Laura miró su pendiente, el tesoro que arañó de la herencia de su madre cuando aun yacía en la cama. Alguien había dejado abierto el joyero junto al cadáver y rebuscó dentro hasta encontrar las dos piedras verdes en forma de lágrima. Había querido asegurarse de que no todo fuera a caer en las manos equivocadas con el reparto que haría su padre entre las hermanas. Desde entonces, esos pendientes eran su fetiche y los llevaba siempre que deseaba tener suerte.
Ajustó el cierre antes de ponerse el pijama y esconder las prendas que había usado para seguir a su marido aquella tarde. Miró el reloj, uno de los premios de consolación que le había dado su padre por aceptar que su hermana Helena, la favorita, se llevara el collar de esmeraldas, y se sentó en el sofá a esperar. Víctor estaba a punto de llegar.
Repasó el abanico de opciones que se abría ante ella. Cada posible final la dejaría satisfecha: pasara lo que pasara, él tendría que arrodillarse y suplicar perdón. En su mente lo había ensayado todo aquel día en que, harta de que el móvil de su marido vibrara sin parar sobre la mesita de noche, se había levantado sigilosa para averiguar quién tenía la desfachatez de molestarlo a altas horas de la madrugada. Acabó sentada en el suelo de mármol, desnuda y con el teléfono entre las manos, sin poder desviar la vista de la pantalla mientras trazaba todo el plan que iba a culminar en ese momento.
El tintineo de las llaves anunció la llegada de Víctor. Laura se puso en pie para recibirlo en el rellano, como hacía desde que se casaron. Él la besó distraídamente en los labios, dejó su gabardina en el armario y volvió al salón. Ella lo seguía de cerca.
—¿Qué tal el día? —le preguntó a su marido.
Víctor se había sentado en el sofá y leía el periódico en el iPad.
—Bien, como siempre, ya sabes.
—Pero anteayer me dijiste que esta tarde te reunirías en la oficina con los italianos.
—¿Los italianos? —Víctor la miró desorientado y volvió a concentrarse en la pantalla—. Ah, sí, tienes razón. Ha ido muy bien, les ha encantado.
—Pues he llamado a tu oficina y me han dicho que no estabas. Le he preguntado a Adrián si se había cancelado y él no sabía de qué le hablaba. Qué raro, ¿no?
Laura dejó la pregunta en el aire, saboreando el momento igual que un león se relame los labios ante una gacela exhausta. Acorralarlo de aquella manera era un premio a su astucia, un preámbulo satisfactorio antes del final.
—Ya conoces a Adrián —contestó él entre dientes—. Suele tener la cabeza en las nubes. Habrá pensado que había salido porque me he reunido en la sala de juntas del ático.
—Ah, claro —contestó Laura como si hubiera zanjado el tema.
Se levantó para coger su móvil a la vez que la tensión en los hombros de Víctor desaparecía.
Volvió a sentarse delante de él con la espalda muy erguida y con dedos hábiles adjuntó una foto al mensaje que aparecería en el iPad. Era una imagen de Víctor abrazando a Helena, su hermana, con una bolsa en la mano. Estaban saliendo de su joyería favorita, esa a la que Laura arrastraba a Víctor al escaparate cuando pasaban ante ella.
Tal como había planeado, la cara de su marido se convirtió en un abanico de emociones. Primero sorpresa, al ver que el mensaje provenía de Laura. Después expectación, pues ella solía enviarle fotos sugerentes cuando estaba en casa. Por último pánico, cuando la imagen conquistó toda la pantalla.
—Quizá, si cambias italianos por mi hermana Helena y sala de juntas por joyería, podría empezar a creerte —repuso Laura con una sonrisa triunfal.
Era una invitación a que se arrodillara y empezara a pagar su traición.
Víctor se puso en pie, dejó a su lado el iPad, y miró a su mujer antes de dirigirse al armario. De entre los pliegues de su gabardina sacó la bolsa que Helena llevaba en la fotografía, y se la tendió.
Laura abrió con dedos temblorosos la caja cuadrada y plana que había dentro y liberó el fulgor del collar de esmeraldas que contenía. Hacía juego con sus pendientes. Admiró su belleza durante varios segundos hasta que reparó en el sobrecito blanco con un ribete dorado que acompañaba a la joya. En su interior, una tarjeta con la caligrafía de su marido le deseaba un feliz cumpleaños. Era el próximo sábado y, por una vez, Laura se había olvidado.
—Víctor, es maravilloso. Yo…
Dejó la frase en el aire. Estaba tan concentrada en su regalo que no se había dado cuenta de que su marido había salido de la habitación. Lo buscó por la casa, collar en mano, sin éxito. Al llegar al salón, descubrió el mensaje de Víctor en el móvil.
Carla Campos
Imagen de Stux en Pixabay
Relatazoooo!
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Qué buen relato, amiga. La reflexión que nos deja es increíble. Amo tu imaginario 🙂
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¡Madre mía! Siempre es bueno recordar que muchas veces las cosas no son lo que parecen… ¡y recordarlo con historias tan magníficas es un verdadero placer! Precioso y brillante. Como la esmeralda…
Un abrazo.
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