Te veo al dar la curva, antes, incluso, de bajar del coche.
Me vuelvo a preguntar, una vez más,
cómo es posible ese milagro diario.
Esa gama de azules, y de grises,
y de verde coral, y verde lima,
y ese blanco tan blanco de la espuma
que viste tus orillas
con el encaje de los más finos trajes
de alguna emperatriz de las antiguas.
Y mis ojos se gozan, un día más,
en tu eterna paleta de colores.
Y conforme me acerco, empiezo a oírte.
Ese rumor del agua, con las olas que corren sin respiro
para ser las primeras en llegar a la orilla
y contarle a la arena las historias de amor que,
a lomos de sus crestas,
viajan desde los mares más profundos
en busca de las nubes.
Historias que quieren llegar al cielo
cabalgando en las olas.
Y llegan a la orilla para besar el suelo,
y esperar a las aves, que, en su vuelo,
las eleven, por fin, a las alturas.
Cierro los ojos. Me tapo los oídos.
Y respiro, llenando mis pulmones
con ese olor a sal y algas marinas.
Que nada me distraiga.
Ni el azul que llega hasta el horizonte,
ni el canto de sirena de las olas.
Mi playa es ahora aroma.
Y no quiero perder
ni siquiera una gota de esa esencia.
Porque en mi playa, el aire es diferente
y quiero que se cuele por mis venas
llenándome de vida.
Y retraso el momento de meterme en el agua.
El placer de la espera es casi tan inmenso
como el momento en que, por fin,
me adentro entre las olas.
Sumerjo la cabeza.
Y, cuando salgo, siento el sabor de la sal en mis labios.
Y los lamo, y la sal sabe a besos.
Y me hundo una y mil veces en el agua
solo por el placer de volver a mojarme,
y que el agua del mar
deje en mi cuerpo ese sabor intenso,
por si luego otros labios
quieren calmar su sed bebiendo de mi piel
o besando mi pelo.
Y, cuando salgo, me siento en la orilla.
Cojo un poco de arena
y dejo que se escurra, poco a poco,
igual que una caricia entre mis dedos.
Recojo las rodillas porque quiero
sentir como la arena, grano a grano,
va, igual que los chiquillos,
por ese tobogán que va de mi rodilla a mi tobillo.
Y mi piel se estremece,
pues no hay otra caricia que tenga esa dulzura.
Lágrimas de calor
que acarician mi piel, todavía húmeda.
Las acuarelas que son el mar y el cielo,
la música que arrulla las orillas,
el olor de las algas, el sabor de la sal,
el calor de la arena,
la caricia del sol,
la sombra de las nubes,
son un regalo para los sentidos.
Que todo eso es verdad, solo lo sabe
aquél que lo ha vivido.
Adela Castañón
Imagen: David Mark en Pixabay
Adela, me he puesto cachondo (de leerte, claro).
Pura sencilla sensualidad pura.
Gracias.
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Gracias, Miguel. La verdad es que de los cinco sentidos que tenemos creo que, a veces, no aprovechamos ni dos y medio, jeje…
Gracias a ti por leerme y comentar. ¡Abrazos!
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Adela! nos tienes que enviar un audio leyendo tu poema y escuchándolo con los ojos cerrados sentiremos la mar cerca. Un regalazo,como siempre. GRACIAS maja..maga.. mocadista. Un abrazo. Yolanda
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¡Ay, Yolanda, pero qué linda eres! No sé yo lo del audio, con mi acento «andalú»…¡jajaaa! Seguro que con la mente y con el alma le ponéis la voz más bonita del mundo. Mil gracias y mil abrazos.
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Cada uno de tus poemas es una experiencia vital sorprendente. Un abrazo.
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