, descolgó su ropa, se cambió y miró el reloj. Pasaban treinta minutos de su hora de salida. Si no hubiera intentado clampar la vena rota como último recurso, habría salido puntual. Se frotó la frente e hizo una respiración profunda antes de dirigirse al aparcamiento para coger su coche y salir disparado hacia su casa. Odiaba romper sus rutinas.
Al abrir la puerta le asaltó una sensación inquietante. La luz que llegaba al recibidor desde el salón era la de siempre, la temperatura era la misma que de costumbre, los escasos objetos que veía estaban en su sitio. Todo parecía normal. Todo salvo… eso era… salvo el silencio.
Colgó la chaqueta en el perchero que había junto a la puerta y entró en el salón.
Pinkfloid, su canario, estaba tendido con las patitas apuntando al cielo en el fondo de la jaula. En la ventana, la planta que había comprado hacía unas semanas seguía perdiendo hojas mustias. Abrió la jaula, cogió al canario y lo tiró a la basura. Sacó del congelador unas lentejas y las puso en el microondas. Regó la maceta y recogió las hojas secas.
El microondas pitó al cabo de un minuto. Sacó las lentejas, las puso en la mesa y se sentó. Cogió la cuchara. ¿Si hubiera llegado antes, habría podido salvarlo? Era un pensamiento absurdo, lo sabía.
El silencio le golpeó de nuevo, soltó la cuchara y empujó el plato de lentejas hacia el centro de la mesa.
Entonces apoyó los brazos sobre el mantel, dejó caer la cabeza sobre ellos y se echó a llorar.

Adela Castañón

Image by Tom from Pixabay

Malacate, maqui, malacatón

A la memoria Celedonio Fontabanas,  que siempre me hablaba de estas cosillas.

—Tonto, malacate, maqui, malacatón, traidor.

En ese momento oí la falleba de la ventana de la cocina. Me quedé parado cuando escuché los gritos de mi madre.

—¿Qué palabras son esas? ¿He oído bien?

—¡Nada, madre! Es que este me ha puesto la zancadilla justo en el momento que estaba meando la yegua y he me caído de morros en el charco que ha dejado en medio de la calle.

—¡Basta ya! Siempre con excusas. Ahora mismo te tienes que ir a confesar.

—¿Cómo? Si vengo de confesarme.

—Pues tienes que volver, que mañana es el día de tu Primera Comunión y acabas de soltar una rastra de juramentos. Así no puedes recibir el pan de los ángeles.

Me hice el remolón, pero mi madre bajó con la escoba y yo eché a correr. Cuando me vieron aparecer los que aún estaban en la cola del confesonario soltaron una carcajada.

—¿Seguro que se te ha olvidado contarle al cura que ayer pellizcaste a la chica que vino con los maquis? —me dijo Celedonio que siempre estaba de guasa.

—No seas cabrón. He vuelto porque me ha obligado mi madre.

Le entró la risa floja y me dejó pasar.

—Ah, y no te olvides de confesarte que me acabas de llamar cabrón.

Cuando le conté al mosén lo que me había pasado, escuché su risa de conejo. Me dio la absolución y me dijo:

—Anda zagal, reza un padrenuestro y tres avemarías. A ver si rezando te contienes y no dices tacos hasta que hayas comulgado.

Sin darme tiempo a levantarme, me puso una punta de la estola en un hombro y me mandó arrodillarme.

—Espera. ¿En la lista de insultos también has dicho maqui? Es que hablabas tan deprisa que me has hecho dudar.

—Sí, así llamamos, desde que vienen por aquí, a estos pedigüeños a los que la gente llama maquis.

—Pues yo no veo dónde está la gracia —con voz grave

—Bueno, pero son cosas nuestras sin mala intención. ¿No ve que maqui casa muy bien con malacate y malacatón? El maestro diría que casi riman.

—Pues con rima o sin rima, me vas a prometer que no lo dirás más y que no dejarás que lo digan tus amigos. Este insulto tan gordo vale doble que los otros —se santiguó antes de mandarme más penitencia—. Rezarás un padrenuestro y tres avemarías de propina.

A la salida me estaban esperando los amigos en la puerta de la Trastera. Cuando les conté que no había entendido por qué eran insultos esas palabras, empezamos a discutir.

En lo de tonto, malacatón y traidor nos pusimos de acuerdo. Todos creíamos que no eran juramentos, pero que podrían molestar a las personas. En cambio, en lo de malacate y maqui no pensábamos igual.

Con malacate subimos el tono. Según unos, era la máquina nueva que había comprado el panadero para hacer la masa. Decía que le quitaba mucho esfuerzo y que el pan salía más esponjoso. Así que este no era un insulto, al revés, una cosa buena. Según otros, significaba  otra cosa. Que ya lo habían buscado ellos en el diccionario: “persona retorcida, con malas intenciones”. El Pecas no la había oído nunca y propuso preguntársela al maestro.

—Ni se te ocurra —le gritó Celedonio—. Luego pensará que estamos todo el día hablando de juramentos y guarradas.

Después, en lo de maqui nos acaloramos. Unos decían que los maquis eran unos pordioseros que vivían en la Carbonera. Esos que venían todas las tardes a buscar recado. Esos a los que las mujeres les cosían los botones de las camisas y les remendaban los pantalones. Tía Gregoria de Michela les hacía los peduques y en algunas casas les daban hasta tocino blanco. Además, mientras las mujeres les ayudaban, ellos entretenían a la chiquillería. Nos dejaban mirar por unos gemelos que colocaban en unos artefactos en la plaza. Nos poníamos en fila y nos empujábamos para estar más rato. Nos gustaba contar los pinos de la Punta de San Jorge.

—Mira, si apuntas bien, puedes ver hasta los nidos —dijo uno de los pequeños.

Otros decían que no nos podíamos fiar de los maquis, que se parecían mucho a los malacates.

En eso estábamos cuando desconecté. La cierto es que me callé porque no sabía a qué carta quedarme. Y al hilo de la conversación me vino a la cabeza el caso de José María de casa Diego.

Aún no hacía medio año que lo habían matado los maquis. Juraron que había sido por error y fueron a pedir disculpas a su familia. Pero mucha gente se quedó con la mosca detrás de la oreja. Y todo porque coincidieron muchas cosas.

En ese momento estaba cumpliendo el servicio militar y acababa de llegar a casa con permiso. Iba vestido de soldado. Al acabar de cenar le dijo a su padre que pasaba a ver a sus primos, que vivían en la casa de al lado.

—No salgas sin cambiarte de ropa —le dijo su padre muy serio.

—Anda, no me venga con estas cosas. Me buscaré una muda limpia para mañana.

—Pues no deberías salir así —insistió su padre—. El pueblo está lleno de maquis y no me gustaría tener un disgusto. Dicen que se les ponen las cosas feas con los militares y sospechan que alguien los denuncia.

—¡Vaya tontería! Yo le digo que no, y lo sé de buena tinta. Además, es de noche y ni siquiera voy a cruzar la calle. —Se rió—. De noche todos los gatos son pardos.

Cuando salió de su casa, antes de dar dos pasos, justo debajo de la bombilla de la esquina de la calle Mayor con la Placeta, unos maquis que estaban apostados en el cubierto del Terrau le asestaron varios tiros. El ruido resonó hasta en la torre. Y como alguno apuntó a la bombilla, se cayó el casquillo, chisporrotearon los cables y se fue la luz de todo el pueblo.

En la plaza había otro grupo. Todos bajaron corriendo a ver qué había pasado. Discutieron entre ellos y enseguida desaparecieron por la bajada del Terrau. Es que habían dejado las caballerías cerca de la era de Boné.

Cuando se oyeron los disparos, nosotros estábamos cenando judías secas. Las mujeres se asomaron con candiles a los ventanucos y, en susurros, de ventana en ventana, la noticia llegó a todas las cocinas.

—¡Acaban de matar a José María de Diego!

Yo me quedé tan impresionado que no me pude dormir. Estuve toda la noche asomado a la ventana del granero. Tenía que hacer algo y sentía que lo arropaba con mi vigilancia.

Al día siguiente, antes de ir a la escuela, me acerqué a ver el charco de sangre. Allí nos encontramos todos los chavales llorando. La mancha de sangre tardó muchos días en desaparecer. Yo creo que, si miras bien, aún se ve una sombra de color rojizo. O es que me lo hace mi imaginación.

No sé cuánto rato estuve pensando en esto. Pero me desperezó el vozarrón de Celedonio:

—No os empeñéis en que melocotón y malacatón no son lo mismo.

Noté que tenía los ojos enrasados y me pasé la mano por la frente. Al momento metí baza en la conversación para aparentar que me había enterado.

—Pues yo seguiré diciendo malacate, malacatón, y traidor. Y, si me sale, también cabrón. Pero ya no llamaré maqui a nadie. Que así se lo he prometido al mosén.

Nunca supe si el cura era amigo o enemigo de los maquis. Pero siempre supe que rezumaba bondad y que, con su sonrisa y con su ego te absolvo, nos perdonaba a todos por igual.

Carmen Romeo Pemán

Foto: Chesus Asín,

Crónica de una metamorfosis

El mes pasado asistí en Valencia al II Congreso Escrivivir en el que, entre otras cosas interesantes, había una convocatoria de microrelatos que, para honrar a Kafka, tenían que empezar por una frase suya especificada en las bases. Participé y no gané, aunque admito que mi microrelato era un poco raro porque lo escribí en un rapto de inspiración y en verso libre. De todos modos, me divertí tanto al escribirlo que hoy os lo dejo aquí para arrancaros, o eso espero, una sonrisilla.

Crónica de una metamorfosis

Un escritor que no escribe es un monstruo que corteja la locura

y yo, pobre mortal,

era uno más entre los pretendientes

de la diosa Escritura,

un sueño inalcanzable.

Tuve miedo.

Me casé con la rutina.

Viví durante años en la cárcel segura y confortable

de un remedo del sueño de las masas:

un empleo estable.

El aire se espesaba,

respirar, cada día, costaba más.

Los alimentos ya no me saciaban,

la ilusión fue perdiendo sus fuerzas,

se ahogaba poco a poco.

Mi vida naufragaba

en la espuma impoluta

de mil folios en blanco,

las olas de un mar mudo,

amordazado,

un desierto incoloro

hecho de dunas

donde ninguna huella

dejé nunca.

Pero quemé mis naves,

lo dejé todo atrás.

O cambiar, o morir,

solo era eso.

Tomé mi decisión y, al despertar,

no era una cucaracha, ni un insecto,

y tampoco era yo, pobre Gregorio…

Por eso ahora…

Ahora me llaman loco

aquellos que no saben

que conseguí escapar de la locura

y, en brazos de mi amante,

la Escritura,

por fin puedo volar.

Adela Castañón

Imagen: Dmitry Abramov en Pixabay

Una ninfa en el Zarrampullo

… lloraban a una ninfa delicada, cuya vida mostraba que había sido antes de tiempo y casi en flor cortada; Garcilaso de la Vega, Égloga III

Era la última semana de septiembre, con los primeros fríos, habían comenzado a marcharse los veraneantes. Los que quedábamos, una tarde nos fuimos a dar el último baño del verano al pozo Zarrampullo. Cuando llegamos, unas culebrillas de agua nadaban despacio, como si barruntaran la tristeza del invierno. Ellas eran nuestros termómetros y nosotros su tormento. Con nuestros juegos y chapoteos desaparecían en un santiamén. Ese día solo habían quedado unas pocas despistadas. Sus compañeras ya habían encontrado un acomodo debajo de la cascada, en las grietas profundas del lecho del río. Allí, enroscadas unas con otras, se daban el calor justo para pasar el sueño invernal.

Nosotros también estábamos un poco aletargados. Esa tarde no nos dimos aguadillas ni corrimos a ver quién aguantaba más rato sin resbalarse por las rocas. Invadidos por el desánimo, tendidos al sol del atardecer, nos enroscamos unos sobre otros en la orilla del agua, como si nos quisiésemos robar los latidos del corazón. A los pocos días todos íbamos a abandonar el pueblo y la escuela. A unos nos esperaba el seminario y a otros los internados. No es que los seminaristas tuviéramos mucha vocación religiosa. En realidad no era así. Las familias pobres, como la mía, habían encontrado una manera de dar estudios a sus hijos y alimentar las bocas sobrantes. Esperaban que, con los años, los nuevos curas les sirviéramos de apoyo. Las vocaciones llegaban en los seminarios. Que en eso eran expertos.

El mosén que nos llevó al Seminario de Jaca nos advirtió:

—Mirad, sé que sois chicos espabilados, pero tenéis que ser buenas personas y llegar a ser  excelentes sacerdotes.

Nosotros asentíamos y él seguía:

—Antes que vosotros, algunos se quedaron en el camino, pero ya no volvieron a labrar los campos ni a cuidar los rebaños. Recordad a Emiliano de casa Eusebio o Enrique de Antonina que se hicieron abogados.

Esa tarde, como otras muchas de otros años, repetíamos las mismas conversaciones y yo me ponía muy triste. Sin decir nada, me levanté y me metí en el agua. Fui derecho al punto en que la cascada se deshace en espuma. Una vez allí me zambullí hasta las grietas de las rocas. Recordé que Elisa me había dicho que nos encontraríamos allí si nos perdíamos.

Ella llevaba un año esperándome. La tarde anterior a su desaparición habíamos discutido. No quería que yo siguiera en el seminario. No podía hacerle entender que era la única forma que tenía de salir del pueblo.

—Si convences a tus padres y vienes a mi instituto, nos veremos todas las tardes —me dijo con voz temblorosa.

—¿Es que no te das cuenta? —Le cogí las manos— ¿Es que no ves que en mi casa no pueden con esos gastos? Te diré más. Por las tardes, para que yo pueda venir un rato con vosotros, mi madre tiene que ir al campo a ayudar a mi padre. Yo no puedo llevar vuestra vida. Tengo que ayudar a segar, a trillar y a recoger lo poco que da esta tierra. Además, con lo que sacamos, no me pueden pagar una patrona. En cambio lo del seminario es una solución.

—¡Pero tú no tienes vocación! Podrías buscarte algún trabajo que te permitiera estudiar. —Acercó mucho sus ojos a los míos—. Yo también haría algo para ayudarte, a escondidas de mis padres.

—No es que no quiera hacer lo que me propones. No me interpretes mal, pero yo no puedo aceptarlo. Será mejor que esperemos unos años.

El verde de sus ojos era más profundo que el del agua del pozo. Eran como dos lagos grandes, sin límites. Me asomé y solo vi el abismo. Estuve toda la noche muy inquieto.

A la mañana siguiente, cuando se levantó mi padre, yo lo esperaba sentado en el hogar.

—Mire, padre —le espeté—, no voy a volver al seminario.

—Hijo, ¡te has vuelto loco! —Bajó la cabeza—. Entre todos estamos haciendo un gran esfuerzo por sacaros adelante a los dos pequeños. Aquí, aunque se arañe mucho, la tierra da poco.

—Lo sé padre, lo sé.

—Pues si lo sabes, apechuga. Todos hemos sido jóvenes y hemos tenido algún arrebato, pero tienes que comprender lo que puedes hacer y lo que no.

—Si me pone así las cosas, me quedaré en casa. Yo no quiero ser un problema para usted.

—Mira, ¡no entiendes nada! Y ya es hora de que abras la sesera.

Se calló y comenzó a jugar con la ceniza y el gancho. De repente se paró y me miró:

—Aunque no hablo con nadie, sé muy bien lo que pasa. Escúchame bien. Esa chica es de casa rica y nunca te aceptarán, aunque tengas estudios.

A medida que escuchaba a mi padre, se me iba cayendo la cabeza hacia adelante, ya casi pegaba en el suelo. Solo veía los carbones negros junto a las brasas.

—Yo también he sido mozo —insistió—. Y cuando uno es joven se cree muchas memeces. ¿Te parece que tú puedes cambiar el mundo? Pues no. —Levantó el tono de voz—. Es la ley de la sangre. El amor nace de un concierto entre iguales. ¡Desgraciado el que vaya contra las leyes no escritas!

Esa tarde, ni corto ni perezoso, fui a ver a Elisa y le conté la conversación con mi padre. Nos cogimos de la mano y nos dirigimos al Zarrampullo por el camino de Cervera. Cuando vio a los otros amigos, se secó los ojos con la punta la blusa y no pronunció palabra en toda la tarde. En el aire flotaba el silencio de la despedida. En el pozo ya se estaban secando las hierbas de las orillas y un árbol enseñaba sus últimas hojas verdes.

Nuestros cuerpos pesaban más que la calima y los tiramos contra las hierbas junto al agua. Solo Elisa se levantó, se acercó hasta la cascada y desapareció envuelta en la espuma. Era como el nacimiento de Venus, pero al revés.

Ya ha pasado un año después de aquello. La nostalgia me atenaza. He querido bajar al fondo, llegar a las rocas y juntarme con ella. Estaba tan blanca que parecía de mármol y las culebrillas la lloraban como si fuera una ninfa delicada. He empezado a hablarle y sus ojos reflejaban una sonrisa en el agua.

—Mira, Elisa, hoy acaba otro verano y he venido a buscarte. Si no vienes, me quedaré contigo. Quiero que sepas que mis padres ya aceptan lo nuestro. Este año iremos juntos al instituto y nuestros apuntes se mancharán con algún chorretón de chocolate caliente de la Granja Astoria.

Cuando estaba aproximando mis labios a los suyos, una mano me ha agarrado el brazo, me ha sacado hasta la orilla y me ha tendido en la hierba. Tan pronto como he recuperado el conocimiento, mi primer pensamiento ha sido para Elisa: ”Siempre me mirarás con una sonrisa desde lo más profundo del Zarrampullo y las culebrillas no vendrán a molestarnos cuando nos bañemos”.

Carmen Romeo

Foto: José Ramón Reyes.