Entro en casa. Voy al baño y abro el cajón donde guardo los medicamentos. Hay una caja de Valium sin empezar. Cojo el vaso donde tengo mi cepillo de dientes, saco el cepillo y lleno el vaso de agua. Con ayuda de pequeños sorbos, me voy tragando las pastillas de tres en tres. Al terminar, voy a la cocina y escondo la caja vacía en el fondo del cubo de basura.
Regreso a la piscina. ¡Qué monas y quietas están las crías!
En la tumbona al borde de la piscina, recostada, con los ojos entornados pese al incógnito que les otorgan los cristales oscuros de mis gafas de sol, doy sorbos a la pajita de mi granizado de café y dedico el tiempo que me queda a pensar en las niñas: dos extrañas que hace un rato nadaban en mi piscina mientras John, su padre, se fue sin prisa a hacer la compra, pensando que ellas y yo aprovecharíamos su ausencia para empezar a conocernos.
Hasta hoy, no había traído a ningún hombre a mi santuario. Mi casa está aislada, sobre una colina con vistas al mar. Ni siquiera se ve desde la carretera. Se confunde con el paisaje: ladrillo visto, hiedra en los muros y, por dentro, una blancura de quirófano, todo minimalista, líneas rectas y ventanales que ocupan casi toda la fachada que da a la piscina. Mi casa soy yo: el mundo no sabe verme, pero, si alguien logra cruzar la puerta, todo queda a la vista.
El sol, a las órdenes de agosto, calienta obediente lo que está a su alcance. O lo intenta, al menos. Fracasa al rebotar en mi piel, anestesiada e insensible, aunque su ardor invade mi cerebro. Casi escucho el crepitar de mis neuronas, veo las chispas que saltan cuando las terminaciones nerviosas de mi cerebro se enredan y se entrecruzan entre el caos de mis pensamientos, que sufren cortocircuitos y entran en bucle. Mi mente es un coche de Fórmula 1 con el motor recalentado; puedo oler el humo que atraviesa mi pamela y que es invisible para ellas, pero no para mí.
El corazón debería tomar el mando. Lo que circula por mis venas ahora mismo es mucho más gélido que el hielo picado que contiene mi vaso. Es un vaso de tubo, alto, elegante, como mis piernas. Unas buenas piernas son parte importante del arsenal para conquistar a un tipo; eso decía mi madre que en gloria esté, aunque lo dudo. Más méritos hizo para arder en el fuego de mil soles como el de hoy, que para empadronarse en ese azul que hay sobre nuestras cabezas, un azul como el agua de la piscina, pero sin su movimiento, sin el chispeo de burbujas que provocaban las crías hace un rato al mover los pies. ¿Será por eso que no incluyeron el instinto maternal en mi equipaje genético?
Miro a la piscina y las observo. Veo el pasado. Me veo a mí misma a su edad. Soy ellas, pero yo no era como ellas. Miro al cielo, al futuro. Intento imaginarme con la edad de mi madre. Soy como ella, pero ahora tengo la certeza de que no seré como ella.
Solo necesité dos de mis armas para conquistar a John: mis piernas y mis ojos. O eso creía. Descubrí demasiado tarde que lo hubiera logrado incluso desarmada. En eso, mi madre fracasó al entrenarme; no me enseñó a detectar en mis antagonistas los defectos ocultos, secretos como, por ejemplo, tener dos hijas.
Me llevo el vaso helado a la frente. Mi cuerpo se recompone. Las temperaturas, como los astros, se alinean. Cierro del todo los ojos y es cuando veo el cuadro con toda claridad: no he sido cazadora, he sido presa.
Durante una fracción de segundo admiro a John. Ha sido un digno oponente. Empiezo a rebobinar nuestra historia y me descubro ante su habilidad para traerme hasta aquí, hasta mi casa, hasta mi piscina, con esas dos extrañas que destrozaban con sus gritos y sus risas mis tímpanos y mi calma.
La última media hora pasa por mi mente como si fuera una película. Me veo a mí misma y, en silencio, repito gesto a gesto mis acciones: veo cómo abro los ojos, dejo el vaso en la mesita que hay junto a la tumbona y entro en el agua sin importarme que me salpiquen. Fuerzo una sonrisa. Mis ojos siguen a cubierto tras las gafas de sol.
Pongo mis manos en sus cabezas, y empujo hacia el fondo de la piscina. Solo necesito un par de minutos. El silencio me arropa; soy un feto nadando en la placidez del líquido amniótico.
Cuando los cuerpos emergen, continúa la quietud, la calma, la paz. No hay ningún ruido fuera de mí. El rugido está en mi interior: acabo de perder al único hombre al que he admirado. Así de sencillo. No podía estar con él y con sus hijas, y ahora sé que tampoco podremos estar juntos sin ellas.
Me recuesto en la tumbona, cojo de la mesa la granizada de café y le doy un sorbo. Me dejo arropar por la quietud. Luego vuelvo a dejar el vaso en su sitio. No quiero que el café se derrame sobre mi traje de baño blanco cuando el Valium me haga efecto. A John no le gustaría verme así.
Adela Castañón
