De mis horas canónicas

Un mes antes de profesar los votos me escapé del noviciado. Una cosa era ser alumna interna en un colegio de monjas y otra convertirte, de la noche a la mañana, en aspirante a religiosa o probante, que así nos llamaban por las pruebas que teníamos que superar antes de convertirnos en esposas de Jesucristo.

Cuando volví a mi casa, bien entrada la noche, me fui directa a la cama. Esperaba dormir con sosiego, pero aún me pesaba la costumbre reciente, y me fui despertando al ritmo de las horas canónicas. Bueno, no sé si me despertaba, si estaba en una agitada duermevela o en una sucesión de pesadillas.

Maitines

Entre las dos y las tres de la mañana llegó a mi celda el sonido de las tabletas de la madre de novicias. Me di la vuelta hasta que noté un pellizco retorcido en la mejilla.

—¡Ay!

—Pecadora. El demonio te tienta con la pereza.

Entonces me vino a la cabeza el cartelón de la escuela con un diablo  pintarrajeado con colores de carmín. Y me dio la risa floja.

—Todos los días igual. Hoy tendrás que confesarte. —Se sujetó la toca con unos alfileres. Y se santiguó—. Jesús, José y María, perdonadla.

Era la hora del canto de los gallos, justo al quebrar albores. Desde pequeña, cuando los oía cantar en el corral, pensaba en los brazos enredados de los amantes y en sus vigilias de besos apasionados. Y de mi pecho salía el canto de las mujeres enamoradas.

Al alba venid buen amigo. No traigáis compañía.

Laudes

Tres horas de insomnio desesperado, de añoranza por los besos perdidos.

Gerineldo, Gerineldo, mi caballero pulido, quién te tuviera esta noche, tres horas a mi servicio.

-Despiértate, Gerineldo, despierta si estás dormido, que la espada de mi padre de nuestro yerro es testigo.

Me levanté a oscuras. Descalza y sin hacer ruido, me aseguré de que todos dormían. Era el momento de salir sin que nadie se enterara.

Cada vez que me confesaba sobre eso de honrarás a tu padre y a tu madre, me subían los latidos del corazón hasta las sienes.

No podía ser bueno el Dios de barba blanca si, a través de mi padre, me mandaba aceptar el matrimonio con un viudo que ya tenía hijos casaderos.

Tercia

Sobre las nueve, me despertó el coscorrón de un puño cerrado. Tenía la cabeza apoyada en la mesa del escritorio y, con la manga del hábito, había desparramado el tintero sobre el manuscrito que estaba copiando. La madre de novicias pudo leer los primeros versos:

En una noche oscura, con ansias en amores inflamada, ¡oh dichosa ventura!, salí sin ser notada, estando ya mi casa sosegada.

—Me has desobedecido. Yo te había dicho que no leyeras a San Juan de la Cruz. La noche oscura del alma no es una lectura apropiada para una probante. Sabías que estaba en tu índice de libros prohibidos. Ese que tú copiaste de tu puño y letra.

Cogió el papel emborronado y desapareció. Al momento volvió con un cilicio en la mano.

—Este te lo pondrás en el muslo, bien apretado, hasta que brote sangre roja, como la de las llagas del Señor.

Sexta

Al acabar de rezar el Ángelus, en la puerta del refectorio me esperaba la hermana portera.

—Su confesor le ha dejado esta nota en el torno.

La leí con sobresalto. Tenía que esperarlo en la celda de la enfermería después de las Vísperas.

Nona

Eran cerca de las tres y mi muslo seguía sangrando y la madre de novicias se había llevado la llave con que se abría su candado. Fui a la cocina. Con un cuchillo logré descerrajar aquella cadena de pinchos y enrollarme las heridas con un trapo.

Entre unas cosas y otras, llegué tarde a la iglesia para la hora Nona. En esa hora rezábamos unas oraciones que llamábamos la Coronilla de la Misericordia. Nos aseguraban que si no nos despistábamos pensando en otra cosa iríamos al cielo. Y que eso era cierto, que el mismo Jesucristo se las había dictado a santa Faustina en una aparición. Poníamos mucho empeño, pero era una repetición tan monótona que nos entraba un sopor del que nos sacaba la madre de novicias con los golpes de su bastón de mando contra el suelo de la capilla.

Como me vio entrar con retraso, se arrodilló a mi lado y, en un gesto disimulado, me toco el muslo. Me sobresalté tanto que casi no pude escuchar qué dijo en voz alta.

—Tengamos misericordia con esta pobre pecadora. Tiene la carne débil y el maligno que lo ha notado se le ha metido en el cuerpo..

Vísperas

Venid en su ayuda, oh Santos de Dios; salid a su encuentro, Ángeles del Señor.

Cuando la madre de novicias entonó la salmodia reponsorial, comprendí que me daba por muerta, que yo era una de las vírgenes necias a las que se le apagaría la lámpara por falta de aceite.

A la salida de la capilla, mientras yo iba camino de la enfermería, las vírgenes prudentes recorrían los pasillos del noviciado entonando el Magnificat, o las alabanzas de la Virgen, cuando se sintió elegida para ser la madre del Salvador. Yo no les tenía envidia. Mi corazón ya estaba ocupado.

El confesor me esperaba junto a la camilla y con hábito de monje. Llevaba una capucha tan grande que apenas podía verle la cara.

—Satanás ya nos ha enviado suficientes señales. Sabemos que ha encontrado un escondite en tu cuerpo. Y yo voy a intentar sacártelo antes de acudir a altos tribunales.

Sentí asco, cuando se inclinó a succionar mis pechos,

—Nada, no puedo hacer nada. Te tiene mucha querencia y no quiere salir. —Entonces vi sus ojos achicados por los que se le escapaba la lujuria—.Tendremos que insistir en otras partes y apurarlo con más cilicios.

Completas.

Yo no tenía que dar gracias a Dios, ni entonar el Yo pecador.

Había entrado en el noviciado contra la voluntad de mi padre, que me había prometido en matrimonio con un rico labrador.

El noviciado y mi casa me resultaron dos mundos llenos de patrañas en los que no se hablaba del amor carnal.

En susurros, como hablan los enamorados, canté una jarcha y me quedé dormida.

Al alba venid buen amigo. No traigáis compañía.

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