Diana y yo éramos amigos desde que nacimos. Nuestros padres veraneaban en el mismo pueblo y en verano nos gustaba echar carreras en la playa. Diana tenía algo en la pierna izquierda y, a pesar de eso, solía ganarme casi siempre. A mí no me importaba, aunque fuera una chica, porque era un poco mayor que yo. Además, teníamos una norma: el primero que se encontrara algo en la arena tenía que inventarse una historia y las suyas eran mucho mejores que las mías. Durante muchos años seguimos con el mismo juego, sin cansarnos nunca. Pero cuando pasó lo de la estrella todo cambió y el mundo se volvió un lugar diferente.
Ese día hacía mucho viento y el ruido del mar se oía desde nuestras casas. Nos habíamos escapado como los ladrones, casi de puntillas por miedo a que nuestros padres no nos dejaran salir por el mal tiempo. Al llegar a la playa, Diana me sacó ventaja, como siempre. De pronto frenó en seco. Tanto que cayó de rodillas en la arena, creo que sobre la pierna mala, porque se quedó muy quieta. Cuando llegué me daba la espalda y sujetaba algo en las manos.
–¿Qué has encontrado, Diana?
No me contestó y me puse delante de ella. Tenía la boca y los ojos muy abiertos, como si no le entrara aire en el pecho a pesar del vendaval. Levantó las manos con las palmas hacia arriba y entonces la vi.
–¡Anda! ¡Una estrella de mar! –Hice ademán de cogerla. Diana retiró las manos de golpe.
–¡No!
Me quedé quieto al escuchar el grito de Diana. Y me mosqueé.
–¿Qué pasa? ¿Por qué no puedo cogerla?
–Mira. –Diana volvió a acercar sus manos a mi cara muy despacio. Sus ojos grises se clavaron en los míos. Después de las historias, los ojos eran lo que más me gustaba de Diana.
–¡Ostras! ¡Se mueve!
–Está viva. –Mi amiga seguía de rodillas. Al lado de la rodilla izquierda vi una piedra con sangre. Diana siguió hablando para sí misma y dejó de mirarme–. Pobrecita. Seguro que eres una princesa errante en busca de tu príncipe. Y algún mago malvado o una bruja celosa habrá invocado al vendaval para que te arrastre hasta aquí.
–¡Guau! Esa historia sí que es buena ¿Y qué más?
–¡No te enteras!
–¿Qué?
Decididamente Diana estaba rara. No le gustaba dejar una historia a medias y tampoco me había contestado así antes. Suspiró, siguió con los ojos fijos en la estrella y luego me miró con cara de persona mayor. Era una cara que no le había visto nunca hasta ese verano. Aunque era la misma Diana de siempre, le había dado por leer novelitas tontas y aburridas y, a veces, cuando iba a recogerla, la encontraba con la vista fija en un libro y con la misma expresión que ahora. Pensé que no me había escuchado y, cuando iba a preguntarle otra vez, me contestó:
–Tenemos que hacer algo, Ignacio. Está viva. Pero viva de verdad. ¡Necesita ayuda!
–¿Y qué hacemos? ¿Nos la llevamos?
–No, bobo –contestó. Torció la cabeza y sonrió–. Vamos a devolverla.
–¿Devolverla? ¿Adónde?
–A su casa.
Diana se puso de pie. La rodilla le sangraba y sostenía la estrella con las dos manos. Echó a andar hacia la orilla. Yo la seguí, pero me paré cuando una ola enorme casi me moja las deportivas.
–¡Déjala ahí!
Diana volvió la cara para hablarme, pero casi no la oía por el ruido de las olas y del viento.
–No es bastante. Volvería a quedarse encallada en la arena.
Le dije que no avanzara más, pero no me hizo caso. Dio algunos pasos, y de pronto vi que estaba casi en el rompeolas.
–¡Diana! ¡Dianaaaa! –grité con todas mis fuerzas–, ¡vuelve! ¡Te juro que como me dejes solo no te vuelvo a hablar en la vida!
–¡Espera un momento! –me contestó.
Avancé hasta que el agua me llegó a las rodillas. Estaba tan asustado que ni siquiera me acordé de descalzarme. Entre los muslos noté que me corría algo caliente aunque el agua estaba helada. Veía que Diana se acercaba y se alejaba a la velocidad de un tiovivo. Una ola casi me la echó encima. Intenté cogerle la mano, pero otra ola se la llevó antes de que pudiera agarrarla. Diana se zambulló entonces y desapareció entre las olas. Era buena nadadora y pensé que volvería en seguida, pero no lo hizo.
Esperé en la orilla con sal en el cuerpo y sal en mi cara. Esperé con frío en la piel y con hielo dentro de mi cuerpo. Esperé hasta que llegaron mis padres y los de Diana, y más gente del pueblo. Seguí esperando en mi casa, abrazado a mi madre embarazada y notando en mi cara las patadas del bebé. Tenía la tripa tan grande que no logré juntar mis manos en su espalda.
Aunque hice lo que Diana me había pedido, mi espera no sirvió de nada y convertí mi enfado en silencio. Me llevaron al pediatra. Y a más médicos. No sé para qué, porque no se daban cuenta de que lo único que me pasaba era que Diana no estaba. Y todos hacían lo que yo quería sin necesidad de que hablara. Papá, por ejemplo, empezó a venir conmigo a dar paseos por la playa, aunque siempre me llevaba de la mano y no corríamos. Caminábamos, pero lejos de la orilla.
Durante uno de los paseos encontramos una estrella. Y todo volvió a cambiar. Me solté de la mano y di una carrera pequeña para cogerla, pero estaba vacía. Yo sabía que las estrellas tienen el esqueleto por fuera, y esta era solo un esqueleto. Y cuando iba a tirarla sonó el móvil de papá. Habló un poco y de pronto me agarró de la mano y echamos a correr hacia casa. Me sorprendí tanto que ni siquiera me di cuenta de que me había llevado la estrella conmigo.
Llegamos a casa, subimos al coche y fuimos al hospital. Mamá estaba en una cama, y en brazos tenía al bebé. Sonreía.
–Mira, Ignacio. Es una niña. Y es preciosa. Hijo… –Mamá no dejó de sonreír, pero por su cara empezaron a rodar un montón de lágrimas–. ¿No quieres decirle nada a tu hermanita? ¿Ni a mí? Cariño… te echo de menos.
El bebé dio unos grititos. Me acerqué por curiosidad, y entonces abrió los ojos. Eran grises. Enormes. Hermosos. Miré a mamá. Perdoné a Diana. Sonreí también.
–Quiero que se llame Estrella.
Adela Castañón
Imágenes: Pixabay, Unsplash
Adela, ¡qué belleza de relato! ¡Cómo me maravillan tus cuentos maravillosos! Sigue deleitándonos. Un abrazo, amiga.
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¡Gracias, Carmen! Sabes que el deleite es mutuo y, por supuesto, que continuará en los dos sentidos, de ti para mí y al revés. Un abrazo, amiga.
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Gracias por escribir el cuento que yo no pude.
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Gracias a ti, Marisol, por escribir cosas que yo no puedo. Me encanta que las dos sigamos teniendo intacta la capacidad de seguir sorprendiéndonos la una a la otra. Un beso. 🙂
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