La nota desafinada

La viuda que vivía en el primero izquierda salió a comprar el pan a las nueve de la mañana, como todos los días. Volvió a su casa despacio para no cansarse y, por el camino, meneó la cabeza y maldijo una vez más al presidente de la comunidad. Claro, como él vivía en el bajo se negaba a la propuesta de una derrama extra para poner un ascensor. Virtudes iba a las reuniones de comunidad con la intención de insistir en la necesidad de la obra, pero al final se quedaba callada. Era la vecina más reciente, solo llevaba cuatro años allí, desde que le pasó lo de Valencia y tuvo que irse, y aún le daba miedo llamar la atención.
Entró en el portal y se cruzó con un hombre grueso, con gafas de concha y una barba que le tapaba hasta el cuello de la camisa, que iba mirando al suelo.
—Buenos días —dijo ella.
No era ninguno de sus vecinos, pero era una mujer educada y el saludo no se le niega a nadie. El otro se limitó a llevarse la mano al gorro de lana que le cubría la cabeza y dejó salir una especie de gruñido por toda respuesta. Ella subió con paso cansino los dieciocho escalones que había hasta su puerta y, al llegar al rellano, escuchó chistar a la vecina del primero derecha que la miraba con los ojos muy abiertos desde su puerta, entreabierta apenas una rendija.
—¡Virtudes!, ¡Virtudes! —Sin esperar respuesta añadió en voz baja—: Le han entrado en el piso hace menos de diez minutos. Lo he visto todo por la mirilla y estaba a punto de llamar por teléfono a la policía cuando he oído ruido y la he visto llegar.
—¡Ay, Dios mío! ¿Qué me está diciendo, señora Engracia?
—Lo que oye. Ya se han ido, o se ha ido, que solo vi a uno, pero yo que usted no entraría por si acaso. —Miró con los hombros encogidos la puerta abierta a la izquierda, y luego a su vecina—. Pase si quiere, pero dese prisa, que estoy más muerta que viva del susto.
Virtudes se apresuró a entrar y llamó al 112 mientras Engracia seguía vigilando por la rendija. Pronto llegó una patrulla formada por un policía alto y delgado, que no tendría más de treinta años, y una agente bajita y risueña que parecía cubana o latina por lo atezado de su piel. Engracia, sin llegar a abrir del todo la puerta de su casa, les contó lo mismo que le había dicho a Virtudes, y los agentes entraron en el piso a paso lento, mirando en todas direcciones. A los pocos minutos salieron y tranquilizaron a las dos mujeres.
—Puede entrar, señora —dijo el alto—. No hay nadie y no parece que hayan revuelto gran cosa. Tranquila, que la acompañamos. Dé un vistazo y díganos si echa algo en falta. Parece que le han entrado a robar, pero igual no les ha dado tiempo.
Virtudes entró con ellos. Fue derecha al dormitorio y abrió el cajón de la mesilla, donde guardaba el dinero que sacaba los días uno y quince de cada mes de la cuenta del banco donde le ingresaban la pensión, y contó los billetes y las monedas. Había más o menos lo de siempre. Al fondo del cajón también estaba la alianza de su difunto marido y la pulsera de pedida, las únicas joyas que conservaba. En el salón y en la cocina tampoco echó nada de menos.
La pareja se marchó, no sin decirle antes que la llamarían para rellenar unos papeles y que si notaba cualquier cosa los llamara ella antes. Se despidieron, Virtudes cerró la puerta y echó la llave. Tenía el corazón acelerado. Entró en el baño para coger un Lexatín del cajón de las medicinas y entonces lo vio:
En la repisa, junto al vaso con el cepillo de dientes y las pastillas de corega para su prótesis, estaba la cajita de música. Las piernas se le aflojaron y se sentó sobre la tapa del inodoro sin quitar la vista del objeto.
Ojalá se hubieran llevado hasta los cubiertos, pensó. No faltaba nada en casa, era mucho peor: la caja de música sobraba.
La habían encontrado.

Adela Castañón

Imagen generada por IA

La elección correcta

Me miro en el espejo de la entrada, me aseguro de que no llevo la corbata torcida y salgo de casa. Mi abogado dice que hay que cuidar los detalles y esa era una de las cosas que Luisa hacía por mí antes de que le entrara esa tontería de emanciparse, cuando aún era una esposa como Dios manda, una madre modelo, y todo iba bien.

Avanzo por el camino de piedras del jardín hasta la acera. Dejé el coche ahí porque no valía la pena meterlo en el garaje cuando regresé de la oficina para cambiarme. Pulso el mando, abro la puerta y arranco el motor. De pronto, siento algo frío y metálico en la nuca y escucho una voz medio velada:

—No se te ocurra moverte.

El frío camina por mi espalda como si un ciempiés de goma estuviera clavando sus patas en cada una de mis vértebras. Sin mover el cuello, veo en el retrovisor una cabeza cubierta por un pasamontañas de color marrón oscuro. El estómago se me encoge, y el café que acabo de tomarme a toda prisa en la cocina amenaza con subir hasta mi boca. Aprieto los labios y lo único que acude a mi cabeza es un pensamiento absurdo: como vomite, me mancharé la corbata.

—Arranca despacio y mete el coche en el garaje.

Intento tragar saliva sin conseguirlo y obedezco. Meto primera y avanzo a cámara lenta. Hago inventario de lo que llevo encima. Me armo de valor.

—Escuche, tengo casi seiscientos euros en la cartera, y dos tarjetas de crédito. Puedo darle…

—Calla y obedece —me interrumpe—. Y cierra la puerta al entrar.

Conduzco despacio, meto el coche y escucho cómo empieza a cerrarse la puerta. El aire vuelve a acariciarme la nuca, dejo de estar encañonado. Mi asaltante se baja, abre mi puerta y me invita a salir. Obedezco, aunque las piernas me sostienen con dificultad. Asombrado, veo que el hombre se lleva una mano al cuello y agarra el borde del pasamontañas. En la otra mano, tiene un cilindro de metal de unos cinco centímetros de largo que parece un inofensivo trozo de cañería, pero nunca se sabe. Miro al suelo, no entiendo nada, pero no quiero ver su cara; eso sería peligroso para mí.

—Deja de hacer el gilipollas y mírame, Travolta.

Aprieto los dientes sin poder creer lo que veo. El único que me llama así es mi suegro desde que Luisa y yo nos conocimos en un concurso de baile. ¡El muy cabrón me ha dado un susto de muerte! Me mira de frente, a cara descubierta, y me da un empujón tan fuerte que me doy un cabezazo con el marco de la puerta y vuelvo a quedar sentado de lado en el asiento del conductor.

—Escucha bien. —Se guarda el cilindro en el bolsillo—: Vas a ir ahora a la cita con los abogados. Vas a saludar a mi hija con mucha educación. Vas a firmar el documento en el que renuncias a la custodia de Dani y a olvidarte de tus amenazas a Luisa sobre lo de quedarte con mi nieto.

—Pero ¿qué te has creído? —contraataco—. ¡Eres gilipollas!

—Puede, pero soy un gilipollas vivo y tú puedes ser un hijoputa muerto si no lo haces.

Algo en su tono hace que mi ira se esfume y vuelva el miedo.

—Mira, Travolta. —Levanta la mano izquierda, extiende el meñique y repite—. Uno: le cederás a Luisa la custodia y la patria potestad de Dani, sin tocar ni una coma del acuerdo. —Extiende el anular—. Dos: lo que hagáis con el dinero, la casa, los coches y esas mierdas me la suda. Igual que a Luisa, por cierto. —Alza el dedo corazón—. Tres: tocarle los cojones a un suegro con entrenamiento militar, rico, y dueño de una cadena de ferreterías puede no ser buena idea. Este tercer punto es de regalo. Imagino que ya lo sabías, pero por si acaso. —Escupe al suelo y añade—: Espero que, por primera vez en tu vida, sepas elegir lo que te conviene.

Pulsa el botón de apertura de la puerta del garaje, me da la espalda y se marcha sin mirar atrás.

Me quedo sentado en el coche unos minutos hasta que me tranquilizo un poco. Pienso que, al fin y al cabo, tampoco iba a saber qué hacer con Dani. Arranco. Lo único que me jode es saber que mi suegro se sentirá feliz con mi elección.

Adela Castañón

Obsesión

—¿Nerón? Explíqueme eso de que todo empezó por Nerón.

—Me decepciona, doctor. —Marcial chasqueó la lengua—. Aunque recuerdo lo que es empezar a ejercer recién terminada la carrera, ¿ya ha olvidado las principales lecciones? Me decepciona —repitió—. Pero se lo explicaré por los viejos tiempos. 

—Adelante, pues.

Luis maldijo su suerte. No necesitaba leer la anamnesis en la historia clínica que tenía en la mesa. La sabía de memoria: Marcial Villiers, catedrático de Psiquiatría de la Sorbona, presidente de mil sociedades científicas, director de un Psiquiátrico de élite, era ahora su paciente.

—¿Qué recuerda de Nerón? —preguntó Marcial—. ¿Cómo lo definiría?

—¿Qué tiene que ver…?

—Si quiere respuestas, doctor, empecemos por las preguntas —interrumpió Marcial—. Conteste.

El silencio entre los dos zumbaba como un cable de alta tensión.

—Incendió Roma. Fue un personaje histórico.

—Pobre. Una respuesta muy pobre. Fue uno de los pocos genios capaces de apresar la inspiración, de hacerla su esclava, pese a pagar por ello un alto precio.

—Sigo sin entender.

—Ahí va otra pista. Mi primera y única novela.

—¿Ha escrito usted una obra de ficción?

—¿Lo ve? Seguro que conoce todos mis ensayos. Todos son éxitos, pero… —Marcial suspiró—. Mi novela frente a mis publicaciones. Arte frente a ciencia. Yo como paradigma del doctor Jeckyll y mister Hyde.

Luis guardó un silencio desconcertado. Marcial siguió:

—¿Aún no lo ve? Mis ensayos se nutren de datos, de raciocinio. Por eso triunfan. Pero ¿dónde radica el éxito de una novela?

—No le sigo, doctor Villiers.

—Su ceguera mental ofende mi capacidad docente. ¡Un alumno tan prometedor, y no logra bucear en mi intelecto…!

—No estamos aquí para hablar de mí. —Luis se recompuso. Debía recuperar las riendas de la conversación—. Se trata de usted, Marcial.

Llamarlo por su nombre marcaría las distancias y pondría a cada uno en su lugar. Marcial Villiers ahora era solo su paciente, y su responsabilidad era evaluar la salud mental de ese hombre. Debía recordarlo. Porque solo era un hombre.

La sonrisa del viejo profesor le recordó a la de Anthony Hopkins en El silencio de los corderos. Hannibal Lecter. Hannibal el caníbal. Se aflojó la corbata. El aparato de aire acondicionado marcaba 23ºC. Agradeció que su bata tuviera manga larga. El vello de los brazos se le había erizado y, pese a eso, un calor asfixiante que nada tenía que ver con la canícula infernal de ese día de agosto le subía desde el pecho hasta el cuello. Temió que las gafas resbalaran por su nariz si empezaba a sudar. Se las quitó y las dejó sobre la mesita. Trató de disimular una inspiración profunda. Joder. Él no se parecía en nada a Jodie Foster.

—¿Por qué crees que fracasó mi novela, Luis? —Marcial le devolvió el golpe con el tuteo inesperado. No esperó respuesta—. Porque era mala. Le faltaba algo.

—¿Y…?

—Razona, doctor. ¿Por qué es mala una obra?

—Por mil motivos.

—Mal. Busca el origen. Eres psiquiatra.

—Ilumíneme. Usted también lo es.

—Bravo. Eso está mejor. No es tan difícil, ¿verdad? Hagamos que sea el paciente el que busque las respuestas. Me devuelve la fe en mí como docente. —Marcial se levantó y empezó a dar vueltas por el despacho—. Veamos, el origen de la bondad o no de una obra está en su autor. En este caso, yo como novelista. ¿Me sigue?

—Le sigo. Continúe.

—Profundicemos. ¿Qué necesita el autor? —Hizo una pausa—. Venga, no me deje todo el trabajo a mí.

—Pues… —Luis meditó unos segundos—: ¿Técnica e inspiración?

—¡Bravo, doctor! —repitió Marcial—. Mi técnica es perfecta. No así mi inspiración.

—¿Qué tiene que ver eso con sus actos?

 —¿Sigue sin ver? La búsqueda. La búsqueda del genio. La inspiración es esquiva y hay que pagar un alto precio para poseerla. Nerón me dio la clave, necesitó un incendio, y no uno cualquiera, sino el de Roma. Hay nobleza en los grandes sacrificios.

—Usted no es un pirómano —tragó saliva—, sino un asesino.

—Empecé por la ciencia. Asistí a la autopsia de un escritor. Palpé su cerebro. Lo olí. Hasta lo saboreé en un descuido del forense. ¿Sabe que, al morir, el cerebro pierde unos gramos de peso?

Luis tragó saliva y contuvo una arcada. Solo con eso, el abogado defensor ya podría alegar locura.

—Pero no funcionó, tal vez porque la inspiración es algo vivo y se lleva mal con la muerte. Necesitaba genios vivos.

—¿Por eso los mató? ¿Para morder sus cerebros, comerse sus lenguas, beberse su sangre…? —No pudo seguir enumerando la lista de atrocidades.

—¿Quiere saberlo? Hagamos un trato. Sé que usted también escribe, que su novela ha triunfado. Por eso pedí que fuera mi psiquiatra. Cuénteme su truco y colaboraré en todo.

Luis suspiró. Negociar con ese demente podía ayudarle.

—El punto de vista. Poseer mirada de escritor.

El corazón de Marcial se aceleró. ¡Por fin! Suerte que su alumno se hubiera quitado las gafas. Se le acercó por detrás, con las manos a la espalda. En la derecha, llevaba el bisturí que acababa de coger de una vitrina.

Adela Castañón

Imagen: Curious Hunter en Pixabay

El buitre de Puen del Diablo

Ese buitre voraz de ceño torvo. Miguel de Unamuno.

—¿Qué manía te ha entrado, José? —le espetó su mujer—. Hace más de un mes que no sales de casa. Ni siquiera vas a cortar leña a Puen del Diablo.

Puen del Diablo era un congosto franqueado por rocas muy altas. Un desfiladero en el que no cabían dos caballerías a la par: había que pasarlas en fila de a una. Algunos también lo llamaban el Paso de Roldán. Según una leyenda, Roldán habría colgado allí los cuerpos y las cabezas de sus traidores.

El caso era que, una tarde, José volvió del monte con el miedo metido en el cuerpo. Ya no salía al bar a echar la partida. Se quedaba quieto junto al hogar, envuelto en una manta marrón con una lista blanca, como las que les solía poner a sus caballerías.

—¿Se puede saber qué víbora te ha mordido? Así, sin más ni más, te levantas antes de salir el sol y me dices que no vas a ir más al monte. Pero tú, ¿qué te has creído? ¿Con qué les vamos a tapar la boca a nuestras cinco criaturas? —le insistía su mujer. Pero él, ni mú.

Ese mutismo la enfurecía más. Y cada vez levantaba más el tono.

—¿Qué pensará la gente, eh? Ya sé que a ti te da igual, pero yo no quiero ir en lenguas a todas las horas. Ni quiero pedir prestado en la tienda y que me lo nieguen porque mi marido es un vago. —José seguía callado con la cabeza entre las manos—. ¿Pero me escuchas o no?

Cuando su mujer salía a la calle, la gente se arremolinaba a su alrededor y la molían a preguntas, que ella no sabía contestar. Nadie entendía el cambio brusco de su marido. Había desaparecido el José dicharachero que gastaba bromas en todos los corrillos. El que todos los días se jugaba el café al guiñote. El que más días trabajaba a vecinal para el Ayuntamiento. El que había retejado la cubierta de la iglesia y había quitado las piedras del camino de la fuente por su cuenta. Florencia del Peñazal recuerda el día que le dio un patatús a su marido cuando estaba segando. José corrió a buscarlo y lo trajo moribundo encima de la yegua.

El otro día se presentaron varios hombres en su casa. Llevaban al cura con ellos. Pensaron que así les confesaría qué le pasaba. Ellos hablaban y hablaban, pero José cada vez se encerraba más en su silencio.

El pastor con el que solía compartir el camino del monte se sentó a su lado.

—Mira, José, me da lo mismo lo que sientas, pero hoy vas a venir conmigo. Iremos los dos montados en mi burra y no te pasará nada. ¡Te lo juro!

—¡Nooo! —El grito de José aterró a los presentes. Era tan largo que salió por la ventana y recorrió las calles. Llegó hasta el campanario y movió las campanas, como si tocaran a fuego.

Al momento acudió toda la gente del lugar. Las mujeres se quedaron en la casa con su mujer y los hombres se lo llevaron hasta Puen del Diablo. Estaban seguros de que algún animal lo había asustado. Si aparecía, entre todos lo cazarían.

La comitiva, armada de palos altos, hachas y escopetas, marchaba a paso lento. De todas las bocas salían comentarios parecidos.

—Ha tenido que ser algo extraño. —Era la voz ronca del Manco—. José es un hombre valiente y no es fácil amilanarlo. Y mucho menos dejarlo sin habla.

Cuando se acercaban al desfiladero, vieron una banda de buitres dando vueltas alrededor de las rocas. A todos les subió el corazón a las sienes. Los buitres eran señal de que había cadáveres y pensaron que igual eran los de los que le habían tendido una emboscada a José.

Entraron en el paso de uno en uno. Los buitres, en silencio, volaban muy bajo. Tan bajo que be podía oír el susurro de sus alas, pero no se atrevían a aterrizar. Estos bichos sienten pavor a las cañas y a las varas altas. Saben que si les rozan las alas los desarman y se quedan malheridos. A lo lejos oyeron el graznido de los cuervos que siempre iban a la zaga.

—Mala señal —dijo el Manco.

Todos a una se pusieron la mano a modo de visera y achicaron los ojos. El Manco no pudo reprimir un juramento. Vio a un buitre agarrado a una de las rocas más altas.

—¡Se está comiendo las entrañas de un hombre despeñado entre los riscos!

Se quedaron quietos sin dar crédito a lo que veían. A continuación tomaron el sendero de la parte trasera de las rocas. El Manco se asomó y reconoció al abuelo de casa Murillo. Como vivía solo y pasaba largas temporadas en el monte, nadie lo había echado en falta.

Entonces, mientras unos espantaban a las rapaces y otros intentaban descolgar al abuelo, de una cueva cercana salió una voz lúgubre, de alguien que se había tapado la boca con un trapo.

—Habéis llegado tarde. Si me hubierais traído el rescate a tiempo, no habría muerto.

A José se le mojaron los pantalones y recuperó el habla.

—Es la voz que me persiguió hasta la entrada del pueblo sin parar de decirme que a mí me pasaría lo mismo sino le traía el rescate. Yo sabía entre todos los del pueblo no conseguiríamos reunir los cien doblones de oro. Y, dentro de mí, se me metió un buitre que me corroe desde las entrañas hasta la garganta.

Carmen Romeo Pemán.

Anteriormente publiqué este relato en 2023, en Entre Picarazones, la revista cultural de El Frago.

El conseguidor

Me fijé en Demetrio porque su nombre empezaba por D y, además, tenía tres cosas que empezaban por esa letra que me apasiona: un Don, un Defecto y un Deseo.

Su Don era conseguir cosas de los demás. Y lo de “cosas” tenía un significado ilimitado, mucho más allá de su sentido literal. 

Su Defecto era que no tenía recuerdos. ¿Desde cuándo? Él no lo sabía, claro está. Ignoraba si era por haberlos perdido o por no saber atesorarlos. 

Su Deseo era poseer su pasado. Quería hacerlo para remediar su Defecto. Y trataba de lograrlo usando su Don.

Apasionante, ¿verdad?

Demetrio podía ver el aura de las personas, igual que yo, aunque en mi caso eso es lo más normal del mundo. Fue Divertido Descubrir que él ignoraba que no todo el mundo tenía esa habilidad. Estaba tan convencido de que eso era algo tan normal que nunca se le ocurrió plantear el tema en ninguna conversación.

Decidió estudiar las auras para construirse un pasado. En su primer intento probó a interactuar con la de un niño que vivía en su edificio y que siempre iba pegadito a su madre. Esperó a que un día estuviera solo y se hizo el encontradizo con él en el portal.

—Hola, Albertito —saludó—. ¿No va tu mamá contigo?

—Está haciendo la comida y no puede dejar solo al bebé. —Sonrió—. Me ha dicho que soy mayor y puedo ir solo a comprar el pan.

Mencionar a la madre provocó que el aura de Albertito brillara con fuerza. Demetrio acarició con suavidad la cabeza del niño a la vez que inspiraba con fuerza. Mil hormigas ascendieron por su brazo y en su cabeza se empezó a formar una nube que, poco a poco, se convirtió en la silueta de su vecina con muchos años menos y embarazada. Demetrio se sintió flotar dentro de una piscina cálida en la que, lejos de ahogarse, se encontraba seguro y feliz. El encuentro con Albertito duró menos de un minuto, pero fue la prueba de que aquello iba bien. Días después, escuchó quejarse a la madre de Albertito de que su niño se estaba volviendo más “Despegado”, pero lo ignoró. Seguro que solo se estaba haciendo mayor.

Demetrio siguió armando una biografía propia con los pasados ajenos. Al buscar recuerdos de más edad, aumentó la dificultad para robar parte de las auras, pero acababa por lograrlo y, además, su técnica mejoraba con cada nueva experiencia.

Yo, desde lejos, observaba interesado sus progresos. Me apasionaba ser testigo de cómo se iba convirtiendo en dueño de su vida. Dueño. Otra palabra con D. Empecé a pensar que esa letra nos uniría de algún modo. Acecharlo era toda una aventura y, aunque mi deseo por presentarme ante él iba en aumento, no quise echarlo todo a perder por forzar un encuentro. ¿Para qué correr riesgos? Mi paciencia es infinita y si algo me sobra es tiempo.

La soledad empezó a pesarle y quiso buscar vivencias más afectivas. Buscó a alguien de su edad para hacerse con un recuerdo importante y tomó una Decisión. ¡De nuevo la letra mágica! Lo interpreté como un presagio. Se acercó a Lucas, un joven cuya aura, dorada e intensa, le atrajo desde el principio. Demetrio se hizo amigo suyo, supo que su novia planeaba dejar el pueblo para irse a vivir con él en la ciudad y decidió dar un paso más. No le bastaba apropiarse del recuerdo y alejarse luego, así que, cuando Marisa se trasladó, Demetrio siguió frecuentando a la pareja. Los recuerdos de Lucas eran ahora suyos, y se convirtió en su confidente y amigo.  

—No entiendo cómo he estado tan ciego, Demetrio —confesó Lucas un día—. Me equivoqué al interpretar lo que siento por Marisa, nos conocemos desde niños y creo que confundí esa cercanía nuestra con amor. ¡Es tan complicado! Ella me quiere, lo ha dejado todo para estar conmigo…

—Tranquilo, Lucas, seguro que todo se arreglará.

Demetrio era sincero al decirle eso a Lucas. Quería resolver ese problema imprevisto. Necesitaba que Marisa se fijara en él, estaba tan enamorado de ella como lo había estado Lucas, claro, pero con su amigo allí no sabía cómo conseguir que ella lo amara

La chica, por su parte, estaba hecha un lío. Su novio, ese novio cuyo amor parecía sólido como el roble bajo el que se habían besado tantas veces en el pueblo, ahora era un extraño. Marisa se resistía a creer que el cariño hubiera muerto de repente, sin causa alguna. No conocía a nadie en la ciudad y empezó a desahogarse con Demetrio.

Me impacienté al cabo de unos meses. Aquello estaba en punto muerto y ninguno de los actores de esa obra que me intrigaba sabía cómo salir de aquella extraña parálisis sentimental. Decidí entonces darle un empujoncito a Demetrio, había llegado la hora de sacarlo de su inmovilidad, y contacté con él por internet. Me presenté como Dimas y nos hicimos amigos en las redes sociales. Nuestros intercambios de mensajes añadieron un aliciente a mi vida, y pronto conseguí que mis opiniones empezaran a calar en su interior. 

No quiero cansaros con los detalles, pero aquello precipitó el final de nuestra historia porque comprendí que mi experimento terminaría pronto. Me hubiera gustado que aquel colorido patchwork hecho a base de retales de recuerdos continuara hilvanándose, pero sé bien que la avaricia rompe el saco y tuve que tomar una Decisión:

Empecé a sembrar en la mente de Demetrio pequeñas semillas que llevaban mi marca y mi letra de fábrica con mucho disimulo. Me refiero a las Dudas Disfrazadas de consejos cuyo fruto, al germinar, superó mis expectativas.

Demetrio hizo un Descubrimiento.

Lucas tenía que Desaparecer.

Dije que no quiero cansaros. Los detalles no son relevantes. Solo os contaré que, cuando Demetrio se Deshizo del Difunto Lucas, decidí presentarme en persona en su casa.

Él no tenía ni idea de quién era yo. Me Desconocía por completo. Abrió y me presenté como su amigo de Facebook. Pude comprobar que estaba… ¿cómo os lo diría? ¿No lo imagináis? Venga, no me Decepcionéis. ¡Estaba Destrozado, Deshecho, Desesperado por haber hecho Desaparecer a su amigo! Mientras conversábamos, levanté poco a poco el velo que había mantenido oculta la verdadera naturaleza de nuestra relación. Empezó a darse cuenta de que yo no era alguien corriente. Era, sin Duda, Diferente, y trató de justificarse ante mí. A veces produzco ese efecto:

—Escucha, no sé cómo he llegado hasta aquí. ¡No soy un asesino!, ¡No sé cómo he podido hacer algo tan terrible! Solo quería una vida, recuerdos, y no tengo la culpa ser una especie de conseguidor. Está en mi naturaleza. ¡No sé por qué la vida me hizo ese regalo envenenado!

—¿Estás seguro de que es un regalo, Demetrio? —le pregunté. Me relamía de gusto con nuestra charla—. Nada es gratis. Nada. Todo tiene un precio.

—Pues ojalá fuera cierto. Daría todo lo que tengo por salir de esta situación, por poder cambiar las cosas.

—Yo puedo ayudarte.

—¿Qué? ¿Cómo?

—Puedo otorgarte el olvido.

—¿Y lo harías?

—Sí. —Clavé mis ojos en los suyos. Aquello iba bien—. Siempre que pagues el precio, claro. Estarás en Deuda conmigo.

—Pues… —Demetrio vaciló solo unos segundos—. Hecho. Te daré lo que me pidas.

Lo miré intentando contener mi deseo.

—Quiero tu alma. —Hice una pausa—. Yo también soy un conseguidor, y mi Deseo es ser tu Dueño.

¡Ah! Adoro la D… ¿os lo había Dicho? Demetrio Dudó solo un minuto.

—Está bien. Seré tu siervo. Pero, al menos, quiero saber a quién voy a servir. Porque no te llamas Dimas, ¿verdad?

—No, claro. —Sonreí—. He tenido muchos nombres a lo largo de mi vida. Y muchos siervos. Ahora, Demetrio, tu Destino está en mis manos, tus Demonios serán míos.

Extendí la mano y, un instante antes de tocarlo para adueñarme de él, me mostré en todo mi esplendor:

—Querido, puedes llamarme Diablo.

Adela Castañón

Imagen de Jana V. M. en Pixabay

El buitre de Puen del Diablo

Ese buitre voraz de ceño torvo. Miguel de Unamuno.

—¿Qué manía te ha entrado José? —le espetó su mujer—. Hace más de un mes que no sales de casa. Ni siquiera vas a cortar leña a Puen del Diablo.

Puen del Diablo era un congosto franqueado por rocas muy altas. Un desfiladero en el que no cabían dos caballerías a la par: había que pasarlas en fila de a una. Algunos también lo llamaban el Paso de Roldán. Según una leyenda, Roldán habría colgado allí los cuerpos y las cabezas de sus traidores.

El caso era que, una tarde, José volvió del monte con el miedo metido en el cuerpo. Ya no salía al bar a echar la partida. Se quedaba quieto junto al hogar, envuelto en una manta marrón con una lista blanca, como las que les solía poner a sus caballerías.

—¿Se puede saber qué víbora te ha mordido? Así, sin más ni más, te levantas antes de salir el sol y me dices que no vas a ir más al monte. Pero tú, ¿qué te has creído? ¿Con qué les vamos a tapar la boca a nuestras cinco criaturas? —le insistía su mujer. Pero él, ni mú.

Ese mutismo la enfurecía más. Y cada vez levantaba más el tono.

—¿Qué pensará la gente, eh? Ya sé que a ti te da igual, pero yo no quiero ir en lenguas a todas las horas. Ni quiero pedir prestado en la tienda y que me lo nieguen porque mi marido es un vago. —José seguía callado con la cabeza entre las manos—. ¿Pero me escuchas o no?

Cuando su mujer salía a la calle, la gente se arremolinaba a su alrededor y la molían a preguntas, que ella no sabía contestar. Nadie entendía el cambio brusco de su marido. Había desaparecido el José dicharachero que gastaba bromas en todos los corrillos. El que todos los días se jugaba el café al guiñote. El que más días trabajaba a vecinal para el Ayuntamiento. El que había retejado la cubierta de la iglesia y había quitado las piedras del camino de la fuente por su cuenta. Florencia del Peñazal recuerda el día que le dio un patatús a su marido cuando estaba segando. José corrió a buscarlo y lo trajo moribundo encima de la yegua.

El otro día se presentaron varios hombres en su casa. Llevaban al cura con ellos. Pensaron que así les confesaría qué le pasaba. Ellos hablaban y hablaban, pero José cada vez se encerraba más en su silencio.

El pastor con el que solía compartir el camino del monte se sentó a su lado.

—Mira, José, me da lo mismo lo que sientas, pero hoy vas a venir conmigo. Iremos los dos montados en mi burra y no te pasará nada. ¡Te lo juro!

—¡Nooo! —El grito de José aterró a los presentes. Era tan largo que salió por la ventana y recorrió las calles. Llegó hasta el campanario y movió las campanas, como si tocaran a fuego.

Al momento acudió toda la gente del lugar. Las mujeres se quedaron en la casa con su mujer y los hombres se lo llevaron hasta Puen del Diablo. Estaban seguros de que algún animal lo había asustado. Si aparecía, entre todos lo cazarían.

La comitiva, armada de palos altos, hachas y escopetas, marchaba a paso lento. De todas las bocas salían comentarios parecidos.

—Ha tenido que ser algo extraño. —Era la voz ronca del Manco—. José es un hombre valiente y no es fácil amilanarlo. Y mucho menos dejarlo sin habla.

Cuando se acercaban al desfiladero, vieron una banda de buitres dando vueltas alrededor de las rocas. A todos les subió el corazón a las sienes. Los buitres eran señal de que había cadáveres y pensaron que igual eran los de los que le habían tendido una emboscada a José.

Entraron en el paso de uno en uno. Los buitres, en silencio, volaban muy bajo. Tan bajo que be podía oír el susurro de sus alas, pero no se atrevían a aterrizar. Estos bichos sienten pavor a las cañas y a las varas altas. Saben que si les rozan las alas los desarman y se quedan malheridos. A lo lejos oyeron el graznido de los cuervos que siempre iban a la zaga.

—Mala señal —dijo el Manco.

Todos a una se pusieron la mano a modo de visera y achicaron los ojos. El Manco no pudo reprimir un juramento. Vio a un buitre agarrado a una de las rocas más altas.

—¡Se está comiendo las entrañas de un hombre despeñado entre los riscos!

Se quedaron quietos sin dar crédito a lo que veían. A continuación tomaron el sendero de la parte trasera de las rocas. El Manco se asomó y reconoció al abuelo de casa Murillo. Como vivía solo y pasaba largas temporadas en el monte, nadie lo había echado en falta.

Entonces, mientras unos espantaban a las rapaces y otros intentaban descolgar al abuelo, de una cueva cercana salió una voz lúgubre, de alguien que se había tapado la boca con un trapo.

—Habéis llegado tarde. Si me hubierais traído el rescate a tiempo, no habría muerto.

A José se le mojaron los pantalones y recuperó el habla.

—Es la voz que me persiguió hasta la entrada del pueblo sin parar de decirme que a mí me pasaría lo mismo sino le traía el rescate. Yo sabía entre todos los del pueblo no conseguiríamos reunir los cien doblones de oro. Y, dentro de mí, se me metió un buitre que me corroe desde las entrañas hasta la garganta.

Carmen Romeo Pemán.

La casa nueva


Lunes:


Es el primer día en mi nuevo hogar. He dejado temblando la cuenta del banco con la hipoteca, pero lo he conseguido. Nada puede enturbiar mi alegría. ¡Mi primera casa! Me va a tocar chuparme la reforma yo sola, menos mal que siempre he sido manitas y no hay nada que se me resista. Es una de las cosas que le molestaba a Darío, que no lo necesitara para colgar un cuadro o cambiar una bombilla, y es que el amor puede resultar asfixiante a veces. En fin, el pasado ya no importa: tengo en la cocina la hornilla de camping y el colchón en el dormitorio, así que no necesito más para empezar mi nueva vida. La fontanería funciona genial a pesar de que la casa tiene no sé cuántos años, o igual es gracias a eso, que antes hacían las casas de otra manera. Empezaré por rascar el papel de las paredes, que da pena verlo. Iré de arriba abajo, así que declaro inaugurado mi diario y me voy a la buhardilla a empezar a trabajar.


Martes:


Ayer empecé a rascar el papel pintado por la esquina de la izquierda y me llevé una sorpresa. El primer trozo salió con facilidad, y debajo, sobre la pared, había algo escrito. La curiosidad me pudo y bajé a la cocina en busca de un trapo para limpiar el ojo de buey, que es lo único que da luz a la buhardilla. Tengo que acordarme de comprar una bombilla para este sitio, porque en cuanto oscurece cuesta trabajo ver bien, y más en días lluviosos como hoy, pero me entretuve tanto intentando descifrar lo que había escrito que se me hizo tarde para ir hasta una tienda. Vivir en un sitio tan aislado es un sueño, siempre quise algo así, pero también tiene sus inconvenientes. A pesar de que el cristal cierra de maravilla, a veces noto una corriente de aire que no sé de dónde viene.


Miércoles:


Mi casa debe de tener más años de los que yo suponía. Lo de la pared está escrito en un castellano muy antiguo, es como si estuviera leyendo una novela de época. La letra es redondeada, como de señorita de escuela privada. Pensé que sería alguna anotación aislada, pero empiezo a creer que ocupa toda la pared. Me da la sensación de que también es una especie de diario, como el que yo he empezado a escribir. Y he aplazado el resto de la reforma porque la historia me tiene enganchada. Parece que también en esa época, sea la que sea, existían los novios cabrones, porque lo que escribió la autora apunta todo en esa dirección: no la deja conceder bailes a otros caballeros, no quiere que vaya a comprar cintas y encajes (eso me ha hecho partirme de risa) ni siquiera con la gobernanta; solo quiere que salga con él. Al avanzar en la lectura me va entrando cada vez más frío, no soy supersticiosa, pero la criatura que escribió todo eso podría haber estado espiando mi vida hasta llegar aquí.


Jueves:


Esa tía era idiota, se dejó convencer para venir a ver esta casa por no discutir con sus padres. El capullo le ha pedido matrimonio y se la quiere camelar presumiendo de casoplón. ¡Pero, por muy buen partido que sea, hay que estar loca para ceder! ¡Jope! ¡El muy cabrón la ha encerrado en esta buhardilla! Anda que menos mal que yo no soy supersticiosa, porque el color de la tinta, con este tono de óxido que tiene, se me ha figurado que igual era sangre. ¡Menuda imaginación tengo! He seguido leyendo y ahora sí que se me han puesto los pelos de punta: el tío le ha dicho que vivirá aquí para siempre, como una reina, que él procurará que no le falte de nada, ¡pero no la deja salir y es el único que entra en esta zona! Mañana sin falta tengo que ir a comprar la bombilla. Estoy tan enganchada a la lectura que me paso las horas muertas aquí. A este paso no sé cuándo terminaré mi reforma.


Viernes:


Me parece que voy a dejar de arrancar el papel, y a taparlo todo con pintura impermeabilizada. Me estoy volviendo paranoica. Ayer leí que el monstruo, porque no lo puedo llamar de otra manera, le había hecho un poema a la pobre prisionera y me pareció que la corriente de aire era en realidad un susurro de alguien a mis espaldas. ¡Menudo susto me di! Se me quitaron las ganas de seguir leyendo y bajé por pies a la cocina para hacerme un chocolate caliente. Me vi de refilón en el espejo del pasillo, no parezco yo, con esos ojos desorbitados, con el pelo enmarañado. Mejor me doy una ducha y ya veré mañana cómo se le daba la poesía al cabronazo ese. La chica ha escrito con trazos más gruesos una sola palabra, toda en mayúsculas: ¡HUYE! Debe estar tan desesperada que ya habla consigo misma, pobrecilla, qué pena me da.


Sábado:


No puede ser. El poema alaba los ojos pardos de la chica y los puntitos verdes que rodean el iris, su pelo castaño, rizado y suave que le llega a los hombros, el lunar que tiene en la mejilla derecha y el antojo con forma de fresa que, desde que nació, es la única marca de su cuerpo perfecto y está en la muñeca izquierda. He parado de leer. No puede ser. Yo tengo un lunar así, y tengo esa marca, la tiene también mi abuela, la he visto en fotos de cuando era joven. Tengo que preguntar a mi madre por mi abuela, es curioso, no recuerdo que se hable de ella en la familia y solo sé que murió joven. ¿O que desapareció? ¡Pero qué tonterías pienso! Debería haber prestado más atención a las historias familiares, sé que tuvimos antepasados con dinero, pero… ¿esta casa…? Mejor sigo leyendo mañana, que a este paso acabaré loca.


Domingo:


El viernes debí hacer lo que pensé: pintarlo todo y clausurar esta buhardilla. Ahora es tarde. Esta mañana subí y terminé de leer el poema. Es la declaración de amor de un loco que promete repetir eternamente en el oído de la chica sus promesas de amor. La puerta se ha cerrado y no consigo abrirla, tengo las uñas destrozadas. Me equivoqué al no hablarle a nadie de la nueva casa porque primero quería sentirme segura. La soledad, que pensé que sería mi aliada, se ha convertido en mi enemiga.
Ahora la corriente de aire viene de todas partes. Y está cargada de susurros.

Adela Castañón


Imagen de Wolfgang Eckert en Pixabay

Duerme, duerme, mi niño

De las fragolinas de mis ayeres

A mi maestra Lola Fernández de Sevilla

A media mañana me sobresaltaron los tañidos lentos de la campana pequeña, la que tocaba a mortachuelo. Me senté en la silla de la cocina, me santigüé y me puse a rezar por el niño que se acababa de morir. Uno al mes. Eso ya era demasiado. Ya iban para cinco años que se me había muerto mi primer hijo de una erisipela. Y cada vez que oía esa campanica se me rompían las entrañas. Me asomé a la ventana, pero no vi ni un alma. Como estuve toda la semana en el monte, ayudando a mi marido, no me enteré de nada.

Pasó un rato hasta que oí las primeras voces. Me puse la mantilla y bajé corriendo a la calle, justo en el momento en que el que la procesión se acercaba a la plaza. Seis niños llevaban un ataúd blanco y lo dejaron delante de la entrada de la iglesia, encima de una mesa con un mantel también blanco,

Enseguida se hizo un corro alrededor de la caja. En un lado, las mujeres dejaban oír sus llantos a través de unos velos que les tapaban la cara. En frente, los hombres, embutidos en trajes negros de olor a naftalina, miraban al suelo. De repente, asomaron tres monaguillos y nos quedamos todos en silencio. El mayor llevaba la cruz procesional y los dos pequeños el incensario y el acetre. Los seguía mosén Teodoro, revestido con una capa pluvial negra, bordada en oro y los cuatro avanzaron muy despacio hasta el féretro.

Per signun Sanctae Crucis de inimicis nostris libera nos, Domine Desus noster. In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. —Y todos se persignaron a una con el mosén.

Desde la plaza llegó una voz que interrumpió la ceremonia.

—¡Señor cura!, ¡señor cura!, no comience con los rezos —gritó el forense, jadeante y sofocado.

—¿Cómo? —contestó mosén Teodoro a la vez que, con la mano, se echaba la oreja hacia adelante.

—Pues eso. Que llego tarde porque me han avisado tarde. —Tomó resuello—. Y tengo que hacerle la autopsia.

—¿Aquí? ¡Ni hablar! —le contestó el cura dispuesto a continuar la ceremonia.

—Usted no se puede oponer a mi autoridad —dijo con voz firme, mirando a mosén Teodoro a los ojos.

Entonces terció Juana, una metomentodo, que siempre llevaba cuentos de un lado a otro.

—Pues tendría que haber venido usted antes. Que este niño ya hace tres días que murió y ya huele.

—Pues a mí no me han llamado hasta esta mañana —le contestó el forense de forma cortante—. Además, este niño murió anoche, según me han informado más gentes del pueblo y así lo demostraré pronto.

—Pues ayer oí decir que lo iban a enterrar sin decir nada a nadie —siguió la metementodo.

Una de las mujeres enlutadas se puso de pie, se levantó el velo y se le encaró.

—¡Calla, Juana! ¡Márchate de aquí, lenguaraz! Que eres la perdición de este pueblo. —De los velos de la mujeres salió un murmullo de aprobación.

—Pues no me callaré, que soy la única que dice la verdad. —Se volvió hacia los hombres—. ¡Hipócritas! Eso es lo que sois todos, unos hipócritas.

Entonces mosén Teodoro se dirigió al forense.

—Pues el ataúd ya está clavado.

—¡Que lo desclaven!

—¿Aquí? Menuda profanación —insistió el cura.

—Si me lo impide, lo denunciaré a la justicia.

En esas, mosén Teodoro le hizo una señal al carpintero que se acercó y comenzó levantar la tapa con un escoplo. Los seis niños se taparon las narices, se dieron la vuelta y se escurrieron entre el gentío. En ese momento los hombres y las mujeres se arremolinaron y estiraron las cabezas para ver qué había dentro.

Como los seis niños, yo también eché a correr despavorida. Quería acompañar a Dominica, la madre del niño, que se había quedado en casa con las vecinas. Cuando llegué, estaba en un camastro de paja. A su lado, la vecina más vieja que sujetaba un crucifijo.

—Un día vino mi cuñado Lorenzo echando espuma por la boca y le brillaban los ojos —acertó a decir Dominica, entre lloros y suspiros.

—Tranquila, duerme si puedes —le dijo la del crucifijo.

—Es que nadie sabe la verdad —intentó continuar, pero se entrecortaba con los hipidos—: .Esa noche… esa noche… estábamos sentados en el hogar…llegó mi cuñado y sacó la navaja.

Una de las vecinas, que también estaba arrodillada junto a ella, le acarició la cara e intentó calmarla. Pero Dominica siguió farfullando.

—Nos amenazó a los dos. Mi… mi marido le dijo que… que  no me pusiera la mano encima que estaba preñada.

—Tranquila, Dominica, tranquila. —La vecina le sujetaba la cabeza—. Todos sabíamos que Lorenzo te quería a ti, quería que fueras suya, y le tenía celos a tu marido.

—¡Basta ya! Callad todas. Dominica eligió con las entrañas —gritó una vecina joven.

Pero Dominica no las escuchaba y seguía con su cantinela entrecortada.

—Cuando mi marido vio que Lorenzo sacaba la navaja, se levantó, fue al armario y cogió el primer cuchillo que encontró. Era justo el de matar las ovejas. Es que mi marido no llevaba navaja.

—Vino a amenazaros porque sabía que tu marido nunca había sacado la navaja. —Se le acercó la joven.

—Pero mi marido no se amilanó… cuando… cuando… Lorenzo me cogió del cuello… él le clavó el cuchillo en la espalda. —Dominica se quedó muda un rato—. Y cuando… vio que Lorenzo se doblaba, se echó a temblar… se fue de casa… y yo me quedé sola con el muerto.

—Anda, calla, calla. No mentes esas cosas —le dijo otra.

Pero Dominica no las oía.

—Vinieron dos guardias civiles y me dijeron… que mi marido se había entregado y que les había contado todo. Y se lo llevaron.

—¡Cálmate, cálmate! Ahora estamos contigo. No te dejaremos sola.

Dominica siguió con sus delirios.

—Yo no he sido… mi niño estaba tetando y me quedé dormida… cuando me desperté lo tenía debajo… no pude hacer nada… ya estaba frío. —Se quedó callada y abrazó un rebullo de andrajos con los que había ocultado el cadáver más de dos días.

Todas nos arrodillamos y comenzamos a rezar avemarías. Al rato, oímos el hilillo de voz de Dominica  que cantaba una nana.

—¡Ea, ea! Duérmete, mi niño. Duerme tranquilo. Tú ya no verás más cuchillos.

Carmen Romeo Pemán

¿Y si la historia hubiera sido otra?

La cara del conductor me resultaba familiar. Todavía no sé muy bien por qué detuvo su coche. Quizá me vio como un autoestopista necesitado e inofensivo. Viajaba solo, sin rumbo definido, con un macuto que se caía de viejo y una pequeña mochila de mano. Cuando algún vehículo se detenía para preguntarme adónde iba, respondía siempre lo mismo: “voy hacia delante”. Y allí estaba yo: casi en mitad de la nada. Subí al asiento del copiloto, y el conductor arrancó. De todos los que me habían cogido fue el único que no me preguntó por mi rumbo.

–Se avecina una tormenta –me dijo.

–Ajá –no supe que otra cosa contestarle.

–No podré llevarlo muy lejos, aunque en cualquier sitio estará mejor que en medio de esta carretera desierta cuando empiece a diluviar. Sé lo que me digo. Llevo viviendo aquí toda la vida.

Guardé silencio y giré el cuerpo para echar mi macuto a la trasera del coche. Sobre el plástico barato del asiento, reposaba la chaqueta de un uniforme indefinido. En el bolsillo derecho, una chapa cogida con un imperdible tenía grabado el nombre de Norman. Dejé la mochila pequeña entre mis piernas y continué sobre ruedas con mi huida hacia delante. Desde el principio de mi viaje, los kilómetros, lejos de alejarme de mis demonios internos, parecían querer acercarme a ellos. Recosté la cabeza en el asiento y tuve la sensación de que mi destino había cambiado de rumbo. Norman volvió a hablarme.

–Mi madre me espera. No le gusta quedarse sola de noche en nuestro motel cuando hay tormenta, pero no nos quedaba casi comida. No he tenido más remedio que salir a comprar –suspiró–. Cuando hace bueno, alguna vez me ha dejado quedarme a pasar la noche en el pueblo, ¿sabe? Aunque no sé bien por qué –suspiró de nuevo–. Luego está dos o tres días con la cara larga. Yo le digo siempre que no hago nada malo, y que de vez en cuando un hombre necesita un poco de espacio, ¿no cree?

Norman hablaba como si me conociera. O tal vez hablaba para sí mismo. A pesar de llevar toda su vida viviendo en esa zona desértica de Arizona, donde la media de curvas de la carretera era de una cada cien millas, o aún menos, conducía mirando al frente. Tuve la impresión de que, aunque cerrara los ojos, el coche llegaría solo hasta su motel. Pensé en su madre. Pensé en la mía. Me restregué los párpados con fuerza para dejar de pensar, pero la veía con la misma claridad que si la tuviera delante. A mi madre le habría gustado Norman. El único problema es que ninguno de los dos dejaría hablar al otro durante demasiado tiempo. Añoré el silencio, una vez más.

–El otro día recogí a otro autoestopista. A mi madre no le gusta que suba en mi coche a extraños. ¡Me mataría si se enterara de que a veces llevo a gente! Pero no tengo muchas ocasiones de hablar con alguien que no sea ella. Por eso le dije al hombre que no podía llevarlo conmigo hasta el motel, y que tendría que bajarse un poco antes de llegar. Era un tipo bajito, regordete y calvo, que estaba buscando exteriores para rodar una película, ¿sabe? Resulta que había pasado por esa carretera hacía un tiempo, y había visto nuestro motel. ¡Y había un asesinato en la película! Debía estar un poco loco, y por un momento casi pensé que mi madre tiene razón al decirme que el mundo está lleno de gente mala. ¡Imagínese! El tipo incluso me preguntó si no me importaría alquilarle nuestra casa y el motel para el rodaje. Hablaba por los codos.

–Ya.

Solté lo primero que me vino a la cabeza, que empezaba a dolerme. “No creo que hablara más que tú”, pensé. Me pregunté cómo habría logrado contar su historia ese tipo, con Norman encadenando frases a toda velocidad.

–Era bastante curioso, oiga. No paraba de soltar indirectas sobre su proyecto. Quiso saber si el motel Bates era rentable, y cuánto tiempo llevaba viviendo con mi madre. ¡Se notaba que no la conocía! ¡Ja! ¡Dejar su casa para rodar una película! ¡Ni en sueños! Y menos una como esa, con un crimen horrible por medio.

Miré por el retrovisor. Una tormenta de arena se acercaba a nuestro coche por detrás. Me pareció ver mis miedos acercándose a toda velocidad, a lomos de bolas de espino que rodaban casi sin tocar el suelo en brazos de la ventisca. Tragué saliva y me supo a tierra. Y Norman seguía hablando. Creo que le incomodaba el silencio.

–¿Sabe una cosa? El tipo ese, no me acuerdo de su nombre, quería rodar una historia en la que un hijo mata a su madre, pero luego no puede hacerse a la idea de su crimen y se vuelve majareta. Tiene su cadáver en el desván durante un montón de años… ¡Uf!… Una verdadera asquerosidad, ¿no le parece?

Observé a Norman con el rabillo del ojo. Era imposible que supiera nada. Me tranquilicé al ver que ni siquiera me miraba, pero me sentí obligado a decir algo.

–Suena horrible, sí.

La arena se nos acercaba por detrás, mientras que delante del coche se acumulaban nubarrones negros que oscurecieron el cielo en pocos minutos. Tuve la sensación de que me faltaba el aire. Me vino a la cabeza un pensamiento disparatado que aumentó mi dolor de cabeza: “mi vieja se reiría de mí si me viera ahora mismo muerto de miedo. Pero no creo que pueda ya reírse mucho con la boca llena de tierra. Y todo por tan poca cosa. Solo tendría que haberse ido a la residencia…”

–Convencí al tipo para que buscara otro sitio donde dormir. Incluso pasé de largo por el motel para llevarlo al pueblo que hay varias millas más lejos, aunque me supuso perder casi una hora entre la ida y la vuelta. Pero no quería bajo mi techo a alguien con la cabeza tan ida. ¡Hacer una película donde un hijo es capaz de matar a su madre!

Me devané los sesos buscando una respuesta, sin encontrarla. Pero Norman pareció hallarla dentro de su mente y siguió hablando.

–¿Sabe una cosa? No he tenido nunca novia. Y creo que me hubiera gustado casarme, pero no puedo hacerle eso a mamá. Al fin y al cabo, ella lo dio todo por mí. No. Ninguna madre se merece recibir de sus hijos nada más que amor –Norman empezó a frenar y detuvo el vehículo en el arcén. Tosió un poco–. Detrás de un par de curvas hay una gasolinera y tienen algunas habitaciones para alquilar. No puedo llevarlo más lejos. El motel queda a cinco minutos de aquí. Espere, le daré su macuto

Norman paró el motor y se giró hacia la izquierda para colgar bien el cinturón de seguridad antes de bajar del coche.

La mochila pequeña estaba a mis pies. Tenía abierta la cremallera. Me agaché, saqué el cuchillo de monte de su funda, y giré mi cuerpo hacia la izquierda para clavárselo en el costado.

En ese momento la arena nos alcanzó, las nubes estallaron y el cristal del coche comenzó a llenarse de goterones de barro. Empecé a verlo todo borroso. Miré la sangre que salía de la herida de Norman. En la oscuridad, tenía el color de la noche.

Adela Castañón

Imagen: Photopin

La novela perfecta

Entreabrí los ojos. No veía nada. Hice ademán de tocarme la cara, pero no podía mover las manos. Fui consciente de dos cosas a la vez: una jaqueca que se me venía encima a la velocidad de la luz, y la certeza de que estaba esposado, amordazado y con una venda en los ojos. Una pregunta me sobresaltó.

–¿Ya estás despierto?

Era una voz femenina, pero no pude reconocer a su propietaria. Apreté los nudillos y la mandíbula e intenté moverme. Me hallaba tendido sobre algo blando.

–Siento mucho haber tenido que hacer esto, pero estoy segura de que lo comprenderás, Edward.

La voz se detuvo. ¿Qué puñetas había pasado? ¿Acaso creía que podría contestarle en ese estado? El bombeo en mi cabeza disparaba oleadas de miedo al resto de mi cuerpo. Oí un ladrido. Me pareció el de Killer. Pero, si era mi perro, ¿por qué demonios no hacía nada? ¿De qué me había servido gastar tanto dinero en su entrenamiento?

–Te estarás preguntando qué hacemos aquí.

Tragué saliva. La desconocida me había leído el pensamiento. Siguió hablando.

–Verás, cariño, no encontré otro modo de convencerte. Y mira que lo he intentado.

Un momento… esa voz… ¡Mierda! Había oído esa voz en alguna parte, pero era incapaz de asociarla a un rostro, a un lugar, a un acontecimiento. Escuché tratando de obtener alguna pista sobre lo que me estaba sucediendo.

–Tenías razón cuando me dijiste que en mis escritos faltaba acción. Que eran sosos y aburridos, y que así jamás conseguiría fama. Pero no debiste esperar a acostarte conmigo para desengañarme. Esas no son formas, Edward.

«¿Acostarme con ella? ¿Con quién?» Me esforcé en recordar las caras de las aspirantes a escritoras que habían acudido a mí para que fuera su editor. Buceé con desesperación en mi memoria, pero habían sido tantas mujeres a lo largo de los años que no lograba identificarla. Me arrepentí del poco caso que había hecho a mis conquistas. En el futuro prestaría más atención al tema.

–Pero eso ahora da igual, Edward. Voy a ser famosa. Y tú me vas a ayudar.

«¿Ayudarte?», pensé. «¡La llevas clara! Voy a seguirte la corriente hasta que me dejes salir de aquí. Luego me aseguraré de que nadie, nadie, en el mundo editorial te dirija la palabra. Eso suponiendo que des con un abogado que te saque de la cárcel, que lo dudo». Mi ritmo cardíaco empezaba a normalizarse. Le prometería cualquier cosa.

–Seré tan famosa como Amy Winehouse, Edward. Y, de paso, también crecerá tu fama. Porque los dos vamos a pasar juntos a la inmortalidad.

Empezó a tararear una melodía que me resultaba familiar, mientras yo me preguntaba qué habría querido decir. Otra vez pareció leer en mi mente y me sacó de la duda.

–He estado tantas horas en la sala de espera de tu despacho que al final me he hecho amiga de otra escritora, ¿sabes? Y a ella le contaste el mismo cuento. Bueno, a ella y a otras muchas. Y eso no está nada bien, Edward. No. No está nada bien. Como lo de acostarte con todas nosotras.

Oí el correteo nervioso de Killer. Comprendí que nos separaba una puerta cerrada.

–Verás, Edward, he escrito la novela perfecta –remarcó “la” de forma exagerada–. Y la he dejado en una empresa de mensajería para que se la lleven a mi amiga dentro de una semana. Es el tiempo que necesito para que todo se desarrolle sin complicaciones.

Seguía sin adivinar adónde quería llevarme esa loca. Algo en su tono hizo que se esfumara la frágil tranquilidad que había conseguido unos momentos antes.

–Te va a encantar el argumento, Edward. Una mujer con talento escribe una novela y la lleva a un editor. El editor es incapaz de apreciar su arte y le dice que la novela es anodina, que nadie pasaría del primer capítulo. Pero se lo dice después de haberle dado falsas esperanzas. Y todo para conseguir llevársela a la cama. La chica entonces escribe otra historia. Una basada en hechos reales, que todavía no se han producido, pero ella sabe que sucederán. Porque ha planeado todo lo que va a ocurrir. Y lo deja novelado para que le llegue a otra persona que se encargará de la publicación cuando todo acabe. ¿Verdad que es original, Edward?

Me dieron ganas de reír. ¿Original? Seguro que la novela era un topicazo de esos donde el secuestrado comprende que la secuestradora es el amor de su vida, o alguna gilipollez de ese estilo.

–Dentro de poco te quitaré la mordaza y la venda. Podrás gritar si quieres, pero no te oirá nadie. No hay ni un pueblo ni una casa cerca de aquí. Si giras un poco el cuello a tu derecha, podrás notar que hay algo. Es un bebedero. No quiero que te mueras de sed. Tienes agua para una semana, igual que tu perro. Siento no haber hecho lo mismo con la comida. Lo siento sobre todo por Killer –la mujer se puso a tararear otra vez la misma musiquilla mientras parecía moverse por la habitación Y ahora te voy a contar el final de la novela. La escritora secuestra al editor y planea un crimen perfecto. Lo encierra en un lugar solitario y lo deja atado sobre una cama. Su perro está en la habitación de al lado. A ella no le ha costado trabajo drogarlos para llevarlos a ese sitio tan alejado.

Sentí un tirón en la cara y me chupé los labios, libres de la mordaza. Unas manos desataron la tela que me cegaba.

–El final es mejor que lo veas por ti mismo. ¡Te va a encantar!

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Eso fue hace dos días. Sigo atado a la misma cama. A la derecha está esa especie de bebedero. A la izquierda, el tic-tac de un temporizador acompaña a mis nervios. Ella lo giró para que yo no pudiera ver los números, pero sé que cuando suene se desbloqueará la cerradura de la puerta. Encima de mí veo una hamaca colgada cerca del techo. En el suelo, al lado de la cama, están tirados la escalera de mano que ella usó para llegar allá arriba y el cuchillo con el que se abrió las venas. Estoy bañado en su sangre. No sé bien en qué momento exacto ha muerto, pero ya da lo mismo. Oigo gimotear a mi perro en el cuarto de al lado.

Cuando suene el temporizador, la puerta se abrirá. Los coágulos que bañan mi abdomen huelen a óxido. De golpe me viene a la memoria la melodía que tarareaba esa loca. Era la sintonía de Juego de Tronos. Y las idas y venidas de Killer, como siempre que tiene hambre, son cada vez más frenéticas.

Adela Castañón

Imagen de Steve Bidmead. Pixabay

Muralla de piel

Yago miró boquiabierto las molduras de los techos altos como los de una fábrica. A la derecha, tres escalones de piedra en forma de concha daban paso a un pequeño rellano que invitaba a subir por la escalera imperial hasta el entresuelo. Sintió la tentación de acariciar el desgastado cubre peldaños dorado, pero una huella marrón le hizo desechar la idea. ¿Y si subía a pie? Intuía que se sentiría como una novia llegando al altar. Sin embargo, el despacho de la vidente estaba en el cuarto piso, un quinto contando el entresuelo. No quería llegar sudado, aunque desde que había entrado en el portal sentía la punta de la nariz fría.

Al cerrar la puerta de madera, forja y cristal, también notó un olor a humedad, que se intensificó al dejar atrás la escalera y dirigirse al ascensor. Para llegar, debía cruzar un arco de piedra que imitaba las formas sinuosas y ajardinadas de la barandilla y la puerta, a juego con el alicatado de suelo y paredes. Los colores verdes de las baldosas, amplificados por la última luz de la tarde, se combinaban con el olor a tierra mojada. Se sentía como en una marisma. Sin duda, el edificio debía formar parte de la ruta modernista de Barcelona, y eso hizo que le temblaran un poco los bolsillos. Si aquella bruja podía permitirse un despacho ahí, posiblemente él dejaría de comer carne los siguientes tres meses.

Cerró la boca de un golpe al percatarse de la mujer que esperaba el elevador. Solo podía verle la melena oscura a media espalda; los brazos caían a los costados, el pulgar de la mano derecha frotando insistentemente las uñas del resto de dedos, y el abrigo de verano de manga francesa que acababa justo encima de sus rodillas desnudas. Estaba rematado por un fino encaje, en mangas y bajos, que había perdido lustre. Parecía una pieza muy usada, posiblemente por alguna generación anterior dado el corte y el estilo.

—Buenas tardes —saludó. La mujer ni se inmutó. Seguía acariciándose los dedos mientras miraba el agujero a través de la muralla de acero forjado que los protegía de caer por el hueco del ascensor. Frente a ella, el botón de llamada permanecía apagado. Yago musitó un «perdón» y pasó el brazo por delante de ella para llamar al ascensor. Un «clonc», seguido del ruido de engranajes del motor, anunció su funcionamiento, y no tardó en llegar.

Hizo un ademán para dejarla pasar, y ella no caminó, se deslizó al interior. Al moverse el aire, el hedor a tierra mojada y madera podrida se hizo más intenso, y Yago arrugó la nariz.

—¿A qué piso va? —preguntó, ya con la mano preparada para picar en el botón que le indicara. Sentía los dedos helados.

—¿A qué piso va usted? —contestó ella.

Era una voz profunda y, aunque sus oídos le decían que era armoniosa y juvenil, algo en el fondo de su cerebro, una parte animal y poco evolucionada, hizo que el vello de su nuca se erizara.

—Al cuarto.

—¿Va a ver a la señora Folch? —Yago asintió—. Yo también. Aunque ella no me atenderá si me ve, ¿sabe?

Se oyó un clic cuando Yago oprimió el botón del panel dorado y el movimiento brusco y seco del ascensor hizo que su campo de visión se llenara de destellos blancos. Cerró los ojos, deseando que no fuera el inicio de una de sus migrañas, y respiró hondo. Notó un aire húmedo y frío que llenaba sus pulmones y aguijoneaba su tráquea. Su cuerpo convulsionó una, dos veces.

El ascensor llegó al cuarto piso con otro parón repentino. Volvió a abrir los ojos y salió. Ante la puerta de la pitonisa, el dedo gordo de la mano derecha de Yago acarició sus uñas antes de llamar al timbre.

Carla

@CarlaCamposBlog

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Imagen de Casa Manuel Felip