Sueños esquivos

Todas las noches se duerme con una libélula de peluche abrazada a su pecho. Sabe que, si lo hace, conseguirá entrar en ese mundo que solo existe entre sus sábanas. La libélula es ella, y ella es la libélula.

Con los ojos cerrados, las dos alzan el vuelo y ella sueña. Inventa historias en sus mundos creados, corre aventuras, vive la vida a tope. Y así todas las noches.

Al despuntar el día, cuando el sol entra en su cuarto, la besa y la despierta, y entonces ella llora. Su llanto dura lo que dura un suspiro, lo que tarda en abandonar el lecho para volar a su rincón privado, al escritorio donde sus dos amantes, el papel y la pluma, la esperan impacientes. Coloca frente a ella a la libélula y la escucha. Se sienta, observa los folios y acaricia el papel. Se muerde el labio y escribe frase a frase todo lo que ha soñado, aquello que perdió al abrir los ojos.

Al terminar, sonríe feliz. Una vez más ha ganado la batalla y ha podido atrapar esa vida que de día se le escapa, ha logrado inmortalizarla en el papel y sabe que podrá vivirla una y mil veces, aunque llegue la luz de la mañana.

Adela Castañón

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Entrevista en Masticadores. Blogs de la editorial Fleming

Carmen Romeo Pemán: «Escribo cuando siento que tengo algo que contar. Y entonces escribo desde las entrañas»

Cada entrevista es un nuevo mundo, como a todas las personas que se las solicito, le pido a Carmen que me describa un bar o cafetería donde suele ir. Responde con una anécdota y de manera pausada:

«En mis horas libres, me paso a La Palma, un bar de la avenida Goya de Zaragoza, justo enfrente del Instituto Goya, mi instituto. en el que he dado clases más de treinta años. Es un bar tranquilo al que vienen muchos estudiantes con sus tablets y ordenadores. Hace unos años venían con sus apuntes y libros manoseados».

Siempre llega algún viejo conocido. Y surge la pregunta:

—¿Es usted Carmen Romeo Pemán?

—Es una alegría que me recuerdes —le digo—, con mi nombre y dos apellidos, aunque, (jeje) has hecho un esfuerzo por no llamarme “la Romeo”.

No reímos los dos y charlamos un rato. Antes de marcharse sacamos los móviles, nos hacemos amigos en Facebook y nos convertimos en mutuos seguidores en Instagram y Twitter.

Antes de despedirnos, le digo:

—Recuerda que, en mi caso es muy fácil, siempre el nombre y los dos apellidos, tal y como me has reconocido —Antes de que se vaya—. ¡Ah! No te olvides de consultar el blog del Instituto, El hacedor de sueños, en el que publico con frecuencia. Y consulta también mi otro blog, más personal Letras desde Mocade. Te sorprenderá el cambio que he dado con los años”. —Más risas. Y le sujeto la mano—. “Y, sobre todo, búscame en Masticadores, una revista digital que tiene 22 blogs repartidos en 10 países y en 11 idiomas”.

Mi primera pregunta, siempre va directa al corazón de mi interlocutora.

Re crivello: ¿Desde cuándo escribes? ¿Cuál fue una experiencia temprana en la que aprendiste que el lenguaje tenía poder?

Carmen Romeo Pemán:

Escribo desde niña. En la escuela primaria, tuve la suerte de tener de maestra a mi madre, que escribía relatos para nosotras, sus alumnas, y nos enseñó a soñar con sus palabras y con las nuestras. Después, durante el Bachillerato colaboraba en la revista del colegio. Desde entonces aprendí que con la lectura y la escritura siempre podría tener acceso a otros mundos en los que me sentía muy libre.

Yo quise ser profesora de literatura y enseñar a escribir como hacía mi madre. Hasta tal punto me apasionaba esa forma de vida que yo seguía escribiendo aunque nunca publiqué nada de creación. Me dediqué al ensayo y a publicaciones académicas. Cuando me jubilé seguí escribiendo, como siempre, y  sin saber cómo comencé a publicar relatos, hasta que llegó mi primera novela.

Re crivello /Masticadores: En su vida diaria, ¿cuánto tiempo dedica a escribir, y cuál es el espacio elegido?

Carmen Romeo Pemán:

No soy metódica ni tengo un horario, pero dedico casi todo mi tiempo libre a leer y escribir. Y a consultar archivos, que son adictivos. No he abandonado las publicaciones académicas, pero ahora las combino con las de creación.

La escritura creativa no se puede dominar como la resultante de un proceso de investigación. Unos días tienes impulsos que te salen de las entrañas y otros estás seca. Pero todos los días escribo algo. La escritura forma parte de mi vida como el aíre que respiro.

Para escribir necesito estar aislada y concentrarme mucho. Normalmente lo hago en mi cuarto de trabajo, donde me he pasado la vida corrigiendo exámenes y preparando clases. Lo de la habitación propia no es un tópico, es una necesidad que tenemos todos y que a las mujeres nos ha llegado muy tarde. Yo desde siempre la he tenido, he sido una afortunada.

Re crivello: ¿Se planteó alguna vez escribir bajo seudónimo?

Carmen Romeo Pemán:

No, nunca. Siempre he publicado con mi nombre y mis dos apellidos, el paterno y el materno, porque mis padres, los dos, fueron mis maestros, y a ellos les debo este amor por las letras.

Lo del seudónimo nunca me ha atraído. Es  que no me gustan los disfraces. Nunca me he disfrazado, solo para hacer teatro, para meterme dentro de otro personaje. Ese amor a las tablas desde mis actuaciones en el teatro escolar también se lo debo a mis padres, que durante muchos años llevaron el teatro escolar del pueblo. Mi madre escribía textos para que todos tuviéramos un papel.

Precisamente, por no usar un disfraz, me costó muchos años decidirme a publicar mis textos creativos. Me parecía que era como desnudarme en público. Por eso en la jubilación sentí que, si me atrevía a publicar, daría continuidad a mi trabajo, a lo lo que había hecho toda mi vida enseñando literatura: porque en cada clase de literatura desnudaba mis sentimientos delante de mis alumnos. Pero escribir era un  poco distinto. En el aula reina un clima de intimidad, ese clima que ya no te protege cuando das el salto al gran público. Al principio sentí vértigo, pero poco a poco he ido perdiendo esas vergüenzas.

Re crivello: ¿Intentas más ser original o entregar a los lectores lo que quieren?

Carmen Romeo Pemán:

Escribo cuando siento que tengo algo que contar. Y entonces escribo desde las entrañas. Intento ser sincera y contar mi verdad, no engañar a nadie.

Yo, como todo el que se pone delante de una hoja en blanco, tengo mi lector in fabula cuando escribo. Ese lector fantasma y anónimo que todos llevamos dentro. Ese lector que a veces se comporta como un amigo y otras como un verdadero censor. Él es el que me mueve a escribir o me paraliza. El que me anima a contar ciertas historias y a rechazar otras porque no merecen la pena. A veces no le hago caso y, a pesar de su censura, escribo borradores y los dejo dormir en mi ordenador. Y suele suceder que en la reescritura es mejor consejero.

Re crivello: ¿Estás trabajando en una historia nueva ahora? Cuéntanos sobre tu último proyecto.

Carmen Romeo Pemán:

Si, tengo varios proyectos que no sé si los materializaré. Una novela o biografía novelada sobre un personaje que existió y que yo he recreado. Un historia ficcionada. Y tengo pensados un par de libros de relatos.

El relato es un género que me gusta mucho como lectora y como escritora. No creo que sea un género menor. Al revés. Solo grandes maestros como Borges o Cortázar han sido capaces de crear muchos mundos a través de sus relatos. Además, en nuestro nuevo mundo, muy fraccionado, ha crecido el número de escritores y lectores de relatos. Un relato requiere una pericia  y un esfuerzo extraordinarios. La calidad de la prosa de un escritor se aprecia mejor en sus relatos. Ha sido un género muy cultivado desde los inicios de nuestras letras. Fueron antes las colecciones de relatos que las novelas. Y en muchas novelas se incluyen muchas narraciones cortas y relatos. En esto, como en muchos aspectos narrativos, Cervantes fue el gran maestro.

Re crivello: ¿Cuál dirías que es tu seña de identidad como escritor?

Carmen Romeo Pemán:

Pues no lo sé. Quizá la pasión con la que escribo las historias. Cada página que escribo la vivo como una aventura llena de emoción. Cuando sientes así la escritura, es un gozo escribir.

Re crivello: ¿Considera que acceder al lector que lee en tablet, ordenador o móvil, en diferentes espacios, (tren, autobús, metro) te puede ayudar a ser más leído? ¿La apuesta de Masticadores (y sus 22 blogs en 10 países y 11 idiomas) en la búsqueda de ese lector digital le parece correcta? ¿Cuál es tu opinión al respecto?

Carmen Romeo Pemán:

Por supuesto, estoy completamente de acuerdo. Es más, me parece una postura inteligente que comprende muy bien la psicología de los nuevos lectores. Yo misma leo más en los nuevos soportes que en papel. Me sorprendo a mí misma con este cambio, Nunca pensé que me podría llegar a pasar. Leo en el móvil hasta en la cola del supermercado. Antes llevaba siempre un libro en el bolso y lo sacaba, y era la rara. Ahora me siento acompañada por otros lectores que hacen lo mismo.

La apuesta de Masticadores es única, no conozco otra semejante. Es como aquellas bibliotecas ambulantes que iban por los pueblos, pero ahora al alcance de la mano de todo el mundo. Es una gran apuesta cultural y educativa.

No podemos vivir de espaldas a la realidad que se impone. Hoy la gente joven lee mucho más gracias a estos nuevos soportes y a los nuevos espacios.

Re crivello: ¿Qué le ha aportado su participación como escritora/or en Masticadores? ¿Una revista digital le ayuda a difundir su obra y conectar con los lectores jóvenes?

Carmen Romeo Pemán:

Me siento muy afortunada de poder formar parte de la familia de Masticadores. Nunca había pensado que iba a poder participar en un proyecto de tal envergadura. Cuando pienso en estas cifras me entra vértigo, de verdad. No me puedo creer que mis escritos lleguen a tanta gente joven. Es un privilegio. Mi pasión y mi trabajo han consistido en conquistar lectores jóvenes, en enseñar a leer y escribir a adolescentes. Y esto es lo mismo pero a lo grande. La aldea rural puesta en la aldea global. No tengo palabras para describir una aventura semejante.

Bio:

Carmen Romeo Pemán (El Frago, Zaragoza, 1948). Catedrática de lengua y literatura. Licenciada en Románicas y Maestra de Educación Primaria. Profesora de la Universidad de Zaragoza y de los institutos Francés de Aranda de Teruel y Goya de Zaragoza. Ha participado en programas de investigación y educativos, nacionales e internacionales; ha pronunciado conferencias; ha asistido a congresos y mesas redondas; y es autora de numerosas publicaciones.

Entrevistas y Artículos:

Entrevista con Carmen Romeo. Programa “Aragoneses”. ZTV 17 de junio de 2015

ttps://elhacedordesuenos.blogspot.com/2015/06/entrevista-con-carmen-romeo.html

Pilar Lana: la curiosa historia de la empresaria que introdujo la máquina de vapor en Zaragoza para hacer corsés. El Heraldo de Aragón cita como principal estudiosa a Carmen Romeo. https://www.heraldo.es/noticias/ocio-y-cultura/2021/05/25/pilar-lana-la-curiosa-historia-de-la-empresaria-que-trajo-la-maquina-de-vapor-a-zaragoza-para-hacer-corses-1494502.html

Entrevista a Carmen Romeo Pemán en la contraportada del Heraldo de Aragón. No es un trauma que un alumno tenga un suspenso”

“https://www.heraldo.es/noticias/aragon/2022/01/03/carmen-romeo-no-es-trauma-alumno-tenga-suspenso-docencia-zaragoza-aragon-1543645.

Irene Vallejo recibe el premio de las Letras Aragonesas y lo dedica a su profesora en el instituto, Carmen Romeo.

zaragozala.com › cultura › irene-vallejo-recibe-el-premio-de-las-letras-aragonesas

Carmen Romeo Pemán, mujer semilla. En heroínas.net. 6 de junio de 2024

Cazarabet conversa con Carmen Romeo Pemán, autora de « El Frago, 1901. Por eneseñar a lasniñas »

https://www.cazarabet.com/conversacon/fichas2/elfrago1901.htm

Carmen, un orgullo para los fragolinos. Página central de la revista Entre Picarazones número 5, noviembre de 2023. https://www.elfrago.org/wp-content/uploads/2023/11/REVISTA-PICARAZONES-2023-web.pdf

De la roca nacidas’, de Carmen Romeo Pemán

elhacedordesuenos.blogspot.com › 2014 › 10

El Frago 1901. Por enseñar a las niñas” de Carmen Romeo Pemán. https://elhacedordesuenos.blogspot.com/2024/05/el-frago-1901-por-ensenar-las-ninas-de.html

El gen equivocado

Pronto acabará todo. En pleno siglo XXIII, un juicio, sobre todo si es como el mío, es más raro que un eclipse y despierta tanta incomodidad como expectación. Pese a eso, las salidas de la rutina atraen a todo el mundo, aunque nadie lo quiera admitir.

El mío debería ser un caso perdido. No hay duda, transgredí la ley en mi puesto de trabajo. Pero todo empezó con un error de los genetistas, el primero desde hace más de trescientos años, y eso es lo único que me da esperanzas.

Mi defensa se basa en el fallo que se cometió al codificarme para mi acceso al mercado laboral. No se me inmunizó contra la lectura y, por tanto, no estaba capacitado para ser el guardián de la biblioteca interactiva. Solo era cuestión de tiempo que pasara algo. Y pasó.

Los miembros del jurado y el juez no entienden que cayera en la tentación de ojear las portadas de algunos libros que llevaban a la biblioteca para ponerlos bajo custodia en las áreas de alta seguridad. Todos se han asombrado cuando, en respuesta al interrogatorio del fiscal, no he sabido explicar qué fue lo que me hizo abrir un día un ejemplar de los más antiguos, catalogado en el locci temporal del siglo XX.

Mi abogado basa su defensa en que los genetistas no abolieron el gen de la curiosidad al programarme, pero el fiscal ha alegado que los altos niveles hallados en las pruebas que me han practicado son la consecuencia de mi delito, y no la causa de él. Creo que, en el fondo, tiene razón porque, desde que me descubrieron, el número de preguntas que invaden mi mente se multiplica sin cesar.

Por mi formación sabía que si pasaba de la primera página de aquel libro interactivo viajaría en el tiempo. Lo sabía. Y, a pesar de eso, lo hice. Será solo una miradita, recuerdo que pensé. Me engañé y traté de justificar así lo que iba a hacer, me dije que, al ver todas las imperfecciones y fallos de los humanos de siglos pasados, quizá aprendería cómo abortar esa molesta mutación que se iba adueñando de mí y que me provocaba una inquietud incómoda, como de hormigas bajo la piel, que me hacía desear averiguar no sabía bien qué cosas.

Vivo, o vivía, en un mundo feliz. Sin guerras. Sin hambre. Sin pobreza. Sin desempleo. Sin enfermedades. Sin incomodidades. Todo está disponible: alimentos, ejercicio, sueño, sexo, ocio. Solo hay que solicitarlo para obtener acceso. En nuestro mundo perfecto, con su programación tan cuidada y exquisita, todo está controlado y la felicidad está asegurada.

Entonces, ¿por qué lo hice?

Aunque eso da igual. La pregunta correcta, la que me mantiene entero, es: ¿Volvería a hacerlo? La respuesta es sí. En eso baso mi plan.

Mi abogado alegará que el libro me resbaló de las manos y se abrió al caer al suelo. Que, al tratar de cerrarlo, toqué por accidente una página y viajé sin querer doscientos años atrás.

Ojalá a nadie se le ocurra pensar que aquel no fue un episodio aislado. Si puedo convencerlos de que solo he viajado una vez, tendré una oportunidad. Si me absuelven, tendrán que devolverme mi empleo por ley, aunque al principio me tengan muy vigilado. Además, es caro y casi imposible revertir la programación genética.

En realidad, le estoy muy agradecido al fiscal por su argumentación. Eso me dio la idea. Desde entonces, me esfuerzo en mostrar un nivel cero de curiosidad y parece que me creen. Supongo que es lo menos complicado para todos.

Si mi plan sale bien, cuando vuelva a trabajar y todos bajen la guardia, quemaré el libro. Arrancaré mi página, la dejaré para el final y la tocaré para emprender mi último viaje justo antes de que arda. Así cerraré la puerta temporal y no podrán enviar a ningún soldado a perseguirme.

En el siglo XX me espera Lidia. Con ella no me acoplo, hago el amor. Adoro los chirridos de su cama cuando se gira dormida, comer con ella, acostarnos a horas distintas cada día, la deliciosa incertidumbre en la que vive. Me encanta disfrutar de lo que ella llama vacaciones de fin de semana. Incluso añoro sus reproches cuando me acusa de que no le cuento nada de ese trabajo mío que nos mantiene separados casi la mitad del tiempo.

Al principio me acerqué a ella como parte del experimento. Sería algo provisional. No sé qué fue lo que se adueñó de mí e hizo que cada vez prolongara más mi estancia en su tiempo, arriesgando tanto en mis viajes, pero, sea lo que sea, no quiero perderlo.

Por eso me atraparon. Volví de una de esas escapadas demasiado feliz y relajado. Ella me había puesto una flor en la oreja y no me di cuenta. A mi regreso, mis compañeros de la biblioteca la vieron enseguida, claro.

Ojalá se crean mi mentira. Ojalá pueda volver con Lidia y seguir escribiendo todo lo que le cuento de mi época sin decirle que es cierto. Ella dice que mis historias se venden muy bien y sueña con el día en que deje mi “otro” trabajo para convertirme en escritor y estar siempre juntos.

Mi abogado repite que pronto acabará todo. Si tengo suerte y mi plan funciona, será justo al revés, y todo lo que me importa podrá empezar a ser duradero.

Adela Castañón

Imagen de Enrique Meseguer en Pixabay

Mapas

Ciertos mapas marcan el lugar donde están las joyas, la disposición de las trampas, cosas así. El suyo era muy diferente.

La historia de su vida no existió. Ningún mapa recogió sus meandros, sus curvas y sus rectas. Eso no existió. Nunca hubo centro. Ni camino, ni línea. Hubo vastos pasajes donde se insinúa que tal vez hubo alguien, pero no es cierto, no hubo nadie, ni siquiera yo.

Y la historia de mi vida tampoco existió.

La historia de nuestras vidas solo existiría si la hubiera escrito yo. Pero no lo hice, lo hizo él. Y lo hizo mal. Él no me amaba. Amaba partes de lo que veía en mí, sí, lo que él quería ver, solo eso, pero ignoraba lo demás. Me desarmó. Me separó en trocitos, puso a un lado lo que le gustaba, ignoró lo que no le atraía. Y luego volvió a juntar las piezas que quiso, las encumbró en un pedestal y les dio mi nombre. Pero las piezas ya no estaban en orden, el dibujo era otro, no era yo.

La historia de mi vida debería existir. Yo sigo estando aquí. Soy yo, pero no soy yo. No sé ser yo sin él. Pero recuerdo que antes lo era. Antes de él… ¿qué hubo antes de él? ¿Acaso el amor es pareja del olvido? ¿Por qué no consigo reescribirme otra vez? ¿Será quizá, que necesito recuperar esos trozos robados de algún mapa? Debería devolverme lo que es mío, a él no va a servirle en ese estado, pero quizá no lo sabe. O tal vez sí, y no le importa.

Aunque, no sé, igual sin darme cuenta me reescribo a partir de las cenizas. Los viejos mapas arden como yesca, las páginas de mi vida se queman en una hoguera mortecina, donde el pasado, igual que leña verde, arde y desprende un humo que me pica en los ojos y me hace parpadear.

Debería mirar atrás, buscar esos pasajes en sus mapas, en los míos, en los nuestros, en los que se insinúa que hubo alguien, que estuvimos nosotros, porque quizá no es cierto que aquello era mentira.

Tal vez sí que lo hubo y estuvimos allí.

O a lo mejor, quién sabe, mi error haya sido mirar en una dirección equivocada, fijar mis ojos en las líneas de su piel, buscar en sus palabras todo aquello que casi siempre me fue esquivo, mi centro, mi camino.

Me refugio en mis libros. Las letras se desdibujan, forman figuras nuevas, nuevos mapas que me dicen que no mire hacia fuera, que pare de correr. Quizá la solución no está en manos de él, ni en las de cualquier otro. Quizá en esos pasajes de mi vida no existe el mapa todavía porque la ruta aún no se ha descubierto.

Quizá quedan aún mapas por dibujar. Los suyos no me importan, no van a ningún sitio. Pero hay otros.

Sonrío, empuño un lápiz como espada y comienzo a escribir y a dibujar.

Adela Castañón

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Las ninfas del Arba

AREÚSA.

Aquejada del mal de madre, habla de Sempronio.

Así goce de mí, pues que lo he bien menester, que me siento mala hoy todo el día. Así que  [es] necesidad más que vicio. La Celestina, Tratado VII.

La víspera de San Juan Elisa bajó al Arba a sanjuanarse. Como estaban de luto, que hacía poco que se había muerto su abuela, no se unió a la algarabía de los mozos como le habría gustado. Durante los lutos los familiares vestían varios años de negro, solo podían salir a la iglesia y tenían prohibido reírse.

Entre luto y luto, y cuidando a sus padres, se volvió moza vieja, tanto que ya no la miraban los mozos. Y claro, unas cosas traían otras, que todas las solteras, padecían el mal de madre como Areúsa. A Elisa no la aliviaron ni las hojas de la morera que plantó su padre en el huerto.

—Ya sabes, hija, eso es la sangre corrompida de muchos meses que llevas dentro —le decía su madre cuando la veía penando sin quererse levantar de la cama—. Te tienes que buscar un varón. Las mujeres necesitamos un hombre que aproveche nuestras semillas, que, si se acumulan, se pudren y nos vuelven locas.

—Madre, por favor, cállese.

—No me pienso callar, que no son tontadas. Ahora dicen que en lugar de las comadronas lo tratan los médicos. Y estamos perdidas. No entienden nada y nos ingresan en sanatorios. Hasta le han puesto un nombre extraño. A lo que desde siempre hemos dicho mal de madre ellos le dicen histeria, como si hubieran descubierto algo nuevo.

A pesar de estar corrompida, como le decía su madre, ella no había perdido sus fantasías. Se tocaba los muslos y notaba las carnes prietas. Cuando se le acercaba algún mozo le subía el corazón a las sienes y en las mejillas se le dibujaban dos manzanetas. Pero, su madre, ¡que hasta la acompañaba al baile!, le asustaba a los pretendientes. Tanto que, poco a poco, ella misma se fue alejando de las fiestas bulliciosas en las que abundaban las risotadas y los roces.

La víspera de San Juan, vio con tristeza a los jóvenes alborozados que tomaban el camino del puente, donde pasarían la noche jugando con el agua. Y decidió no quedarse atrás. No se juntaría a ellos, que sabía que no era bien recibida. Ella caminaría hasta el pozo de Valdarañón. Al fondo había una roca y detrás una cueva. Algunas veces, cuando bajaba a lavar allí, escuchaba unas risas que se escapaban por la rendija de la peña.

—Mira —le dijo la señora Bárbara que estaba a su lado—, allí viven las ninfas del Arba.

—Parecen muy alegres —comentó Elisa.

—Pues claro. Todas se libraron del mal de madre gracias al conde Olinos, que, además, les buscó este refugio en el que pudieran vivir alegres con sus hijos. —Se calló un momento—. ¿No oyes sus vocecitas?

—Nadie me lo había contado antes.

—Es que las gentes andan temerosas. No entienden eso de que sus hijas se conviertan en ninfas y desaparezcan en la gruta de Valdarañón.

—Pues a mí me parece hermoso. Esto no es como vender el alma al diablo. Con esto te aseguras una eternidad alegre y  cerca de los tuyos.

La señora Bárbara meneó la cabeza y siguió lavando sin decir palabra.

A Elisa no la amedrentó lo que pudiera pensar la señora Bárbara contra el conde Olinos, ni las palabras que escuchó después en el carasol.

La víspera de San Juan la despertó una melodía que llegaba desde muy lejos.

Madrugaba el Conde Olinos,

mañanita de San Juan,

a dar agua a su caballo …

Estando ya su casa sosegada, con ansias en amores encendida, salió sin ser notada, igual que había hecho la amada de San Juan de la Cruz. Al pasar por el puente escuchó las risas de las cuadrillas que se estaban sanjuanando, pero no se detuvo.

Cuando llegó al pozo, vio a unas ninfas nadando en silencio, con movimientos rítmicos. Entonces se arrodilló, se lavó la cara y se desnudó. Anduvo despacio hasta la corriente del río. Al sentir el contacto de su piel con el agua, le subieron unas culebrillas placenteras. Los álamos movieron sus hojas y con la brisa le entró frío. Salió y buscó un claro escondido entre las altas zarzas. Se arrebujo con sus enaguas de hilo y se tumbó boca arriba sobre la hierba. Ya estaba traspuesta cuando le llegaron las notas de un romance que se sabía de memoria.

Bebe, mi caballo, bebe…

Se atusó el cabello y se sentó. La voz se acercaba a medida que avanzaba la canción.

Dios te me libre del mal:

de los vientos de la tierra

y de las furias del mar”.

Al momento apareció su cara entre las zarzas y no pudo contener un grito de sorpresa. Se quedó inmóvil, como paralizada, sin pronunciar palabra.

El conde Olinos descabalgó, se acercó con pasos lentos y se sentó a su lado, jugando con las hierbas. De repente cortó una margarita y se la puso en los labios. Ella se ruborizó y lo abrazó. Al momento se convirtieron en un montón miembros enredados de los que salía una respiración jadeante. En sus afanes, se olvidaron del maleficio.

Es la voz del conde Olinos,

 que por mí penando está.

Si por tus amores pena

yo lo mandaré matar …

Antes de un mes, Elisa notó que le disminuía el mal de madre. La semilla del conde había germinado en sus entrañas. Por las noches acariciaba su cuerpo y sonreía. No dejaba de bendecirse por esa criatura que llevaba dentro. Sentía un placer tan inmenso que no quería compartirlo con nadie.

Un domingo mientras se inclinaba a coger la mantilla para ir a misa, le dijo su madre:

—Hija, diría que has perdido algo de cinturas.

—Se lo harán sus ojos, madre. Es que esta chambra que heredé de la abuela es demasiado entallada.

—Bueno, bueno. —Su madre se calló un momento—. Pero no me negarás que andas mejor del mal de madre. Yo, por lo menos, te noto menos excitada. A veces, demasiado ensimismada.

—Pues, ya que me ha preguntado, le pediré que me guarde el secreto.

A la madre se le escapó un oh y se tapó la boca con las manos.

—Sí, ya paso de los siete meses y ya lo tengo hablado con la partera.

—¿Cómo? ¿Sin contar con nosotros?

—Es que, verá, a este niño no lo llevaremos a la inclusa, ni lo cuidaré como madre soltera.

A la madre se le pusieron los labios morados y no acertó a replicarle.

—A mi hijo lo cuidarán las ninfas del Arba —le contestó con energía.

—¿Tú también tú te has creído las patrañas del conde Olinos?

—Es que ustedes siempre que ocurre algo maravilloso lo llaman patraña. Les falta un sentido.

—¿Cómo te atreves a hablarme así? ¿Acaso has olvidado que soy tu madre?

¡No lo mande matar, madre; 

no lo mande usted matar,

que si mata al conde Olinos

juntos nos han de enterrar!

Cuando la partera entregó el niño a las ninfas, Elisa comenzó a caminar por el cauce del río. Se paró frente a la gruta y pidió al Arba que la convirtiera en un sauce llorón.

Desde entonces, desde lejos se ve un gran sauce que protege la entrada de la cueva de Valdarañón.

Carmen Romeo Pemán

Naufragio

De niña, tenía un sueño recurrente. Era uno de los personajes de una película de piratas y me tocaba hacer el último turno de guardia en la cofa del palo mayor antes de la puesta de sol. A esa hora el sol se sumergía bajo el horizonte, y durante unos segundos mágicos, mientras los demás en la cubierta ya habían dejado de verlo, yo, en mi solitaria altura, era el único espectador que disfrutaba al ver el brillo de la línea del agua, que parecía chisporrotear cuando el gigantesco disco anaranjado empezaba a hundirse en ella. Mi padre era el capitán del navío. Estaba siempre en la proa y desde allí, cuando nuestras miradas se cruzaban, levantaba el pulgar y me gritaba «¡Valor, grumete! ¡Tú puedes con todo!» En esos momentos yo sentía que, de verdad, podría con cualquier cosa.
Era mi sueño favorito hasta que, al enfermar mi padre, empezó a cambiar poco a poco en algunos detalles. El mar, que antes estaba en calma, aparecía ahora con toda la superficie convertida en una caldera helada, con remolinos de espuma que chocaban entre ellos haciendo un ruido que solo se acallaba durante unos pocos segundos cuando una espada de luz cruzaba el horizonte para anunciar, instantes después, el rugido de un trueno que precedía a una lluvia torrencial. Mis compañeros piratas, a muchos metros por debajo de mí, no escuchaban mis gritos alertando de la proximidad de unos arrecifes. El palo mayor empezaba a cimbrear como si fuera un frágil junco de bambú y con cada oscilación aumentaba el bamboleo hasta que, al final, llegaba rozar la superficie de las olas cuando se doblaba tanto que creía que chocaría con la borda y se partiría en dos. Y la tormenta era tan salvaje que no conseguía ver la proa para saber si mi padre seguía al timón o si se lo había llevado algún golpe de mar.
Al morir mi padre, el sueño se convirtió en pesadilla. Yo seguía siendo el grumete vigía, el miembro más joven de la tripulación. Ahora, a veces, veía el puente de mando y siempre estaba vacío. Gritaba en vano el nombre de mi padre. Los latigazos del palo mayor, ahora sí, llegaban al límite y el último era tan fuerte que hacía que el navío se diera la vuelta hasta quedar boca abajo. Entonces la cofa se hundía en las profundidades, y yo con ella, sin que nadie me viera ni escuchara mis gritos de socorro.
Mi madre se casó de nuevo y empezó a beber tanto o más que su nuevo marido. Mi padrastro entró en mi cuarto la noche de mi dieciseisavo cumpleaños para felicitarme, según dijo. Se inclinó sobre mí y en el último segundo conseguí mover la cara y el húmedo beso con aliento a alcohol que iba camino de mi boca resbaló por mi mejilla izquierda. Esa fue la última noche que pasé con ellos. Al día siguiente, cuando se lo conté a mi madre, me tachó de exagerada. Por la tarde, antes de que mi padrastro volviera del trabajo y mientras ella dormía la mona, hice la maleta y me marché de casa.
Sobrevivir fue menos duro de lo que esperaba. Aparentaba con facilidad dos años más de mis dieciséis y no fue demasiado difícil salir adelante con trabajos temporales. Cuando tuve dieciocho respiré aliviada y empecé a simultanear trabajo con estudios.
Dejé de tener las pesadillas o, si las tenía, no las recordaba al despertar. Crecí y empecé a salir con un hombre. Jaime era psicólogo y me pedía que le hablara de mi pasado a pesar de que le dije que era algo que quería dejar atrás. Pero insistió tanto que acabé por contárselo una tarde. Aquella noche lo desperté con mis gritos. Me sacudió por los hombros y yo, con la cara empapada de sudor y de lágrimas, me aferré a él tosiendo y dando boqueadas. En un estado onírico, entre el sueño y la vigilia, pude sentir en la garganta el escozor de la sal del agua del mar que, sin poder evitarlo, había tragado mientras me ahogaba dentro de la cofa sumergida.
La pesadilla volvió con más fuerza y más a menudo. Empecé a desarrollar un patológico miedo a las alturas. Vivíamos en un séptimo piso y mi pánico era tal que evitaba acercarme a las ventanas. Jaime dijo que tenía que superar eso, que él me ayudaría. El día que se fundió una bombilla en la casa medio me obligó a cambiarla. Me hizo subir a una escalera de tijera mientras él me sujetaba por la cintura, y los dos minutos que tardé en sustituir la bombilla por una nueva me parecieron eternos. Insistió en que hiciera aquellos “avances”, como él los llamaba, aunque yo no tenía la sensación de hacer progresos.
Un día me llevó a un parque de atracciones. Me hizo subir al tiovivo y lo toleré con relativa facilidad, aunque me sentía incómoda sentada sobre un caballo de madera que mostraba unos dientes falsos blancos en lo que se suponía que era una sonrisa animal pero que a mí me resultaban amenazadores. Al rato empecé a sudar cuando vi que me llevaba del brazo hacia una noria. No sé si era realmente tan alta como a mí me parecía porque no me atrevía a levantar la vista del suelo. A pesar de que intenté frenarlo y tirar de él hacia otro sitio, ignoró mis tirones y se acercó a la taquilla. Yo no decía nada, pero mis labios apretados hablaban por mí. Jaime los ignoró. Me hizo subir a una de las cabinas y él se quedó fuera.
—Laura, cariño, confía en mí. —Miró al empleado y añadió—: Puede seguir. A mi novia le hace ilusión contemplar la vista desde arriba a solas.
Sin poder evitarlo, como a cámara lenta, vi que cerraba la pequeña verja metálica y que el cubilete en el que estaba sentada a solas empezaba a moverse.
La cabina era abierta. Tenía dos asientos en semicírculo, uno frente a otro, con cabida para tres personas en cada uno de ellos, y un palo central iba del toldo del techo al centro del suelo. Me senté en una de las posiciones centrales, me aferré al palo y entorné los ojos.
Mi estómago subía y bajaba con las oscilaciones de la cabina. De pronto sonó un crujido, como un trueno, y abrí los ojos asustada. Durante un segundo de cordura pensé que se había ido la luz en todo el parque porque, a mis pies, lo que antes era un mar de puntitos luminosos se había convertido en un agujero negro.
Empezó a llover. A lo lejos vi fogonazos de luz que anunciaban la llegada de los truenos cuya vibración notaba en el pecho. Se desató un vendaval y la cabina inició un balanceo que pronto se convirtió en una danza desenfrenada.
Miré hacia abajo y los dientes empezaron a castañetear. En el suelo, remolinos de espuma parecían acercarse y alejarse de mí con cada movimiento de mi improvisada cofa. Grité y grité, pero, igual que en mi pesadilla, nadie me oía. Escuché la voz de mi madre echándome en cara que acusara a mi padrastro, la de mi padrastro diciendo que me iba a felicitar en condiciones.
Jaime no estaba por ninguna parte. La garganta empezó a escocerme cuando las salpicaduras del agua me entraban por la boca. Recordé la agonía del ahogamiento.
No iba a morir así. No, si podía evitarlo. Además, ya era hora de acabar con mis pesadillas.
Me solté del palo, me puse de pie, miré hacia abajo y pensé en saltar por la borda. Entonces el ruido de un trueno rompió el cielo en mil pedazos y escuché con toda claridad: «¡Valor, grumete! ¡Tú puedes con todo!» Apreté los dientes, volví a sentarme, miré hacia arriba y levanté el pulgar.

Adela Castañón

Imagen: Pixabay

Blas de Sarsa, cirujano y sacristán

El diablo hocicudo,ojipelambrudo, cornicapricudo y rabudo. “El Bosco”, Rafael Alberti.

¡Tururú! ¡Tararí!

Se hace saber… que mañana, antes de amanecer, saldrá un carro con destino a Zaragoza para asistir a la procesión del Santo Oficio en la que irá de penitente Blas de Sarsa, cirujano y sacristán de este pueblo.

¡Tururú! ¡Tararí!

También se hace saber… que, en el carro que prepara el Ayuntamiento, tendrán preferencia los hijos y los parientes directos de Blas.

Las gentes se arremolinaban. Querían saber más y yo intentaba responder.

—Sí, sí, ya ha acabado el juicio —le contesté a una joven que se mordía las uñas.

—Sí, ha sido muy largo. Demasiado —le dije al nuevo sacristán.

—Pues esta noche he estado echando cuentas. Desde principios de 1754 hasta hoy son tres años largos —me respondió.

—Así es —le contesté—. Más de tres años de sufrimientos. Y los mandamases mareando la perdiz. Todo porque a un cura no le salieron las cosas como él quería. Entonces  denunció a Blas. Primero lo denunció al arzobispo y luego el arzobispo le pasó el caso al inquisidor. —Me callé un momento—. Recuerda que tengo los mismos años que Blas y nos conocemos desde niños. Llevamos juntos muchos años. Él de sacristán y cirujano y yo de alguacil, tocando este cornetín, o turuta, como el flautista de Hamelin.

Ya estaba todo dispuesto para el viaje del día siguiente. Teníamos que madrugar mucho para llegar con tiempo a Zaragoza, así que nos retiramos pronto.

Esa noche en las cocinas de El Frago no se habló de otra cosa. En todas las casas se revivió la historia de Blas de Sarsa, el sacristán y cirujano, denunciado al Santo Oficio por prácticas de brujería.

Se corrió que lo había denunciado el mosén con una carta llena de mentiras. Pero, estaban tan bien hilvanadas que parecían verdaderas. En la condena, la mentira que más pesó fue aquella en la que afirmaba que el demonio hablaba por boca de Blas. Y aquí siempre hemos pensado al revés, que mosén Martín de Regalés era el poseído y el engreído.

Nadie sabía de dónde se sacó eso de que todos los feligreses andábamos atemorizados con sus hechizos y supersticiones.

El inquisidor tendría que haber estado escuchando mi pregón y habría visto cómo lloraba todo el pueblo. Y también habría visto cómo se organizaron los vecinos para ir a la procesión del Santo Oficio a darle fuerzas a Blas.

Como bajar a Zaragoza costaba mucho esfuerzo y dinero, el Ayuntamiento preparó un carro en el que solo cabían las autoridades y la familia. Entonces los vecinos, por su cuenta, adornaron la galera de casa Fuertes y tres carros más.

Es que a los de El Frago no nos cabían en la cabeza las patrañas que había contado el cura. Además, en una carta al Santo Oficio le pidió que nos visitara un Comisario. ¡Y así fue!

En un sermón nos dijo que, delante de los fragolinos, le demostraría que Blas invocaba al demonio con malos fines y que, como era sacristán, se aprovechaba del oficio y hacía mal uso de los objetos sagrados.

El Comisario se presentó por sorpresa y el mosén, que no lo esperaba ese día, no pudo demostrar nada. Al contrario, en la iglesia no estaban los objetos sagrados. Entonces, el mosén, algo nervioso, dijo que se los había llevado a su casa para protegerlos de los usos sacrílegos de Sarsa. El Comisario, seguido de las gentes, se dirigió a la abadía y, en un arcón, encontró los cálices, las patenas, las casullas, las estolas y algunos santos acribillados de alfileres.

Al acabar, se llevaron al mosén del pueblo, pero los objetos sagrados ya no volvieron a la iglesia. Y eso lo sabían las mujeres que limpian la iglesia.

Esa noche en las alcobas, se comentó en voz baja que el cura quería casar a su hermana con un rico heredero y que Blas lo enamoró de su hija con artimañas de brujo.

Al día siguiente, salimos cuando rayaba el alba y llegamos con tiempo a Zaragoza. Aparcamos junto al Pilar y nos fuimos andando hacia la Plaza del Mercado, donde se celebraban las procesiones del Santo Oficio.

En el camino nos llamó la atención un titiritero burlón que no dejaba de bailar y con mucha gente alrededor

Predica, predica, diablo pilindrica.

La multitud nos empujaba y no pudimos pararnos, pero las salmodias del titiritero siguieron un rato en nuestros oídos.

En medio del follón, vimos a Blas vestido con un sambenito amarillo. En la espalda las llamas ardían hacia abajo y el diablo hincaba el hocico en el suelo.

—Lleva los símbolos del perdón —gritó su hijo.

Entonces comenzó la fiesta con bailes y cánticos.

¡Fuera, fuera, diablo hocicudo, ojipelandrusco!

Cuando acabó la procesión, incorporamos a nuestra comitiva al brujo Blas. En la plaza del Pilar volvimos a tomar las galeras y los carros en medio de una gran alegría.

¡Tururú! ¡Tararí!

Se hace saber… que en breve empezará el viaje de vuelta a El Frago. Se cita a los que iban en la galera y en los carros.

¡Tururú! ¡Tararí!

Se hace saber… que en estos carros se puede amar y danzar, beber y saltar, cantar y reír

Mandroque, mandroque, diablo palitroque.

***

Blas de Sarsa Benavente nació antes 1700 en Tardienta (Huesca). Era hijo de Blas y María, vecinos de El Frago. Según consta en el proceso inquisitorial, había vivido en Bolea, Uncastillo, Asín, El Frago y Fuencalderas. Su madre, María Benavente, era pariente de mosén Domingo Benavente, presbítero y beneficiado de la parroquia de El Frago, y de los muchos Benavente que, en los siglos XVII y XVIII, vivieron en El Frago. Estos apellidos ya no existen en El Frago.

En 1712 su padre, Blas de Sarsa, fue testigo del testamento de Martín de Luna, cuya adveración se realizó en la puerta mayor de la Iglesia de El Frago. Martín de Luna hizo y ordenó su último Testamento y por falta de Notario lo hizo y recibió Fray Gregorio de Obas de la orden de Nuestra Señora de la Merced, Regente de dicha Iglesia, en presencia de Blas Sarsa y de Francisco de Auria habitantes en dicho lugar. Entre otras cosas, mandaba que lo enterrasen dentro de la iglesia. FUENTE: AHPH. Protocolos ENA. Año 1712

El 3 de junio 1718, se casaron Esteban Reula, hijo de Juan Esteban Reula y Ana Beguería, con Emerenciana Sarsa Benavente, natural de Bolea, hija de Blas de Sarsa y María Beamonte. En 1852, estando Blas de Sarsa acusado a la Inquisición, se casó su nieta Josefa Reula, hija de Emerenciana, con José Duerto Villanueva, de Ejea.

  El 27 de diciembre de 1724, Blas de Sarsa Benavente, viudo de Isabel Torralba, natural de Tardienta, hijo de Blas de Sarsa y María Benavente, habitantes de El Frago, se casó en el mismo lugar, con Sebastiana Moreu, hija de Juan Moreu y N. Ximénez, cónyuges, habitantes en Urriés   Fueron Testigos: Manuel Benavente y Pedro Casabona.

En 1754 mosén Martín de Regalés lo acusó de brujo y el Santo Oficio lo condenó. Fue un proceso inquisitorial muy famoso en las Cinco Villas aragonesas.

Mosén Martín de Regalés argumentó su acusación diciendo que tenía a la gente atemorizada con sus maleficios y supersticiones. Y contaba por lo menudo casos particulares en los que había distorsionado las relaciones matrimoniales. Los dos casos más famosos fueron los de dos de mis antepasados.

Uno, el de Melchor Luna y Lorenza Regalés, abuelos de Josefa Luna, que se casó con Manuel Castan y vivieron en Biel, en casa Machín, donde viviría mi madre unos años después.

El otro, el de Francisco Luna Cabalero, de El Frago, y Sebastiana Pérez, de Fuencalderas, los padres de Sebastiana Luna que se casó en El Frago, en casa Romeo. Sus dos hijos, Manuel y José Romeo Luna, originaron dos ramas de Romeo:

Los hijos de Manuel y Paula, los Romeo Soteras, que se quedaron en casa Romeo.

Y los hijos de José y María Antonia, los Romeo Auria, que se buscaron la vida en distintas casas de El Frago. De una de esas casas vengo yo.

Se decía que Blas de Sarsa había intervenido con mucha lascivia en las relaciones de. alcoba de estos dos matrimonios: dos Lunas con dos mozas de Fuencalderas.

Para mayor información, consúltese el proceso inquisitorial en Supersticiones, maleficios, y blasfemias heréticas.

Carmen Romeo Pemán

Francisca Soria y Concha Gaudó analizaron «El Frago, 1901»

PRÓLOGO. FERNANDO BERMÚDEZ CRISTÓBAL

“He conseguido, mediante mi librería del barrio, el libro tan deseado El Frago 1901.

Merece la pena molestarse para hacerse con un ejemplar de un libro tan singular, escrito por mi amiga Carmen Romeo, catedrática de lengua y literatura. Y no por el hecho del nomenclátor de su dedicación, no por ser catedrática, otras lo son y escriben regularmente, pero Carmen escribe no solo bien, sino muy peculiar.

Me traslada a mi juventud leyendo a los autores rusos, sobre todo a León Tolstoi, con su redacción directa. Me recuerda a dos obras mundialmente conocidas como Guerra y Paz y Ana Karénina. Bueno,  el tema nada que ver con El Frago 1901. O por ejemplo la conocida novela Cien años de soledad de García Márquez, La cantidad de personajes que salen, tanto en Guerra y Paz, como en Cien años de Soledad, es equiparable a El Frago 1901. La cantidad de personajes que Carmen aplica en su libro y la habilidad para saber enlazarlos haciendo una comunión directa y preciosista para comunicarnos que la mujer al inicio del siglo XX era una vecina de segundo grado. En El Frago a excepción de los varones, que gozaban de maestro; las niñas prácticamente no tenían ni escuela, ni maestra. La lucha titánica de la nueva maestra por conseguir un lugar apropiado para poder dar clases a las niñas, es digna de todo elogio.

Yo soy cincovillés, nacido en Tauste, pero confieso que me he quedado anonadado de la conducta de un pueblo de unos 500 habitantes, que Carmen describe de forma sencilla, correcta, de un acontecer. Hay que pensar que El Frago es una población del pre-Pirineo, muy aferrada a los usos y costumbres, No obstante, Carmen desgrana la verdad de lo cotidiano y el libro tiene una aura de mucho mérito; digno, teniendo por testigo el Arba.

No dejéis de leerlo; una joya que ha escrito mi amiga Carmen Romeo Pemán. ¡Felicidades!»

Fernando Bermúdez es escritor. En 2019 ganó el premio nacional de literatura Bolivia. En 2022, la Pluma de Oro de Chile. Pertenece a la Asociación de Escritores de Aragón y colabora con nosotras en Letras desde Mocade.

LA TERTULIA LITERARIA DEL INSTITUTO GOYA

El día 29 de abril de 2024, la diosa Fortuna me vino a ver en persona a la tertulia del Instituto Goya. Presidida por la directora del Centro y el profesor Javier Aznar, encargado de los programas de la biblioteca, dos catedráticas, amigas y exprofesoras, nos hicieron disfrutar de una intensa velada. Guiados por ellas, desnudamos hasta lo impúdico la novela que ese día nos ocupaba, es decir, mi última novela.

En la tertulia salieron ideas interesantes y sabrosas. Disfrutamos y aprendimos mucho. Concha y Francisca nos ofrecieron el plato fuerte. Sus discursos quedaron recogidos en El hacedor de sueños, el blog del Instituto Goya. Y me gustaron tanto que hoy las reproduzco aquí.

Sus textos originales están publicados en:

http://elhacedordesuenos.blogspot.com/2024/05/el-frago-1901-por-ensenar-las-ninas-de.html?m=1

ESTUDIO LITERARIO DE FRANCISCA SORIA ANDREU

De izquierda a derecha. Ana Íniguez, la directora actual, Pilar Cáncer, Inocencia Torres y Concha Gaudó, todas exprofesoras del Goya

¿QUIÉN ES CARMEN ROMEO PEMÁN?

Nacida en El Frago (1948), a cuya escuela asistió hasta los 13 años, es Licenciada en Filología Románica por la Universidad de Zaragoza, donde ejerció de profesora. Durante más de treinta años ha sido Catedrática en el Instituto “Goya” de esta ciudad.

A lo largo de su desempeño docente ha publicado textos didácticos, guías de lectura y estudios de índole filológica. Y su vocación literaria ha dado como fruto una considerable cantidad de relatos breves que han ido viendo la luz en el Blog Letras desde Mocade.

Una parte de ellos, veintinueve, apareció editada bajo el título De la roca nacidas, en Zaragoza, IFC-CSIC, 2021, que yo misma comenté en este Blogo del Instituto Goya.

Hija de maestros, se ha dedicado al estudio de la escuela rural y ha publicado De las escuelas de El Frago, en Zaragoza, IFC-CSIC, 2014.

También ha participado en el estudio de El callejero de las mujeres y Paseos por la Zaragoza de las mujeres, Zaragoza, Publicaciones del Ayuntamiento de Zaragoza, 2010 y 2019, respectivamente.

Su labor de investigación y de creación literaria ha sido reconocida y galardonada:

En 1977, ganó el Premio Bernardo Zapater Marconell del Ayuntamiento de Albarracín por un trabajo de investigación reflejado posteriormente en su libro Los Mayos en la Sierra de Albarracín, 1981.

VIII Concurso Helvéticas. Tu país de las mujeres por De la roca nacida. 2014.

Pilar Cáncer, Francisca Soria, Carmen Romeo y Javier Áznar.

EL FRAGO, 1901. POR ENSEÑAR A LAS NIÑAS

Hoy presentamos su última obra, una novela que consta de veinte capítulos numerados:

1 La ilusión de Matilde. 2 De camino a El Frago. 3 Las niñas a la herrería vieja. 4 Buscando soluciones. 5 Tomando cartas en el asunto. 6 Con la iglesia hemos topado. 7 A vueltas con el tabardillo. 8 Más casos de tifus. 9 Se desata la epidemia. 10 Notas de prensa. 11 Vientos desfavorables. 12 Amainando el temporal. 13 El nuevo local. 14 Al César lo que es del César. 15 Formas de diversión. 16 Las faltas de asistencia. 17 Acusan a Matilde. 18 Y las niñas en la cocina. 19 Matilde acusa. 20 Multan al Ayuntamiento. Más un Epílogo.

La obra El Frago 1901. Por enseñar a las niñas, desde su doble título, anticipa al lector el marco histórico y el leit motiv del argumento. La acción se ciñe casi exclusivamente a la geografía de esa localidad de las Cinco Villas zaragozanas y transcurre exactamente durante el año 1901, elegido por Carmen Romeo por su especial significado para la escuela en España. Fue el año en que el recién creado Ministerio de Instrucción Pública, dirigido por el conde de Romanones, adoptó las más decisivas medidas para los maestros y para la enseñanza primaria obligatoria.1

El segundo título explicita la convicción de una joven maestra, Matilde, acerca de su trabajo. Ha ganado unas oposiciones para ser maestra de niñas y está determinada a llevar a cabo su cometido sin escatimar esfuerzos.

Es la primera novela de Carmen Romeo, escritora conocida por sus narraciones breves llenas de personajes muy potentes y de situaciones insólitas, con las que ha ido tejiendo una densa red en torno a un núcleo muy pequeño, El Frago. Y finalmente ha dado el salto a la narración extensa, integrando en parte sus anteriores relatos, técnica usada por García Márquez, quien en La hojarasca (1955), El coronel no tiene quien le escriba (1961) y La mala hora (1962)fue creando los personajes y los escenarios que, más tarde, tomó como base para Cien años de soledad (1967).

Si García Márquez convirtió su Aracataca nativa en el Macondo literario, Romeo Pemán hace lo propio con su pueblo, aunque conserve el topónimo real. Así los personajes de María del Socarrau o del Canónigo de las Cheblas, las mujeres de los carasoles o los integrantes de la tertulia del bar, entre otros varios, conforman los personajes del pueblo, escenario de El Frago, 1901. 2

La novela gira en torno a dos principales núcleos temáticos de desigual peso en el relato: la llegada de una nueva maestra –dispuesta a luchar por la escuela para las niñas– y la epidemia de tifus. Todo ello narrado con rigor histórico y bien novelado para ser leído con facilidad y gusto.

Al terminar el Epílogo, el lector de hoy ya sabe de los difíciles comienzos de las escuelas para niñas, por todo lo que implicaban: habilitación de un local, presencia de una maestra dependiente del Ministerio y no del Ayuntamiento, una nueva legislación educativa y los innumerables conflictos que hacían necesaria la comparecencia epistolar e, incluso, física de las instituciones educativas.

El segundo núcleo argumental lo aporta la realidad de una epidemia de tifus, que reveló a El Frago sus muchas carencias sanitarias, sólo paliadas por el esfuerzo ímprobo del médico don Valero y la diligente cooperación de Matilde y de los abnegados fragolinos que no vacilaron en arrimar el hombro.

Ambos temas, inevitablemente, se ramifican y, a veces, se cruzan. Así, la cuestión de la escuela de niñas introduce al antagonista de la maestra, mosén Mateo, auténtico vestigio de los viejos curas carlistas, que se resiste a que la Iglesia, encargada hasta entonces de la formación de las niñas, pierda su autoridad y su control. Este personaje será el más duro adversario de Matilde, a cuya presencia atribuye él públicamente todos los males del pueblo.

Asociado a la epidemia de tifus, trae Romeo Pemán el eco de las teorías higienistas de la época, que provocarán roces entre el médico –a cuyo cargo se encuentra la actuación sanitaria durante la epidemia– y la maestra, que parece invadir sus competencias al divulgar entre las mujeres y las alumnas sencillas medidas higiénicas como el lavado de las manos y de la ropa.3

La gravedad de la epidemia traerá, además, la exótica presencia de los médicos de la capital con sus máscaras de pico de ave, enfrentados a los prejuicios de los naturales. Y de nuevo hace acto de presencia la Iglesia con sus rituales de devoción popular para casos de peste, que la autora cuenta y describe con total eficacia incorporando las Letanías de san Sebastián.4

Y alrededor de ambos temas, el caciquismo,que la Real Academia define como “intromisión abusiva de una persona o autoridad en determinados asuntos, valiéndose de su poder o influencia”. El representante de esta “forma” política contra la que luchaba el Regeneracionismo de los gobiernos era don Casiano, que ponía y quitaba alcaldes y sometía a su dictado la forma de vida del pueblo y, como recuerda oportunamente el personaje de la señora María, “esa gente es peligrosa y nunca estará con los pobres”.5

El Frago, recorrido calle a calle con fidelidad de plano, aparece envuelto con una pátina que impregna las casas, los muebles y los muros, que aparecen desconchados, desvencijados, caducos. Lo que acentúa así la sensación de una sociedad decadente, presa de viejas ideas. En tres únicos puntos se desenvuelve su vida social: la iglesia, el café y los carasoles.

Y a ese “macondo” llega Matilde, una joven con su imagen fresca y moderna. Una mujer de ciudad, con estudios, que desea trabajar. Su sola presencia marca el vivo contraste que existía entre la vida urbana y la rural. Y, además, posee la fuerte personalidad y el conocimiento necesarios para llevar a cabo su histórica misión de implantar las novedades educativas del Ministerio.

La autora no duda en vestirla a la última moda y describe a lo largo de toda la obra su vestimenta y calzado, lo que constituye otro de sus aciertos. El siglo XX inició una tendencia de cambio imparable en la moda femenina: las ropas y calzados se adaptaron a una nueva forma de vivir y actuar, que inauguró un nuevo código en las relaciones sociales.

Matilde, una extraña en aquel pueblo, se siente, de principio a fin, muy sola. Pero el personaje de María del Socarrau que, en principio, parecía que no tenía más papel que hospedar en su casa a la maestra, crece a lo largo del relato hasta convertirse en su confidente y su apoyo. Se trata así con total realismo la situación de aquellas maestras pioneras que tuvieron que afrontar muchas situaciones insólitas sin contar con el amparo familiar.

En esas circunstancias, la aparición del amor podía mitigar la soledad de estas jóvenes y Carmen Romeo no niega a la protagonista el derecho a enamorarse del médico don Valero, aunque se pasa de puntillas por el asunto y se deja a la imaginación del lector, en el final abierto, el desenlace de este asunto.

Aunque se alude constantemente a viejas costumbres y a viejos utensilios nombrados especialmente en el ajuar de las casas, no se trata en absoluto de un relato costumbrista. La novela se mueve entre la literatura verité y la novela histórica, y en su misma indefinición encuentra su propio lugar. Y una muestra de ello, entre otras, es la naturalidad con la que se hacen convivir el lenguaje administrativo traído por la maestra y el inspector, los latines del cura y la lengua coloquial sin marcas locales.

Es una narración rigurosa hasta el extremo en los datos históricos, inserta en un marco ficticio pero a la vez verosímil. Aunque es muy rica en técnica, en referencias literarias, en el uso de registros lingüístico y en recursos narrativos, logra dar la sensación al lector de haber leído una obra muy accesible, porque el lenguaje es siempre claro y los personajes atrapan desde las primeras páginas. Tiene la marca de Carmen Romeo Pemán».

De izquierda a derecha. Inmaculada Martín, Lola Gómez, Vanesa Álvaro (jueza) y Mercedes Asensio. Profesoras del Goya.

NOTAS DEL TEXTO DE FRANCISCA SORIA

1Un Real Decreto de abril de 1900 separa la educación del Ministerio de Fomento y lo crea con el nombre de Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes (1900-1937). El conde Romanones, a sazón ministro de la nueva cartera, promulgó la remuneración de los maestros con cargo a los presupuestos del Estado, así como la reforma de la enseñanza primaria. Su plan de estudios se mantuvo vigente hasta 1937.

2Estos nombres protagonizaron narraciones como María del Socarrau, 2019; Un canónigo de Las Cheblas, etc. publicados en el Blog Letras desde Mocade.

3 Teorías higienistas iniciadas en 1790 en Austria y ya muy desarrolladas en España desde la segunda mitad del siglo XIX por el prolífico autor José Monlau, que publicó con éxito Elementos de higiene pública Monlau, J., Elementos de higiene pública, s.a. dos tomos. Este autor en los años 1856 publicó una extensa obra de divulgación, Diccionario etimológico de la lengua castellana (ensayo), precedido de unos rudimentos de etimología, 1856, con el que provocó una intensa polémica.

4 Capítulo 7. “A vueltas con el tabardillo”, páginas 82-85.

5 Capítulo 12. “Amainando el temporal”, página 149.

TEXTO DE CONCHA GAUDÓ GAUDÓ

De izquierda a derecha, José Ramón Reyes Luna, alcalde de El Frago, Felipe Diaz Cano, vicepresidente de la Comarca, Carmen Romeo Pemán y Concha Gaudó Gaudó, leyendo.

Para esta segunda parte elegimos la segunda de las críticas de Concha. La primera tuvo lugar en Zaragoza, en la Diputación de Provincial de Zaragoza y Letras desde Mocade ya la publicó en su día.

https://letrasdesdemocade.com/2024/03/08/el-frago-1901-por-ensenar-a-las-ninas/

La segunda, la que publicó en el Hacedor de sueños, la pronunció en la sede de la Comarca de las Ciclo Villas, en Ejea de los Caballeros, es la que reproduzco hoy.

«Cuando yo era pequeña, en los albores de la televisión en España, había un programa titulado “Tengo un libro en las manos”. Este título se convirtió en un eslogan y muchas personas lo hemos adoptado como modo de vida.

Venir hoy a Ejea, a presentar un libro de Carmen Romeo Pemán, cumple dos de mis pasiones, el arte medieval, el románico en particular, y los libros, mejor si son de historia. Gracias, Carmen, y gracias a quienes lo han permitido y hecho posible, Felipe Díaz, vicepresidente de la Comarca de las Cinco Villas y José Ramón Reyes, alcalde de El Frago.

Mi presencia aquí es el regalo de una amiga. Pero no se preocupen, la amistad no me ciega para ser crítica y objetiva en mis valoraciones.

Seguramente, ya conocen a Carmen Romeo, vecina de una cercana localidad cincovillesa, El Frago, donde nació en 1948 y de donde, como ella dice, nunca se ha ido, pues ese es el lugar donde mora, aunque sus muchas actividades la hayan obligado a residir en otro lugares. En El Frago dio sus primeros pasos, aprendió las primeras letras en su escuela, de la mano de una buena maestra, y sólo salió de allí para seguir estudiando, mejor dicho, para titularse, porque su estudio, su conocimiento, tiene sus raíces en este lugar, donde, desde muy pequeña, iba de casa en casa para que gentes diversas le contasen historias, sus cosas, su vida… y ella iba almacenando narraciones, leyendas, construyendo su saber y, sobre todo, aprendiendo a amar sus orígenes y a su gente. Porque sin amor, sin pasión, no se pueden construir los hermosos relatos y la sabiduría que nos entrega.

Carmen estudió el bachillerato en el Colegio de Santa Ana de Zaragoza, en un internado que permitió a muchas chicas de los pueblos de Aragón acceder a una educación superior. Un lugar difícil por el que tuvieron que pasar las chicas jóvenes de pueblo que querían estudiar más.

Estudió Magisterio y Filología Románica en la Universidad de Zaragoza y, para no desaprovechar los veranos, perfeccionó idiomas en Francia y Bélgica. Su expediente académico la llevó a entrar, nada más acabar la carrera, en el Colegio Universitario de Teruel como profesora de Literatura e investigadora en el ámbito lingüístico y también, muy pronto, en historia de la educación.

Cambió la docencia universitaria por la enseñanza secundaria, donde ha ejercido su vocación docente en los Institutos Francés de Aranda de Teruel y Goya de Zaragoza durante más de 40 años, como Catedrática de Lengua y Literatura. Y digo “vocación” y no actividad docente, porque sólo desde la vocación se puede llevar una actividad profesional a la excelencia, como ella lo ha hecho.

A pesar de que los tiempos en la enseñanza secundaria están muy dominados por las clases, la docencia, Carmen nunca abandonó la investigación, ampliando sus temas de interés a la didáctica, la pedagogía y la coeducación.

Un trabajo intenso, eficaz y reconocido. Emociona ver cómo la valoran sus alumnas y alumnos, cómo la abrazan, cómo la citan. Cómo la quieren. Sus publicaciones, premios y reconocimientos, los pueden ver fácilmente en la red. Pero estas citas no recogen el día a día. Yo quiero contar aquí un ejemplo, visto con mis propios ojos, pues, además de tener el privilegio de ser su amiga, he tenido la suerte de ser su compañera de trabajo.

Carmen asumió por decisión personal el Aula de español para alumnado extranjero del Instituto Goya. No era lo habitual, en su condición de Jefa de Departamento. En un accidente doméstico se rompió una pierna y tuvo que estar de baja. Sus alumnas y alumnos, con los que se comunicaba por correo electrónico, en los primeros pasos de la informática, para hacerles practicar la lengua, se enteraron enseguida. No querían otra profesora y nos propusieron la solución. Se enteraron de que en la Seguridad Social prestaban sillas de ruedas. Ellos mismos irían a pedir una silla y, cada día, por turno, ellos o ellas irían a buscar a Carmen a su casa y la devolverían a su domicilio. Todo arreglado. Varios de estos alumnos que pasaron por las clases de español de Carmen llegaron a la universidad y son hoy excelentes profesionales.

El Frago, 1901. Por enseñar a las niñas. Ya he dicho que me gustan los libros de historia. Pues aquí tenemos uno, un libro de historia, historia política de España (la regencia, los ministros, el carlismo y la influencia de la Iglesia, el caciquismo, las tímidas reformas regeneracionistas) de historia de la educación (el recién nacido ministerio, los decretos, las exigencias en educación, las nuevas corrientes pedagógicas), de historia de las mujeres (acceso al trabajo, a la educación, primeros pasos de la emancipación y también la violencia, la opresión, el dolor), de historia de una comunidad, historia del pensamiento (nuevas y viejas ideas), historia de la cultura. Y una novela, novela social (las relaciones, las diferencias, la relativa riqueza y la relativa pobreza, el trabajo, el progreso, el ocio, la amistad), novela protesta, novela reivindicativa, novela utópica. Utópica, sí, porque nos invita a mejorar, a crear ese lugar que todavía no existe. Y una novela homenaje.

La autora es, en primer lugar, una investigadora. Todos y cada uno de los aspectos tratados en la obra están documentados e investigados. Son muchas las horas pasadas en los archivos históricos y es muy profundo el conocimiento que Carmen tiene de la Historia de la Educación. Con esos mimbres teje, de forma magistral, el largo camino de la educación de las mujeres. ¡Cuántos escollos por superar, cuántas ideas que rebatir, cuántas piedras en el camino, malentendidos y malas intenciones, y cuántos sufrimientos para las niñas y las maestras!, algunos conocidos por experiencia propia, incluso mucho tiempo después. El final feliz ha llegado después de un largo camino de espinas, un calvario, en lenguaje de don Mateo, aunque él diría algo peor.

Pero no sólo aborda la historia de la educación. Préstenle mucha atención al tema de la moda incluido en la novela. Las diferentes formas de vestir, las prendas tradicionales y sus usos, los cambios introducidos con el nuevo siglo, tejidos, prendas, modas… (Carmen descubrió a Pilar Lana, la primera mujer empresaria en el s. XIX en Zaragoza, propietaria de una fábrica de corsés).

Historia de la medicina y de la higiene. Las enfermedades, los tratamientos y los nuevos usos higiénicos…. También en este campo tiene la autora un profundo conocimiento a través de sus estudios sobre las Damas de la Cruz Roja.

Por último, pero tan destacado o más que el primer punto, la historia de la comunidad. Este aspecto es un auténtico tratado de etnografía. ¿Cómo es la vida cotidiana de una comunidad pequeña, rural, de montaña media, las Altas Cinco Villas, en la época del cambio de siglo, del XIX al XX, y del cambio de era, de la tradición a la modernización? ¿Cómo convive lo nuevo y lo viejo, cómo se superan las resistencias al cambio? Reconozco que, a mí, los otros temas me interesan y me gustan mucho, pero este me ha dejado abducida. Cómo cuenta la vida diaria, las necesidades, las relaciones, cómo recupera los usos, la tradición.

Carmen había escrito muchas obras de investigación; ahora nos ofrece una obra literaria, una novela, su primera novela publicada (siempre lo digo, que ha tardado en publicar literatura, pero que lleva muchos años escribiendo. Si no, no se puede hacer tan bien). ¿Qué aporta la novela a esta historia? Pues le aporta el alma. Porque todo lo que sucede es la vida misma de las personas que hacen o sufren los acontecimientos. Y sólo de esta forma conocemos la auténtica verdad histórica. No es lo mismo escribir que hubo muchas dificultades para escolarizar a las chicas que mostrar que recibían clase en un lugar lleno de boñigas en el suelo. Y así, todo.

En El País del 7 de abril último, Irene Vallejo publicó un artículo titulado “El ombligo de los sueños”. Allí recoge unas frases de la primera novela conocida, del s. XI, Genji Monogatari de Murasaki Shikibu: “Las crónicas históricas muestran sólo una parte de la verdad, y es en los relatos de ficción donde descubrimos las causas profundas de lo que sucede”.

Eso es, precisamente, lo que logra Carmen con esta novela. Contar la verdad de la historia, la historia total, la intrahistoria.

Por cierto, Carmen Romeo fue profesora de Irene Vallejo. Ella la presentó al primer concurso literario, que ganó, por supuesto, y la animó en sus primeros pasos de escritora. Irene nunca olvida citarla en sus charlas, en sus obras –ahí está en El Infinito en un junco–, y de reconocerle, con todo su cariño, todo el conocimiento que le trasmitió y le trasmite, en presente.

También dice Irene que, al leer una novela, intervienen todos los sentidos y se activan las áreas cerebrales relacionadas con el significado de las palabras. Olerán el aroma del falso café de achicoria recién hecho, sentirán el estómago ardiente con el trago de pacharán. Y temblarán ante la idea de los manejos de la Feria de Ayerbe y les dolerán las manos, como a las lavanderas cuando bajaban a lavar la ropa a las frías aguas del Arba.

Ya termino, pero no sin hablar del lenguaje. Culto y popular, en una sinergia especial, en una transición imperceptible, pero clara y lógica. No es fácil manejar con tal seguridad ambos registros.

Recordemos que la lengua, las lenguas, incluidos los latines, y la literatura son las dos aficiones y especialidades de la autora. La descripción precisa, los topónimos, el vocabulario específico y las citas literarias, elegidas a su gusto. Todo, todo está perfectamente integrado.

Pero la razón de la novela es otra. El objetivo final es la reivindicación de la EDUCACIÓN como fuente de sabiduría, como llave del conocimiento, del progreso, de la libertad. Como clave de la emancipación de las mujeres. “Otro gallo nos habría cantado a nosotras” con una maestra así, dice Dominica del Corronchal (cap. 6). “Es usted muy valiente. Al final cederán. No les quedará más remedio”, dice una voz de mujer desde la ventana (cap. 5). “Esas manicas, pronto bordarán sus ajuares con primor” (cap. 5), y aprenderán a coser la ropa interior y aprenderán higiene y, quién sabe, algunas de ellas saldrán a estudiar y se harán maestras para enseñar a las niñas.

Todas esas maestras, que Carmen tiene biografiadas en su blog Letras desde MOCADE, doña Inés, doña Simona, doña Angelita, doña Asunción, doña Nieves, todas, todas son doña Matilde. Todas ellas “entregaron su vida a las niñas de un pueblo perdido entre los montes”. Un homenaje al magisterio femenino.

Carmen ha reconocido, en varios de sus escritos y, sobre todo, en el gran libro sobre la escuela rural De las escuelas de El Frago, la gran importancia que ha tenido la escuela –las maestras y los maestros– para el gran número de fragolinos que andan por el mundo ejerciendo, de forma destacada, sus profesiones. En El Frago construyeron “a vecinal” las primeras escuelas y “a vecinal” del siglo XXI, aunque ahora usaríamos otro término, se han reabierto las escuelas hace un par de años. Tienen un gran futuro.

A don Gregorio y doña Asunción, maestros de El Frago, sus maestros, sus padres, dedica Carmen esta primera novela. Y destinó los beneficios de la primera edición a la reabierta escuela de El Frago.

Tengo un libro, una joya, en las manos: el libro de Carmen Romeo El Frago, 1901. Por enseñar a las niñas. Léanlo, aprendan y disfruten».

Concha Gaudó con ejeanos y fragolinos juntos.

MI PRESENTACIÓN EN EJEA

Fernando Ciudad Lacima, Concha Gaudó y Carmen Romeo, firmando.

¡Buenos tardes!

Es mi momento de acción de gracias. Y quiero que sean unas gracias de corazón. Antes de comenzar por lo menudo, gracias a todos los que habéis venido a arroparme.

En primer lugar gracias a Felipe Díaz Cano, vicepresidente de la Comarca Cinco Villas, por acoger esta presentación, precisamente aquí, en Ejea. Tengo motivos personales para decirle que me hace mucha ilusión estar en Ejea,

En 1943 vinieron mis padres de maestros a las Escuelas Graduadas. Aquí, en el paseo del Muro nació mi hermana Maruja Romeo. Y mi hijo mayor se casó con una ejeana. Así pues, tengo una extensa familia, una nuera y un nieto ejeanos

Además, el Centro de Estudios Cinco Villas, dirigido por Fernando Pellicer me publicó dos libros sobre El Frago: En 2014, De las Escuelas de El Frago, y, en 2021, De la roca nacidas, un libro de relatos ilustrado con acuarelas por la fragolina María Aguirre Romeo. Hoy, en su pueblo, quiero agradecer a Carlos Pellejero, su empeño para que esos libros vieran la luz con mucho éxito.

En torno a los años sesenta del siglo pasado, muchos fragolinos, unos muy amigos y otros de mi familia, vinieron a vivir a Ejea y a los pueblos de alrededor.

Para mí son motivos suficientes para estar realmente emocionada.

Aunque, por cuestiones de agenda, no ha podido asistir ningún representante de la editorial Comuniter, quiero darles las gracias por acoger mi manuscrito y publicar el libro con tanta rapidez.

Gracias con mayúscula a Concha Gaudó, por estar siempre a mi lado, unas veces de forma visible, como ahora, y otras entre bambalinas.

Concha además de amiga y compañera, es una excelente crítica literaria, aunque venga de historias. Es una enamorada de las lenguas. Habla alemán, inglés, francés y, está estudiando árabe. Su permanente contacto con otras lenguas la dota de una sensibilidad lingüística poco común que se refleja en su forma de leer y hacer crítica literaria. ¡Gracias, Concha!

Y, ¿cómo no? Gracias especiales al Ayuntamiento de El Frago, al que preside José Ramón Reyes Luna. José Ramón, desde la legislatura anterior me venía dando la lata para que escribiera algo nuevo sobre El Frago y sobre la escuela. Esta vez le he hecho caso y no ha sido un ensayo histórico, como fue el libro De las escuelas de El Frago. Esta vez me he atrevido con una novela. ¡Gracias, José Ramón, por tanto! Estas palabras son sólo un pequeño reconocimiento a lo mucho que te mereces.

Para acabar con los agradecimientos, nunca me olvidaré del Ayuntamiento que presidió Javier Romeo Berges. Además de apadrinarme los libros De las escuelas de El Frago y De la roca nacidas, me animó a involucrarme en conferencias y en escritos fragolinos. Y me facilitó la tarea abriéndome lasb puertas del Archivo.

Me gustaría que este acto, además de la presentación de una novela, fuera una celebración y una reivindicación por la recuperación de nuestras escuelas. Llevaban 32 años cerradas y, como por arte de magia, los fragolinos, con José Ramón en el timón, hemos logrado lo que parecía imposible. Os confieso que el día que me comunicaron su reapertura lloré. Eran lágrimas de mucha emoción.

Abrir unas escuelas es siempre un proyecto de futuro. Un proyecto de larga duración. Los fragolinos sabemos mucho de eso. Y las vamos a mimar, os lo aseguro. Pero necesitamos el apoyo de las instituciones. Sé que en la Comarca de las Cinco Villas nos apoyáis, pero no está de más recordar que necesitamos mucho fuelle para un proyecto tan ambicioso. Tener unas escuelas abiertas supone acoger a nuevas familias, prepararles casas y conseguirles contratos de trabajo. Y eso solo se consigue con el compromiso de todo el pueblo, yendo todos a una. Pero en El Frago no reblaremos, que en 1926 nuestros abuelos y bisabuelos nos dieron un ejemplo digno de figurar en los libros de los guinness. El pueblo unido apostó por la enseñanza de sus hijos y de sus descendientes. Nuestros abuelos y abuelas se unieron para construir a vecinal, crowdfunding diríamos hoy, un edificio escolar que acogiera a sus hijos y a los maestros de entonces y a los que llegaran en el futuro.

Como muchos ya habéis leído la novela y Concha ha hecho una excelente presentación, yo solo os contaré algunos secretillos.

La novela lleva un doble título. Es que no sabía cuál elegir. Los dos responden a dos regalos de mis padres. Me hicieron nacer en el Frago y me contagiaron el amor por el pueblo, por sus gentes y por su historia. Y de los dos me viene la pasión por enseñar. De ellos aprendí que la enseñanza crece y se hace más digna cuando nos entregamos a los alumnos con menos oportunidades. Sin olvidar a ninguno, claro. Tampoco a los de altas capacidades.

Mientras escribía esta novela, desplegaba las alas que ellos me dieron. Esas alas que me ayudaron a documentarme y a recrear todos los conflictos de 1901, un año muy difícil en la historia de la Educación y en la de El Frago en particular.

Repartidas por las páginas encontraréis muchas claves fragolinas. Pasaréis algún rato en el Carasol de Vicenta. En el Café de Rosendo podréis charlar con Mosén Mateo Echevería, el cura que bautizó a muchos de nuestros abuelos y bisabuelos. O escucharéis la voz dulce de Matilde, convertida en mi doña Matilde.

Es que yo he puesto a funcionar elementos en el contexto histórico de España en Aragón y en El Frago, porque es lo que mejor conozco.

He ejercido cuarenta años de profesora en Aragón y fui alumna de la escuela de El Frago hasta los trece años. Allí viví situaciones que se parecían más a las de las escuelas del XIX que a las del XX. El tesón y la lucha de mi maestra, mi madre, por defender la educación de las niñas era muy parecido al que reflejaban las maestras del siglo XIX en las memorias que publicaban en la prensa nacional.

Como en todas las novelas históricas la realidad anda  mezclada con la ficción. Y juntas forman un universo verdadero.

Para satisfacer la curiosidad de algunos lectores, al final he puesto una relación de acontecimientos y personajes que he ficcionalizado a partir de la realidad.

Espero que disfrutéis leyéndola tanto como yo escribiendo. Poque esta novela me salió de las entrañas. Y, de nuevo, gracias a todos.

PARA TERMINAR

Sivia Gómez Bosque, autora de las Primeras maestras de Zuera y compañera de Editorial, con la que compartí espacio de firmas en el Paseo de la Independencia el día del libro, me escribe lo.siguiente:

«Espero que está novela tenga muchos éxitos no sólo por lo bien que está escrita y lo a gusto que se lee, sino porque el relato aporta mucha información, poco conocida, en un momento de transición educativa y tan importante para las mujeres.

Debería leerse en las carreras de Magisterio para tener un referente histórico de las dificultades que entrañaba nuestra profesión además de la escasez de posibilidades de desempeñarla.
Me alegro mucho de que hayas escrito una novela tan especial.

Espero que sea muy leída pues daría una visión más cercana de la historia de esta profesión. Lo creo de verdad. Ojalá se lea mucho. Me parece que es un trabajo muy bonito aunar realidad y ficción para narrar en una novela ciertos hechos y que resulte tan entretenida y tenga ese gancho que te pide seguir y seguir».

Sivia Gómez. Pseudónimo: «Sivia Silviae».

Gracias, Silvia, por tus palabras y por tu gran aportación a los albores de la Educación Pública aragonesa con «Las primeras maestras de Zuera», editorial Comuniter, Zaragoza, 2024.

Cristina Berges Casabona y Carmen Romeo Pemán.

Cristina Berges Casabona, una de mis fans fragolinas, el día 23 de abril, acudió a la Feria del Libro, en el paseo de la Independencia de Zaragoza, a hacerse fotos conmigo. Un abrazo para ella y para todos mis lectores.

Carmen Romeo Pemán

El hombre del banco

Lo veo todos los domingos en el segundo banco del parque que hay frente a nuestro bloque, cuando abro la ventana de mi dormitorio para que ventile y lo espío escondida detrás del visillo. Vivo en un segundo piso, y lo único que se interpone entre él y yo es el aire. Un aire espeso y húmedo en el que flotan el olor de mi deseo y un silencio que asciende desde el banco hasta mi dormitorio y retumba en mis oídos como un trueno.

Se mudó a mi edificio hace dos meses. Los cotilleos de la portera, por una vez, en lugar de molestarme me alimentan. Carmela me ha dado todo lujo de detalles: que vive solo, que teletrabaja en casa, que se ocupa de todo porque no va ninguna mujer a limpiar, que debe de hacer la compra por internet porque se la traen a domicilio, que apenas recibe cartas, solo alguna del banco y poco más.

Y que hace tres meses que su único hijo, de la edad del mío, murió atropellado.

Era un chiquillo precioso, me dijo Carmela, un sol de niño. Listo, cariñoso, guapo. El niño que cualquiera querría tener. Dijo eso último mientras miraba con pena a Ángel, con su manita aferrada a la mía, y me di prisa en despedirme. No soporto su compasión, ni la de nadie. Llevé a mi niño al colegio y me quedé en la puerta hasta que lo vi entrar en su aula de educación especial. Sonreí orgullosa, aunque nadie me veía. El año pasado tenía que acompañarlo hasta la clase y dejarle a la monitora un par de pañales. Ahora los pañales son historia y él es capaz de recorrer solo esos pocos metros de pasillo que hace unos meses debían de parecerle el Everest como poco. 

Podría poner el reloj en hora con las rutinas de mi vecino. Todos sus días son iguales. Cuando Carmela me contó lo del niño me alegré de que tengamos horarios distintos. Un pudor extraño, al que no le encuentro explicación, hace que me alegre de que Ángel y yo no nos crucemos con él. Algo me dice que miraría a mi niño con envidia, en vez de con pena, por el simple hecho de que está vivo. No sé de dónde he sacado ese pensamiento tan absurdo. ¿Del modo en que se hunden sus hombros cuando se sienta en el banco del parque? ¿De su quietud de estatua durante los veinte minutos que está allí, sin moverse?

¿Cómo sería su hijo? ¿Cómo será estar sin su hijo?

Junto a su banco hay un rosal. Mañana me acercaré cuando él no esté, para ver si las rosas tienen aroma. O quizá no, porque, si lo tienen, será a corona fúnebre. ¿Cómo olerá ese hombre? ¿Quedará en el banco algún resto de su olor?

Cada vez que lo espío me doy de bruces con la realidad. Con la suya y con la mía. No sé en qué momento exacto entendí, de golpe, que mi vida que ahora encuentro tan llena no fue, en el pasado, el agujero negro que yo creía que era. Y me arrepiento por haberme sentido estafada por la vida al principio, cuando me di cuenta de que mi niño era mi niño y no lo era. Cuando nadie me entendía. Cuando estábamos solos, tan solos, Ángel y yo, y nadie más. Cuando me tocó vivir mi soledad con su única compañía.

Ahora yo tengo un hijo y él no. Sentir eso me escuece, como debió escocer la hiel en la garganta del crucificado. Lo mío no era vacío, nunca lo fue. Lo del hombre del banco es un grito absoluto ante la nada, una nada espantosa.

La vida, como un buen maitre de hotel, me dejó elegir menú. ¡Cómo pude pensar que con Ángel me había robado opciones! A él sí que le ha robado.

Alcanzo a ver una tira de piel entre el cuello de su abrigo y donde termina el pelo, y me rozo la frente con la mano. Me acaloro. Los labios se me secan. Paso la lengua por ellos y se me pone el vello de los brazos de punta. Es como si no fuera mi lengua, como si fuera la de otra persona. Como si fuera la suya. Siento un ligero mareo y me doy cuenta de que estoy respirando demasiado deprisa.

Quiero tocar esos centímetros de piel. Pasar por ellos la yema de mis dedos. Decirle que abra los ojos, aunque tenga los párpados cerrados, y mire hacia adelante. Convencerlo de que habrá un momento en que podrá dejar de manotear en el mar, de pelear con las olas. Que podrá salir a flote. Que ahogarse no es la única opción.

Quiero que suba a bordo de mi barca, de esa barca donde Ángel y yo, grumete y timonel, somos los únicos tripulantes.

Quiero hablarle, que sus ojos me miren, que me contemplen como hacen a diario los míos cuando lo veo en el banco del parque. Quiero que me acaricie. Dejar de ser solo “la madre de” para volver a ser yo misma, una mujer. Explicarle que él siempre será padre, aunque su hijo no esté. Que sigue vivo.

¡Tiene tanto en común ese hombre con mi Ángel! Creo que sus brazos han olvidado cómo abrazar, que su boca, hecha de dientes mudos, no recuerda cómo decir “te quiero”. Y a mi memoria vuelve, como un volcán, el recuerdo de algo que alguna vez sentí y que había olvidado. Las piernas se me aflojan. En mi vientre ruge un mar embravecido.

Quiero quererlo. Que me quiera. Acostarme con él. Despertarme con él cada mañana. Y lo único que se interpone entre él y yo es ese aire espeso y húmedo hecho de su silencio y mi deseo.

Sigo mirándolo. Entreabro mi bata y me acaricio el cuerpo. Hay fuego en mis dedos. Y el aire que se cuela por los visillos aviva las llamas.

Adela Castañón

Imagen de Keila Maria en Pixabay

El gafe

Eleuterio es gris. Ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, ni guapo ni feo. Tampoco se ha sentido nunca especialmente feliz o desgraciado, al menos hasta el día en el que escuchó una conversación entre sus compañeros de trabajo y una paloma se cagó en la hombrera derecha de su mejor chaqueta al salir de la oficina, mientras corría hacia el metro bajo un diluvio que le pilló sin paraguas.
Ahora, tres semanas después de aquel día, en la habitación del hospital en el que está, piensa que ni siquiera ha sabido morirse. Hasta para eso ha sido un fracasado. Lleva cuarenta y ocho horas ingresado y acaban de traer a otro paciente que ocupa la cama que hay junto a la suya. Parece una momia, con toda la cara vendada, ojos incluidos. Eleuterio, desde el anonimato que le da la ceguera del vecino, lo mira con curiosidad. Indeciso, carraspea para hacer notar su presencia y el otro responde solo con un sobresalto.
Eleuterio recuerda cómo se desdobló el color de su vida tres semanas atrás. Como el agua del aceite, el blanco se separó y se esfumó, y solo quedó una tristeza negra que se adueñó de él. Estaba en uno de los baños de su oficina, peleando como siempre con un estreñimiento pertinaz que convertía sus almorranas en alfileres. Dos colegas entraron a orinar y Eleuterio los escuchó bromear a su costa.
—Es que es un pupas, te lo digo yo —comentó el de contabilidad—. ¿Te acuerdas de su baja hace un par de meses? No fue gripe, oye, ¡fue porque tuvieron que darle no sé cuántos puntos en el culo!
Eleuterio se sujetó con las manos a las paredes del baño. Se sentía mareado. ¿Cómo se habían enterado de…?
—Ya, ya lo sabía —contestó el de personal—. Es un desgraciado de libro. En confianza… creo que en el próximo recorte de plantilla va a caer.
—¡Ostras!
—Pero guárdame el secreto ¿vale? ¡Uf! De verdad, no entiendo cómo alguien puede querer vivir así.
La última frase se le quedó grabada a Eleuterio. La cagada de la paloma y el remojón le parecieron señales divinas de que su vida no tenía sentido, lo del próximo despido se lo veía venir, y la idea del suicidio se instaló en su mente para quedarse.
Lo intentó primero tomándose la caja y media de Lexatin que el médico le recetó cuando Virtudes se fue. Mezcló las pastillas con una botella de ginebra que ella había dejado en el aparador, porque había leído que eso era más efectivo, pero, como no estaba acostumbrado a beber, a los diez minutos le dieron unas arcadas incontenibles. Apenas tuvo tiempo de llegar al váter y, mientras vomitaba ginebra y lexatines, el susto le soltó la barriga y por una vez en su vida una diarrea incontenible empapó sus pantalones y llegó hasta las zapatillas de paño. Tiró de la cadena y las pastillas, el alcohol y su intento de suicidio se perdieron en las alcantarillas.
A los pocos días dejó abierta la llave de butano de la hornilla y se sentó en un sillón con los ojos cerrados. El sonido del timbre de la puerta le hizo dar un respingo. Trató de ignorarlo, pero quien fuera no quitaba el dedo del botón y no tuvo más remedio que abrir. Su vecina entró a la carrera, olfateando como un conejo, y fue directa a la cocina.
—¡Debería tener cuidado, Eleuterio! Menos mal que olí el gas al salir del ascensor, que si no… ¡es usted un irresponsable! —Lo miró de arriba abajo y se fue, no antes de que él la oyera murmurar un “No me extraña que Virtudes se largara con la niña, ¡menudo inútil!”.
El tercer intento se quedó a medias. Estaba en el baño, con la radio puesta por pura inercia, mientras contemplaba una cuchilla de afeitar nuevecita, cuando escuchó un programa sobre los asesinatos por encargo. Dejó la cuchilla, prestó atención y, a los pocos días, gracias a Internet y a Google, acudió a una cita con un desconocido en una cafetería anónima.
—Entonces, ¿acepta el trabajo?
A Eleuterio le sudaba la frente. Al final era verdad que los sicarios existían. Este tenía ojos de hielo. Era un hombre alto, con sombrero de fieltro, que vaciló unos segundos antes de responder. Había visto de todo y todo le daba igual mientras el cliente pagase.
—Sí, pero, ¿está seguro? —le preguntó. Este era un encargo tan raro que prefería confirmarlo—. Siempre cumplo mis encargos, tengo una reputación intachable. Cuando salga de aquí ya no podrá volver a contactar conmigo, aunque lo intente. Entiéndalo, son medidas de seguridad. En mi trabajo, toda precaución es poca, así que, repito: ¿está seguro?
—Por completo. —Eleuterio se retorció los dedos—. Solo temía que usted no me tomara en serio.
Cerraron el trato. Eleuterio pagó y se fue a su casa. Por el camino paró en el estanco a echar la bono loto a pesar de lo absurdo de mantener esa rutina que solo llevaba a cabo porque Virginia le obligaba cuando vivían juntos y, a partir de ahí, los acontecimientos que lo llevaron al hospital se precipitaron.
Pasó el fin de semana encerrado limpiando el piso, consciente de que era una tontería porque a partir del lunes, cuando saliera a la calle, moriría en cualquier momento. Encargar su propia muerte había sido caro, pero al menos así se aseguraría el éxito y ya le daba igual el saldo de su cuenta bancaria.
Tres semanas después, en la cama de hospital, movió la cabeza, que era lo único que podía mover, y empezó a sollozar sin importarle la presencia de su vecino de habitación. Preso de una crisis nerviosa, empezó a hablar a toda velocidad.
—¿Sabe qué, amigo? La vida es una mierda. Mi mujer, Virginia, me abandonó sin dejarme ni siquiera una nota. Yo siempre estuve enamorado de Estrella, mi cuñada, pero cuando las conocí ella estaba loca por otro, aunque yo no lo sabía. Estrella me citó en un hotel y me dio la llave de una habitación. Cuando llegué la luz estaba apagada y solo cuando acabamos de… de… ya sabe… de hacerlo… me dejó encender la luz, y la que estaba en la cama, sin bragas, era Virginia. Y en la puerta de la habitación, mi suegro… «La primera que tiene que casarse es la mayor». Eso dijo. Y eso pasó.
—¿Por qué me cuenta eso? —preguntó la momia.
—Porque necesito contarlo. A usted le da igual. Y le aseguro que es una historia sorprendente. En tres semanas he tenido tres intentos de suicidio, ¿sabe?
—Oh. —El otro no supo qué añadir—. Pues… bueno, siga, si quiere.
—Me casé con Virginia, claro. Cuando se quedó embarazada pensé que era un milagro, porque después de la encerrona y de la boda, casi no me dejaba tocarla. Mi niña era mi alegría, aunque fuera pelirroja y no se me pareciera en nada. Mi mujer me engañaba, lo sé, pero yo quería a mi hija. E incluso a su madre, con el tiempo, le había tomado cierto cariño. Pero me abandonó y se llevó a la niña. Entonces fui a un psiquiatra y en pocos meses empecé a mejorar.
—¿Entonces por qué trató de suicidarse?
—Espere y lo entenderá. Me costaba horrores desahogarme, y el día que conseguí contarlo todo en el diván del psiquiatra me extrañó que no me interrumpiera en todo el rato. Miré el reloj, pasaban quince minutos de mi hora y ¿sabe qué? Pues que el psiquiatra, el tipo que se suponía que debía curarme y al que pagaba cada minuto a precio de oro, estaba dormido. No pude más. Creí que me ahogaba. Me levanté y me acerqué a la ventana para abrirla, pero estaba atascada. Me caí de espaldas con el pomo en la mano, rompí una mesita de cristal y me hice una herida en el culo. Tuvieron que darme no sé cuantos puntos. Y cuando la enfermera entró al escuchar el ruido, se echó a reír en mi cara.
—Lo siento.
—Yo no había dicho nada en mi trabajo y cuando me dieron el alta descubrí que en la oficina todos sabían lo que había pasado, que yo había sido un cornudo, que mi mujer me había dejado… Me enteré también de que me iban a despedir, y ya no pude más. Contraté… no me va a creer, pero da igual. Mis intentos de suicidarme fracasaron y contraté a alguien para que me matara. —Esta vez el otro no dijo nada—. Eso fue hace tres semanas, ¿sabe?, un viernes, y el domingo supe que me había tocado el euromillón. ¡El euromillón! ¿Se imagina? Eso lo cambiaba todo. Me encerré en mi piso porque no daba con el tipo al que le encargué mi muerte y el primer día que abrí la ventana para ventilar… bueno, me picó un bicho en la oreja y me moví, claro. Y el tipo debía estar vigilando, porque recibí un balazo que en lugar de matarme me ha dejado tetrapléjico. ¿Qué le parece? Pasar de ser un desgraciado sano y arruinado a convertirme en un paralítico millonario en poco más de una semana. ¿Cómo lo ve?
El enfermo de la otra cama se levantó la venda de los ojos. Se acercó a la puerta de la habitación con una agilidad inesperada y la cerró con pestillo. Eleuterio, con los ojos abiertos de par en par, le vio quitarse el resto del vendaje mientras se acercaba a los pies de su cama.
—Le dije que mi reputación era intachable y vine aquí para terminar mi trabajo. Pero ahora, después de escucharle, estaría dispuesto a hacer una excepción por primera y única vez en mi vida. Así que… usted dirá.
Eleuterio abrió la boca y se echó a reír y a llorar a la vez.

Adela Castañón

Imagen: Ryan McGuire en Pixabay

Tejidos y confesiones de Carmen Castán Beamonte

PALABRAS DE BIENVENIDA. POR EL ALCALDE JOSÉ RAMÓN REYES LUNA

Buenos días a todos. Gracias por acompañarnos en la presentación del libro de Carmen Castán, “Tejidos y confesiones”.

En primer lugar, gracias a mis compañeros de la corporación municipal en esta andadura: Jesús Ángel Dieste, Jesús Beamonte Romea, Paloma García Pérez y Jesús Romeo Beamonte.

Tenemos el honor de presentar a una autora con la que compartimos raíces fragolinas. Yo tantas que, según parece. soy su sobrino. Si esto es cierto, antes de comenzar quiero pedirte la propina que me debes desde hace muchos años.

Además, tenemos vidas bastante paralelas. Tu padre, portero de fútbol del Cariñena y el mío, árbitro. Tu madre, también fue costurera, como la mía. O sea, que los dos hemos crecido entre agujas y balones.

He leído tu libro y me he identificado con gusto con la infancia que allí cuentas. Y muchos fragolinos de mi generación se van a ver allí retratados. Podría destacar muchas anécdotas que me han gustado y que van a ir saliendo en esta presentación.

Espero que todos disfrutéis la lectura tanto como yo.

En nombre del Ayuntamiento, y en el mío propio, le doy las gracias a Carmen Castán Beamonte, por venir hasta El Frago a presentar este libro entrañable.

TEJIDOS Y CONFESIONES. POR CARMEN ROMEO PEMÁN

Presentar un libro es siempre una alegría. Y mucho más si es una presentación en El Frago y de una autora con genes fragolinos.

Doña Isabel Peribáñez Sánchez ´(Teruel, 1883-Zaragoza, 1968). Estuvo en El Frago desde 1935 hasta 1940. Fue la maestra de Victoria y sus hermanas. Foto propiedad de Inés Laplaza Idoipe.

VICTORIA BEAMONTE BEAMONTE

Victoria y su hermana Elena. En la segunda fila de la foto de las niñas con doña Isabel Peribáñez.

Carmen Castán Beamonte es hija de mi prima Victoria Beamonte Beamonte y nieta de Mariano del Piquero (El Frago, 1904-Zaragoza, 1975) y Serafina de Garramplán (El Frago, 1904-Zaragoza, 1947). Es decir, está emparentada con casi todas las casas de El Frago.

A mí me viene el parentesco por dos casas. Por el Romeo que bajó de casa Melchor a casa el Piquero, Asi pues, soy sobrina de Mariano Beamonte Romeo. Y de Serafina por su Beamonte, procedente de casa Pablo, como el de mi abuela Antonia Berges Beamonte

Como curiosidad os diré que en casa el Piquero se celebró una boda doble. El mismo día se casaron María del Piquero con Celedonio Biescas de casa Guillén. Y María se fue a vivir a casa Guillén. Marianico del Piquero se casó con Serafina de Garramplán y se quedaron en casa el Piquero. Allí vivieron con Hermenegildo que entonces estaba soltero. Y allí nacieron sus hijas.

La costumbre era que las mujeres salieran de sus casas y fueran de nueras a las casas de sus maridos, donde tenían que convivir con suegras y hermanos solteros.

Retomando el hilo, vuelvo a Victoria, a la madre de Carmen Castán. En mi libro De las escuelas de El Frago, en la foto de doña Isabel con sus alumnas, entre las pequeñas, vemos a Victoria y a su hermana Elena. De la quinta del 28 y del 29.

En la portada de Tejidos y confesiones destaca una Victoria joven y guapa, detrás del mostrador de una de sus tiendas de Cariñena.

Y yo me pregunto, ¿quién es la protagonista de estos relatos? Y de veras que no lo sé. La narradora, un alter ego de Carmen, se impone con la primera persona y con el tono. Pero, en realidad, todo está tamizado a través de su madre.

Mi madre, como todas de su generación, la del 28, que todavía lo pueden contar, pasó su adolescencia en la época del estraperlo. Se dedicaba a coger puntos de media, cuando solo podían llevar medias las privilegiadas; les llamaban «medias de cristal». Bonitas y frágiles, supongo que de ahí venía el nombre. Eran capaces de transformar un mantel en una blusa y, con lo que sobraba, aún hacían pañuelos para todas las hermanas, que por cierto mi madre era la mayor de siete, y mi abuela Serafina murió cuando ella tenía 17 años.

La máquina de coser les salvó de muchos apuros, mi madre dice que fue la mejor compra de su vida; por esa época, sacaba humo.

Pasó de vivir con seis hermanas a tener cuatro hijas, lo cual explica su obsesión por comprar bragas y sujetadores (p. 42)

Las hermanas eran todas fragolinas, menos la pequeña: Victoria (El Frago, 1928-Cariñena, 2019), Elena (El Frago, 1929-Huesca, 2017), María Cruz (El Frago, 1932-Zaragoza, 2023), gemela, Crescencio (El Frago, 1932–1933), gemelo, Justiniana (El Frago, 1935-Zaragoza, 2022), Quinidia-Pilar (El Frago, 1937), por san Qunidio de Vaison, Saint Quenin, cuya festividad se celebraba el 15 de febrero. Mientras comentaba esto en la charla, escuché una voz del público que decía: «Y la llamaban Nidia». Gloria (Zaragoza, ca. 1939-Zaragoza, 2004), la pequeña, la que ya no nació en El Frago. Segun le contó ella misma a su prima Gloria Berges Romeo, llegó a ser costurera de Balenciaga y se hizo famosa por una foto en la que aparece probándole un vestido a Jacqueline Kennedy.

Victoria tuvo cuatro hijas: Belinda, Virginia, Chantal y Carmen, la pequeña, la que hoy está con nosotros.

BIOGRAFÍA DE CARMEN CASTÁN BEAMONTE

Nacida en el 4° piso sin ascensor, en la Calle Mayor 39 de Cariñena, un 7 de abril de cuyo año no quiere acordarse. Reza la biografía de su blog.

Pero, aunque ella tiene la coquetería de ocultarlo, nos lo revela en los acontecimientos de este libro.

Carmen está casada con el riojano Manolo Hernández y tienen una hija que se llama Violeta.

Estudió Trabajo Social en la Universidad de Zaragoza, entre 1986 y 1989. Después realizó un máster de Coaching grupal en la de Cantabria y otro de Trabajo Social y Salud Mental en Zaragoza.

Trabajó 18 años en Salud Mental. En estos momentos es Orientadora en el Instituto Aragonés de Empleo.

Entre sus galardones destaca el premio de valores humanos que le entregó el CERMI-Aragon en 2003, año europeo de la discapacidad, Para los no iniciados, el CERMI es el Centro Español de Representación de personas con discapacidad.

De ella dice su compañero Sergio Siurana: Es una grandísima profesional que consigue sacar lo mejor de cada uno en sus intervenciones.

Es colaboradora de las revistas  “Encuentro” de FEAFES (Confederación Salud Mental España) y “La cafetera estrés”.

Ha participado en numerosos cursos, ponencias y publicaciones profesionales.

Con el escritor Javier Aguirre, creó y promocionó el primer concurso de relatos para personas con enfermedad mental.

Hace más de 15 años que escribe en su blog Devaneos. En 2022, fue seleccionada en el II concurso de microrrelatos Iguales y diversas, del de DGA. En 2023, fue finalista del concurso internacional de relatos de Diversidad Literaria.

De izquierda a derecha. Carmen Romeo Pemán, Carmen Castán Bemonte y José Ramón Reyes Luna. En el Salón de Plenos del Ayuntamiento de El Frago, con vistas al Arba y a Santa Ana..

TEJIDOS Y CONFESIONES

Hoy presentamos su primer libro de creación literaria. Lo publicó hace menos de un año _noviembre de 2023_, y ya va por la tercera edición _marzo de 2024. Y por la tercera presentación. La primera en Cariñena y la segunda en la Librería General de Zaragoza. Las dos por el conocido periodista Antón Castro.

A nosotros nos corresponde el orgullo de acogerla en este Salón de Plenos del Ayuntamiento de El Frago, donde tiene profundas raíces.

NOTAS DE LECTURA

En Tejidos y confesiones, reúne 18 relatos. 12 de Tejidos y 8 de Confesiones, precedidos de una Acción de gracias, en la que presenta a los personajes que pueblan estas páginas, y de un prólogo, en el que, a la manera de Juan de Mairena, anticipa sus claves literarias.

Estos relatos están basados en la época de mi infancia en Cariñena, pequeñas historias en torno a la tienda de tejidos y confecciones que mi madre regentaba en el pueblo a principios de los setenta, en plena transición, cuando todavía las puertas de las casas estaban abiertas y las mujeres tomaban la fresca con sus sillas de anea haciendo corrillo con las vecinas en plena calle.

Tiempos en que las peluqueras te ponían los rulos azules y rosas y pasabas la tarde entera en la peluquería, porque el tiempo iba a otro ritmo mucho más lento.

Cuando los garbanzos y las lentejas estaban reposando en sus sacos, y te los vendían en cucuruchos de papel, no por moda, sino porque no se entendía de otra manera (p. 12).

Como Machado, siempre parte de un cronotopo, un aquí y un ahora, en inmediatamente levanta el vuelo a valores trascendentes. Y así lo vemos en Tejedora de alas, uno de los últimos relatos.

Ayer vi en la calle a una anciana sentada en su sillón de mimbre, rodeada como en una nube de un montón de plumas blancas casi transparentes. Cogía una a una minuciosamente y las iba tejiendo una tras otra. Cada pluma llevaba inscrita en color oro o en plata una palabra, me quedé asombrada.

Comencé a leer las plumas y ponían: Libertad, Paz, Tolerancia, Equidad, Amor, Amistad, Familia y Salud (p. 65).

En casi todos, de la mano de su madre, regresa a su infancia en la Cariñena de los años 70. Este puñado de páginas es un sentido homenaje a su madre, a su familia y a todo el pueblo.

Además, estos recuerdos que ella presenta como vivencias personales van mucho más allá. En su conjunto, constituyen un tratado de antropología social de la España del desarrollismo, como nunca antes se había hecho.

Las tiendas de su madre, las telefonistas, las mujeres escuchando novelas radiofónicas y todo lo que toca se repiten en todos los pueblos de España. Los lectores nos sentimos atrapados e identificados, aunque no sepamos dónde está Cariñena.

Esa Cariñena que, literariamente, funciona como El Frago de mis relatos, se convierte en un lugar simbólico y mítico en el que todo es posible y todo se convierte en verdadero, aunque sea producto de la imaginación de la autora.

¿Qué moza de los 70 no se reconoce en esta descripción hilarante?

Por entonces, las mujeres no se ponían a dieta, se apañaban con las superfajas Sorax de cuerpo entero, que les hacían las tetas como tiendas de campaña y la cintura de avispa. Esta faja era complemento indispensable de la muda del domingo, unido a las pantis y a los visos o combinaciones.

Vamos, que cuando volvían de misa y se quitaban la faja se debían de sentir como santa Teresa de Jesús cuando levitaba (p. 22).

O ¿qué niña de esos años no recuerda las braguitas de perlé?

Mi madre andaba ordenando cajas de braguitas de perlé, esas que cuando te sentabas se te quedaba clavado el diseño de los garbancitos al culo y te picaba durante todo el día. (…) Las odiaba tanto que, en alguna ocasión, estuve a punto de esconderlas para que mi madre no las pudiera vender (p. 23).

Y cuando habla de las telefonistas de Cariñena, en El Frago todos nos acordamos de que el.primer teléfono estuvo en casa el Piquero. Nuestras primeras telefonistas fueron Felicitas, mujer de Hermenegildo, y su hija Pili Beamonte Ángel. Por cierto, mucho más discretas que las de Cariñena. Y les siguió Matilde Giménez, amiga de Victoria, igual de servicial y discreta que Felicitas y Pili.

Todo el libro viene impregnado de un humor que nos arranca la sonrisa y hasta la carcajada, como la situación cómica del primer ascensor o el episodio de la cafetera. Un humor entre infantil y socarrón.

ALGUNAS TÉCNICAS LITERARIAS

Carmen hace alarde de gran habilidad en el uso de las técnicas literarias. Entraré en algunas de ellas, a partir de su arte para titular.

En muchos títulos parte de frases hechas de ritmo binario. Les cambia algún elemento y les da un nuevo significado. Es una técnica de gran tradición literaria, como aquel soneto de Quevedo en el que al cambiar el ¡Ah, de la casa! por el ¡Ah, de la vida! impregnó de sentido existencial a todo su decir poético.

Se trata de extrañar la lengua coloquial cotidiana y dotarla de un significado nuevo, es decir, de construir neologismos semánticos, esos que tan buenos resultados dieron en la pluma de Santa Teresa de Jesús.

Así funcionan: Tejidos y confesiones, Corto y cambio, De voces y altavoces, Retales y retazos, Abuelas con mandiles y abuelos con boina. O La tienda en casa, un slogan televisivo se emplea para una realidad muy distinta.

Otras veces recurre situaciones tópicas y ella se encarga de darle la vuelta al tópico: El mes de las flores, El primer ascensor, La maleta de los imperdibles, donde juega con el doble valor semántico. Los imperdibles, en este contexto, nos remiten a un tipo de agujas, pero en realidad son las cosas que no se pueden perder, las que representan toda una vida. Por cierto, esa era la maleta que el abuelo Mariano siempre tenía detrás de la puerta por si tenía que abandonar la casa de repente.

O sintagmas genéricos que se llenan de aventuras particulares: Un día de verano, Una tarde cualquiera, Madres de la posguerra, Tejedora de alas.

Incluso un estribillo, casi un poema, de ritmo ternario: Cosiendo el tiempo, zurciendo las penas, bordando la vida.

Siempre son títulos atractivos que nos conducen a una sorpresa. Cuando comenzamos a leer Mi viaje en tren, pensamos en un viaje cualquiera y resulta que no, que este es el viaje de la vida, el que convierte a todo el libro en un coming of age.

El coming of age es un género que se centra el crecimiento de la protagonista, una adolescente que realiza el paso a la vida adulta.

Carmen, en la primera parte, Tejidos, usa con un enfoque pseudo infantil. En la segunda, Confesiones, ya es un enfoque de una mujer madura que intenta recuperar los retazos importantes de su vida. Así la explica ella en el prólogo:

La segunda parte del libro son pequeños relatos que, tejidos como confesiones, nos muestran la mirada inocente de cómo una niña va construyendo su infancia. Una infancia llena de pequeños momentos cargados, sin saberlo, de felicidad en cosas cotidianas que, al recordar de adultos, nos atrapan con un abrazo balsámico al pasado (p. 12). No podemos negar su vitalismo optimista.

Al acabar de leer el relato Mi viaje en tren, como al acabar de leer el libro, apreciamos cómo la protagonista ha evolucionado en sus emociones y en su percepción de la realidad.

Precisamente esta evolución y el enfoque pseudo infantil los logra con un juego de narradoras. En la primera parte predomina la narradora niña, con acotaciones de la adulta. Y en la segunda, el enfoque de la adulta que intenta explicar las sensaciones de la niña. Un ejemplo manifiesto lo encontramos en el relato Sobre ruedas.

Las tramas de los relatos están muy pensadas. Y la disposición de los relatos en el conjunto del libro responde a esa evolución de la protagonista. Están dispuestos de tal forma, que, en conjunto, es como una novela fragmentada que nos lleva al autoconocimiento. Cada relato es un viaje a ese conocimiento interior y, a la vez, un viaje al conocimiento social de la España de la Transición.

Cuando acabamos el libro tenemos la sensación de haber visto un friso en la torre de Cariñena, en el que se disputan el sitio todas sus gentes. Esas gentes que forman parte del gran mosaico de la diversidad de los españoles.

PARA TERMINAR

Carmen, mi sobrina y tocaya, quiero darte las gracias por haber confiado en mí para esta presentación. Espero no haberte defraudado.

Me emociona que nos hayas traído estos relatos a El Frago, donde tienen sus verdaderos genes. Tu madre y sus hermanas forman parte del coro de las fragolinas de mis ayeres. Un coro que crece con las mujeres de Cariñena.

Y quiero darte la enhorabuena por haber comenzado tu escritura creativa de una forma tan hermosa.

A los fragolinos y los acompañantes que habéis llegado de fuera, gracias por estar aquí. Espero que estos relatos os gusten tanto como a mí.

RESPUESTA DE CARMEN CASTÁN BEAMONTE.

Gracias, fragolinos y fragolinas, por acudir a la presentación de mi pequeño libro “Tejidos y confesiones “.

Gracias a esa fortuna de embajadora cultural que es Carmen Romeo Pemán, que ilumina y embellece con su brillante  pluma y mente todo lo que concierne al Frago y sus gentes, porque lo hace también con alma y corazón.

Y gracias también al alcalde José Ramón Reyes Luna, por facilitarme que pueda realizar el acto en este magnífico salón de plenos.

Estoy realmente emocionada y no sé si voy a poder hablar. Veo en esta primera fila a mi tía Esther, recién salida del hospital, y aún convaleciente, haciendo el esfuerzo por venir a vernos. Este es el espíritu BEAMONTE y fragolino, no se nos pone nada por delante cuando nos lo proponemos. Por eso, mi tia Esther, cuando hablé de la fortaleza de mi madre, dijo que era la de una Piquera. Eso es, una Piquera como ella.

He venido a presentar mi libro, el que, como comprobaréis, es un homenaje a las madres, vecinas, amigas que se dan apoyo mutuo en el mundo rural, para que nada falte a todos los que están a su alrededor. Explica bien cómo resolvían todo esto en varios capítulos como por ejemplo el de “Madres de postguerra” o “La tienda en casa”.

Todo el libro es un pequeño canto a la vida y a la  mágica infancia en el mundo rural, en la que los días van pasando cargados de pequeños acontecimientos que configuran un micro mundo, lleno de ayuda mutua, amistad verdadera y esfuerzo por seguir manteniendo vivo el pueblo, los pueblos y sus gentes.

La voz narrativa es mi propia voz de niña, que observa con admiración a su madre detrás del mostrador de la tienda de telas, con paciencia infinita y una sonrisa que iluminaba la calle, esa calle en la que se sentaban a la fresca mis las vecinas, oyendo la radio. Y yo me sentaba en mi pequeña silla de anea, a contemplar el paso del verano, el paso de la vida.

Si ahora mis abuelos Mariano y Serafina, y mi madre y sus hermanas,  nos pudiesen ver, me los imagino satisfechos y con una gran sonrisa, sobre todo a mi tía Justi, que consiguió que las raíces siguieran dando frutos hasta el día de hoy, manteniendo la casa.

Bueno espero que os guste el libro y estoy segura de que en muchas de las cosas os vais a sentir reflejados y las vais a recuperar con melancolía. Recomiendo que el libro se lo lean las hijas a las madres y al revés, enriquecerá y ampliará el conocimiento sobre aquellos años 70/80 y estoy segura de que florecerán nuevas historias, dignas de ser recordadas y contadas.

Muchas gracias a todos y espero que no sea la última colaboración literaria, es más espero que sea el principio de otras muchas.

Gracias por vuestra atención.

Para no despedirme del todo, voy a compartir unas fotos de mi familia fragolina. Así, ellos servirán de mediadores y me unirán más a vosotros.

Mi abuelo Mariano (El Frago, 1904-Zaragoza, 1975), a la derecha, con su hermano Hermenegildo (El Frago, 1902-1977) . Al que está sentado y con un libro, no lo tengo identificado. También desconozco la fecha de la foto.

El Frago, 1929. Mi bisabuela Pascuala con mi madre.

Pascuala Martínez Bonaluque (1873-1966) era casa Mamés, aunque la conocían como Pascuala de Garramplán. Se casó con Gerónimo Beamonte Moliner (El Frago, 1873-1939), hijo de Manuel Beamonte Callau, de casa Pablo. Y fueron los padres de Casiano (El Frago, 1898-Zaragoza, 1971), soltero; Manuel (El Frago, 1901-¿?), carpintero; Serafina (El Frago, 1904-Zaragoza, 1947) y Daniel (El Frago, 1909-1955), el marido de Amadea Luna (El Frago, 1914-1971).

Mi abuela Serafina (El Frago, 1904-Zaragiza, 1947).

Zaragoza, 1953. La boda de mis padres. Mi madre, Victoria, al lado de su padre, ella de negro y él con corbata negra, por el luto de mi abuela. En el centro, mi bisabuela Pascuala, rodeada por sus nietas, las hermanas de mi madre. El alto, mi padre, Ricardo Castán, que después fue padrino de Ricardo Membrive, el hijo de Justi. Y detrás, tres primas, de las que yo solo identifico a mí tía Concha de casa Guillén.

Concha Biescas Beamonte (El Frago, 1930-Zaragoza, 2018).

Cinco horas con Julia

Tenía la esperanza de no llegar a tiempo, Julia. De que te hubieras muerto antes de mi llegada. Pero siempre se te dio bien fastidiarme y has conseguido hacerlo hasta el final. Te has salido con la tuya, aquí me tienes. Tu padre me ha estrechado la mano por compromiso cuando he entrado en la casa, en la que era nuestra casa, y tu madre me ha vuelto la cara. Se ha limitado a hacerle un gesto a tu padre y a decirle que deje la maleta en el recibidor. Supongo que es una indicación de que no soy bienvenido, que no voy a subir esta noche a dormir en el que fue nuestro dormitorio de matrimonio. Tampoco es que pensara hacerlo, pero por un momento se me ocurrió que igual me decían que me quedara. Por la niña, claro.

El interior de la casa está oscuro. Falta una hora para que anochezca, pero el cielo ha estado todo el día cubierto de nubes lentas, pesadas, grises igual que tu madre. Tu padre ha avanzado unos pasos por el recibidor, ha abierto la puerta corredera del salón y me ha hecho un gesto con la barbilla, imagino que conminándome a entrar. Había vecinos en el porche cuando llegué y, al bajar del coche con la maleta en la mano, las conversaciones se paralizaron. Hasta el aire, el poco aire que había estado soplando todo el día, se detuvo. Todo quedó en suspenso durante un minuto. El tiempo que tardó tu padre en salir hasta el umbral, sin pisar el porche, y hacerme con la cabeza el mismo gesto con el que ahora me ordena entrar a presentarte mis respetos, a cumplir con el deber de visitarte, de visitar a la mujer que se está muriendo, a la madre de mi hija, de esa hija en la que no he dejado de pensar ni un solo día desde que me echaron de esta casa.

Por lo poco que veo, todo está igual que cuando me fui. Menos el salón. Habrá sido idea de tu padre pegar la mesa de comedor a la pared para hacerle sitio a esa cama articulada en la que yaces ahora con la misma cara seria de siempre. Creo que es lo único nuevo que hay aquí. Qué poco te gustaban los cambios, Julia, qué poco… Cuando la niña pidió una cama nueva te negaste. Dijiste que la tuya estaba bien, que era una buena cama, que te había servido a ti y que tendría que servirle a ella. Dijiste que ni muerta te gastarías el dinero en comprar algo que no hacía falta, y mira… muerta, no, pero has tenido que llegar a estar así, casi muerta, y al final tus padres han comprado la puñetera cama. ¿Y sabes qué, Julia? Pues que me alegro.

Cuando he entrado en el salón, tu padre ha encendido la luz, ha salido y ha cerrado la puerta por fuera. Ya veo que en el techo sigue la misma lámpara aunque ahora, en vez de las cinco bombillas que tenía en cada tulipa en forma de flor, solo una intenta alumbrar, sin conseguirlo, hasta el último rincón. Y es de muchos menos vatios que las que había antes, Julia. O igual no, y es que me lo parece porque solo es una y antes había cuatro más.

Verás, Julia, iba preguntarle a tu padre que cuanto tiempo llevas durmiendo aquí, pero lo he dejado pasar, total, da lo mismo. Imagino que, para tu madre, ha sido más cómodo atenderte en la planta baja. El reuma de sus rodillas ya le daba la lata hace años, así que ahora debe de estar igual o peor. No sé dónde dormirá ella, no veo que el sofá esté hundido por ningún sitio. Tu madre es tan retorcida que no me extrañaría que por la noche se acostara en la cama, a tu lado. Qué asco, Julia. Te tienen bien limpia, eso siempre, pero no hay jabón de olor que enmascare el olor a muerta que ya te empieza a brotar por todos los poros de tu piel.

El timbre no para de sonar. Imagino que son los vecinos que vienen a interesarse por tu estado, ni siquiera esperan a que te mueras, es como si quisieran darle el pésame a tus padres por adelantado.

No sé por qué tu padre me ha metido aquí, a solas contigo. No sé si lo hace por tener un detalle o como castigo. Ha sido todo tan rápido, mi llegada y mi entrada en el salón, que ni me han dejado preguntar por la niña. ¿Cuántos años tiene ya? ¿Diez? No, espera, cumplió los once el mes pasado, aunque eso da igual. El día que se cayó a la piscina se plantó en los cinco años para siempre. El día que se cayó, que se cayó sola, porque no se me cayó a mí, por más que tus padres y tú me hayáis necesitado para el papel de culpable. Esas cosas pasan, Julia, quiero a nuestra hija tanto como tú, pero desde ese día no me has dejado quererla.

Le mandé una tarjeta de felicitación en su último cumpleaños, como todos los nueve de febrero de los últimos seis años, a pesar de que nunca me habéis contestado. Julia, ay, Julia… ese accidente doméstico truncó el futuro de la niña, la congeló en una infancia eterna, sí, pero tú decidiste que nuestro matrimonio siguiera el mismo camino y lo mataste sin piedad.

¿Sabes qué, Julia? Me voy a llevar a la niña. Yo no tuve la culpa de nada, aunque la asumí. Y verte ahí, callada por una vez en tu vida, me da el valor para decirte lo que debí decirte hace tanto tiempo. Lo mismo que ver tus ojos cerrados ha hecho que se abran los míos. Ni me había dado cuenta de que estoy hablando en voz alta, Julia, pero es así. Ojalá me estés escuchando, Julia, mi amor, mi mujer fuerte, dura, pero mía hasta que nuestro matrimonio hizo aguas por aquella fatalidad. Hizo aguas, Julia, y yo llevo seis años ahogándome en la misma piscina en la que se cayó la niña, ahogándome en mis lágrimas, en mi soledad, en mi pena.

Y esas lágrimas son ahora mi moneda de cambio, Julia. Te regalo las que ahora me corren por la cara, quédate solo con estas en memoria de lo que te quise. Las otras, las que llevo seis años guardando, son oro líquido de muchos quilates y van a servir para comprar de nuevo lo que siempre fue mío.

Julia, voy a cruzar esa puerta por última vez. Le diré a tus padres que me llevo a nuestra hija conmigo. Mi hija estará con su padre igual que tú estarás ya, para siempre, con los tuyos.

Descansa en paz. Yo acabo de hacerlo.

Adela Castañón

Imagen de StockSnap en Pixabay

Las palabras exactas

Recuerdo pocas guardias tan malas como la de aquel día de Reyes. Era mi primer contrato como enfermera de urgencias. Los avisos para la ambulancia llovieron durante todo el día y a las tres de la madrugada el coordinador del 061 movilizó nuestra UVI para atender a una paciente de quince años con una crisis de ansiedad en una gasolinera de la autopista hacia Cádiz.

Durante todo el trayecto, el conductor, el médico y yo lanzamos maldiciones y despotricamos contra todo y contra todos. Una paciente ansiosa con quince años no justificaba movilizar una UVI. ¡Era de locos!

Llegamos a la gasolinera pasadas las tres y media, sin cruzarnos casi con ningún vehículo. Un solitario Ford Fiesta, parado junto a un surtidor, parecía burlarse de nosotros. En la puerta del copiloto había un hombre, con los brazos sobre el techo y la cabeza apoyada en ellos.  

No llevábamos sirena, pero las luces debieron alertar al tipo y al empleado de la gasolinera, que salió desde dentro de la tienda. Él era el que había dado el aviso, pero no tenía demasiada información. El médico se acercó al del coche.

—¿Y la paciente?

El hombre levantó la cabeza. Una lágrima solitaria se deslizaba por la comisura de su ojo derecho. Abrió la puerta del copiloto, y señaló al hueco bajo el salpicadero sin hablar.

Allí, entre un amasijo de huesos y piel, dos ojos como carbones nos desafiaban desde el rincón. Los tres nos miramos perplejos. ¿Dónde estaba la crisis de ansiedad?

El siguiente minuto, el relato del hombre nos hizo sentirnos culpables y avergonzados. La chica tenía anorexia severa. Iban hacia Cádiz, dormirían en un hotel y, al día siguiente, la chica ingresaría en un centro. Los tratamientos ambulatorios habían fracasado y esa medida era su último recurso. Pero, durante el viaje, ella había intentado varias veces abrir la puerta del coche y tirarse en marcha. Desesperado, paró en el primer sitio que pudo, que resultó ser la gasolinera. Cuando intentó convencer a su hija para que saliera, la chica se atrincheró en el suelo. Le prometió que la llevaría de vuelta a Málaga, pero ni siquiera con la ayuda del empleado pudo hacerla salir.

Nos acercamos al coche y ella enseñó los dientes, como un animal acorralado:

—¡No voy a salir de aquí! —Nos miró, y le tembló la barbilla—. ¡No voy a dejar que me pinchéis ni que me hagáis nada! ¡No voy a salir de aquí! —repitió—. Tengo derecho a elegir.

El médico guardó silencio y dijo: “Dejadnos solos”.

Obedecimos, y no habían pasado ni tres minutos cuando, ante nuestro asombro, la chica salió por su pie y, seguida por el doctor, caminó hacia la ambulancia. Subí con ellos dos a la parte trasera. Ella se sentó en la camilla y permaneció quieta, con la cabeza baja. El doctor y yo nos sentamos delante de ella, en un pequeño banco del lateral del vehículo.

—¿Quieres hablar, Sofía? —El médico debió de preguntarle el nombre cuando se quedó con ella. El coordinador ni siquiera nos había dado ese dato.

Sofía se limitó a encogerse de hombros. Yo traté de echar una mano.

—Estamos aquí para ayudarte —le dije—. Todo va a ir bien, ¿vale? Confía en nosotros. Sé cómo te sientes y…

—No.

Era la voz del médico, y me quedé cortada, con los ojos muy abiertos. Sofía levantó la cabeza. Creí ver una chispa de curiosidad en su mirada. El doctor me miró, y me dijo con voz amable:

—No le mientas, Ester. Eso no ayuda. —Entonces miró a Sofía—. No creo que Ester sepa cómo te sientes. Es más, ni siquiera yo puedo saberlo.

La barbilla de la chica volvió a temblar como antes en el coche. De pronto, se echó a llorar y empezó a dar hipidos. Estuvimos así unos cinco minutos. Nosotros dos callados, ella llora que te llora. Por fin, se limpió los mocos con la manga de su sudadera y miró a los ojos del doctor.

—Llevo quince años esperando a que alguien me dijera eso.

—Pues recuerda también lo que te he dicho antes, en el coche.

Siguieron otros tres minutos de silencio. Yo no entendía nada. Sofía se levantó y le dijo al médico solo una frase:

—Lo voy a intentar.

Salimos los tres de la ambulancia. El padre de Sofía le preguntó al de la gasolinera dónde estaba el cambio de sentido más cercano y, antes de que le contestara, sintió en el brazo la mano de su hija.

—No, papá. Seguimos para Cádiz.

De vuelta al centro de salud, no pude evitar preguntarle al médico:

—¿Qué le dijo en el coche?

—Solo la verdad. Que podía elegir, que siempre se puede elegir. Salir de donde estaba por la fuerza, y saber que le inyectaríamos diazepam y otras cosas, o salir por su pie con mi promesa de no pincharle.

—¿Y qué más?

—Le dije que la anorexia era una guerra que tendría que librar a solas, pero que las guerras no se ganan solo en las trincheras, y que la victoria es para el que sabe buscar aliados.

—Pero luego, en la ambulancia… ¿Qué va a intentar?

—Ester, va a librar su guerra, como yo libré la mía. —Hizo una pausa—. Tengo una hija con autismo. El mundo podrá empatizar conmigo y ser comprensivo, pero de ahí a que alguien me diga que sabe cómo me siento… —Me miró y sonrió—. Solo puedes imaginar lo que es andar con los zapatos de otro, pero no es como sentir qué piedras se le clavan por el camino. Supongo que le dije lo que ella necesitaba escuchar. Ha elegido y ha tomado una decisión. Solo eso.

Llegamos al centro de salud y nos esperaba un aviso para atender a un niño con mocos. El médico soltó un resoplido y puso los ojos en blanco. El conductor, él y yo nos miramos, y los tres nos echamos a reír. ¡Menudos Reyes!

Adela Castañón

Imagen: amrothman en Pixabay

De mis horas canónicas

Un mes antes de profesar los votos me escapé del noviciado. Una cosa era ser alumna interna en un colegio de monjas y otra convertirte, de la noche a la mañana, en aspirante a religiosa o probante, que así nos llamaban por las pruebas que teníamos que superar antes de convertirnos en esposas de Jesucristo.

Cuando volví a mi casa, bien entrada la noche, me fui directa a la cama. Esperaba dormir con sosiego, pero aún me pesaba la costumbre reciente, y me fui despertando al ritmo de las horas canónicas. Bueno, no sé si me despertaba, si estaba en una agitada duermevela o en una sucesión de pesadillas.

Maitines

Entre las dos y las tres de la mañana llegó a mi celda el sonido de las tabletas de la madre de novicias. Me di la vuelta hasta que noté un pellizco retorcido en la mejilla.

—¡Ay!

—Pecadora. El demonio te tienta con la pereza.

Entonces me vino a la cabeza el cartelón de la escuela con un diablo  pintarrajeado con colores de carmín. Y me dio la risa floja.

—Todos los días igual. Hoy tendrás que confesarte. —Se sujetó la toca con unos alfileres. Y se santiguó—. Jesús, José y María, perdonadla.

Era la hora del canto de los gallos, justo al quebrar albores. Desde pequeña, cuando los oía cantar en el corral, pensaba en los brazos enredados de los amantes y en sus vigilias de besos apasionados. Y de mi pecho salía el canto de las mujeres enamoradas.

Al alba venid buen amigo. No traigáis compañía.

Laudes

Tres horas de insomnio desesperado, de añoranza por los besos perdidos.

Gerineldo, Gerineldo, mi caballero pulido, quién te tuviera esta noche, tres horas a mi servicio.

-Despiértate, Gerineldo, despierta si estás dormido, que la espada de mi padre de nuestro yerro es testigo.

Me levanté a oscuras. Descalza y sin hacer ruido, me aseguré de que todos dormían. Era el momento de salir sin que nadie se enterara.

Cada vez que me confesaba sobre eso de honrarás a tu padre y a tu madre, me subían los latidos del corazón hasta las sienes.

No podía ser bueno el Dios de barba blanca si, a través de mi padre, me mandaba aceptar el matrimonio con un viudo que ya tenía hijos casaderos.

Tercia

Sobre las nueve, me despertó el coscorrón de un puño cerrado. Tenía la cabeza apoyada en la mesa del escritorio y, con la manga del hábito, había desparramado el tintero sobre el manuscrito que estaba copiando. La madre de novicias pudo leer los primeros versos:

En una noche oscura, con ansias en amores inflamada, ¡oh dichosa ventura!, salí sin ser notada, estando ya mi casa sosegada.

—Me has desobedecido. Yo te había dicho que no leyeras a San Juan de la Cruz. La noche oscura del alma no es una lectura apropiada para una probante. Sabías que estaba en tu índice de libros prohibidos. Ese que tú copiaste de tu puño y letra.

Cogió el papel emborronado y desapareció. Al momento volvió con un cilicio en la mano.

—Este te lo pondrás en el muslo, bien apretado, hasta que brote sangre roja, como la de las llagas del Señor.

Sexta

Al acabar de rezar el Ángelus, en la puerta del refectorio me esperaba la hermana portera.

—Su confesor le ha dejado esta nota en el torno.

La leí con sobresalto. Tenía que esperarlo en la celda de la enfermería después de las Vísperas.

Nona

Eran cerca de las tres y mi muslo seguía sangrando y la madre de novicias se había llevado la llave con que se abría su candado. Fui a la cocina. Con un cuchillo logré descerrajar aquella cadena de pinchos y enrollarme las heridas con un trapo.

Entre unas cosas y otras, llegué tarde a la iglesia para la hora Nona. En esa hora rezábamos unas oraciones que llamábamos la Coronilla de la Misericordia. Nos aseguraban que si no nos despistábamos pensando en otra cosa iríamos al cielo. Y que eso era cierto, que el mismo Jesucristo se las había dictado a santa Faustina en una aparición. Poníamos mucho empeño, pero era una repetición tan monótona que nos entraba un sopor del que nos sacaba la madre de novicias con los golpes de su bastón de mando contra el suelo de la capilla.

Como me vio entrar con retraso, se arrodilló a mi lado y, en un gesto disimulado, me toco el muslo. Me sobresalté tanto que casi no pude escuchar qué dijo en voz alta.

—Tengamos misericordia con esta pobre pecadora. Tiene la carne débil y el maligno que lo ha notado se le ha metido en el cuerpo..

Vísperas

Venid en su ayuda, oh Santos de Dios; salid a su encuentro, Ángeles del Señor.

Cuando la madre de novicias entonó la salmodia reponsorial, comprendí que me daba por muerta, que yo era una de las vírgenes necias a las que se le apagaría la lámpara por falta de aceite.

A la salida de la capilla, mientras yo iba camino de la enfermería, las vírgenes prudentes recorrían los pasillos del noviciado entonando el Magnificat, o las alabanzas de la Virgen, cuando se sintió elegida para ser la madre del Salvador. Yo no les tenía envidia. Mi corazón ya estaba ocupado.

El confesor me esperaba junto a la camilla y con hábito de monje. Llevaba una capucha tan grande que apenas podía verle la cara.

—Satanás ya nos ha enviado suficientes señales. Sabemos que ha encontrado un escondite en tu cuerpo. Y yo voy a intentar sacártelo antes de acudir a altos tribunales.

Sentí asco, cuando se inclinó a succionar mis pechos,

—Nada, no puedo hacer nada. Te tiene mucha querencia y no quiere salir. —Entonces vi sus ojos achicados por los que se le escapaba la lujuria—.Tendremos que insistir en otras partes y apurarlo con más cilicios.

Completas.

Yo no tenía que dar gracias a Dios, ni entonar el Yo pecador.

Había entrado en el noviciado contra la voluntad de mi padre, que me había prometido en matrimonio con un rico labrador.

El noviciado y mi casa me resultaron dos mundos llenos de patrañas en los que no se hablaba del amor carnal.

En susurros, como hablan los enamorados, canté una jarcha y me quedé dormida.

Al alba venid buen amigo. No traigáis compañía.

La reforma

Aquella Navidad, de manera inesperada, pudieron hacer realidad eso que todo el mundo dice cuando le preguntan: ¿qué harías si te tocara la lotería? Entre la multitud de respuestas tópicas y típicas, decidieron destinar los treinta mil euros del premio a tapar agujeros, tanto en sentido literal como metafórico. Su casa era antigua, llevaba años pidiendo a gritos una reforma y, por fin, podrían acometerla a lo grande.

Sus hijos tenían ya veinte y veintidós años. Pasaban con ellos solo los veranos y las vacaciones de Navidad, los dos estudiaban Periodismo y vivían en la capital, lejos del pueblo, en un piso compartido con otros dos estudiantes. Decidieron arreglar también sus dormitorios, total, la casa era grande, de las de antes, sobraban habitaciones. Y ahora tenían dinero de sobra hasta para lo que parecía imposible: acondicionar el enorme sótano que ocupaba los mismos metros cuadrados que la planta baja y el piso superior.

Papá Noel existía. Los Reyes Magos existían. La gente que salía en la tele el día del sorteo navideño existía. Los sueños, la posibilidad de hacer realidad los sueños, también existía en un pequeño rectángulo de papel, por solo veinte euros y con cinco números como cinco soles. El 22 de diciembre, un niño de San Ildefonso cantó esos cinco números con la música de fondo de un bombo en el que se apelotonaban miles de sueños como los reos de una cárcel luchando por su libertad. Y el preso indultado ese año llevaba en el orden correcto las cinco cifras del décimo que Mercedes compró en una administración de lotería solo porque le gustó la terminación.

—¿Por dónde empezaremos, Paco?

—No sé, Mercedes, no sé. Todavía no me creo que nos haya tocado. Será mejor que lo pensemos unos días, ¿no?

—Pues también tienes razón. —Mercedes se rascó la barbilla y sonrió a su marido—. Ahora no tendrás excusa para que le metamos mano de una vez al sótano, ¿eh?

—Mira tú por dónde te va a sonar la flauta, mujer. —Le devolvió la sonrisa—. Vas a salirte con la tuya. Pero no está mal pensado, oye. Mientras nos vamos haciendo a la idea podíamos empezar a revisar todo lo que hay abajo, ¿qué te parece? Antes de meternos en un pedazo de obra, lo más práctico es limpiar primero, tirar lo que no sirva… En eso sí que podemos empezar a adelantar.

—Pues no se hable más.

Aprovecharon que Paco tenía vacaciones hasta después de Reyes y, salvo los ratos que Mercedes dedicó a encerrarse en la cocina a preparar los menús navideños, pasaron horas en el sótano, en chándal y zapatillas, mientras compartían ataques de tos provocados mitad por el polvo y mitad por las risas cuando descubrían tesoros olvidados.

Aparecieron dos cajitas diminutas que habían comprado en el viaje de novios y que contenían el primer diente de leche de Pablo y de Laura, junto con sus chupetes; las mochilas raídas que llevaron cuando hicieron el Camino de Santiago, siendo novios; una caja olvidada con ropas de bebé de cuando los niños tenían meses. Paco sacó de una caja una carpeta llena de papeles. La abrió, y lo primero que encontró fueron dos entradas de cine de “Lo que el viento se llevó”. Las agitó en el aire y miró a su mujer:

—¡Merce! ¡Mira lo que ha salido por aquí!

—¿Qué es? —Ella estaba en la otra punta del sótano y no llevaba las gafas puestas.

—¿Qué te crees? Te doy una pista. La primera película que vimos en el cine fue…

—¡Lo que el viento se llevó! —dijo ella tras pensarlo unos segundos. Se echó a reír y repitió—: Lo que el viento se llevó… y…

—¡Y el culo no resistió! —Paco terminó la frase por ella y coreó sus carcajadas—. Las puedo tirar, ¿no?

—Sí… bueno… no sé… Déjalas en lo alto de la mesa de ping pong. Podemos poner ahí las cosas dudosas. No vayas a tirar nada sin consultarme, que te conozco.

—Vale, mujer. Que en la casa mandas tú.

—Ya, ya. ¡Y menos mal! Será en lo único que mando…

Las últimas palabras las dijo en voz baja y Paco no llegó a escucharlas. Tampoco es que hubiera diferencia si lo hubiera hecho. Delegaba en Mercedes todas las decisiones que correspondían al hogar o a los hijos, como debía ser. Para eso trabajaba mucho más de las cuarenta horas semanales de la mayoría, para tener a su familia atendida como Dios manda, con las necesidades cubiertas y con medios suficientes para hacer un viajecito al extranjero en vacaciones y costear las carreras de los niños. Y que a Mercedes no le faltara ni su gimnasio, ni su peluquería, ni nada de lo que las mujeres necesitan para ser felices.

Paco dejó las entradas sobre la mesa de ping pong y terminó de revisar la carpeta. Lo siguiente que había en la caja era un marco bastante grande boca abajo. Lo sacó, le dio la vuelta y sopló para quitarle el polvo, lo que le valió otro ataque de tos.

—¡Mercedes! ¿Qué hago con esto? Hay que ver la de trastos que llegamos a acumular…

—Espera, que desde aquí no sé lo que es.

Ella se acercó. Al reconocerlo, cogió el marco con mucho mimo de las manos de su marido y se le quedó mirando.

—¡Pero si es mi título!

—Como has dicho que te consulte… Ten en cuenta que si seguimos así no vamos a tirar nada, mujer. —Miró el título de Empresariales enmarcado con el nombre de Mercedes y añadió—: Lleva veinte años arrumbado y si lo guardamos se va a pasar otros veinte años igual.

—No estarás diciendo que lo tire, ¿no?

—A ver… Es como lo de las entradas. Las he puesto ahí por no contrariarte, pero se supone que estamos de limpieza, ¿no?

—Ya. Bueno, vale que las entradas las tiremos. Pero mi título…

—A ver… —repitió él. Señaló el título—. Eso y las entradas no son más que papeles. Pero el título abulta mucho más y lo que queremos es despejar el sótano y ganar espacio.

—Ay, Paco, pero es mi título.

—¿Y qué?

—Pues que entonces también podíamos tirar el tuyo, si te pones así.

—No digas bobadas, mujer. No es lo mismo.

—¿Por qué no?

—Porque no. Además, mi título no estorba. Ni siquiera está aquí. Está en mi oficina, lo sabes de sobra.

—Y este podía haber estado en la mía si yo hubiera seguido trabajando.

Mercedes fue a soltarlo en la mesa de ping pong, pero cambió de idea. Cogió una de las cajas vacías y, con el rotulador de trazo grueso que habían bajado para marcarlas, escribió en el cartón: “PARA GUARDAR”. Metió en ella el título, se cruzó de brazos y miró a Paco.

—Mi título se queda.

—Pues vamos bien —dijo él. Se cruzó también de brazos.

—¿Algún problema?

—No, no… Total, si tienes el capricho, se guarda. —Trató de no alterarse—. Yo solo lo decía porque no va a servir de nada.

—Eso nunca se sabe. Yo podría volver a trabajar.

—¿Tú? ¿Ahora? ¿Para qué? No digas tonterías, Mercedes. No nos hace puñetera falta que, a tu edad, te pongas a buscar trabajo. No irás a empezar otra vez con eso a estas alturas, ¿no?

—Pues mira, casi que lo estoy pensando. Ahora que los niños son mayores las cosas son muy distintas. Ya no me necesitan como cuando eran pequeños.

—¡Mercedes, por Dios, que eso ya lo decidimos hace años!

—¿Lo decidimos? Paco, Paco… lo decidiste tú en realidad. Yo solo me dejé convencer. Y no es que me arrepienta, de verdad, cariño. He criado dos hijos maravillosos y creo que he sido una buena madre y una buena esposa. Así que, ¿por qué no iba a poder empezar a trabajar de nuevo?

—¡Porque no nos hace falta! —repitió él, y esta vez subió el volumen.

—¡No te hará falta a ti! —dijo ella con el mismo tono de voz—. ¿Pero qué pasa si yo lo necesito? ¿Eh? ¿Qué hay de mí?

—¿Se te ha subido la sidra a la cabeza? ¡Vas a tener entretenimiento de sobra con la obra de la casa! Alguien tendrá que estar aquí y controlar a los albañiles, escoger las cortinas, resolver los imprevistos…

—Claro. Y ese alguien tengo que ser yo, ¿no es eso?

—Por supuesto. Yo tengo que trabajar. Lo lógico es que te encargues tú, como siempre.

Mercedes sacó el título de la caja y lo apretó contra su pecho. Miró a su marido.

—Paco, mi título y yo vamos a salir de este sótano. Nos han tocado treinta mil euros, Paco. Nos ha tocado la lotería. Un premio. Un buen premio. Si me apuras, te diría que nos ha tocado más de un premio. Por lo menos, a mí. Acabo de darme cuenta.

Volvió a dejar el título en la caja, se acercó a su marido y le puso las manos en el pecho.

—Paco, cariño, tira las entradas si quieres. De verdad. No me importa. Pero…

Dejó la frase sin acabar. Los ojos le brillaban y Paco supo que no era por el polvo del sótano. Recordó otra clase de polvos y descubrió, debajo de las patas de gallo de ella, el rostro de la joven empresaria de la que se enamoró. La que casi le pisó el ascenso. La que aceptó que la invitara al cine y le confesó, después de la boda, que había elegido aquella película porque era la que duraba más tiempo.

Tal vez ella tuviera razón. Tal vez les hubiera tocado algo más que los treinta mil euros de la lotería. Tal vez habría que desempolvar de aquel sótano muchas más cosas de las que pensaban.

Adela Castañón

Imagen de Peperet en Pixabay

El buitre de Puen del Diablo

Ese buitre voraz de ceño torvo. Miguel de Unamuno.

—¿Qué manía te ha entrado, José? —le espetó su mujer—. Hace más de un mes que no sales de casa. Ni siquiera vas a cortar leña a Puen del Diablo.

Puen del Diablo era un congosto franqueado por rocas muy altas. Un desfiladero en el que no cabían dos caballerías a la par: había que pasarlas en fila de a una. Algunos también lo llamaban el Paso de Roldán. Según una leyenda, Roldán habría colgado allí los cuerpos y las cabezas de sus traidores.

El caso era que, una tarde, José volvió del monte con el miedo metido en el cuerpo. Ya no salía al bar a echar la partida. Se quedaba quieto junto al hogar, envuelto en una manta marrón con una lista blanca, como las que les solía poner a sus caballerías.

—¿Se puede saber qué víbora te ha mordido? Así, sin más ni más, te levantas antes de salir el sol y me dices que no vas a ir más al monte. Pero tú, ¿qué te has creído? ¿Con qué les vamos a tapar la boca a nuestras cinco criaturas? —le insistía su mujer. Pero él, ni mú.

Ese mutismo la enfurecía más. Y cada vez levantaba más el tono.

—¿Qué pensará la gente, eh? Ya sé que a ti te da igual, pero yo no quiero ir en lenguas a todas las horas. Ni quiero pedir prestado en la tienda y que me lo nieguen porque mi marido es un vago. —José seguía callado con la cabeza entre las manos—. ¿Pero me escuchas o no?

Cuando su mujer salía a la calle, la gente se arremolinaba a su alrededor y la molían a preguntas, que ella no sabía contestar. Nadie entendía el cambio brusco de su marido. Había desaparecido el José dicharachero que gastaba bromas en todos los corrillos. El que todos los días se jugaba el café al guiñote. El que más días trabajaba a vecinal para el Ayuntamiento. El que había retejado la cubierta de la iglesia y había quitado las piedras del camino de la fuente por su cuenta. Florencia del Peñazal recuerda el día que le dio un patatús a su marido cuando estaba segando. José corrió a buscarlo y lo trajo moribundo encima de la yegua.

El otro día se presentaron varios hombres en su casa. Llevaban al cura con ellos. Pensaron que así les confesaría qué le pasaba. Ellos hablaban y hablaban, pero José cada vez se encerraba más en su silencio.

El pastor con el que solía compartir el camino del monte se sentó a su lado.

—Mira, José, me da lo mismo lo que sientas, pero hoy vas a venir conmigo. Iremos los dos montados en mi burra y no te pasará nada. ¡Te lo juro!

—¡Nooo! —El grito de José aterró a los presentes. Era tan largo que salió por la ventana y recorrió las calles. Llegó hasta el campanario y movió las campanas, como si tocaran a fuego.

Al momento acudió toda la gente del lugar. Las mujeres se quedaron en la casa con su mujer y los hombres se lo llevaron hasta Puen del Diablo. Estaban seguros de que algún animal lo había asustado. Si aparecía, entre todos lo cazarían.

La comitiva, armada de palos altos, hachas y escopetas, marchaba a paso lento. De todas las bocas salían comentarios parecidos.

—Ha tenido que ser algo extraño. —Era la voz ronca del Manco—. José es un hombre valiente y no es fácil amilanarlo. Y mucho menos dejarlo sin habla.

Cuando se acercaban al desfiladero, vieron una banda de buitres dando vueltas alrededor de las rocas. A todos les subió el corazón a las sienes. Los buitres eran señal de que había cadáveres y pensaron que igual eran los de los que le habían tendido una emboscada a José.

Entraron en el paso de uno en uno. Los buitres, en silencio, volaban muy bajo. Tan bajo que be podía oír el susurro de sus alas, pero no se atrevían a aterrizar. Estos bichos sienten pavor a las cañas y a las varas altas. Saben que si les rozan las alas los desarman y se quedan malheridos. A lo lejos oyeron el graznido de los cuervos que siempre iban a la zaga.

—Mala señal —dijo el Manco.

Todos a una se pusieron la mano a modo de visera y achicaron los ojos. El Manco no pudo reprimir un juramento. Vio a un buitre agarrado a una de las rocas más altas.

—¡Se está comiendo las entrañas de un hombre despeñado entre los riscos!

Se quedaron quietos sin dar crédito a lo que veían. A continuación tomaron el sendero de la parte trasera de las rocas. El Manco se asomó y reconoció al abuelo de casa Murillo. Como vivía solo y pasaba largas temporadas en el monte, nadie lo había echado en falta.

Entonces, mientras unos espantaban a las rapaces y otros intentaban descolgar al abuelo, de una cueva cercana salió una voz lúgubre, de alguien que se había tapado la boca con un trapo.

—Habéis llegado tarde. Si me hubierais traído el rescate a tiempo, no habría muerto.

A José se le mojaron los pantalones y recuperó el habla.

—Es la voz que me persiguió hasta la entrada del pueblo sin parar de decirme que a mí me pasaría lo mismo sino le traía el rescate. Yo sabía entre todos los del pueblo no conseguiríamos reunir los cien doblones de oro. Y, dentro de mí, se me metió un buitre que me corroe desde las entrañas hasta la garganta.

Carmen Romeo Pemán.

Anteriormente publiqué este relato en 2023, en Entre Picarazones, la revista cultural de El Frago.

Marcelo

Me llamo Marcelo. Tengo treinta y un años, dos meses y siete días. Eso es hoy. Nací el 6 de enero de 1992. Debo especificarlo porque no sé en qué fecha leerán esto, y mi edad no sería exacta.

Mi madre dice que fui un regalo de Reyes, pero yo creo que se equivoca. Cuando quieres regalar algo a alguien lo compras en una tienda, y cuando alguien te regala algo, igual. Las personas nacemos, no nos compran en tiendas, y por eso sé que no soy un regalo. No corrijo a mi madre cuando dice eso, porque siempre sonríe al hacerlo. Me gustan las sonrisas de mi madre. Las personas sonríen cuando son felices. Al menos casi siempre. Otras veces las sonrisas no son tan buenas. Eso es cuando se ríen de ti o cuando alguien quiere burlarse. Las burlas no me gustan porque no las entiendo muy bien. Las sonrisas de mi madre sí las entiendo. Nunca son de burla. Esa es una de las razones por las que me gustan.

Vivo en una casa con ascensor, en el tercer piso. Siempre subo por las escaleras, excepto cuando voy los jueves por la tarde a Mercadona a comprar lo que mi madre apunta en la lista. Cada tres jueves toca comprar el detergente Ariel de cinco litros y una bolsa de patatas de cinco kilos. Entonces subo en el ascensor, porque llevo mucho peso, pero me molesta que al pasar por el primer piso chirríe más fuerte que durante el resto del tiempo. Eso es porque tengo hipersensibilidad auditiva.

Empecé a ir al colegio con cinco años. Fui un alumno aplicado. Tuve muy buenas notas. Tuve muy pocos amigos. Los profesores eran agradables. En el instituto también tuve buenas notas. Allí no tuve amigos. Las sonrisas del instituto eran difíciles de entender, creo que casi todas eran de las de burla. No me gustó el instituto. Me gustó cuando terminé de estudiar allí.

Después del instituto me quedé con mi madre y vivimos los dos en nuestra casa durante ocho años. Yo le ayudaba. Le hacía la compra los jueves, igual que ahora. Jugaba con la Play Station. Mi juego preferido era y es el de Crash Bandicoot. Hace mucho que superé todos los niveles. Me gusta cuando supero el Gran Reto Final. Mi madre dice que debería jugar a otros juegos, pero no lo necesito.

Dos años después, a los diez años de terminar el instituto, llegó a casa Antonio. Antonio es el nuevo marido de mi madre. Me gusta Antonio. Es ordenado. No me dice que juegue a otros juegos distintos de Crash Bandicoot. Cuando vino a casa, el primer jueves que salí a comprar me pidió permiso para añadir algo a la lista de la compra. Le dije que sí. Me gustó que pusiera “Espuma de afeitar Gillette. 250 ml”. Eso me hizo sentirme seguro, porque hay muchas marcas de espuma de afeitar. Yo uso la Espuma de afeitar La Toja. Me gusta que Antonio use una espuma y yo use otra. Así no nos confundimos.

Cuando Antonio llevaba un año viviendo en casa me consiguió un empleo. Primero me preguntó si me parecía bien que buscara algo. Le dije que sí. Me contestó que entonces empezaría a buscar y que tardaría como mínimo unos cuatro meses en encontrar algo que me pareciera bien. Eso me gustó. Así supe a qué atenerme. Me gusta organizarme.

Al día siguiente de decirme lo del empleo empecé a ir con él a la biblioteca de mi barrio una vez a la semana, los viernes por la tarde. Antonio trabaja por la mañana y por la tarde de lunes a jueves, y los viernes solo trabaja por la mañana. Por eso íbamos a la biblioteca los viernes por la tarde. Allí me presentó a Eugenio. Eugenio es el bibliotecario jefe. Tiene gafas, el pelo blanco, y sesenta y cuatro años el día de hoy. Podéis hacer la cuenta de su edad. Es treinta y tres años, un mes y veintinueve días mayor que yo. Aprendí a rellenar las fichas para llevarme libros a casa, y a devolverlos. Cuando pasaron dos semanas, ya iba yo solo los martes. Los viernes, Antonio me acompañaba. Pero a veces leía un libro en menos de una semana y por eso empecé a ir los martes también.

Cuando pasaron cuatro meses, yo conocía muy bien la biblioteca. Antonio me preguntó si me gustaría trabajar allí y le dije que sí. Por eso ahora trabajo en la biblioteca de mi barrio, y porque Eugenio se jubilará dentro de dos años y necesita un ayudante.

Ya no juego a Crash Bandicoot. Ahora me gusta más leer libros que jugar con la Play Station. Por ser trabajador de la biblioteca puedo llevarme a casa libros durante más tiempo que nadie.

Antonio trabaja como psicólogo en un centro de salud. Hace poco empezó a aconsejarme algunos libros. Me gustan los libros que Antonio me ha recomendado. Sobre todo, el último que he leído. El autor se llama Birger Sellin.

Ahora tengo amigos. Antonio es mi amigo. Eugenio es mi amigo. Y Birger Sellin, aunque no me conoce, también es mi amigo. Mi libro favorito es uno de Birger Sellin que se llama “Quiero dejar de ser un dentrodemi”.

Por eso he empezado a escribir.

Adela Castañón

Imagen: MOM en Pixabay

Plácido, el Lelo

Plácido pertenecía a segunda generación de los Lelos. Y así lo pregonó la partera a las pocas horas de nacer.

—Nada, no he podido hacer nada. Igual que me pasó con su padre. Pues eso. Que venía de nalgas con el cordón enrollado y la cara tapada con una telilla. Una de esas que ocultan un don o una tontuna.

Era un lelo como Dios manda. Igual que su padre, tenía conocimiento, respetaba las costumbres del pueblo y era un poco presumido.

—Es que no puede ser Lelo cualquiera. Esto solo pasa en mi familia si te llamas Plácido.

No tenía aspecto de bobalicón, pero se embobaba con cualquier cosa. Lo volvían loco las mariposas. Cuando las miraba cruzaba los ojos, dejaba colgar el labio como un belfo y la paz se le escapaba en una sonrisa muy amplia.

El maestro se empeñó en que fuera a la escuela. Como era amigo de todos los niños del pueblo, pensaba que alguna letra se le pegaría. Cuando lo sacaba a la pizarra a dibujar las letras de su nombre, lo animaba.

—¡Venga, Plácido! Casi lo has conseguido.

—¡Imposible, señor maestro! Es más fácil conocer las caras de las cabras que las letras de mi nombre.

Era robusto y forzudo, así que los chicos no querían apostar a nada con él. Siempre ganaba y sus carcajadas sonaban potentes. Y lo volvían loco los Carnavales. Vestido de chica, corría con ellas y les gritaba:

—-A remangar que es Carnaval.

—No te aprovechas, Plácido, que te hemos conocido.

Entonces acudían los chicos y se montaba tal revuelo que tenía que mediar el alguacil.

Un día se puso muy serio y a los que estábamos sentados en el banquero de la plaza nos dijo que se iba a buscar novia, que una cosa era ser lelo y otra tener que aliviar las necesidades con las cabras. La noticia corrió como la pólvora y las chicas empezaron a rehuirlo. Ya no les hacían gracia sus carnavaladas. Solo Anastasia, una chica tan lela como él, por las tardes iba a verlo al corral de las Eras Badías, dónde encerraba las cabras.

—¿Qué haces dando vueltas por aquí? ¿Es que no sabes que este corral es mío? —Detrás de su silueta se veía el reloj de la iglesia que en ese momento estaba dando las siete.

—Ya, —contestaba Anastasia—. Es que me gusta ver que te hacen más caso a ti que a los perros. Tienes un don. Te comunicas con los sentimientos. —En la mano llevaba un ramo de margaritas que acababa de recoger en la era que rodeaba la paridera.

—Pues no te acerques mucho, que las conozco a todas —mientras hablaba clavaba la horca en el fiemo—. Con esta te sacaré las ensundias si me falta alguna.

Anastasia se alejaba, miraba al suelo y, de vez en cuando, cogía más margaritas. Dio varias vueltas alrededor del corral hasta que Plácido salió con dos cántaros de leche. Por las comisuras le caían chorretones blancos.

—¿Vienes a ver si llevo monos en la cara? —Se pasaba la lengua por los labios—. Pues no. Soy como todos los demás.

—Veo que no te has enterado de nada —le contestó Anastasia—. Me gustaría ordeñar contigo y al final hartarnos juntos con la leche de la última cabra.

—¡Imposible! En mi corral nunca ha entrado nadie. Ni siquiera el veterinario. Así que si quieres que ordeñemos juntos nos tendremos que casar. —Se lo soltó así, sin pensárselo dos veces. Era la primera que miraba a una moza a los ojos.

Antes de medio año los amonestaron y se casaron un domingo en la misa del alba. Se sorprendieron cuando encontraron la iglesia llena. Si lo hubieran sabido se habrían casado en misa mayor. Pero ellos pensaban que a las bodas de los lelos no iba la gente.

A la salida se dirigieron a la Punta de la Carretera, en la entrada del pueblo, hasta donde podían llegar los coches. Allí comenzaban las calles empedradas y llenas de barro.

—Ayer le dije al secretario que nos encargara un taxi para irnos de luna de miel como los ricos —dijo Plácido en voz alta para que lo oyeran todos.

El secretario no contestó. Solo él sabía que aquello era mentira.

Esperaron con las gentes hasta mediodía. Les pidieron se fueran, que ellos seguirían un rato más. Cuando se marcharon todos, aparejaron la burra y emprendieron el camino de la Cruz del Pinarón, cerca de Agüero, donde se juntaba el camino de El Frago con la carretera de Ayerbe. Plácido se sentó encima y sujetaba la maleta para que no se cayera. Aunque la llevaban vacía, no querían que se rompiera, que se la había prestado el alcalde. Una vez que se acomodó, Anastasia tomó el ronzal y caminaron hasta el Corral de la Pecha. Dejaron la burra atada a un árbol y ellos se tumbaron en un montón de paja al fondo de la paridera. A Plácido se le achicaron los ojos. Nunca había conocido ninguna oveja tan dócil y encima con muslos prietos.

Antes de un año, Anastasia abandonó el pueblo.

—No la busquéis —gritaba Plácido en el bar—. Parece una mosca muerta pero es una gripiona. Cuando llego cansado del monte me dice que huelo a cabra y que ella no es plato de segunda.

—Anda, Plácido, no te pongas chulo, que todos sabemos lo que cuesta arrancar según qué vicios. Al final la cabra siempre tira al monte —le contestó uno de sus amigos.

—Eso. Que el buey suelto bien se lame. —Soltó una carcajada—. ¡Toma ya! A letras me ganarás, pero a refranes no, que mi abuela decía muchos.

Carmen Romeo Pemán

Foto de la entrada. Una maleta de Pinterest.

Nadie

Margarita escucha sonar su móvil cuando está en el portal de su casa. Mira la pantalla, es Juanjo, su hijo.

—¿Otra vez has salido, mamá? No me cogías el fijo y me he preocupado.

—Sí, Juanjo. Me pillas en el portal.

—¿Pero a dónde vas con el calor que hace?

—A dar un paseo. Ya sabes que soy una friolera, la ola de calor es una bendición para mí.

—Ya hay que tener ganas… ¿Has quedado con alguien?

—Con nadie.

—No te entiendo. No me gusta que salgas sola, y encima con la plasta que hace…

—Anda, deja de preocuparte. Volveré antes de que anochezca, ¿de acuerdo? Te llamo cuando regrese para que te quedes tranquilo.

Juanjo menea la cabeza y cuelga el teléfono. Margarita sale a la calle maquillada con su mejor sonrisa. Mira el reloj de muñeca, va bien de tiempo. El autobús de la línea seis todavía tardará por lo menos quince minutos, y está solo a dos de la parada.

Abre el bolso y saca los dos papeles: el folleto de la residencia para personas mayores que sus hijos le dieron dos semanas atrás y el recorte de periódico con el nombre de algunas agencias de cuidadores a domicilio. Coge el móvil, que su nieta Iris le ha enseñado a usar, y marca el número de una de las agencias. La señorita que la atiende es muy agradable y no se extraña cuando Margarita le especifica el requisito más importante que debe tener la persona que quiera el empleo. La chica queda en que la llamará en un rato y la conversación termina justo cuando el autobús aparece por el final de la calle. Margarita se asegura de tener el bonobús en la mano y el bolso bien cerrado. Con ese calor no hay mucha gente por la calle, pero nunca se sabe. En eso tienen razón sus hijos, iría mucho más tranquila si paseara acompañada.

Se baja en la parada de siempre. El portero de la recepción la saluda por su nombre. Después de tantas visitas, ya se lo sabe y casi puede decirse que se han hecho amigos.

—Buenas, Margarita. ¡Menudo día tenemos! Se puede freír un huevo en el suelo.

—Ya, Damián, ya. Pero yo lo llevo bastante bien. ¿Cómo está hoy? ¿Lo has visto?

—Como todos, supongo. No he tenido tiempo de asomarme, me figuro que andará sesteando. Pero seguro que se espabila cuando la vea. Desde que viene a visitarlo ha empezado a comer mejor, la verdad es que parece otro.

Margarita sonríe sin contestar. No hace falta. Sabe que sí, está convencida de que él la recibirá con la sonrisa de siempre. Desde que se conocieron hace más de un mes, ha sido así: un cariño incondicional, una sonrisa que lo promete todo y un comportamiento que cumple a rajatabla esa promesa. Margarita lo quiere cada día más.

Cuando dobla la esquina del pasillo, él ya la está esperando. Los ojos le brillan más que el primer día y Margarita tiene la impresión de que es como dice Damián. Ella también se ve más guapa cuando se mira al espejo. Juanjo no lo ha notado, pero su hija Lola le preguntó el otro día medio en broma si se había echado novio.

—Mamá, parece que te has quitado años de encima últimamente. ¿No le habrás encontrado sustituto al pobre de papá, que en gloria esté?

—¡Ay, no, nena! Tu padre fue el hombre de mi vida. Y os prometí que nadie ocuparía su lugar.

—Vale, vale. Tampoco es que me importara, ¿sabes? Es más, si al final decides irte a la residencia puede que allí conozcas a alguien. El otro día salió la conversación con Juanjo, y él piensa como yo. No es bueno que estés sola, mamá. No sé por qué te empeñas en no querer considerar la idea. Ni que fuera una cárcel, mujer. En las residencias se puede salir y entrar. Y nos preocupa que vivas sola, los años se van notando, mamá…

—Bueno, nena, no te enfades.

La conversación quedó ahí, pero le abrió los ojos a Margarita. Hoy se ha puesto el perfume que le regaló su difunto marido, el de las grandes ocasiones. Porque ha decidido no esperar más.

El teléfono suena cuando va por la mitad del pasillo. Sigue avanzando despacito mientras escucha. Es la chica de la agencia.

—…

—¿De verdad? ¡Ay, señorita, es usted un amor!

—…

—¿Seguro? ¿Y cuándo podría empezar?

—…

—¡Qué alegría me da! Ahora mismo estoy con él, ¿sabe? Páseme el teléfono de esa señorita y la llamo desde aquí. Mi nieta me ha enseñado a hacer videollamadas —dice con un poquito de orgullo en la voz—. Así se lo puedo presentar y ella nos puede ver a los dos las caras. Que es importante que le caigamos bien, ¿verdad? Espere un momento, que voy a apuntar el número.

Margarita mira a su alrededor, no sabe dónde soltar el bolso para sacar su agenda, y vuelve a pegarse el móvil a la oreja.

—Mejor mándemelo por Whatsapp, no vaya a ser que me equivoque al escribirlo, ¿puede?

—…

—Mil gracias otra vez. Es usted un cielo.

Margarita oye el pitido del Whataspp y se cerciora de que es el mensaje que espera. Cuando lo confirma, ya ha llegado a la altura de donde él la espera siempre.

—¡Traigo buenas noticias! Por lo menos son buenas para nosotros. No sé cómo se lo tomarán mis hijos, pero me da igual. —Sonríe y le acaricia la cabeza. Su pelo es abundante y suave—. Voy a llamar ahora mismo a Conchita, la de la agencia me ha dicho que se llama así. ¡Seguro que vamos a congeniar los tres! Es más, si acepta el trabajo, le digo que venga a buscarnos aquí, y nos vamos los tres a casa.

Él la mira. No necesitan hablar para entenderse. Margarita hace la llamada de teléfono y Conchita le parece un regalo de Dios. La video llamada ha sido un éxito. Vuelve a acariciarle la cabeza.

—Espérame aquí, que no tardo nada. Voy a decirle a Damián que me prepare los papeles, los firmo y vuelvo. Le he dicho a Conchita que compre lo que vamos a necesitar de manera más urgente, y me ha contestado que no me preocupe, que ella se encarga de todo. Sé que mis hijos se enfadarán al principio, pero tendrán que respetar mi decisión. Y Conchita va a ser una aliada maravillosa, ya lo verás. ¡Se le ha visto hasta la última muela cuando le he dicho tu nombre! Lo ha entendido a la primera, es bueno que sepa desde el principio que yo nunca miento. Le prometí a mis hijos que Nadie ocuparía el lugar de su padre, y así va a ser.

Margarita sale en busca de Damián. El perro se sienta a esperarla, pero esta vez no tiene las orejas gachas. Hoy mueve el rabo, sabe que hoy es un día diferente. Esa criatura de dos patas y pelo blanco que viene a visitarlo huele hoy a libertad. El perro que ha aprendido a responder al nombre de Nadie se siente, hoy, alguien importante.

Sabe que ha encontrado un hogar.

Adela Castañón

Imagen: Sabine van Erp en Pixabay

Encrucijadas

Miguel eligió un viaje a Japón por dos motivos: era el sitio más alejado de Madrid que le ofertó la agencia, y la fecha del viaje coincidiría con la boda de Elena y Darío. Los imaginaba escribiendo los nombres de los amigos y familiares en los sobres de las invitaciones a la ceremonia. Podía verlos detenerse, mirarse a los ojos y preguntarse sin palabras qué hacer cuando llegaran a su nombre en la lista.

La boda era el treinta de abril. El viaje empezaba el dieciocho y duraba quince días. Tiempo suficiente para planear cómo hacer que pagaran por lo que le habían hecho. Desde que supo que los dos lo habían traicionado, tenía secos los ojos y el alma.

Darío, su único hermano.

Elena, su única novia.

Él, Miguel, cometiendo sin saberlo el mayor error de su vida al insistir en que Darío volara desde San Petersburgo hasta Madrid para conocer a su futura cuñada antes de la boda.

Su avión despegó del aeropuerto de Barajas a la hora prevista. El vuelo hasta Tokio duraba casi veinte horas, transcurrió sin incidencias, pero Miguel no logró conciliar el sueño durante el trayecto. Sonrió al pensar que, seguramente, sería porque tenía la cabeza en las nubes. Durante la noche, al mirar por la ventanilla solo veía el reflejo de su rostro, un rostro que le parecía el de un desconocido, con ojeras que nunca habían estado antes allí.

Pasó la noche en el hotel de Tokio. No quiso cenar nada. Se bebió media botella de vino en la habitación. Al día siguiente, con un vaso de agua y un par de aspirinas por todo desayuno, bajó a la recepción y contrató el primer tour que le ofrecieron sin prestar atención a los detalles.

El autobús turístico se detuvo en la estación de Shibuya. Miguel vio a un grupo de gente que hacía cola frente a una estatua, esperando para fotografiarse. Se acercó, más por indolencia que por curiosidad, para ver si reconocía al personaje al que habían inmortalizado y se sorprendió al descubrir que la imagen era una pequeña escultura de bronce que representaba a un perro de raza desconocida para él, sentado sobre sus cuartos traseros, con las patas delanteras estiradas y en lo que parecía una actitud de espera. La base de la estatua era una losa de piedra con algo escrito en vertical que no supo traducir. En la cola, había un japonés que debía de ser un guía. Miguel se acercó con disimulo y le escuchó narrar la historia en inglés. El perro, Hachiko, había ido durante años a la estación a esperar a su dueño, que murió de manera repentina. A pesar de eso, Hachiko continuó acudiendo a diario a su cita hasta su propio fallecimiento.

Miguel maldijo su idea del viaje, y su mala puntería al elegir precisamente ese tour. Lo que él necesitaba en ese momento era una historia lacrimógena, vaya, no se podía tener peor suerte. Trataría de cambiar el billete al día siguiente para volver a España cuanto antes. Había sido un imbécil al dejarse llevar por el impulso de poner tierra por medio, como si sus problemas no viajaran adheridos a su piel, igual que la etiqueta que adornaba su maleta.

El grupo de turistas había terminado la ronda de fotos. Miguel los siguió a corta distancia. El guía los condujo por la acera hasta el borde de la calzada y se detuvo levantando una ridícula banderita verde que actuó como reclamo para que todos se callaran y se agolparan a su alrededor. Estaban, dijo al grupo, a punto de pasar a la historia por dejar sus huellas en el cruce más transitado del mundo. Miguel se fijó entonces en el entorno y, durante un segundo, sintió un ramalazo de vértigo a pesar de estar a ras del suelo. Los pasos de cebra le parecieron un dibujo surrealista, el trazado de un laberinto de líneas blancas y grises que le recordaron a los barrotes de una prisión. Se agarró a una farola y respiró hondo tratando de calmar los latidos de su corazón, que se habían acelerado y tenían el mismo ritmo frenético de la gente que cruzaba a toda velocidad evitando, o eso le pareció a Miguel, chocar entre ellos en el último momento.

Volvió la vista atrás. Hachiko, desde su pedestal, lo contemplaba impasible. Cerró los ojos durante unos instantes y se enfrentó de nuevo al vértigo de los mil desconocidos que cruzaban con una seguridad que él había dejado atrás cuando embarcó en el avión.

Se soltó de la farola. Respiró hondo. Puso el pie al azar en el primer paso de cebra que le pilló al paso, y avanzó dejándose llevar por el ritmo de la marea humana.

No cambiaría el billete. No volvería a Madrid. El dinero no era problema, vivía de las rentas desde hacía mucho tiempo. Después de Japón, viajaría a otro sitio. Australia, quizá, o tal vez a California. Cualquier lugar le valdría.

Logró llegar sano y salvo a la otra acera, y le pareció una señal. Volvió la cabeza para dar una última mirada a la escultura de Hachiko y le pareció que el perro le dedicaba una sonrisa compasiva. A pesar de saber que aquello era una ilusión óptica, la figura de piedra logró lo que ni Elena ni Darío habían conseguido y Miguel, de pronto, recordó cómo llorar.  

Adela Castañón

Imagen: Foto de la autora