Una mujer que escribe

Y llega ese momento en el que tienes que dejar salir las palabras.

Preferirías quedarte callada y enterrar en las profundidades de tu memoria esa voz que, para ti, no tiene sentido que la levantes.

Sentada en el escritorio miras inexpresiva el ordenador. El corazón te late con fuerza, desbocado. Puedes oír los latidos y el sonido de la sangre mientras navega por tus venas. El líquido vigoroso guarda en cada célula el miedo a ser la mujer que deseas. Una mujer libre y sin temores absurdos. Una mujer que expresa su visión del mundo a través de los relatos.

Cierras los ojos y oyes un llanto.

Una niña pequeña llora en algún lugar de tus recuerdos. Respiras profundamente y dejas que el aire inunde tu zona abdominal. Cada inhalación te reviste con una inesperada valentía y decides avanzar hacia la fuente de los sollozos.

Después de unos pocos pasos te das cuenta de que estás en la habitación de tu infancia. Sonríes cuando ves la cama rosada con blanco con un nochero a cada lado. Odiabas esa cama, pero no podías decírselo a tu madre porque fue su regalo cuando te dio tu habitación propia. Cerca de la ventana está el tocador. Todas las mañanas te peinabas enfrente de él antes de ir al colegio. Una luz tenue ilumina parte de la estancia. Siempre la dejabas encendida para poder dormir cuando las pesadillas te acechaban.

Te reconoces en la pequeña que está recostada sobre la cama, la que suspira y se abraza las piernas. Las lágrimas se le han escurrido por el rostro hasta empaparle el cuello y parte del cabello.

Te estremeces. Sientes que la agonía de su llanto serpentea por tus brazos.

Intentas acercarte aún más, pero dudas. Cuando crees que estás lista para dar el paso te cuestionas si sería mejor retroceder.

Sacudes los pensamientos con un ligero movimiento de la cabeza y te acercas. Te sientas a su lado y le preguntas por qué está llorando.

—Porque no quiero ser mujer —responde.

—Y, ¿por qué no quieres ser mujer?

—¡Ser mujer es horrible! No tiene nada fantástico. Lavar, planchar, tener hijos, casarme. ¡No quiero casarme! Además, si fuera un hombre podría hacer lo que me diera la gana todo el tiempo, igual que mi hermano que ni siquiera pide permiso para salir a jugar.

Le apartas la mirada con la sorpresa desprendiéndose de tus pupilas.

No recuerdas ese momento de tu vida en el que odiabas tanto ser mujer.

¿O sí?

¡Claro que sí! No puedes engañarte.

Lo tienes tatuado en la piel y te supura como una herida abierta cada vez que quieres hacer algo que amas. Cuando tomas la pluma para escribir, la tinta se deshace en las ansias de haber nacido en un planeta sin géneros y de habitar en otro cuerpo, en uno con menos prejuicios.

Miras de nuevo a la niña y puedes ver en sus ojos que ahí empezó todo. El dolor, la lucha, el eterno deseo de ser alguien más.

Llevas muchos años aferrada a su filosofía de vida insana. Ha llegado el momento de dejarla que se vaya. De cortar la cuerda que te ata a esa parte de tu pasado, en el que ser mujer fue el resultado de algún maleficio que le lanzaron a tu madre.

Te despides, sonríes y la sueltas.

girl-447701_1920

La pequeña se desvanece cuando abres los ojos y la hoja en blanco resplandece ante ti. Estás lista para enfrentarte a las palabras de nuevo y sumergirte en el sueño de la ficción, en el que no importa si eres hombre, mujer o gato.

Después de tu pequeño viaje interior te aferras al presente. Eres libre. Puedes saborear sin juicios el instante perfecto en el que todo es posible y nada es demasiado importante. Escribes.

Mónica Solano

 

Imágenes de StartupStockPhotos y Lisa Runnels

Uno de esos días

Y entonces tienes uno de esos días de terror.

Estás muy enojada, no sabes por qué. Solo sientes la ira viajando por tus venas.

Quieres gritar, correr, maldecir, pero te quedas callada, en silencio, mirando por la ventana. Te gustaría abrirla y soltarles a todos que se jodan y luego saltar y sentir como el aire te rasga la piel y el contacto con el suelo te arrebata la vida. Pero no, aún no has llegado a ese nivel de cobardía.

Te tomas unos instantes para sentir la estupidez de tus pensamientos.

—¿Quién decide qué es estúpido y qué no? —te preguntas.

El deseo de acabar con una vida de desilusiones y despropósitos podría ser una revelación divina. Podría ser. Aunque también podría ser la voz maquiavélica de tu subconsciente que se ha tomado unas cuantas margaritas.

Haces una pausa. Juntas las palmas y pones las manos cerquita de la boca. Ese roce sutil y satinado te hace sentir mejor.

En ese toque acompasado sabes que estás lista para dar el salto. Pero no el salto por la ventana sino el salto a una nueva realidad.

Ahora te observas en el reflejo de la pantalla del ordenador. Ahí está esa mirada cómplice y decidida, la mirada que te gusta ver mientras escribes.

Puedes ver a esa mujer maravillosa y perfecta que está lista para luchar contra demonios y maleficios.

Tus ojos resplandecen y de repente las palabras se te amontonan en la cabeza. Te pican los dedos y te liberas cuando los pones sobre el teclado. ¡Eso es lo que amas hacer! Aunque el miedo a equivocarte te aceche y el deseo de perfección te acose en cada frase que escribes.

Te pones de pie y abres la ventana. Dejas que el aire entre y desordene las hojas que tienes sobre el escritorio.

Un olor a madera quemada se instala en la habitación. Proviene de una casa que está a un lado de la montaña. Te gusta ese olor, te recuerda de dónde vienes y hacia dónde quieres ir.

Inhalas hasta sentir que el aire se acuartela en tu vientre.

Renuevas tus anhelos con cada respiración.

El trágico deseo de morir se desvanece en la esperanza de vivir sin límites. De vivir.

Tantas noches preocupándote por el hacer cuando solo había una preocupación importante, que después de todo no era un problema.

Solo tenías que ser.

Abrir tus alas y volar.

Recordar que no eras, que nunca has sido, una víctima del mundo, una mártir de la nada. Que solo tenías que ponerte de pie y echarte a andar.

 

Mónica Solano

 

Imagen de Free-Photos

Exceso de equipaje

Cuando miro por la ventana aún puedo ver tu reflejo. Ya no estás, pero siento tu presencia inundando la habitación. Cada libro, cada cuadro, la cama. Todo en esta casa sigue oliendo a ti.

Lo sé, quería que te marcharas.

Ya habíamos tenido demasiados dramas y quejas. No quería seguir siendo esa persona horrible. Tenía que dejarte ir para recuperar mi vida. Para empezar a vivirla como siempre soñé.

Ahora que no estás me ronda la idea de que tal vez fue una mala decisión. Quizás fue acertada, quizás no. Pero, a pesar de lo lúgubre de esta habitación y de la sensación constante de vacío en la boca del estómago, sé que así tenía que ser.

Recuerdo la noche en que te conocí. Eras la persona más magnética de toda la discoteca. Se había formado un corrillo a tu alrededor. Hacías chistes y tus amigos se reían a carcajadas y yo sonreía desde una esquina sin dejar de mirarte como una tonta. Me tenían cautivada tu carisma y el resplandor en tus ojos cuando me mirabas de soslayo.

¡Cómo me gustaba que te fijaras así en mí! Como si nada más existiera en tu mundo.

Fue inevitable que esa noche termináramos juntos. Te acercaste a la barra y pediste un Martini seco. Yo estaba bebiendo lo mismo.

—¿También te gusta el Martini seco? —te pregunté.

Desde ese momento solo fuimos tú y yo. El universo se detuvo entre risas y coqueteos que terminaron en tu apartamento. Esa noche me dijiste que nunca me dejarías ir.

¡Qué mentira!

Pasaron los años y la rutina convirtió las sonrisas en sollozos y la espiral de la muerte nos abrazó hasta despedazarnos.

Y llegó el momento, una tarde de octubre. Llegó el instante que, desde hacía días, sabíamos que sería inevitable. Los dos queríamos negarlo, pero el estado de negación no fue suficiente para mantener nuestra relación en marcha hacia la eternidad.

Aquel día no hubo lágrimas ni recriminaciones. Nos dijimos lo suficiente. Luego empacaste la maleta en silencio y cuando te paraste en el umbral de la puerta me miraste por última vez. En ese instante pude ver de nuevo el resplandor que me cautivó. Quise detenerte, ¡estaba decidida a detenerte! Quería intentarlo de nuevo, pero me quedé paralizada en el corredor y tan solo miré cómo cerrabas la puerta y te marchabas.

Esa fue una noche de amores y odios. Las paredes de la casa parecían encogerse y me sentía asfixiada entre los trastos viejos de nuestro rincón de amor. Me mareo con tan solo recordar el bochorno y el temblor que me recorrían el cuerpo. No pude más y abrí todas las ventanas. Dejé que el viento helado me erizara la piel y me recordara que aún estaba viva. Puse nuestra canción preferida en el tocadiscos. ¡A todo volumen! Luego saqué la escoba y dejé que sus cerdas se llevaran las malas energías que dejaron unos cuantos meses de miseria. Limpié todos los rincones de la casa. Moví los muebles. Empaqué en bolsas negras los viejos recuerdos. Me tomé tres, cuatro, cinco martinis y, cuando salió de nuevo el sol, lloré hasta quedarme seca como nuestros últimos días juntos.

Al amanecer, me duché y salí a caminar. Sin rumbo. Me acerqué a un teléfono público y deposité una moneda. Iba a llamarte. Pero algo me detuvo. Cuando colgué la bocina te dejé partir.

Han pasado tres semanas desde que te fuiste. He movido los muebles cientos de veces, he cantado nuestra canción hasta el cansancio. He maldecido mi mala suerte, he bailado entre deseos. He llorado y he gritado. He ansiado con todas mis fuerzas que vuelvas a estar conmigo. Y estas últimas horas me he despedido de nuestro pasado juntos.

Miro de nuevo la ventana y ahora puedo ver cómo tu reflejo se desvanece. Tú olor sigue presente, pero cada vez es más sutil y se funde con los otros aromas de la casa. Se esfuma con cada respiración y le abre paso a una versión mejorada de mi misma. Estoy lista para ser una mujer decidida que no necesita depender de un hombre para ser feliz. Una mujer que no teme vivir la vida que desea, la vida que merece. Una mujer sin ataduras, libre, que puede mirar hacia atrás y escarbar en su pasado sin remordimientos, sin culpa. Que puede caminar con un equipaje más liviano.

 

Mónica Solano

 

Imagen de StockSnap

El jardín de Sofía

Oculto en el universo, crece un jardín de colores sobre un meteorito. Hace algunos años, después de una fuerte tormenta espacial, la vida surgió en una de estas rocas áridas. Muy cerca de la Luna gira alrededor de la Tierra, sumergido entre las estrellas.

Criaturas aladas y brillantes brotaron de su centro, junto a plantas exóticas, de hojas verdes alargadas, con bordes redondeados y flores granate. Crecieron bajo el amparo de una pequeña niña de cabello negro y ojos como el chocolate. Sofía llegó al jardín un 8 de marzo, día terrestre. Muy temprano, en la madrugada. A pocos días de que la tormenta espacial se desatara cerca de nuestro planeta.

La pequeña se aferró con fuerza a la roca y, después de girar y girar por semanas, un día se detuvo. Permaneció despierta por meses. Su canto opacó el silencio y le dio vida al jardín espacial.

El tiempo ha pasado silencioso. Los árboles y arbustos han crecido frondosos en el jardín. Hoy la pequeña Sofía continúa cuidándolo. Durante el día, juega con las criaturas, riega las plantas y corretea de un lado a otro persiguiendo a las luciérnagas de color purpura como su vestido. En la noche, camina hasta un extremo del jardín y recuesta sus manitas sobre una nebulosa. Con sus dedos le da algunas vueltas a la Tierra y busca a sus papitos y a su hermanita que a esa hora se preparan para ir a dormir.

Cuando los ve juntitos, acurrucaditos en la cama, tapados con la misma frazada, se une a las sonoras carcajadas que provocan las historias fantásticas de su hermanita Camila que, una vez más, hizo unas cuantas travesuras en el colegio.

Al llegar el momento de dormir, las luces se apagan en la habitación y todo queda en silencio. Sofía se cubre con un manto de flores y cierra los ojos. Las luciérnagas apagan las luces y se disipa el esplendor del jardín para entregarse a la noche.

En el mundo de los sueños Sofía se encuentra con sus papitos que la llenan de besos y caricias, y la acunan en sus brazos mientras cantan un arrullo para eclipsar su desvelo.

Sofía duerme en el calor de los brazos de su madre y cobijada por el amor de su padre. Le velan el sueño mientras le pasan los dedos entre el cabello negro azabache y contemplan con ternura la carita redondita de pómulos rosados que dibuja una tenue sonrisa.

Sofía extiende sus brazos para estirarse. Sacude el manto de flores con los pies y abre los ojos. Cientos de luciérnagas con sus alas encendidas revolotean a su alrededor. Mira hacía la Tierra, les manda un cálido beso a sus papitos y recibe con alegría el nuevo día.

Mónica Solano

 

Imagen de PIRO4D , Yuri_B

Alicia y la corrupción del dinero

Alicia jugaba con un mechón de su cabello mientras observaba, con desdén, el montón de papeles apilados encima del escritorio de su oficina. Eran las dos menos cuarto de la madrugada y aún le quedaba bastante trabajo por hacer. A las seis de la mañana tenía que tomar un vuelo a Madrid. Como era el primer viernes del mes, debía presentar todas las cifras de noviembre a la junta de accionistas. Había sido un mes fantástico para la Compañía, pero resumir todos los indicadores en pequeñas tablas y gráficas se había convertido en un gran suplicio.

Alicia siempre había pensado que tenía un trabajo fantástico. Era directora ejecutiva de una de las compañías de textiles más importantes del país. Su salario era envidiable, con más de seis ceros a la derecha. Su closet estaba repleto de carteras de reconocidos diseñadores, abrigos de cashmere y zapatos de Jimmy Choo. Aunque alardeaba de conocer el mundo, gracias a sus innumerables viajes de trabajo, en el fondo sabía que nunca se había tomado un chocolate caliente frente a la torre Eiffel, ni había hecho un viaje en góndola por los canales de Venecia. Y sus pensamientos jamás se habían perdido contemplando las ruinas del Coliseo romano. La verdad era que no conocía el mundo tanto como quisiera. Su vida se reducía a participar en reuniones, asistir a cócteles y salir de la oficina en la madrugada, como esa noche. Aunque Alicia había cosechado muchos éxitos, no se sentía feliz. Su vida amorosa era un desastre, ningún novio le duraba más de unos meses. No había conocido a ningún hombre que aguantara su ritmo de trabajo. Y, lo más importante, nunca había tenido tiempo para ella misma. Al realizar el balance de su vida, un sabor agrio se instalaba en su boca. No recordaba la última vez que había cenado en casa.

Se levantó de la silla y apartó el portátil con tal fuerza que se quedó al borde el escritorio, a punto de caerse y partirse en pedazos. Caminó por la habitación y se detuvo delante de la ventana. Admiró las luces de la ciudad y pensó en todas las personas que a esa hora estarían durmiendo en sus casas, y que esa noche no habrían cenado un sándwich de Subway con un refresco dietético. Tenía que hacer un cambio en su vida. Quizás ser la directora ejecutiva de una prestigiosa empresa, y ganar millones de euros, no era lo más importante en la vida. Nunca se había detenido a pensar en sus verdaderas prioridades.

Regresó al escritorio, acercó nuevamente el portátil y escribió un mail. Lo envió y apagó todos los dispositivos electrónicos de la oficina. Se puso el abrigo rojo y agarró la cartera. Entró en el ascensor y se miró en el espejo. Las ojeras le llegaban casi hasta la comisura de los labios, eran de un color gris humo y le daban el aspecto de una enferma terminal. Cuando se abrieron las puertas salió con prisa; no quería seguir contemplando a la extraña del espejo.

Su casa quedaba a pocas cuadras de la oficina. Caminó por las calles, en medio de la oscuridad de la noche, acompañada por el murmullo de las hojas de los árboles. Las vitrinas de las grandes tiendas de moda iluminaban su camino. Fue inevitable pensar que podría comprarse todo lo que se le antojara. Aunque pronto se percató de que era solo una ilusión, porque no podía comprar la felicidad. Esa no la exhibían en una vitrina ni se podía comprar en las rebajas de agosto. Nunca se había dedicado a algo solo por el placer de disfrutarlo. Se había convertido en una nómada del dinero. Si el trabajo no ofrecía un cuantioso salario, no encajaba en su ideal. La desconocida figura que le había devuelto el espejo del ascensor era la de una mujer maltratada por una vida que giraba en torno al dinero.

Cuando llegó a su departamento, abrió la puerta, dejó en el perchero el abrigo y la cartera, y tiró los tacones en medio del pasillo. Acarició a Zeus, que siempre la recibía agitando la cola. Se abalanzaba sobre ella y le pasaba la lengua llena de babas por sus manos. El peludo Zeus era lo más constante y sincero que tenía en su vida. Se sirvió una copa de vino, se sentó en el sofá del balcón a ver amanecer y se quedó dormida.

El sonido de su celular la despertó y se levantó a revisarlo. Tenía quince llamadas perdidas, diez de su padre y cinco del presidente de la junta. Estaba segura de que su padre la estaba buscando para hacerla cambiar de decisión. No quería que su hija renunciara a una importante compañía y se dedicara al arte. Pero ahora no podía lidiar con todo ese drama familiar. Tenía que dejarlo para después. En cuanto al presidente de la junta había sido bastante clara en su carta de renuncia.

Alicia se puso los Converse blancos, el chándal color gris y una camiseta azul celeste. Le ató la correa a Zeus y salieron juntos a la calle. Caminó entre la gente que corría con prisa hacia sus trabajos. Se deleitó con el aroma a café del Starbucks de la esquina. Escuchó con atención el sonido del motor de los autos esperando el cambio del semáforo. Disfrutó cada instante mientras iba de su casa al parque central. Se sentó en el césped, aún húmedo por el rocío de la mañana, y respiró profundamente. Se le escaparon varias sonrisas mientras observaba cómo Zeus, tímido, se mojaba las patas en el lago. Dejó que el sol la alimentara como en las películas de Superman. Ese día, en medio del caos de la ciudad, sentada en un parque a las siete de la mañana, Alicia tomó la decisión de hacer solo lo que le apasionara. Tomó la decisión de vivir la vida.

Mónica Solano

Imagen de Jürgen Rübig

 

El abismo

“Jamás me casaré, jamás tendré hijos, jamás viviré la vida de otros, jamás renunciaré a mis sueños. Jamás, jamás”. Sin embargo, aquí estoy, con tres hijos, casada desde hace veinte años y viviendo la vida de otros. Amargada y convertida en todo lo que juré no ser jamás. No es extraño que esté sentada tan cerca del abismo, viendo resplandecer las luces de la ciudad. Desde el mirador todo se ve diferente. Adoro el silencio y la tranquilidad de la soledad, poder estar a solas con mis pensamientos, alejada de la rutina. Tentada de lanzarme al vacío.

¿Cuánto demoraría en caer? ¿Dolería? ¿Moriría realmente si lo hiciera? ¿Qué pasaría con mi familia, con mis hijos? Los problemas de su adolescencia me consumen. No fui muy inteligente al tener uno detrás de otro. Lidiar con la pubertad, con los quehaceres de la casa, con la oficina y estar hermosa, y con las piernas abiertas todas las noches para recibir a mi marido. Es agotador. Debí estudiar y conocer mundo antes de jugar a la casita. Al imaginar que puedo sumar más cosas a la lista se me retuercen las entrañas y siento que no tendría que pensarlo más. Terminaré lanzándome de una vez.

¿En qué estaría pensando cuando guardé mi mochila? Cuando cambié mi sueño de viajar por el mundo por tener una familia y me eché encima la responsabilidad de hacerla funcionar para siempre. Cuando tienes una familia, todo va antes que tú. No hay espacio para sentirte triste, cansada, aburrida o melancólica, y siempre tienes que estar dispuesta para todo. Aún recuerdo con claridad las palabras del sacerdote el día de mi matrimonio: “hasta que la muerte los separe”. De solo recordarlo siento escalofríos. ¿Quién puede ser tan ingenuo para decir “sí”? Y para toda la vida. Por eso estoy aquí, obviamente. A las ocho de la noche, al borde de este abismo. Tratando esta vez de tomar la decisión correcta. ¿Qué pensaría mi marido si supiera que quiero acabar con mi vida? ¿Qué pensaría mi madre? ¿Qué pasará cuando no esté? Es la primera vez en mi vida que tomo esta decisión, aunque aún no sé si es tan en serio. Antes de salir arreglé la casa y dejé la comida en el horno. ¡Todo dispuesto como si fuera a regresar! Llamé a mi esposo y le dije que no me esperara temprano porque tenía un compromiso. No podía decirle que iba a lanzarme desde un mirador, que está matándome la rutina y la frustración que me produce el haber abandonado mis sueños por miedo a dejar la zona de confort. Ni siquiera puedo imaginarme su cara al conocer mis intenciones.

¿Por qué no podemos vivir y alejar la angustia del pasado?, ¿de lo que ya hicimos y no podemos cambiar? y ¿de lo que dejamos de hacer y ya no podremos? ¿Por qué no solo vivimos sin pensar demasiado? No sé para qué me mortifico con estas preguntas sin sentido. Vine hasta aquí por una razón: para cambiar mi vida, alivianar la carga y volver a ser la que alguna vez fui. Lanzarme a lo desconocido y mandar todo a la mierda. En el fondo sé que aún no es el momento, porque antes hay algo que debo hacer.

Me alejo del abismo y subo al auto para regresar a casa. El trayecto parece más largo, pero no tengo prisa. Al entrar por la puerta, veo a mi esposo sentado en el sillón de la sala, leyendo un libro. Todos se acercan a darme un beso y abrazarme. Empieza el bombardeo de tareas que quieren que realice. Sonrío, dejo mi bolso sobre el perchero y empiezo a ayudarles como siempre. Llega la hora de dormir y me quito el vestido. Meto mi cuerpo desnudo entre las sabanas, me acurruco al lado de mi esposo y hacemos el amor. Es una delicia sentirme como una puta que ha tenido la suerte de conseguir un buen cliente. Disfruto cada centímetro de ese cuerpo egoísta que solo quiere satisfacer sus necesidades. Esta última vez, sin prejuicios, cumpliendo mis deseos más perversos. Mi esposo me mira sorprendido. Siempre he sido tan recatada, tan puesta en mi lugar, que la mujer de esta noche le resulta una completa desconocida. Detrás de esa cara de sorpresa puedo ver en sus ojos que está satisfecho, muy satisfecho. Dejo que se duerma y me visto con cuidado para no despertarlo. Entro en la habitación de cada uno de mis hijos y los beso en la frente. Se me hace un nudo en la garganta que no me deja respirar. El sentimiento de una madre por sus hijos es algo que no se puede explicar con facilidad.

Ahora estoy lista. No podía irme sin despedirme, sin ver sus rostros por última vez. Sin sentir el aroma que emana de sus cuerpecitos y la calidez de su piel adolescente. Aunque me enloquecen, la mayor parte del tiempo los adoro más que a nada en el mundo, pero nunca estuve preparada para ser madre, ni una fiel y abnegada esposa. No era mi destino, no era lo que quería hacer con mi vida. Tomo la libreta de notas que está pegada en la nevera y escribo unas líneas. Dejo la nota sobre la mesa para que la vean al despertar. Sé que un pedazo de papel no compensará mi ausencia, ni justificará mi decisión, pero ya han sido veinte años de vivir sus vidas y veinte años de vivir la vida de mis padres. Ahora es tiempo de vivir la mía. Tomo las llaves del auto y atravieso la puerta sin ningún remordimiento. Esta vez para no regresar.

Mónica Solano

Imagen de Jonny Lindner