El señor de Luriés

Tengo tantos hijos en estas aldeas como estrellas hay en el cielo y arenas en el mar. Don Juan Manuel de Montenegro, en Romance de lobos, Ramón del Valle Inclán.

Desde lejos se podía ver al señor de Luriés, erguido sobre las piedras de la era de Sancharrén, cómo vigilaba el trajín de los que nos afanábamos en la trilla. Hacía poco que me había nombrado su capataz y no me quitaba los ojos de la nuca. Se pasaba los días dándome órdenes absurdas. Que si dile a fulano que ate mejor los fajos de la mies, que no quiero perder ni una espiga en el acarreo. Que si mengano no azuza a los bueyes y se queda dormido dando vueltas encima del trillo.

En una de esas peroratas me mandó a buscar a Dionisia. Hacía rato que había ido al barranco de Cervera con el cántaro y ya tendría que estar de vuelta.

—Estos días se entretiene mucho.Me apuntó al pecho con su bastón—. A mí no me la pega. Estoy seguro de que tiene líos con alguno de vosotros.

—¿No se referirá a mí?

—Pues podría ser. También me he dado cuenta de que, cuando no la ves, no te concentras en las faenas.

—Pensaba que usted me tenía en otra estima.

—¡Pues no te podrás quejar! Por la estima en que te tengo, te nombré el mandamás de toda esta pandilla. Pero cuando se cruzan las mujeres, el mundo se pone patas arriba.

—Por Dios, don Fernando, se lo juro por mis muertos.

—Anda, que no me hace falta que jures. Haz lo que te digo. ¡Ah! Y no tardes en volver tanto como ella.

—Descuide. Lo haré lo más rápido que pueda. Pero tenga en cuenta que el pozo de la Faja Canal cae algo lejos, está ya en barranco de San Andrés —Se rascó la cabeza—. Además, sacar el agua del pozo con una cuerda vieja y con una lata roñosa lleva su tiempo.

Eché a correr. A mí también se me había retorcido el estómago. No era su Dionisia. Era mi Dionisia, y nos pensábamos casar. Y, si don Fernando se opusiera a nuestra boda, teníamos planeado huir por el camino que, escondido entre los pinos, lleva a la Collada.

En estas estaba mientras iba hacia el barranco. El pulso se me subió a las sienes cuando vi el cántaro arrimado a una carrasca, al lado sus zapatillas, rotas por la punta y llenas de barro.

Me acerqué con cuidado hasta la bajada del pozo. La vi antes de llegar. Aún no flotaba. Tenía una mano atrapada en las zarzas y el cuerpo se estaba hundiendo entre el pan de rana. Como en una danza macabra, sus sayas se le habían subido y flotaban moviéndose alrededor de su cintura.

Me quedé paralizado, sin poder respirar. Me daba pellizcos en las manos para comprobar si estaba vivo, quería asegurarme de que no era una alucinación ni una pesadilla.

Sin darme cuenta, me puse a hablar solo, o con ella, que no lo sé.

Dionisia, ya sabía yo que no te podías caer al llenar el cántaro. Recuerda que preparamos juntos la lata con la que lo llenabas. Le atamos una cuerda larga y le pusimos una piedra dentro, así la podrías tirar desde lejos, sin acercarte al borde del barranco. Nos inventamos el artilugio porque la orilla estaba muy resbaladiza, tanto que ya nos había dado un susto a más de uno y decían que hasta se había caído una caballería. Mira, Dionisia, yo sabía que, aunque hiciera calor, tú nunca intentarías refrescarte. A ti, tan pudorosa, nunca se te habría ocurrido subirte las faldas y remojarte las piernas. ¡Qué desvergüenza! Así que al verte metida dentro del agua me ha dado un aire. Yo sé que no te has caído. Eso es imposible. Hemos hablado muchas veces de estos barrizales cubiertos de hierba, donde las culebras de agua están a sus anchas. ¿Te acuerdas que siempre me decías que les tenías mucho miedo?

No sé cuánto tiempo pasamos así. Tú en el agua y yo mirándote desde la orilla, embelesado en tu piel blanca y en tu cabellera enredada en las zarzas. De repente, unas moscas verdes me sacaron de mi ensimismamiento y comencé a correr hacia la era. Cuando vi al señor de Luriés, se me doblaron las piernas y se me mojaron los pantalones. No pude hablar, pero él lo entendió todo. Me quedé perplejo con sus lamentos, como si le hubiera ocurrido algo a alguien de su familia.

En la era se montó mucho revuelo y todos corrieron. Pensaron que yo no había podido salvarte.

Todo ocurrió muy rápido. Echaron un arpón al pozo y lo ataron a dos mulas. Entre gritos y empujones lograron sacar tu cuerpo y lo arrastraron hasta la carrasca donde habías dejado el cántaro apoyado. Te cubrieron con una sábana grande, de las que se usaban en la era para recoger la paja. Esa noche los hombres velamos tu cadáver a la luz de la luna.

Al día siguiente, el forense certificó lo que todos sabíamos, que la muerte te había llegado por ahogamiento. En un momento, yo me hice adelante y le pedí que te hiciera más pruebas, que te mirara la madre por delante y por detrás.

—Si se refiere usted a un frotis vaginal y otro anal, ya he hecho las investigaciones pertinentes y he sacado mis conclusiones —me contestó.

 Don Fernando de Luriés se me encaró por semejante desvergüenza, pero el forense realizó su trabajo y también certificó lo que no nosotros no sabíamos: “la víctima ha sido violada y hay signos de un embarazo incipiente”.

Entre todos los presentes no me pudieron sujetar. Yo escupía al suelo y gritaba.

—¡Canalla, viejo canalla! Has engendrado una camada de lobos que acabarán contigo.

Entonces, aproveché que aún estabas de cuerpo presente y te dije todo lo que me había callado hasta entonces.

—Y tú, Dionisia, no eres inocente, que lo sabías todo. Yo mismo te lo conté. Recuerda que te advertí que el señor de Luriés había mancillado a todas las novias de sus dominios, que ninguna se pudo casar virgen. Sí, se creía con derecho sobre todas. También decía que lo amparaba el derecho de pernada. ¡Sí, eso decía y eso se sigue creyendo! Pero todos sabemos que eso no es un derecho, que es un abuso. Y todo esto te ha pasado por terca. ¿Qué es eso de buscarle agua fresca al señor? Por algo te decía yo que teníamos que marcharnos del pueblo antes de anunciar la boda.

Cuando te colocaron encima de la yegua que te iba a llevar a tu casa, yo cogí una horca de hierro afilada y apunté a la barriga de don Fernando. Con los ojos ensangrentados le dije:

—¡Usted ya no tendrá más vástagos! Se acabaron los aullidos de los lobos.

Carmen Romeo Pemán

Joaquina Bernués, una golondrina fragolina

Su padre la sacó de la escuela el día que se despidió el repatán, el aprendiz de pastor que había trabajado casi tres años por un real a la semana. La patera y la modorra les habían matado a muchas ovejas y el padre de Joaquina no podía pagar a otro ayudante. Así fue cómo ella se pasó la juventud detrás del rebaño, tragándose el polvo del camino y durmiendo en parideras. Por las noches, mientras amamantaba a los corderos o hacía callar a los perros, soñaba con una buena dote. Y todo porque ningún mozo la sacaba a bailar, cuando bajaba al baile de las fiestas de la Virgen del Rosario. Con estas ideas en la cabeza entro en la veintena. Y, una tarde, mientras le servía la sopa a su padre, se atrevió a decirle:

—Mire, padre, tendríamos que buscar un repatán nuevo, que yo me voy haciendo moza vieja y ya no estoy para este trabajo de críos.

Él dio un manotazo en la mesa, tiró la escudilla al suelo y le gritó:

—¡Desgraciada! ¿Qué dices? Tú nunca saldrás de estas tierras, que no tienes donde caerte muerta. —Se sentó otra vez en el banco—. Y de esto ya no hablaremos más.

—Pues no, no hablaremos más. —le replicó Joaquina mientras se calzaba unas abarcas viejas—. ¿Ha oído hablar de las golondrinas alpargateras? Sé que dentro de un par de días salen las de Agüero, que me lo ha dicho el pastor de casa el Bastero.

—¡Noo! Esa sería nuestra mayor vergüenza.

Pero Joaquina salió de la paridera donde pasaba largas temporadas con su padre y ya no oyó los bramidos. En el camino hacia casa se fue haciendo el plan. Ella no se uniría a las que iban a Mauleón, que estaba demasiado lejos y no conocía a ninguna de las que hacían el viaje hasta allí. Mejor, así se quedaría en Olorón, más cerca de la frontera donde también había mucho trabajo. Y esto lo sabía de buena tinta, que había muchos fragolinos allí. Aunque pagaban menos que en otros pueblos, siempre aceptaban a los españoles en las fábricas de boinas y alpargatas del Bearne. Desde hacía varios años, el padre y las dos hijas de casa el Molinaz iban de temporeros a  las boinas. Salían cuando acababan de sembrar los campos, al empezar el otoño, y volvían cuando maduraban los trigos.

Llegó a casa y extendió un pañuelo de cuadros encima de la cama. Escogió el que guardaba en la alacena para hacer el macuto de los viajes. En el centro colocó y una muda completa. No tenía muchas cosas más, pero mejor. Así, le quedaría sitio libre para traer telas, hilos de colores, agujas, dedales y hasta un bastidor. Y a la vuelta, con lo que se ganara como golondrina, se bordaría uno de los mejores ajuares del pueblo. Sin darse cuenta se había llamado a sí misma golondrina. Claro, ese era el nombre con el que todos conocían a las alpargateras, vestidas con sayas y toquilla negras, que emigraban en octubre y volvían en primavera, como las golondrinas.

Antes de anudar el macuto, colocó encima de la ropa cuatro reales que tenía ahorrados de unas ovejas que se habían despeñado y las vendió a unos trajineros, sin que se enterara su padre. Para que nadie los descubriera los dobló y los escondió en el recordatorio de la muerte de su madre. Era uno de esos de doble hoja. Delante se veía la foto de un santo Cristo, como el de El Frago, y detrás una santa Quiteria, protectora de los caminantes y de la rabia. Se santiguó y le pidió protección a su madre. A continuación se puso una saya, que de tanto usarla se había vuelto parduzca, y unas alpargatas raídas. Se echó el bulto al hombro y tomó el camino de Agüero, el que va por el barranco de Cervera.

En menos de cuatro horas llegó a la Cruz del Pinarón. Pero, un poco antes se le habían unido dos mozas de Lacasta. Cerca de Santa Eulalia se añadieron las cuatro de Agüero, y todas juntas emprendieron la subida por la cañada del Puerto de Monrepós. Yo ese camino me lo sabía de memoria, lo había escuchado muchas veces a las mujeres que iban andando, desde El Frago hasta el Pantano de la Peña, a llevar el companaje a sus maridos que estaban de pastores en el Pirineo. Ellos bajaban a buscarlo hasta allí y les traían los quesos que hacían en la montaña. Ellas los vendían en el camino de vuelta.

En tres días, a marchas forzadas, como los soldados de César en las Galias, por trochas estrechas cubiertas de matorrales, recorrieron más de cien leguas. Como ellos, iban mal calzadas. Muchas perdían las uñas, y, de tantas rozaduras, tenían los pies en carne viva.

A la entrada de Olorón se despidió de sus compañeras de viaje, que siguieron hasta otros pueblos más lejanos, en los que pagaban mejor por menos horas. Atravesó el río Gave y subió la cuesta hasta la catedral. Allí, en el barrio de los españoles, enseguida encontró a unos fragolinos que le dieron razón de dónde se alojaban los del Molinaz. En una habitación oscura y estrecha se acomodaron los cuatro. A la mañana siguiente llegó puntual a la fábrica de alpargatas, no lejos de la de las boinas.

Sentadas en unas mesas muy largas, trabajaban  a destajo, más de doce horas al día. Hablaban y hablaban, sin perder el ritmo de unas manos ágiles, llenas de ampollas. A ella tocó en una que se tejían suelas de esparto. En la de al lado, cosían las punteras y los talones de yute con punzones y, un poco más allá,  trenzaban los cordones.

Joaquina, por primera vez, oyó las risotadas de un grupo de chicas jóvenes y se atrevió a hablar de los mozos de su pueblo y de sus deseos de atraerlos con un buen ajuar. Ya estaba pensando en los pretendientes que tendría en el baile de las fiestas de octubre cuando regresara con unos buenos ahorros.

A la vuelta, como no podía pasar los francos que había ganado en la fabrica, los dejó escondidos la última paridera francesa, la que estaba justo antes de la muga del Somport, donde pasaban los meses de verano unos pastores conocidos. A ellos les resultaría más fácil cambiarlos a reales y pasarlos en sus zamarras. Los carabineros, preocupados por el orden de los rebaños, no prestaban mucha atención a la indumentaria los pastores.

Debajo de la toca. que la protegía de la solanera, se puso unos pendientes de plata, que había comprado en un anticuario cerca de la iglesia de Santa María, y en la faltriquera se metió unos diez reales que había conseguido cambiar con unos traficantes de contrabando.

Ese año hubo grandes nevadas hasta pasado el mes de mayo y los pastores no pudieron pasar a Francia. La nieve sepultó para siempre la paridera del Somport.

A Joaquina, de aquel vuelo equivocado, solo le quedaron unos pendientes de plata que miraba con nostalgia.

Las golondrinas alpargateras aprovechaban las cañadas de los pastores.

La migración de las alpargateras se produjo entre 1870 y 1940.

La primera documentada en las fábricas francesas es una de Salvatierra de Escá, en 1831. Sus principales destinos fuero Mauléon-Licharre, Oloron Sainte Marie y otras ciudades del Sur de Francia.

Grupos de mujeres, aragonesas y navarras, muchas de ellas jóvenes y niñas, caminaban cientos de kilómetros hasta Francia a trabajar en las fábricas de alpargatas. Vestidas de negro con sus macutos, iban por las rutas de los pastores. Las llamaban golondrinas alpargateras porque sus viajes, de otoño a primavera, coincidían los de las golondrinas.

Sus peripecias fueron divulgadas en Ainarak o Golondrinas, un documental protagonizado por Anne Etchegoyen. La Ronda de Boltaña las recuerda en su canción La tumba de la golondrina.

***

Descendientes de nuestra golondrina fragolina fueron los Bernués, asentados en Olorón, que llegaron a ser dueños de zapaterías famosas.

Las ninfas del Arba

AREÚSA.

Aquejada del mal de madre, habla de Sempronio.

Así goce de mí, pues que lo he bien menester, que me siento mala hoy todo el día. Así que  [es] necesidad más que vicio. La Celestina, Tratado VII.

La víspera de San Juan Elisa bajó al Arba a sanjuanarse. Como estaban de luto, que hacía poco que se había muerto su abuela, no se unió a la algarabía de los mozos como le habría gustado. Durante los lutos los familiares vestían varios años de negro, solo podían salir a la iglesia y tenían prohibido reírse.

Entre luto y luto, y cuidando a sus padres, se volvió moza vieja, tanto que ya no la miraban los mozos. Y claro, unas cosas traían otras, que todas las solteras, padecían el mal de madre como Areúsa. A Elisa no la aliviaron ni las hojas de la morera que plantó su padre en el huerto.

—Ya sabes, hija, eso es la sangre corrompida de muchos meses que llevas dentro —le decía su madre cuando la veía penando sin quererse levantar de la cama—. Te tienes que buscar un varón. Las mujeres necesitamos un hombre que aproveche nuestras semillas, que, si se acumulan, se pudren y nos vuelven locas.

—Madre, por favor, cállese.

—No me pienso callar, que no son tontadas. Ahora dicen que en lugar de las comadronas lo tratan los médicos. Y estamos perdidas. No entienden nada y nos ingresan en sanatorios. Hasta le han puesto un nombre extraño. A lo que desde siempre hemos dicho mal de madre ellos le dicen histeria, como si hubieran descubierto algo nuevo.

A pesar de estar corrompida, como le decía su madre, ella no había perdido sus fantasías. Se tocaba los muslos y notaba las carnes prietas. Cuando se le acercaba algún mozo le subía el corazón a las sienes y en las mejillas se le dibujaban dos manzanetas. Pero, su madre, ¡que hasta la acompañaba al baile!, le asustaba a los pretendientes. Tanto que, poco a poco, ella misma se fue alejando de las fiestas bulliciosas en las que abundaban las risotadas y los roces.

La víspera de San Juan, vio con tristeza a los jóvenes alborozados que tomaban el camino del puente, donde pasarían la noche jugando con el agua. Y decidió no quedarse atrás. No se juntaría a ellos, que sabía que no era bien recibida. Ella caminaría hasta el pozo de Valdarañón. Al fondo había una roca y detrás una cueva. Algunas veces, cuando bajaba a lavar allí, escuchaba unas risas que se escapaban por la rendija de la peña.

—Mira —le dijo la señora Bárbara que estaba a su lado—, allí viven las ninfas del Arba.

—Parecen muy alegres —comentó Elisa.

—Pues claro. Todas se libraron del mal de madre gracias al conde Olinos, que, además, les buscó este refugio en el que pudieran vivir alegres con sus hijos. —Se calló un momento—. ¿No oyes sus vocecitas?

—Nadie me lo había contado antes.

—Es que las gentes andan temerosas. No entienden eso de que sus hijas se conviertan en ninfas y desaparezcan en la gruta de Valdarañón.

—Pues a mí me parece hermoso. Esto no es como vender el alma al diablo. Con esto te aseguras una eternidad alegre y  cerca de los tuyos.

La señora Bárbara meneó la cabeza y siguió lavando sin decir palabra.

A Elisa no la amedrentó lo que pudiera pensar la señora Bárbara contra el conde Olinos, ni las palabras que escuchó después en el carasol.

La víspera de San Juan la despertó una melodía que llegaba desde muy lejos.

Madrugaba el Conde Olinos,

mañanita de San Juan,

a dar agua a su caballo …

Estando ya su casa sosegada, con ansias en amores encendida, salió sin ser notada, igual que había hecho la amada de San Juan de la Cruz. Al pasar por el puente escuchó las risas de las cuadrillas que se estaban sanjuanando, pero no se detuvo.

Cuando llegó al pozo, vio a unas ninfas nadando en silencio, con movimientos rítmicos. Entonces se arrodilló, se lavó la cara y se desnudó. Anduvo despacio hasta la corriente del río. Al sentir el contacto de su piel con el agua, le subieron unas culebrillas placenteras. Los álamos movieron sus hojas y con la brisa le entró frío. Salió y buscó un claro escondido entre las altas zarzas. Se arrebujo con sus enaguas de hilo y se tumbó boca arriba sobre la hierba. Ya estaba traspuesta cuando le llegaron las notas de un romance que se sabía de memoria.

Bebe, mi caballo, bebe…

Se atusó el cabello y se sentó. La voz se acercaba a medida que avanzaba la canción.

Dios te me libre del mal:

de los vientos de la tierra

y de las furias del mar”.

Al momento apareció su cara entre las zarzas y no pudo contener un grito de sorpresa. Se quedó inmóvil, como paralizada, sin pronunciar palabra.

El conde Olinos descabalgó, se acercó con pasos lentos y se sentó a su lado, jugando con las hierbas. De repente cortó una margarita y se la puso en los labios. Ella se ruborizó y lo abrazó. Al momento se convirtieron en un montón miembros enredados de los que salía una respiración jadeante. En sus afanes, se olvidaron del maleficio.

Es la voz del conde Olinos,

 que por mí penando está.

Si por tus amores pena

yo lo mandaré matar …

Antes de un mes, Elisa notó que le disminuía el mal de madre. La semilla del conde había germinado en sus entrañas. Por las noches acariciaba su cuerpo y sonreía. No dejaba de bendecirse por esa criatura que llevaba dentro. Sentía un placer tan inmenso que no quería compartirlo con nadie.

Un domingo mientras se inclinaba a coger la mantilla para ir a misa, le dijo su madre:

—Hija, diría que has perdido algo de cinturas.

—Se lo harán sus ojos, madre. Es que esta chambra que heredé de la abuela es demasiado entallada.

—Bueno, bueno. —Su madre se calló un momento—. Pero no me negarás que andas mejor del mal de madre. Yo, por lo menos, te noto menos excitada. A veces, demasiado ensimismada.

—Pues, ya que me ha preguntado, le pediré que me guarde el secreto.

A la madre se le escapó un oh y se tapó la boca con las manos.

—Sí, ya paso de los siete meses y ya lo tengo hablado con la partera.

—¿Cómo? ¿Sin contar con nosotros?

—Es que, verá, a este niño no lo llevaremos a la inclusa, ni lo cuidaré como madre soltera.

A la madre se le pusieron los labios morados y no acertó a replicarle.

—A mi hijo lo cuidarán las ninfas del Arba —le contestó con energía.

—¿Tú también tú te has creído las patrañas del conde Olinos?

—Es que ustedes siempre que ocurre algo maravilloso lo llaman patraña. Les falta un sentido.

—¿Cómo te atreves a hablarme así? ¿Acaso has olvidado que soy tu madre?

¡No lo mande matar, madre; 

no lo mande usted matar,

que si mata al conde Olinos

juntos nos han de enterrar!

Cuando la partera entregó el niño a las ninfas, Elisa comenzó a caminar por el cauce del río. Se paró frente a la gruta y pidió al Arba que la convirtiera en un sauce llorón.

Desde entonces, desde lejos se ve un gran sauce que protege la entrada de la cueva de Valdarañón.

Carmen Romeo Pemán

Francisca Soria y Concha Gaudó analizaron «El Frago, 1901»

PRÓLOGO. FERNANDO BERMÚDEZ CRISTÓBAL

“He conseguido, mediante mi librería del barrio, el libro tan deseado El Frago 1901.

Merece la pena molestarse para hacerse con un ejemplar de un libro tan singular, escrito por mi amiga Carmen Romeo, catedrática de lengua y literatura. Y no por el hecho del nomenclátor de su dedicación, no por ser catedrática, otras lo son y escriben regularmente, pero Carmen escribe no solo bien, sino muy peculiar.

Me traslada a mi juventud leyendo a los autores rusos, sobre todo a León Tolstoi, con su redacción directa. Me recuerda a dos obras mundialmente conocidas como Guerra y Paz y Ana Karénina. Bueno,  el tema nada que ver con El Frago 1901. O por ejemplo la conocida novela Cien años de soledad de García Márquez, La cantidad de personajes que salen, tanto en Guerra y Paz, como en Cien años de Soledad, es equiparable a El Frago 1901. La cantidad de personajes que Carmen aplica en su libro y la habilidad para saber enlazarlos haciendo una comunión directa y preciosista para comunicarnos que la mujer al inicio del siglo XX era una vecina de segundo grado. En El Frago a excepción de los varones, que gozaban de maestro; las niñas prácticamente no tenían ni escuela, ni maestra. La lucha titánica de la nueva maestra por conseguir un lugar apropiado para poder dar clases a las niñas, es digna de todo elogio.

Yo soy cincovillés, nacido en Tauste, pero confieso que me he quedado anonadado de la conducta de un pueblo de unos 500 habitantes, que Carmen describe de forma sencilla, correcta, de un acontecer. Hay que pensar que El Frago es una población del pre-Pirineo, muy aferrada a los usos y costumbres, No obstante, Carmen desgrana la verdad de lo cotidiano y el libro tiene una aura de mucho mérito; digno, teniendo por testigo el Arba.

No dejéis de leerlo; una joya que ha escrito mi amiga Carmen Romeo Pemán. ¡Felicidades!»

Fernando Bermúdez es escritor. En 2019 ganó el premio nacional de literatura Bolivia. En 2022, la Pluma de Oro de Chile. Pertenece a la Asociación de Escritores de Aragón y colabora con nosotras en Letras desde Mocade.

LA TERTULIA LITERARIA DEL INSTITUTO GOYA

El día 29 de abril de 2024, la diosa Fortuna me vino a ver en persona a la tertulia del Instituto Goya. Presidida por la directora del Centro y el profesor Javier Aznar, encargado de los programas de la biblioteca, dos catedráticas, amigas y exprofesoras, nos hicieron disfrutar de una intensa velada. Guiados por ellas, desnudamos hasta lo impúdico la novela que ese día nos ocupaba, es decir, mi última novela.

En la tertulia salieron ideas interesantes y sabrosas. Disfrutamos y aprendimos mucho. Concha y Francisca nos ofrecieron el plato fuerte. Sus discursos quedaron recogidos en El hacedor de sueños, el blog del Instituto Goya. Y me gustaron tanto que hoy las reproduzco aquí.

Sus textos originales están publicados en:

http://elhacedordesuenos.blogspot.com/2024/05/el-frago-1901-por-ensenar-las-ninas-de.html?m=1

ESTUDIO LITERARIO DE FRANCISCA SORIA ANDREU

De izquierda a derecha. Ana Íniguez, la directora actual, Pilar Cáncer, Inocencia Torres y Concha Gaudó, todas exprofesoras del Goya

¿QUIÉN ES CARMEN ROMEO PEMÁN?

Nacida en El Frago (1948), a cuya escuela asistió hasta los 13 años, es Licenciada en Filología Románica por la Universidad de Zaragoza, donde ejerció de profesora. Durante más de treinta años ha sido Catedrática en el Instituto “Goya” de esta ciudad.

A lo largo de su desempeño docente ha publicado textos didácticos, guías de lectura y estudios de índole filológica. Y su vocación literaria ha dado como fruto una considerable cantidad de relatos breves que han ido viendo la luz en el Blog Letras desde Mocade.

Una parte de ellos, veintinueve, apareció editada bajo el título De la roca nacidas, en Zaragoza, IFC-CSIC, 2021, que yo misma comenté en este Blogo del Instituto Goya.

Hija de maestros, se ha dedicado al estudio de la escuela rural y ha publicado De las escuelas de El Frago, en Zaragoza, IFC-CSIC, 2014.

También ha participado en el estudio de El callejero de las mujeres y Paseos por la Zaragoza de las mujeres, Zaragoza, Publicaciones del Ayuntamiento de Zaragoza, 2010 y 2019, respectivamente.

Su labor de investigación y de creación literaria ha sido reconocida y galardonada:

En 1977, ganó el Premio Bernardo Zapater Marconell del Ayuntamiento de Albarracín por un trabajo de investigación reflejado posteriormente en su libro Los Mayos en la Sierra de Albarracín, 1981.

VIII Concurso Helvéticas. Tu país de las mujeres por De la roca nacida. 2014.

Pilar Cáncer, Francisca Soria, Carmen Romeo y Javier Áznar.

EL FRAGO, 1901. POR ENSEÑAR A LAS NIÑAS

Hoy presentamos su última obra, una novela que consta de veinte capítulos numerados:

1 La ilusión de Matilde. 2 De camino a El Frago. 3 Las niñas a la herrería vieja. 4 Buscando soluciones. 5 Tomando cartas en el asunto. 6 Con la iglesia hemos topado. 7 A vueltas con el tabardillo. 8 Más casos de tifus. 9 Se desata la epidemia. 10 Notas de prensa. 11 Vientos desfavorables. 12 Amainando el temporal. 13 El nuevo local. 14 Al César lo que es del César. 15 Formas de diversión. 16 Las faltas de asistencia. 17 Acusan a Matilde. 18 Y las niñas en la cocina. 19 Matilde acusa. 20 Multan al Ayuntamiento. Más un Epílogo.

La obra El Frago 1901. Por enseñar a las niñas, desde su doble título, anticipa al lector el marco histórico y el leit motiv del argumento. La acción se ciñe casi exclusivamente a la geografía de esa localidad de las Cinco Villas zaragozanas y transcurre exactamente durante el año 1901, elegido por Carmen Romeo por su especial significado para la escuela en España. Fue el año en que el recién creado Ministerio de Instrucción Pública, dirigido por el conde de Romanones, adoptó las más decisivas medidas para los maestros y para la enseñanza primaria obligatoria.1

El segundo título explicita la convicción de una joven maestra, Matilde, acerca de su trabajo. Ha ganado unas oposiciones para ser maestra de niñas y está determinada a llevar a cabo su cometido sin escatimar esfuerzos.

Es la primera novela de Carmen Romeo, escritora conocida por sus narraciones breves llenas de personajes muy potentes y de situaciones insólitas, con las que ha ido tejiendo una densa red en torno a un núcleo muy pequeño, El Frago. Y finalmente ha dado el salto a la narración extensa, integrando en parte sus anteriores relatos, técnica usada por García Márquez, quien en La hojarasca (1955), El coronel no tiene quien le escriba (1961) y La mala hora (1962)fue creando los personajes y los escenarios que, más tarde, tomó como base para Cien años de soledad (1967).

Si García Márquez convirtió su Aracataca nativa en el Macondo literario, Romeo Pemán hace lo propio con su pueblo, aunque conserve el topónimo real. Así los personajes de María del Socarrau o del Canónigo de las Cheblas, las mujeres de los carasoles o los integrantes de la tertulia del bar, entre otros varios, conforman los personajes del pueblo, escenario de El Frago, 1901. 2

La novela gira en torno a dos principales núcleos temáticos de desigual peso en el relato: la llegada de una nueva maestra –dispuesta a luchar por la escuela para las niñas– y la epidemia de tifus. Todo ello narrado con rigor histórico y bien novelado para ser leído con facilidad y gusto.

Al terminar el Epílogo, el lector de hoy ya sabe de los difíciles comienzos de las escuelas para niñas, por todo lo que implicaban: habilitación de un local, presencia de una maestra dependiente del Ministerio y no del Ayuntamiento, una nueva legislación educativa y los innumerables conflictos que hacían necesaria la comparecencia epistolar e, incluso, física de las instituciones educativas.

El segundo núcleo argumental lo aporta la realidad de una epidemia de tifus, que reveló a El Frago sus muchas carencias sanitarias, sólo paliadas por el esfuerzo ímprobo del médico don Valero y la diligente cooperación de Matilde y de los abnegados fragolinos que no vacilaron en arrimar el hombro.

Ambos temas, inevitablemente, se ramifican y, a veces, se cruzan. Así, la cuestión de la escuela de niñas introduce al antagonista de la maestra, mosén Mateo, auténtico vestigio de los viejos curas carlistas, que se resiste a que la Iglesia, encargada hasta entonces de la formación de las niñas, pierda su autoridad y su control. Este personaje será el más duro adversario de Matilde, a cuya presencia atribuye él públicamente todos los males del pueblo.

Asociado a la epidemia de tifus, trae Romeo Pemán el eco de las teorías higienistas de la época, que provocarán roces entre el médico –a cuyo cargo se encuentra la actuación sanitaria durante la epidemia– y la maestra, que parece invadir sus competencias al divulgar entre las mujeres y las alumnas sencillas medidas higiénicas como el lavado de las manos y de la ropa.3

La gravedad de la epidemia traerá, además, la exótica presencia de los médicos de la capital con sus máscaras de pico de ave, enfrentados a los prejuicios de los naturales. Y de nuevo hace acto de presencia la Iglesia con sus rituales de devoción popular para casos de peste, que la autora cuenta y describe con total eficacia incorporando las Letanías de san Sebastián.4

Y alrededor de ambos temas, el caciquismo,que la Real Academia define como “intromisión abusiva de una persona o autoridad en determinados asuntos, valiéndose de su poder o influencia”. El representante de esta “forma” política contra la que luchaba el Regeneracionismo de los gobiernos era don Casiano, que ponía y quitaba alcaldes y sometía a su dictado la forma de vida del pueblo y, como recuerda oportunamente el personaje de la señora María, “esa gente es peligrosa y nunca estará con los pobres”.5

El Frago, recorrido calle a calle con fidelidad de plano, aparece envuelto con una pátina que impregna las casas, los muebles y los muros, que aparecen desconchados, desvencijados, caducos. Lo que acentúa así la sensación de una sociedad decadente, presa de viejas ideas. En tres únicos puntos se desenvuelve su vida social: la iglesia, el café y los carasoles.

Y a ese “macondo” llega Matilde, una joven con su imagen fresca y moderna. Una mujer de ciudad, con estudios, que desea trabajar. Su sola presencia marca el vivo contraste que existía entre la vida urbana y la rural. Y, además, posee la fuerte personalidad y el conocimiento necesarios para llevar a cabo su histórica misión de implantar las novedades educativas del Ministerio.

La autora no duda en vestirla a la última moda y describe a lo largo de toda la obra su vestimenta y calzado, lo que constituye otro de sus aciertos. El siglo XX inició una tendencia de cambio imparable en la moda femenina: las ropas y calzados se adaptaron a una nueva forma de vivir y actuar, que inauguró un nuevo código en las relaciones sociales.

Matilde, una extraña en aquel pueblo, se siente, de principio a fin, muy sola. Pero el personaje de María del Socarrau que, en principio, parecía que no tenía más papel que hospedar en su casa a la maestra, crece a lo largo del relato hasta convertirse en su confidente y su apoyo. Se trata así con total realismo la situación de aquellas maestras pioneras que tuvieron que afrontar muchas situaciones insólitas sin contar con el amparo familiar.

En esas circunstancias, la aparición del amor podía mitigar la soledad de estas jóvenes y Carmen Romeo no niega a la protagonista el derecho a enamorarse del médico don Valero, aunque se pasa de puntillas por el asunto y se deja a la imaginación del lector, en el final abierto, el desenlace de este asunto.

Aunque se alude constantemente a viejas costumbres y a viejos utensilios nombrados especialmente en el ajuar de las casas, no se trata en absoluto de un relato costumbrista. La novela se mueve entre la literatura verité y la novela histórica, y en su misma indefinición encuentra su propio lugar. Y una muestra de ello, entre otras, es la naturalidad con la que se hacen convivir el lenguaje administrativo traído por la maestra y el inspector, los latines del cura y la lengua coloquial sin marcas locales.

Es una narración rigurosa hasta el extremo en los datos históricos, inserta en un marco ficticio pero a la vez verosímil. Aunque es muy rica en técnica, en referencias literarias, en el uso de registros lingüístico y en recursos narrativos, logra dar la sensación al lector de haber leído una obra muy accesible, porque el lenguaje es siempre claro y los personajes atrapan desde las primeras páginas. Tiene la marca de Carmen Romeo Pemán».

De izquierda a derecha. Inmaculada Martín, Lola Gómez, Vanesa Álvaro (jueza) y Mercedes Asensio. Profesoras del Goya.

NOTAS DEL TEXTO DE FRANCISCA SORIA

1Un Real Decreto de abril de 1900 separa la educación del Ministerio de Fomento y lo crea con el nombre de Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes (1900-1937). El conde Romanones, a sazón ministro de la nueva cartera, promulgó la remuneración de los maestros con cargo a los presupuestos del Estado, así como la reforma de la enseñanza primaria. Su plan de estudios se mantuvo vigente hasta 1937.

2Estos nombres protagonizaron narraciones como María del Socarrau, 2019; Un canónigo de Las Cheblas, etc. publicados en el Blog Letras desde Mocade.

3 Teorías higienistas iniciadas en 1790 en Austria y ya muy desarrolladas en España desde la segunda mitad del siglo XIX por el prolífico autor José Monlau, que publicó con éxito Elementos de higiene pública Monlau, J., Elementos de higiene pública, s.a. dos tomos. Este autor en los años 1856 publicó una extensa obra de divulgación, Diccionario etimológico de la lengua castellana (ensayo), precedido de unos rudimentos de etimología, 1856, con el que provocó una intensa polémica.

4 Capítulo 7. “A vueltas con el tabardillo”, páginas 82-85.

5 Capítulo 12. “Amainando el temporal”, página 149.

TEXTO DE CONCHA GAUDÓ GAUDÓ

De izquierda a derecha, José Ramón Reyes Luna, alcalde de El Frago, Felipe Diaz Cano, vicepresidente de la Comarca, Carmen Romeo Pemán y Concha Gaudó Gaudó, leyendo.

Para esta segunda parte elegimos la segunda de las críticas de Concha. La primera tuvo lugar en Zaragoza, en la Diputación de Provincial de Zaragoza y Letras desde Mocade ya la publicó en su día.

https://letrasdesdemocade.com/2024/03/08/el-frago-1901-por-ensenar-a-las-ninas/

La segunda, la que publicó en el Hacedor de sueños, la pronunció en la sede de la Comarca de las Ciclo Villas, en Ejea de los Caballeros, es la que reproduzco hoy.

«Cuando yo era pequeña, en los albores de la televisión en España, había un programa titulado “Tengo un libro en las manos”. Este título se convirtió en un eslogan y muchas personas lo hemos adoptado como modo de vida.

Venir hoy a Ejea, a presentar un libro de Carmen Romeo Pemán, cumple dos de mis pasiones, el arte medieval, el románico en particular, y los libros, mejor si son de historia. Gracias, Carmen, y gracias a quienes lo han permitido y hecho posible, Felipe Díaz, vicepresidente de la Comarca de las Cinco Villas y José Ramón Reyes, alcalde de El Frago.

Mi presencia aquí es el regalo de una amiga. Pero no se preocupen, la amistad no me ciega para ser crítica y objetiva en mis valoraciones.

Seguramente, ya conocen a Carmen Romeo, vecina de una cercana localidad cincovillesa, El Frago, donde nació en 1948 y de donde, como ella dice, nunca se ha ido, pues ese es el lugar donde mora, aunque sus muchas actividades la hayan obligado a residir en otro lugares. En El Frago dio sus primeros pasos, aprendió las primeras letras en su escuela, de la mano de una buena maestra, y sólo salió de allí para seguir estudiando, mejor dicho, para titularse, porque su estudio, su conocimiento, tiene sus raíces en este lugar, donde, desde muy pequeña, iba de casa en casa para que gentes diversas le contasen historias, sus cosas, su vida… y ella iba almacenando narraciones, leyendas, construyendo su saber y, sobre todo, aprendiendo a amar sus orígenes y a su gente. Porque sin amor, sin pasión, no se pueden construir los hermosos relatos y la sabiduría que nos entrega.

Carmen estudió el bachillerato en el Colegio de Santa Ana de Zaragoza, en un internado que permitió a muchas chicas de los pueblos de Aragón acceder a una educación superior. Un lugar difícil por el que tuvieron que pasar las chicas jóvenes de pueblo que querían estudiar más.

Estudió Magisterio y Filología Románica en la Universidad de Zaragoza y, para no desaprovechar los veranos, perfeccionó idiomas en Francia y Bélgica. Su expediente académico la llevó a entrar, nada más acabar la carrera, en el Colegio Universitario de Teruel como profesora de Literatura e investigadora en el ámbito lingüístico y también, muy pronto, en historia de la educación.

Cambió la docencia universitaria por la enseñanza secundaria, donde ha ejercido su vocación docente en los Institutos Francés de Aranda de Teruel y Goya de Zaragoza durante más de 40 años, como Catedrática de Lengua y Literatura. Y digo “vocación” y no actividad docente, porque sólo desde la vocación se puede llevar una actividad profesional a la excelencia, como ella lo ha hecho.

A pesar de que los tiempos en la enseñanza secundaria están muy dominados por las clases, la docencia, Carmen nunca abandonó la investigación, ampliando sus temas de interés a la didáctica, la pedagogía y la coeducación.

Un trabajo intenso, eficaz y reconocido. Emociona ver cómo la valoran sus alumnas y alumnos, cómo la abrazan, cómo la citan. Cómo la quieren. Sus publicaciones, premios y reconocimientos, los pueden ver fácilmente en la red. Pero estas citas no recogen el día a día. Yo quiero contar aquí un ejemplo, visto con mis propios ojos, pues, además de tener el privilegio de ser su amiga, he tenido la suerte de ser su compañera de trabajo.

Carmen asumió por decisión personal el Aula de español para alumnado extranjero del Instituto Goya. No era lo habitual, en su condición de Jefa de Departamento. En un accidente doméstico se rompió una pierna y tuvo que estar de baja. Sus alumnas y alumnos, con los que se comunicaba por correo electrónico, en los primeros pasos de la informática, para hacerles practicar la lengua, se enteraron enseguida. No querían otra profesora y nos propusieron la solución. Se enteraron de que en la Seguridad Social prestaban sillas de ruedas. Ellos mismos irían a pedir una silla y, cada día, por turno, ellos o ellas irían a buscar a Carmen a su casa y la devolverían a su domicilio. Todo arreglado. Varios de estos alumnos que pasaron por las clases de español de Carmen llegaron a la universidad y son hoy excelentes profesionales.

El Frago, 1901. Por enseñar a las niñas. Ya he dicho que me gustan los libros de historia. Pues aquí tenemos uno, un libro de historia, historia política de España (la regencia, los ministros, el carlismo y la influencia de la Iglesia, el caciquismo, las tímidas reformas regeneracionistas) de historia de la educación (el recién nacido ministerio, los decretos, las exigencias en educación, las nuevas corrientes pedagógicas), de historia de las mujeres (acceso al trabajo, a la educación, primeros pasos de la emancipación y también la violencia, la opresión, el dolor), de historia de una comunidad, historia del pensamiento (nuevas y viejas ideas), historia de la cultura. Y una novela, novela social (las relaciones, las diferencias, la relativa riqueza y la relativa pobreza, el trabajo, el progreso, el ocio, la amistad), novela protesta, novela reivindicativa, novela utópica. Utópica, sí, porque nos invita a mejorar, a crear ese lugar que todavía no existe. Y una novela homenaje.

La autora es, en primer lugar, una investigadora. Todos y cada uno de los aspectos tratados en la obra están documentados e investigados. Son muchas las horas pasadas en los archivos históricos y es muy profundo el conocimiento que Carmen tiene de la Historia de la Educación. Con esos mimbres teje, de forma magistral, el largo camino de la educación de las mujeres. ¡Cuántos escollos por superar, cuántas ideas que rebatir, cuántas piedras en el camino, malentendidos y malas intenciones, y cuántos sufrimientos para las niñas y las maestras!, algunos conocidos por experiencia propia, incluso mucho tiempo después. El final feliz ha llegado después de un largo camino de espinas, un calvario, en lenguaje de don Mateo, aunque él diría algo peor.

Pero no sólo aborda la historia de la educación. Préstenle mucha atención al tema de la moda incluido en la novela. Las diferentes formas de vestir, las prendas tradicionales y sus usos, los cambios introducidos con el nuevo siglo, tejidos, prendas, modas… (Carmen descubrió a Pilar Lana, la primera mujer empresaria en el s. XIX en Zaragoza, propietaria de una fábrica de corsés).

Historia de la medicina y de la higiene. Las enfermedades, los tratamientos y los nuevos usos higiénicos…. También en este campo tiene la autora un profundo conocimiento a través de sus estudios sobre las Damas de la Cruz Roja.

Por último, pero tan destacado o más que el primer punto, la historia de la comunidad. Este aspecto es un auténtico tratado de etnografía. ¿Cómo es la vida cotidiana de una comunidad pequeña, rural, de montaña media, las Altas Cinco Villas, en la época del cambio de siglo, del XIX al XX, y del cambio de era, de la tradición a la modernización? ¿Cómo convive lo nuevo y lo viejo, cómo se superan las resistencias al cambio? Reconozco que, a mí, los otros temas me interesan y me gustan mucho, pero este me ha dejado abducida. Cómo cuenta la vida diaria, las necesidades, las relaciones, cómo recupera los usos, la tradición.

Carmen había escrito muchas obras de investigación; ahora nos ofrece una obra literaria, una novela, su primera novela publicada (siempre lo digo, que ha tardado en publicar literatura, pero que lleva muchos años escribiendo. Si no, no se puede hacer tan bien). ¿Qué aporta la novela a esta historia? Pues le aporta el alma. Porque todo lo que sucede es la vida misma de las personas que hacen o sufren los acontecimientos. Y sólo de esta forma conocemos la auténtica verdad histórica. No es lo mismo escribir que hubo muchas dificultades para escolarizar a las chicas que mostrar que recibían clase en un lugar lleno de boñigas en el suelo. Y así, todo.

En El País del 7 de abril último, Irene Vallejo publicó un artículo titulado “El ombligo de los sueños”. Allí recoge unas frases de la primera novela conocida, del s. XI, Genji Monogatari de Murasaki Shikibu: “Las crónicas históricas muestran sólo una parte de la verdad, y es en los relatos de ficción donde descubrimos las causas profundas de lo que sucede”.

Eso es, precisamente, lo que logra Carmen con esta novela. Contar la verdad de la historia, la historia total, la intrahistoria.

Por cierto, Carmen Romeo fue profesora de Irene Vallejo. Ella la presentó al primer concurso literario, que ganó, por supuesto, y la animó en sus primeros pasos de escritora. Irene nunca olvida citarla en sus charlas, en sus obras –ahí está en El Infinito en un junco–, y de reconocerle, con todo su cariño, todo el conocimiento que le trasmitió y le trasmite, en presente.

También dice Irene que, al leer una novela, intervienen todos los sentidos y se activan las áreas cerebrales relacionadas con el significado de las palabras. Olerán el aroma del falso café de achicoria recién hecho, sentirán el estómago ardiente con el trago de pacharán. Y temblarán ante la idea de los manejos de la Feria de Ayerbe y les dolerán las manos, como a las lavanderas cuando bajaban a lavar la ropa a las frías aguas del Arba.

Ya termino, pero no sin hablar del lenguaje. Culto y popular, en una sinergia especial, en una transición imperceptible, pero clara y lógica. No es fácil manejar con tal seguridad ambos registros.

Recordemos que la lengua, las lenguas, incluidos los latines, y la literatura son las dos aficiones y especialidades de la autora. La descripción precisa, los topónimos, el vocabulario específico y las citas literarias, elegidas a su gusto. Todo, todo está perfectamente integrado.

Pero la razón de la novela es otra. El objetivo final es la reivindicación de la EDUCACIÓN como fuente de sabiduría, como llave del conocimiento, del progreso, de la libertad. Como clave de la emancipación de las mujeres. “Otro gallo nos habría cantado a nosotras” con una maestra así, dice Dominica del Corronchal (cap. 6). “Es usted muy valiente. Al final cederán. No les quedará más remedio”, dice una voz de mujer desde la ventana (cap. 5). “Esas manicas, pronto bordarán sus ajuares con primor” (cap. 5), y aprenderán a coser la ropa interior y aprenderán higiene y, quién sabe, algunas de ellas saldrán a estudiar y se harán maestras para enseñar a las niñas.

Todas esas maestras, que Carmen tiene biografiadas en su blog Letras desde MOCADE, doña Inés, doña Simona, doña Angelita, doña Asunción, doña Nieves, todas, todas son doña Matilde. Todas ellas “entregaron su vida a las niñas de un pueblo perdido entre los montes”. Un homenaje al magisterio femenino.

Carmen ha reconocido, en varios de sus escritos y, sobre todo, en el gran libro sobre la escuela rural De las escuelas de El Frago, la gran importancia que ha tenido la escuela –las maestras y los maestros– para el gran número de fragolinos que andan por el mundo ejerciendo, de forma destacada, sus profesiones. En El Frago construyeron “a vecinal” las primeras escuelas y “a vecinal” del siglo XXI, aunque ahora usaríamos otro término, se han reabierto las escuelas hace un par de años. Tienen un gran futuro.

A don Gregorio y doña Asunción, maestros de El Frago, sus maestros, sus padres, dedica Carmen esta primera novela. Y destinó los beneficios de la primera edición a la reabierta escuela de El Frago.

Tengo un libro, una joya, en las manos: el libro de Carmen Romeo El Frago, 1901. Por enseñar a las niñas. Léanlo, aprendan y disfruten».

Concha Gaudó con ejeanos y fragolinos juntos.

MI PRESENTACIÓN EN EJEA

Fernando Ciudad Lacima, Concha Gaudó y Carmen Romeo, firmando.

¡Buenos tardes!

Es mi momento de acción de gracias. Y quiero que sean unas gracias de corazón. Antes de comenzar por lo menudo, gracias a todos los que habéis venido a arroparme.

En primer lugar gracias a Felipe Díaz Cano, vicepresidente de la Comarca Cinco Villas, por acoger esta presentación, precisamente aquí, en Ejea. Tengo motivos personales para decirle que me hace mucha ilusión estar en Ejea,

En 1943 vinieron mis padres de maestros a las Escuelas Graduadas. Aquí, en el paseo del Muro nació mi hermana Maruja Romeo. Y mi hijo mayor se casó con una ejeana. Así pues, tengo una extensa familia, una nuera y un nieto ejeanos

Además, el Centro de Estudios Cinco Villas, dirigido por Fernando Pellicer me publicó dos libros sobre El Frago: En 2014, De las Escuelas de El Frago, y, en 2021, De la roca nacidas, un libro de relatos ilustrado con acuarelas por la fragolina María Aguirre Romeo. Hoy, en su pueblo, quiero agradecer a Carlos Pellejero, su empeño para que esos libros vieran la luz con mucho éxito.

En torno a los años sesenta del siglo pasado, muchos fragolinos, unos muy amigos y otros de mi familia, vinieron a vivir a Ejea y a los pueblos de alrededor.

Para mí son motivos suficientes para estar realmente emocionada.

Aunque, por cuestiones de agenda, no ha podido asistir ningún representante de la editorial Comuniter, quiero darles las gracias por acoger mi manuscrito y publicar el libro con tanta rapidez.

Gracias con mayúscula a Concha Gaudó, por estar siempre a mi lado, unas veces de forma visible, como ahora, y otras entre bambalinas.

Concha además de amiga y compañera, es una excelente crítica literaria, aunque venga de historias. Es una enamorada de las lenguas. Habla alemán, inglés, francés y, está estudiando árabe. Su permanente contacto con otras lenguas la dota de una sensibilidad lingüística poco común que se refleja en su forma de leer y hacer crítica literaria. ¡Gracias, Concha!

Y, ¿cómo no? Gracias especiales al Ayuntamiento de El Frago, al que preside José Ramón Reyes Luna. José Ramón, desde la legislatura anterior me venía dando la lata para que escribiera algo nuevo sobre El Frago y sobre la escuela. Esta vez le he hecho caso y no ha sido un ensayo histórico, como fue el libro De las escuelas de El Frago. Esta vez me he atrevido con una novela. ¡Gracias, José Ramón, por tanto! Estas palabras son sólo un pequeño reconocimiento a lo mucho que te mereces.

Para acabar con los agradecimientos, nunca me olvidaré del Ayuntamiento que presidió Javier Romeo Berges. Además de apadrinarme los libros De las escuelas de El Frago y De la roca nacidas, me animó a involucrarme en conferencias y en escritos fragolinos. Y me facilitó la tarea abriéndome lasb puertas del Archivo.

Me gustaría que este acto, además de la presentación de una novela, fuera una celebración y una reivindicación por la recuperación de nuestras escuelas. Llevaban 32 años cerradas y, como por arte de magia, los fragolinos, con José Ramón en el timón, hemos logrado lo que parecía imposible. Os confieso que el día que me comunicaron su reapertura lloré. Eran lágrimas de mucha emoción.

Abrir unas escuelas es siempre un proyecto de futuro. Un proyecto de larga duración. Los fragolinos sabemos mucho de eso. Y las vamos a mimar, os lo aseguro. Pero necesitamos el apoyo de las instituciones. Sé que en la Comarca de las Cinco Villas nos apoyáis, pero no está de más recordar que necesitamos mucho fuelle para un proyecto tan ambicioso. Tener unas escuelas abiertas supone acoger a nuevas familias, prepararles casas y conseguirles contratos de trabajo. Y eso solo se consigue con el compromiso de todo el pueblo, yendo todos a una. Pero en El Frago no reblaremos, que en 1926 nuestros abuelos y bisabuelos nos dieron un ejemplo digno de figurar en los libros de los guinness. El pueblo unido apostó por la enseñanza de sus hijos y de sus descendientes. Nuestros abuelos y abuelas se unieron para construir a vecinal, crowdfunding diríamos hoy, un edificio escolar que acogiera a sus hijos y a los maestros de entonces y a los que llegaran en el futuro.

Como muchos ya habéis leído la novela y Concha ha hecho una excelente presentación, yo solo os contaré algunos secretillos.

La novela lleva un doble título. Es que no sabía cuál elegir. Los dos responden a dos regalos de mis padres. Me hicieron nacer en el Frago y me contagiaron el amor por el pueblo, por sus gentes y por su historia. Y de los dos me viene la pasión por enseñar. De ellos aprendí que la enseñanza crece y se hace más digna cuando nos entregamos a los alumnos con menos oportunidades. Sin olvidar a ninguno, claro. Tampoco a los de altas capacidades.

Mientras escribía esta novela, desplegaba las alas que ellos me dieron. Esas alas que me ayudaron a documentarme y a recrear todos los conflictos de 1901, un año muy difícil en la historia de la Educación y en la de El Frago en particular.

Repartidas por las páginas encontraréis muchas claves fragolinas. Pasaréis algún rato en el Carasol de Vicenta. En el Café de Rosendo podréis charlar con Mosén Mateo Echevería, el cura que bautizó a muchos de nuestros abuelos y bisabuelos. O escucharéis la voz dulce de Matilde, convertida en mi doña Matilde.

Es que yo he puesto a funcionar elementos en el contexto histórico de España en Aragón y en El Frago, porque es lo que mejor conozco.

He ejercido cuarenta años de profesora en Aragón y fui alumna de la escuela de El Frago hasta los trece años. Allí viví situaciones que se parecían más a las de las escuelas del XIX que a las del XX. El tesón y la lucha de mi maestra, mi madre, por defender la educación de las niñas era muy parecido al que reflejaban las maestras del siglo XIX en las memorias que publicaban en la prensa nacional.

Como en todas las novelas históricas la realidad anda  mezclada con la ficción. Y juntas forman un universo verdadero.

Para satisfacer la curiosidad de algunos lectores, al final he puesto una relación de acontecimientos y personajes que he ficcionalizado a partir de la realidad.

Espero que disfrutéis leyéndola tanto como yo escribiendo. Poque esta novela me salió de las entrañas. Y, de nuevo, gracias a todos.

PARA TERMINAR

Sivia Gómez Bosque, autora de las Primeras maestras de Zuera y compañera de Editorial, con la que compartí espacio de firmas en el Paseo de la Independencia el día del libro, me escribe lo.siguiente:

«Espero que está novela tenga muchos éxitos no sólo por lo bien que está escrita y lo a gusto que se lee, sino porque el relato aporta mucha información, poco conocida, en un momento de transición educativa y tan importante para las mujeres.

Debería leerse en las carreras de Magisterio para tener un referente histórico de las dificultades que entrañaba nuestra profesión además de la escasez de posibilidades de desempeñarla.
Me alegro mucho de que hayas escrito una novela tan especial.

Espero que sea muy leída pues daría una visión más cercana de la historia de esta profesión. Lo creo de verdad. Ojalá se lea mucho. Me parece que es un trabajo muy bonito aunar realidad y ficción para narrar en una novela ciertos hechos y que resulte tan entretenida y tenga ese gancho que te pide seguir y seguir».

Sivia Gómez. Pseudónimo: «Sivia Silviae».

Gracias, Silvia, por tus palabras y por tu gran aportación a los albores de la Educación Pública aragonesa con «Las primeras maestras de Zuera», editorial Comuniter, Zaragoza, 2024.

Cristina Berges Casabona y Carmen Romeo Pemán.

Cristina Berges Casabona, una de mis fans fragolinas, el día 23 de abril, acudió a la Feria del Libro, en el paseo de la Independencia de Zaragoza, a hacerse fotos conmigo. Un abrazo para ella y para todos mis lectores.

Carmen Romeo Pemán

Tejidos y confesiones de Carmen Castán Beamonte

PALABRAS DE BIENVENIDA. POR EL ALCALDE JOSÉ RAMÓN REYES LUNA

Buenos días a todos. Gracias por acompañarnos en la presentación del libro de Carmen Castán, “Tejidos y confesiones”.

En primer lugar, gracias a mis compañeros de la corporación municipal en esta andadura: Jesús Ángel Dieste, Jesús Beamonte Romea, Paloma García Pérez y Jesús Romeo Beamonte.

Tenemos el honor de presentar a una autora con la que compartimos raíces fragolinas. Yo tantas que, según parece. soy su sobrino. Si esto es cierto, antes de comenzar quiero pedirte la propina que me debes desde hace muchos años.

Además, tenemos vidas bastante paralelas. Tu padre, portero de fútbol del Cariñena y el mío, árbitro. Tu madre, también fue costurera, como la mía. O sea, que los dos hemos crecido entre agujas y balones.

He leído tu libro y me he identificado con gusto con la infancia que allí cuentas. Y muchos fragolinos de mi generación se van a ver allí retratados. Podría destacar muchas anécdotas que me han gustado y que van a ir saliendo en esta presentación.

Espero que todos disfrutéis la lectura tanto como yo.

En nombre del Ayuntamiento, y en el mío propio, le doy las gracias a Carmen Castán Beamonte, por venir hasta El Frago a presentar este libro entrañable.

TEJIDOS Y CONFESIONES. POR CARMEN ROMEO PEMÁN

Presentar un libro es siempre una alegría. Y mucho más si es una presentación en El Frago y de una autora con genes fragolinos.

Doña Isabel Peribáñez Sánchez ´(Teruel, 1883-Zaragoza, 1968). Estuvo en El Frago desde 1935 hasta 1940. Fue la maestra de Victoria y sus hermanas. Foto propiedad de Inés Laplaza Idoipe.

VICTORIA BEAMONTE BEAMONTE

Victoria y su hermana Elena. En la segunda fila de la foto de las niñas con doña Isabel Peribáñez.

Carmen Castán Beamonte es hija de mi prima Victoria Beamonte Beamonte y nieta de Mariano del Piquero (El Frago, 1904-Zaragoza, 1975) y Serafina de Garramplán (El Frago, 1904-Zaragoza, 1947). Es decir, está emparentada con casi todas las casas de El Frago.

A mí me viene el parentesco por dos casas. Por el Romeo que bajó de casa Melchor a casa el Piquero, Asi pues, soy sobrina de Mariano Beamonte Romeo. Y de Serafina por su Beamonte, procedente de casa Pablo, como el de mi abuela Antonia Berges Beamonte

Como curiosidad os diré que en casa el Piquero se celebró una boda doble. El mismo día se casaron María del Piquero con Celedonio Biescas de casa Guillén. Y María se fue a vivir a casa Guillén. Marianico del Piquero se casó con Serafina de Garramplán y se quedaron en casa el Piquero. Allí vivieron con Hermenegildo que entonces estaba soltero. Y allí nacieron sus hijas.

La costumbre era que las mujeres salieran de sus casas y fueran de nueras a las casas de sus maridos, donde tenían que convivir con suegras y hermanos solteros.

Retomando el hilo, vuelvo a Victoria, a la madre de Carmen Castán. En mi libro De las escuelas de El Frago, en la foto de doña Isabel con sus alumnas, entre las pequeñas, vemos a Victoria y a su hermana Elena. De la quinta del 28 y del 29.

En la portada de Tejidos y confesiones destaca una Victoria joven y guapa, detrás del mostrador de una de sus tiendas de Cariñena.

Y yo me pregunto, ¿quién es la protagonista de estos relatos? Y de veras que no lo sé. La narradora, un alter ego de Carmen, se impone con la primera persona y con el tono. Pero, en realidad, todo está tamizado a través de su madre.

Mi madre, como todas de su generación, la del 28, que todavía lo pueden contar, pasó su adolescencia en la época del estraperlo. Se dedicaba a coger puntos de media, cuando solo podían llevar medias las privilegiadas; les llamaban «medias de cristal». Bonitas y frágiles, supongo que de ahí venía el nombre. Eran capaces de transformar un mantel en una blusa y, con lo que sobraba, aún hacían pañuelos para todas las hermanas, que por cierto mi madre era la mayor de siete, y mi abuela Serafina murió cuando ella tenía 17 años.

La máquina de coser les salvó de muchos apuros, mi madre dice que fue la mejor compra de su vida; por esa época, sacaba humo.

Pasó de vivir con seis hermanas a tener cuatro hijas, lo cual explica su obsesión por comprar bragas y sujetadores (p. 42)

Las hermanas eran todas fragolinas, menos la pequeña: Victoria (El Frago, 1928-Cariñena, 2019), Elena (El Frago, 1929-Huesca, 2017), María Cruz (El Frago, 1932-Zaragoza, 2023), gemela, Crescencio (El Frago, 1932–1933), gemelo, Justiniana (El Frago, 1935-Zaragoza, 2022), Quinidia-Pilar (El Frago, 1937), por san Qunidio de Vaison, Saint Quenin, cuya festividad se celebraba el 15 de febrero. Mientras comentaba esto en la charla, escuché una voz del público que decía: «Y la llamaban Nidia». Gloria (Zaragoza, ca. 1939-Zaragoza, 2004), la pequeña, la que ya no nació en El Frago. Segun le contó ella misma a su prima Gloria Berges Romeo, llegó a ser costurera de Balenciaga y se hizo famosa por una foto en la que aparece probándole un vestido a Jacqueline Kennedy.

Victoria tuvo cuatro hijas: Belinda, Virginia, Chantal y Carmen, la pequeña, la que hoy está con nosotros.

BIOGRAFÍA DE CARMEN CASTÁN BEAMONTE

Nacida en el 4° piso sin ascensor, en la Calle Mayor 39 de Cariñena, un 7 de abril de cuyo año no quiere acordarse. Reza la biografía de su blog.

Pero, aunque ella tiene la coquetería de ocultarlo, nos lo revela en los acontecimientos de este libro.

Carmen está casada con el riojano Manolo Hernández y tienen una hija que se llama Violeta.

Estudió Trabajo Social en la Universidad de Zaragoza, entre 1986 y 1989. Después realizó un máster de Coaching grupal en la de Cantabria y otro de Trabajo Social y Salud Mental en Zaragoza.

Trabajó 18 años en Salud Mental. En estos momentos es Orientadora en el Instituto Aragonés de Empleo.

Entre sus galardones destaca el premio de valores humanos que le entregó el CERMI-Aragon en 2003, año europeo de la discapacidad, Para los no iniciados, el CERMI es el Centro Español de Representación de personas con discapacidad.

De ella dice su compañero Sergio Siurana: Es una grandísima profesional que consigue sacar lo mejor de cada uno en sus intervenciones.

Es colaboradora de las revistas  “Encuentro” de FEAFES (Confederación Salud Mental España) y “La cafetera estrés”.

Ha participado en numerosos cursos, ponencias y publicaciones profesionales.

Con el escritor Javier Aguirre, creó y promocionó el primer concurso de relatos para personas con enfermedad mental.

Hace más de 15 años que escribe en su blog Devaneos. En 2022, fue seleccionada en el II concurso de microrrelatos Iguales y diversas, del de DGA. En 2023, fue finalista del concurso internacional de relatos de Diversidad Literaria.

De izquierda a derecha. Carmen Romeo Pemán, Carmen Castán Bemonte y José Ramón Reyes Luna. En el Salón de Plenos del Ayuntamiento de El Frago, con vistas al Arba y a Santa Ana..

TEJIDOS Y CONFESIONES

Hoy presentamos su primer libro de creación literaria. Lo publicó hace menos de un año _noviembre de 2023_, y ya va por la tercera edición _marzo de 2024. Y por la tercera presentación. La primera en Cariñena y la segunda en la Librería General de Zaragoza. Las dos por el conocido periodista Antón Castro.

A nosotros nos corresponde el orgullo de acogerla en este Salón de Plenos del Ayuntamiento de El Frago, donde tiene profundas raíces.

NOTAS DE LECTURA

En Tejidos y confesiones, reúne 18 relatos. 12 de Tejidos y 8 de Confesiones, precedidos de una Acción de gracias, en la que presenta a los personajes que pueblan estas páginas, y de un prólogo, en el que, a la manera de Juan de Mairena, anticipa sus claves literarias.

Estos relatos están basados en la época de mi infancia en Cariñena, pequeñas historias en torno a la tienda de tejidos y confecciones que mi madre regentaba en el pueblo a principios de los setenta, en plena transición, cuando todavía las puertas de las casas estaban abiertas y las mujeres tomaban la fresca con sus sillas de anea haciendo corrillo con las vecinas en plena calle.

Tiempos en que las peluqueras te ponían los rulos azules y rosas y pasabas la tarde entera en la peluquería, porque el tiempo iba a otro ritmo mucho más lento.

Cuando los garbanzos y las lentejas estaban reposando en sus sacos, y te los vendían en cucuruchos de papel, no por moda, sino porque no se entendía de otra manera (p. 12).

Como Machado, siempre parte de un cronotopo, un aquí y un ahora, en inmediatamente levanta el vuelo a valores trascendentes. Y así lo vemos en Tejedora de alas, uno de los últimos relatos.

Ayer vi en la calle a una anciana sentada en su sillón de mimbre, rodeada como en una nube de un montón de plumas blancas casi transparentes. Cogía una a una minuciosamente y las iba tejiendo una tras otra. Cada pluma llevaba inscrita en color oro o en plata una palabra, me quedé asombrada.

Comencé a leer las plumas y ponían: Libertad, Paz, Tolerancia, Equidad, Amor, Amistad, Familia y Salud (p. 65).

En casi todos, de la mano de su madre, regresa a su infancia en la Cariñena de los años 70. Este puñado de páginas es un sentido homenaje a su madre, a su familia y a todo el pueblo.

Además, estos recuerdos que ella presenta como vivencias personales van mucho más allá. En su conjunto, constituyen un tratado de antropología social de la España del desarrollismo, como nunca antes se había hecho.

Las tiendas de su madre, las telefonistas, las mujeres escuchando novelas radiofónicas y todo lo que toca se repiten en todos los pueblos de España. Los lectores nos sentimos atrapados e identificados, aunque no sepamos dónde está Cariñena.

Esa Cariñena que, literariamente, funciona como El Frago de mis relatos, se convierte en un lugar simbólico y mítico en el que todo es posible y todo se convierte en verdadero, aunque sea producto de la imaginación de la autora.

¿Qué moza de los 70 no se reconoce en esta descripción hilarante?

Por entonces, las mujeres no se ponían a dieta, se apañaban con las superfajas Sorax de cuerpo entero, que les hacían las tetas como tiendas de campaña y la cintura de avispa. Esta faja era complemento indispensable de la muda del domingo, unido a las pantis y a los visos o combinaciones.

Vamos, que cuando volvían de misa y se quitaban la faja se debían de sentir como santa Teresa de Jesús cuando levitaba (p. 22).

O ¿qué niña de esos años no recuerda las braguitas de perlé?

Mi madre andaba ordenando cajas de braguitas de perlé, esas que cuando te sentabas se te quedaba clavado el diseño de los garbancitos al culo y te picaba durante todo el día. (…) Las odiaba tanto que, en alguna ocasión, estuve a punto de esconderlas para que mi madre no las pudiera vender (p. 23).

Y cuando habla de las telefonistas de Cariñena, en El Frago todos nos acordamos de que el.primer teléfono estuvo en casa el Piquero. Nuestras primeras telefonistas fueron Felicitas, mujer de Hermenegildo, y su hija Pili Beamonte Ángel. Por cierto, mucho más discretas que las de Cariñena. Y les siguió Matilde Giménez, amiga de Victoria, igual de servicial y discreta que Felicitas y Pili.

Todo el libro viene impregnado de un humor que nos arranca la sonrisa y hasta la carcajada, como la situación cómica del primer ascensor o el episodio de la cafetera. Un humor entre infantil y socarrón.

ALGUNAS TÉCNICAS LITERARIAS

Carmen hace alarde de gran habilidad en el uso de las técnicas literarias. Entraré en algunas de ellas, a partir de su arte para titular.

En muchos títulos parte de frases hechas de ritmo binario. Les cambia algún elemento y les da un nuevo significado. Es una técnica de gran tradición literaria, como aquel soneto de Quevedo en el que al cambiar el ¡Ah, de la casa! por el ¡Ah, de la vida! impregnó de sentido existencial a todo su decir poético.

Se trata de extrañar la lengua coloquial cotidiana y dotarla de un significado nuevo, es decir, de construir neologismos semánticos, esos que tan buenos resultados dieron en la pluma de Santa Teresa de Jesús.

Así funcionan: Tejidos y confesiones, Corto y cambio, De voces y altavoces, Retales y retazos, Abuelas con mandiles y abuelos con boina. O La tienda en casa, un slogan televisivo se emplea para una realidad muy distinta.

Otras veces recurre situaciones tópicas y ella se encarga de darle la vuelta al tópico: El mes de las flores, El primer ascensor, La maleta de los imperdibles, donde juega con el doble valor semántico. Los imperdibles, en este contexto, nos remiten a un tipo de agujas, pero en realidad son las cosas que no se pueden perder, las que representan toda una vida. Por cierto, esa era la maleta que el abuelo Mariano siempre tenía detrás de la puerta por si tenía que abandonar la casa de repente.

O sintagmas genéricos que se llenan de aventuras particulares: Un día de verano, Una tarde cualquiera, Madres de la posguerra, Tejedora de alas.

Incluso un estribillo, casi un poema, de ritmo ternario: Cosiendo el tiempo, zurciendo las penas, bordando la vida.

Siempre son títulos atractivos que nos conducen a una sorpresa. Cuando comenzamos a leer Mi viaje en tren, pensamos en un viaje cualquiera y resulta que no, que este es el viaje de la vida, el que convierte a todo el libro en un coming of age.

El coming of age es un género que se centra el crecimiento de la protagonista, una adolescente que realiza el paso a la vida adulta.

Carmen, en la primera parte, Tejidos, usa con un enfoque pseudo infantil. En la segunda, Confesiones, ya es un enfoque de una mujer madura que intenta recuperar los retazos importantes de su vida. Así la explica ella en el prólogo:

La segunda parte del libro son pequeños relatos que, tejidos como confesiones, nos muestran la mirada inocente de cómo una niña va construyendo su infancia. Una infancia llena de pequeños momentos cargados, sin saberlo, de felicidad en cosas cotidianas que, al recordar de adultos, nos atrapan con un abrazo balsámico al pasado (p. 12). No podemos negar su vitalismo optimista.

Al acabar de leer el relato Mi viaje en tren, como al acabar de leer el libro, apreciamos cómo la protagonista ha evolucionado en sus emociones y en su percepción de la realidad.

Precisamente esta evolución y el enfoque pseudo infantil los logra con un juego de narradoras. En la primera parte predomina la narradora niña, con acotaciones de la adulta. Y en la segunda, el enfoque de la adulta que intenta explicar las sensaciones de la niña. Un ejemplo manifiesto lo encontramos en el relato Sobre ruedas.

Las tramas de los relatos están muy pensadas. Y la disposición de los relatos en el conjunto del libro responde a esa evolución de la protagonista. Están dispuestos de tal forma, que, en conjunto, es como una novela fragmentada que nos lleva al autoconocimiento. Cada relato es un viaje a ese conocimiento interior y, a la vez, un viaje al conocimiento social de la España de la Transición.

Cuando acabamos el libro tenemos la sensación de haber visto un friso en la torre de Cariñena, en el que se disputan el sitio todas sus gentes. Esas gentes que forman parte del gran mosaico de la diversidad de los españoles.

PARA TERMINAR

Carmen, mi sobrina y tocaya, quiero darte las gracias por haber confiado en mí para esta presentación. Espero no haberte defraudado.

Me emociona que nos hayas traído estos relatos a El Frago, donde tienen sus verdaderos genes. Tu madre y sus hermanas forman parte del coro de las fragolinas de mis ayeres. Un coro que crece con las mujeres de Cariñena.

Y quiero darte la enhorabuena por haber comenzado tu escritura creativa de una forma tan hermosa.

A los fragolinos y los acompañantes que habéis llegado de fuera, gracias por estar aquí. Espero que estos relatos os gusten tanto como a mí.

RESPUESTA DE CARMEN CASTÁN BEAMONTE.

Gracias, fragolinos y fragolinas, por acudir a la presentación de mi pequeño libro “Tejidos y confesiones “.

Gracias a esa fortuna de embajadora cultural que es Carmen Romeo Pemán, que ilumina y embellece con su brillante  pluma y mente todo lo que concierne al Frago y sus gentes, porque lo hace también con alma y corazón.

Y gracias también al alcalde José Ramón Reyes Luna, por facilitarme que pueda realizar el acto en este magnífico salón de plenos.

Estoy realmente emocionada y no sé si voy a poder hablar. Veo en esta primera fila a mi tía Esther, recién salida del hospital, y aún convaleciente, haciendo el esfuerzo por venir a vernos. Este es el espíritu BEAMONTE y fragolino, no se nos pone nada por delante cuando nos lo proponemos. Por eso, mi tia Esther, cuando hablé de la fortaleza de mi madre, dijo que era la de una Piquera. Eso es, una Piquera como ella.

He venido a presentar mi libro, el que, como comprobaréis, es un homenaje a las madres, vecinas, amigas que se dan apoyo mutuo en el mundo rural, para que nada falte a todos los que están a su alrededor. Explica bien cómo resolvían todo esto en varios capítulos como por ejemplo el de “Madres de postguerra” o “La tienda en casa”.

Todo el libro es un pequeño canto a la vida y a la  mágica infancia en el mundo rural, en la que los días van pasando cargados de pequeños acontecimientos que configuran un micro mundo, lleno de ayuda mutua, amistad verdadera y esfuerzo por seguir manteniendo vivo el pueblo, los pueblos y sus gentes.

La voz narrativa es mi propia voz de niña, que observa con admiración a su madre detrás del mostrador de la tienda de telas, con paciencia infinita y una sonrisa que iluminaba la calle, esa calle en la que se sentaban a la fresca mis las vecinas, oyendo la radio. Y yo me sentaba en mi pequeña silla de anea, a contemplar el paso del verano, el paso de la vida.

Si ahora mis abuelos Mariano y Serafina, y mi madre y sus hermanas,  nos pudiesen ver, me los imagino satisfechos y con una gran sonrisa, sobre todo a mi tía Justi, que consiguió que las raíces siguieran dando frutos hasta el día de hoy, manteniendo la casa.

Bueno espero que os guste el libro y estoy segura de que en muchas de las cosas os vais a sentir reflejados y las vais a recuperar con melancolía. Recomiendo que el libro se lo lean las hijas a las madres y al revés, enriquecerá y ampliará el conocimiento sobre aquellos años 70/80 y estoy segura de que florecerán nuevas historias, dignas de ser recordadas y contadas.

Muchas gracias a todos y espero que no sea la última colaboración literaria, es más espero que sea el principio de otras muchas.

Gracias por vuestra atención.

Para no despedirme del todo, voy a compartir unas fotos de mi familia fragolina. Así, ellos servirán de mediadores y me unirán más a vosotros.

Mi abuelo Mariano (El Frago, 1904-Zaragoza, 1975), a la derecha, con su hermano Hermenegildo (El Frago, 1902-1977) . Al que está sentado y con un libro, no lo tengo identificado. También desconozco la fecha de la foto.

El Frago, 1929. Mi bisabuela Pascuala con mi madre.

Pascuala Martínez Bonaluque (1873-1966) era casa Mamés, aunque la conocían como Pascuala de Garramplán. Se casó con Gerónimo Beamonte Moliner (El Frago, 1873-1939), hijo de Manuel Beamonte Callau, de casa Pablo. Y fueron los padres de Casiano (El Frago, 1898-Zaragoza, 1971), soltero; Manuel (El Frago, 1901-¿?), carpintero; Serafina (El Frago, 1904-Zaragoza, 1947) y Daniel (El Frago, 1909-1955), el marido de Amadea Luna (El Frago, 1914-1971).

Mi abuela Serafina (El Frago, 1904-Zaragiza, 1947).

Zaragoza, 1953. La boda de mis padres. Mi madre, Victoria, al lado de su padre, ella de negro y él con corbata negra, por el luto de mi abuela. En el centro, mi bisabuela Pascuala, rodeada por sus nietas, las hermanas de mi madre. El alto, mi padre, Ricardo Castán, que después fue padrino de Ricardo Membrive, el hijo de Justi. Y detrás, tres primas, de las que yo solo identifico a mí tía Concha de casa Guillén.

Concha Biescas Beamonte (El Frago, 1930-Zaragoza, 2018).

El Frago, 1901. Por enseñar a las niñas

En la mesa. De izquierda a derecha. Aurelio Esteban, Concha Gaudó, Carmen Romeo, José Manuel Latorre y Ramón Reyes.

El miércoles, 6 de marzo de 2024, invitada por la Diputación Provincial y por el Ayuntamiento de El Frago, presenté la segunda edición de mi novela El Frago, 1901. Por enseñar a las niñas. La asistencia sobrepasó todas nuestras expectativas. Un público cercano que cargó el acto de emotividad.

El próximo domingo, día 10 de marzo, en El Frago, como cierre a un programa de actos en torno al 8M, las mujeres del pueblo leerán y teatralizarán alguno de mis relatos de la serie, «Las fragolinas de mis ayeres». Al final os dejo el programa.

José Manuel Latorre Martínez, «Seve». Diputado provincial por la Chunta Aragonesista

Agradeció la presencia a todos los asistentes. Se mostró gratamente sorprendido, por la cantidad de gente que acudió al acto. Me felicitó por el libro, que había leído con placer. Lo calificó de fácil lectura y de buena calidad literaria. Confesó que había invitado a los escritores de su pueblo a que escribieran un libro como este, en el que el verdadero protagonista fuera el pueblo. Y no lo había conseguido.

Le llamó la atención la validez universal de lo particular. Y la lectura invitó 5a dar un paseo virtual por cualquier pueblo de España. Antes de cerrar la mesa, abrió un coloquio sobre la novela en el que él mismo planteó cuestiones muy interesantes.

Moderó muy bien la mesa y dinamizó la participación de la gente. Un ejemplo de cómo se lleva eficazmente una mesa, con aparente sencillez y normalidad. Y todo gracias a su buen hacer y a sus habilidades sociales.

José Ramón Reyes Luna. Alcalde de El Frago.

José Ramón me dejó unas notas. Qué se oiga su voz.

Al final del curso 2021-22, recibimos una llamada del Ministerio. Nos comunicaban que teníamos concedida la escuela. En ese momento estaba interviniendo la Consejera de Educación en televisión. Iñaki Carasa, el empleado del Ayuntamiento, y yo estuvimos hora y media pegados al televisor esperando la noticia. Con tan mala suerte que se fue la luz y no pudimos escuchar el final. Al rato vimos los informativos de Aragón: comenzaban con la noticia de que El Frago y Botorrita abrían las puertas de sus escuelas. La gente salió corriendo a la calle con champagne. Las mujeres hicieron chocolate para todo el pueblo. Fue un momento muy grande, lleno de euforia. La gente recordaba anécdotas de la escuela y se revivieron situaciones muy bonitas.

Pasé la noche en blanco. Me di cuenta de la complejidad que supone abrir una escuela. Pero desde el primer instante, contamos con el apoyo de Isabel Arbués, Directora Provincial de Educación, descendiente de casa Perico Reina de El Frago.

En este acto solicité un aplauso para ella. Su madre, una fragolina, que también nos acompañó, se emocionó y se echó a llorar.

Isabel fue una de las artífices de que la locura de un loco alcalde dejara de ser locura y se convirtiera en una apoteósica realidad.

En la escuela hay 12 niños. En estos momentos estamos esperando una niña más. Es una escuela abierta al pueblo en la que participan todos los habitantes. Se ha proyectado un huerto escolar, en la misma escuela se han impartido clases de español para adultos ucranianos y ahora se están impartiendo cursos de aragonés para todo el pueblo, a las que voluntariamente asisten algunos niños ucranianos. Hace poco, Bogdam, un ucraniano de 10 años, apareció un día y exclamó: «Ya os vale. Una año para saber qué era una ardilla y ahora es un equiruelo». La escuela ha devuelto la alegría a las calles. La gente ha vuelto a poner huertos. La plaza y los alrededores del pueblo se han convertido en campos de juego y travesuras de estos críos.

En El Frago, tenemos un gran patrimonio románico muy apreciado, pero es más grande el patrimonio que tenemos con Carmen, tan grande como el patrimonio monumental e igual de vieja.

Para despedirme, había pensado en unas palabras, pero, esta mañana, al leer el artículo de Pilar de la Vega he cambiado de idea. Con su permiso, me permito el lujo de acabar mi intervención con sus palabras, las referidas a El Frago y a Carmen.

«Esperanza en el futuro tienen los habitantes de El Frago que celebran la reapertura de su escuela. Decidir el cierre de una escuela siempre ma ha parecido el comienzo de la muerte de un pueblo. Una de las que más me entristeció fue la de El Frago, dado que conocía el papel que habían desempeñado los maestros, en posiblititar a muchos alumnos y alumnas poder estudiar. Su alcalde está feliz cuando nos recuerda que en 2017 eran 27 vecinos y ahora son 73. Han logrado reabrir la escuela 32 años después. Nos lo cuenta Carmen Romeo, fiel a su historia y su tierra, en la presentación de su libro, «El Frago, 1901. Por enseñar a las niñas«. Hoy se presenta en el Palacio de Sástago.

En estos tiempos de agotamiento del interés común, de la crisis de la polis democrática y de la aún constante discriminación y violencia de género, es un ejemplo transformador y esperanzador», (Pilar de la Vega, «Esperanza en el Futuro», Heraldo de Aragón, 6 de marzo de 2024-

Aurelio Esteban Carazo. Médico escritor. Reprentó al editor de Comuniter.

Presentó a la editorial. alabó el libro y volvió a abrirme sus puertas para seguir publicando con ellos. Para justificar su presencia en la editorial, me permito recomendar dos de sus libros: El doce y El caminante de los tejados

El Frago, 1901. Por enseñar a las niñas. Por Concha Gaudó Gaudó.

Catedrática de Historia con abundantes publicaciones y una sensibilidad especial para los análisis lingüísticos. Habla alemán, inglés, francés y está estudiando árabe. Con este bagaje y con sus conocimientos exhaustivos de mi obra y mi persona, era la persona más indicada para hacerme la presentación. Además, como una buena amiga, me dio mucha seguridad estar a su lado.

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Presentar un libro es siempre una alegría, y más en este foro, en este hermoso escenario. Presentarle  un libro de Carmen Romeo es un regalo que ella me hace desde su inestimable amistad. Gracias Carmen, muchas gracias,  y gracias también al Ayuntamiento de El Frago y su alcalde José Ramón Reyes, a esta Institución que nos acoge y al diputado José Manuel Latorre  y a la Editorial Comuniter y su representante, Aurelio Esteban,  por aceptarme y ofrecerme esta “predicadera”.

Carmen Romeo Pemán  nació en El Frago (Zaragoza), en 1948. Es maestra y licenciada en Filología Hispánica y  empezó su carrera profesional en la enseñanza universitaria, en el Colegio Universitario de Teruel.  Muy pronto pasó a la Enseñanza Secundaria, en el Instituto Francés de Aranda de Teruel, primero y, luego, en el  Instituto Goya de Zaragoza, donde ha sido catedrática de Lengua y Literatura durante más de 40 años.   Dar clase (enseñar) ha sido su dedicación y su vocación. Y no sin recompensa,  pues es larga, muy larga, la lista de alumnas y alumnos que la reconocen, en la calle, en los libros, en todos los foros, como su gran maestra, sean del ámbito profesional que sean. El suyo es uno de los nombres propios que Irene Vallejo escribe en el hermoso papiro ”El infinito en un junco”. Desde el aula, Carmen la animó en sus primeros pasos como escritora, ¡buen ojo! Y su recuerdo está en los cientos de alumnos y alumnas, rumanas, chinos, africanos…  a quienes acogió en sus clases de español para extranjeros y llevó hasta la Universidad.

La docencia ha sido su preocupación y actividad principal, con especial atención hacia la renovación científica, pedagógica y a la coeducación, con numerosas publicaciones en estos ámbitos. Pero ella nunca abandonó el ámbito de la investigación, lingüística y literaria, además de pedagógica y didáctica (no voy a citar sus publicaciones, la podéis encontrar fácilmente), y a un campo muy especial, la investigación en historia de la educación sobre todo la Educación Primaria y la educación de las mujeres. Aquí sí cito su libro “De las escuelas de El Frago”, un estudio de referencia sobre la historia del magisterio español, junto a numerosos artículos publicados en su blog “Letras desde MOCADE”, o en diversas revistas.

Cuando el tiempo lo ha permitido, cuando ha llegado su jubilosa situación, Carmen ha sacado del cajón su producción literaria y nos la ha dado a conocer. Por eso parece que es una escritora tardía. Pero todos estos textos ya estaban preparados e incluso escritos, hace mucho tiempo. El mismo rigor y calidad demostrada en la docencia y la investigación la encontramos en su producción literaria.

Trabajar con ella durante muchos años, en infinidad de asuntos, ha sido una fuente de conocimiento, un auténtico placer y “el origen de una gran amistad”.

¡Vamos a la obra!, la novela “El Frago, 1901. Por enseñar a las niñas”. La novela cuenta las vicisitudes de una maestra principiante en una pequeña localidad de montaña media, las Altas Cinco Villas.

Se trata de una novela, sí, pero alguna cosa más. “El Frago, 1901” es para mí, en primer lugar, un trabajo de investigación. Un gran trabajo de archivo que documenta, con sistémica precisión y referencias, toda la historia de la educación en los primeros años del s. XX, entre la crisis del 98 y la esperanza del Regeneracionismo. El funcionamiento escolar y académico, las nuevas disposiciones políticas, los políticos y los personajes destacados, las innovaciones, los Boletines oficiales, artículos de revistas, …, todo, todo está perfectamente reseñado. Un buen resumen de las novedades y los cambios educativos de la época, descritos, eso sí, de otra forma.

La historia, la historia política, contada en breves y oportunas pinceladas, sirve de marco referencial de los tiempos cambiantes y la dinámica del país.

Y es un trabajo de investigación también en otros campos, con el mismo rigor. La moda, por ejemplo. Un tema que le gusta a Carmen, descubridora de Pilar Lana, la primera empresaria, una mujer propietaria de una fábrica de corsés en Zaragoza. La moda, los cambios en el vestuario, nuevas prendas, nuevos tejidos, están estudiados con rigor y total veracidad. Y los mismo otras cuestiones, la salud y la difusión de la higiene, las nuevas tecnologías, el comercio… Nada en la novela es una fantasiosa invención.

En segundo lugar, esta novela es un tratado de etnografía. Aquí el archivo se complementa con la entrevista, la observación, el conocimiento personal, sobre todo del pueblo y de la zona. Cuenta la vida de una aldea rural, con fidelidad y claridad. Los grupos sociales, las relaciones, las afinidades, las riñas y diputas, los trabajos y los ocios, comidas, costumbres, sentimientos, duelos y alegrías, instituciones, el caciquismo, la influencia de la iglesia, los grupos políticos, las casas y sus usos.…. La vida. Les aseguro que en 1901, en El Frago, había un piano Steinway y una gramola La voz de su amo, comprada en Casa Coiduras de Ayerbe.

Pero el libro es una novela, con su estructura, su protagonista, sus personajes, su narración y sus capítulos, incluidos los amoríos, muy bien acoplados en las relaciones sociales de la época, con un final que ya descubrirán. Muy bien articulada, desarrollada y contada. También se incluyen los gustos de la autora, los latines, la literatura, Mio Cid, Cervantes, Quevedo, Espronceda, los cantes populares.

Un lenguaje, cuidado y culto, popular cuando se requiere. Vocabulario exacto y preciso, los topónimos. Aquí, de nuevo, se deja notar la predilección y conocimientos en lingüística de la autora.

¿Y por qué una novela? Pues porque es el formato que le permite a la autora contar lo que quiere contar y de la forma que lo quiere contar. ¿Cómo explicar que, aunque en El Frago no había pobres muy pobres, con el monte y el huerto todos conseguían algo que llevarse a la boca, algunos chavales robaban una vela de la Iglesia, para no ser los únicos que no llevaban cera para encerar las pizarras de la escuela? ¿O cómo denunciar las múltiples formas de opresión y violencia contra las mujeres habituales dentro de la vida cotidiana? Es la forma de contar la intrahistoria e incluso la historia  desde las vivencias personales a la trascendencia social.

Y una novela por más cosas. “El Frago, 1901. Por educar a las niñas” es un libro de agradecimiento, de reconocimiento y elogio a la EDUCACIÓN, con todas las letras en mayúscula. La educación ha sido,  y sigue siendo, desde la Ilustración, como dice hoy Pilar de la Vega en el Heraldo de Aragón, el gran motor del cambio, el cambio social, personal, político y económico del mundo moderno. Pero la educación todavía ha tenido más importancia en el espacio rural, es aquí donde el valor de ese motor de cambio se acrecienta e intensifica. Recupero la voz de Carmen en alguno de sus artículos: No es posible pensar en la larga lista de personas destacadas de El Frago en el ámbito profesional y cultural, sin tener en cuenta el papel de las maestras y los maestros de El Frago, el papel de las maestras y los maestros en las escuelas rurales.

Es también  un libro que testifica, desde lo material y desde lo emocional, el largo y difícil camino de la educación de las niñas. La lejanía y el aislamiento, la indolencia administrativa, la interesada mentalidad atávica…, han hecho todavía más difícil la educación de las chicas. Todavía estamos reivindicando la igualdad.

Es, pues, un libro reivindicativo, con energía y decisión, con implicación y compromiso. Reivindicativo de la educación, la educación rural, la educación de las niñas. Leí el pasado domingo, 3 de marzo, en la contraportada de El País una entrevista a Lola Cabrillana, maestra gitana y maestra de niñas y niños gitanos. Lola decía sobre  la educación: “hay que aferrarse a ella, porque es la llave de nuestro progreso y libertad”. Pues eso.

En mi última lectura, me quedé enganchada en algunas frases: “Pues a ver si consiguen cambiar la mentalidad de nuestros mandamases” (cap. 10), o la defensa de la educación de las hijas  que hace Dominica del Corronchal, “Otro gallo nos habría cantado a nosotras”, con una maestra así (cap. 6), “con la maestra llegaba algo de modernidad al pueblo” (cap. 15).

“El Frago, 1901” es un libro homenaje. Doña Matilde es la quintaesencia de doña Inés, doña Simona, doña Angelita, doña Asunción,  doña Nieves y muchas más. Un homenaje a todas las maestras que Carmen tiene referenciadas y bien biografiadas, en los numerosos pueblos de nuestra geografía. Porque, antes, para ser maestra en una ciudad, había habido que ejercer bastantes años en algún pueblo. Es muy hermoso ver cómo las mujeres nos acordamos, sobre todo, de nuestra maestra.

El libro se presentó en el Frago el 25 de junio de 2023. Ese día se celebraba la fiesta de fin de curso de la escuela de El Frago. El Frago cerró sus escuelas a finales del s. XX. Cerrar una escuela, cito de nuevo  a Pilar de la Vega en el Heraldo de hoy, es empezar a cerrar un pueblo. El Frago ha reabierto su escuela, inaudito, poco frecuente. Esta escuela aún tiene que consolidarse, sé que en ello se está trabajando. Pero un pueblo, que construyó su escuela “a vecinal”, que tiene como libro de referencia la historia de la escuela y como personajes destacados a las maestras y los maestros,  por la educación y por el resurgir del pueblo, lo logrará.  Cambiará, seguro, la mentalidad de los mandamases, en este caso los de más arriba.

Ayer me decía Francisca Soria, sabia y experta en este campo, que estaba disfrutando mucho con doña Matilde. Léanlo, lean “El Frago 1901. Por ensenar a las niñas”,  aprenderán y se lo pasarán muy bien.

El libro está dedicado a Doña Asunción y don Gregorio, maestros. Quien a los suyos parece,….

Gracias, Carmen, MbAESTRA.

Gratias agimo vobis. Por Carmen Romeo Pemán.

¡Buenos tardes! Ha llegado mi momento de acción de gracias. Y lo siento de corazón. No me gustaría que sonara a rito. Antes de comenzar por lo menudo, me voy a saltar el protocolo. No puedo hablar sin dar las gracias a las personas tan queridas que me acompañáis. Todos, y cada una, tenéis una relación personal, de cariño conmigo, por eso me da miedo nombrar, no quiero que nadie se sienta fuera. Aquí toda mi familia, El Frago en pleno, todo el instituto Goya, representantes de instituciones, alumnos de Zaragoza y de Teruel, amigos de muchas andanzas. Todos juntos, y por separado, sois los trocitos de corazón que he ido repartiendo a lo largo de mi vida. Vuestras caras me emocionan hasta la lágrima.

Ahora paso a la mesa. En primer lugar gracias a José Manuel Latorre, diputado provincial de Archivos y Bibliotecas, por la Chunta Aragonesista. Me consta la buena disposición del señor Latorre para acoger este acto desde el primer momento. Para mí es un honor presentar mi obra en esta casa y en este salón de la música. Un lujo. También es un orgullo, saber que el señor Latorre comenzó a amar las lecturas en la Almunia, de la mano de mi querido primo José María Pemán Martínez. Un enseñante de raza donde los haya.

Gracias a Aurelio Esteban Carazo, un médico escritor, que hoy está aquí representando a la Editorial Comuniter. No dejéis de leer sus obras, en especial: El doce, escrita a cuatro manos y publicada en Comuniter.

Gracias a Concha Gaudó, por estar siempre a mi lado, unas veces de forma visible, como ahora; y otras entre bambalinas.

Concha además de amiga y compañera, es una excelente crítica literaria, aunque venga de Historias. Es una enamorada de las lenguas y de las maneras del decir. Su intuición lingüística es un don que quiso darle el cielo. Su tesón en el estudio y el gusto por las lectura son los que complementan el anterior. ¡Gracias, Concha! Por todo, por esto y por mucho más.

Y, ¿cómo no? Gracias especiales al Ayuntamiento de El Frago que preside José Ramón Reyes Luna, José Ramón, desde su legislatura anterior, acompañado por Manolo Romeo Berges como concejal, me venían dando la lata para que escribiera algo más sobre El Frago y sobre la escuela. Y esta vez no ha sido un ensayo histórico, como fue el libro De las escuelas de El Frago. Esta vez me he atrevido ha cambiar de género y me he echado a nadar con una novela. ¡Gracias, José Ramón, por tanto! Estas palabras son un pequeño reconocimiento a lo mucho que te mereces. Y sé que no vas solo. Te has sabido rodear de un buen equipo. Gracias, pues, a Paloma; a Jesús Ángel, «Tachín»; a Jesús Beamonte, «Piquero»: y a Jesús Romeo, «Susti». Con tantos Jesusitos las esquinicas de tu cama están muy bien protegidas..

No quiero dejarme en el tintero al Ayuntamiento que presidió Javier Romeo Berges, además de apadrinarme los libros De las escuelas de El Frago y De la roca nacidas, me animó a involucrarme en escritos fragolinos y me abrió las puertas del Archivo. Allí comenzó esta gran aventura. Y, junto a Javier, no puede faltar mi reconocimiento a su hermana María José Romeo, exquisita correctora de todos mis textos. Solo quedan erratas cuando, como en este caso, por motivos técnicos, no se han incorporado sus correcciones.

Pilar de la Vega, gracias por tu oportuna reivindicación para El Frago en tu artículo de hoy. Me has sacado una sonrisa profunda cuando lo he leído por la mañana. También te doy las gracias de parte de doña Asunción, maestra de la promoción de doña María, tu madre. Una maestra carismática de la Cartuja Baja. Las dos son la quintaesencia de mi doña Matilde.

Me gustaría que este acto, además de la presentación de un libro, fuera una celebración y una reivindicación por la recuperación de nuestras escuelas. Llevaban 32 años cerradas y, como por arte de magia, los fragolinos, con José Ramón en el timón, y Manolo Romeo Berges de concejal, logramos lo que parecía imposible. Os confieso que el día que me comunicaron su reapertura no me lo podía creer. Y lloré de tanta emoción.

Abrir una escuela es un proyecto de futuro. Un proyecto de larga duración. Los fragolinos las vamos a mimar, os lo aseguro. Pero, igual que la maestra de mi novela, necesitamos el apoyo de las instituciones. Un apoyo que me atrevo a pedir esta tarde, aprovechando que estoy en la Diputación Provincial. Los mandamases, como os llamaba doña Matilde, no quedaréis defraudados.

Salón de la música desde la mesa.

Como muchos ya habéis leído la novela y Concha ha hecho una excelente presentación, yo solo os contaré algunos secretillos.

La novela lleva un doble título. Es que no sabía cuál elegir. Los dos responden a dos regalos de mis padres: don Gregorio y doña Asunción, mis maestros. Me hicieron nacer en el Frago y me contagiaron el amor por el pueblo, por sus gentes y por su historia. Mi padre sentía muy vivos sus genes fragolinos, y así nos los contagio a sus dos hijas, Maruja y Carmen. Nuestra madre, de Biel, también colaboró en nuestro amor a la tierra. Una de las pocas salidas que hace doña Matilde es un viaje a Biel a ver a su amiga Gala. ¡Cuántas veces hemos recorrido nosotros ese mismo camino para ver a mi abuelo, mis tíos y mis primos!

De los dos, de mi padre y de mi madre, me viene la pasión por enseñar. Como ellos, no podía dedicar mi vida a otra cosa. De ellos aprendí que la enseñanza se engrandece cuando nos entregamos a los alumnos con menos oportunidades, entonces se decía a los más desfavorecidos. Sin olvidar a ninguno, claro.

Mientras escribía esta novela, desplegaba las alas que ellos me dieron. Esas alas que me ayudaron a documentarme y a recrear un año muy complejo en la historia de la Educación en España y en Aragón. Y en El Frago en particular.

Repartidas por las páginas hay muchas claves fragolinas. Pasaréis algún rato en el Carasol de Vicenta. En el Café de Rosendo podréis charlar con mosén Mateo Echevería, el cura que bautizó a muchos de nuestros abuelos y bisabuelos. O escucharéis la voz de Matilde, convertida en mi doña Matilde. La voz cantarina de una joven con sonrisa permanente que se me quedó grababa para siempre. Muchos me habéis preguntado si doña Matilde realmente existió. Como personaje no. No podía existir. Yo quería que mi doña Matilde fuera un ídolo que diera sentido y transcendencia a la novela. Quería que la pudieran identificar como suya los habitantes de un pueblo perdido del Bierzo o de Andalucía. Y mi sorpresa ha sido que la han identificado como suya muchos lectores de América Latina. Si fuera de carne y hueso, un personaje real de El Frago, moriría a la vez que vamos avanzando en las páginas de la novela.

Otros me habéis preguntado por qué me fui a los 13 años de El Frago y que si he vuelto. A ver, este es un error que se deduce de mis semblanzas académicas. A los 13 años mis padres me sacaron a estudiar a un internado. Ya no podía continuar mis estudios en El Frago. Después estudié en la Universidad, comencé a trabajar y me casé. Mientras estuve soltera mi casa era la de El Frago, no tenía otra. Así que no me fui. Y como conservo la casa, aún no me he ido.

El señor diputado me pregunto: ¿por qué era doña Matilde de la parroquia de El Gancho de Zaragoza?

Pues porque la mente tiene sus obsesiones y asociaciones. Hace unos años conocí, por la prensa de 1903, el asesinado de un niño de pocos dias en la catedral de la Seo de Zaragoza. Se encontró el cadáver en la Sala de los Tapices, detrás del tapiz de la matanza de los Inocentes. Fue un caso muy comentado en el Imparcial y en el Sol. Todo había sido fruto de unas relaciones incestuosas de un canónigo de la Seo con una prima suya y con su sobrina maestra. Este caso, muy famoso en toda España, me impresionó tanto que le dedique el relato «Crimen en los tapices de la Seo». Y ahora, sin saber por qué, doña Matilde vuelve a vivir en la parroquia del Gancho y siente en sus carnes la misma amenaza que sintió la sobrina del aquel canonigo de la Seo. Y se apellida Zugasti por exigencias narrativas: tenía que llegar la última, y a tiempo, a las oposiciones de Huesca. El personaje, no, no es de El Frago, pero su nombre sí. Es el de Matilde la hija de la señora Presentación, que, durante muchos años, vino a mi casa todas las tardes a traernos leche de cabra. Con el tiempo se casó con Angelito de Moño, de Biel.

Alguien preguntó por las talas de árboles. Nunca se talaron árboles para las escuelas. La riqueza forestal del Ayuntamiento, la única, se empleaba como hucha y se cortaban los pinos que marcaba la autoridad de montes competente. No sucedió en 1901, pero sí en los anteriores y siguientes. Aprovechando el día del árbol, los maestros con los niños de las escuelas, ayudados por los vecinos, «a vecinal», repoblaron con chopos las riberas del Arba desde el Molino hasta el Sotal. Así se evitaban las mordidas del río en los escasos huertos de la vega.

Otro tema de montes, muy bien documentado en los archivos, es el de los escalios o bancales en las laderas y en los pasos de ganado. Estaban muy reguladoS. Para contextualizar el tema de los montes en la novela, lo consulté con mi primo Jesús Pemán García, un Ingeniero, profesor en la Escuela de Montes, descendiente de Biel y conocedor de esta problemática en la zona. Según él, lo tengo bien orientado, teniendo en cuenta la política de montes en 1901.

Para escribir esta novela, he puesto a funcionar elementos del contexto histórico de España en Aragón y en El Frago, porque es lo que mejor conozco. Siempre he ejercido de profesora en Aragón  y fui alumna de la escuela de El Frago hasta los trece años, donde viví situaciones que se parecían más a las de las escuelas del XIX que a las del XX. El tesón y la lucha de mi maestra, mi madre, por defender la educación de las niñas era muy parecido al que reflejaban las maestras del siglo XIX en las memorias que publicaban en la prensa nacional. Y como alumna, no como hija, recuerdo una frase que nos repetía muchas veces en la escuela: Hijas mías, no sé qué seréis de mayores ni qué ideas tendréis. Pero estéis donde estéis y penséis como penséis, nunca os olvidéis de que sois mujeres. Mientras digo esto veo la cara de asentimiento de Pili Berges, mi compañera de pupitre y amiga inseparable de correrías.

Como en todas las novelas históricas la realidad anda  mezclada con la ficción. Y juntas forman un universo verdadero.

Para satisfacer la curiosidad de algunos lectores, al final he puesto una relación de acontecimientos y personajes que he ficcionalizado a partir de la realidad. Los otros, aunque compartan algún rasgo que vosotros reconocéis es mera casualidad. O fruto de la creación. Cuando una tiene el gusanillo de escribir se fija mucho en las personas que la rodean. Y sin darme cuenta, gestos, formas, colores, voces, olores, posturas, ¡qué se yo!, van pasando al subconsciente y se escapan entre las letras de mis escritos. En los futuros también estaréis vosotros, todos los que me acompañáis esta tarde. La realidad alimenta la ficción.

Espero que disfrutéis leyendo está novela tanto como yo escribiéndola. Y, de nuevo, gracias a todos.

Salón de la música desde atrás.

La presentación de este libro tiene dos objetivos muy marcados. Solicitar apoyo de las instituciones para las recién nacidas escuelas de El Frago y ser el primer acto en torno al Ocho de Marzo. En la novela, doña Matilde se deja la piel por conseguir una enseñanza digna para las niñas. Y esto enlaza con los actos en los que las mujeres de El Frago, jóvenes y no tan jóvenes, seguimos luchando por nuestros derechos.

Cerraremos el ciclo de este año con la lectura y teatralización de unos relatos de mi serie «Las fragolinas de mis ayeres», donde se denuncia la desigualdad y la opresión de nuestras antepasadas. Esas mujeres que sufrían la opresión en sus carnes y no eran conscientes de ser las principales víctimas de un sistema patriarcal. Como decía mi maestra, nunca nos olvidemos de que somos mujeres y tenemos que vivir siempre alertas para defender nuestros derechos.

Carmen Romeo Pemán

De mis horas canónicas

Un mes antes de profesar los votos me escapé del noviciado. Una cosa era ser alumna interna en un colegio de monjas y otra convertirte, de la noche a la mañana, en aspirante a religiosa o probante, que así nos llamaban por las pruebas que teníamos que superar antes de convertirnos en esposas de Jesucristo.

Cuando volví a mi casa, bien entrada la noche, me fui directa a la cama. Esperaba dormir con sosiego, pero aún me pesaba la costumbre reciente, y me fui despertando al ritmo de las horas canónicas. Bueno, no sé si me despertaba, si estaba en una agitada duermevela o en una sucesión de pesadillas.

Maitines

Entre las dos y las tres de la mañana llegó a mi celda el sonido de las tabletas de la madre de novicias. Me di la vuelta hasta que noté un pellizco retorcido en la mejilla.

—¡Ay!

—Pecadora. El demonio te tienta con la pereza.

Entonces me vino a la cabeza el cartelón de la escuela con un diablo  pintarrajeado con colores de carmín. Y me dio la risa floja.

—Todos los días igual. Hoy tendrás que confesarte. —Se sujetó la toca con unos alfileres. Y se santiguó—. Jesús, José y María, perdonadla.

Era la hora del canto de los gallos, justo al quebrar albores. Desde pequeña, cuando los oía cantar en el corral, pensaba en los brazos enredados de los amantes y en sus vigilias de besos apasionados. Y de mi pecho salía el canto de las mujeres enamoradas.

Al alba venid buen amigo. No traigáis compañía.

Laudes

Tres horas de insomnio desesperado, de añoranza por los besos perdidos.

Gerineldo, Gerineldo, mi caballero pulido, quién te tuviera esta noche, tres horas a mi servicio.

-Despiértate, Gerineldo, despierta si estás dormido, que la espada de mi padre de nuestro yerro es testigo.

Me levanté a oscuras. Descalza y sin hacer ruido, me aseguré de que todos dormían. Era el momento de salir sin que nadie se enterara.

Cada vez que me confesaba sobre eso de honrarás a tu padre y a tu madre, me subían los latidos del corazón hasta las sienes.

No podía ser bueno el Dios de barba blanca si, a través de mi padre, me mandaba aceptar el matrimonio con un viudo que ya tenía hijos casaderos.

Tercia

Sobre las nueve, me despertó el coscorrón de un puño cerrado. Tenía la cabeza apoyada en la mesa del escritorio y, con la manga del hábito, había desparramado el tintero sobre el manuscrito que estaba copiando. La madre de novicias pudo leer los primeros versos:

En una noche oscura, con ansias en amores inflamada, ¡oh dichosa ventura!, salí sin ser notada, estando ya mi casa sosegada.

—Me has desobedecido. Yo te había dicho que no leyeras a San Juan de la Cruz. La noche oscura del alma no es una lectura apropiada para una probante. Sabías que estaba en tu índice de libros prohibidos. Ese que tú copiaste de tu puño y letra.

Cogió el papel emborronado y desapareció. Al momento volvió con un cilicio en la mano.

—Este te lo pondrás en el muslo, bien apretado, hasta que brote sangre roja, como la de las llagas del Señor.

Sexta

Al acabar de rezar el Ángelus, en la puerta del refectorio me esperaba la hermana portera.

—Su confesor le ha dejado esta nota en el torno.

La leí con sobresalto. Tenía que esperarlo en la celda de la enfermería después de las Vísperas.

Nona

Eran cerca de las tres y mi muslo seguía sangrando y la madre de novicias se había llevado la llave con que se abría su candado. Fui a la cocina. Con un cuchillo logré descerrajar aquella cadena de pinchos y enrollarme las heridas con un trapo.

Entre unas cosas y otras, llegué tarde a la iglesia para la hora Nona. En esa hora rezábamos unas oraciones que llamábamos la Coronilla de la Misericordia. Nos aseguraban que si no nos despistábamos pensando en otra cosa iríamos al cielo. Y que eso era cierto, que el mismo Jesucristo se las había dictado a santa Faustina en una aparición. Poníamos mucho empeño, pero era una repetición tan monótona que nos entraba un sopor del que nos sacaba la madre de novicias con los golpes de su bastón de mando contra el suelo de la capilla.

Como me vio entrar con retraso, se arrodilló a mi lado y, en un gesto disimulado, me toco el muslo. Me sobresalté tanto que casi no pude escuchar qué dijo en voz alta.

—Tengamos misericordia con esta pobre pecadora. Tiene la carne débil y el maligno que lo ha notado se le ha metido en el cuerpo..

Vísperas

Venid en su ayuda, oh Santos de Dios; salid a su encuentro, Ángeles del Señor.

Cuando la madre de novicias entonó la salmodia reponsorial, comprendí que me daba por muerta, que yo era una de las vírgenes necias a las que se le apagaría la lámpara por falta de aceite.

A la salida de la capilla, mientras yo iba camino de la enfermería, las vírgenes prudentes recorrían los pasillos del noviciado entonando el Magnificat, o las alabanzas de la Virgen, cuando se sintió elegida para ser la madre del Salvador. Yo no les tenía envidia. Mi corazón ya estaba ocupado.

El confesor me esperaba junto a la camilla y con hábito de monje. Llevaba una capucha tan grande que apenas podía verle la cara.

—Satanás ya nos ha enviado suficientes señales. Sabemos que ha encontrado un escondite en tu cuerpo. Y yo voy a intentar sacártelo antes de acudir a altos tribunales.

Sentí asco, cuando se inclinó a succionar mis pechos,

—Nada, no puedo hacer nada. Te tiene mucha querencia y no quiere salir. —Entonces vi sus ojos achicados por los que se le escapaba la lujuria—.Tendremos que insistir en otras partes y apurarlo con más cilicios.

Completas.

Yo no tenía que dar gracias a Dios, ni entonar el Yo pecador.

Había entrado en el noviciado contra la voluntad de mi padre, que me había prometido en matrimonio con un rico labrador.

El noviciado y mi casa me resultaron dos mundos llenos de patrañas en los que no se hablaba del amor carnal.

En susurros, como hablan los enamorados, canté una jarcha y me quedé dormida.

Al alba venid buen amigo. No traigáis compañía.

Plácido, el Lelo

Plácido pertenecía a segunda generación de los Lelos. Y así lo pregonó la partera a las pocas horas de nacer.

—Nada, no he podido hacer nada. Igual que me pasó con su padre. Pues eso. Que venía de nalgas con el cordón enrollado y la cara tapada con una telilla. Una de esas que ocultan un don o una tontuna.

Era un lelo como Dios manda. Igual que su padre, tenía conocimiento, respetaba las costumbres del pueblo y era un poco presumido.

—Es que no puede ser Lelo cualquiera. Esto solo pasa en mi familia si te llamas Plácido.

No tenía aspecto de bobalicón, pero se embobaba con cualquier cosa. Lo volvían loco las mariposas. Cuando las miraba cruzaba los ojos, dejaba colgar el labio como un belfo y la paz se le escapaba en una sonrisa muy amplia.

El maestro se empeñó en que fuera a la escuela. Como era amigo de todos los niños del pueblo, pensaba que alguna letra se le pegaría. Cuando lo sacaba a la pizarra a dibujar las letras de su nombre, lo animaba.

—¡Venga, Plácido! Casi lo has conseguido.

—¡Imposible, señor maestro! Es más fácil conocer las caras de las cabras que las letras de mi nombre.

Era robusto y forzudo, así que los chicos no querían apostar a nada con él. Siempre ganaba y sus carcajadas sonaban potentes. Y lo volvían loco los Carnavales. Vestido de chica, corría con ellas y les gritaba:

—-A remangar que es Carnaval.

—No te aprovechas, Plácido, que te hemos conocido.

Entonces acudían los chicos y se montaba tal revuelo que tenía que mediar el alguacil.

Un día se puso muy serio y a los que estábamos sentados en el banquero de la plaza nos dijo que se iba a buscar novia, que una cosa era ser lelo y otra tener que aliviar las necesidades con las cabras. La noticia corrió como la pólvora y las chicas empezaron a rehuirlo. Ya no les hacían gracia sus carnavaladas. Solo Anastasia, una chica tan lela como él, por las tardes iba a verlo al corral de las Eras Badías, dónde encerraba las cabras.

—¿Qué haces dando vueltas por aquí? ¿Es que no sabes que este corral es mío? —Detrás de su silueta se veía el reloj de la iglesia que en ese momento estaba dando las siete.

—Ya, —contestaba Anastasia—. Es que me gusta ver que te hacen más caso a ti que a los perros. Tienes un don. Te comunicas con los sentimientos. —En la mano llevaba un ramo de margaritas que acababa de recoger en la era que rodeaba la paridera.

—Pues no te acerques mucho, que las conozco a todas —mientras hablaba clavaba la horca en el fiemo—. Con esta te sacaré las ensundias si me falta alguna.

Anastasia se alejaba, miraba al suelo y, de vez en cuando, cogía más margaritas. Dio varias vueltas alrededor del corral hasta que Plácido salió con dos cántaros de leche. Por las comisuras le caían chorretones blancos.

—¿Vienes a ver si llevo monos en la cara? —Se pasaba la lengua por los labios—. Pues no. Soy como todos los demás.

—Veo que no te has enterado de nada —le contestó Anastasia—. Me gustaría ordeñar contigo y al final hartarnos juntos con la leche de la última cabra.

—¡Imposible! En mi corral nunca ha entrado nadie. Ni siquiera el veterinario. Así que si quieres que ordeñemos juntos nos tendremos que casar. —Se lo soltó así, sin pensárselo dos veces. Era la primera que miraba a una moza a los ojos.

Antes de medio año los amonestaron y se casaron un domingo en la misa del alba. Se sorprendieron cuando encontraron la iglesia llena. Si lo hubieran sabido se habrían casado en misa mayor. Pero ellos pensaban que a las bodas de los lelos no iba la gente.

A la salida se dirigieron a la Punta de la Carretera, en la entrada del pueblo, hasta donde podían llegar los coches. Allí comenzaban las calles empedradas y llenas de barro.

—Ayer le dije al secretario que nos encargara un taxi para irnos de luna de miel como los ricos —dijo Plácido en voz alta para que lo oyeran todos.

El secretario no contestó. Solo él sabía que aquello era mentira.

Esperaron con las gentes hasta mediodía. Les pidieron se fueran, que ellos seguirían un rato más. Cuando se marcharon todos, aparejaron la burra y emprendieron el camino de la Cruz del Pinarón, cerca de Agüero, donde se juntaba el camino de El Frago con la carretera de Ayerbe. Plácido se sentó encima y sujetaba la maleta para que no se cayera. Aunque la llevaban vacía, no querían que se rompiera, que se la había prestado el alcalde. Una vez que se acomodó, Anastasia tomó el ronzal y caminaron hasta el Corral de la Pecha. Dejaron la burra atada a un árbol y ellos se tumbaron en un montón de paja al fondo de la paridera. A Plácido se le achicaron los ojos. Nunca había conocido ninguna oveja tan dócil y encima con muslos prietos.

Antes de un año, Anastasia abandonó el pueblo.

—No la busquéis —gritaba Plácido en el bar—. Parece una mosca muerta pero es una gripiona. Cuando llego cansado del monte me dice que huelo a cabra y que ella no es plato de segunda.

—Anda, Plácido, no te pongas chulo, que todos sabemos lo que cuesta arrancar según qué vicios. Al final la cabra siempre tira al monte —le contestó uno de sus amigos.

—Eso. Que el buey suelto bien se lame. —Soltó una carcajada—. ¡Toma ya! A letras me ganarás, pero a refranes no, que mi abuela decía muchos.

Carmen Romeo Pemán

Foto de la entrada. Una maleta de Pinterest.

Con cartas de recomendación

Nos levantamos antes de rayar el alba y, zigzagueando por unas trochas empinadas, llegamos a Ayerbe con tiempo suficiente para coger el tren que bajaba de Canfranc a Zaragoza. Dejamos la burra con un posadero conocido y le pedimos que nos la guardara hasta el día siguiente. Así, cuando mi madre regresara, no tendría que caminar las siete leguas que separan Ayerbe de El Frago.

En la estación, mientras esperábamos el Canfranero, nos encontramos con una mujer de Lacasta que también llevaba a su hija a un internado. Por debajo de la toquilla le asomaban unas manos con quebrazas, como las de mi madre.

Subimos al tren y nos sentamos las cuatro juntas en vagón de tercera, en un compartimento con bancos de madera. Enseguida nos pusimos al corriente de nuestras vidas. La otra chica, Petronila, tenía mi edad y nuestros padres habían muerto cuando éramos muy niñas.

—¡Qué bonito! Tienes nombre de reina aragonesa —le dije.

—¿A qué te gusta? —terció su madre—. Pues ella no para de preguntarme que a quién se le ocurrió, que ni es el santo del día, ni de nadie de la familia. Y, encima, las chicas se ríen y le sacan motes.

Y, habla que te habla, nos fuimos tomando confianza, tanta que la madre de Petronila nos enseñó un sobre arrugado y manoseado.

—Con esta carta de recomendación de mosén Pedro, las monjas tratarán a mi hija mejor que si fuera la mismísima reina Petronila.

En ese momento sentí una arcada, como si me hubiera metido los dedos hasta la campanilla, y pensé: “Ese cura debe ser tan cabrón como el que se acostó con mi madre. Seguro que también intentó cepillársela, Y hasta le dejó el nombre: Petra, no, que cantaba mucho. Petronila resultaba más disimulado. ¡Todos iguales! Y luego, ¡hala!, nos quitan de en medio con una carta de recomendación. ¡Anda a saber si estos curas no habrán tenido también aventuras con las monjas! ¡No me extrañaría nada!”

Enfrente de nosotras, iba una señora adormilada. Justo encima de ella, en el portaequipajes, había dejado dos gallinas vivas, atadas por las patas. Se pasaron todo el viaje cacareando. Cuando llegamos a Zaragoza, todas estábamos envueltas en el plumón que habían ido soltando con sus aleteos. Antes de bajarnos, mi madre se encaró a la dueña:

—¿No se da cuenta de la faena que nos acaba de hacer? ¿Cómo nos vamos a presentar así en el colegio? ¡Qué pintas, Dios mío! Por su culpa igual no aceptarán a nuestras hijas, que las llevamos a un colegio de postín.

Nos sacudimos, pero no pudimos quitarnos todas aquellas pelusas blancas adheridas a las ropas. Con esa facha, nos plantamos delante de un portón de caoba y herrajes de bronce. Más que la puerta de un internado parecía la de un palacio renacentista. Llamamos al timbre y nos acercamos al torno las cuatro a la vez. Al ver semejante tumulto, salió la hermana portera, que nos había abierto tirando de una cuerda. Miró de arriba abajo los pañuelos anudados debajo de la barbilla, las sayas pardas y los delantales raídos de nuestras madres. No pudo reprimir un oh, cuando se vio los piojuelos de las gallinas que corrían por las telas.

—¡Buenos días! —dijo mi madre, tomando la delantera—. Venimos a traer a nuestras hijas con buenas cartas de recomendación.

—¡Lo siento! Pero las que vienen recomendadas no entran por aquí —cerró la puerta y nos siguió hablando por el torno—. Miren, sigan un poco adelante y en la esquina de la izquierda, se encontrarán un portal pequeño, por el que entra el servicio. Allí es.

Estaba claro. No nos iban a tratar como colegialas normales. Ni siquiera nos dejaban entrar por la misma puerta.

Antes de pasar a unos cobertizos, donde estaban nuestras habitaciones, una monja gorda, con pelos en la barbilla, se presentó como nuestra encargada. A continuación despidió a nuestras madres y nos leyó la cartilla. Nos dejaría asistir a las clases pero, sin hacer ruido, tendríamos que entrar las últimas y salir las primeras. Nos había reservado dos sitios una clase de primero de bachiller. Nos teníamos que sentar en la última fila, junto a la puerta. También nos advirtió que tendríamos atender en clase, que después no dispondríamos de tiempo para estudiar. Sólo algún rato libre de los fines de semana.

Dicho esto, nos entregó a cada una un uniforme negro, con cuello blanco de plástico y un cinturón negro. Así nos distinguiríamos de las internas de pago, que lo llevarían rojo.

En la primera ocasión que tuve, le encargué a una alumna externa que me comprara una linterna. Justo me llegaron unos dinerillos que me había dado mi abuela. Cuando apagaban las luces del dormitorio, hacía una especie de tienda de campaña con las sábanas. Sentada, me ponía el libro en las piernas cruzadas y lo alumbraba con la luz mortecina de la linterna. Así conseguí sacar buenas notas hasta que acabé Magisterio. De esa época, me queda la sensación de andar durmiéndome por los rincones.

El día que fui a recoger el título me ofrecieron una plaza de maestra en un pueblo del Pirineo Aragonés. Llegué en burra y me alojé en casa el Bastero, en una alcoba muy parecida a la de mi casa de El Frago. Cuando entré en la escuela pensé en mi maestra, y sonreí como lo hacía ella.

Una tarde, pasadas las Navidades, vino a verme la hija de la viuda de casa Satué. Como tenía que ir a lavar con su madre, había abandonado la escuela antes de cumplir catorce años, unos días ante de que llegara yo.

Me contó que, cuando volvía del río, me espiaba por la cerradura y le gustaban mucho mis clases. Se quedó un rato sin hablar, dando vueltas alrededor de la estufa. Hizo ademán de marcharse, pero se dio la vuelta:

—Mire, hoy me he atrevido a entrar. —Calló un momento—. Es que, en realidad he venido a pedirle un favor, que sé que está en sus manos.

—A ver si puedo. Dime.

—Solo puedo confiar en que usted me saque de este agujero.

A los pocos días, en la estación de Zaragoza, la viuda de Satué y su hija no lograron quitarse todas el plumón de gallina que se les habían adherido a sus ropas.

Carmen Romeo Pemán.

Caraquemada

De las fragolinas de mis ayeres.

El carbón tenía que arder toda la noche a fuego lento. Cuando anochecía, echábamos a suerte quiénes nos quedaríamos vigilando la cabera. Hacían falta dos, por si uno se dormía. Es que, de vez en cuando salía una llamarada por algún agujero, nosotros teníamos que taparla con tierra y pisarla bien para que se apretara. Si se escapaba el humo detrás saldría el fuego y llegaría el desastre. ¡Eso era lo más difícil! Ese humo nos hacía toser sin parar y la mejor manera de no sentir cómo entraba en nuestros pulmones era con un cigarro de cuarterón y un trago de vino recio. Pues eso. Un día empiné tanto la bota que en lugar de pisar la tierra me caí de bruces encima del humo. Con el golpe se avivaron las llamas y me abrasaron la cara. Esa noche estaba con Hilario. En cuanto me vio caer, como no teníamos agua, apagó las llamas con la bota del vino. Yo aullaba como un perro rabioso y pensaba en Marcela. Hacía unos días que me había confesado que había tenido otros pretendientes, pero los dejó cuando se les quemaron las caras haciendo carbón.

Hilario me envolvió en barro hasta que me sacó el calor del cuerpo y me cubrió la cara con tierra batán, la que se empleaba para encalar.

—Ahora, en lugar de los ojos se te ven dos agujeros pequeños, otros dos en los orificios de la nariz y uno más grande en la boca.

Mientras se secaba la careta, unas hormigas voladoras se mezclaron con el barro, se me metieron en la piel quemada y, allí, quedaron atrapadas con las patas hacia afuera. Quería arrancármelas pero se me agarraban a las manos como un enjambre de abejetas. Cada vez venían más. Enseguida oímos cocear a una caballería y supimos que habían entrado en el corral. Otras se refugiaron en las orejas del gato que dormía junto a nosotros. De repente comenzó a maullar y a dar saltos como cuando le entró la sarna. Hilario lo agarró de la cola y lo echó dentro de la cabera.

—¡A cascala! No sea que le hayan metido en el cuerpo alguna bruja o el espíritu del Maligno.

Al poco rato me entró una tiritera y abandonamos la cabera. Encima de la mula, yo iba dando alaridos. Nada más llegar, Hilario encendió el fuego y se fue a buscar al médico. Con el calor del hogar, el barro y las hormigas atrapadas caían como chinches, apagaban las llamas y la humareda no cabía por la chimenea. Con gran esfuerzo me fui a lavar la cara en el barreño de la fregadera y me asomé a la ventana. Debajo estaban los carboneros a los que había avisado Hilario,

—Cagaos, que somos unos cagaos. La puta ama nos tiene a todos acojonados. A ver si un día os atrevéis a meterle las manos entre las tetas y le sacáis los billetes que nos roba. Ayer vi como escondía en el suelo los duros que le dieron los que le compran el carbón. Ni siquiera nos lava las mudas. Solo quiere solterones viejos. Y todo porque no quiere líos con las mujeres. Se las apaña como puede y hace desaparecer a las novias. A unas les busca casas para servir en otros pueblos, y ya no vuelven. En cambio, otras desaparecen sin dejar rastro. Y por más que salgan los pastores con perros no encuentran a ninguna. Mientras tanto, nosotros nos conformamos con una alforja llena de pan duro y algún polvo al mes. De sus partos se encarga la comadrona y entre las dos los llevan en secreto. Aprovechan los carros que bajan con carbón a Zaragoza. En medio meten los fardos que hay que dejar en la inclusa.

No sé dónde ni cómo me quedé dormido. Me desperté en plena noche cerrada. Oí unas carcajadas y salí a la calle con un cuchillo de degollar ovejas. Si no se hubieran ido todos los habría ensartado en un amén. Hasta se lo intenté clavar a un guardia civil que un día me quiso llevar al cuartel de Luna.

A los pocos días de estar aquí, yo daba vueltas alrededor de una columna y vi a un enfermero que se acercaba con la dueña del carbón. Me dirigí a ella echando azufre por los agujeros de los ojos.

—Hijaputa, vete de aquí. No quiero verte hasta que me digas en qué pozo ahogaste a Marcela el día que me vino a traer la comida a la cabera. Alguien te fue con el cuento de que nos queríamos casar y a ti se te hinchó la vena. Joder. Es que a ella no la podías camelar. Sabías que si te descubría te sacaría las entretelas. Que Marcela era mucha Marcela. Hijaputa, o como te llames, nunca vivirás en paz. Y el día que te entren las hormigas en las cuencas de los ojos aullarás y nadie te escuchará. Tu cuerpo carbonizado se enroscará a las carrascas y nadie te reconocerá. En cambio yo encontraré a mi Marcela. Estoy seguro de que me espera en alguna de las fuentes que manan agua fresca del Arba.

Sin contestarme, me miró con desprecio y vi cómo desaparecía detrás de la verja. Poco a poco se iba empequeñeciendo. Al final se arrastraba por el suelo mientras la envolvía un enjambre de moscas voladoras.

Carmen Romeo Pemán.

Fotografía. Cabera o carbonera de Mario. Blog del Colegio Público de Ujué. https://cpujue.educacion.navarra.es/blog/

Cabera o carbonera, un horno para elaborar carbón vegetal. Hasta la emigración de los años sesenta, siglo XX, fue un oficio muy importante en El Frago. Para más información sobre los carboneros de El Frago, ver el blog de Astún, pseudónimo de la erlana-fragolina Carmen Guallar Idoipe, en : http://astun47.blogspot.com/2011/11/el-carbonero.html?m=1,

Las Narvilas

De la serie: mitologías fragolinas.

Rowan o Serbal. Dicen que con sus ramas se hizo la primera mujer. Maggie O´Farrell, Hammet.

Iba camino de Narvil con mi madre, que ya había entrado en dolores de parto. Mientras caminábamos en silencio, me acordé de mi abuela Narvila, nacida en el bosque como sus antepasadas.

Según mi madre, mi abuela se solía perder por los senderos que no pisaban los niños ni las mujeres. Cocía bebedizos como las brujas y giraba el huso como una peonza. Manejaba la rueca, trenzaba los hilos blancos y negros a su antojo. Y los cortaba también a su antojo, como las Parcas. Mi abuela era una Narvila que vivía en el bosque. Alta y fuerte, calzaba abarcas y se cubría la cabeza con una toca negra.

Un día, cuando estaba descuidada mirándose en la balsa de Narvil, mi abuelo vio el reflejo de unas hebras negras y se sintió hechizado. Antes de un mes la desposó y, antes de un año, con la luna en cuarto creciente saltó por la ventana y se escapó a la balsa. Cuando mi abuelo notó su vacío en la cama, corrió al bosque y la encontró envuelta en la hojarasca amamantando a una niña.

—¿Cómo la llamaremos? —le preguntó.

—Pues, ¿cómo va a ser? —Mi abuela sonrió y lo miró a los ojos buscando su aquiescencia—. Narvila como yo. Narvila, hija de Narvil, el pinar sagrado que nos da la vida y nos protege.

Me pasé la mano por la frente, intenté apartar los recuerdos de mi abuela.

En ese momento tenía que centrarme en mi madre, la segunda Narvila que yo había conocido.

—Mira, hija, ya te vas haciendo mayor y te tienes que preparar para lo que te tocará pronto. —Me apretó la mano con fuerza—. Acaban de empezarme los dolores y quiero que me acompañes a Narvil.

Por las venas de mi madre, como por las de mi abuela, corría la savia campesina. A mí me recordaban a unas mozas fuertes y libres de las que nos hablaba la maestra, creo que las llamaba serranas y, a veces, serranillas, como si fueran niñas que solo supieran vivir en el monte.

Siguiendo los consejos de mi madre, metí todo lo necesario en un gran pañuelo de cuadros y me lo colgué a la espalda. No se me olvidaron las tijeras, ni el cordel, ni la ceniza para secar el ombligo.

El camino nos resultó difícil. Mi madre, cada vez tenía más baja la barriga y de vez en cuando se quedaba sin respiración. Cuando le llegaban los apretones se apoyaba en las piedras. Al llegar a Peña Saya oímos croar a las ranas en la balsa.

—Eso es un buen augurio  —dijo sujetándose el bajo vientre con las manos.

Al momento llegamos a un claro en forma de círculo, se paró en seco. “Aquí”, me dijo. Era un trozo de tierra calcinada en el que ululaban las lechuzas y entre la hierba crecían amapolas. En realidad este lugar mágico era el lecho de una antigua cabera en la que se hacía el carbón vegetal. En el plenilunio aún se pueden escuchar las voces de antiguos aquelarres y los susurros de ánimas que vagan perdidas. Allí, el lodo ahumado acaricia los cuerpos y acoge en su seno a los recién nacidos.

En el centro seguía tumbado un pino que había derribado un rayo. Desde muy niña me lo imaginaba como un gigante dormido. Tenía las raíces al aire y, justo debajo, en el lugar que ellas habían ocupado, había un gran agujero que daba cobijo a las comadrejas. Por entonces pensaba escaparme de casa, como Alicia, y refugiarme en ese escondite.

Cuando llegábamos al pino, mi madre perdió el resuello y se apoyó en el tronco. Abrió las caderas y fue doblando las rodillas hasta que se quedó en cuclillas. Cada vez jadeaba con más fuerza. Con los empujones no pudo contener un grito que espantó a los zorzales. Entre sus piernas asomó un cogotillo. Entonces contuvo el jadeo y me dijo:

—Narvila, hija mía. Apresúrate. Sujétale la cabeza y ayúdale a salir. Cuando tengas el cuerpo en tus brazos, toma las tijeras, corta el cordón de la placenta y anúdalo con la liza.

Puse sobre sus senos un bulto sanguinolento que no dejaba de llorar. Después, até la placenta a una raíz y tiré con fuerza, como si fuera una soga, hasta que salió toda. Al acabar el niño ya no lloraba, estaba desmadejado y sus labios tenían el dulzor amargo del malvavisco.

—Mira, Narvila, esto es un secreto entre las dos. Es un niño débil que ha nacido antes de tiempo. —Se calló un momento—. Cuando te toque a ti, vendrás sola.

Metí al niño en el mismo hoyo que la placenta, lo cubrí de musgo y semillas de amapolas. No me olvidé de los abozos, esas plantas, alimento de los muertos, que los griegos llamaban asfódelos y los cristianos gamones.

Unos años después, mi madre volvió a desaparecer de casa. Grité, lloré. Nada. Había cumplido el ciclo. Entonces entendí aquello de “vendrás sola”: la gente tenía miedo de que las Narvilas pudieran llegar a ser tan poderosas como los hombres.

En esas fechas, yo ya andaba en amores con Florián, y no tardamos en casarnos.

Si mi marido no hubiera estado tan concentrado en sus asuntos se habría dado cuenta de que su semilla no granaba en mí y de que yo buscaba otras simientes en los hombres que frecuentaban el bosque. Se habría enterado de mi embarazo incipiente. Y, si no se hubiera muerto de un cólico miserere, se habría enterado de que cuando murió yo estaba de siete meses y no de cinco.

Por eso, cuando me puse de parto solo lo sospechó la panadera, pero no dijo nada. Es que ella nos vigilaba desde que ponía la levadura junto al fuego, antes de que rayara el alba.

—Buenos días, Narvila. —Me miró de arriba abajo—. Será el madrugón, pero te encuentro un poco pálida. No sé, no sé.

—Es que ayer fue un día de mucho trajín. —Me eché la toquilla hacia adelante y crucé los brazos por encima del vientre—. Hoy hace años que murió mi madre y voy a visitar su tumba.

Clavé el estribo en los ijares de la yegua pero la panadera la sujetó por el ronzal y la paró en seco.

—Narvila, hija y nieta de Narvilas, a mí no me engañas. Algún día conoceremos el secreto y todas seremos Narvilas.

Sin responderle, aspiré el olor a pan caliente, mientras el zumbido del sol me subía el corazón a las sienes.

Con apuros llegué a la tierra calcinada y me recosté en el árbol caído. Me acaricié la piel con unas hojas de beleño. Al momento, el mundo comenzó a dar vueltas. Hasta las copas de los árboles ascendió el llanto de una nueva Narvila y pronto se mezcló con el susurro del viento.

Carmen Romeo Pemán.

‘Hamnet’, de Maggie O’Farrell. Cuaderno de bitácora: guía que nos orienta en el bosque de personajes, por Carmen Romeo.

El serbal. «The Rowan Tree»: Will protect us from the devil and all his wiles, canción tradicional escocesa. En la mitología celta, árbol sagrado mágico relacionado con la fertilidad y una nueva vida.

Y a la mujer buen marido

La desdicha por la honra. Novelas a Marcia Leonarda. Lope de Vega.

Al anochecer la metí en una talega, la coloqué encima de una mula y, tirando con fuerza del ronzal, emprendí la bajada que lleva de Montealto a Biel, por unas trochas cubiertas de maleza. Unas de esas por las que solo pasan los jabalíes. Nadie podría adivinar qué llevaba en la talega. Por si las pulgas, había echado judías alrededor del cuerpo, y lo coloqué encima del baste. La luna nos convertía en unas sombras alargadas, como las de la Santa Compaña.

Mi hermana Marcela siempre me había puesto en aprietos. Uno muy gordo fue el de su boda con un viudo de El Frago. Y el otro día me dio este soponcio. Sin más ni más, se me murió en el monte cuando íbamos a encerrar las ovejas. No la había visto en toda la tarde y, a la hora de encerrar, llegó sin aliento, sangrando de sus partes y farfullando incoherencias. Cuando la cogí se quedó muerta en mis brazos.

Menos mal que era muy tarde y los pastores, con los que compartíamos los pastos, no vieron nada. Así que, me apresuré a meterla en una talega y llevármela a escondidas, antes de que alguien avisara al médico. No quería que me metieran en líos con lo de la autopsia. Si lo llamaba yo cuando ya la tuviera amortajada, todo sería más fácil. Le diría que se había muerto de un cólico miserere y él se lo creería.

En las seis horas que nos costó bajar, no le quité ojo a la talega. Como no me podía olvidar de los chandríos que me había hecho pasar, le gritaba, y el silencio de la noche me devolvía el eco de mis palabras.

—Mira, Marcela, desde que se murió nuestro padre en la epidemia de tifus, soy el responsable de tu honra. Te quise prometer en una buena casa de Petilla, pero tú, erre que erre, que no te vestirías de finolis ni calzarías chapines. Fui tanteando posibles maridos entre los mejores pastores de Montealto y tú, que nones. Bueno, ¿es que te creías que era fácil colocar a una hermana que se las campaba sola? Pero en el fondo eras una asustadiza. Eso es lo que te pasaba, que te las dabas de libertaria pero tenías miedo.

Me callé un momento y escuché los gruñidos de unos jabatos que se habían perdido. Tenían tanto miedo como tú. Nos alejamos sin hacer ruido y yo volví a mi cantinela.

—Naciste con casi siete kilos y nuestra madre murió de sobreparto. Otra en tu lugar se había amilanado. Pero tú, nada. Que ella tenía la culpa por ser estrecha de caderas. Mira, Marcela, me saca de quicio que te hayas pasado la vida echando culpas a los demás. Es que me enciendo cada vez que pienso cómo me has truncado la vida.

Di tal suspiro que la mula dio un respingo. Menos mal que ni te canteaste.

—A mí no me convenía una hermana tan brava. A tus veinte años aún no habías tenido ningún pretendiente. No te dabas cuenta de que eras una boca más que alimentar ni de que yo me quería casar.

A medida que desembuchaba me iba calmando y comencé a recordar cómo había llegado a enrabietarme tanto contigo.

—Un día entré en tratos con el viudo de El Frago. Aunque un poco bullanguero, era el que tenía más cabezas de ganado en toda la redolada, pero la desgracia se había cebado con su primera mujer. A los pocos días de casados se le murió de difteria. Al viudo y a mí nos pareció bien el apaño y te apalabré. Decidimos que para San Gil Abad, cuando se acaban los pastos del verano, te casarías en Biel y celebraríamos las tornabodas en El Frago. Llegó la boda. Como te casabas con un viudo, los mozos te dieron una cencerrada con todas las esquilas del pueblo. Es que eso del viudo tenía su aquél. La misa tenía que ser a las cuatro de la mañana y teníamos que emprender el viaje de las tornabodas antes de amanecer. El madrugón no te importó cuando viste los preparativos. Antes de la misa ya habían llegado los hombres y las mujeres montados en caballos adornados para la ocasión. Una yegua te esperaba adornada con el pairón, es decir, con una manta especial bordada para esta ocasión y una silla de novia. Cuando te ayudé a montar, noté que te brillaban los ojos y me susurraste: “Hermano, siento un cosquilleo debajo del sayal. Las gentes de El Frago se van a enterar de lo que es capaz una moza enamorada”.  Yo moví la cabeza. Sabía que te casabas por interés. A mí, no me la colabas.

Al llegar a las Eras Badías, viste unas casas que parecían corrales alrededor de la torre. Te cambió la cara. No tenían nada que ver con las mansiones y los escudos nobiliarios de Biel. Entonces oí a una de las acompañantes que te decía:

—Marcela, por si no lo sabes, aquí no hay luz ni agua corriente. Las mozas tenemos que ir con cántaros a la fuente que está allá abajo, junto al río.

—¿Qué me dices? —Yo noté que te quedabas helada.

Los mozos descargaron la dote en la casa del viudo y comenzaron unas tornabodas que duraron hasta el anochecer.

A final, el viudo, que ya no podía aguantar las premuras de su sexo, te llevó a una alcoba, que aún conservaba el aroma de los membrillos de su primera mujer. Tú te pusiste el camisón de satén que habías bordado para la ocasión. Entonces él se desnudó y te tomó por la cintura enseñándote un colgajo tan grande que te dejó sin aliento. Te deshiciste de las garras de tu marido, sin pensárselo dos veces, saltaste por la ventana y huiste despavorida.

Él se quedó pasmado. Se asomó y ya no te vio. A lo lejos adivinó una larga cabellera movida por el cierzo. Pensó que la luna te había desorientado y te habías perdido por los montes. Se dio la vuelta y se tumbó en la cama con el vergajo apuntando al techo. Sabía que era famoso por tener un miembro que espantaba a las mozas casaderas. Se decía que su mujer había muerto con los embistes de un marido montaraz y no de la difteria como él había declarado en el juzgado.

En estas estaba yo, cuando la mula se paró delante de la entrada del corral de nuestra casa. Me cargué la talega al hombro, subí a Marcela a la sala grande y la enrollé con una sábana de lino. Hice un fardo bien atado con cordeles y salí a buscar al médico por la puerta principal. Allí me esperaba el viudo de El Frago, con el que Marcela había contraído un matrimonio ratum sed non consummatum. Nos miramos a los ojos y con voz ronca me dijo:

—Ahora el matrimonio de Marcela, como el de mi primera mujer, ya está consumado.

En ese instante, supe que tendría que seguir luchando por la honra de mi hermana muerta como mandaban las leyes ancestrales.

Carmen Romeo Pemán

Las dosdedos

Las fragolinas de mis ayeres

Siempre nos había llamado la atención la cantidad de mujeres a las que les faltaban tres dedos de la mano derecha. Les quedaban el índice y el pulgar, que los utilizaban a modo de pinzas, con tanta fuerza y agilidad como los cangrejos que pescaba en el río con mi abuelo.

Nadie hablaba de las dosdedos, como eran conocidas, pero nosotras lo comentábamos en clase.

—A lo mejor es propio de alguna casa —decía una que siempre se estaba tocando la cola de caballo.

—Hija, no ves que no puede ser, que no son parientes —le contestaba su compañera de pupitre.

—Esto te lo creerás tú, que en este pueblo todos somos parientes. Mira, mi madre me dice que llame tíos a todos y así acertaré —respondía la de la cola de caballo dándole un codazo.

Las dosdedos, cuando no trabajaban, solían llevar las manos metidas en el bolsillo del delantal, pero nosotras aprovechábamos cualquier descuido para fijarnos en sus muñones deformes. Los pellejos se habían unido formando bultos, entre rojizos y morados, que resultaban repelentes. Se notaba que no las había atendido el médico. Si las hubiera atendido les habría dado puntos y los muñones no serían tan feos.

En la misa de los domingos, llevaban unos guantes de cabritilla con los dedos rellenos de trapos y sus manos parecían normales. Mientras bisbiseaban sus rezos a santa Rita, las juntaban para que todo el mundo las viera. Con el pulgar iban pasando las cuentas de un rosario.

El caso era que a estas casi-mancas las consideraban más fuertes que a las demás. Por las tardes íbamos a los carasoles a verlas hilar. El huso giraba entre sus dedos como las peonzas de los chicos en la plaza. Yo me quedaba mirando, extasiada, como si viera un milagro.

Un año, mi madre habló con la señora María, mondonguera muy nombrada, le dijo que si nos podía echar una mano en la matacía, que le pagaría bien. Con sus dos dedos ágiles le cundía mucho el trabajo. Nadie le ganaba a embutir las morcillas ni a dar vueltas a la capoladora.

Cuando la vi entrar, volví a pensar que, si su defecto era de nacimiento, ya no echaría en falta los otros dedos. Yo creía que, a cambio, Dios le había dado un don. Pero una me iba y otra me venía. También pensaba que no podía ser de nacimiento, que todas las chicas teníamos los cinco dedos.

Llegó al punto de la mañana y puso a hervir los calderos de agua, con los que escaldaría la piel del cerdo. Así era más fácil pelarlo. A continuación siguió dando órdenes para tener todo a punto cuando llegara el matarife. En el momento que lo oyó llamar, me dijo;

—Venga, prepárate, que hoy vas a ser tú la mondonguera.

Me pilló de sorpresa. Seguro que lo habría hablado con mi madre, pero a mí no me habían dicho nada. Me colocó una toca blanca, me ató un delantal, también blanco, y me dio un barreño de porcelana, especial para recoger la sangre.

—¿No tendrás la regla?

—No, aún no me ha llegado. ¿No ve que solo tengo trece años?

—Pues a tu edad yo ya la tenía. Pero ya me habían enseñado estos menesteres.

Como vio que me salían los colores, continuó:

—Es que si sale sangre de tu cuerpo se corta la del cerdo y se echa todo a perder. Aquí no pueden cogerla ni las mozas ni las casadas, por si acaso. Solo las jóvenes como tú y las viejas como yo. Que a veces el nuncio llega de repente.

Tienes que prestar mucha atención. Es una faena muy delicada. A medida que caiga la sangre caliente, como de una fuente, tienes que removerla con la mano derecha y, sin parar de dar vueltas, quitar las venillas y coágulos que vayan apareciendo. No puedes dejarla quieta hasta que se enfríe. Si se coagula hemos perdido todas las bolas y morcillas de este año.

El animal salió de la pocilga chillando. El matarife lo agarraba por la papada con la punta picuda de un gancho y lo arrastraba hacia la bacía, o gamella. Yo que ya estaba de rodillas, intenté levantarme y echar a correr. Pero la señora María me cogía la nuca con los dos dedos y me clavaba sus uñas de garduña. Con la otra mano colocó el barreño muy cerca de la bacía.

De repente el cataclismo. Echaron al cerdo encima de la bacía, puesta del revés, como si fuera una mesa baja. Entonces, el matarife se colocó la punta redondeada del gancho en su pantorrilla y con un golpe certero le clavó en el cuello un cuchillo cachicuerno. Entre seis hombres forzudos casi no podían sujetar al bicho, cuyos chillidos se oyeron en todas las casas del pueblo. Algunos dirían: “Mira, en casa Puyal hoy es fiesta, están de matacía”.

Cuando el cuchillo le penetró por el cuello hasta el corazón, saltó al barreño un chorro de sangre. Sentí miedo y otra vez me quise levantar, pero la mondonguera seguía sujetándome la nuca y no me dejaba mover.

—Anda, acércate más, tienes que poner la mano justo debajo del chorro.

—No puedo, no puedo. Creo que el cerdo se me va a comer la mano.

—Que no se diga que una moceta de casa Puyal no se atreve a coger la sangre. Quedarías marcada para toda tu vida y ni siquiera encontrarías novio.

Con el corazón en las sienes seguí sus órdenes. Hasta que el cerdo dejó de chillar y yo comencé a aullar.

—¡Se me ha comido la mano!

—No será para tanto. Sigue, sigue, no puedes pararte ahora

Yo notaba cómo se mezclaba mi sangre con la del cerdo. La señora María, sabedora de lo que pasaba, metió su mano. Comenzó a dar vueltas y en lugar de coágulo saco tres dedos, los enseñó como un trofeo y los echó a la pocilga

Tardó más de un año en curarme la mano. Tía Petronila, que también era una dosdedos, me ponía pañicos de lino empapados en cera virgen. Los guardaba en una lata de Mantecadas de Astorga bien cerrada.

En cuanto pude volver a la escuela, el tiempo me faltó para para contar en voz bien alta lo que me había pasado. Un alarido salió por la ventana, recorrió las calles del pueblo y siguió por el camino de Santa Ana hasta que hizo eco con el ábside de la iglesia.

Yo soy la última dosdedos del pueblo.

Carmen Romeo Pemán.

Nasciturus

Las fragolinas de mis ayeres

Desde el principio aquella boda me olió mal. El día de Reyes, a las seis de la mañana, se casó mi cuñado, Fernando Puyal de casa Nicuesa. Hacía muchos años que se había quedado viudo y sin hijos. Pero últimamente se le había despertado la vena festera y eran famosas sus parrandas con las mozas de los pueblos de los alrededores. Así nos trajo a Marcela Paradís, una fragolina de veintipocos, que antes de un mes salió preñada.

Una noche, mientras preparaba la cena, le dije a mi marido eso de que veinte con sesenta, sepultura o cornamenta.

—Tranquila, mujer tranquila —me contestó—Ya sabemos que mi hermano, aunque es el primogénito, desde siempre ha sido un tarambana y no está preparado para llevar esta casa. Eso sí, tendremos que prepararnos para lo que pueda venir. Pero yo te aseguro que esa puta fragolina nunca será dueña de casa Nicuesa ni su hijo comerá pan en este pueblo. ¡Habrase visto! Con las mozas de buenas casas que tenemos aquí y pegar con una desconocida.

Yo me santigüé y dejé las tenazas abiertas encima de la ceniza del hogar. El me miró de reojo y me dijo que no empezara con mis hechizos que lo que teníamos que hacer era consultar a un notario por si se moría su hermano o por si Marcela se quedaba preñada. Que había oído de buena tinta que, aunque no era fácil, se podía nombrar heredero de la casa al hijo de un segundón.

El día de la Virgen del Rosario, cuando Fernando volvía del campo montado en el carro, en un recodo del camino le salió un perro negro y se espantaron los caballos. Carro, caballos y amo cayeron por un terraplén. El pueblo suspendió los festejos y todos corrieron a ver si podían sacar con vida a Fernando y a los animales. El esfuerzo resulto inútil. ¡Vaya barullo! Unos que ya no tenía años para tanto navego, otros que Dios lo había castigado por no santificar las fiestas como mandaba la Santa Madre Iglesia. Yo callé y me fui a casa a contárselo a Marcela.

Al cabo de un rato, lo trajeron en unas parihuelas y lo dejaron de cuerpo presente en el patio. Las gentes seguían con su vocerío. Aproveché el momento y me llevé a Marcela a la cama del cuarto de las alcobas, que no se comunicaba con ningún otro. Así nos lo había advertido el notario, si por casualidad se nos presentaba este trance. ¡Jesús, José y María! Mira que son prevenidos estos leguleyos. Me di prisa para tenerlo todo preparado antes de que nadie subiera a buscarnos. Me tapaba las maños con la toquilla y me mordía las uñas. Pero aparentaba presencia de ánimo. Que todos creyeran que jugaba limpio y que iba a defender por igual los derechos de mi hijo y los del que estaba pendiente de nacer.

Don Francisco Vargas Machuca, notario de la villa de Sos, nos insistió mucho vigiláramos para que se llevaran bien el embarazo y el parto. Que si no lo hacíamos bien nuestro hijo perdería su herencia, aunque no me enteré de por qué. Y antes de despedirnos me cogió del brazo y me miró a los ojos: “Esto que no se os olvide. Que una vez nacido, el niño que está por nacer, tendrá tanto derecho a recibir su parte de la herencia como vuestro hijo. Y no será fácil quitarle algunos privilegios que tiene”. A mí me dio una vuelta el cuerpo. Don Francisco siguió con su sermón de que eso ya era así en tiempos de los romanos. Pero yo ya, aunque lo oía, no lo escuchaba.

Con el susto Marcela se puso de parto. Todo se precipitó y nosotros nos libramos de tener que vigilarle la tripa. Solo teníamos que preocuparnos del parto y de enseñar al recién nacido a la familia. También recuerdo que el susodicho notario nos dijo que, en el parto, tenían que estar presentes: una mujer buena, que podía ser yo misma; la comadrona; y otra mujer nombrada por el juez de paz. Pero no nos dio tiempo a avisar ni al juez ni a nadie antes del parto. Así que entre la comadrona y yo lo haríamos todo. En estas estaba cuando comenzó Marcela con sus gritos:

—Fernaando, no tardes tanto. No me dejes sola con estos cabrones. Me han llenado la cama de sapos que me suben las piernas con sus babas viscosas y se me meten en la tripa hasta las entrañas.

Abrió los ojos y me vio sentada a su lado. Entonces gritó más. Nunca supe si le hablaba a su marido o simplemente quería que yo la oyera.

—Si ya te lo dije. Fernando. Que no, que no me quería casar sin capitulaciones. Y tú erre que erre, que no las necesitábamos, que tu hermano nunca se atrevería a plantarte cara. Que para defender tu primogenitura te bastaba con la cédula de identificación. Tonto más que tonto. Ya sabía yo que la modosica de tu cuñada algún día nos clavaría las uñas.

Cuando le llegaron los empujones, la comadrona puso manos y pies a la obra. Y tan concentrada estaba que me dio tiempo a preparar la cuna. Le costó un buen rato sacar a un niño grandón, como su padre. Después lo lavó con el agua que yo había calentado en unos pucheros en el fuego. Envolvió la placenta en una sábana de lino y me dijo que teníamos  que enterrarla cuanto antes. Que si se enfriaba en la habitación o si se la comían los perros en el corral, le traería mala suerte al recién nacido. Yo deposité el fardo sanguinolento al lado del moisés y me tomé mi tiempo.

La comadrona salió con el niño desnudo a la cocina y lo enseñó a todos los presentes como era costumbre. La cocina era grande, pero acudió mucha gente cuando se corrió la voz de que Marcela estaba de parto y no cabía ni un alfiler. No había duda de que el niño estaba completo y de que sería un buen Nicuesa. A continuación lo fajó encima de la cama y cuando levantó el cobertor de la cuna se encontró con unas tijeras envueltas en piel de sapo.

—Lo sabía, lo sabía —gritó Marcela—. Fernando, tú me trajiste a esta madriguera. Fíjate, tu cuñada, como un hurón, le está chupando la sangre a nuestro hijo. ¡Vigila la placenta!

Intenté calmarla y sacarla de su delirio. Le susurré al oído que su hijo viviría y heredaría, como lo haría mi hijo. Que serán buenos primos y entre los dos aumentarían la hacienda. En ese momento oí un murmullo que venía de fuera. Los que había venido a ver el acontecimiento me llenaban de alabanzas: ·”Y luego dicen que no hay buenas cuñadas”. También oí la voz ronca de la partera; “Esto aún no ha terminado”.

A la mañana siguiente, me quedé dormida en la silla. Marcela se despertó con una subida de la leche. Con apuros se levantó y vio a su hijo con la cara morada. Tenía el cuello anudado con un trozo de cordón de la placenta.

—Fernando, corre, salta, que se desbocan los caballos. Los están ahogando con una soga. No pierdas tiempo.

Me despertó el grito de Marcela. Un grito que retumbó en la casa, salió por la ventana, llegó hasta la iglesia y el eco se lo llevó por los valles y montañas.

Carmen Romeo Pemán

Imagen del principio: Un cuadro de Shamsis Hassani, pintora afgana.

Romería en la Virgen de la Sierra

Don Jenaro era un médico afamado en los pueblos de la redolada. Una noche sí y otra también, llamaban con urgencia a su puerta gentes que venían buscando sus remedios. Igual curaba un cólico miserere que un carbunco y, si se presentaba el caso, el torzón de alguna caballería. Cuando oía los golpes de la puerta, Valentina, una niña vivaracha, se levantaba y le llevaba la palmatoria a su abuelo. Después escuchaba desde los rincones hasta que el abuelo la oía respirar.

—¿Qué haces levantada a estas horas? Venga, a la cama.

A Valentina le gustaba acompañar a su abuelo cuando iba a visitar a los enfermos con la yegua. Don Jenaro la montaba delante de él, a mujeriegas, y le hacía sujetar un maletín de cuero marrón. Valentina se lo apretaba contra el pecho y se sentía más poderosa que la diosa Pandora. En esos viajes fue alimentando su deseo de acompañar a su abuelo a la romería de la Virgen de la Sierra.

Valentina estaba un poco harta de que a sus padres no les gustara que la hija de casa Navascués se mezclara con rapazuelos de El Frago, que así los llamaban ellos. Cuando iba a misa los domingos, se apiñaban todos en la puerta mayor, y ella los miraba de reojo esbozando una sonrisa, pero todos daban un paso atrás con la mirada severa de su madre. Todos, menos Juanín:

—¡Qué guapa está doña Luisa! A ver si algún día me deja acompañarlas.

Entonces la madre se apretaba el misal contra el pecho y se volvía con la cara desencajada:

—¡Largo! ¿Cómo te atreves a dirigirnos la palabra?

Juanín era de una casa rica venida a menos. Su padre murió antes de que él naciera y su madre tuvo que ganarse la vida lavando en el río. Casi siempre llevaba chichones en la cabeza. Como era el más bajo, los chicos lo forzaban a saltar tapias o a correr descalzo por los ruejos del río. Acabó por no ir con ellos. Se pasaba las tardes detrás de la tapia de casa Navascués imaginando qué haría Valentina encerrada allí dentro. Algunas veces la veía salir montada en la yegua con el abuelo. Ella le sonreía y don Jenaro le decía con un vozarrón que traicionaba su bondad.

—Juanín, deberías ir con los chicos de tu edad. No es bueno que andes siempre solo por estos andurriales.

Él bajaba la cabeza y se iba a casa pensando en Valentina. Si algún día…

El año que Valentina cumplió dieciséis años fue con su abuelo a la Virgen de la Sierra.

—Abre bien los ojos, hija mía —le dijo su madre cuando le dio permiso—. Allí van los jóvenes de las mejores casas de la zona. Muchos noviazgos y matrimonios de posibles han salido de esa romería. Te pondremos las mejores galas y todos sabrán que, además de la nieta de don Jenaro, eres la heredera de casa Navascués.

Las vísperas fueron días de ajetreo. Lavar y planchar las enaguas de hilo. Ventilar la mantilla de la abuela, que en paz descanse. Desempolvar los guantes de cabritilla. Limpiar el misal y el rosario de nácar. Colocaron todo encima de un arca y una tarde las amigas de Valentina fueron a ver el ajuar de romera. A la salida, se quitaban la palabra las unas a las otras y montaron tanta algarabía que ninguna se dio cuenta de que las seguía Juanín. Al llegar al primer recodo, él se fue a su casa y no salió hasta el día de la romería.

Por fin llegó el esperado domingo de mayo. Al amanecer, mientras el abuelo ensillaba la yegua, doña Luisa vestía a Valentina y le daba recomendaciones para que se portara como una señorita.

—Sobre todo, no les muestres demasiado interés a los pretendientes. Hazte de valer. Que después ya vendrán ellos a buscarte a El Frago.

El día fue largo. Don Jenaro conocía a mucha gente. Todos lo querían obsequiar y presentarle a sus hijos. Valentina estaba desbordada. Tenía razón su madre, no era un día para enseñar sus sentimientos. Aunque, durante mucho tiempo pensaría en los ojos los del heredero de casa Puyal de Isuerre.

En estas estaba cuando vio deambular a Juanín entre aquellos forasteros. Se hacía el encontradizo, pero, en realidad, no lo conocía nadie.

—¿Y tú qué haces aquí? —le dijo Valentina sorprendida.

—Pues lo mismo que tú. Rezar a la Virgen para ver si saco novia, que en El Frago no lo tengo fácil.

Valentina vio que tenía los pies desollados por las aliagas que cerraban las trochas. Entonces se dio cuenta de que Juanín había hecho más de tres leguas andando y había llegado antes que ellos. Por el monte se movía como un gamo.

Antes de que cayera el sol, el abuelo y la nieta volvieron a cabalgar camino de casa. El uno hablaba de todos los pacientes que había visitado y de los exvotos que habían dejado en el altar de la ermita. La nieta le iba describiendo a  los chicos y chicas que había conocido.

—¿Abuelo, me traerás otro año?

Seguían enfrascados en su conversación sin darse cuenta de que en medio del camino ardían unas aliagas. La yegua comenzó a cabriolar hasta que dio con don Jenaro y su nieta en el suelo. Valentina se quedó entre las patas del animal que de una coz le abrió la cabeza. Al instante apareció Juanín, tomó el ronzal de la yegua y la calmó. Cuando consiguió monta al abuelo y la nieta, cogió las riendas y poco a poco llegaron hasta casa Navascués.

Valentina vivió más de cinco años paralítica con la fontanela abierta. Juanín le construyó un carretón y todas las tardes la bajaba hasta la orilla del Arba. De vez en cuando le limpiaba las babas con un trozo de arpillera y le sonreía con cara de bobalicón.

Carmen Romeo Pemán

Ermita de la Virgen de la Sierra de Biel. Años 40, por Jesús Pemán. Propiedad de la autora y de los Pemanes de Biel.

Soy la pluma de doña Angelita

A los hijos y nietos de doña Angelita, que me regalaron su pluma

Desde que Alodia me sonrió con cara de ratón supe que acabaría robándome. Ese día Alodia estaba castigada a no salir al recreo y vio cómo su maestra me sacó del cajón de su mesa. Y no se perdió detalle cuando abrió el cuaderno, me apretó la panza y yo escupí un cuento por mi plumín.

Estaba a punto de acabarlo cuando oí que las chicas volvían. Como no me gustan los barullos, mi punta se cerró de golpe y una gota de tinta cayó al papel. Doña Angelita la limpió con un papel secante. Me puso el capuchón, me colocó encima de un libro.

 —Hala, a dormir, que se te ha acabado la tinta.

Cerró el cajón con llave. Yo pienso que no quería abrir mis tripas delante de sus alumnas, que estaban hartas de las plumas de mojar en tintero. Esas sí que lo manchaban todo. Y no yo. Aunque se me escapaba algún estornudo, era más limpia y estaba preñada de historias maravillosas.

Pero todo empezó un jueves por la tarde. Como no había clase, las chicas venían a limpiar la escuela. Mientras barrían el suelo y borraban las pizarras, doña Angelita se sentaba en un pupitre al lado de la ventana, sacaba una libreta de tapas de hule, me agitaba un poco. Y yo conseguía que los dragones volaran y los duendes encantaran a las princesas.

Aún siento el cosquilleo que me producía la suavidad de aquellos dedos. Y el frío que me entraba por todos los respiraderos si me quitaba el capuchón. Pero en cuanto me lo ponía detrás y me tapaba el culote, la tinta hervía en mis entrañas y empezaban a reñir los personajes que doña Angelita inventaba para sus alumnas. ¿Quién saldría el primero? Pues el que empujara más fuerte.

Pero ese jueves doña Angelita no vino. Precisamente ese día se olvidó de echar la llave. Nada más entrar, Alodia notó que el cajón estaba mal cerrado:

— Hoy yo limpiaré el polvo —les dijo a sus compañeras.

Como restregaba el trapo con mucho brío por encima de la mesa, yo empecé a dar vueltas y me resbalé al fondo. Al momento, tenía encima unos ojos muy abiertos.

—¡Si estás aquí! ¡Vaya sorpresa!

—No te hagas la tonta —le dije. Y se me escaparon unas babas negras por la ranura del plumín.

—¡Quiero que tus historias sean solo para mí!

Sin darme tiempo a contestar, una de las chicas se acercó y le dijo:

—Ni se te ocurra tocarla, que si la echa en falta doña Angelita nos castigará a todas.

Pero Alodia no le hizo caso. Aprovechó un descuido y me metió en su bolsillo. Cuando llegó a casa se escondió en la habitación. De repente noté que mi punta resbalaba por un papel rugoso. Además, Alodia no me cogía con la suavidad de doña Angelita ni me sujetaba bien. Y yo me sentía incómoda y disgustada. Así que empecé a vomitar personajes sucios de tanto navegar por la tinta. Los sacaba envueltos en una nube de humo y parecían deshollinadores.

—¿Qué te has creído? No me tomes el pelo. Sácame a Supermán o a Pocahontas —me ordenó muy enfadada.

Ella quería historias modernas y yo solo me sabía las antiguas. Creía que si me apretaba más la barriga acabarían saliendo. Y me la apretó tanto que me sentí como un calamar acorralado. Le solté un chorro de tinta y le emborroné las cuartillas. Entonces se echó a llorar, me golpeó contra las tapas de su cuaderno y me metió en un plumier que adornaba una estantería al lado de su cama. Esa noche la oí llorar.

Al día siguiente, estaba muy decepcionada conmigo y le contó todo a doña Angelita. Y le pidió perdón.

—Alodia, lo que pasa es que no la has acariciado como a ella le gusta. Por eso saca los chorros de tinta.

—Pues yo creía que estaba preñada. Que nadie le sabía sacar las historias enteras y que siempre le quedaba algún trozo dentro.

Abrió la cartera y me colocó en las manos de su maestra, que se echó a reír y le acarició las coletas.

—Ya veo que no os habéis entendido. Es que las estilográficas solo nos hacen caso a los mayores. Cuando sea muy mayor, te la regalaré. Entonces os entenderéis bien. —Como Alodia no quería hacerse vieja, esto no le gustó.

Al año siguiente, Alodia cumplió once años y se la llevaron a estudiar a un colegio de monjas, justo el mismo año que yo me fui con doña Angelita a un nuevo destino. Allí seguí enhebrando unas historias con otras. Pero, cuando le entraron temblores en las manos, me escondió en una escribanía. De vez en cuando venía a visitarme. Con sus caricias, las caperucitas y los pulgarcitos se desperezaban. Pero ella ya no tenía fuerza para arrastrarme por el papel.

En los últimos Reyes Magos, uno de sus hijos me envolvió con una nota: “Alodia, mi madre siempre quiso que esta pluma fuera para ti”. Encima escribió la dirección y me mandó al PaísdeNuncaJamás.

Estuve varios meses en una estantería. Alodia me miraba pero se hacía la tonta.Se pasaba las tardes leyendo historias de Harry Potter, hasta que un jueves se acercó con un bote de tinta y me dijo:

—Tengo que arrancarte un cuento maravilloso. Uno como esos de mi maestra. Un cuento largo, muy largo, hasta que no te quede nada en el tintero.

Yo no me pude reprimir. Solté un escupitajo negro y, como antaño, le emborroné todas las hojas de su libreta.

—No te lo contaré nunca. Tú no crees en princesas ni en castillos encantados. Yo no tengo las historias que te gustan. Esas igual las encuentras en los bolígrafos.

A los pocos días me vendió a un anticuario. Mis historias y yo nos habíamos convertido en antiguallas.

Ya llevo mucho tiempo en el escaparate viendo pasar a la gente. Ayer entró una niña que arrastraba una mochila rosa con un dibujo de Mickey Mouse y creí que me sonreía. Aprovechó un despiste del dependiente y metió en la mochila el bolígrafo Parker que estaba a mi lado.

Carmen Romeo Pemán

Fotografía propiedad de la autora. La pluma de doña Angelita. Jerez de la Frontera, 2015.

¡Ojalá te parta un rayo!

De las fragolinas de mis ayeres

Mi madre, desde que se quedó viuda, cuando se enfadaba con alguien, le decía: “¡Ojalá te parta un rayo!”. Con el tiempo supe que aquello tenía que ver con la muerte de mi padre. Eso me lo contó Vicente, un día que subíamos atortolados por el camino de la fuente y tuvimos que correr por una tormenta.

Siempre había creído que la frase de mi madre era un conjuro contra las tormentas. Me contaba que las brujas fabricaban las nubes negras en la Punta de San Jorge y luego nos traían las tronadas y las  suflinas, que era como llamaba al viento racheado que llegaba delante de los rayos.

En cuanto el cielo se ennegrecía por esos parajes, corría a casa y me llamaba a gritos. Si no le contestaba se mesaba los cabellos como una loca. Cuando yo daba señales de vida atrancaba la puerta de la calle y, antes de cerrar las ventanas, en cada una ponía un cuchillo con el filo hacia el cielo. A continuación quitaba los plomos del contador, encendía una lamparilla y nos arrodillábamos delante de un cuadro de Santa Bárbara que tenía en la cabecera de su cama.

—Santa Bárbara bendita, que en el cielo estás escrita con papel y agua bendita. Y en el árbol de la Cruz, paternóster, amén, Jesús —rezábamos las dos a la vez.

—Santa Bárbara bendita, líbranos de las chispas y centellas —continuaba ella.

Y volvíamos a empezar. Pero, con el primer trueno, me dejaba rezando y subía al granero, donde los ratones corrían a sus anchas entre los montones de trigo. Una tarde la seguí a ver dónde se metía y la encontré en el rincón de los trastos viejos. Estaba acurrucada entre los colchones de lana, con las manos se tapaba las orejas y a la vez bisbiseaba el santabárbarabendita.

Un día cayó una chispa en nuestro tejado, atravesó toda la casa por los cables de la luz y fue a morir en la lana de los colchones donde estaba mi madre escondida. Cuando olí la chamusquina, subí corriendo, pero ya no pude hacer nada. Todo estaba calcinado con ella dentro. Las llamas se extendían muy deprisa. Pero aún me dio tiempo de salir a la calle gritando. Acudieron los vecinos y antes de que llegara la noche ya habían sofocado el incendio.

Después de eso, me quedé como alunada y no podía seguir en aquella casa. A los pocos meses, me despedí de Vicente y me fui a servir con unos ricachones de Sierra de Luna.

La primera tormenta que viví allí me dejó completamente asombrada: no caían rayos en las casas y la gente se asomaba a las ventanas a escuchar los truenos. Al principio pensé que era un pueblo con mucha devoción a Santa Bárbara. A la mañana siguiente le fui a preguntar al cura:

—Mosén, querría que me explicara por qué Santa Bárbara atiende a las peticiones de los de Sierra de Luna y, en cambio, tiene abandonados a los de El Frago.

Me contestó que eso pasaba desde que habían puesto un artilugio en la torre. Me dijo que ya nadie se acordaba de la santa y que su cajeta estaba vacía.

Tanto me llamó la atención que empecé a abandonar las tareas  y me pasaba el tiempo yendo de casa en casa preguntando por el nuevo esconjuradero. Antes de tres meses me despidieron por malchandra. Decían que no me gustaba trabajar.

Aquello me revolvió las entrañas y pensé en Vicente. A los pocos días hice un macuto con mis cosas y me volví a El Frago. Como tenía que ganarme la vida, empecé a subir agua de la fuente para las familias ricas. Por la calle iba con la cabeza baja y solo comía los mendrugos de pan que me daban cuando llegaba con los cántaros.

Una tarde, estaba arrancando una lechuga de un huerto del camino de la fuente y se me acercó Vicente. Al verlo retrocedí. Cuando oí su voz me paré en seco.

—Tranquila, no te asustes.

—Y tú, ¿qué haces aquí?

—¿Qué he de hacer? Pues esperarte. Sabía que algún día volverías.

Sentí un cosquilleo en todo el cuerpo. Me puse nerviosa y no acertaba a contestarle.

—Pues yo pensaba que les ibas a hacer caso a tus padres, que no querían que salieras con la hija de una bruja. —Noté cómo me subían los colores.

Nos quedamos hablando contra la tapia, a lado de mis cántaros, y nos volvimos a besar como antes de lo de mi madre. Después, todo pasó muy deprisa. El noviazgo, la boda, la casa, la niña y el día de la carrasca de Paradís. Justo cuando Vicente volvía a casa con el rebaño lo cogió una tronada en la Luba y se refugió debajo de la carrasca. Todavía se notan en el tronco las marcas negras del rayo que mató a más de veinte ovejas. Él se salvó de milagro, pero aún lleva el susto en el cuerpo.

Como le había hablado mucho del esconjuradero de Sierra de Luna, ese que don Valero Arbigosta, el médico, llamaba pararrayos, decidimos ir al Ayuntamiento.

—¡Buenas, señor alcalde! —dijo mi marido—. Venimos a quejarnos de que las tormentas son la gran amenaza en este pueblo. El otro día perdí la mitad de las ovejas y a mí casi me partió un rayo.

—¡Vaya descubrimiento si no me dices otra cosa! Rezad a Santa Bárbara y no perdamos tiempo que es hora de ir a soltar la dula.

—No, es que no se ha explicado bien. —Me ajusté la toquilla antes de seguir—. Mi Vicente quería decir que no tenemos que echar la culpa a las brujas ni rezar a Santa Bárbara, que eso no soluciona nada.

—Mira, creo que, en lugar de venir aquí, tendríais que haber ido a ver al cura.

—Déjeme acabar, se lo suplico. —La voz me empezaba a temblar—. Yo creo que la única solución es que el pueblo se una y compre un esconjuradero, uno como ese que don Valero llama pararrayos.

El alcalde comenzó a dar vueltas y nos dijo que teníamos unas ideas muy descabelladas por culpa de tantas desgracias familiares. Pero insistimos y volvimos varias veces con el médico. Después de mucho rogar y de hablar con otros vecinos, conseguimos que el Ayuntamiento pagara un pararrayos.

La otra noche una chispa rompió el reloj de la torre y todo el pueblo salió en desbandada. Nosotros nos quedamos en casa y le contamos a nuestra hija, que aún no tenía nueve años, que aquellas gentes corrían porque creían que las brujas de San Jorge andaban revueltas con el pararrayos, que lo confundían con un amuleto.

—Mamá, los truenos nos van a dejar sordos —dijo la niña, con las manos en las orejas.

—Eso es que tu abuela está cambiando los muebles de sitio. Seguro que se quiere meter en un armario con santa Bárbara y todo

2021. El Frago, torre de la iglesia con pararrayos. Colección de la autora.

Carmen Romeo Pemán.

La topografía de la centella del comienzo es de La nueva mañana, Córdoba, 23/02/2017.

Visita de inspección

De las fragolinas de mis ayeres

Para Anuncia Romeo

Anuncia de la Fábrica, así la llamábamos nosotras, sus amigas, porque vivía con sus padres y sus hermanos en una vieja fábrica de harinas, en medio de unos montes, a cuatro kilómetros del pueblo por el camino de Biel. Todos los días venía andando por unas trochas estrechas y pedregosas. Al principio la acompañaban sus hermanos, pero pronto los sacaron a estudiar a la ciudad, y , a los ocho años, tenía que hacer sola el camino dos veces al día. En invierno salía de casa antes de que se hiciera de día y volvía con la noche cerrada.

Por las mañanas no solía ser puntual y, si hacía mal tiempo, faltaba. Esos días nos poníamos nerviosas y nos preguntábamos si su madre no la habría dejado salir o si le habría sucedido algo.

Un día la maestra recibió la noticia de que la semana siguiente vendría un inspector. Nos dijo que sería una visita rutinaria, pero a nosotras nos alborotó. No parábamos de movernos de un sito a otro. Y doña Asunción nos gritaba más que de costumbre.

—Anuncia, la semana que viene no faltes ni llegues tarde ningún día.

—No se preocupe. Le diré a mi madre que me despierte antes.

—Si quieres puedes quedarte en mi casa —le dijo la maestra.

Entonces montamos una gran algarabía. Todas queríamos que se quedara en nuestras casas.

—Pues yo prefiero ir a la mía. Es que esta semana mi madre está sola, que mi padre ha ido a comprar trigo a otros pueblos —dijo Anuncia.

A los pocos días llegó el inspector, un señor alto, con traje y zapatos negros bien lustrados. La maestra lo saludó y se volvió hacia nosotras:

—Niñas, por favor, saludad como hacéis siempre.

De repente, gritamos todas a una:

—Buenos días, señor inspector.

Él, ni siquiera nos miró, hizo como si no nos hubiera oído. Entró dando pasos largos y las suelas de sus zapatos retumbaban en la tarima. Se sentó en la mesa de la maestra. Doña Asunción se quedó de pie a su lado y se tapaba las manos con los puños de la rebeca para que no viéramos que le temblaban.

Él cogió la lista y nos fue llamando una por una. Todas respondíamos lo mejor que sabíamos para no dejar en mal lugar a nuestra maestra. Intentamos recitar las tablas de multiplicar sin titubear y contestar a sus preguntas con rapidez. Pero, sobre todo, queríamos lucirnos en la lectura en voz alta. Cada una de nosotras tenía que leer una hoja de la cartilla.

A eso de media mañana, cuando ya habíamos leído casi todas, se abrió la puerta y Anuncia entró con la respiración agitada. Llevaba los pies mojados, la falda salpicada de barro y las trenzas un poco despeinadas. Nos volvimos a mirarla con un suspiro de alivio. Por fin llegaba, sin que le hubiera pasado nada.

Pero nos cayó como un jarro de agua fría que ese señor ceñudo le regañara en voz alta a nuestra maestra. Le dijo que ya veía que no se ocupaba de la disciplina de sus alumnas.

—¡Qué formas son estas de dejar entrar una alumna sin llamar y con esos modales!

La maestra intentó darle explicaciones, pero él le hizo un gesto para que se retirara hacia atrás y se callara.

—A ver, tú, la que acabas de llegar, ven aquí a leer —dijo el inspector levantando el tono un poco más.

Anuncia se puso colorada y se le enrasaron los ojos. Desde mi asiento pude ver cómo le temblaban las piernas. Pero se levanto con aplomo y se acercó muy despacio a la mesa.

—Aquí, lea esta página —le señaló la última hoja a la que aún no habíamos llegado.

Nos quedamos boquiabiertas cuando la oímos leer de tirón, con buena entonación y dando un sentido a lo que leía.

El inspector dio un respingo en el sillón y dijo:

—Es increíble cómo lee esta niña

Estábamos todas radiantes por la victoria de Anuncia, creíamos que había conseguido vengar la insolencia de un señor que se había metido en nuestra escuela y en nuestras vidas.

Pero nos quedamos petrificadas y sin entender nada cuando oímos la voz serena de doña Asunción:

—Señor inspector, para que usted vea la importancia de una maestra, esta es la única niña que ha aprendido a leer sola.

Al salir de la escuela Anuncia nos contó que, como esa noche había llovido, tuvo que cruzar varios barrancos. Y que en el último se enfangó y la ayudó a salir un hombre que iba a moler. Que le dijo él la llevaba a casa, pero ella, que no, que ese día no podía faltar a la escuela.

Cuando llegamos a nuestras casas contamos de pe a pa lo que había pasado. Y lo seguimos comentando muchos años más.

Desde aquella visita del inspector, Anuncia entró en nuestras vidas como un mito, mejor dicho, como una parte del mito que entre todas hemos ido tejiendo en torno a nuestra escuela y a nuestra maestra.

Carmen Romeo Pemán

 

Comentario a la imagen de entrada.

Anuncia Romeo Extremar (El Frago, 1949), hija de Luisa y Emeterio, era la hermana pequeña de Enrique y Abelardo. Vivían en La Fábrica y, cuando ella venía a la escuela, sus hermanos ya habían salido a estudiar.

Foto de Gregorio Romeo Berges, El Frago, 1957.

El gigante Degusoro

#relatofragolino

De las fragolinas de mis ayeres

Todas las vacaciones, desde muy pequeña, recorría las tres leguas que separaban El Frago de Biel. Iba con mi familia a pasar unos días a casa de mi abuelo, mis tíos y mis primos. Y todos esperábamos estos encuentros muy alborozados.

Hacíamos el camino andando, y nos turnábamos para montarnos a horcajadas en el lomo de Cascabela, que así se llamaba nuestra burra.

En particular, recuerdo el último viaje de Semana Santa. Como hicimos muchas paradas, tardamos más de medio día en llegar. Hacia la mitad del camino descansamos mucho rato en las tierras del gigante Degusoro. Mientras todos dormitaban a la sombra de un nogal, mi madre me contó la historia del gigante.

—Por el día duerme en su cueva y, cuando respira, le salen por la nariz unas burbujas de agua que van llenando este pozo. —Señaló con la mano donde bebía la burra.

—Pues eso no me lo contaste así el año pasado —repliqué con cara enfurruñada.

—Sí, Alodia, sí que te lo conté así, pero igual estabas distraída cogiendo margaritas. —Me sujetó por los brazos y me asomó al agua—. Mira, ¿ves las burbujas? Suben como cuando echamos polvos en un vaso de agua para hacer una gaseosa.

—Sí, sí, lo veo muy bien. —Y me volví a mi madre—. Pues sí que respira deprisa.

Me apoyé la mano en la barbilla y me quedé pensativa. Al poco le contesté:

—Degusoro debe ser muy grande.

Entonces me dijo que en las montañas había muchos gigantes como él haciendo pozos en los que bebían los rebaños. Y que la gente los llamaba ibones.

—Pues a este lo llamaremos el ibón de Degusoro —dije y vi que mi madre se sonreía.

Seguimos hablando del gigante bueno y de que algunas veces salía a regar los prados y hacía crecer las violetas. Aún no habíamos acabado nuestra cháchara, cuando se acercó mi padre:

—Venga, que ya llevamos aquí más de media hora. Si no nos damos prisa, se nos hará de noche antes de llegar.

—Pues yo no me quiero ir tan pronto.

—¡Calla y no protestes! Enseguida nos pararemos a coger manzanetas de pastor en Valdemanzana,

—¡Bien! ¿Veremos el árbol donde se escondía la madrastra de Blancanieves?

—Y la cueva de los enanitos —me contestó mi madre.

—Pero si el año pasado me dijiste que la cueva estaba en la fuente de Arbisuelo —protesté contra la mala memoria de mi madre.

—Es que se suelen cambiar de sitio para que la madrastra no encuentre a Blancanieves.

Me di cuenta de que burra levantaba las orejas y escuchaba con atención. Entonces me acerqué corriendo, me abracé a su cuello y le di montones de besos.

Llegamos a la Plaza Nueva de Biel justo en el momento en que la luna aparecía por detrás de torre del castillo. La luz de la luna atravesaba las ventanas y dibujaba grandes sombras que llegaban hasta nosotros. En cualquier momento podría salir un ogro, como en los castillos encantados de los cuentos. Entonces me eché a temblar y,  para que no me lo notaran, me agarré muy fuerte a Cascabela.

Ya llevábamos varios días en Biel, cuando una noche, a eso de las tres de la mañana, oí muchos pasos por la casa y la voz del veterinario. Me acerqué a escuchar detrás de la puerta. No oía bien lo que decían, pero la burra bramaba fuerte, como si le doliera algo o estuviera muy enfadada. Y además no dejaba de dar coces contra las paredes.

Me puse de rodillas al lado de la mesilla y le recé a san Antón. Pero solo me salía: “Glorioso San Antón haz que Cascabela vomite toda el agua que el otro día bebió en el ibón de Degusoro. Glorioso San Antón, cura a mi Cascabela como curaste a los hijos de una jabalina”. Y no paré de repetirlo en toda la noche.

Como no podía dormir y nadie venía a contarme qué pasaba, en cuanto se hizo de día salí al pasillo y escuché algunas frases de los hombres que estaban en la cuadra.

—Ha sido una pena, pero no he podido hacer nada. Llevaba varios días con el cólico. Me han llamado demasiado tarde —dijo el veterinario.

Siguió un murmullo de voces apesadumbradas entre las que distinguí la de mi padre:

—La llevaremos al muladar antes de que se despierte Alodia.

Entonces me metí en la cama, me tapé hasta la cabeza, y lloré y lloré.

Hicimos el viaje de vuelta con el burro de tío Esteban de Avellanas. Yo no consentí en montarme y volví todo el camino sin levantar la mirada del suelo y sin hablar con nadie. Solo me paraba de vez en cuando a coger  flores. Cuando llegamos a casa llevaba los bolsillos llenos de violetas. Las saqué en un puñado y se las di a tío Esteban.

—Usted que sabe dónde está la burra, échele estas violetas encima.

—Descuida, se las llevaré mañana por la mañana. Tu Cascabela duerme Detrás del Cerro.

Ese día se secó la fuente de Arbisuelo y los enanitos ya no encontraron refugio. Y el gigante Degusoro se disfrazó de buitre, se comió a la burra y abandonó el ibón para siempre.

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01.Con el burro de tio Esteban

El Frago, junio de 1950. Autor, Jesús Pemán Marco (Biel, 1918-Madrid, 1991). En El Peñazal, junto a las Eras Badías. El burro de tío Esteban  de Avellanas preparado para emprender el viaje.

Encima del burro. Detrás, asoma la cabeza, Maruja Romeo Pemán (Ejea, 1944), y delante Conchita Pemán Dieste (Biel, 1942). Alrededor del burro: de izquierda a derecha. Carmen Romeo Pemán (El Frago, 1948), Asunción Pemán Marco (Biel, 1916-Zaragoza, 2003), Mari Nieves García de la Haza (Madrid, 1926-2017), Gregorio Romeo Berges (El Frago, 1912-1969) Lorenza Berges Laguarta (El Frago, 1931), Martín Esteban Biesa Solana (Biel, 1892 -1977), conocido como Esteban de Avellanas, por ser de casa Avellanas de Biel.

Carmen Romeo Pemán

Gregoria de Michela

#relatoaragonés

De las fragolinas de mis ayeres

Todos los días, a las cinco de la tarde, cuando las pequeñas salíamos de clase, la señora Gregoria de Michela, hila que te hila, apuraba los últimos rayos del sol en el banquero de la puerta de la escuela. Le gustaba estar sola. Y no iba al carasol.

A todos los críos nos decía algo sobre todo a mí, que me sentaba a su lado y me ensimismaba viendo cómo daba vueltas el huso.

—Cuando sea mayor, ¿me enseñará a hilar? —le pregunté.

—Entonces yo ya me habré muerto.

—Usted nunca se morirá. Yo lo sé —le contesté.

Ella me miró, soltó el huso y apretó mi mano con la suya.

Es que la vida de la señora Gregoria se había convertido en un misterio. Hacía muchos años que era viuda y pocos se acordaban de su marido. Unos decían que una tormenta lo había despeñado por un barranco. En cambio las mujeres del carasol decían que nunca se había casado, que siempre había estado amancebada.

—Me parece que sois un poco lenguaraces —dijo una que estaba haciendo jersey.

—¿Es que no sabéis que los hombres no se fían de las mujeres que se pasan la vida hilando? Dicen que se parecen a las mujeres de la muerte, a esas que hilan nuestras vidas —contestó otra.

—¿Qué te sabrás tú? —replicó la que hacía jersey.

—Pues mucho. Aún me acuerdo de que nos lo contaba doña Simona en la escuela. Creo que las llamaba las parcas o algo parecido.

En cambio, mis amigas y yo pensábamos que la señora Gregoria llevaba allí desde siempre y que no se moriría mientras hilara. Nuestra maestra nos explicó que las parcas, que ese era el nombre de las que hilaban, eran inmortales.

Como hacía varios días que la señora Gregoria no daba señales de vida, su sobrina llamó al alguacil y echaron la puerta abajo. Subieron a tientas y la encontraron en un camastro de paja con sudores fríos y delirando. Al momento la sobrina volvió a la calle gritando:

—Solo la puede salvar un milagro. Que venga el cura con la unción.

Yo estaba sentada en el banquero esperándola. Así que, cuando oí a su sobrina, salté como un resorte y fui corriendo a buscar a mosén Teodoro que estaba jugando al guiñote.

—Mosén, venga conmigo. —Yo le tiraba de la manga de la sotana.

—¿Qué pasa, Felisa?, ¿qué te ocurre?

—Que la señora Gregoria se está muriendo.

—Anda, vete a jugar. Seguro que son cosas de mujeres. Que son un poco exageradas.

—Mosen, tiene que dejar las cartas. —le dije con la voz entrecortada—. Dicen que le han puesto una vela delante la nariz y que la llama casi no se mueve.

—Pues tendrían que haberme avisado antes de empezar la partida.

El cura tiró las cartas encima de la mesa y se levantó.

Como yo seguía plantada delante de él, me dijo:

—Anda, muévete. Vete a buscar a los dos monaguillos y diles que corre prisa.

Al poco rato salieron por la puerta de la iglesia dos monaguillos. Uno llevaba la cruz procesional y el otro, el acetre y el hisopo en una mano y la campanilla en la otra. Detrás iba el cura revestido con roquete, estola morada y sobrepelliz. Entre las manos llevaba una crismera de plata con el aceite de los enfermos. Para darle más solemnidad, la había cubierto con un paño blanco de lino, seguramente hilado por la señora Gregoria.

Las mujeres lo esperaban arrodilladas en dos filas, con mantillas negras y velas encendidas. Los hombres estaban de pie con las boinas en la mano. Y todos los críos íbamos detrás.

Mosén Teodoro entró en el patio y comenzó a dar hisopazos, a la vez que gritaba:

—¡Afuera, Satanás!

Subió por unas escaleras empinadas y yo me las apañé para ponerme a su lado. En la habitación, habían colocado una mesa con un crucifijo. El cura dejó allí la urna de los óleos y acercó la cruz a los labios de la enferma. Pero se encontró con un esqueleto desdentado.

Entonces, sin querer, se me escapó un “¡ooh!”, cuando vi aquellas manos, tan ágiles con el huso, convertidas en una gavilla de venas y nervios, envueltos en una piel acartonada.

La señora Gregoria, que ya no oía nada, agitaba las manos y roncaba fuerte. Entonces el cura mojó el dedo pulgar en el aceite y le hizo cruces en la orejas, en la nariz, en la boca, en las manos, en los pies y en el ombligo.

Para acabar, le puso la estola en los labios. Y, justo en ese momento, a la señora Gregoria le vino una arcada y le manchó el roquete al cura con un vómito sanguinolento. A mosén Teodoro se le escapó un juramento y se fue escaleras abajo.

Las mujeres colocaron velas alrededor de la cama y echaron esencia de espliego para matar la pestilencia.

Yo me fui a casa y me senté en el hogar al lado de mi madre. Sin venir a cuento, le pregunté:

 —¿Por qué los muertos no pueden cerrar los ojos ni la boca?

—¿De dónde has sacado eso?

—No, nada, es que lo quería saber.

—Anda, cómete la tostada y deja de pensar en esas cosas.

—Es que… la alcoba de la señora Gregoria huele peor que la cuadra.

—Felisa, ¿a qué viene todo esto?

—Pues, ¿a qué ha de venir? A que he acompañado a mosén Teodoro a llevar la unción.

—Este cura se las tendrá que ver conmigo. ¿Qué es eso de llevar a los críos a esos sitios?

Le supliqué que no se enfadara, que él nos dejaba ir. Que yo me colé. Y que no era para tanto,  que ya tenía diez años y era la primera vez que había visto a un muerto. Que fui porque pensaba que todos mentían y yo creía que la señora Gregoria no se podía morir.

—¡Basta ya! Y que no se vuelva a repetir —me contestó mi madre muy seria.

—Pues mañana pienso subir al cementerio a ver cómo bajan la caja a la fosa. Y me pondré en primera fila.

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Julio Pablos. Mujer hilando

Foto del inicio sin recortar. Julio Pablos. Tarjeta postal de Biel. Sin fecha. Sobre los años cincuenta.

Julio Pablos Gomez (¿?-Zaragoza, 21/07/1991), pasaba los veranos en Biel, hacía las fotos oficiales del pueblo, retrataba a las gentes en el huerto de casa el Santo, en la Caudevilla. Y dejó una colección de postales del pueblo, de los años cincuenta.

Carmen Romeo Pemán