6.00 de la madrugada
El vagón de cola se pierde de vista cuando el tren sale de la curva a toda velocidad. El maquinista, si es que aún hay maquinista y no un piloto automático, ni siquiera se habrá enterado de que los cascos de su caballo de hierro han hecho añicos una botella de Chivas de veinte años y mis planes.
Salgo de detrás de los arbustos y me acerco a la vía. Me agacho. A la luz legañosa de un amanecer que empieza a bostezar, veo que en una enorme hoja con color de otoño se ha formado un charco de whisky, y no sé ni cómo. Acerco la mano a esa tentación dorada para hacer un brindis burlón y me detengo un segundo antes de tocarla. Una hormiga patalea en el centro, en lo que para ella debe ser una bañera gigante. Me planteo sacarla de ahí, pero al final decido no hacerlo. Dejaré que muera feliz, borracha como una cuba. Si alguien va a palmarla hoy por culpa del alcohol, mejor que sea ella. Aunque hace unas horas yo no pensaba así.
El reflejo de mi ojo izquierdo me mira desde uno de los trozos más grandes de vidrio. Me incomoda su mirada y muevo un poco la cabeza con un resultado aún peor. Ahora es la mitad de mi boca la que me habla de pronto desde el cristal:
–Menudo cambio de planes, tío. Lo del tren con el Chivas no ha sido nada comparado con el revoleo que te acaba de dar la vida. Hay que joderse. O no. Porque no creo que se pueda estar más chingado de lo que ya estás.
Giro el cuello y la boca de vidrio vuelve a ser un simple trozo de botella rota. Al lado de la hoja seca hay otro cristal. Lo cojo y le doy vueltas entre mis dedos. Un rayo de sol rebota en su superficie y durante un segundo me provoca un deslumbramiento extraño. Me pregunto cómo es posible que esté viendo tantas imágenes de mi vida de hace unos meses en una cosa tan pequeña. Cuando asoma el rostro de Lupe, vuelvo a revivir el día del parto. La memoria me trae en susurros mi propia voz y la escucho como si fuera un extraño:
–Lupe, flaca, achucha un poco más.
Veo mi propia imagen en el cristal, al lado de la de Lupe, y todo vuelve a suceder en este instante. Ella tiene la cara bañada en sudor mientras puja soltando una ristra de tacos encadenados. La matrona, al escucharla, la mira y arruga tanto el entrecejo que parece que tiene dos frentes. Abre la boca y creo que va a cagarse en sus muertos, pero lo único que le dice es que empuje un poco más, que ya asoma la cabeza del crío. De ese crío sin picha que resulta ser una cría. Una enana con el dedo meñique torcido, igual que su madre.
–Ya podías haber ido al médico por lo menos una vez, loca –le digo. Estoy sudando igual que ella.
–¡Puaj! –Levanta un poco la cabeza, mira primero a la cría, luego a mí y sonríe–. ¿Y ya “pa” qué?
–Pues que hubiéramos sabido que viene sin algo. –Me pone cara de pasmo y se lo explico enseguida–. Que es un chochete, flaca. Pero tú erre que erre con que no te hacía ninguna falta.
Me río. La matrona levanta las cejas y vuelve a tener solo una frente. Sonríe también y me doy cuenta de que es joven y está hasta buenorra. Sigo hablando para darme pisto.
–Los colegas se van a mear cada vez que se acuerden del cachondeo que nos traíamos con el picha floja que llevabas en el bombo.
¡Cómo me lastima volver a ver esa película del pasado en este trozo cristal! Duele mucho. Y para huir del dolor vuelvo a mirar a la hormiga. Me parece que nada más despacio. Contemplo otra vez el trozo de vidrio. El borde tiene pinta de cortar como un diamante. Me lo acerco a la piel de la muñeca, pero no aprieto. Si lo hago y me desangro aquí mismo, seguro que no tardan mucho en encontrarme. Habrá trenes que no vayan a toda pastilla y además algún encargado tendrá que repasar las vías de vez en cuando, digo yo. Pero, si no aviso a alguien, pueden pasar meses antes de que encuentren a Lupe. Todavía no entiendo cómo he podido ver su mano asomando entre la hojarasca, con ese meñique suyo doblado y la uña tan mordida que seguro que la de la cría es ahora del mismo tamaño. Pensar en ella hace que vea un poco borroso. Pero solo un poco, porque puedo distinguir la cara de Lupe en varios vidrios, como el día que nos colamos en los espejos de la feria y parecía que éramos un batallón. Tiene los labios apretados, pero no le aguanto la mirada. Ojalá me hablara, aunque fuera para mandarme a la mierda. Pero como eso es imposible le hablo yo.
–Joder, Lupe, tía, no sé cómo has podido hacerme esto. Yo pensando que estabas en la puta clínica desenganchándote y tú aquí, sirviendo de merienda a los gusanos. Soy un gilipollas. Mira que tragarme el cuento que me ha colado tu madre…
Tiro el cristal muy lejos y rebota contra una vía. ¡Qué cabrona es la vieja! Menudo rollo se ha inventado para quedarse con la cría. Me la ha metido doblada. Últimamente he estado tan fumado que no sé ni cuánto tiempo hace que aporreé la puerta de la madre de Lupe. Y lo que más me jode es no acordarme de si le pedí o no ver a la cría. Tengo claro que no me la hubiera enseñado, no soy tan gilipollas, pero jode mucho saber que igual ni se me ocurrió intentarlo por si colaba.
Pensar en la enana me duele todavía más que acordarme del día del parto. ¡Vaya días, cuando nos estrenamos como padres! Por primera vez en mi vida no me hizo falta meterme nada para estar flotando. Pero esta vida es una mierda y nos duró poco la alegría. La vieja nos puso delante la zanahoria y picamos como dos idiotas. “Podéis venir a bañar aquí a mi nieta”, dijo. ¡Cabrona! “Mi nieta”. No “vuestra hija”. Eso debería de habernos dado la pista, pero estábamos tan enchochados con la enana que ni lo vimos venir. Y mira que les costó trabajo quitárnosla de las manos, pero la vieja, la trabajadora social y el puto mundo nos tumbaron por KO.
Ahora soy yo el que mira un cristal detrás de otro intentando encontrar en ellos la cara de mi niña. Sí. Porque, aunque diga “la cría”, se ha convertido en mi niña en un momento que no puedo identificar, pero da lo mismo. Empiezo a llorar y se me caen los mocos. No puedo ver su cara en los cristales porque no sé qué cara tendrá ahora mismo. ¡Le hemos jodido bien la vida desde el principio, su madre y yo! Yo por dejar que me la quitaran, como si fuera un escupitajo que se deja atrás nada más soltarlo. Y Lupe… Lupe por morirse aquí, sola como un perro. Igual su vieja ni siquiera intentó meterla en un centro, o lo mismo es verdad que la metió y luego mi flaca se fugó, o yo qué sé. No puedo ordenar los hechos en mi cabeza. Pienso que la puta nieve me ha dejado el cerebro en blanco, y me río yo solo del chiste malo que he hecho. Total: no hay nadie más que pueda reírse conmigo, porque los muertos no tienen sentido del humor.
Sé que dentro de poco pasará otro tren. Cuando salí del supermercado después de mangar el Chivas sin que me pillaran, la idea era venir aquí a ponerme ciego de whisky y a cagarme en los muertos de Lupe, de la madre de Lupe, y de toda su parentela y la mía, y tirarme a la vía si conseguía emborracharme antes de que llegara el tren. También fue mala suerte que me entraran ganas de mear un momento antes de que apareciera, y que no me diera cuenta de que había soltado la botella tan cerca de las vías.
Y lo peor ha sido que por poco no me meo encima de Lupe. Vi el meñique en el último momento, con el tiempo justo de echarme la polla a un lado antes de caerme de culo.
Ahora veo en cada cristal una cosa diferente. El robo. El paseo hasta las vías. El tren. La meada. El cuerpo de Lupe. La botella saltando por los aires. La hormiga.
A lo lejos escucho un silbido. El otro tren debe estar al caer.
Puedo dar dos o tres pasos a la derecha y tumbarme en la vía justo a la salida de la curva.
O puedo echar a andar hacia la izquierda.
Me limpio los mocos con la manga de la sudadera. Con el dedo, saco a la hormiga borracha. Todavía está viva, la hijaputa. La dejo en el suelo. Cojo la hoja y le doy la vuelta hasta que el whisky empapa la tierra y desaparece.
El silbido del tren ya lo conozco de sobra. Pero no sé cómo suena el llanto de mi niña. Ni su risa. Y quiero saberlo. Necesito saberlo.
Me levanto y miro hacia la izquierda. Pienso que tengo un largo camino por delante. Respiro hondo y doy el primer paso.

Imagen: Pixabay
Adela Castañón
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Esa intriga que consigues transmitir desde el primer párrafo hace que no pueda dejar de leer el relato hasta el final. Historia contada en primera persona, estremecedora… Gracias
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