La piscina

Entro en casa. Voy al baño y abro el cajón donde guardo los medicamentos. Hay una caja de Valium sin empezar. Cojo el vaso donde tengo mi cepillo de dientes, saco el cepillo y lleno el vaso de agua. Con ayuda de pequeños sorbos, me voy tragando las pastillas de tres en tres. Al terminar, voy a la cocina y escondo la caja vacía en el fondo del cubo de basura.
Regreso a la piscina. ¡Qué monas y quietas están las crías!
En la tumbona al borde de la piscina, recostada, con los ojos entornados pese al incógnito que les otorgan los cristales oscuros de mis gafas de sol, doy sorbos a la pajita de mi granizado de café y dedico el tiempo que me queda a pensar en las niñas: dos extrañas que hace un rato nadaban en mi piscina mientras John, su padre, se fue sin prisa a hacer la compra, pensando que ellas y yo aprovecharíamos su ausencia para empezar a conocernos.
Hasta hoy, no había traído a ningún hombre a mi santuario. Mi casa está aislada, sobre una colina con vistas al mar. Ni siquiera se ve desde la carretera. Se confunde con el paisaje: ladrillo visto, hiedra en los muros y, por dentro, una blancura de quirófano, todo minimalista, líneas rectas y ventanales que ocupan casi toda la fachada que da a la piscina. Mi casa soy yo: el mundo no sabe verme, pero, si alguien logra cruzar la puerta, todo queda a la vista.
El sol, a las órdenes de agosto, calienta obediente lo que está a su alcance. O lo intenta, al menos. Fracasa al rebotar en mi piel, anestesiada e insensible, aunque su ardor invade mi cerebro. Casi escucho el crepitar de mis neuronas, veo las chispas que saltan cuando las terminaciones nerviosas de mi cerebro se enredan y se entrecruzan entre el caos de mis pensamientos, que sufren cortocircuitos y entran en bucle. Mi mente es un coche de Fórmula 1 con el motor recalentado; puedo oler el humo que atraviesa mi pamela y que es invisible para ellas, pero no para mí.
El corazón debería tomar el mando. Lo que circula por mis venas ahora mismo es mucho más gélido que el hielo picado que contiene mi vaso. Es un vaso de tubo, alto, elegante, como mis piernas. Unas buenas piernas son parte importante del arsenal para conquistar a un tipo; eso decía mi madre que en gloria esté, aunque lo dudo. Más méritos hizo para arder en el fuego de mil soles como el de hoy, que para empadronarse en ese azul que hay sobre nuestras cabezas, un azul como el agua de la piscina, pero sin su movimiento, sin el chispeo de burbujas que provocaban las crías hace un rato al mover los pies. ¿Será por eso que no incluyeron el instinto maternal en mi equipaje genético?
Miro a la piscina y las observo. Veo el pasado. Me veo a mí misma a su edad. Soy ellas, pero yo no era como ellas. Miro al cielo, al futuro. Intento imaginarme con la edad de mi madre. Soy como ella, pero ahora tengo la certeza de que no seré como ella.
Solo necesité dos de mis armas para conquistar a John: mis piernas y mis ojos. O eso creía. Descubrí demasiado tarde que lo hubiera logrado incluso desarmada. En eso, mi madre fracasó al entrenarme; no me enseñó a detectar en mis antagonistas los defectos ocultos, secretos como, por ejemplo, tener dos hijas.
Me llevo el vaso helado a la frente. Mi cuerpo se recompone. Las temperaturas, como los astros, se alinean. Cierro del todo los ojos y es cuando veo el cuadro con toda claridad: no he sido cazadora, he sido presa.
Durante una fracción de segundo admiro a John. Ha sido un digno oponente. Empiezo a rebobinar nuestra historia y me descubro ante su habilidad para traerme hasta aquí, hasta mi casa, hasta mi piscina, con esas dos extrañas que destrozaban con sus gritos y sus risas mis tímpanos y mi calma.
La última media hora pasa por mi mente como si fuera una película. Me veo a mí misma y, en silencio, repito gesto a gesto mis acciones: veo cómo abro los ojos, dejo el vaso en la mesita que hay junto a la tumbona y entro en el agua sin importarme que me salpiquen. Fuerzo una sonrisa. Mis ojos siguen a cubierto tras las gafas de sol.
Pongo mis manos en sus cabezas, y empujo hacia el fondo de la piscina. Solo necesito un par de minutos. El silencio me arropa; soy un feto nadando en la placidez del líquido amniótico.
Cuando los cuerpos emergen, continúa la quietud, la calma, la paz. No hay ningún ruido fuera de mí. El rugido está en mi interior: acabo de perder al único hombre al que he admirado. Así de sencillo. No podía estar con él y con sus hijas, y ahora sé que tampoco podremos estar juntos sin ellas.
Me recuesto en la tumbona, cojo de la mesa la granizada de café y le doy un sorbo. Me dejo arropar por la quietud. Luego vuelvo a dejar el vaso en su sitio. No quiero que el café se derrame sobre mi traje de baño blanco cuando el Valium me haga efecto. A John no le gustaría verme así.

Adela Castañón

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Al final, era sencillo

Si hubiera sabido que matar era tan fácil, lo habría asesinado hace mucho. El problema es que nadie me explicó eso jamás. Y, claro está, seguí aguantando y aguantando paliza tras paliza, borrachera tras borrachera, insulto tras insulto.
De soltera, cuando veía en las noticias casos de mujeres maltratadas, siempre pensaba en ellas con lástima y con un sentimiento de superioridad. ¡Pobrecillas!, me decía a mí misma, lo siento por ellas, pero en el fondo son tontas por consentirlo. ¡Cualquier día iba yo a dejar que me pusieran la mano encima de ese modo!
¿Saben eso de que por la boca muere el pez? Pues eso fue justo lo que me pasó. Por eso pintan a Cupido ciego, ahora lo sé. ¿No quieres caldo?, pues toma tres tazas: otra patada en la boca por haber caído yo también en esa trampa del “amorparatodalavida”.
¿Saben quién me enseñó lo de que matar es fácil? ¿No? Está clarísimo: me lo enseñó él. No tuvo que explicarme nada, fue una lección práctica que aprendí el día que, estando embarazada de cuatro meses, me mató al crío en la barriga a base de patadas. Pero me la aprendí bien.
Por eso ahora estoy en el cementerio.
No, no. No se equivoquen. A mí no pudo matarme. Pero en la siguiente borrachera, miren que mala suerte, dio la casualidad de que se cayó por las escaleras del piso. ¡Cosas que pasan! En fin… Descanse en paz. Amén.

Adela Castañón

La nota desafinada

La viuda que vivía en el primero izquierda salió a comprar el pan a las nueve de la mañana, como todos los días. Volvió a su casa despacio para no cansarse y, por el camino, meneó la cabeza y maldijo una vez más al presidente de la comunidad. Claro, como él vivía en el bajo se negaba a la propuesta de una derrama extra para poner un ascensor. Virtudes iba a las reuniones de comunidad con la intención de insistir en la necesidad de la obra, pero al final se quedaba callada. Era la vecina más reciente, solo llevaba cuatro años allí, desde que le pasó lo de Valencia y tuvo que irse, y aún le daba miedo llamar la atención.
Entró en el portal y se cruzó con un hombre grueso, con gafas de concha y una barba que le tapaba hasta el cuello de la camisa, que iba mirando al suelo.
—Buenos días —dijo ella.
No era ninguno de sus vecinos, pero era una mujer educada y el saludo no se le niega a nadie. El otro se limitó a llevarse la mano al gorro de lana que le cubría la cabeza y dejó salir una especie de gruñido por toda respuesta. Ella subió con paso cansino los dieciocho escalones que había hasta su puerta y, al llegar al rellano, escuchó chistar a la vecina del primero derecha que la miraba con los ojos muy abiertos desde su puerta, entreabierta apenas una rendija.
—¡Virtudes!, ¡Virtudes! —Sin esperar respuesta añadió en voz baja—: Le han entrado en el piso hace menos de diez minutos. Lo he visto todo por la mirilla y estaba a punto de llamar por teléfono a la policía cuando he oído ruido y la he visto llegar.
—¡Ay, Dios mío! ¿Qué me está diciendo, señora Engracia?
—Lo que oye. Ya se han ido, o se ha ido, que solo vi a uno, pero yo que usted no entraría por si acaso. —Miró con los hombros encogidos la puerta abierta a la izquierda, y luego a su vecina—. Pase si quiere, pero dese prisa, que estoy más muerta que viva del susto.
Virtudes se apresuró a entrar y llamó al 112 mientras Engracia seguía vigilando por la rendija. Pronto llegó una patrulla formada por un policía alto y delgado, que no tendría más de treinta años, y una agente bajita y risueña que parecía cubana o latina por lo atezado de su piel. Engracia, sin llegar a abrir del todo la puerta de su casa, les contó lo mismo que le había dicho a Virtudes, y los agentes entraron en el piso a paso lento, mirando en todas direcciones. A los pocos minutos salieron y tranquilizaron a las dos mujeres.
—Puede entrar, señora —dijo el alto—. No hay nadie y no parece que hayan revuelto gran cosa. Tranquila, que la acompañamos. Dé un vistazo y díganos si echa algo en falta. Parece que le han entrado a robar, pero igual no les ha dado tiempo.
Virtudes entró con ellos. Fue derecha al dormitorio y abrió el cajón de la mesilla, donde guardaba el dinero que sacaba los días uno y quince de cada mes de la cuenta del banco donde le ingresaban la pensión, y contó los billetes y las monedas. Había más o menos lo de siempre. Al fondo del cajón también estaba la alianza de su difunto marido y la pulsera de pedida, las únicas joyas que conservaba. En el salón y en la cocina tampoco echó nada de menos.
La pareja se marchó, no sin decirle antes que la llamarían para rellenar unos papeles y que si notaba cualquier cosa los llamara ella antes. Se despidieron, Virtudes cerró la puerta y echó la llave. Tenía el corazón acelerado. Entró en el baño para coger un Lexatín del cajón de las medicinas y entonces lo vio:
En la repisa, junto al vaso con el cepillo de dientes y las pastillas de corega para su prótesis, estaba la cajita de música. Las piernas se le aflojaron y se sentó sobre la tapa del inodoro sin quitar la vista del objeto.
Ojalá se hubieran llevado hasta los cubiertos, pensó. No faltaba nada en casa, era mucho peor: la caja de música sobraba.
La habían encontrado.

Adela Castañón

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ElDíaQueMeHiceMujer

A principios de la década de los setenta, tener doce años era, en cuanto a grado de espabilamiento, como ahora tener unos seis o siete. Nuestros padres eran Padres, así, con mayúscula. Solo Dios y el Papa estaban por encima de ellos. Los hermanos y hermanas mayores, oráculos que habían tenido la suerte de llegar al mundo antes que los demás, eran ídolos para el resto. Los había de todas clases y colores, claro. Estaban los que se dedicaban a esclavizar a los “enanos” y les encargaban toda clase de tareas, desde hacerles la cama hasta ir a comprar una barra de labios. Y estaban los otros, los que se sentían magnánimos y protectores con sus hermanos pequeños. Yo era de estos últimos, quizá porque mi mejor amiga era la menor de cinco hermanos, y yo, la mayor de tres.
En aquellos tiempos casi todas las conversaciones de los recreos en el patio del colegio eran cuchicheos, y no porque el contenido de las charlas fuera escabroso. Éramos simples hasta el aburrimiento. Baste decir que, hasta que no tuve once años largos, la regla era para mí un instrumento rígido y rectangular útil solo para trazar líneas rectas o medir la distancia más corta entre dos puntos. Sin ningún otro significado, claro. Empecé a sospechar que había algo más ahí cuando me di cuenta de que esa palabra hacía que los decibelios de los cuchicheos se redujeran al mínimo.
Por supuesto que, cuando llegó “ese” día, lo peor no fue el manchurrón entre marrón y rojizo de mis braguitas blancas de algodón, ni el retortijón de tripa como si me hubiera puesto morada de chocolate, ni pasar las dos últimas horas de clase con las rodillas tan apretadas que casi me dio un calambre al levantarme para ir a casa. No. Lo peor fue pensar cómo se lo diría a mi madre. Era invierno, pero cuando entré en casa tenía la cara tan roja como si hubiese corrido desde el colegio hasta allí en pleno mes de agosto. Al final, opté por lo más breve:
—Mamá —le dije sin soltar siquiera la cartera—. Me…
Me quedé bloqueada. Mi madre, al ver que no seguía, me cogió de la barbilla para que la mirase:
—¿Qué, Isabelita? ¿Qué te pasa, chica?
Yo bajé la cabeza hasta casi agujerearme el esternón con la barbilla y susurré:
—Me ha venido la regla en el recreo… creo.
No sé si mi madre lo tomó como tartamudez o como duda, pero se limitó a suspirar y a decir:
—Vaya, chiquita. Pronto llega, pero en fin…
Me cogió de la mano y me llevó a su dormitorio. Abrió el último cajón de la cómoda, sacó unos trapos blancos y fuimos a mi cuarto. Los guardó entre mis bragas y mis calcetines.
—Mira, Isabelita. Tienes que ponerte estos pañitos para que la braga no se te manche, ¿entiendes? Cámbialos cada poco, si no lo haces la… si no lo haces puede mancharse hasta la ropa, ¿vale? Cuando te quites uno, lo enjuagas en la pila del lavadero con agua fría. Luego le das con el jabón verde y lo dejas un ratito en agua con lejía, en la palangana blanca chiquita.
Yo asentí con la cabeza. Hasta hablar me daba vergüenza, ¡qué mal rato, Señor! Mi madre se inclinó y me dio un beso en la frente.
—Bueno… pues ya tenemos otra mujercita en la familia.
Por la tarde no quise salir a jugar con mis amigas. Me daba vergüenza pensar que, si se me manchaba la ropa, todos lo verían y yo me querría morir.
Antes de cenar, me entraron ganas de hacer pipí y cuando fui al cuarto de baño casi me echo a llorar. ¡Era mucho peor que por la mañana! Además, se me había olvidado coger un pañito del cajón. Llamar a mi madre quedaba descartado. Gasté más de medio rollo de papel higiénico en fabricar un ovillo informe que me puse entre las piernas. Me subí las bragas como pude, asomé la cabeza por la puerta del baño para asegurarme de que el pasillo estaba despejado y di una carrera hasta mi cuarto. Cerré la puerta, cambié el ovillo de papel, que ya era de dos colores, rojo y blanco, por un pañito limpio y metí el paño sucio y el papel manchado en la bolsa del bocadillo del colegio que saqué de mi mochila. La escondí debajo de mi camiseta y entré en la cocina. No había nadie. Escondí el papel higiénico manchado debajo de las cáscaras de patata que había en la basura y fui al lavadero.
Aquello fue lo peor. El pañito sucio olía a rayos. Lo cogí por una esquina y abrí el grifo de la pila. Dejé que el agua empapara la tela, pero sin mancharme los dedos. Al principio pareció que funcionaba, pero luego el agua empezó a caer clara… y el pañito seguía con un color rosa vivo. No sé cuánto estuve así, pero aquello acabó cuando mamá, asustada al escuchar las arcadas que yo daba, entro en el lavadero.
—Pero, Isabelita, hija… que tampoco es para tanto, chica.
Sin embargo, lo dijo con poco convencimiento. A mis arcadas se sumaron unos hipidos incontrolables y mamá me quitó el pañito de la mano.
—Anda, trae, que ya lo hago yo.
Ese primer mes, mi madre fue mi ángel de la guarda. El siguiente intenté lavar mis pañitos, pero las arcadas me empezaban incluso antes de llegar al lavadero. Mamá volvió a hacerse cargo de la tarea y, al mes siguiente, antes de que me llegara la dichosa regla, entró en mi cuarto con una bolsa de la farmacia. Abrió el cajón de mi ropa interior, sacó los pañitos y metió allí lo que llevaba en la bolsa. Era un paquete grande, de plástico, que llevaba escrito “compresas”.
—Mira, te he comprado esto. Sale más caro, pero qué le vamos a hacer… ¡Ay, Señor, qué pronto has empezado…!
Las compresas fueron para mí una liberación. Lo único bueno de aquella época y de aquel asunto. Porque cuando llegó el verano y me enteré de que no podía bañarme en la playa ni en la piscina se me cayó el alma a los pies. Raro era el día en no había alguna niña vestida de cabo a rabo cerca del agua, poniendo como excusa para no bañarse aquello de que estaba resfriada. No sé a qué nivel estarían los conocimientos de los chicos sobre sexualidad femenina y si se tragaban nuestra excusa, pero me da a mí que, si nosotras éramos torpes, lo de ellos rayaba con el retraso profundo. Y, para muestra, un botón: mi hermano vio un día un anuncio de Evax en la revista Hola que compraba mi madre, y me soltó:
—Mira, Isa, ya no saben qué inventar. ¿Para qué servirá esta tontería?
Yo me puse como la grana. Y, para que quede claro que era de las hermanas mayores que se enrollaban, le di a mi hermano un cursillo acelerado sobre la menstruación femenina que hizo que, al final, él se pusiera incluso más rojo que yo.
Así fue cómo cambió mi vida ElDíaQueMeHiceMujer. Espero que, en el futuro, si me caso, no me vendan milongas sobre ElDíaMásFelizDeTuVida… porque menuda faena, ¿o no?

Adela Castañón

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La elección correcta

Me miro en el espejo de la entrada, me aseguro de que no llevo la corbata torcida y salgo de casa. Mi abogado dice que hay que cuidar los detalles y esa era una de las cosas que Luisa hacía por mí antes de que le entrara esa tontería de emanciparse, cuando aún era una esposa como Dios manda, una madre modelo, y todo iba bien.

Avanzo por el camino de piedras del jardín hasta la acera. Dejé el coche ahí porque no valía la pena meterlo en el garaje cuando regresé de la oficina para cambiarme. Pulso el mando, abro la puerta y arranco el motor. De pronto, siento algo frío y metálico en la nuca y escucho una voz medio velada:

—No se te ocurra moverte.

El frío camina por mi espalda como si un ciempiés de goma estuviera clavando sus patas en cada una de mis vértebras. Sin mover el cuello, veo en el retrovisor una cabeza cubierta por un pasamontañas de color marrón oscuro. El estómago se me encoge, y el café que acabo de tomarme a toda prisa en la cocina amenaza con subir hasta mi boca. Aprieto los labios y lo único que acude a mi cabeza es un pensamiento absurdo: como vomite, me mancharé la corbata.

—Arranca despacio y mete el coche en el garaje.

Intento tragar saliva sin conseguirlo y obedezco. Meto primera y avanzo a cámara lenta. Hago inventario de lo que llevo encima. Me armo de valor.

—Escuche, tengo casi seiscientos euros en la cartera, y dos tarjetas de crédito. Puedo darle…

—Calla y obedece —me interrumpe—. Y cierra la puerta al entrar.

Conduzco despacio, meto el coche y escucho cómo empieza a cerrarse la puerta. El aire vuelve a acariciarme la nuca, dejo de estar encañonado. Mi asaltante se baja, abre mi puerta y me invita a salir. Obedezco, aunque las piernas me sostienen con dificultad. Asombrado, veo que el hombre se lleva una mano al cuello y agarra el borde del pasamontañas. En la otra mano, tiene un cilindro de metal de unos cinco centímetros de largo que parece un inofensivo trozo de cañería, pero nunca se sabe. Miro al suelo, no entiendo nada, pero no quiero ver su cara; eso sería peligroso para mí.

—Deja de hacer el gilipollas y mírame, Travolta.

Aprieto los dientes sin poder creer lo que veo. El único que me llama así es mi suegro desde que Luisa y yo nos conocimos en un concurso de baile. ¡El muy cabrón me ha dado un susto de muerte! Me mira de frente, a cara descubierta, y me da un empujón tan fuerte que me doy un cabezazo con el marco de la puerta y vuelvo a quedar sentado de lado en el asiento del conductor.

—Escucha bien. —Se guarda el cilindro en el bolsillo—: Vas a ir ahora a la cita con los abogados. Vas a saludar a mi hija con mucha educación. Vas a firmar el documento en el que renuncias a la custodia de Dani y a olvidarte de tus amenazas a Luisa sobre lo de quedarte con mi nieto.

—Pero ¿qué te has creído? —contraataco—. ¡Eres gilipollas!

—Puede, pero soy un gilipollas vivo y tú puedes ser un hijoputa muerto si no lo haces.

Algo en su tono hace que mi ira se esfume y vuelva el miedo.

—Mira, Travolta. —Levanta la mano izquierda, extiende el meñique y repite—. Uno: le cederás a Luisa la custodia y la patria potestad de Dani, sin tocar ni una coma del acuerdo. —Extiende el anular—. Dos: lo que hagáis con el dinero, la casa, los coches y esas mierdas me la suda. Igual que a Luisa, por cierto. —Alza el dedo corazón—. Tres: tocarle los cojones a un suegro con entrenamiento militar, rico, y dueño de una cadena de ferreterías puede no ser buena idea. Este tercer punto es de regalo. Imagino que ya lo sabías, pero por si acaso. —Escupe al suelo y añade—: Espero que, por primera vez en tu vida, sepas elegir lo que te conviene.

Pulsa el botón de apertura de la puerta del garaje, me da la espalda y se marcha sin mirar atrás.

Me quedo sentado en el coche unos minutos hasta que me tranquilizo un poco. Pienso que, al fin y al cabo, tampoco iba a saber qué hacer con Dani. Arranco. Lo único que me jode es saber que mi suegro se sentirá feliz con mi elección.

Adela Castañón

Cena para dos

Habían quedado en un lugar neutral: un restaurante en el que ninguno de los dos había estado antes. Cuando Elena lo llamó proponiendo la cita, David sugirió la pizzería a la que solían ir, pero ella dijo que le apetecía probar algo distinto y mencionó La Guarida del Corsario. Tenían buen pescado, comentó, y no quería saltarse su plan de comidas; lo llamó así, plan de comidas, no dieta, como cuando estaban juntos.
—¿Y carne? —le había replicado él—. Ya sabes que no soy muy fan del mar, Elena.
—También. Me han dado buenas referencias, David, no seas tan quisquilloso. Y sé que tienen carne porque miré la carta en internet. —Suspiró—. Sabía que lo preguntarías.
David aceptó. Sentía curiosidad, ¿qué querría Elena? Las últimas veces que había ido recoger a los niños, ella había abierto la cancela del jardín, y no solo eso. Él había llegado a entrar en el recibidor. Volver a pisar su casa le hizo darse cuenta de cómo añoraba su hogar. Aunque ahora no era su casa, se dijo, al menos no en sentido estricto, claro, era la de Elena y sus hijos. David suspiró. Había calculado mal con Elena al pensar que le perdonaría los cuernos una vez más, pero no había sido así. Era la primera vez que la postdata de una infidelidad duraba tantos meses y que, además, le había puesto las maletas en la puerta. Y ahora, de pronto, Elena movía ficha. Quizá, por fin, se estaba ablandando. La cita prometía.
El restaurante tenía un aspecto engañosamente sencillo. La decoración estaba calculada al milímetro para dar esa impresión, pero, a poco que uno se fijara, era fácil percibir los detalles sofisticados y discretos: luces indirectas, no tanto que impidieran ver los platos o las caras; manteles de un blanco impecable; flores naturales de aromas discretos, y una música casi tan inaudible como el sonido del cristal caro chocando con la porcelana.
David llegó veinte minutos antes. Elena odiaba las esperas y a él le interesaba quedar bien. Le sorprendió que ella, en lugar de aparecer con adelanto, como solía, se acercara a la mesa justo cuando las manecillas de un antiguo reloj de pared marcaban las nueve, hora de la cita. Él había pedido ya una botella de Protos y se había bebido casi media copa mientras aguardaba. Se levantó, le apartó la silla para que se sentara y luego tomó asiento frente a ella. Se había cortado el pelo y le dio la impresión de que había perdido algunos kilos.
—Te ves estupenda, Elena —dijo por todo saludo.
—Gracias. —Ella sonrió con suavidad—. El tiempo me trata bien.
El camarero se acercó, tomó el pedido y se retiró con discreción. Hubo un silencio breve. David apoyó los codos sobre la mesa y entrelazó los dedos.
—Me dijeron que has estado fuera… —dejó la frase inacabada. Esperaba que Elena le preguntara cómo lo había sabido.
—Sí. —Ella se limitó al monosílabo sin dar más explicaciones—. Unos días. A veces viene bien un cambio de ambiente, ya sabes.
David no esperaba un comentario así, pero no detectó acritud en el tono. Le sirvió vino sin preguntarle, para ganar tiempo. Lo había pedido porque sabía que era su marca favorita.
—¿Qué tal los niños? —Intentó sonar desenfadado y sonrió—. ¿Me echan de menos?
—Están bien. —Le devolvió la sonrisa y se encogió ligeramente de hombros—. Lo otro tendrás que preguntárselo a ellos.
—Lo haré cuando los vea. Las vacaciones de verano están a la vuelta de la esquina, tendremos que hablar del tema, ¿no? Si no te apetece ahora o si te parece precipitado podemos quedar otro día. Aunque estoy bastante ocupado, seguro que encuentro un rato para estudiarlo.
—Eso espero. Siempre se te dio bien.
—¿El qué? ¿Los niños?
—No. Lo de mantenerte ocupado.
—Alguien tenía que ganar dinero, ¿no?
—No lo digo como un reproche, David. —Elena alzó la copa en un brindis silencioso—. Solo constato el hecho. Ocuparte de tu trabajo se te ha dado siempre bien.
—Como a ti tomar distancia. —No pudo evitar la réplica.
—Entonces estamos en igualdad de condiciones, ¿no crees?
—Lo hemos estado siempre, Elena. —Trató de arreglarlo—. Somos un equipo.
—Supongo que sí, que éramos algo así. —Ella soltó la copa sin añadir nada más.
A David no le pasó desapercibido el cambio de tiempo verbal de presente a pasado, pero lo dejó correr. El camarero llegó con la comida y, durante un breve rato, hablaron de cosas inofensivas: proyectos, noticias, recuerdos asépticos que podían mencionarse sin dolor… Incluso hubo algunas risas compartidas y espontáneas.
Mientras esperaban el segundo plato, David levantó la copa y le hizo a Elena un gesto pidiendo un brindis. Ella alzó la suya, pero no bebió.
—¿Sabes, Elena? Creí que esta cena sería más difícil, ya ves.
—¿Difícil en qué sentido?
—No sé, más incómoda, quizá. Más… más vacía, o más llena de reproches por tu parte, reproches que me he ganado a pulso, lo reconozco. Pero veo que todavía podemos hablar con calma.
—Eso es bueno, supongo.
—Claro. —David dio un sorbo a su copa—. Te vi el otro día en el parque, con los niños.
—¿En serio? —Elena entornó los párpados—. ¿Y por qué no te acercaste?
—No sé, no quería interrumpir. Me pareció que tal vez esperabas a alguien. ¿Acierto?
—Qué tontería. No hubieras interrumpido nada.
—Elena, me pregunto… bueno, me pregunto si lo que nos ha pasado era inevitable. Sé que he metido la pata varias veces y…
—Ya no creo en lo inevitable, David. Ni en dejar pasar las cosas. Mi vida, la de los niños… no puede consistir siempre en unos puntos suspensivos. Lo pensé durante mi viaje.
—¿Y si intentamos ver las cosas desde otro ángulo?
—¿Desde cuál? —Ahora Elena sí dio un buen sorbo a su copa.
—Desde el que nos permita reconstruir nuestras vidas. —David se inclinó hacia adelante.
—¿Y si ya no hay nada que reconstruir?
—Siempre lo hay, Elena. Aunque sea algo distinto, ¿no crees?
—¿Estás seguro? Tal vez hemos cambiado demasiado.
—Puede. Pero podemos encontrar la manera. Estamos aquí, cenando juntos. Eso significa algo, ¿no? —David se relajó. Ya era hora de que las cosas empezaran a mejorar.
—Sí, estoy de acuerdo. —Elena señaló al plato de él—. ¿Qué tal la carne?
—Exquisita.
Entre los dos se instaló un silencio lleno de palabras que ninguno estaba dispuesto a decir. Se concentraron en la comida y no pidieron postre. Cuando el camarero dejó la cuenta en la mesa, ella se apresuró a sacar el monedero de su bolso.
—Deja que te invite —dijo él.
—No hace falta. Es mejor así.
Elena dejó la mitad del importe sobre la mesa y se puso en pie sin darle tiempo a insistir. Él la imitó y ella lo detuvo con un gesto.
—He venido en coche, no hace falta que me acompañes.
Le sostuvo la mirada un instante y luego rebuscó en el bolso. Sacó un sobre y se lo tendió con una sonrisa.
— Me alegro de que hayamos podido hablar —dijo Elena. Señaló el sobre—. Llámame en unos días.
Él se quedó en la mesa unos minutos más, acabándose el vino mientras la veía marchar. Dio la vuelta al sobre. El remite llevaba el membrete de una firma de abogados. Sintió un peso extraño en el pecho, como si el último bocado de carne se le hubiera quedado atascado.
Salió a la calle. Se arrebujó en su abrigo. Hacía un par de horas, cuando llegó a La Guarida del Corsario, no había notado que el aire frío era tan cortante que atravesaba la piel.

Adela Castañón

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La pelotilla

Mi madre decía que el destino solo metió la pata con ella al programar su fecha de nacimiento. 

—No es que la vida me haya tratado mal —se apresuraba a aclarar—. He sido feliz, pero me hubiera gustado ser la Bella Durmiente para dormir cien años y despertarme ahora siendo joven todavía.

Cuando la gente la escuchaba decir que nació demasiado pronto, y no porque fuera sietemesina o algo así, sino porque le fastidiaba tener tan poco tiempo para disfrutar de las maravillas tecnológicas que este siglo traía a manos llenas, la miraban raro. Pero, cuando seguía hablando, se rendían a su encanto con una sonrisa.  

—Es que digo yo que los españoles siempre vamos con retraso, qué se le va a hacer. No hay más que ver lo que pasa con los Reyes Magos, y conste que yo soy de ellos y no del gordo de la barba blanca, el del trineo, que mira que vestir de rojo, con lo que engorda ese color… pero bueno… Tiene más sentido común. Porque mira que poner nosotros los juguetes la noche del cinco de enero, cuando el siete o el ocho hay que volver al cole… ¿Tengo razón o no? —Aquí solía suspirar—.  Y eso me pasa a mí con las cosas nuevas que hay ahora, que tengo que ir más rápida que el Correcaminos porque ya me diréis… Que con noventa años soy un yogurín, sí, pero a punto de caducar.

Mi hija dijo una vez que su abuela no era vieja ni lo sería nunca porque no se vestía de negro ni con un moño apretado, le gustaba hacer tonterías, se reía mucho y se ponía una gorra roja de Mickey Mouse en los viajes. Es una de las mejores definiciones que he escuchado de ella.

Sus frases lapidarias, como esa de que hubiera querido más tiempo para disfrutar de mil cosas, nunca sonaban a queja. Ni de lejos. Se bebía la vida a sorbos, empinándola como si fuera un botijo y dejando que el agua fresca le corriera por la cara mientras se atragantaba con sus risas.

Se apuntaba a todo. Cuando salieron los móviles, le faltó tiempo para comprarse uno. Los primeros días, hasta se le pasaba ver el programa de Ana Rosa Quintana en Telecinco porque se le iban las horas toqueteándolo. Una tarde vino a mi cuarto con el móvil en la mano.

—Oye, Ade, ¿por qué hay señoras que quieren ser mis amigas?

—¿Qué? —Yo no tenía ni idea de a qué se refería.

—Mira. —Me dio el teléfono—. Aparecen cuando quieren. Casi todas tienen unos pechos enormes ¡y van casi sin ropa!

Cogí el móvil y me entró la risa. Mi madre, con la osadía de los ignorantes, se había dedicado a navegar a su aire y estaba sufriendo un bombardeo de páginas de contactos.

Si algo triunfó en su nuevo juguete, fue, sin dudarlo, el WhatsApp. Una de las primeras veces me hizo una videollamada en lugar de una llamada normal y, cuando contesté, le solté:

—Mamá, llevas el pendiente desabrochado y tienes cerilla en la oreja.

—¿Qué? —Pausa de dos segundos—. ¡Ay, hija, que va!

—Mamá, tócate la otra oreja. Y coge el móvil como si fuera un espejo. 

—¡Hala, Ade! ¡Pero si te veo!

—Pues igual de bien veía yo tu oreja, guapa —contesté entre risas.

—Eso ha sido mi ángel de la guarda, para que no perdiera el pendiente. ¿Qué has hecho para verme? ¡Esto parece magia!

—Yo no he hecho nada. Has sido tú. Le has dado a videollamada.

Seguir sus avances era divertidísimo, aunque hubo algo que nunca aceptó. A mis hermanos y a mí nos lo dejó bien claro.

—Niños, me podéis llamar por video, por WhatsApp, mandarme fotos o escribirme… ¡pero haced el favor de no marearme con la pelotilla!

—¿La pelotilla?

—Sí. La pelotilla.

Abrió la primera conversación que encontró y levantó mucho las cejas mientras nos mostraba un audio.

—Esta pelotilla. A mí no me mandéis esto. Que el otro día, en el súper, le di a la pelotilla y era uno de vosotros diciendo no sé qué, y me puse a contestarte y él dale que te pego, sin dejarme hablar. Soy vuestra madre. ¡Que sea la última vez que me hacéis parecer tonta hablando sola! Ea.

Aquello fue innegociable.

Adela Castañón

Obsesión

—¿Nerón? Explíqueme eso de que todo empezó por Nerón.

—Me decepciona, doctor. —Marcial chasqueó la lengua—. Aunque recuerdo lo que es empezar a ejercer recién terminada la carrera, ¿ya ha olvidado las principales lecciones? Me decepciona —repitió—. Pero se lo explicaré por los viejos tiempos. 

—Adelante, pues.

Luis maldijo su suerte. No necesitaba leer la anamnesis en la historia clínica que tenía en la mesa. La sabía de memoria: Marcial Villiers, catedrático de Psiquiatría de la Sorbona, presidente de mil sociedades científicas, director de un Psiquiátrico de élite, era ahora su paciente.

—¿Qué recuerda de Nerón? —preguntó Marcial—. ¿Cómo lo definiría?

—¿Qué tiene que ver…?

—Si quiere respuestas, doctor, empecemos por las preguntas —interrumpió Marcial—. Conteste.

El silencio entre los dos zumbaba como un cable de alta tensión.

—Incendió Roma. Fue un personaje histórico.

—Pobre. Una respuesta muy pobre. Fue uno de los pocos genios capaces de apresar la inspiración, de hacerla su esclava, pese a pagar por ello un alto precio.

—Sigo sin entender.

—Ahí va otra pista. Mi primera y única novela.

—¿Ha escrito usted una obra de ficción?

—¿Lo ve? Seguro que conoce todos mis ensayos. Todos son éxitos, pero… —Marcial suspiró—. Mi novela frente a mis publicaciones. Arte frente a ciencia. Yo como paradigma del doctor Jeckyll y mister Hyde.

Luis guardó un silencio desconcertado. Marcial siguió:

—¿Aún no lo ve? Mis ensayos se nutren de datos, de raciocinio. Por eso triunfan. Pero ¿dónde radica el éxito de una novela?

—No le sigo, doctor Villiers.

—Su ceguera mental ofende mi capacidad docente. ¡Un alumno tan prometedor, y no logra bucear en mi intelecto…!

—No estamos aquí para hablar de mí. —Luis se recompuso. Debía recuperar las riendas de la conversación—. Se trata de usted, Marcial.

Llamarlo por su nombre marcaría las distancias y pondría a cada uno en su lugar. Marcial Villiers ahora era solo su paciente, y su responsabilidad era evaluar la salud mental de ese hombre. Debía recordarlo. Porque solo era un hombre.

La sonrisa del viejo profesor le recordó a la de Anthony Hopkins en El silencio de los corderos. Hannibal Lecter. Hannibal el caníbal. Se aflojó la corbata. El aparato de aire acondicionado marcaba 23ºC. Agradeció que su bata tuviera manga larga. El vello de los brazos se le había erizado y, pese a eso, un calor asfixiante que nada tenía que ver con la canícula infernal de ese día de agosto le subía desde el pecho hasta el cuello. Temió que las gafas resbalaran por su nariz si empezaba a sudar. Se las quitó y las dejó sobre la mesita. Trató de disimular una inspiración profunda. Joder. Él no se parecía en nada a Jodie Foster.

—¿Por qué crees que fracasó mi novela, Luis? —Marcial le devolvió el golpe con el tuteo inesperado. No esperó respuesta—. Porque era mala. Le faltaba algo.

—¿Y…?

—Razona, doctor. ¿Por qué es mala una obra?

—Por mil motivos.

—Mal. Busca el origen. Eres psiquiatra.

—Ilumíneme. Usted también lo es.

—Bravo. Eso está mejor. No es tan difícil, ¿verdad? Hagamos que sea el paciente el que busque las respuestas. Me devuelve la fe en mí como docente. —Marcial se levantó y empezó a dar vueltas por el despacho—. Veamos, el origen de la bondad o no de una obra está en su autor. En este caso, yo como novelista. ¿Me sigue?

—Le sigo. Continúe.

—Profundicemos. ¿Qué necesita el autor? —Hizo una pausa—. Venga, no me deje todo el trabajo a mí.

—Pues… —Luis meditó unos segundos—: ¿Técnica e inspiración?

—¡Bravo, doctor! —repitió Marcial—. Mi técnica es perfecta. No así mi inspiración.

—¿Qué tiene que ver eso con sus actos?

 —¿Sigue sin ver? La búsqueda. La búsqueda del genio. La inspiración es esquiva y hay que pagar un alto precio para poseerla. Nerón me dio la clave, necesitó un incendio, y no uno cualquiera, sino el de Roma. Hay nobleza en los grandes sacrificios.

—Usted no es un pirómano —tragó saliva—, sino un asesino.

—Empecé por la ciencia. Asistí a la autopsia de un escritor. Palpé su cerebro. Lo olí. Hasta lo saboreé en un descuido del forense. ¿Sabe que, al morir, el cerebro pierde unos gramos de peso?

Luis tragó saliva y contuvo una arcada. Solo con eso, el abogado defensor ya podría alegar locura.

—Pero no funcionó, tal vez porque la inspiración es algo vivo y se lleva mal con la muerte. Necesitaba genios vivos.

—¿Por eso los mató? ¿Para morder sus cerebros, comerse sus lenguas, beberse su sangre…? —No pudo seguir enumerando la lista de atrocidades.

—¿Quiere saberlo? Hagamos un trato. Sé que usted también escribe, que su novela ha triunfado. Por eso pedí que fuera mi psiquiatra. Cuénteme su truco y colaboraré en todo.

Luis suspiró. Negociar con ese demente podía ayudarle.

—El punto de vista. Poseer mirada de escritor.

El corazón de Marcial se aceleró. ¡Por fin! Suerte que su alumno se hubiera quitado las gafas. Se le acercó por detrás, con las manos a la espalda. En la derecha, llevaba el bisturí que acababa de coger de una vitrina.

Adela Castañón

Imagen: Curious Hunter en Pixabay

A oscuras

Igual que otras noches de tormenta, saltaron los fusibles y se fue la luz. Era el primer apagón en meses, el primero desde el día del telegrama y, esta vez, a Virtudes le dio igual. Paco y ella siguieron mirando el televisor, como si la telenovela aún se desarrollara, plana y en dos dimensiones, en esa pantalla muda tras el fundido en negro.

Se acordó de que había puesto la lavadora hacía menos de quince minutos. Sin decirle nada a Paco, que seguía con la vista perdida en un vacío infinito, se levantó del sofá para ir al lavadero a detener el programa de lavado, pero se detuvo a mitad de camino, en la cocina. No creía que la lavadora se estropeara si no la paraba, y si ocurría, bueno, si ocurría, la verdad es que le daba igual.

Abrió el grifo y cogió la tetera. La puso encima de la placa de vitrocerámica y se quedó con la mano a medio camino hacia el botón de encendido. ¿Qué hacía? Estaba tonta. No había luz y no habría té. Suspiró, le daba igual.

Cuando su Jesús era niño, mucho antes de que se alistara, mucho antes de Bosnia, mucho antes de que les regalara a sus padres la reforma de la cocina con la placa de vitro y otras modernidades, antes, mucho antes de todo eso, tenían una vieja hornilla de butano. Y cuando se iba la luz no importaba, también daba igual, sí, pero era diferente, no como ahora, porque podían cocinar.

Regresó al salón, las manos vacías, los brazos colgando, y se sentó otra vez al lado de Paco. Los cuerpos, a pocos centímetros y las almas a años luz. Y el silencio entre los dos como un intruso no invitado, una tercera presencia entre ellos mientras cada uno veía su propia película, de párpados para adentro, unidos y separados por ese silencio denso, oscuro como el salón tras el apagón; un silencio que violaba el cojín vacío del centro del sofá, ese cojín mudo desde que su ocupante se marchó.

Sonó un trueno. Dos segundos después, en el breve instante que duró un relámpago, Virtudes vio junto al televisor la foto enmarcada de Jesús vestido de marinero, el día de su Primera Comunión, como si la hubiera iluminado el flash del fotógrafo que se la hizo. Al lado estaba la otra foto, la que puso Paco luego, en la que se le veía muy serio con el uniforme de teniente, con el puto lazo en el marco.

—Mañana es lo del homenaje, ¿no? —le preguntó Paco. Sacó un pañuelo del bolsillo de la bata y se sonó—. ¿A qué hora dijeron que era?

—La misa, a las once. Y que luego habría un desfile, creo, o un discurso o algo así.

—Ojalá arreglen pronto la puñetera avería eléctrica y pare de llover. Como tenga que afeitarme a oscuras, me corto, seguro. Y no es plan ir hecho una mierda. —Se rascó la nariz—. ¿A qué hora te parece que salgamos?

—No sé. Sal cuando quieras. Yo no voy a ir.

—Eres… —Calló y meneó la cabeza—. Serás la única madre que falte, qué pasa, ¿eh? ¿Te la suda?

Virtudes no se molestó en contestar. Ojalá algo se la sudara. Ojalá le quedaran en el cuerpo gotas de agua y sal para poder sudar, ojalá algo encontrara el camino hasta sus ojos, secos y agrietados como el huerto, sin regar ni cuidar desde hacía varios meses, desde…

Miró por la ventana. Otro relámpago. Otro trueno. Ojalá cayera un rayo que fulminara la casa. El golpeteo de la lluvia sobre la uralita del patio sonaba como un réquiem burlón. Clavó en el cielo su mirada yerma y lo envidió, igual que envidiaba a Paco, porque tanto él como el cielo eran capaces de llorar.

Sonó otro trueno. Virtudes cerró los ojos. Los abrió. Coincidiendo con el fogonazo del siguiente relámpago, volvió la luz.

Virtudes miró la foto de su hijo vestido de teniente. Durante un segundo, la imagen de Jesús mostró una sonrisa que iluminó la habitación. Junto a ella, Paco se secó la cara con la manga y con el pañuelo, que aún tenía en la mano, volvió a sonarse.

Sus miradas se encontraron, él tendió la mano sobre el cojín vacío y Virtudes, por fin, recordó cómo era llorar.

Adela Castañón

Imagen: Peter H en Pixabay

El corazón averiado

El cirujano jefe salió de quirófano y se secó la frente con la manga de la bata desechable. Se quitó los guantes y se alisó el pelo antes de cruzar las puertas abatibles. Era el número uno en cirugía cardiovascular. Su adjunto y una residente de primer año lo seguían en silencio, manteniendo una distancia rigurosa de un par de pasos. Los tres se detuvieron en la puerta de la sala de espera de familiares porque el marido y la hija de la paciente que acababa de fallecer en la mesa de operaciones estaban de pie y se habían acercado a ellos nada más verlos.
—Lo siento —dijo el cirujano—. No se ha podido hacer nada. La pared del aneurisma era demasiado frágil y se rompió antes de que llegásemos a él.
La hija enlazó a su padre por la cintura y lo miró a los ojos, y la residente pensó que, de no haberlo hecho, el hombre habría caído al suelo. La joven doctora hubiera querido tocar el hombro de cualquiera de los dos, pero la actitud fría y profesional de su jefe la intimidaba. El cirujano siguió hablando con tono neutro y los brazos a lo largo del cuerpo.
—Ahora vendrá un administrativo para explicarles lo que deben hacer a continuación. Si tienen alguna duda, alguna pregunta sobre la intervención, díganselo y les dará una cita conmigo en menos de cuarenta y ocho horas.
La hija miró al médico durante un instante y se limitó a asentir con la cabeza antes de volver a clavar los ojos en su padre, y el cirujano se dio la vuelta y se alejó por el pasillo. El adjunto y la residente lo vieron marcharse, erguido y a buen paso, sin volver la vista atrás. Se miraron entre ellos. La joven doctora, ahora sí, puso una mano sobre el brazo de la hija y parpadeó para contener las lágrimas que ahora, en ausencia de su jefe, se empeñaban en brotar. Era curioso. Con otros doctores no le costaba tanto trabajo controlar sus sentimientos, pero con este… ¡Aquel control absoluto de todas las situaciones no era normal! Se preguntó, y no por primera vez, si lo que corría por las venas de ese hombre sería hielo en vez de sangre. Personas así la hacían dudar de la existencia del alma y de si ella estaría preparada para ejercer esa profesión.
El cirujano caminó con paso firme hasta la zona de las taquillas. Abrió la suya, descolgó su ropa, se cambió y miró el reloj. Pasaban treinta minutos de su hora de salida. Si no hubiera intentado clampar la vena rota como último recurso, habría salido puntual. Se frotó la frente e hizo una respiración profunda antes de dirigirse al aparcamiento para coger su coche y salir disparado hacia su casa. Odiaba romper sus rutinas.
Al abrir la puerta le asaltó una sensación inquietante. La luz que llegaba al recibidor desde el salón era la de siempre, la temperatura era la misma que de costumbre, los escasos objetos que veía estaban en su sitio. Todo parecía normal. Todo salvo… eso era… salvo el silencio.
Colgó la chaqueta en el perchero que había junto a la puerta y entró en el salón.
Pinkfloid, su canario, estaba tendido con las patitas apuntando al cielo en el fondo de la jaula. En la ventana, la planta que había comprado hacía unas semanas seguía perdiendo hojas mustias. Abrió la jaula, cogió al canario y lo tiró a la basura. Sacó del congelador unas lentejas y las puso en el microondas. Regó la maceta y recogió las hojas secas.
El microondas pitó al cabo de un minuto. Sacó las lentejas, las puso en la mesa y se sentó. Cogió la cuchara. ¿Si hubiera llegado antes, habría podido salvarlo? Era un pensamiento absurdo, lo sabía.
El silencio le golpeó de nuevo, soltó la cuchara y empujó el plato de lentejas hacia el centro de la mesa.
Entonces apoyó los brazos sobre el mantel, dejó caer la cabeza sobre ellos y se echó a llorar.

Adela Castañón

Image by Tom from Pixabay

Sueños esquivos

Todas las noches se duerme con una libélula de peluche abrazada a su pecho. Sabe que, si lo hace, conseguirá entrar en ese mundo que solo existe entre sus sábanas. La libélula es ella, y ella es la libélula.

Con los ojos cerrados, las dos alzan el vuelo y ella sueña. Inventa historias en sus mundos creados, corre aventuras, vive la vida a tope. Y así todas las noches.

Al despuntar el día, cuando el sol entra en su cuarto, la besa y la despierta, y entonces ella llora. Su llanto dura lo que dura un suspiro, lo que tarda en abandonar el lecho para volar a su rincón privado, al escritorio donde sus dos amantes, el papel y la pluma, la esperan impacientes. Coloca frente a ella a la libélula y la escucha. Se sienta, observa los folios y acaricia el papel. Se muerde el labio y escribe frase a frase todo lo que ha soñado, aquello que perdió al abrir los ojos.

Al terminar, sonríe feliz. Una vez más ha ganado la batalla y ha podido atrapar esa vida que de día se le escapa, ha logrado inmortalizarla en el papel y sabe que podrá vivirla una y mil veces, aunque llegue la luz de la mañana.

Adela Castañón

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Mapas

Ciertos mapas marcan el lugar donde están las joyas, la disposición de las trampas, cosas así. El suyo era muy diferente.

La historia de su vida no existió. Ningún mapa recogió sus meandros, sus curvas y sus rectas. Eso no existió. Nunca hubo centro. Ni camino, ni línea. Hubo vastos pasajes donde se insinúa que tal vez hubo alguien, pero no es cierto, no hubo nadie, ni siquiera yo.

Y la historia de mi vida tampoco existió.

La historia de nuestras vidas solo existiría si la hubiera escrito yo. Pero no lo hice, lo hizo él. Y lo hizo mal. Él no me amaba. Amaba partes de lo que veía en mí, sí, lo que él quería ver, solo eso, pero ignoraba lo demás. Me desarmó. Me separó en trocitos, puso a un lado lo que le gustaba, ignoró lo que no le atraía. Y luego volvió a juntar las piezas que quiso, las encumbró en un pedestal y les dio mi nombre. Pero las piezas ya no estaban en orden, el dibujo era otro, no era yo.

La historia de mi vida debería existir. Yo sigo estando aquí. Soy yo, pero no soy yo. No sé ser yo sin él. Pero recuerdo que antes lo era. Antes de él… ¿qué hubo antes de él? ¿Acaso el amor es pareja del olvido? ¿Por qué no consigo reescribirme otra vez? ¿Será quizá, que necesito recuperar esos trozos robados de algún mapa? Debería devolverme lo que es mío, a él no va a servirle en ese estado, pero quizá no lo sabe. O tal vez sí, y no le importa.

Aunque, no sé, igual sin darme cuenta me reescribo a partir de las cenizas. Los viejos mapas arden como yesca, las páginas de mi vida se queman en una hoguera mortecina, donde el pasado, igual que leña verde, arde y desprende un humo que me pica en los ojos y me hace parpadear.

Debería mirar atrás, buscar esos pasajes en sus mapas, en los míos, en los nuestros, en los que se insinúa que hubo alguien, que estuvimos nosotros, porque quizá no es cierto que aquello era mentira.

Tal vez sí que lo hubo y estuvimos allí.

O a lo mejor, quién sabe, mi error haya sido mirar en una dirección equivocada, fijar mis ojos en las líneas de su piel, buscar en sus palabras todo aquello que casi siempre me fue esquivo, mi centro, mi camino.

Me refugio en mis libros. Las letras se desdibujan, forman figuras nuevas, nuevos mapas que me dicen que no mire hacia fuera, que pare de correr. Quizá la solución no está en manos de él, ni en las de cualquier otro. Quizá en esos pasajes de mi vida no existe el mapa todavía porque la ruta aún no se ha descubierto.

Quizá quedan aún mapas por dibujar. Los suyos no me importan, no van a ningún sitio. Pero hay otros.

Sonrío, empuño un lápiz como espada y comienzo a escribir y a dibujar.

Adela Castañón

Image: Pexels from Pixabay

Naufragio

De niña, tenía un sueño recurrente. Era uno de los personajes de una película de piratas y me tocaba hacer el último turno de guardia en la cofa del palo mayor antes de la puesta de sol. A esa hora el sol se sumergía bajo el horizonte, y durante unos segundos mágicos, mientras los demás en la cubierta ya habían dejado de verlo, yo, en mi solitaria altura, era el único espectador que disfrutaba al ver el brillo de la línea del agua, que parecía chisporrotear cuando el gigantesco disco anaranjado empezaba a hundirse en ella. Mi padre era el capitán del navío. Estaba siempre en la proa y desde allí, cuando nuestras miradas se cruzaban, levantaba el pulgar y me gritaba «¡Valor, grumete! ¡Tú puedes con todo!» En esos momentos yo sentía que, de verdad, podría con cualquier cosa.
Era mi sueño favorito hasta que, al enfermar mi padre, empezó a cambiar poco a poco en algunos detalles. El mar, que antes estaba en calma, aparecía ahora con toda la superficie convertida en una caldera helada, con remolinos de espuma que chocaban entre ellos haciendo un ruido que solo se acallaba durante unos pocos segundos cuando una espada de luz cruzaba el horizonte para anunciar, instantes después, el rugido de un trueno que precedía a una lluvia torrencial. Mis compañeros piratas, a muchos metros por debajo de mí, no escuchaban mis gritos alertando de la proximidad de unos arrecifes. El palo mayor empezaba a cimbrear como si fuera un frágil junco de bambú y con cada oscilación aumentaba el bamboleo hasta que, al final, llegaba rozar la superficie de las olas cuando se doblaba tanto que creía que chocaría con la borda y se partiría en dos. Y la tormenta era tan salvaje que no conseguía ver la proa para saber si mi padre seguía al timón o si se lo había llevado algún golpe de mar.
Al morir mi padre, el sueño se convirtió en pesadilla. Yo seguía siendo el grumete vigía, el miembro más joven de la tripulación. Ahora, a veces, veía el puente de mando y siempre estaba vacío. Gritaba en vano el nombre de mi padre. Los latigazos del palo mayor, ahora sí, llegaban al límite y el último era tan fuerte que hacía que el navío se diera la vuelta hasta quedar boca abajo. Entonces la cofa se hundía en las profundidades, y yo con ella, sin que nadie me viera ni escuchara mis gritos de socorro.
Mi madre se casó de nuevo y empezó a beber tanto o más que su nuevo marido. Mi padrastro entró en mi cuarto la noche de mi dieciseisavo cumpleaños para felicitarme, según dijo. Se inclinó sobre mí y en el último segundo conseguí mover la cara y el húmedo beso con aliento a alcohol que iba camino de mi boca resbaló por mi mejilla izquierda. Esa fue la última noche que pasé con ellos. Al día siguiente, cuando se lo conté a mi madre, me tachó de exagerada. Por la tarde, antes de que mi padrastro volviera del trabajo y mientras ella dormía la mona, hice la maleta y me marché de casa.
Sobrevivir fue menos duro de lo que esperaba. Aparentaba con facilidad dos años más de mis dieciséis y no fue demasiado difícil salir adelante con trabajos temporales. Cuando tuve dieciocho respiré aliviada y empecé a simultanear trabajo con estudios.
Dejé de tener las pesadillas o, si las tenía, no las recordaba al despertar. Crecí y empecé a salir con un hombre. Jaime era psicólogo y me pedía que le hablara de mi pasado a pesar de que le dije que era algo que quería dejar atrás. Pero insistió tanto que acabé por contárselo una tarde. Aquella noche lo desperté con mis gritos. Me sacudió por los hombros y yo, con la cara empapada de sudor y de lágrimas, me aferré a él tosiendo y dando boqueadas. En un estado onírico, entre el sueño y la vigilia, pude sentir en la garganta el escozor de la sal del agua del mar que, sin poder evitarlo, había tragado mientras me ahogaba dentro de la cofa sumergida.
La pesadilla volvió con más fuerza y más a menudo. Empecé a desarrollar un patológico miedo a las alturas. Vivíamos en un séptimo piso y mi pánico era tal que evitaba acercarme a las ventanas. Jaime dijo que tenía que superar eso, que él me ayudaría. El día que se fundió una bombilla en la casa medio me obligó a cambiarla. Me hizo subir a una escalera de tijera mientras él me sujetaba por la cintura, y los dos minutos que tardé en sustituir la bombilla por una nueva me parecieron eternos. Insistió en que hiciera aquellos “avances”, como él los llamaba, aunque yo no tenía la sensación de hacer progresos.
Un día me llevó a un parque de atracciones. Me hizo subir al tiovivo y lo toleré con relativa facilidad, aunque me sentía incómoda sentada sobre un caballo de madera que mostraba unos dientes falsos blancos en lo que se suponía que era una sonrisa animal pero que a mí me resultaban amenazadores. Al rato empecé a sudar cuando vi que me llevaba del brazo hacia una noria. No sé si era realmente tan alta como a mí me parecía porque no me atrevía a levantar la vista del suelo. A pesar de que intenté frenarlo y tirar de él hacia otro sitio, ignoró mis tirones y se acercó a la taquilla. Yo no decía nada, pero mis labios apretados hablaban por mí. Jaime los ignoró. Me hizo subir a una de las cabinas y él se quedó fuera.
—Laura, cariño, confía en mí. —Miró al empleado y añadió—: Puede seguir. A mi novia le hace ilusión contemplar la vista desde arriba a solas.
Sin poder evitarlo, como a cámara lenta, vi que cerraba la pequeña verja metálica y que el cubilete en el que estaba sentada a solas empezaba a moverse.
La cabina era abierta. Tenía dos asientos en semicírculo, uno frente a otro, con cabida para tres personas en cada uno de ellos, y un palo central iba del toldo del techo al centro del suelo. Me senté en una de las posiciones centrales, me aferré al palo y entorné los ojos.
Mi estómago subía y bajaba con las oscilaciones de la cabina. De pronto sonó un crujido, como un trueno, y abrí los ojos asustada. Durante un segundo de cordura pensé que se había ido la luz en todo el parque porque, a mis pies, lo que antes era un mar de puntitos luminosos se había convertido en un agujero negro.
Empezó a llover. A lo lejos vi fogonazos de luz que anunciaban la llegada de los truenos cuya vibración notaba en el pecho. Se desató un vendaval y la cabina inició un balanceo que pronto se convirtió en una danza desenfrenada.
Miré hacia abajo y los dientes empezaron a castañetear. En el suelo, remolinos de espuma parecían acercarse y alejarse de mí con cada movimiento de mi improvisada cofa. Grité y grité, pero, igual que en mi pesadilla, nadie me oía. Escuché la voz de mi madre echándome en cara que acusara a mi padrastro, la de mi padrastro diciendo que me iba a felicitar en condiciones.
Jaime no estaba por ninguna parte. La garganta empezó a escocerme cuando las salpicaduras del agua me entraban por la boca. Recordé la agonía del ahogamiento.
No iba a morir así. No, si podía evitarlo. Además, ya era hora de acabar con mis pesadillas.
Me solté del palo, me puse de pie, miré hacia abajo y pensé en saltar por la borda. Entonces el ruido de un trueno rompió el cielo en mil pedazos y escuché con toda claridad: «¡Valor, grumete! ¡Tú puedes con todo!» Apreté los dientes, volví a sentarme, miré hacia arriba y levanté el pulgar.

Adela Castañón

Imagen: Pixabay

El hombre del banco

Lo veo todos los domingos en el segundo banco del parque que hay frente a nuestro bloque, cuando abro la ventana de mi dormitorio para que ventile y lo espío escondida detrás del visillo. Vivo en un segundo piso, y lo único que se interpone entre él y yo es el aire. Un aire espeso y húmedo en el que flotan el olor de mi deseo y un silencio que asciende desde el banco hasta mi dormitorio y retumba en mis oídos como un trueno.

Se mudó a mi edificio hace dos meses. Los cotilleos de la portera, por una vez, en lugar de molestarme me alimentan. Carmela me ha dado todo lujo de detalles: que vive solo, que teletrabaja en casa, que se ocupa de todo porque no va ninguna mujer a limpiar, que debe de hacer la compra por internet porque se la traen a domicilio, que apenas recibe cartas, solo alguna del banco y poco más.

Y que hace tres meses que su único hijo, de la edad del mío, murió atropellado.

Era un chiquillo precioso, me dijo Carmela, un sol de niño. Listo, cariñoso, guapo. El niño que cualquiera querría tener. Dijo eso último mientras miraba con pena a Ángel, con su manita aferrada a la mía, y me di prisa en despedirme. No soporto su compasión, ni la de nadie. Llevé a mi niño al colegio y me quedé en la puerta hasta que lo vi entrar en su aula de educación especial. Sonreí orgullosa, aunque nadie me veía. El año pasado tenía que acompañarlo hasta la clase y dejarle a la monitora un par de pañales. Ahora los pañales son historia y él es capaz de recorrer solo esos pocos metros de pasillo que hace unos meses debían de parecerle el Everest como poco. 

Podría poner el reloj en hora con las rutinas de mi vecino. Todos sus días son iguales. Cuando Carmela me contó lo del niño me alegré de que tengamos horarios distintos. Un pudor extraño, al que no le encuentro explicación, hace que me alegre de que Ángel y yo no nos crucemos con él. Algo me dice que miraría a mi niño con envidia, en vez de con pena, por el simple hecho de que está vivo. No sé de dónde he sacado ese pensamiento tan absurdo. ¿Del modo en que se hunden sus hombros cuando se sienta en el banco del parque? ¿De su quietud de estatua durante los veinte minutos que está allí, sin moverse?

¿Cómo sería su hijo? ¿Cómo será estar sin su hijo?

Junto a su banco hay un rosal. Mañana me acercaré cuando él no esté, para ver si las rosas tienen aroma. O quizá no, porque, si lo tienen, será a corona fúnebre. ¿Cómo olerá ese hombre? ¿Quedará en el banco algún resto de su olor?

Cada vez que lo espío me doy de bruces con la realidad. Con la suya y con la mía. No sé en qué momento exacto entendí, de golpe, que mi vida que ahora encuentro tan llena no fue, en el pasado, el agujero negro que yo creía que era. Y me arrepiento por haberme sentido estafada por la vida al principio, cuando me di cuenta de que mi niño era mi niño y no lo era. Cuando nadie me entendía. Cuando estábamos solos, tan solos, Ángel y yo, y nadie más. Cuando me tocó vivir mi soledad con su única compañía.

Ahora yo tengo un hijo y él no. Sentir eso me escuece, como debió escocer la hiel en la garganta del crucificado. Lo mío no era vacío, nunca lo fue. Lo del hombre del banco es un grito absoluto ante la nada, una nada espantosa.

La vida, como un buen maitre de hotel, me dejó elegir menú. ¡Cómo pude pensar que con Ángel me había robado opciones! A él sí que le ha robado.

Alcanzo a ver una tira de piel entre el cuello de su abrigo y donde termina el pelo, y me rozo la frente con la mano. Me acaloro. Los labios se me secan. Paso la lengua por ellos y se me pone el vello de los brazos de punta. Es como si no fuera mi lengua, como si fuera la de otra persona. Como si fuera la suya. Siento un ligero mareo y me doy cuenta de que estoy respirando demasiado deprisa.

Quiero tocar esos centímetros de piel. Pasar por ellos la yema de mis dedos. Decirle que abra los ojos, aunque tenga los párpados cerrados, y mire hacia adelante. Convencerlo de que habrá un momento en que podrá dejar de manotear en el mar, de pelear con las olas. Que podrá salir a flote. Que ahogarse no es la única opción.

Quiero que suba a bordo de mi barca, de esa barca donde Ángel y yo, grumete y timonel, somos los únicos tripulantes.

Quiero hablarle, que sus ojos me miren, que me contemplen como hacen a diario los míos cuando lo veo en el banco del parque. Quiero que me acaricie. Dejar de ser solo “la madre de” para volver a ser yo misma, una mujer. Explicarle que él siempre será padre, aunque su hijo no esté. Que sigue vivo.

¡Tiene tanto en común ese hombre con mi Ángel! Creo que sus brazos han olvidado cómo abrazar, que su boca, hecha de dientes mudos, no recuerda cómo decir “te quiero”. Y a mi memoria vuelve, como un volcán, el recuerdo de algo que alguna vez sentí y que había olvidado. Las piernas se me aflojan. En mi vientre ruge un mar embravecido.

Quiero quererlo. Que me quiera. Acostarme con él. Despertarme con él cada mañana. Y lo único que se interpone entre él y yo es ese aire espeso y húmedo hecho de su silencio y mi deseo.

Sigo mirándolo. Entreabro mi bata y me acaricio el cuerpo. Hay fuego en mis dedos. Y el aire que se cuela por los visillos aviva las llamas.

Adela Castañón

Imagen de Keila Maria en Pixabay

El gafe

Eleuterio es gris. Ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, ni guapo ni feo. Tampoco se ha sentido nunca especialmente feliz o desgraciado, al menos hasta el día en el que escuchó una conversación entre sus compañeros de trabajo y una paloma se cagó en la hombrera derecha de su mejor chaqueta al salir de la oficina, mientras corría hacia el metro bajo un diluvio que le pilló sin paraguas.
Ahora, tres semanas después de aquel día, en la habitación del hospital en el que está, piensa que ni siquiera ha sabido morirse. Hasta para eso ha sido un fracasado. Lleva cuarenta y ocho horas ingresado y acaban de traer a otro paciente que ocupa la cama que hay junto a la suya. Parece una momia, con toda la cara vendada, ojos incluidos. Eleuterio, desde el anonimato que le da la ceguera del vecino, lo mira con curiosidad. Indeciso, carraspea para hacer notar su presencia y el otro responde solo con un sobresalto.
Eleuterio recuerda cómo se desdobló el color de su vida tres semanas atrás. Como el agua del aceite, el blanco se separó y se esfumó, y solo quedó una tristeza negra que se adueñó de él. Estaba en uno de los baños de su oficina, peleando como siempre con un estreñimiento pertinaz que convertía sus almorranas en alfileres. Dos colegas entraron a orinar y Eleuterio los escuchó bromear a su costa.
—Es que es un pupas, te lo digo yo —comentó el de contabilidad—. ¿Te acuerdas de su baja hace un par de meses? No fue gripe, oye, ¡fue porque tuvieron que darle no sé cuántos puntos en el culo!
Eleuterio se sujetó con las manos a las paredes del baño. Se sentía mareado. ¿Cómo se habían enterado de…?
—Ya, ya lo sabía —contestó el de personal—. Es un desgraciado de libro. En confianza… creo que en el próximo recorte de plantilla va a caer.
—¡Ostras!
—Pero guárdame el secreto ¿vale? ¡Uf! De verdad, no entiendo cómo alguien puede querer vivir así.
La última frase se le quedó grabada a Eleuterio. La cagada de la paloma y el remojón le parecieron señales divinas de que su vida no tenía sentido, lo del próximo despido se lo veía venir, y la idea del suicidio se instaló en su mente para quedarse.
Lo intentó primero tomándose la caja y media de Lexatin que el médico le recetó cuando Virtudes se fue. Mezcló las pastillas con una botella de ginebra que ella había dejado en el aparador, porque había leído que eso era más efectivo, pero, como no estaba acostumbrado a beber, a los diez minutos le dieron unas arcadas incontenibles. Apenas tuvo tiempo de llegar al váter y, mientras vomitaba ginebra y lexatines, el susto le soltó la barriga y por una vez en su vida una diarrea incontenible empapó sus pantalones y llegó hasta las zapatillas de paño. Tiró de la cadena y las pastillas, el alcohol y su intento de suicidio se perdieron en las alcantarillas.
A los pocos días dejó abierta la llave de butano de la hornilla y se sentó en un sillón con los ojos cerrados. El sonido del timbre de la puerta le hizo dar un respingo. Trató de ignorarlo, pero quien fuera no quitaba el dedo del botón y no tuvo más remedio que abrir. Su vecina entró a la carrera, olfateando como un conejo, y fue directa a la cocina.
—¡Debería tener cuidado, Eleuterio! Menos mal que olí el gas al salir del ascensor, que si no… ¡es usted un irresponsable! —Lo miró de arriba abajo y se fue, no antes de que él la oyera murmurar un “No me extraña que Virtudes se largara con la niña, ¡menudo inútil!”.
El tercer intento se quedó a medias. Estaba en el baño, con la radio puesta por pura inercia, mientras contemplaba una cuchilla de afeitar nuevecita, cuando escuchó un programa sobre los asesinatos por encargo. Dejó la cuchilla, prestó atención y, a los pocos días, gracias a Internet y a Google, acudió a una cita con un desconocido en una cafetería anónima.
—Entonces, ¿acepta el trabajo?
A Eleuterio le sudaba la frente. Al final era verdad que los sicarios existían. Este tenía ojos de hielo. Era un hombre alto, con sombrero de fieltro, que vaciló unos segundos antes de responder. Había visto de todo y todo le daba igual mientras el cliente pagase.
—Sí, pero, ¿está seguro? —le preguntó. Este era un encargo tan raro que prefería confirmarlo—. Siempre cumplo mis encargos, tengo una reputación intachable. Cuando salga de aquí ya no podrá volver a contactar conmigo, aunque lo intente. Entiéndalo, son medidas de seguridad. En mi trabajo, toda precaución es poca, así que, repito: ¿está seguro?
—Por completo. —Eleuterio se retorció los dedos—. Solo temía que usted no me tomara en serio.
Cerraron el trato. Eleuterio pagó y se fue a su casa. Por el camino paró en el estanco a echar la bono loto a pesar de lo absurdo de mantener esa rutina que solo llevaba a cabo porque Virginia le obligaba cuando vivían juntos y, a partir de ahí, los acontecimientos que lo llevaron al hospital se precipitaron.
Pasó el fin de semana encerrado limpiando el piso, consciente de que era una tontería porque a partir del lunes, cuando saliera a la calle, moriría en cualquier momento. Encargar su propia muerte había sido caro, pero al menos así se aseguraría el éxito y ya le daba igual el saldo de su cuenta bancaria.
Tres semanas después, en la cama de hospital, movió la cabeza, que era lo único que podía mover, y empezó a sollozar sin importarle la presencia de su vecino de habitación. Preso de una crisis nerviosa, empezó a hablar a toda velocidad.
—¿Sabe qué, amigo? La vida es una mierda. Mi mujer, Virginia, me abandonó sin dejarme ni siquiera una nota. Yo siempre estuve enamorado de Estrella, mi cuñada, pero cuando las conocí ella estaba loca por otro, aunque yo no lo sabía. Estrella me citó en un hotel y me dio la llave de una habitación. Cuando llegué la luz estaba apagada y solo cuando acabamos de… de… ya sabe… de hacerlo… me dejó encender la luz, y la que estaba en la cama, sin bragas, era Virginia. Y en la puerta de la habitación, mi suegro… «La primera que tiene que casarse es la mayor». Eso dijo. Y eso pasó.
—¿Por qué me cuenta eso? —preguntó la momia.
—Porque necesito contarlo. A usted le da igual. Y le aseguro que es una historia sorprendente. En tres semanas he tenido tres intentos de suicidio, ¿sabe?
—Oh. —El otro no supo qué añadir—. Pues… bueno, siga, si quiere.
—Me casé con Virginia, claro. Cuando se quedó embarazada pensé que era un milagro, porque después de la encerrona y de la boda, casi no me dejaba tocarla. Mi niña era mi alegría, aunque fuera pelirroja y no se me pareciera en nada. Mi mujer me engañaba, lo sé, pero yo quería a mi hija. E incluso a su madre, con el tiempo, le había tomado cierto cariño. Pero me abandonó y se llevó a la niña. Entonces fui a un psiquiatra y en pocos meses empecé a mejorar.
—¿Entonces por qué trató de suicidarse?
—Espere y lo entenderá. Me costaba horrores desahogarme, y el día que conseguí contarlo todo en el diván del psiquiatra me extrañó que no me interrumpiera en todo el rato. Miré el reloj, pasaban quince minutos de mi hora y ¿sabe qué? Pues que el psiquiatra, el tipo que se suponía que debía curarme y al que pagaba cada minuto a precio de oro, estaba dormido. No pude más. Creí que me ahogaba. Me levanté y me acerqué a la ventana para abrirla, pero estaba atascada. Me caí de espaldas con el pomo en la mano, rompí una mesita de cristal y me hice una herida en el culo. Tuvieron que darme no sé cuantos puntos. Y cuando la enfermera entró al escuchar el ruido, se echó a reír en mi cara.
—Lo siento.
—Yo no había dicho nada en mi trabajo y cuando me dieron el alta descubrí que en la oficina todos sabían lo que había pasado, que yo había sido un cornudo, que mi mujer me había dejado… Me enteré también de que me iban a despedir, y ya no pude más. Contraté… no me va a creer, pero da igual. Mis intentos de suicidarme fracasaron y contraté a alguien para que me matara. —Esta vez el otro no dijo nada—. Eso fue hace tres semanas, ¿sabe?, un viernes, y el domingo supe que me había tocado el euromillón. ¡El euromillón! ¿Se imagina? Eso lo cambiaba todo. Me encerré en mi piso porque no daba con el tipo al que le encargué mi muerte y el primer día que abrí la ventana para ventilar… bueno, me picó un bicho en la oreja y me moví, claro. Y el tipo debía estar vigilando, porque recibí un balazo que en lugar de matarme me ha dejado tetrapléjico. ¿Qué le parece? Pasar de ser un desgraciado sano y arruinado a convertirme en un paralítico millonario en poco más de una semana. ¿Cómo lo ve?
El enfermo de la otra cama se levantó la venda de los ojos. Se acercó a la puerta de la habitación con una agilidad inesperada y la cerró con pestillo. Eleuterio, con los ojos abiertos de par en par, le vio quitarse el resto del vendaje mientras se acercaba a los pies de su cama.
—Le dije que mi reputación era intachable y vine aquí para terminar mi trabajo. Pero ahora, después de escucharle, estaría dispuesto a hacer una excepción por primera y única vez en mi vida. Así que… usted dirá.
Eleuterio abrió la boca y se echó a reír y a llorar a la vez.

Adela Castañón

Imagen: Ryan McGuire en Pixabay

Cinco horas con Julia

Tenía la esperanza de no llegar a tiempo, Julia. De que te hubieras muerto antes de mi llegada. Pero siempre se te dio bien fastidiarme y has conseguido hacerlo hasta el final. Te has salido con la tuya, aquí me tienes. Tu padre me ha estrechado la mano por compromiso cuando he entrado en la casa, en la que era nuestra casa, y tu madre me ha vuelto la cara. Se ha limitado a hacerle un gesto a tu padre y a decirle que deje la maleta en el recibidor. Supongo que es una indicación de que no soy bienvenido, que no voy a subir esta noche a dormir en el que fue nuestro dormitorio de matrimonio. Tampoco es que pensara hacerlo, pero por un momento se me ocurrió que igual me decían que me quedara. Por la niña, claro.

El interior de la casa está oscuro. Falta una hora para que anochezca, pero el cielo ha estado todo el día cubierto de nubes lentas, pesadas, grises igual que tu madre. Tu padre ha avanzado unos pasos por el recibidor, ha abierto la puerta corredera del salón y me ha hecho un gesto con la barbilla, imagino que conminándome a entrar. Había vecinos en el porche cuando llegué y, al bajar del coche con la maleta en la mano, las conversaciones se paralizaron. Hasta el aire, el poco aire que había estado soplando todo el día, se detuvo. Todo quedó en suspenso durante un minuto. El tiempo que tardó tu padre en salir hasta el umbral, sin pisar el porche, y hacerme con la cabeza el mismo gesto con el que ahora me ordena entrar a presentarte mis respetos, a cumplir con el deber de visitarte, de visitar a la mujer que se está muriendo, a la madre de mi hija, de esa hija en la que no he dejado de pensar ni un solo día desde que me echaron de esta casa.

Por lo poco que veo, todo está igual que cuando me fui. Menos el salón. Habrá sido idea de tu padre pegar la mesa de comedor a la pared para hacerle sitio a esa cama articulada en la que yaces ahora con la misma cara seria de siempre. Creo que es lo único nuevo que hay aquí. Qué poco te gustaban los cambios, Julia, qué poco… Cuando la niña pidió una cama nueva te negaste. Dijiste que la tuya estaba bien, que era una buena cama, que te había servido a ti y que tendría que servirle a ella. Dijiste que ni muerta te gastarías el dinero en comprar algo que no hacía falta, y mira… muerta, no, pero has tenido que llegar a estar así, casi muerta, y al final tus padres han comprado la puñetera cama. ¿Y sabes qué, Julia? Pues que me alegro.

Cuando he entrado en el salón, tu padre ha encendido la luz, ha salido y ha cerrado la puerta por fuera. Ya veo que en el techo sigue la misma lámpara aunque ahora, en vez de las cinco bombillas que tenía en cada tulipa en forma de flor, solo una intenta alumbrar, sin conseguirlo, hasta el último rincón. Y es de muchos menos vatios que las que había antes, Julia. O igual no, y es que me lo parece porque solo es una y antes había cuatro más.

Verás, Julia, iba preguntarle a tu padre que cuanto tiempo llevas durmiendo aquí, pero lo he dejado pasar, total, da lo mismo. Imagino que, para tu madre, ha sido más cómodo atenderte en la planta baja. El reuma de sus rodillas ya le daba la lata hace años, así que ahora debe de estar igual o peor. No sé dónde dormirá ella, no veo que el sofá esté hundido por ningún sitio. Tu madre es tan retorcida que no me extrañaría que por la noche se acostara en la cama, a tu lado. Qué asco, Julia. Te tienen bien limpia, eso siempre, pero no hay jabón de olor que enmascare el olor a muerta que ya te empieza a brotar por todos los poros de tu piel.

El timbre no para de sonar. Imagino que son los vecinos que vienen a interesarse por tu estado, ni siquiera esperan a que te mueras, es como si quisieran darle el pésame a tus padres por adelantado.

No sé por qué tu padre me ha metido aquí, a solas contigo. No sé si lo hace por tener un detalle o como castigo. Ha sido todo tan rápido, mi llegada y mi entrada en el salón, que ni me han dejado preguntar por la niña. ¿Cuántos años tiene ya? ¿Diez? No, espera, cumplió los once el mes pasado, aunque eso da igual. El día que se cayó a la piscina se plantó en los cinco años para siempre. El día que se cayó, que se cayó sola, porque no se me cayó a mí, por más que tus padres y tú me hayáis necesitado para el papel de culpable. Esas cosas pasan, Julia, quiero a nuestra hija tanto como tú, pero desde ese día no me has dejado quererla.

Le mandé una tarjeta de felicitación en su último cumpleaños, como todos los nueve de febrero de los últimos seis años, a pesar de que nunca me habéis contestado. Julia, ay, Julia… ese accidente doméstico truncó el futuro de la niña, la congeló en una infancia eterna, sí, pero tú decidiste que nuestro matrimonio siguiera el mismo camino y lo mataste sin piedad.

¿Sabes qué, Julia? Me voy a llevar a la niña. Yo no tuve la culpa de nada, aunque la asumí. Y verte ahí, callada por una vez en tu vida, me da el valor para decirte lo que debí decirte hace tanto tiempo. Lo mismo que ver tus ojos cerrados ha hecho que se abran los míos. Ni me había dado cuenta de que estoy hablando en voz alta, Julia, pero es así. Ojalá me estés escuchando, Julia, mi amor, mi mujer fuerte, dura, pero mía hasta que nuestro matrimonio hizo aguas por aquella fatalidad. Hizo aguas, Julia, y yo llevo seis años ahogándome en la misma piscina en la que se cayó la niña, ahogándome en mis lágrimas, en mi soledad, en mi pena.

Y esas lágrimas son ahora mi moneda de cambio, Julia. Te regalo las que ahora me corren por la cara, quédate solo con estas en memoria de lo que te quise. Las otras, las que llevo seis años guardando, son oro líquido de muchos quilates y van a servir para comprar de nuevo lo que siempre fue mío.

Julia, voy a cruzar esa puerta por última vez. Le diré a tus padres que me llevo a nuestra hija conmigo. Mi hija estará con su padre igual que tú estarás ya, para siempre, con los tuyos.

Descansa en paz. Yo acabo de hacerlo.

Adela Castañón

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Pido la palabra. Abrazada a los miedos

Mocade recibe una vez más a Vanesa Sánchez Martín-Mora que nos regala un nuevo relato suyo:

ABRAZADA A LOS MIEDOS

Escuché como la señora abría el postigo de la puerta que daba al patio; el suelo estaría encharcado por la tormenta que cayó durante la noche. No tenía reloj para ver la hora, pero no debía ser muy temprano. Los escasos rayos de luz ya se colaban acertados por las grietas de la madera que tapiaba la ventana, y eso solo sucedía en esa parte de la casa llegando el medio día.

Las tripas vibraban bajo mi piel desde hacía varias horas. La señora siempre aparecía después de ventilar la casa, me ponía un mendrugo de pan encima del retrete y esperaba para asegurarse de que me lo comía, supongo que no quería correr riesgos si mi madre aparecía por allí. Pero ese día no hubo nada que comer.

 Debí quedarme dormida un rato largo. Cando desperté, todo estaba sumido en una penumbra que seguramente avecinaba otra tormenta. No había rastro alguno de que la señora hubiese entrado para dejarme algo de comer, ni tampoco se escuchaba ruido alguno que me hiciese saber que no estaba sola. De pronto, un líquido caliente y ácido subió hasta mi garganta y lo vomité, pero no me asusté, conocía esa sensación.

Unos minutos después, escuché los pasos de la señora. De vez en cuando usaba zapatos con tacón y repiqueteaban al acercarse. Seguramente me escuchó vomitar, pero eso nunca lo he sabido. La maté unos días después. Los zapatos delataban su presencia tras la puerta del diminuto baño en el que perdí la cuenta de los días que estuve dentro, pero no llegó a entrar esa tarde. Creo que fue una especie de castigo.

La herida de la pierna estaba sangrando cuando me desperté de nuevo al día siguiente. Recuerdo el frio de la cerámica en mis muslos y la sangre bajando despacio hasta mi rodilla. Lo que no recuerdo es qué pasó ni quien cosió la herida, pero no se curaba. La piel de alrededor se veía más amoratada cada día.

Era otro día más en un cubículo de azulejos desconchados por donde salían cucarachas algunas veces. Al principio me daban miedo, pero después de varios días empecé a ignorarlas, a obviar su presencia. Hasta me sirvieron de entretenimiento mientras corría el reloj.

Estaba a punto de desvanecerme de la flojera cuando los zapatos de la señora sonaron cada vez más rápidos y más cerca. Una voz extraña se escuchó antes de que la puerta se abriese a trompicones por lo hinchada que estaba de la humedad. Será mi madre, pensé. Una joven con bata blanca y una cofia en la cabeza con el dibujo de una cruz roja se arrodilló al verme acostada dentro de aquella bañera oxidada. Del grifo que la coronaba siempre caía una gota de agua que yo bebía. En seguida me puso las manos en la frente y se dio cuenta de que estaba ardiendo. Empezó a discutir con la señora que permanecía inmóvil y de brazos cruzados con los labios muy apretados, como siempre. Unos minutos después de haber salido de mi guarida, la joven volvió con un maletín que tenía dibujada la misma cruz roja del gorrito de su cabeza. Sé que fue mi madre la que mandó a aquella joven, la conozco. Lo que no entendí nunca era porque mi madre no se ocupó de mí en lugar de mandar a alguien. Me dejó aquí cuando la nombraron líder de los revolucionarios. Según me contó antes de irse a defender nuestros derechos, la señora cuidaría de mí el tiempo que ella estuviese en el frente. Ojalá se diera cuenta de que corro menos peligro si me lleva con ella donde sea que tenga que estar.

La pierna me quemaba como si tuviese una vela encendida cerca de la piel, no sé qué clases de líquidos eran los que la joven vertió en mi herida, pero poco a poco, con el paso de los días, la pierna dejó de sangrar y de doler tanto. Ya no tenía ese color morado de antes.

Recuerdo que durante los días que aquella joven, que resultó ser una enfermera, venía a curar mi herida, la señora no falló ningún día con el mendrugo de pan y un pedazo de manzana renegrida que a veces tenía hormigas, pero que no me importaba porque el sabor dulce era un placer que jamás antes había disfrutado. Aquello duró apenas una semana. El ultimo día que vino, aquella joven enfermera se despidió de mi con un beso en la mejilla después de examinarme y cerciorarse de que había mejorado. Quise darle las gracias, pero desde que mis cuerdas vocales fallaron al gritar el día que me separaron de mamá, no he conseguido que mi voz se entienda, por eso preferí callarme. No quería ser mal educada y apreté su mano cuando ella borró el rastro de una lágrima de mi cara. Ese fue el último día que comería manzana dentro de aquel fúnebre baño.

Cuando la señora cerró la puerta, dejándome de nuevo a la suerte del tiempo, rodeada de las cucarachas que aparecían cuando no presenciaban ruido alguno y obviándome también a mí, me moví sigilosa hasta la puerta que separaba mi vida de la realidad. Apoyé mi oreja en la madera astillada y mal pintada para ver si lograba distinguir alguna palabra. Quería que aquella joven volviese de vez en cuando; sus caricias eran muy parecidas a las de mamá, y no quería que aquello dejase de suceder. Al volver a entrar en aquella bañera que me estaba dejando la espalda igual que un arco de flechas me mareé un poco, y fue al sujetarme en aquella cortina que desprendía un fuerte hedor a moho y que había adoptado un color verdecino como el de la verdolaga que crecía junto a la casa que mamá tenía antes, cuando algo plateado y metálico rodó hasta introducirse bajo un cojín mugriento que mi madre me puso un día que vino a verme. Nunca antes había visto aquel utensilio, pero era peligroso por lo afilado que estaba.

A la mañana siguiente, la señora empezó muy temprano a trastear cerca de mí, pero al otro lado de la puerta. Sé que era temprano porque los rayos de luz aparecieron bastante rato después. Sonaban ruidos de puertas y ventanas como si las abrieran y cerraran, con furia, y después, un silencio absoluto que me puso la piel de gallina. De pronto volví a escuchar el traqueteo de sus zapatos acercarse con ligereza a la puerta con una rapidez atípica en ella. Traía un mendrugo de pan en las manos y sonreía como jamás lo había hecho antes. No sé qué intención tenía con aquella sonrisa, solo puedo decir que me convertí en la asesina perfecta cuando se agachó a soltar el trozo de pan duro en la tapa de retrete. Me abalancé con agilidad sobre ella y le clavé aquel trozo afilado de metal en la garganta. Recuerdo que antes de irme del agujero en el que había mancillado mi dignidad, la dejé desangrándose y con fuertes espasmos, tirada en el suelo.

Vanesa Sánchez Martín-Mora

Imagen de Alf-Marty en Pixabay

Las palabras exactas

Recuerdo pocas guardias tan malas como la de aquel día de Reyes. Era mi primer contrato como enfermera de urgencias. Los avisos para la ambulancia llovieron durante todo el día y a las tres de la madrugada el coordinador del 061 movilizó nuestra UVI para atender a una paciente de quince años con una crisis de ansiedad en una gasolinera de la autopista hacia Cádiz.

Durante todo el trayecto, el conductor, el médico y yo lanzamos maldiciones y despotricamos contra todo y contra todos. Una paciente ansiosa con quince años no justificaba movilizar una UVI. ¡Era de locos!

Llegamos a la gasolinera pasadas las tres y media, sin cruzarnos casi con ningún vehículo. Un solitario Ford Fiesta, parado junto a un surtidor, parecía burlarse de nosotros. En la puerta del copiloto había un hombre, con los brazos sobre el techo y la cabeza apoyada en ellos.  

No llevábamos sirena, pero las luces debieron alertar al tipo y al empleado de la gasolinera, que salió desde dentro de la tienda. Él era el que había dado el aviso, pero no tenía demasiada información. El médico se acercó al del coche.

—¿Y la paciente?

El hombre levantó la cabeza. Una lágrima solitaria se deslizaba por la comisura de su ojo derecho. Abrió la puerta del copiloto, y señaló al hueco bajo el salpicadero sin hablar.

Allí, entre un amasijo de huesos y piel, dos ojos como carbones nos desafiaban desde el rincón. Los tres nos miramos perplejos. ¿Dónde estaba la crisis de ansiedad?

El siguiente minuto, el relato del hombre nos hizo sentirnos culpables y avergonzados. La chica tenía anorexia severa. Iban hacia Cádiz, dormirían en un hotel y, al día siguiente, la chica ingresaría en un centro. Los tratamientos ambulatorios habían fracasado y esa medida era su último recurso. Pero, durante el viaje, ella había intentado varias veces abrir la puerta del coche y tirarse en marcha. Desesperado, paró en el primer sitio que pudo, que resultó ser la gasolinera. Cuando intentó convencer a su hija para que saliera, la chica se atrincheró en el suelo. Le prometió que la llevaría de vuelta a Málaga, pero ni siquiera con la ayuda del empleado pudo hacerla salir.

Nos acercamos al coche y ella enseñó los dientes, como un animal acorralado:

—¡No voy a salir de aquí! —Nos miró, y le tembló la barbilla—. ¡No voy a dejar que me pinchéis ni que me hagáis nada! ¡No voy a salir de aquí! —repitió—. Tengo derecho a elegir.

El médico guardó silencio y dijo: “Dejadnos solos”.

Obedecimos, y no habían pasado ni tres minutos cuando, ante nuestro asombro, la chica salió por su pie y, seguida por el doctor, caminó hacia la ambulancia. Subí con ellos dos a la parte trasera. Ella se sentó en la camilla y permaneció quieta, con la cabeza baja. El doctor y yo nos sentamos delante de ella, en un pequeño banco del lateral del vehículo.

—¿Quieres hablar, Sofía? —El médico debió de preguntarle el nombre cuando se quedó con ella. El coordinador ni siquiera nos había dado ese dato.

Sofía se limitó a encogerse de hombros. Yo traté de echar una mano.

—Estamos aquí para ayudarte —le dije—. Todo va a ir bien, ¿vale? Confía en nosotros. Sé cómo te sientes y…

—No.

Era la voz del médico, y me quedé cortada, con los ojos muy abiertos. Sofía levantó la cabeza. Creí ver una chispa de curiosidad en su mirada. El doctor me miró, y me dijo con voz amable:

—No le mientas, Ester. Eso no ayuda. —Entonces miró a Sofía—. No creo que Ester sepa cómo te sientes. Es más, ni siquiera yo puedo saberlo.

La barbilla de la chica volvió a temblar como antes en el coche. De pronto, se echó a llorar y empezó a dar hipidos. Estuvimos así unos cinco minutos. Nosotros dos callados, ella llora que te llora. Por fin, se limpió los mocos con la manga de su sudadera y miró a los ojos del doctor.

—Llevo quince años esperando a que alguien me dijera eso.

—Pues recuerda también lo que te he dicho antes, en el coche.

Siguieron otros tres minutos de silencio. Yo no entendía nada. Sofía se levantó y le dijo al médico solo una frase:

—Lo voy a intentar.

Salimos los tres de la ambulancia. El padre de Sofía le preguntó al de la gasolinera dónde estaba el cambio de sentido más cercano y, antes de que le contestara, sintió en el brazo la mano de su hija.

—No, papá. Seguimos para Cádiz.

De vuelta al centro de salud, no pude evitar preguntarle al médico:

—¿Qué le dijo en el coche?

—Solo la verdad. Que podía elegir, que siempre se puede elegir. Salir de donde estaba por la fuerza, y saber que le inyectaríamos diazepam y otras cosas, o salir por su pie con mi promesa de no pincharle.

—¿Y qué más?

—Le dije que la anorexia era una guerra que tendría que librar a solas, pero que las guerras no se ganan solo en las trincheras, y que la victoria es para el que sabe buscar aliados.

—Pero luego, en la ambulancia… ¿Qué va a intentar?

—Ester, va a librar su guerra, como yo libré la mía. —Hizo una pausa—. Tengo una hija con autismo. El mundo podrá empatizar conmigo y ser comprensivo, pero de ahí a que alguien me diga que sabe cómo me siento… —Me miró y sonrió—. Solo puedes imaginar lo que es andar con los zapatos de otro, pero no es como sentir qué piedras se le clavan por el camino. Supongo que le dije lo que ella necesitaba escuchar. Ha elegido y ha tomado una decisión. Solo eso.

Llegamos al centro de salud y nos esperaba un aviso para atender a un niño con mocos. El médico soltó un resoplido y puso los ojos en blanco. El conductor, él y yo nos miramos, y los tres nos echamos a reír. ¡Menudos Reyes!

Adela Castañón

Imagen: amrothman en Pixabay

La reforma

Aquella Navidad, de manera inesperada, pudieron hacer realidad eso que todo el mundo dice cuando le preguntan: ¿qué harías si te tocara la lotería? Entre la multitud de respuestas tópicas y típicas, decidieron destinar los treinta mil euros del premio a tapar agujeros, tanto en sentido literal como metafórico. Su casa era antigua, llevaba años pidiendo a gritos una reforma y, por fin, podrían acometerla a lo grande.

Sus hijos tenían ya veinte y veintidós años. Pasaban con ellos solo los veranos y las vacaciones de Navidad, los dos estudiaban Periodismo y vivían en la capital, lejos del pueblo, en un piso compartido con otros dos estudiantes. Decidieron arreglar también sus dormitorios, total, la casa era grande, de las de antes, sobraban habitaciones. Y ahora tenían dinero de sobra hasta para lo que parecía imposible: acondicionar el enorme sótano que ocupaba los mismos metros cuadrados que la planta baja y el piso superior.

Papá Noel existía. Los Reyes Magos existían. La gente que salía en la tele el día del sorteo navideño existía. Los sueños, la posibilidad de hacer realidad los sueños, también existía en un pequeño rectángulo de papel, por solo veinte euros y con cinco números como cinco soles. El 22 de diciembre, un niño de San Ildefonso cantó esos cinco números con la música de fondo de un bombo en el que se apelotonaban miles de sueños como los reos de una cárcel luchando por su libertad. Y el preso indultado ese año llevaba en el orden correcto las cinco cifras del décimo que Mercedes compró en una administración de lotería solo porque le gustó la terminación.

—¿Por dónde empezaremos, Paco?

—No sé, Mercedes, no sé. Todavía no me creo que nos haya tocado. Será mejor que lo pensemos unos días, ¿no?

—Pues también tienes razón. —Mercedes se rascó la barbilla y sonrió a su marido—. Ahora no tendrás excusa para que le metamos mano de una vez al sótano, ¿eh?

—Mira tú por dónde te va a sonar la flauta, mujer. —Le devolvió la sonrisa—. Vas a salirte con la tuya. Pero no está mal pensado, oye. Mientras nos vamos haciendo a la idea podíamos empezar a revisar todo lo que hay abajo, ¿qué te parece? Antes de meternos en un pedazo de obra, lo más práctico es limpiar primero, tirar lo que no sirva… En eso sí que podemos empezar a adelantar.

—Pues no se hable más.

Aprovecharon que Paco tenía vacaciones hasta después de Reyes y, salvo los ratos que Mercedes dedicó a encerrarse en la cocina a preparar los menús navideños, pasaron horas en el sótano, en chándal y zapatillas, mientras compartían ataques de tos provocados mitad por el polvo y mitad por las risas cuando descubrían tesoros olvidados.

Aparecieron dos cajitas diminutas que habían comprado en el viaje de novios y que contenían el primer diente de leche de Pablo y de Laura, junto con sus chupetes; las mochilas raídas que llevaron cuando hicieron el Camino de Santiago, siendo novios; una caja olvidada con ropas de bebé de cuando los niños tenían meses. Paco sacó de una caja una carpeta llena de papeles. La abrió, y lo primero que encontró fueron dos entradas de cine de “Lo que el viento se llevó”. Las agitó en el aire y miró a su mujer:

—¡Merce! ¡Mira lo que ha salido por aquí!

—¿Qué es? —Ella estaba en la otra punta del sótano y no llevaba las gafas puestas.

—¿Qué te crees? Te doy una pista. La primera película que vimos en el cine fue…

—¡Lo que el viento se llevó! —dijo ella tras pensarlo unos segundos. Se echó a reír y repitió—: Lo que el viento se llevó… y…

—¡Y el culo no resistió! —Paco terminó la frase por ella y coreó sus carcajadas—. Las puedo tirar, ¿no?

—Sí… bueno… no sé… Déjalas en lo alto de la mesa de ping pong. Podemos poner ahí las cosas dudosas. No vayas a tirar nada sin consultarme, que te conozco.

—Vale, mujer. Que en la casa mandas tú.

—Ya, ya. ¡Y menos mal! Será en lo único que mando…

Las últimas palabras las dijo en voz baja y Paco no llegó a escucharlas. Tampoco es que hubiera diferencia si lo hubiera hecho. Delegaba en Mercedes todas las decisiones que correspondían al hogar o a los hijos, como debía ser. Para eso trabajaba mucho más de las cuarenta horas semanales de la mayoría, para tener a su familia atendida como Dios manda, con las necesidades cubiertas y con medios suficientes para hacer un viajecito al extranjero en vacaciones y costear las carreras de los niños. Y que a Mercedes no le faltara ni su gimnasio, ni su peluquería, ni nada de lo que las mujeres necesitan para ser felices.

Paco dejó las entradas sobre la mesa de ping pong y terminó de revisar la carpeta. Lo siguiente que había en la caja era un marco bastante grande boca abajo. Lo sacó, le dio la vuelta y sopló para quitarle el polvo, lo que le valió otro ataque de tos.

—¡Mercedes! ¿Qué hago con esto? Hay que ver la de trastos que llegamos a acumular…

—Espera, que desde aquí no sé lo que es.

Ella se acercó. Al reconocerlo, cogió el marco con mucho mimo de las manos de su marido y se le quedó mirando.

—¡Pero si es mi título!

—Como has dicho que te consulte… Ten en cuenta que si seguimos así no vamos a tirar nada, mujer. —Miró el título de Empresariales enmarcado con el nombre de Mercedes y añadió—: Lleva veinte años arrumbado y si lo guardamos se va a pasar otros veinte años igual.

—No estarás diciendo que lo tire, ¿no?

—A ver… Es como lo de las entradas. Las he puesto ahí por no contrariarte, pero se supone que estamos de limpieza, ¿no?

—Ya. Bueno, vale que las entradas las tiremos. Pero mi título…

—A ver… —repitió él. Señaló el título—. Eso y las entradas no son más que papeles. Pero el título abulta mucho más y lo que queremos es despejar el sótano y ganar espacio.

—Ay, Paco, pero es mi título.

—¿Y qué?

—Pues que entonces también podíamos tirar el tuyo, si te pones así.

—No digas bobadas, mujer. No es lo mismo.

—¿Por qué no?

—Porque no. Además, mi título no estorba. Ni siquiera está aquí. Está en mi oficina, lo sabes de sobra.

—Y este podía haber estado en la mía si yo hubiera seguido trabajando.

Mercedes fue a soltarlo en la mesa de ping pong, pero cambió de idea. Cogió una de las cajas vacías y, con el rotulador de trazo grueso que habían bajado para marcarlas, escribió en el cartón: “PARA GUARDAR”. Metió en ella el título, se cruzó de brazos y miró a Paco.

—Mi título se queda.

—Pues vamos bien —dijo él. Se cruzó también de brazos.

—¿Algún problema?

—No, no… Total, si tienes el capricho, se guarda. —Trató de no alterarse—. Yo solo lo decía porque no va a servir de nada.

—Eso nunca se sabe. Yo podría volver a trabajar.

—¿Tú? ¿Ahora? ¿Para qué? No digas tonterías, Mercedes. No nos hace puñetera falta que, a tu edad, te pongas a buscar trabajo. No irás a empezar otra vez con eso a estas alturas, ¿no?

—Pues mira, casi que lo estoy pensando. Ahora que los niños son mayores las cosas son muy distintas. Ya no me necesitan como cuando eran pequeños.

—¡Mercedes, por Dios, que eso ya lo decidimos hace años!

—¿Lo decidimos? Paco, Paco… lo decidiste tú en realidad. Yo solo me dejé convencer. Y no es que me arrepienta, de verdad, cariño. He criado dos hijos maravillosos y creo que he sido una buena madre y una buena esposa. Así que, ¿por qué no iba a poder empezar a trabajar de nuevo?

—¡Porque no nos hace falta! —repitió él, y esta vez subió el volumen.

—¡No te hará falta a ti! —dijo ella con el mismo tono de voz—. ¿Pero qué pasa si yo lo necesito? ¿Eh? ¿Qué hay de mí?

—¿Se te ha subido la sidra a la cabeza? ¡Vas a tener entretenimiento de sobra con la obra de la casa! Alguien tendrá que estar aquí y controlar a los albañiles, escoger las cortinas, resolver los imprevistos…

—Claro. Y ese alguien tengo que ser yo, ¿no es eso?

—Por supuesto. Yo tengo que trabajar. Lo lógico es que te encargues tú, como siempre.

Mercedes sacó el título de la caja y lo apretó contra su pecho. Miró a su marido.

—Paco, mi título y yo vamos a salir de este sótano. Nos han tocado treinta mil euros, Paco. Nos ha tocado la lotería. Un premio. Un buen premio. Si me apuras, te diría que nos ha tocado más de un premio. Por lo menos, a mí. Acabo de darme cuenta.

Volvió a dejar el título en la caja, se acercó a su marido y le puso las manos en el pecho.

—Paco, cariño, tira las entradas si quieres. De verdad. No me importa. Pero…

Dejó la frase sin acabar. Los ojos le brillaban y Paco supo que no era por el polvo del sótano. Recordó otra clase de polvos y descubrió, debajo de las patas de gallo de ella, el rostro de la joven empresaria de la que se enamoró. La que casi le pisó el ascenso. La que aceptó que la invitara al cine y le confesó, después de la boda, que había elegido aquella película porque era la que duraba más tiempo.

Tal vez ella tuviera razón. Tal vez les hubiera tocado algo más que los treinta mil euros de la lotería. Tal vez habría que desempolvar de aquel sótano muchas más cosas de las que pensaban.

Adela Castañón

Imagen de Peperet en Pixabay

El buitre de Puen del Diablo

Ese buitre voraz de ceño torvo. Miguel de Unamuno.

—¿Qué manía te ha entrado, José? —le espetó su mujer—. Hace más de un mes que no sales de casa. Ni siquiera vas a cortar leña a Puen del Diablo.

Puen del Diablo era un congosto franqueado por rocas muy altas. Un desfiladero en el que no cabían dos caballerías a la par: había que pasarlas en fila de a una. Algunos también lo llamaban el Paso de Roldán. Según una leyenda, Roldán habría colgado allí los cuerpos y las cabezas de sus traidores.

El caso era que, una tarde, José volvió del monte con el miedo metido en el cuerpo. Ya no salía al bar a echar la partida. Se quedaba quieto junto al hogar, envuelto en una manta marrón con una lista blanca, como las que les solía poner a sus caballerías.

—¿Se puede saber qué víbora te ha mordido? Así, sin más ni más, te levantas antes de salir el sol y me dices que no vas a ir más al monte. Pero tú, ¿qué te has creído? ¿Con qué les vamos a tapar la boca a nuestras cinco criaturas? —le insistía su mujer. Pero él, ni mú.

Ese mutismo la enfurecía más. Y cada vez levantaba más el tono.

—¿Qué pensará la gente, eh? Ya sé que a ti te da igual, pero yo no quiero ir en lenguas a todas las horas. Ni quiero pedir prestado en la tienda y que me lo nieguen porque mi marido es un vago. —José seguía callado con la cabeza entre las manos—. ¿Pero me escuchas o no?

Cuando su mujer salía a la calle, la gente se arremolinaba a su alrededor y la molían a preguntas, que ella no sabía contestar. Nadie entendía el cambio brusco de su marido. Había desaparecido el José dicharachero que gastaba bromas en todos los corrillos. El que todos los días se jugaba el café al guiñote. El que más días trabajaba a vecinal para el Ayuntamiento. El que había retejado la cubierta de la iglesia y había quitado las piedras del camino de la fuente por su cuenta. Florencia del Peñazal recuerda el día que le dio un patatús a su marido cuando estaba segando. José corrió a buscarlo y lo trajo moribundo encima de la yegua.

El otro día se presentaron varios hombres en su casa. Llevaban al cura con ellos. Pensaron que así les confesaría qué le pasaba. Ellos hablaban y hablaban, pero José cada vez se encerraba más en su silencio.

El pastor con el que solía compartir el camino del monte se sentó a su lado.

—Mira, José, me da lo mismo lo que sientas, pero hoy vas a venir conmigo. Iremos los dos montados en mi burra y no te pasará nada. ¡Te lo juro!

—¡Nooo! —El grito de José aterró a los presentes. Era tan largo que salió por la ventana y recorrió las calles. Llegó hasta el campanario y movió las campanas, como si tocaran a fuego.

Al momento acudió toda la gente del lugar. Las mujeres se quedaron en la casa con su mujer y los hombres se lo llevaron hasta Puen del Diablo. Estaban seguros de que algún animal lo había asustado. Si aparecía, entre todos lo cazarían.

La comitiva, armada de palos altos, hachas y escopetas, marchaba a paso lento. De todas las bocas salían comentarios parecidos.

—Ha tenido que ser algo extraño. —Era la voz ronca del Manco—. José es un hombre valiente y no es fácil amilanarlo. Y mucho menos dejarlo sin habla.

Cuando se acercaban al desfiladero, vieron una banda de buitres dando vueltas alrededor de las rocas. A todos les subió el corazón a las sienes. Los buitres eran señal de que había cadáveres y pensaron que igual eran los de los que le habían tendido una emboscada a José.

Entraron en el paso de uno en uno. Los buitres, en silencio, volaban muy bajo. Tan bajo que be podía oír el susurro de sus alas, pero no se atrevían a aterrizar. Estos bichos sienten pavor a las cañas y a las varas altas. Saben que si les rozan las alas los desarman y se quedan malheridos. A lo lejos oyeron el graznido de los cuervos que siempre iban a la zaga.

—Mala señal —dijo el Manco.

Todos a una se pusieron la mano a modo de visera y achicaron los ojos. El Manco no pudo reprimir un juramento. Vio a un buitre agarrado a una de las rocas más altas.

—¡Se está comiendo las entrañas de un hombre despeñado entre los riscos!

Se quedaron quietos sin dar crédito a lo que veían. A continuación tomaron el sendero de la parte trasera de las rocas. El Manco se asomó y reconoció al abuelo de casa Murillo. Como vivía solo y pasaba largas temporadas en el monte, nadie lo había echado en falta.

Entonces, mientras unos espantaban a las rapaces y otros intentaban descolgar al abuelo, de una cueva cercana salió una voz lúgubre, de alguien que se había tapado la boca con un trapo.

—Habéis llegado tarde. Si me hubierais traído el rescate a tiempo, no habría muerto.

A José se le mojaron los pantalones y recuperó el habla.

—Es la voz que me persiguió hasta la entrada del pueblo sin parar de decirme que a mí me pasaría lo mismo sino le traía el rescate. Yo sabía entre todos los del pueblo no conseguiríamos reunir los cien doblones de oro. Y, dentro de mí, se me metió un buitre que me corroe desde las entrañas hasta la garganta.

Carmen Romeo Pemán.

Anteriormente publiqué este relato en 2023, en Entre Picarazones, la revista cultural de El Frago.