Exceso de equipaje

Cuando miro por la ventana aún puedo ver tu reflejo. Ya no estás, pero siento tu presencia inundando la habitación. Cada libro, cada cuadro, la cama. Todo en esta casa sigue oliendo a ti.

Lo sé, quería que te marcharas.

Ya habíamos tenido demasiados dramas y quejas. No quería seguir siendo esa persona horrible. Tenía que dejarte ir para recuperar mi vida. Para empezar a vivirla como siempre soñé.

Ahora que no estás me ronda la idea de que tal vez fue una mala decisión. Quizás fue acertada, quizás no. Pero, a pesar de lo lúgubre de esta habitación y de la sensación constante de vacío en la boca del estómago, sé que así tenía que ser.

Recuerdo la noche en que te conocí. Eras la persona más magnética de toda la discoteca. Se había formado un corrillo a tu alrededor. Hacías chistes y tus amigos se reían a carcajadas y yo sonreía desde una esquina sin dejar de mirarte como una tonta. Me tenían cautivada tu carisma y el resplandor en tus ojos cuando me mirabas de soslayo.

¡Cómo me gustaba que te fijaras así en mí! Como si nada más existiera en tu mundo.

Fue inevitable que esa noche termináramos juntos. Te acercaste a la barra y pediste un Martini seco. Yo estaba bebiendo lo mismo.

—¿También te gusta el Martini seco? —te pregunté.

Desde ese momento solo fuimos tú y yo. El universo se detuvo entre risas y coqueteos que terminaron en tu apartamento. Esa noche me dijiste que nunca me dejarías ir.

¡Qué mentira!

Pasaron los años y la rutina convirtió las sonrisas en sollozos y la espiral de la muerte nos abrazó hasta despedazarnos.

Y llegó el momento, una tarde de octubre. Llegó el instante que, desde hacía días, sabíamos que sería inevitable. Los dos queríamos negarlo, pero el estado de negación no fue suficiente para mantener nuestra relación en marcha hacia la eternidad.

Aquel día no hubo lágrimas ni recriminaciones. Nos dijimos lo suficiente. Luego empacaste la maleta en silencio y cuando te paraste en el umbral de la puerta me miraste por última vez. En ese instante pude ver de nuevo el resplandor que me cautivó. Quise detenerte, ¡estaba decidida a detenerte! Quería intentarlo de nuevo, pero me quedé paralizada en el corredor y tan solo miré cómo cerrabas la puerta y te marchabas.

Esa fue una noche de amores y odios. Las paredes de la casa parecían encogerse y me sentía asfixiada entre los trastos viejos de nuestro rincón de amor. Me mareo con tan solo recordar el bochorno y el temblor que me recorrían el cuerpo. No pude más y abrí todas las ventanas. Dejé que el viento helado me erizara la piel y me recordara que aún estaba viva. Puse nuestra canción preferida en el tocadiscos. ¡A todo volumen! Luego saqué la escoba y dejé que sus cerdas se llevaran las malas energías que dejaron unos cuantos meses de miseria. Limpié todos los rincones de la casa. Moví los muebles. Empaqué en bolsas negras los viejos recuerdos. Me tomé tres, cuatro, cinco martinis y, cuando salió de nuevo el sol, lloré hasta quedarme seca como nuestros últimos días juntos.

Al amanecer, me duché y salí a caminar. Sin rumbo. Me acerqué a un teléfono público y deposité una moneda. Iba a llamarte. Pero algo me detuvo. Cuando colgué la bocina te dejé partir.

Han pasado tres semanas desde que te fuiste. He movido los muebles cientos de veces, he cantado nuestra canción hasta el cansancio. He maldecido mi mala suerte, he bailado entre deseos. He llorado y he gritado. He ansiado con todas mis fuerzas que vuelvas a estar conmigo. Y estas últimas horas me he despedido de nuestro pasado juntos.

Miro de nuevo la ventana y ahora puedo ver cómo tu reflejo se desvanece. Tú olor sigue presente, pero cada vez es más sutil y se funde con los otros aromas de la casa. Se esfuma con cada respiración y le abre paso a una versión mejorada de mi misma. Estoy lista para ser una mujer decidida que no necesita depender de un hombre para ser feliz. Una mujer que no teme vivir la vida que desea, la vida que merece. Una mujer sin ataduras, libre, que puede mirar hacia atrás y escarbar en su pasado sin remordimientos, sin culpa. Que puede caminar con un equipaje más liviano.

 

Mónica Solano

 

Imagen de StockSnap

Una decisión, tres perspectivas

Lexi dibujaba círculos en el piso con su pie izquierdo. Con la cabeza agachada miraba los rieles de las vías. Se ajustó la maleta en la espalda, tomó aire y pensó en las consecuencias de su decisión. Cerró los ojos y dejó volar su imaginación mientras los trenes que pasaban a toda velocidad la despeinaban.

Se vio parada en la estación. El tren con dirección a Ámsterdam había arribado. Subió los escalones sin prisa. Miró su boleto, buscó el asiento y se acomodó junto a un chico rubio. Parecía de su misma edad. Conversaron durante el camino y Gabriel le contó que estaba estudiando ingeniería ambiental. Era alemán, pero vivía en Ámsterdam desde hacía tres años. Tuvieron una conexión inmediata. La charla animada hizo el viaje más corto. Al bajarse del tren, intercambiaron sus números de teléfono. Siguieron viéndose durante meses. Se hicieron novios y un siete de diciembre se casaron. Fue una ceremonia sencilla, con pocos invitados. Celebraron el amor en Venecia y a los nueve meses nació Dante. Lexi dejó su trabajo en la universidad y se dedicó a su labor de madre y esposa. Vivieron felices hasta que un otoño Gabriel se enfermó y murió.

Lexi abrió los ojos y sacudió la cabeza para alejar aquella imagen de una vida normal, en la que se casaba, tenía una familia y vivía como la mayoría de los mortales. Un perro la olfateó y sintió un escalofrío. Lexi se pasó las manos por los brazos y de nuevo cerró los ojos.

Otra vez estaba de pie sobre la misma plataforma. Vio su vida pasar frente a sus ojos mientras se acercaba el tren con dirección a Ámsterdam. Tomó aire y se lanzó a las vías. Escuchó como un susurro los gritos de las otras personas que estaban en la estación. Se quedó a oscuras en un instante. Estaba suspendida en la nada y solo podía imaginar cómo sería la vida después de su muerte. Un policía se acercó al cuerpo que yacía sin vida sobre las vías. Revisó sus pertenencias y encontró una billetera. “Lexi Cohen”, dijo en voz alta, y pasó la identificación a su compañero. Sacó el celular de la mochila y buscó el número de teléfono de algún familiar. Solo tenía grabados los números de tres personas. Llamaron a la primera de la lista. Una voz ronca contestó y cuando escuchó los detalles del incidente les informó que Lexi era su antigua empleada, que el día anterior había renunciado para iniciar un nuevo proyecto en otra ciudad. No se le pasó por la mente que tenía la idea de quitarse la vida. “Siempre fue muy reservada, no se relacionaba con nadie en la oficina, no tenía amigos ni familiares. Era una persona solitaria. Es una pena que nunca haya querido integrarse”, dijo el señor Duarte con la voz entrecortada. Empacaron el cuerpo en una bolsa negra y lo llevaron a la morgue. Después de la autopsia, sus restos se quedaron en una fosa común.

Con la imagen de su cuerpo refundido entre un montón de desconocidos el corazón le dio un salto y abrió los ojos. Su vida no podía terminar como si hubiera sido un fantasma. No tendría un funeral, no sería recordada, nadie lloraría su ausencia. Quitarse la vida, sin haber vivido lo suficiente, era una pésima idea. Se pasó la mano por el rostro, luego por el cabello y volvió a cerrar los ojos.

Una vez más estaba de pie en la plataforma. El tren con dirección a Ámsterdam se aproximaba a toda velocidad. Cuando se estacionó anunciaron por los altavoces la hora de salida. Hicieron varios llamados. El tren partió y Lexi se quedó inmóvil, dejó que se fuera sin ella. Caminó hasta el paradero de taxis y se subió a uno. Le pidió que la llevara al Boulevar Saint Michel. Cuando llegó, buscó un café. Se sentó en una de las mesas libres y pidió un granizado. Sacó el celular y llamó a su antiguo jefe. Le explicó las razones por las que había renunciado y le pidió su trabajo de vuelta. El señor Duarte accedió. Lexi se acercó al estante de revistas que tenía el café, cogió un periódico y buscó un piso donde quedarse. Al día siguiente regresó a la oficina. Sus compañeros estaban felices por verla de nuevo. Hizo grandes amigos. Asistió a fiestas, viajó por el mundo. Se jubiló y una noche de invierno murió de un ataque al corazón.

Lexi abrió los ojos y no pudo contener la risa que la sacó del ensueño. Tampoco creía posible que su vida tomara ese rumbo. Movió la cabeza de un lado a otro para sacudir las ideas. Había tomado la decisión de avanzar en otra dirección, de dejar de ser un fantasma, y tenía tres perspectivas: arriesgarse con un nuevo comienzo en un lugar donde también sería una desconocida, pero en un lugar diferente, a fin de cuentas. Acabar con su vida y morir siendo alguien que no quería ser o darle una oportunidad a su antigua vida. Lo cierto es que tenía más opciones, pero solo había pensado en tres.

El reloj de la estación marcaba las 8:25 AM, faltaban cinco minutos para que arribara el tren. Lexi se encontraba ante una encrucijada. El temor que sentía por haber tomado una mala decisión la tenía paralizada, pero estaba segura de que no podía continuar estática, inerte como una sombra. Tenía que dar el salto de fe, lanzarse al vacío de la incertidumbre y luchar con todas sus fuerzas para salir a flote. La plataforma gruñó bajo sus pies y las piedras empezaron a moverse sobre los rieles. El tren con dirección a Ámsterdam se aproximaba. Lexi sujetó la mochila con fuerza. En ella cargaba toda su vida. Podía dejar todo atrás, o regresar, sin mayores inconvenientes. No era una carga muy pesada. Miró las vías y oyó el crujir de los rieles. Estaba cerca. Cerró los ojos y se imaginó una vez más cómo sería empezar de nuevo. El tren se detuvo y se abrieron las puertas. Las personas que pasaban por su lado la empujaban. Una pareja discutía, un niño lloraba y Lexi solo permaneció inmóvil unos minutos más. Cuando escuchó por los altavoces el último llamado, abrió los ojos.

Mónica Solano

Imagen de Silvia & Frank

En los sueños de un hombre solitario

Alfie vislumbró un rayo de luz entre las cortinas. Había amanecido. Se pasó las manos por el rostro, se frotó los ojos para despejarse y se limpió el sudor de su frente. Respiró hondo y dejó escapar un bostezo. Había soñado que se reunía con las personas a quienes, de una u otra manera, les había hecho daño. Estaban todos congregados en la sala de su casa. La música del tocadiscos animaba el lugar. Las copas, rebosantes de vino tinto, chocaban unas contra otras y las risas se oían como un eco por toda la habitación. Durante el sueño, había tenido la oportunidad de expresarles sus sentimientos a todos ellos, de abrirles su corazón y de explicarles lo infeliz que se sentía por haberlos lastimado. Los besos y los abrazos iban y venían y Alfie sintió que eran símbolo del perdón que le brindaban. No había hecho cosas terribles en su vida, pero sí algunas que quisiera olvidar.

La ilusión de poder cambiar su pasado y de tomar otras decisiones rondaba por su cabeza cómo una idea obsesiva. “Si todo fuera como escribir alguna errata y luego darle delete en el ordenador”, se decía. Pero sabía que las acciones permanecen y que no podía cambiarlas, que debía vivir con las consecuencias de sus actos.

Había sido un sueño increíble. Cada abrazo lo había sentido tan real y tan humano, que albergó la idea de haber navegado en un recuerdo y no en un producto de su imaginación. El regocijo de su corazón era tan grande que pensó que se le iba a salir del pecho con el ímpetu de cada latido.

Alfie se llevó la mano al cuello para apaciguar la sensación de ahogo y cerró los ojos para controlar la respiración. Revivir el sueño lo ponía ansioso. Poder disculparse y expresar su sincero arrepentimiento había sido muy liberador y placentero.

Ahora que estaba despierto se sentía triste. La alegría del momento había desaparecido. Se había desvanecido como todas aquellas personas que había alejado de su vida. Deseaba volver a estar dormido, regresar a ese lugar en el que podía arreglar las cosas sin prejuicios y permanecer allí para siempre.

Estar despierto le recordaba la cobardía que le impedía encarar a sus fantasmas. Sabía que no tenía la fortaleza suficiente para lidiar con el rechazo de sus buenas intenciones, que la culpa lo consumiría hasta los huesos y que el miedo no lo dejaría avanzar.

Sacudió las frazadas, se levantó de la cama, se acercó a la ventana y cerró la cortina para que la estela de luz se apagara. Debía mantener firme el propósito de mejorar sus pasos, y parte de la solución era cerrar un poco la boca para que las palabras equivocadas no salieran con tanta facilidad. Pero sabía que no sería una tarea sencilla dominar la verborrea que le salía sin control, cada vez que la ira se apoderaba de sus emociones. Estaba seguro de que, una vez más, sus palabras lo traicionarían y volvería a desear haberse quedado callado. Pero en ese momento, en el que las recriminaciones le llegaban como una avalancha, y a pocos minutos de iniciar su rutina, lo que más deseaba era volver a soñar, viajar a ese instante en el que las malas decisiones se podían cambiar.

Alfie se recostó de nuevo en la cama, se puso en posición fetal, se aferró a las frazadas y cerró los ojos con la esperanza de recuperar el curso de aquel sueño. Quería ver una vez más la sonrisa de Lucía mientras le tomaba la mano, sentir la calidez de su abrazo y sus labios rozando sus mejillas. Dejar atrás la soledad que lo embargaba desde aquella noche en que, la única mujer que le había dado sentido a su vida, desesperada de lidiar con sus demonios, lo había abandonado.

Mónica Solano

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