Del coronavirus. Carta a un médico aragonés

#Aplausosanitario

Un aplauso especial para Adela, mi amiga y compañera en «Letras desde Mocade», que estos días está dando lo mejor de sí misma a los enfermos de Marbella.

rayaaaaa

Detrás de una mascarilla improvisada y de un traje hecho con bolsas de plástico verde, no te puedo poner cara. Pero sé qué estás allí, que eres uno de los héroes que están luchando por mí y por todos los que sentimos amenazadas nuestras vidas por este letal coronavirus.

Sé que hoy solo tienes ojos para este enemigo minúsculo y mortífero. Y también sé que tú te sientes en peligro. Que a lo mejor tienes tanto miedo como yo, pero lo escondes detrás de ese traje desharrapado. Y a mí solo me muestras tu valentía. Por eso eres un héroe, porque eres de carne y hueso.

Esto nos ha pillado de repente, sin referentes. Y solo podemos entenderlo en términos bélicos. Porque de una guerra se trata. De una guerra que tenemos que ganar entre todos. Te recuerdo que en España los grandes ejércitos siempre han caído ante nuestra forma de guerrear. Ningún ejército pudo nunca contra nuestra guerra de guerrillas, cuyo nombre no tiene traducción a otro idioma.

Para esta guerrilla, sin uniformes de gala, solo valéis los corazones valientes. Los que lucháis por una causa que os sale de las entrañas. Los que creéis que existe la humanidad.

Esta guerra ya no se libra en los campos de batalla. Hoy el enemigo se ha atrincherado en nuestros cuerpos. Y nuestros héroes sois los que nos sanáis y los que salváis a todos los hombres sin distinción de razas ni de ideologías.

Los que estáis en las trincheras de los hospitales sois unos verdaderos titanes. Ya no nos sirven los soldados de los viejos ejércitos ni los sermones de los políticos. Y esto que nos parece tan nuevo no lo es. Nos habíamos olvidado de las grandes batallas de la historia. Por ejemplo, las de los Sitios de Zaragoza las libraron los médicos y las enfermeras luchando contra el tifus. Cuando huyeron las tropas francesas no quedó olor a pólvora sino que Zaragoza apestaba desde lejos por el olor a cadaverina. Se ha hablado mucho de los cañones y de Agustina de Aragón y poco de la entrega de los médicos y de las enfermeras anónimas al mando de la Madre Rafols.

He traído esto a colación para decirte que, entre los cadáveres anónimos, estaban muchos de tus antecesores. Y por eso tú estás aquí, sin temer al enemigo letal, porque tu forma de luchar la llevas en la sangre y en los genes.

Quizá es un buen momento para glosarte, como hace mi querida Irene Vallejo, un discurso de Pericles, el político más famoso de la Grecia Clásica. Me refiero al que pronunció cuando una epidemia parecida al coronavirus invadió Atenas.

Si a la ciudad le va bien en su conjunto, eso beneficia a los ciudadanos particulares. Pero si toda la ciudad enferma, de nada le sirve la prosperidad de los individuos. En ese momento solo se gana la batalla con una comunidad fuerte y unida. Con una comunidad guiada por los médicos que sustituyen a los soldados de los campos de batalla.

Bien, pues nosotros, hijos de la sociedad del bienestar, habíamos olvidado las lecciones de la historia. Nosotros, que no habíamos vivido ni epidemias ni guerras, pensábamos que habíamos conquistado la paz en la tierra, que nada podría quitarnos la felicidad que nos daban los bienes conseguidos con dinero.

Esta, como siempre sucede con las plagas, nos ha pillado por sorpresa. Y nos ha entrado pánico. En unos días nuestra vida ha dado la vuelta. Nos sentimos desamparados. No sabemos qué hacer. Desde nuestro confinamiento queremos hacer algo, y no sabemos qué. Queremos ser solidarios, pero nos sale mal porque no lo habíamos aprendido ni en las escuelas ni en nuestras casas.

Desde el miedo de nuestro aislamiento hemos descubierto que solo nos podéis salvar los que lleváis batas blancas. Con vuestros rostros anónimos, sois los hermanos que os dejáis la piel por nosotros. Hoy sois nuestra única esperanza y nuestra tabla de salvación.

De repente he abierto la ventana y he tirado mis soldaditos de plomo. En mi interior vosotros ibais creciendo como los gigantes buenos de los cuentos.

Sin saber cómo he empezado a aplaudir. Y he oído todos los aplausos de mis vecinos. Se me han puesto los pelos de punta y se me han enrasado los ojos.

Cuando he cerrado la ventana, me he puesto a escribir esta carta. A la vez anónima e íntima. Escrita desde las entrañas y a golpe de emoción.

A ti, que cuando he ido a hacerme la prueba no he podido ni siquiera oír tu voz, te digo sencillamente, gracias.

No sé si el test me dará positivo o negativo. Pero, después de ver tu entrega, no me preocupa. Sé que tú y tus compañeros me salvaréis, aunque tengáis que arriesgar vuestras vidas.

Audentes fortuna iuvat.

Carmen Romeo Pemán