Un sueño que se desvanece

Acostada sobre la cama puedo escuchar mi respiración agitada. La frazada está caliente. Todavía huele a ti.

Otra vez estabas en mis sueños.

Con los ojos aún cerrados puedo ver tu sonrisa. Te iluminas cuando curvas los labios y me miras fijamente. Estoy entre tus brazos. Te estremeces junto a mí y no puedo dejar de mirarte. Te abrazo con más fuerza. No hay besos, ni caricias apasionadas. Abrazarnos es suficiente.

El despertador suena como todos los días y la luz se asoma entre las cortinas. Sumerjo la cabeza en la almohada y suspiro, no quiero despertar.

Con los ojos abiertos ya no puedo sentirte a mi lado. La tristeza aparece. Me siento perdida, estoy sola.

Quisiera que no fuera un sueño, sino un recuerdo. El recuerdo de cuando nos encontramos en la calle un día cualquiera y nos perdimos entre la multitud en ese instante en el que nos dijimos todo sin palabras.

Cada vez que sueño contigo me pregunto ¿por qué te desvaneces al amanecer? ¿Dónde estás?

Me paso la mano por el rostro para secar el sudor de una noche agitada. Aún tengo tu aroma en mis dedos.

Me oculto entre las cobijas y puedo sentir tu piel muy cerca de la mía. Esta vez es diferente, aún estás aquí.

Me quedo inmóvil, en silencio. Cierro los ojos y puedo verte de nuevo.

 

Mónica Solano

 

Entrada de Pete Linforth

El beso de un extraño

Alicia se paró en las escaleras del ferry y aspiró el olor de la brisa. Descendió hasta el primer escalón para volver a tierra firme. Fijó la mirada en el horizonte y recordó que hacía varios años que no estaba tan cerca del mar. Cerró los ojos y se concentró en el sonido de las olas que golpeaban la bahía y agitaban los veleros. Una ráfaga de viento le erizó los vellos de la piel.

Después de tres horas de vuelo y cuarenta y cinco minutos en barco, había llegado al lugar que tanto anhelaba. A unos cuantos pasos, cerca de los botes viejos de la guardia costera, se encontraba la estación de ferries. Suspiró y se aseguró la mochila en la espalda. En cuanto se armó de valor, caminó hacia la estación y buscó el centro de información.

En la sala de espera, junto a las cajas de pago, un viajero discutía con la supervisora porque había perdido su equipaje. Y unas cuantas personas estaban esperando al siguiente ferry. “Al parecer no es temporada alta”, pensó mientras se acercó al estante en el que atendían a los visitantes. Sobre él había bonos de descuento, publicidad de hoteles y folletos con planos de la isla. Tomó un mapa y lo apretó en su mano. Echó una mirada a su alrededor y vio una cafetería cerca de la entrada principal. Se aclaró un poco la garganta y le pareció que sería un buen lugar para refrescarse. Jugando con el mapa se acercó a la caja de pago y pidió un café granizado. Junto a ella, una pareja compartía un batido y discutían sobre el clima. Buscó un sitio libre, dejó la mochila en la silla y extendió el mapa en la mesa. Estudió las posibilidades que le ofrecía y marcó con un bolígrafo los lugares que le gustaría visitar. El museo de arte moderno, la casa de la cultura, la catedral. Todas eran buenas opciones para iniciar su travesía por la isla. Sin embargo, antes de comenzar las visitas turísticas, haría una corta caminata por la playa. Tenía hasta las nueve de la noche. Era un tiempo más que suficiente para recorrer el lugar. Después de tomar el último sorbo de café, agarró la mochila, caminó hasta el paradero de autobuses y buscó el transporte con dirección a la playa más cercana.

Por la ventana se veían las diferentes tonalidades de azul que tenía el mar y cómo las hojas de las palmeras se agitaban con el viento. Cuando se bajó del bus, muy cerca de las escaleras de acceso a la playa, divisó a dos mujeres desnudas tumbadas sobre hamacas y, a lo lejos, a un surfista que cabalgaba las olas. Se quitó los zapatos y dejó que la arena se le escurriera entre los dedos. Metió los pies en el agua y caminó hasta el extremo de la playa. A poca distancia había un bar y se le antojó tomar un cóctel. Esa mañana conoció a Luciano.

Cuando se dirigía a la cabaña vio detrás de la barra a un chico de su misma edad, con la piel bronceada y una camiseta blanca que le marcaba la figura. Lo que más le llamó la atención de aquel extraño fue el intenso azul de sus ojos que contrastaba con el negro de sus cabellos. Cuando llegó frente a él, un hormigueo le recorrió el cuerpo desde los pies hasta los muslos. Empezó a respirar deprisa y el calor le subió al rostro.

Se sentó en una de las sillas de la barra y pidió una Martini. El chico la miró y se mordió el labio inferior. En ese momento se sintió como si estuviera desnuda. Trató de ocultar su incomodidad desviando la mirada y sonrió.

–Hola, soy Luciano. Mejor te voy a preparar mi especialidad –dijo el extraño mientras agitaba la copa que llevaba en la mano.

–Soy Alicia. Gracias.

Cuando Luciano terminó con la bebida le preguntó qué estaba haciendo en la isla. Alicia le contó que había ido a pasar unos días, porque hacía poco se había graduado en la Escuela de Artes y en unas semanas iniciaría una maestría en artes plásticas en París. Desde que empezó sus estudios, había soñado con conocer el lugar que llamaban la fuente de las ideas. Luciano le dijo que era un escritor nativo de la isla, y el mejor de la región preparando cocteles.

A medida que iba charlando con el extraño, se detenía en algunas partes de su cuerpo y pensaba que podía ser su alma gemela, la que estaba segura que había muerto. Nunca había sentido una conexión semejante con otras personas. A sus veinticuatro años solo había tenido un novio; todo un desastre. Pero ahora, el tono de voz de Luciano la hipnotizaba y con sus palabras aumentaba el calor de su rostro. Era como si se conocieran de toda la vida. Detuvo sus pensamientos y, antes de llegar a hablar, Luciano le dijo que tenía la tarde libre y que podría servirle de guía. Alicia apretó las manos para ocultar las ganas de gritarle que estaba encantada, y solo le dijo que sí.

Cuando se vieron a la salida, Alicia le entregó el mapa en el que había marcado los sitios que le gustaría conocer. Pero él ni lo miró y le dijo que la acompañaría a los mejores lugares, a los que no estaban señalados en los mapas. Alicia accedió y dejó que Luciano tomara las riendas del itinerario.

La llevó hasta el parqueadero de autos, y cuando le acercó un casco de motocicleta, se le cortó la respiración. Las motos le provocaban mucho miedo, pero no quería retractarse. Luciano le ayudó a ponérselo. Alicia se tomó unos segundos, respiró de forma pausada y se subió. Sintió un resquicio de tranquilidad cuando presionó las manos contra su cintura.

–¿Estás lista? –preguntó y encendió la moto.

–Sí –respondió Alicia mientras cerraba los ojos y lo abrazaba con fuerza.

Iniciaron el recorrido por la isla. A medida que avanzaban sentía cómo el viento le golpeaba la piel. Se bajó la visera del casco y abrió los ojos para admirar el paisaje. En la isla había muchas construcciones que conservaban la estructura de antiguas colonias de indígenas, que las habitaron hacía cientos de años. Se sentía extasiada viendo el paisaje y, aunque no quería que terminara el recorrido, deseaba ilustrarlo todo cuanto antes.

Pararon en varios lugares que pensó que sólo existían en las revistas de viajes. Las imágenes de castillos junto a corales y enredaderas con flores blancas le parecían una patraña publicitaria. En cada estación, Luciano hacía una breve reseña. Contaba historias de piratas, de tesoros perdidos, de viudas que se murieron en la orilla del mar esperando a sus amantes. Caminaron por cavernas, se mojaron los pies en piscinas naturales y compartieron el vacío que se siente cuando se está parado sobre un risco. Hablaron de la vida, de sus sueños y dijeron algunas verdades a medias.

La última estación era el molino de sal. Dejaron la motocicleta en la calle y caminaron hasta el mercadito de artesanías locales. Luciano le obsequió una manilla con la piedra característica de la región y ella atesoró el regalo entre sus manos.

Sentados en lo alto del molino, le pidió que se quedara esa noche en la isla. Podía tomar el ferry de la mañana y así tendrían unas horas más. Alicia buscó entre su lista de excusas la más adecuada para negarse a la invitación, pero no tenía ninguna; y quería quedarse. Sabía que podía retrasar su viaje unos cuantos días y conocer un poco más de la isla y a Luciano. Pero, después de meditarlo bien, la verdad la tomó por sorpresa. En algún momento tendría que partir y volver a la realidad. Para qué alargar lo inevitable. “Dejar que pasen más cosas, con la certeza de que no podremos estar juntos, sería una tontería”, pensó. Se lamentó por su mala suerte y rechazó la invitación. Debía ir cuanto antes a la estación de ferries.

Cuando llegaron al puerto, le devolvió el casco y le agradeció el recorrido. En un descuido, Luciano la sujetó, le acarició el rostro y la besó. El tiempo se detuvo mientras saboreaba la humedad de sus labios. Y, suspendida entre sus brazos, hizo a un lado los temores y dejó que sus manos le recorrieran el cuerpo. Se miraron durante unos segundos, quería grabar en su memoria cada parte de su rostro. Dio unos pasos hacia atrás, se apartó de sus brazos y subió al ferry. Sentada en una de las bancas de la parte superior se despidió de la posibilidad de tener una aventura con un extraño. Parado en el puerto, Luciano no dejó de mirarla.

El cabello se le revolvía con la brisa y Alicia solo podía concentrar su atención en el chico del bar que había agitado su mundo. Se pasó los dedos por los labios y saboreó el mejor beso que le habían dado.

Mónica Solano

Imagen de Unsplash

La noche de las hadas

En el horizonte se podía ver cómo el día se escondía entre las montañas. El césped se oscureció y las flores cerraron sus pétalos cuando la sombra de la noche se posó sobre ellas. La oscuridad duró solo unos segundos. De repente, el cielo se llenó de cocuyos que iluminaron el jardín.

Valeria daba saltos alrededor del árbol de las hadas. Hacia giros infinitos con sus brazos extendidos y sonreía sin parar. Corría de un lado para otro en busca de los capullos que traerían a las nuevas hadas. Su figura mediana destacaba por todo el jardín y la gracia de su danza hacía más cálida la noche. Estaba lista para recitar las palabras y rociar sobre los capullos el polvo mágico. Recostada sobre un árbol, su madre la miraba con una sonrisa serena y el corazón hinchado de amor. Su pequeña, de ojos castaños y pelo lacio hasta la cintura, le robaba el aliento.

–1, 2, 3, 4… –recitaba Valeria mientras movía sus dedos.

–¿Qué haces, hija? –preguntó Amatista mientras se acercaba a ella.

–Contar.

–Y, ¿qué estás contando?

–Cuantas hadas van a nacer esta noche.

–Y, ¿por qué las cuentas? –le preguntó su madre respingando la nariz.

–Por favor, mamá, sabes que puedo pedir un deseo por cada hada que nazca esta noche. Así que quiero saber cuántos deseos me van a conceder.

Amatista le acarició el cabello y la apretó entre sus brazos. El aullido de los lobos despertó a las aves que descansaban en las copas de los árboles y el revoloteo de sus alas agitó las hojas, que danzaron en el cielo. Una densa bruma flotaba sobre el jardín. Había llegado el momento.

Valeria cerró los ojos con fuerza y se mordió el labio inferior. Se sacudió el vestido y se arrodilló frente al árbol de los capullos. Amatista tarareo una canción que alertó a todos los seres mágicos del jardín. En un instante, estaban rodeadas de toda clase de criaturas.

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–Puedes empezar, hija –dijo Amatista, mientras le ponía la mano en el hombro para animarla.

Valeria miró a su madre y le regaló una sonrisa. Inhaló y exhaló el aire con fuerza y el corazón se agitó dentro de su pecho. Estaba emocionada y, al mismo tiempo, se sentía asustada. Era la primera vez que tenía a cargo la noche de las hadas. La bruma fue adquiriendo un tono violáceo y Valeria suspiró. Abrió sus brazos en posición de oración y pronunció las palabras.

–Una vida en esta tierra, una tierra para esta vida. Nacimos en la oscuridad, descansaremos en la luz. Universo, espacio, tiempo; vivimos para servir.

Valeria esparció el polvo mágico sobre los capullos y se fueron abriendo uno a uno ante los ojos de las criaturas. De cada brote floreció un hada y todas volaban en el jardín agitando sus alas multicolores. La noche se volvió día y el rocío de la mañana trajo consigo un nuevo amanecer.

Doce hadas abrieron sus ojos a la vida. Después de recorrer todos los rincones del jardín, se pararon enfrente de Valeria y, con una reverencia, se pusieron en fila para concederle sus deseos. Cuando la última de las hadas chasqueo sus dedos, Valeria sintió cómo unos labios tibios y húmedos se acercaban a su mejilla.

–Abre los ojos, dormilona, es hora de ir a estudiar –dijo Amatista mientras le daba un beso a Valeria.

–Mamá, acabas de arruinarme un sueño maravilloso.

–¿Estás segura de que fue un sueño?

Mónica Solano

Imagen. Alejandro Uribe 

 

 

 

El abismo

“Jamás me casaré, jamás tendré hijos, jamás viviré la vida de otros, jamás renunciaré a mis sueños. Jamás, jamás”. Sin embargo, aquí estoy, con tres hijos, casada desde hace veinte años y viviendo la vida de otros. Amargada y convertida en todo lo que juré no ser jamás. No es extraño que esté sentada tan cerca del abismo, viendo resplandecer las luces de la ciudad. Desde el mirador todo se ve diferente. Adoro el silencio y la tranquilidad de la soledad, poder estar a solas con mis pensamientos, alejada de la rutina. Tentada de lanzarme al vacío.

¿Cuánto demoraría en caer? ¿Dolería? ¿Moriría realmente si lo hiciera? ¿Qué pasaría con mi familia, con mis hijos? Los problemas de su adolescencia me consumen. No fui muy inteligente al tener uno detrás de otro. Lidiar con la pubertad, con los quehaceres de la casa, con la oficina y estar hermosa, y con las piernas abiertas todas las noches para recibir a mi marido. Es agotador. Debí estudiar y conocer mundo antes de jugar a la casita. Al imaginar que puedo sumar más cosas a la lista se me retuercen las entrañas y siento que no tendría que pensarlo más. Terminaré lanzándome de una vez.

¿En qué estaría pensando cuando guardé mi mochila? Cuando cambié mi sueño de viajar por el mundo por tener una familia y me eché encima la responsabilidad de hacerla funcionar para siempre. Cuando tienes una familia, todo va antes que tú. No hay espacio para sentirte triste, cansada, aburrida o melancólica, y siempre tienes que estar dispuesta para todo. Aún recuerdo con claridad las palabras del sacerdote el día de mi matrimonio: “hasta que la muerte los separe”. De solo recordarlo siento escalofríos. ¿Quién puede ser tan ingenuo para decir “sí”? Y para toda la vida. Por eso estoy aquí, obviamente. A las ocho de la noche, al borde de este abismo. Tratando esta vez de tomar la decisión correcta. ¿Qué pensaría mi marido si supiera que quiero acabar con mi vida? ¿Qué pensaría mi madre? ¿Qué pasará cuando no esté? Es la primera vez en mi vida que tomo esta decisión, aunque aún no sé si es tan en serio. Antes de salir arreglé la casa y dejé la comida en el horno. ¡Todo dispuesto como si fuera a regresar! Llamé a mi esposo y le dije que no me esperara temprano porque tenía un compromiso. No podía decirle que iba a lanzarme desde un mirador, que está matándome la rutina y la frustración que me produce el haber abandonado mis sueños por miedo a dejar la zona de confort. Ni siquiera puedo imaginarme su cara al conocer mis intenciones.

¿Por qué no podemos vivir y alejar la angustia del pasado?, ¿de lo que ya hicimos y no podemos cambiar? y ¿de lo que dejamos de hacer y ya no podremos? ¿Por qué no solo vivimos sin pensar demasiado? No sé para qué me mortifico con estas preguntas sin sentido. Vine hasta aquí por una razón: para cambiar mi vida, alivianar la carga y volver a ser la que alguna vez fui. Lanzarme a lo desconocido y mandar todo a la mierda. En el fondo sé que aún no es el momento, porque antes hay algo que debo hacer.

Me alejo del abismo y subo al auto para regresar a casa. El trayecto parece más largo, pero no tengo prisa. Al entrar por la puerta, veo a mi esposo sentado en el sillón de la sala, leyendo un libro. Todos se acercan a darme un beso y abrazarme. Empieza el bombardeo de tareas que quieren que realice. Sonrío, dejo mi bolso sobre el perchero y empiezo a ayudarles como siempre. Llega la hora de dormir y me quito el vestido. Meto mi cuerpo desnudo entre las sabanas, me acurruco al lado de mi esposo y hacemos el amor. Es una delicia sentirme como una puta que ha tenido la suerte de conseguir un buen cliente. Disfruto cada centímetro de ese cuerpo egoísta que solo quiere satisfacer sus necesidades. Esta última vez, sin prejuicios, cumpliendo mis deseos más perversos. Mi esposo me mira sorprendido. Siempre he sido tan recatada, tan puesta en mi lugar, que la mujer de esta noche le resulta una completa desconocida. Detrás de esa cara de sorpresa puedo ver en sus ojos que está satisfecho, muy satisfecho. Dejo que se duerma y me visto con cuidado para no despertarlo. Entro en la habitación de cada uno de mis hijos y los beso en la frente. Se me hace un nudo en la garganta que no me deja respirar. El sentimiento de una madre por sus hijos es algo que no se puede explicar con facilidad.

Ahora estoy lista. No podía irme sin despedirme, sin ver sus rostros por última vez. Sin sentir el aroma que emana de sus cuerpecitos y la calidez de su piel adolescente. Aunque me enloquecen, la mayor parte del tiempo los adoro más que a nada en el mundo, pero nunca estuve preparada para ser madre, ni una fiel y abnegada esposa. No era mi destino, no era lo que quería hacer con mi vida. Tomo la libreta de notas que está pegada en la nevera y escribo unas líneas. Dejo la nota sobre la mesa para que la vean al despertar. Sé que un pedazo de papel no compensará mi ausencia, ni justificará mi decisión, pero ya han sido veinte años de vivir sus vidas y veinte años de vivir la vida de mis padres. Ahora es tiempo de vivir la mía. Tomo las llaves del auto y atravieso la puerta sin ningún remordimiento. Esta vez para no regresar.

Mónica Solano

Imagen de Jonny Lindner

Ciudad Leones

Ariana caminaba por el desierto. Cabizbaja, arrastraba sus pies descalzos y con cada paso dejaba una delgada línea sobre la arena. Los harapos que envolvían su cuerpo no eran suficientes para protegerla del viento cargado de polvo que le desgarraba la piel. Hacía algunas horas que se había escapado de casa. Llevaba meses planeando la fuga y, de nuevo, había llegado el momento de arriesgarse a partir.

Al cumplir los diez años, sus padres la vendieron a una familia de Ciudad Leones. Los Salek consiguieron a su nueva criada a cambio de una de sus vacas. Desde entonces, deseaba con todas sus fuerzas que la insufrible rutina de lavar pisos, fregar trastos y recibir azotes pasara a formar parte de su pasado. Kande, la criada de sus vecinos, le había hablado de un lugar en el que se podía jugar todo el tiempo, porque estaba prohibido que los niños trabajaran. Ariana se propuso abandonar Ciudad Leones para conocer ese paraíso en el que los niños tenían infancia.

Después de tres intentos fallidos, había logrado rebasar las murallas de la ciudad. La última vez fue atrapada por una patrulla de la policía cuando apenas llevaba medio kilómetro avanzado. La castigaron con un encierro de casi una semana, en el sótano de la casa, sin comida y sin agua. Pero esta vez había logrado llegar más lejos, estaba segura de que ya no la atraparían.

El horizonte se desvanecía y en cada parpadeo sentía que se le iba la vida. Tomó un sorbo de agua para calmar la sed y, en un instante de torpeza, sus manos temblorosas dejaron caer la vasija. El agua se derramó sobre la arena. Su provisión más valiosa se evaporó ante sus ojos. Por la última señal que había visto en el camino, sabía que le faltaban pocos kilómetros para llegar a la meta. Pero el sol se alzaba imponente en el cielo y le arrebataba la poca cordura que le quedaba. No lograría atravesar la frontera.

Su cuerpo se fue haciendo cada vez más pesado, hasta que sus pies se quedaron anclados. Se desplomó sobre la arena y cerró los ojos, exhausta. Reunió las últimas fuerzas que tenía, se puso de rodillas casi sin aliento, jaló con fuerza sus andrajos y gritó. Observó una gigantesca sombra que venía a posarse sobre su cabeza. Al ver una figura que se elevaba ante ella, tan grande como una montaña, dio un salto y cayó de espaldas. Cuando logró enfocarla, distinguió una melena de fuego y unos ojos color carmesí que la miraban como si sus pupilas contuvieran todo el odio del mundo. En el rostro de la criatura se formaba una delgada línea de la que salían unos feroces colmillos. A Ariana se le secó la boca y sus ojos se clavaron inmóviles en la aparición. En un instante de lucidez, quiso salir corriendo. ¿Se alejaría lo suficiente? Quizá sería mejor enfrentarse al adversario, pero, ¿podría ganarle?

Revestida por una inesperada valentía, se puso de pie, decidida a desafiar a aquel demonio. Las fauces del enemigo se abrieron y dejaron ver el fuego en su interior. Los destellos de su melena ardiente, agitada por el viento, la retaban a una batalla. Aunque Ariana sentía un vacío en la boca del estómago y las rodillas le temblaban, el monstruo que se había cruzado en su camino no la hizo retroceder. En ese instante sintió que había escogido la ruta de la muerte cuando decidió fugarse. Un escalofrió la llenó de satisfacción, al pensar que su último aliento se lo arrebataría un digno adversario, y no los azotes de su amo.

Sacó de su bolsillo una navaja y amenazó al león en llamas. Era momento de iniciar la batalla. El animal se lanzó enfurecido y Ariana empezó a repartir golpes descontrolados para herirlo, pero cada corte de la navaja se desvanecía en una piel de fuego. Todos sus intentos eran inútiles y las garras del león estaban destrozándola, faltaba poco para que su alma enferma dejara de existir en aquel desierto.

Por delante de sus ojos, como recuerdos ajenos, pasaron las imágenes de sus últimos días. Todavía le dolía la piel por la paliza que había recibido la semana anterior. Las manos empezaron a sudarle. Sintió cómo se le cerraba la garganta y el aire entraba con dificultad en sus pulmones. Perdía la batalla, pero nada la haría retroceder. Si estaba destinada a morir ese día, lo haría luchando hasta el último minuto. Empuñó la navaja y miró fijamente a la bestia. Se llenó de valor y su cuerpo creció hasta llegar al tamaño de su atacante. Los intentos desesperados empezaron a surtir efecto y Ariana dejó al demonio sobre la arena, con una herida mortal en el pecho. El león en llamas se desvaneció en un fino polvo que el viento arrastró en una brisa.

Los ojos de Ariana se abrieron de golpe. Lo primero que divisó fue un buitre que le velaba el sueño. El viento soplaba inclemente. La mitad de su cuerpo estaba sepultado en la arena y el sol había lacerado su rostro, pero a su alrededor no había ninguna señal de la batalla. Dejando a un lado el dolor, se puso de pie con precaución y siguió adelante.

Después de caminar por unas horas más, el aire le volvió al pecho, como una bocanada de salvación, al leer un letrero a pocos metros que decía “Gracias por su visita a Ciudad Leones. Feliz viaje”. Había logrado abandonar su viejo hogar, el fin de su travesía estaba a unos pasos. Jamás regresaría.

Mónica Solano

Ilustración. www.instagram.com/spacomacaco