Al final, era sencillo

Si hubiera sabido que matar era tan fácil, lo habría asesinado hace mucho. El problema es que nadie me explicó eso jamás. Y, claro está, seguí aguantando y aguantando paliza tras paliza, borrachera tras borrachera, insulto tras insulto.
De soltera, cuando veía en las noticias casos de mujeres maltratadas, siempre pensaba en ellas con lástima y con un sentimiento de superioridad. ¡Pobrecillas!, me decía a mí misma, lo siento por ellas, pero en el fondo son tontas por consentirlo. ¡Cualquier día iba yo a dejar que me pusieran la mano encima de ese modo!
¿Saben eso de que por la boca muere el pez? Pues eso fue justo lo que me pasó. Por eso pintan a Cupido ciego, ahora lo sé. ¿No quieres caldo?, pues toma tres tazas: otra patada en la boca por haber caído yo también en esa trampa del “amorparatodalavida”.
¿Saben quién me enseñó lo de que matar es fácil? ¿No? Está clarísimo: me lo enseñó él. No tuvo que explicarme nada, fue una lección práctica que aprendí el día que, estando embarazada de cuatro meses, me mató al crío en la barriga a base de patadas. Pero me la aprendí bien.
Por eso ahora estoy en el cementerio.
No, no. No se equivoquen. A mí no pudo matarme. Pero en la siguiente borrachera, miren que mala suerte, dio la casualidad de que se cayó por las escaleras del piso. ¡Cosas que pasan! En fin… Descanse en paz. Amén.

Adela Castañón

Sainete entre enamorados

-Carmencita, a ver qué te parece
que esa charla pendiente que nos queda
la tengamos el jueves.

-¿El jueves?
Para qué esperar tanto.
Mejor tenerla ahora.

-¿Ahora?
Mira que no me encuentro preparado.

-¿Y por qué la demora?

-Pues porque luego acabas por liarme.

-¿Liarte yo?
¡Tú te has vuelto majareta!

-¡Yo no! ¡Que en estos casos
eres tú la que pierde la chaveta!

-¡Ramón! ¡Déjame que te diga…!

-¡Si ya lo sé, carajo!
¡Que yo soy un cabrón!
¿Y, sabes qué?
¡Que se me da una higa tu opinión!
Me está entrando fatiga…
Si ya lo decía yo,
que esta confrontación
acabaría en batalla perdida.

-Déjate de rodeos y entra en el tema.
¿De qué querías hablar?

-Pues… ya no importa…
por decir algo…
¿qué hay para la cena?

-¿Ahora escurres el bulto?
¡A saber qué es lo que ibas a contarme!
¿Es que tienes a otra?
¿Te ha molestado mi cambio de imagen?
Que yo estaba del moño hasta los pelos,
y nunca mejor dicho.
Y el corte de “garcón” a lo chicuelo
es mucho más moderno.
¿O te parezco un bicho?
¡Dime algo, no seas lelo!

-Pues mira, si me insistes, te lo digo.
Que aquí no somos dos. Ya somos tres.

-¡Así que va de cuernos!

-¡Haz el favor de callar de una vez!
Lo que hay entre nosotros tiene un nombre…

-¡Ahórrate los detalles!

-¡Pues no quiero!
Para una vez que empiezo
prefiero desahogarme por entero.
Lo que hay entre nosotros, te repito,
y a ver si dejas que acabe de explicarme,
no es ninguna otra tía.

-¡Qué te gusta tocarme las narices!
¿Pues sabes una cosa?
Que yo no creo en las novelas rosas,
con finales felices.
Así que nos iremos olvidando
de lo de comer perdices.
Y mejor nos quedamos
con eso que tú dices.

-¿Qué es lo que digo yo?
Porque, ¡hija mía!
como te enrollas tanto
ya ni me acuerdo de lo que te dije.
¡Te estoy viendo venir!
¡Por Dios, no llores!
Que tu llanto es un misil pesado
que sabes manejar con tanto encanto
que me acabas dejando desarmado.

-¿Llorar yo? ¡Ni de coña!
¡A ver qué te has creído!
Pensándolo mejor, quiero saberlo.
A ver, ¿quién se ha metido
en tu bragueta para ponerme cuernos?

-Ha sido la Escritura.

-¡Ramón…!

-¡Que no es de broma!
Que solo es eso lo que nos separa.
Que si estoy empalmado
y me acerco a buscarte,
te encuentro en el teclado
dedicada a tu arte
y soy “don Ignorado”.

-Ramón… corazoncito…
¿qué me cuentas?

-Pues eso, lo que oyes.
Que en este cuento yo soy Cenicienta.

-¡En todo caso, “Ceniciento”, hombre…
que estás muy bien dotado!
Y no darías el pego ni vestido…
¡Y menos, como ahora!
¡A ver, Ramón!
¿qué coño estás haciendo?
¿Por qué te has desnudado?

-¡No me hagas reír así, cacho de bruja!
No sé de dónde sacas argumentos
para que terminemos
siempre igual.

-Ramón, eso que dices…
¿de verdad te molesta que yo escriba?

-No se trata de eso, ¡qué narices!
Lo que a mí no me gusta,
y perdona que insista,
es el orden que ocupo yo en tu lista.
Estoy cansado
de consentir que tú me martirices
dejándome de lado
para perderte en tus cuentos felices.

-Ramón, cariño mío,
intenta comprenderme.
Yo quisiera escribir
como ese puñetero de Sabina,
que domina las letras como nadie,
o aprender a inventarme parrafadas
como las que hace Aute.
Ser capaz, como ellos,
de convertir en arte las cosas cotidianas.
Que lo que cuentan
son las cosas de siempre,
pero ellos nos lo cuentan a su modo
y suena diferente.

-Supongo que, por eso,
entre otras muchas cosas,
sigo estando contigo.
Que, para diferente, tu cabeza,
que está llena de pájaros y bichos
que sientas a la mesa
en lugar de dejarlos en sus nichos.
Y el caso, Carmencita,
el caso es que me gusta
cuando empiezas
a inventarte esas fábulas absurdas
¡pero, leches!
Es que a veces te pasas,
y me jode un montón que te aproveches
cuando ves que me tienes
ensimismado, y hecho un papanatas.
Y, hablando de otra cosa,
¿cómo hemos acabado
lo que empezó en discurso pelotero,
riña de enamorados,
bronca suprema,
acostados aquí,
en el himeneo?

-¡Ramón! Que nos liamos…
Y siempre terminamos en lo mismo
Cogemos el cabreo y lo encamamos,
y echamos al abismo
del olvido las broncas cotidianas.

-¡Mi Camen, mi princesa!
¡Qué te quiero!

-¡Mi Ramón, corazón!
¡Sigue a mi lado!

-Cállate de una vez
y dame un beso.

-Claro que sí, Ramón,
que para eso
nos hemos acostado.

Adela Castañón

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La nota desafinada

La viuda que vivía en el primero izquierda salió a comprar el pan a las nueve de la mañana, como todos los días. Volvió a su casa despacio para no cansarse y, por el camino, meneó la cabeza y maldijo una vez más al presidente de la comunidad. Claro, como él vivía en el bajo se negaba a la propuesta de una derrama extra para poner un ascensor. Virtudes iba a las reuniones de comunidad con la intención de insistir en la necesidad de la obra, pero al final se quedaba callada. Era la vecina más reciente, solo llevaba cuatro años allí, desde que le pasó lo de Valencia y tuvo que irse, y aún le daba miedo llamar la atención.
Entró en el portal y se cruzó con un hombre grueso, con gafas de concha y una barba que le tapaba hasta el cuello de la camisa, que iba mirando al suelo.
—Buenos días —dijo ella.
No era ninguno de sus vecinos, pero era una mujer educada y el saludo no se le niega a nadie. El otro se limitó a llevarse la mano al gorro de lana que le cubría la cabeza y dejó salir una especie de gruñido por toda respuesta. Ella subió con paso cansino los dieciocho escalones que había hasta su puerta y, al llegar al rellano, escuchó chistar a la vecina del primero derecha que la miraba con los ojos muy abiertos desde su puerta, entreabierta apenas una rendija.
—¡Virtudes!, ¡Virtudes! —Sin esperar respuesta añadió en voz baja—: Le han entrado en el piso hace menos de diez minutos. Lo he visto todo por la mirilla y estaba a punto de llamar por teléfono a la policía cuando he oído ruido y la he visto llegar.
—¡Ay, Dios mío! ¿Qué me está diciendo, señora Engracia?
—Lo que oye. Ya se han ido, o se ha ido, que solo vi a uno, pero yo que usted no entraría por si acaso. —Miró con los hombros encogidos la puerta abierta a la izquierda, y luego a su vecina—. Pase si quiere, pero dese prisa, que estoy más muerta que viva del susto.
Virtudes se apresuró a entrar y llamó al 112 mientras Engracia seguía vigilando por la rendija. Pronto llegó una patrulla formada por un policía alto y delgado, que no tendría más de treinta años, y una agente bajita y risueña que parecía cubana o latina por lo atezado de su piel. Engracia, sin llegar a abrir del todo la puerta de su casa, les contó lo mismo que le había dicho a Virtudes, y los agentes entraron en el piso a paso lento, mirando en todas direcciones. A los pocos minutos salieron y tranquilizaron a las dos mujeres.
—Puede entrar, señora —dijo el alto—. No hay nadie y no parece que hayan revuelto gran cosa. Tranquila, que la acompañamos. Dé un vistazo y díganos si echa algo en falta. Parece que le han entrado a robar, pero igual no les ha dado tiempo.
Virtudes entró con ellos. Fue derecha al dormitorio y abrió el cajón de la mesilla, donde guardaba el dinero que sacaba los días uno y quince de cada mes de la cuenta del banco donde le ingresaban la pensión, y contó los billetes y las monedas. Había más o menos lo de siempre. Al fondo del cajón también estaba la alianza de su difunto marido y la pulsera de pedida, las únicas joyas que conservaba. En el salón y en la cocina tampoco echó nada de menos.
La pareja se marchó, no sin decirle antes que la llamarían para rellenar unos papeles y que si notaba cualquier cosa los llamara ella antes. Se despidieron, Virtudes cerró la puerta y echó la llave. Tenía el corazón acelerado. Entró en el baño para coger un Lexatín del cajón de las medicinas y entonces lo vio:
En la repisa, junto al vaso con el cepillo de dientes y las pastillas de corega para su prótesis, estaba la cajita de música. Las piernas se le aflojaron y se sentó sobre la tapa del inodoro sin quitar la vista del objeto.
Ojalá se hubieran llevado hasta los cubiertos, pensó. No faltaba nada en casa, era mucho peor: la caja de música sobraba.
La habían encontrado.

Adela Castañón

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Seguridad cuadriculada

Basado en una anécdota real de mi primer viaje a Nueva York

En 1990 Internet y yo no nos conocemos aún. Todavía busco y encuentro mis sueños en los folletos de viaje. En el que me dio la agencia, Nueva York se ve muy alta. Beso la imagen antes de cerrar la maleta para ir al aeropuerto con el resto del grupo de viajeros.

Cuando, por fin, estoy allí, me maravillo al ver que no es solo altura lo que tiene. Al caminar por sus calles, me doy cuenta también de lo ancha que es.

Los edificios, flechas que arañan el cielo, son aún más impresionantes de lo que esperaba. Todos los del grupo siguen el paraguas cerrado que el guía lleva en la mano, levantada como la de la Estatua de la Libertad, mientras tuercen el cuello en ángulos inverosímiles para empaparse de la visión de los rascacielos. Yo miro a mi alrededor y mi siento una hormiga entre las moles de ladrillos y cristales que ocupan toda una manzana. Me distraigo sin poderlo evitar.

Estamos llegando al edificio Chrysler, intersección de la calle 42 con Lexington Avenue. Enfoco la cámara de fotos: bocas de incendios, vapor que sale de las rejillas del suelo, peatones con movimientos robóticos, una mujer con abrigo de pieles y zapatillas deportivas, cacofonía hecha de acelerones de motor, de pitadas de claxon, taxis amarillos. Todo queda inmortalizado en las imágenes. Cuando miro a mi alrededor, solo hay desconocidos. Me he despistado del grupo, pero no hay problema. Saco el mapa del bolso. El edificio Chrysler corta la calle, solo tengo que rodearlo y encontrar al grupo al otro lado. La construcción es simétrica, me encojo de hombros y lo rodeo por el lado izquierdo. Dejo de mirar a mi alrededor mientras procuro doblar bien el mapa (Google Maps aún vive en el futuro en esa época) para guardarlo en la mochila. Doblo la esquina.

El ruido es aquí mucho menor. Casi inexistente. La luz también es mínima, no porque haya menos farolas, sino porque casi todas tienen los cristales rotos. Apenas pasan coches. Escucho pasos detrás de mí, el vello de mis brazos se eriza. Acelero el paso, las suelas de mis zapatillas deportivas pesan, me dicen que no corra. El aire que sopla es más frío que el de hace un rato. Losetas levantadas en las aceras, una boca de incendios rota. La esquina de la calle está lejos, muy lejos. Mis fosas nasales se dilatan, olor a cubos de basura mal tapados, olor a sudor, a mi sudor. El miedo huele a sudor. Tropiezo con una loseta, se me dobla el tobillo, pero no me caigo. Fuego que sube desde mi pie a mi garganta. Tengo sed. Llevo una botella de agua en la mochila, pero no me detengo para sacarla.

La esquina se acerca. El ruido de los pasos también. No vuelvo la cabeza.

Echo a correr, doblo la esquina. Diviso a mi grupo. Veo borroso. Sudor en mi cara, lágrimas. Alivio. Vergüenza. Los labios del guía se mueven. No me han echado en falta. Ahora, tarde, recuerdo su voz por la mañana, en el desayuno, advirtiendo que hay cuadrículas de calles seguras y otras peligrosas. A partir de ahora prestaré atención a sus charlas, mucha más atención.

Miro hacia atrás. El sol se refleja en los cristales y creo que el edificio Chrysler me está dedicando un guiño burlón. Pero no importa. Acabo de cruzar la frontera de peligro. He ganado yo la batalla.

Nueva York no es solo alta o ancha. También es fría o calurosa. Ruidosa o silenciosa. Acogedora o amenazante.

A veces todo depende de rodear el edificio Chrysler por la derecha o por la izquierda.

Me incorporo al grupo. En apenas unos minutos, he aprendido más de la ciudad que con todas las charlas del guía.

Adela Castañón

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Revolución

Yuna era la gestora del Banco de Palabras, una de las divisiones más importantes del Sistema Central del Gobierno de Muta. Su trabajo se limitaba a mecanizar la cuota mensual de términos asignados a los ciudadanos, y vigilar el ordenador central que analizaba todas las grabaciones diarias en busca de desvíos. Llevaba dos años en ese puesto y, hasta ese día, todo había ido a la perfección.

Esa mañana saltó la alarma por primera vez en años. El Protocolo estaba claro: diez términos al mes para cuestiones íntimas, cinco para términos abstractos (a los ciudadanos que habían logrado ascender a puestos de gobierno) y cuota ilimitada para aspectos laborales y de productividad comunitaria. Y, en Muta, nadie decía nada que no fuera necesario.

Yuna volvió a ponerse los auriculares y escuchó. La grabación no estaba clara porque, nada más empezar, un siseo había silenciado al hablante. Pero los primeros segundos seguían sonando igual:

Lo siento mu…

Era una voz infantil, no cabía duda. Enseguida se acallaba cuando un adulto, posiblemente su madre, lo había interrumpido con el siseo antes de empezar a hablar de manera algo acelerada:

Jori, repásalo de nuevo. Limítate a eso. Dentro de tres días cumples siete años y debes leer tu Manifiesto de Intenciones Productivas delante de la Comisión. Si te equivocas te reasignarán a Reprogramación Lingüística.

Después de aquello, solo se escuchaba la voz del niño recitando a la perfección un Manifiesto que era un modelo de corrección absoluta. Yuma sabía que debía dar la alerta de inmediato, pero… ¡un niño! ¿Cómo podía un niño haber tenido acceso al verbo “sentir”? ¡Esa palabra estaba reservada a unos pocos! Para tener acceso a ella, el ciudadano debería haber sido una de las escasas criaturas capaces de ahorrar durante años un número elevado de sus palabras asignadas. Solo los que lograban alcanzar los suficientes Créditos de Silencio podían acceder a las palabras reservadas. ¡Y ese niño solo tenía siete años! A ella misma le había llevado años acumular los créditos para convertirse en propietaria de su palabra favorita.

Yuna decidió que, antes de dar entrada al registro de una incidencia así, sería mejor comprobar que no había sido un error. Vivía sola, así que nadie se inquietaría si llegaba a su casa más tarde. Al salir del trabajo, se colgó al hombro su maletín y fue hasta la dirección de los rebeldes. Se identificó ante la mujer que le abrió la puerta y preguntó por Jori.

—Es mi hijo —dijo la mujer—. Pero no está autorizado a hablar con nadie que no conozca. Aún no ha leído su Manifiesto.

Yuna observó que la mujer mantenía los brazos demasiado pegados al cuerpo; unos cercos oscuros asomaban por sus axilas. Sobre los labios, vio aparecer diminutas perlas líquidas.

—Yo le preguntaré a usted. Y usted le preguntará a él. —Yuma entró sin esperar invitación—. Avísele.

La mujer se dirigió a otra habitación, de donde regresó con un niño cogido de la mano. El niño mantenía los ojos bajos, respetando la norma de no mirar a los extraños. Yuma decidió ser directa y miró a la madre.

—Pregúntele qué siente.

—No puedo usar palabras prohibidas. —La cara de la mujer se mantuvo impasible—. No tengo créditos de silencio.

—De acuerdo. Pregúntele qué ha dicho esta mañana, antes de que usted le dijera que debería limitarse a repasar su Manifiesto.

Gotas de sudor poblaron la frente de la mujer, que permaneció con los labios cerrados. Yuma vio que la mano que aferraba la del niño tenía los dedos blancos de tanto apretar.

—He venido a valorar la situación. Aún no he abierto ningún expediente. Si usted no le pregunta a su hijo, tomaré las medidas establecidas.

—Jori… —dijo la mujer.

Calló, incapaz de continuar. Si no obedecía, esa gestora se llevaría a su hijo. Pero si hacía lo que le pedía… sabía que se lo llevaría igualmente. Trató de pensar algo, pero su cerebro estaba bloqueado. Se arrepintió de haber accedido a la petición de su marido cuando se casaron: los dos habían decidido ahorrar al máximo sus cuotas, y habían transferido todo su capital a su hijo hacía apenas unos días. Creían que con ese capital estaría protegido, y tenían que entregárselo antes de su séptimo cumpleaños porque después de la lectura de su Manifiesto su mente sería ya un libro abierto para el Sistema Central. No se les había ocurrido que Jori…

—Estoy esperando.

La voz de Yuma sacó a la madre de su abstracción. Entonces, cuando las dos mujeres empezaban a pensar cómo salir de ese callejón sin salida, Jori miró directamente a los ojos a Yuma y le hizo un gesto para que se acercara. La gestora lo hizo, el niño se puso de puntillas y ella se agachó. Él le cogió la mano, tiró de ella hasta acercar la boca a su oreja y deslizó en voz muy baja una sola palabra en el oído de ella.

Yuma se levantó de un salto y trastabilló tanto que estuvo a punto de caerse de espaldas. Sacó de su maletín el ordenador portátil y pulsó el inhibidor de grabaciones con un margen de dos metros alrededor de donde estaban. La alerta solo saltaba cuando el bloqueo se extendía a más de tres metros de los hablantes.

—Repítelo —le ordenó a Jori.

—Sueños. —El niño le dirigió una mirada de adulto—. Con el regalo de mis padres, he comprado la misma palabra que tú. Te he visto cuando dormía, pero no sabía que a eso se le llamaba soñar.

Yuma lo recordó todo de pronto. Le flojearon las piernas y se sentó en el suelo, muy cerca de Jori y de su madre.

Ella también había soñado con Jori. En sus sueños, el niño ya se había hecho mayor y le daba las gracias por haberlo ayudado a cumplir su misión. Los dos parecían borrachos, de sus labios brotaban las palabras sin ningún tipo de dique o contención. Muta no existía, ni existía el Sistema Central ni, por supuesto, el Banco de Palabras.

—¿Me ayudarás, Yuma? —A pesar de que su nombre no se había pronunciado en ningún momento, a ella no le extrañó que Jori lo supiera.

Cerró los ojos. Respiró hondo. Recordó de nuevo ese sueño, y recordó también los otros, los sueños proféticos, las visiones del futuro que estaba en sus manos y en las de Jori.

Abrió los ojos y afirmó con la cabeza. Jori le sonrió sin mostrar sorpresa. Los dos oyeron un suspiro ahogado y miraron a la madre de Jori que, asombrada, se tocaba dos regueros líquidos que bajaban de sus ojos por las mejillas.

Jori y Yuma los señalaron a la vez, y pronunciaron al unísono la primera palabra de la revolución: Lágrimas.

Adela Castañón

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El regalo

Aquello tenía que ser una broma, pensó Pedro. Llevaba medio año sin escribir, cierto, pero solo lo sabían unas pocas personas y ese regalo no era propio de ninguna. Podría venir de su editor, claro, pero no era su estilo. Jaime se limitaba a repetir que, aunque hubiera ganado el Premio Planeta, debería estar ya con la siguiente novela, así que quedaba descartado.

¿Alguien de su familia? No creía que su novia, demasiado ocupada con su protagonismo en la prensa del corazón por ser “la pareja de”, hubiera tenido esa idea. ¿Sus padres? No, a ellos no les importaba tanto la carrera literaria de su hijo como su felicidad y estaban a años luz de imaginar su bloqueo creativo.

¿A quién diablos se le ocurría regalarle al ganador del Planeta un curso online de escritura creativa? ¡Y de manera anónima!

¿Sería una broma? No tenía gracia. ¿Y si era una trampa, un regalo envenenado? ¿Qué pensaría el público si supiera que un autor consagrado hacía un curso así?

Añoró el anonimato de meses atrás cuando era un desconocido, un grano de arena más en la inmensa playa de escritores que, como él, aspiraban a la gloria.

Desde que ganó el premio, no necesitaba huir al café de su barrio para escribir sin las interrupciones de sus compañeros de piso. Ya no tenía que estirar la consumición y beberse un café con leche, largo de café, que estaba helado después de dos horas de darle a las teclas en la mesa de la esquina, esa que la camarera pelirroja siempre limpiaba cuando lo veía entrar al local con el ordenador viejo debajo del brazo. Ahora vivía solo, tenía un despacho, un ordenador nuevo, una editorial que le lamía el culo un día sí y otro también.

Volvió a mirar el email. Estaba claro. Era un correo de confirmación que le informaba de que estaba matriculado en el dichoso curso. Las palabras de Jaime al presionarle para que se pusiera las pilas retumbaban en su cerebro. Parecía que habían pasado de ser la parte de texto de un párrafo anónimo al anuncio en letras de neón, rojas y gigantes, de un cartel publicitario clavado en su cabeza:

“Tienesqueponerteaescribirya, tienesqueponerteaescribirya, tienesqueponerte…”

Quizá podría entrar en la página de la Escuela y cotillear. Su apellido, Martín, era bastante corriente. Nadie tenía por qué pensar que era el ganador del Planeta. Añadir una foto al perfil era optativo, podía usar un avatar.

O quizá lo que necesitaba era, sencillamente, ponerse a escribir de una maldita vez. A lo mejor el silencio de su piso era lo que le provocaba la parálisis. Siguiendo un impulso, cerró el ordenador, lo agarró y salió del piso. Caminó hasta la vieja cafetería, ocupó la mesa del rincón y respondió con una mueca distraída a la sonrisa con la que la camarera le dio una silenciosa bienvenida.

—¿Café con leche, largo de café? —preguntó la chica.

—Sí, gracias. Y tostada con aceite y tomate, por favor.

Ahora me lo puedo permitir, pensó Pedro. Sonrió. Abrió el ordenador. Entró en la página del curso. Algunos compañeros ya se habían presentado. Leyó con desgana sus palabras hasta que llegó a las de una chica, una tal Ana:

“Hola, me llamo Ana. Me he apuntado a este curso porque conozco a alguien que me ha demostrado que escribir no tiene por qué ser un sueño. No sé si llegaré a publicar algo, pero sí sé que aspiro a ser autora de la novela de mi propia vida. Ojalá encuentre en este curso la ayuda que necesito, porque no quiero seguir siendo una simple camarera cuyo momento más emocionante del día sea servirle a un cliente especial un café con leche, largo de café. Esta presentación podría ser el comienzo de mi historia”.

Pedro volvió a leer el texto. Miró la foto de la alumna. Era demasiado pequeña para distinguir bien los rasgos, pero el pelo, ese pelo que parecía fuego…

Buscó la barra con los ojos. La mirada de la camarera se cruzó con la suya. Y la cara de ella adquirió un color casi tan rojo como el de su pelo.

Adela Castañón

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La pelotilla

Mi madre decía que el destino solo metió la pata con ella al programar su fecha de nacimiento. 

—No es que la vida me haya tratado mal —se apresuraba a aclarar—. He sido feliz, pero me hubiera gustado ser la Bella Durmiente para dormir cien años y despertarme ahora siendo joven todavía.

Cuando la gente la escuchaba decir que nació demasiado pronto, y no porque fuera sietemesina o algo así, sino porque le fastidiaba tener tan poco tiempo para disfrutar de las maravillas tecnológicas que este siglo traía a manos llenas, la miraban raro. Pero, cuando seguía hablando, se rendían a su encanto con una sonrisa.  

—Es que digo yo que los españoles siempre vamos con retraso, qué se le va a hacer. No hay más que ver lo que pasa con los Reyes Magos, y conste que yo soy de ellos y no del gordo de la barba blanca, el del trineo, que mira que vestir de rojo, con lo que engorda ese color… pero bueno… Tiene más sentido común. Porque mira que poner nosotros los juguetes la noche del cinco de enero, cuando el siete o el ocho hay que volver al cole… ¿Tengo razón o no? —Aquí solía suspirar—.  Y eso me pasa a mí con las cosas nuevas que hay ahora, que tengo que ir más rápida que el Correcaminos porque ya me diréis… Que con noventa años soy un yogurín, sí, pero a punto de caducar.

Mi hija dijo una vez que su abuela no era vieja ni lo sería nunca porque no se vestía de negro ni con un moño apretado, le gustaba hacer tonterías, se reía mucho y se ponía una gorra roja de Mickey Mouse en los viajes. Es una de las mejores definiciones que he escuchado de ella.

Sus frases lapidarias, como esa de que hubiera querido más tiempo para disfrutar de mil cosas, nunca sonaban a queja. Ni de lejos. Se bebía la vida a sorbos, empinándola como si fuera un botijo y dejando que el agua fresca le corriera por la cara mientras se atragantaba con sus risas.

Se apuntaba a todo. Cuando salieron los móviles, le faltó tiempo para comprarse uno. Los primeros días, hasta se le pasaba ver el programa de Ana Rosa Quintana en Telecinco porque se le iban las horas toqueteándolo. Una tarde vino a mi cuarto con el móvil en la mano.

—Oye, Ade, ¿por qué hay señoras que quieren ser mis amigas?

—¿Qué? —Yo no tenía ni idea de a qué se refería.

—Mira. —Me dio el teléfono—. Aparecen cuando quieren. Casi todas tienen unos pechos enormes ¡y van casi sin ropa!

Cogí el móvil y me entró la risa. Mi madre, con la osadía de los ignorantes, se había dedicado a navegar a su aire y estaba sufriendo un bombardeo de páginas de contactos.

Si algo triunfó en su nuevo juguete, fue, sin dudarlo, el WhatsApp. Una de las primeras veces me hizo una videollamada en lugar de una llamada normal y, cuando contesté, le solté:

—Mamá, llevas el pendiente desabrochado y tienes cerilla en la oreja.

—¿Qué? —Pausa de dos segundos—. ¡Ay, hija, que va!

—Mamá, tócate la otra oreja. Y coge el móvil como si fuera un espejo. 

—¡Hala, Ade! ¡Pero si te veo!

—Pues igual de bien veía yo tu oreja, guapa —contesté entre risas.

—Eso ha sido mi ángel de la guarda, para que no perdiera el pendiente. ¿Qué has hecho para verme? ¡Esto parece magia!

—Yo no he hecho nada. Has sido tú. Le has dado a videollamada.

Seguir sus avances era divertidísimo, aunque hubo algo que nunca aceptó. A mis hermanos y a mí nos lo dejó bien claro.

—Niños, me podéis llamar por video, por WhatsApp, mandarme fotos o escribirme… ¡pero haced el favor de no marearme con la pelotilla!

—¿La pelotilla?

—Sí. La pelotilla.

Abrió la primera conversación que encontró y levantó mucho las cejas mientras nos mostraba un audio.

—Esta pelotilla. A mí no me mandéis esto. Que el otro día, en el súper, le di a la pelotilla y era uno de vosotros diciendo no sé qué, y me puse a contestarte y él dale que te pego, sin dejarme hablar. Soy vuestra madre. ¡Que sea la última vez que me hacéis parecer tonta hablando sola! Ea.

Aquello fue innegociable.

Adela Castañón

Obsesión

—¿Nerón? Explíqueme eso de que todo empezó por Nerón.

—Me decepciona, doctor. —Marcial chasqueó la lengua—. Aunque recuerdo lo que es empezar a ejercer recién terminada la carrera, ¿ya ha olvidado las principales lecciones? Me decepciona —repitió—. Pero se lo explicaré por los viejos tiempos. 

—Adelante, pues.

Luis maldijo su suerte. No necesitaba leer la anamnesis en la historia clínica que tenía en la mesa. La sabía de memoria: Marcial Villiers, catedrático de Psiquiatría de la Sorbona, presidente de mil sociedades científicas, director de un Psiquiátrico de élite, era ahora su paciente.

—¿Qué recuerda de Nerón? —preguntó Marcial—. ¿Cómo lo definiría?

—¿Qué tiene que ver…?

—Si quiere respuestas, doctor, empecemos por las preguntas —interrumpió Marcial—. Conteste.

El silencio entre los dos zumbaba como un cable de alta tensión.

—Incendió Roma. Fue un personaje histórico.

—Pobre. Una respuesta muy pobre. Fue uno de los pocos genios capaces de apresar la inspiración, de hacerla su esclava, pese a pagar por ello un alto precio.

—Sigo sin entender.

—Ahí va otra pista. Mi primera y única novela.

—¿Ha escrito usted una obra de ficción?

—¿Lo ve? Seguro que conoce todos mis ensayos. Todos son éxitos, pero… —Marcial suspiró—. Mi novela frente a mis publicaciones. Arte frente a ciencia. Yo como paradigma del doctor Jeckyll y mister Hyde.

Luis guardó un silencio desconcertado. Marcial siguió:

—¿Aún no lo ve? Mis ensayos se nutren de datos, de raciocinio. Por eso triunfan. Pero ¿dónde radica el éxito de una novela?

—No le sigo, doctor Villiers.

—Su ceguera mental ofende mi capacidad docente. ¡Un alumno tan prometedor, y no logra bucear en mi intelecto…!

—No estamos aquí para hablar de mí. —Luis se recompuso. Debía recuperar las riendas de la conversación—. Se trata de usted, Marcial.

Llamarlo por su nombre marcaría las distancias y pondría a cada uno en su lugar. Marcial Villiers ahora era solo su paciente, y su responsabilidad era evaluar la salud mental de ese hombre. Debía recordarlo. Porque solo era un hombre.

La sonrisa del viejo profesor le recordó a la de Anthony Hopkins en El silencio de los corderos. Hannibal Lecter. Hannibal el caníbal. Se aflojó la corbata. El aparato de aire acondicionado marcaba 23ºC. Agradeció que su bata tuviera manga larga. El vello de los brazos se le había erizado y, pese a eso, un calor asfixiante que nada tenía que ver con la canícula infernal de ese día de agosto le subía desde el pecho hasta el cuello. Temió que las gafas resbalaran por su nariz si empezaba a sudar. Se las quitó y las dejó sobre la mesita. Trató de disimular una inspiración profunda. Joder. Él no se parecía en nada a Jodie Foster.

—¿Por qué crees que fracasó mi novela, Luis? —Marcial le devolvió el golpe con el tuteo inesperado. No esperó respuesta—. Porque era mala. Le faltaba algo.

—¿Y…?

—Razona, doctor. ¿Por qué es mala una obra?

—Por mil motivos.

—Mal. Busca el origen. Eres psiquiatra.

—Ilumíneme. Usted también lo es.

—Bravo. Eso está mejor. No es tan difícil, ¿verdad? Hagamos que sea el paciente el que busque las respuestas. Me devuelve la fe en mí como docente. —Marcial se levantó y empezó a dar vueltas por el despacho—. Veamos, el origen de la bondad o no de una obra está en su autor. En este caso, yo como novelista. ¿Me sigue?

—Le sigo. Continúe.

—Profundicemos. ¿Qué necesita el autor? —Hizo una pausa—. Venga, no me deje todo el trabajo a mí.

—Pues… —Luis meditó unos segundos—: ¿Técnica e inspiración?

—¡Bravo, doctor! —repitió Marcial—. Mi técnica es perfecta. No así mi inspiración.

—¿Qué tiene que ver eso con sus actos?

 —¿Sigue sin ver? La búsqueda. La búsqueda del genio. La inspiración es esquiva y hay que pagar un alto precio para poseerla. Nerón me dio la clave, necesitó un incendio, y no uno cualquiera, sino el de Roma. Hay nobleza en los grandes sacrificios.

—Usted no es un pirómano —tragó saliva—, sino un asesino.

—Empecé por la ciencia. Asistí a la autopsia de un escritor. Palpé su cerebro. Lo olí. Hasta lo saboreé en un descuido del forense. ¿Sabe que, al morir, el cerebro pierde unos gramos de peso?

Luis tragó saliva y contuvo una arcada. Solo con eso, el abogado defensor ya podría alegar locura.

—Pero no funcionó, tal vez porque la inspiración es algo vivo y se lleva mal con la muerte. Necesitaba genios vivos.

—¿Por eso los mató? ¿Para morder sus cerebros, comerse sus lenguas, beberse su sangre…? —No pudo seguir enumerando la lista de atrocidades.

—¿Quiere saberlo? Hagamos un trato. Sé que usted también escribe, que su novela ha triunfado. Por eso pedí que fuera mi psiquiatra. Cuénteme su truco y colaboraré en todo.

Luis suspiró. Negociar con ese demente podía ayudarle.

—El punto de vista. Poseer mirada de escritor.

El corazón de Marcial se aceleró. ¡Por fin! Suerte que su alumno se hubiera quitado las gafas. Se le acercó por detrás, con las manos a la espalda. En la derecha, llevaba el bisturí que acababa de coger de una vitrina.

Adela Castañón

Imagen: Curious Hunter en Pixabay

Crónica de una metamorfosis

El mes pasado asistí en Valencia al II Congreso Escrivivir en el que, entre otras cosas interesantes, había una convocatoria de microrelatos que, para honrar a Kafka, tenían que empezar por una frase suya especificada en las bases. Participé y no gané, aunque admito que mi microrelato era un poco raro porque lo escribí en un rapto de inspiración y en verso libre. De todos modos, me divertí tanto al escribirlo que hoy os lo dejo aquí para arrancaros, o eso espero, una sonrisilla.

Crónica de una metamorfosis

Un escritor que no escribe es un monstruo que corteja la locura

y yo, pobre mortal,

era uno más entre los pretendientes

de la diosa Escritura,

un sueño inalcanzable.

Tuve miedo.

Me casé con la rutina.

Viví durante años en la cárcel segura y confortable

de un remedo del sueño de las masas:

un empleo estable.

El aire se espesaba,

respirar, cada día, costaba más.

Los alimentos ya no me saciaban,

la ilusión fue perdiendo sus fuerzas,

se ahogaba poco a poco.

Mi vida naufragaba

en la espuma impoluta

de mil folios en blanco,

las olas de un mar mudo,

amordazado,

un desierto incoloro

hecho de dunas

donde ninguna huella

dejé nunca.

Pero quemé mis naves,

lo dejé todo atrás.

O cambiar, o morir,

solo era eso.

Tomé mi decisión y, al despertar,

no era una cucaracha, ni un insecto,

y tampoco era yo, pobre Gregorio…

Por eso ahora…

Ahora me llaman loco

aquellos que no saben

que conseguí escapar de la locura

y, en brazos de mi amante,

la Escritura,

por fin puedo volar.

Adela Castañón

Imagen: Dmitry Abramov en Pixabay

Sueños esquivos

Todas las noches se duerme con una libélula de peluche abrazada a su pecho. Sabe que, si lo hace, conseguirá entrar en ese mundo que solo existe entre sus sábanas. La libélula es ella, y ella es la libélula.

Con los ojos cerrados, las dos alzan el vuelo y ella sueña. Inventa historias en sus mundos creados, corre aventuras, vive la vida a tope. Y así todas las noches.

Al despuntar el día, cuando el sol entra en su cuarto, la besa y la despierta, y entonces ella llora. Su llanto dura lo que dura un suspiro, lo que tarda en abandonar el lecho para volar a su rincón privado, al escritorio donde sus dos amantes, el papel y la pluma, la esperan impacientes. Coloca frente a ella a la libélula y la escucha. Se sienta, observa los folios y acaricia el papel. Se muerde el labio y escribe frase a frase todo lo que ha soñado, aquello que perdió al abrir los ojos.

Al terminar, sonríe feliz. Una vez más ha ganado la batalla y ha podido atrapar esa vida que de día se le escapa, ha logrado inmortalizarla en el papel y sabe que podrá vivirla una y mil veces, aunque llegue la luz de la mañana.

Adela Castañón

Image by Daniel R from Pixabay

El gen equivocado

Pronto acabará todo. En pleno siglo XXIII, un juicio, sobre todo si es como el mío, es más raro que un eclipse y despierta tanta incomodidad como expectación. Pese a eso, las salidas de la rutina atraen a todo el mundo, aunque nadie lo quiera admitir.

El mío debería ser un caso perdido. No hay duda, transgredí la ley en mi puesto de trabajo. Pero todo empezó con un error de los genetistas, el primero desde hace más de trescientos años, y eso es lo único que me da esperanzas.

Mi defensa se basa en el fallo que se cometió al codificarme para mi acceso al mercado laboral. No se me inmunizó contra la lectura y, por tanto, no estaba capacitado para ser el guardián de la biblioteca interactiva. Solo era cuestión de tiempo que pasara algo. Y pasó.

Los miembros del jurado y el juez no entienden que cayera en la tentación de ojear las portadas de algunos libros que llevaban a la biblioteca para ponerlos bajo custodia en las áreas de alta seguridad. Todos se han asombrado cuando, en respuesta al interrogatorio del fiscal, no he sabido explicar qué fue lo que me hizo abrir un día un ejemplar de los más antiguos, catalogado en el locci temporal del siglo XX.

Mi abogado basa su defensa en que los genetistas no abolieron el gen de la curiosidad al programarme, pero el fiscal ha alegado que los altos niveles hallados en las pruebas que me han practicado son la consecuencia de mi delito, y no la causa de él. Creo que, en el fondo, tiene razón porque, desde que me descubrieron, el número de preguntas que invaden mi mente se multiplica sin cesar.

Por mi formación sabía que si pasaba de la primera página de aquel libro interactivo viajaría en el tiempo. Lo sabía. Y, a pesar de eso, lo hice. Será solo una miradita, recuerdo que pensé. Me engañé y traté de justificar así lo que iba a hacer, me dije que, al ver todas las imperfecciones y fallos de los humanos de siglos pasados, quizá aprendería cómo abortar esa molesta mutación que se iba adueñando de mí y que me provocaba una inquietud incómoda, como de hormigas bajo la piel, que me hacía desear averiguar no sabía bien qué cosas.

Vivo, o vivía, en un mundo feliz. Sin guerras. Sin hambre. Sin pobreza. Sin desempleo. Sin enfermedades. Sin incomodidades. Todo está disponible: alimentos, ejercicio, sueño, sexo, ocio. Solo hay que solicitarlo para obtener acceso. En nuestro mundo perfecto, con su programación tan cuidada y exquisita, todo está controlado y la felicidad está asegurada.

Entonces, ¿por qué lo hice?

Aunque eso da igual. La pregunta correcta, la que me mantiene entero, es: ¿Volvería a hacerlo? La respuesta es sí. En eso baso mi plan.

Mi abogado alegará que el libro me resbaló de las manos y se abrió al caer al suelo. Que, al tratar de cerrarlo, toqué por accidente una página y viajé sin querer doscientos años atrás.

Ojalá a nadie se le ocurra pensar que aquel no fue un episodio aislado. Si puedo convencerlos de que solo he viajado una vez, tendré una oportunidad. Si me absuelven, tendrán que devolverme mi empleo por ley, aunque al principio me tengan muy vigilado. Además, es caro y casi imposible revertir la programación genética.

En realidad, le estoy muy agradecido al fiscal por su argumentación. Eso me dio la idea. Desde entonces, me esfuerzo en mostrar un nivel cero de curiosidad y parece que me creen. Supongo que es lo menos complicado para todos.

Si mi plan sale bien, cuando vuelva a trabajar y todos bajen la guardia, quemaré el libro. Arrancaré mi página, la dejaré para el final y la tocaré para emprender mi último viaje justo antes de que arda. Así cerraré la puerta temporal y no podrán enviar a ningún soldado a perseguirme.

En el siglo XX me espera Lidia. Con ella no me acoplo, hago el amor. Adoro los chirridos de su cama cuando se gira dormida, comer con ella, acostarnos a horas distintas cada día, la deliciosa incertidumbre en la que vive. Me encanta disfrutar de lo que ella llama vacaciones de fin de semana. Incluso añoro sus reproches cuando me acusa de que no le cuento nada de ese trabajo mío que nos mantiene separados casi la mitad del tiempo.

Al principio me acerqué a ella como parte del experimento. Sería algo provisional. No sé qué fue lo que se adueñó de mí e hizo que cada vez prolongara más mi estancia en su tiempo, arriesgando tanto en mis viajes, pero, sea lo que sea, no quiero perderlo.

Por eso me atraparon. Volví de una de esas escapadas demasiado feliz y relajado. Ella me había puesto una flor en la oreja y no me di cuenta. A mi regreso, mis compañeros de la biblioteca la vieron enseguida, claro.

Ojalá se crean mi mentira. Ojalá pueda volver con Lidia y seguir escribiendo todo lo que le cuento de mi época sin decirle que es cierto. Ella dice que mis historias se venden muy bien y sueña con el día en que deje mi “otro” trabajo para convertirme en escritor y estar siempre juntos.

Mi abogado repite que pronto acabará todo. Si tengo suerte y mi plan funciona, será justo al revés, y todo lo que me importa podrá empezar a ser duradero.

Adela Castañón

Imagen de Enrique Meseguer en Pixabay

Mapas

Ciertos mapas marcan el lugar donde están las joyas, la disposición de las trampas, cosas así. El suyo era muy diferente.

La historia de su vida no existió. Ningún mapa recogió sus meandros, sus curvas y sus rectas. Eso no existió. Nunca hubo centro. Ni camino, ni línea. Hubo vastos pasajes donde se insinúa que tal vez hubo alguien, pero no es cierto, no hubo nadie, ni siquiera yo.

Y la historia de mi vida tampoco existió.

La historia de nuestras vidas solo existiría si la hubiera escrito yo. Pero no lo hice, lo hizo él. Y lo hizo mal. Él no me amaba. Amaba partes de lo que veía en mí, sí, lo que él quería ver, solo eso, pero ignoraba lo demás. Me desarmó. Me separó en trocitos, puso a un lado lo que le gustaba, ignoró lo que no le atraía. Y luego volvió a juntar las piezas que quiso, las encumbró en un pedestal y les dio mi nombre. Pero las piezas ya no estaban en orden, el dibujo era otro, no era yo.

La historia de mi vida debería existir. Yo sigo estando aquí. Soy yo, pero no soy yo. No sé ser yo sin él. Pero recuerdo que antes lo era. Antes de él… ¿qué hubo antes de él? ¿Acaso el amor es pareja del olvido? ¿Por qué no consigo reescribirme otra vez? ¿Será quizá, que necesito recuperar esos trozos robados de algún mapa? Debería devolverme lo que es mío, a él no va a servirle en ese estado, pero quizá no lo sabe. O tal vez sí, y no le importa.

Aunque, no sé, igual sin darme cuenta me reescribo a partir de las cenizas. Los viejos mapas arden como yesca, las páginas de mi vida se queman en una hoguera mortecina, donde el pasado, igual que leña verde, arde y desprende un humo que me pica en los ojos y me hace parpadear.

Debería mirar atrás, buscar esos pasajes en sus mapas, en los míos, en los nuestros, en los que se insinúa que hubo alguien, que estuvimos nosotros, porque quizá no es cierto que aquello era mentira.

Tal vez sí que lo hubo y estuvimos allí.

O a lo mejor, quién sabe, mi error haya sido mirar en una dirección equivocada, fijar mis ojos en las líneas de su piel, buscar en sus palabras todo aquello que casi siempre me fue esquivo, mi centro, mi camino.

Me refugio en mis libros. Las letras se desdibujan, forman figuras nuevas, nuevos mapas que me dicen que no mire hacia fuera, que pare de correr. Quizá la solución no está en manos de él, ni en las de cualquier otro. Quizá en esos pasajes de mi vida no existe el mapa todavía porque la ruta aún no se ha descubierto.

Quizá quedan aún mapas por dibujar. Los suyos no me importan, no van a ningún sitio. Pero hay otros.

Sonrío, empuño un lápiz como espada y comienzo a escribir y a dibujar.

Adela Castañón

Image: Pexels from Pixabay

Naufragio

De niña, tenía un sueño recurrente. Era uno de los personajes de una película de piratas y me tocaba hacer el último turno de guardia en la cofa del palo mayor antes de la puesta de sol. A esa hora el sol se sumergía bajo el horizonte, y durante unos segundos mágicos, mientras los demás en la cubierta ya habían dejado de verlo, yo, en mi solitaria altura, era el único espectador que disfrutaba al ver el brillo de la línea del agua, que parecía chisporrotear cuando el gigantesco disco anaranjado empezaba a hundirse en ella. Mi padre era el capitán del navío. Estaba siempre en la proa y desde allí, cuando nuestras miradas se cruzaban, levantaba el pulgar y me gritaba «¡Valor, grumete! ¡Tú puedes con todo!» En esos momentos yo sentía que, de verdad, podría con cualquier cosa.
Era mi sueño favorito hasta que, al enfermar mi padre, empezó a cambiar poco a poco en algunos detalles. El mar, que antes estaba en calma, aparecía ahora con toda la superficie convertida en una caldera helada, con remolinos de espuma que chocaban entre ellos haciendo un ruido que solo se acallaba durante unos pocos segundos cuando una espada de luz cruzaba el horizonte para anunciar, instantes después, el rugido de un trueno que precedía a una lluvia torrencial. Mis compañeros piratas, a muchos metros por debajo de mí, no escuchaban mis gritos alertando de la proximidad de unos arrecifes. El palo mayor empezaba a cimbrear como si fuera un frágil junco de bambú y con cada oscilación aumentaba el bamboleo hasta que, al final, llegaba rozar la superficie de las olas cuando se doblaba tanto que creía que chocaría con la borda y se partiría en dos. Y la tormenta era tan salvaje que no conseguía ver la proa para saber si mi padre seguía al timón o si se lo había llevado algún golpe de mar.
Al morir mi padre, el sueño se convirtió en pesadilla. Yo seguía siendo el grumete vigía, el miembro más joven de la tripulación. Ahora, a veces, veía el puente de mando y siempre estaba vacío. Gritaba en vano el nombre de mi padre. Los latigazos del palo mayor, ahora sí, llegaban al límite y el último era tan fuerte que hacía que el navío se diera la vuelta hasta quedar boca abajo. Entonces la cofa se hundía en las profundidades, y yo con ella, sin que nadie me viera ni escuchara mis gritos de socorro.
Mi madre se casó de nuevo y empezó a beber tanto o más que su nuevo marido. Mi padrastro entró en mi cuarto la noche de mi dieciseisavo cumpleaños para felicitarme, según dijo. Se inclinó sobre mí y en el último segundo conseguí mover la cara y el húmedo beso con aliento a alcohol que iba camino de mi boca resbaló por mi mejilla izquierda. Esa fue la última noche que pasé con ellos. Al día siguiente, cuando se lo conté a mi madre, me tachó de exagerada. Por la tarde, antes de que mi padrastro volviera del trabajo y mientras ella dormía la mona, hice la maleta y me marché de casa.
Sobrevivir fue menos duro de lo que esperaba. Aparentaba con facilidad dos años más de mis dieciséis y no fue demasiado difícil salir adelante con trabajos temporales. Cuando tuve dieciocho respiré aliviada y empecé a simultanear trabajo con estudios.
Dejé de tener las pesadillas o, si las tenía, no las recordaba al despertar. Crecí y empecé a salir con un hombre. Jaime era psicólogo y me pedía que le hablara de mi pasado a pesar de que le dije que era algo que quería dejar atrás. Pero insistió tanto que acabé por contárselo una tarde. Aquella noche lo desperté con mis gritos. Me sacudió por los hombros y yo, con la cara empapada de sudor y de lágrimas, me aferré a él tosiendo y dando boqueadas. En un estado onírico, entre el sueño y la vigilia, pude sentir en la garganta el escozor de la sal del agua del mar que, sin poder evitarlo, había tragado mientras me ahogaba dentro de la cofa sumergida.
La pesadilla volvió con más fuerza y más a menudo. Empecé a desarrollar un patológico miedo a las alturas. Vivíamos en un séptimo piso y mi pánico era tal que evitaba acercarme a las ventanas. Jaime dijo que tenía que superar eso, que él me ayudaría. El día que se fundió una bombilla en la casa medio me obligó a cambiarla. Me hizo subir a una escalera de tijera mientras él me sujetaba por la cintura, y los dos minutos que tardé en sustituir la bombilla por una nueva me parecieron eternos. Insistió en que hiciera aquellos “avances”, como él los llamaba, aunque yo no tenía la sensación de hacer progresos.
Un día me llevó a un parque de atracciones. Me hizo subir al tiovivo y lo toleré con relativa facilidad, aunque me sentía incómoda sentada sobre un caballo de madera que mostraba unos dientes falsos blancos en lo que se suponía que era una sonrisa animal pero que a mí me resultaban amenazadores. Al rato empecé a sudar cuando vi que me llevaba del brazo hacia una noria. No sé si era realmente tan alta como a mí me parecía porque no me atrevía a levantar la vista del suelo. A pesar de que intenté frenarlo y tirar de él hacia otro sitio, ignoró mis tirones y se acercó a la taquilla. Yo no decía nada, pero mis labios apretados hablaban por mí. Jaime los ignoró. Me hizo subir a una de las cabinas y él se quedó fuera.
—Laura, cariño, confía en mí. —Miró al empleado y añadió—: Puede seguir. A mi novia le hace ilusión contemplar la vista desde arriba a solas.
Sin poder evitarlo, como a cámara lenta, vi que cerraba la pequeña verja metálica y que el cubilete en el que estaba sentada a solas empezaba a moverse.
La cabina era abierta. Tenía dos asientos en semicírculo, uno frente a otro, con cabida para tres personas en cada uno de ellos, y un palo central iba del toldo del techo al centro del suelo. Me senté en una de las posiciones centrales, me aferré al palo y entorné los ojos.
Mi estómago subía y bajaba con las oscilaciones de la cabina. De pronto sonó un crujido, como un trueno, y abrí los ojos asustada. Durante un segundo de cordura pensé que se había ido la luz en todo el parque porque, a mis pies, lo que antes era un mar de puntitos luminosos se había convertido en un agujero negro.
Empezó a llover. A lo lejos vi fogonazos de luz que anunciaban la llegada de los truenos cuya vibración notaba en el pecho. Se desató un vendaval y la cabina inició un balanceo que pronto se convirtió en una danza desenfrenada.
Miré hacia abajo y los dientes empezaron a castañetear. En el suelo, remolinos de espuma parecían acercarse y alejarse de mí con cada movimiento de mi improvisada cofa. Grité y grité, pero, igual que en mi pesadilla, nadie me oía. Escuché la voz de mi madre echándome en cara que acusara a mi padrastro, la de mi padrastro diciendo que me iba a felicitar en condiciones.
Jaime no estaba por ninguna parte. La garganta empezó a escocerme cuando las salpicaduras del agua me entraban por la boca. Recordé la agonía del ahogamiento.
No iba a morir así. No, si podía evitarlo. Además, ya era hora de acabar con mis pesadillas.
Me solté del palo, me puse de pie, miré hacia abajo y pensé en saltar por la borda. Entonces el ruido de un trueno rompió el cielo en mil pedazos y escuché con toda claridad: «¡Valor, grumete! ¡Tú puedes con todo!» Apreté los dientes, volví a sentarme, miré hacia arriba y levanté el pulgar.

Adela Castañón

Imagen: Pixabay

El gafe

Eleuterio es gris. Ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, ni guapo ni feo. Tampoco se ha sentido nunca especialmente feliz o desgraciado, al menos hasta el día en el que escuchó una conversación entre sus compañeros de trabajo y una paloma se cagó en la hombrera derecha de su mejor chaqueta al salir de la oficina, mientras corría hacia el metro bajo un diluvio que le pilló sin paraguas.
Ahora, tres semanas después de aquel día, en la habitación del hospital en el que está, piensa que ni siquiera ha sabido morirse. Hasta para eso ha sido un fracasado. Lleva cuarenta y ocho horas ingresado y acaban de traer a otro paciente que ocupa la cama que hay junto a la suya. Parece una momia, con toda la cara vendada, ojos incluidos. Eleuterio, desde el anonimato que le da la ceguera del vecino, lo mira con curiosidad. Indeciso, carraspea para hacer notar su presencia y el otro responde solo con un sobresalto.
Eleuterio recuerda cómo se desdobló el color de su vida tres semanas atrás. Como el agua del aceite, el blanco se separó y se esfumó, y solo quedó una tristeza negra que se adueñó de él. Estaba en uno de los baños de su oficina, peleando como siempre con un estreñimiento pertinaz que convertía sus almorranas en alfileres. Dos colegas entraron a orinar y Eleuterio los escuchó bromear a su costa.
—Es que es un pupas, te lo digo yo —comentó el de contabilidad—. ¿Te acuerdas de su baja hace un par de meses? No fue gripe, oye, ¡fue porque tuvieron que darle no sé cuántos puntos en el culo!
Eleuterio se sujetó con las manos a las paredes del baño. Se sentía mareado. ¿Cómo se habían enterado de…?
—Ya, ya lo sabía —contestó el de personal—. Es un desgraciado de libro. En confianza… creo que en el próximo recorte de plantilla va a caer.
—¡Ostras!
—Pero guárdame el secreto ¿vale? ¡Uf! De verdad, no entiendo cómo alguien puede querer vivir así.
La última frase se le quedó grabada a Eleuterio. La cagada de la paloma y el remojón le parecieron señales divinas de que su vida no tenía sentido, lo del próximo despido se lo veía venir, y la idea del suicidio se instaló en su mente para quedarse.
Lo intentó primero tomándose la caja y media de Lexatin que el médico le recetó cuando Virtudes se fue. Mezcló las pastillas con una botella de ginebra que ella había dejado en el aparador, porque había leído que eso era más efectivo, pero, como no estaba acostumbrado a beber, a los diez minutos le dieron unas arcadas incontenibles. Apenas tuvo tiempo de llegar al váter y, mientras vomitaba ginebra y lexatines, el susto le soltó la barriga y por una vez en su vida una diarrea incontenible empapó sus pantalones y llegó hasta las zapatillas de paño. Tiró de la cadena y las pastillas, el alcohol y su intento de suicidio se perdieron en las alcantarillas.
A los pocos días dejó abierta la llave de butano de la hornilla y se sentó en un sillón con los ojos cerrados. El sonido del timbre de la puerta le hizo dar un respingo. Trató de ignorarlo, pero quien fuera no quitaba el dedo del botón y no tuvo más remedio que abrir. Su vecina entró a la carrera, olfateando como un conejo, y fue directa a la cocina.
—¡Debería tener cuidado, Eleuterio! Menos mal que olí el gas al salir del ascensor, que si no… ¡es usted un irresponsable! —Lo miró de arriba abajo y se fue, no antes de que él la oyera murmurar un “No me extraña que Virtudes se largara con la niña, ¡menudo inútil!”.
El tercer intento se quedó a medias. Estaba en el baño, con la radio puesta por pura inercia, mientras contemplaba una cuchilla de afeitar nuevecita, cuando escuchó un programa sobre los asesinatos por encargo. Dejó la cuchilla, prestó atención y, a los pocos días, gracias a Internet y a Google, acudió a una cita con un desconocido en una cafetería anónima.
—Entonces, ¿acepta el trabajo?
A Eleuterio le sudaba la frente. Al final era verdad que los sicarios existían. Este tenía ojos de hielo. Era un hombre alto, con sombrero de fieltro, que vaciló unos segundos antes de responder. Había visto de todo y todo le daba igual mientras el cliente pagase.
—Sí, pero, ¿está seguro? —le preguntó. Este era un encargo tan raro que prefería confirmarlo—. Siempre cumplo mis encargos, tengo una reputación intachable. Cuando salga de aquí ya no podrá volver a contactar conmigo, aunque lo intente. Entiéndalo, son medidas de seguridad. En mi trabajo, toda precaución es poca, así que, repito: ¿está seguro?
—Por completo. —Eleuterio se retorció los dedos—. Solo temía que usted no me tomara en serio.
Cerraron el trato. Eleuterio pagó y se fue a su casa. Por el camino paró en el estanco a echar la bono loto a pesar de lo absurdo de mantener esa rutina que solo llevaba a cabo porque Virginia le obligaba cuando vivían juntos y, a partir de ahí, los acontecimientos que lo llevaron al hospital se precipitaron.
Pasó el fin de semana encerrado limpiando el piso, consciente de que era una tontería porque a partir del lunes, cuando saliera a la calle, moriría en cualquier momento. Encargar su propia muerte había sido caro, pero al menos así se aseguraría el éxito y ya le daba igual el saldo de su cuenta bancaria.
Tres semanas después, en la cama de hospital, movió la cabeza, que era lo único que podía mover, y empezó a sollozar sin importarle la presencia de su vecino de habitación. Preso de una crisis nerviosa, empezó a hablar a toda velocidad.
—¿Sabe qué, amigo? La vida es una mierda. Mi mujer, Virginia, me abandonó sin dejarme ni siquiera una nota. Yo siempre estuve enamorado de Estrella, mi cuñada, pero cuando las conocí ella estaba loca por otro, aunque yo no lo sabía. Estrella me citó en un hotel y me dio la llave de una habitación. Cuando llegué la luz estaba apagada y solo cuando acabamos de… de… ya sabe… de hacerlo… me dejó encender la luz, y la que estaba en la cama, sin bragas, era Virginia. Y en la puerta de la habitación, mi suegro… «La primera que tiene que casarse es la mayor». Eso dijo. Y eso pasó.
—¿Por qué me cuenta eso? —preguntó la momia.
—Porque necesito contarlo. A usted le da igual. Y le aseguro que es una historia sorprendente. En tres semanas he tenido tres intentos de suicidio, ¿sabe?
—Oh. —El otro no supo qué añadir—. Pues… bueno, siga, si quiere.
—Me casé con Virginia, claro. Cuando se quedó embarazada pensé que era un milagro, porque después de la encerrona y de la boda, casi no me dejaba tocarla. Mi niña era mi alegría, aunque fuera pelirroja y no se me pareciera en nada. Mi mujer me engañaba, lo sé, pero yo quería a mi hija. E incluso a su madre, con el tiempo, le había tomado cierto cariño. Pero me abandonó y se llevó a la niña. Entonces fui a un psiquiatra y en pocos meses empecé a mejorar.
—¿Entonces por qué trató de suicidarse?
—Espere y lo entenderá. Me costaba horrores desahogarme, y el día que conseguí contarlo todo en el diván del psiquiatra me extrañó que no me interrumpiera en todo el rato. Miré el reloj, pasaban quince minutos de mi hora y ¿sabe qué? Pues que el psiquiatra, el tipo que se suponía que debía curarme y al que pagaba cada minuto a precio de oro, estaba dormido. No pude más. Creí que me ahogaba. Me levanté y me acerqué a la ventana para abrirla, pero estaba atascada. Me caí de espaldas con el pomo en la mano, rompí una mesita de cristal y me hice una herida en el culo. Tuvieron que darme no sé cuantos puntos. Y cuando la enfermera entró al escuchar el ruido, se echó a reír en mi cara.
—Lo siento.
—Yo no había dicho nada en mi trabajo y cuando me dieron el alta descubrí que en la oficina todos sabían lo que había pasado, que yo había sido un cornudo, que mi mujer me había dejado… Me enteré también de que me iban a despedir, y ya no pude más. Contraté… no me va a creer, pero da igual. Mis intentos de suicidarme fracasaron y contraté a alguien para que me matara. —Esta vez el otro no dijo nada—. Eso fue hace tres semanas, ¿sabe?, un viernes, y el domingo supe que me había tocado el euromillón. ¡El euromillón! ¿Se imagina? Eso lo cambiaba todo. Me encerré en mi piso porque no daba con el tipo al que le encargué mi muerte y el primer día que abrí la ventana para ventilar… bueno, me picó un bicho en la oreja y me moví, claro. Y el tipo debía estar vigilando, porque recibí un balazo que en lugar de matarme me ha dejado tetrapléjico. ¿Qué le parece? Pasar de ser un desgraciado sano y arruinado a convertirme en un paralítico millonario en poco más de una semana. ¿Cómo lo ve?
El enfermo de la otra cama se levantó la venda de los ojos. Se acercó a la puerta de la habitación con una agilidad inesperada y la cerró con pestillo. Eleuterio, con los ojos abiertos de par en par, le vio quitarse el resto del vendaje mientras se acercaba a los pies de su cama.
—Le dije que mi reputación era intachable y vine aquí para terminar mi trabajo. Pero ahora, después de escucharle, estaría dispuesto a hacer una excepción por primera y única vez en mi vida. Así que… usted dirá.
Eleuterio abrió la boca y se echó a reír y a llorar a la vez.

Adela Castañón

Imagen: Ryan McGuire en Pixabay

Cinco horas con Julia

Tenía la esperanza de no llegar a tiempo, Julia. De que te hubieras muerto antes de mi llegada. Pero siempre se te dio bien fastidiarme y has conseguido hacerlo hasta el final. Te has salido con la tuya, aquí me tienes. Tu padre me ha estrechado la mano por compromiso cuando he entrado en la casa, en la que era nuestra casa, y tu madre me ha vuelto la cara. Se ha limitado a hacerle un gesto a tu padre y a decirle que deje la maleta en el recibidor. Supongo que es una indicación de que no soy bienvenido, que no voy a subir esta noche a dormir en el que fue nuestro dormitorio de matrimonio. Tampoco es que pensara hacerlo, pero por un momento se me ocurrió que igual me decían que me quedara. Por la niña, claro.

El interior de la casa está oscuro. Falta una hora para que anochezca, pero el cielo ha estado todo el día cubierto de nubes lentas, pesadas, grises igual que tu madre. Tu padre ha avanzado unos pasos por el recibidor, ha abierto la puerta corredera del salón y me ha hecho un gesto con la barbilla, imagino que conminándome a entrar. Había vecinos en el porche cuando llegué y, al bajar del coche con la maleta en la mano, las conversaciones se paralizaron. Hasta el aire, el poco aire que había estado soplando todo el día, se detuvo. Todo quedó en suspenso durante un minuto. El tiempo que tardó tu padre en salir hasta el umbral, sin pisar el porche, y hacerme con la cabeza el mismo gesto con el que ahora me ordena entrar a presentarte mis respetos, a cumplir con el deber de visitarte, de visitar a la mujer que se está muriendo, a la madre de mi hija, de esa hija en la que no he dejado de pensar ni un solo día desde que me echaron de esta casa.

Por lo poco que veo, todo está igual que cuando me fui. Menos el salón. Habrá sido idea de tu padre pegar la mesa de comedor a la pared para hacerle sitio a esa cama articulada en la que yaces ahora con la misma cara seria de siempre. Creo que es lo único nuevo que hay aquí. Qué poco te gustaban los cambios, Julia, qué poco… Cuando la niña pidió una cama nueva te negaste. Dijiste que la tuya estaba bien, que era una buena cama, que te había servido a ti y que tendría que servirle a ella. Dijiste que ni muerta te gastarías el dinero en comprar algo que no hacía falta, y mira… muerta, no, pero has tenido que llegar a estar así, casi muerta, y al final tus padres han comprado la puñetera cama. ¿Y sabes qué, Julia? Pues que me alegro.

Cuando he entrado en el salón, tu padre ha encendido la luz, ha salido y ha cerrado la puerta por fuera. Ya veo que en el techo sigue la misma lámpara aunque ahora, en vez de las cinco bombillas que tenía en cada tulipa en forma de flor, solo una intenta alumbrar, sin conseguirlo, hasta el último rincón. Y es de muchos menos vatios que las que había antes, Julia. O igual no, y es que me lo parece porque solo es una y antes había cuatro más.

Verás, Julia, iba preguntarle a tu padre que cuanto tiempo llevas durmiendo aquí, pero lo he dejado pasar, total, da lo mismo. Imagino que, para tu madre, ha sido más cómodo atenderte en la planta baja. El reuma de sus rodillas ya le daba la lata hace años, así que ahora debe de estar igual o peor. No sé dónde dormirá ella, no veo que el sofá esté hundido por ningún sitio. Tu madre es tan retorcida que no me extrañaría que por la noche se acostara en la cama, a tu lado. Qué asco, Julia. Te tienen bien limpia, eso siempre, pero no hay jabón de olor que enmascare el olor a muerta que ya te empieza a brotar por todos los poros de tu piel.

El timbre no para de sonar. Imagino que son los vecinos que vienen a interesarse por tu estado, ni siquiera esperan a que te mueras, es como si quisieran darle el pésame a tus padres por adelantado.

No sé por qué tu padre me ha metido aquí, a solas contigo. No sé si lo hace por tener un detalle o como castigo. Ha sido todo tan rápido, mi llegada y mi entrada en el salón, que ni me han dejado preguntar por la niña. ¿Cuántos años tiene ya? ¿Diez? No, espera, cumplió los once el mes pasado, aunque eso da igual. El día que se cayó a la piscina se plantó en los cinco años para siempre. El día que se cayó, que se cayó sola, porque no se me cayó a mí, por más que tus padres y tú me hayáis necesitado para el papel de culpable. Esas cosas pasan, Julia, quiero a nuestra hija tanto como tú, pero desde ese día no me has dejado quererla.

Le mandé una tarjeta de felicitación en su último cumpleaños, como todos los nueve de febrero de los últimos seis años, a pesar de que nunca me habéis contestado. Julia, ay, Julia… ese accidente doméstico truncó el futuro de la niña, la congeló en una infancia eterna, sí, pero tú decidiste que nuestro matrimonio siguiera el mismo camino y lo mataste sin piedad.

¿Sabes qué, Julia? Me voy a llevar a la niña. Yo no tuve la culpa de nada, aunque la asumí. Y verte ahí, callada por una vez en tu vida, me da el valor para decirte lo que debí decirte hace tanto tiempo. Lo mismo que ver tus ojos cerrados ha hecho que se abran los míos. Ni me había dado cuenta de que estoy hablando en voz alta, Julia, pero es así. Ojalá me estés escuchando, Julia, mi amor, mi mujer fuerte, dura, pero mía hasta que nuestro matrimonio hizo aguas por aquella fatalidad. Hizo aguas, Julia, y yo llevo seis años ahogándome en la misma piscina en la que se cayó la niña, ahogándome en mis lágrimas, en mi soledad, en mi pena.

Y esas lágrimas son ahora mi moneda de cambio, Julia. Te regalo las que ahora me corren por la cara, quédate solo con estas en memoria de lo que te quise. Las otras, las que llevo seis años guardando, son oro líquido de muchos quilates y van a servir para comprar de nuevo lo que siempre fue mío.

Julia, voy a cruzar esa puerta por última vez. Le diré a tus padres que me llevo a nuestra hija conmigo. Mi hija estará con su padre igual que tú estarás ya, para siempre, con los tuyos.

Descansa en paz. Yo acabo de hacerlo.

Adela Castañón

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Pido la palabra. Abrazada a los miedos

Mocade recibe una vez más a Vanesa Sánchez Martín-Mora que nos regala un nuevo relato suyo:

ABRAZADA A LOS MIEDOS

Escuché como la señora abría el postigo de la puerta que daba al patio; el suelo estaría encharcado por la tormenta que cayó durante la noche. No tenía reloj para ver la hora, pero no debía ser muy temprano. Los escasos rayos de luz ya se colaban acertados por las grietas de la madera que tapiaba la ventana, y eso solo sucedía en esa parte de la casa llegando el medio día.

Las tripas vibraban bajo mi piel desde hacía varias horas. La señora siempre aparecía después de ventilar la casa, me ponía un mendrugo de pan encima del retrete y esperaba para asegurarse de que me lo comía, supongo que no quería correr riesgos si mi madre aparecía por allí. Pero ese día no hubo nada que comer.

 Debí quedarme dormida un rato largo. Cando desperté, todo estaba sumido en una penumbra que seguramente avecinaba otra tormenta. No había rastro alguno de que la señora hubiese entrado para dejarme algo de comer, ni tampoco se escuchaba ruido alguno que me hiciese saber que no estaba sola. De pronto, un líquido caliente y ácido subió hasta mi garganta y lo vomité, pero no me asusté, conocía esa sensación.

Unos minutos después, escuché los pasos de la señora. De vez en cuando usaba zapatos con tacón y repiqueteaban al acercarse. Seguramente me escuchó vomitar, pero eso nunca lo he sabido. La maté unos días después. Los zapatos delataban su presencia tras la puerta del diminuto baño en el que perdí la cuenta de los días que estuve dentro, pero no llegó a entrar esa tarde. Creo que fue una especie de castigo.

La herida de la pierna estaba sangrando cuando me desperté de nuevo al día siguiente. Recuerdo el frio de la cerámica en mis muslos y la sangre bajando despacio hasta mi rodilla. Lo que no recuerdo es qué pasó ni quien cosió la herida, pero no se curaba. La piel de alrededor se veía más amoratada cada día.

Era otro día más en un cubículo de azulejos desconchados por donde salían cucarachas algunas veces. Al principio me daban miedo, pero después de varios días empecé a ignorarlas, a obviar su presencia. Hasta me sirvieron de entretenimiento mientras corría el reloj.

Estaba a punto de desvanecerme de la flojera cuando los zapatos de la señora sonaron cada vez más rápidos y más cerca. Una voz extraña se escuchó antes de que la puerta se abriese a trompicones por lo hinchada que estaba de la humedad. Será mi madre, pensé. Una joven con bata blanca y una cofia en la cabeza con el dibujo de una cruz roja se arrodilló al verme acostada dentro de aquella bañera oxidada. Del grifo que la coronaba siempre caía una gota de agua que yo bebía. En seguida me puso las manos en la frente y se dio cuenta de que estaba ardiendo. Empezó a discutir con la señora que permanecía inmóvil y de brazos cruzados con los labios muy apretados, como siempre. Unos minutos después de haber salido de mi guarida, la joven volvió con un maletín que tenía dibujada la misma cruz roja del gorrito de su cabeza. Sé que fue mi madre la que mandó a aquella joven, la conozco. Lo que no entendí nunca era porque mi madre no se ocupó de mí en lugar de mandar a alguien. Me dejó aquí cuando la nombraron líder de los revolucionarios. Según me contó antes de irse a defender nuestros derechos, la señora cuidaría de mí el tiempo que ella estuviese en el frente. Ojalá se diera cuenta de que corro menos peligro si me lleva con ella donde sea que tenga que estar.

La pierna me quemaba como si tuviese una vela encendida cerca de la piel, no sé qué clases de líquidos eran los que la joven vertió en mi herida, pero poco a poco, con el paso de los días, la pierna dejó de sangrar y de doler tanto. Ya no tenía ese color morado de antes.

Recuerdo que durante los días que aquella joven, que resultó ser una enfermera, venía a curar mi herida, la señora no falló ningún día con el mendrugo de pan y un pedazo de manzana renegrida que a veces tenía hormigas, pero que no me importaba porque el sabor dulce era un placer que jamás antes había disfrutado. Aquello duró apenas una semana. El ultimo día que vino, aquella joven enfermera se despidió de mi con un beso en la mejilla después de examinarme y cerciorarse de que había mejorado. Quise darle las gracias, pero desde que mis cuerdas vocales fallaron al gritar el día que me separaron de mamá, no he conseguido que mi voz se entienda, por eso preferí callarme. No quería ser mal educada y apreté su mano cuando ella borró el rastro de una lágrima de mi cara. Ese fue el último día que comería manzana dentro de aquel fúnebre baño.

Cuando la señora cerró la puerta, dejándome de nuevo a la suerte del tiempo, rodeada de las cucarachas que aparecían cuando no presenciaban ruido alguno y obviándome también a mí, me moví sigilosa hasta la puerta que separaba mi vida de la realidad. Apoyé mi oreja en la madera astillada y mal pintada para ver si lograba distinguir alguna palabra. Quería que aquella joven volviese de vez en cuando; sus caricias eran muy parecidas a las de mamá, y no quería que aquello dejase de suceder. Al volver a entrar en aquella bañera que me estaba dejando la espalda igual que un arco de flechas me mareé un poco, y fue al sujetarme en aquella cortina que desprendía un fuerte hedor a moho y que había adoptado un color verdecino como el de la verdolaga que crecía junto a la casa que mamá tenía antes, cuando algo plateado y metálico rodó hasta introducirse bajo un cojín mugriento que mi madre me puso un día que vino a verme. Nunca antes había visto aquel utensilio, pero era peligroso por lo afilado que estaba.

A la mañana siguiente, la señora empezó muy temprano a trastear cerca de mí, pero al otro lado de la puerta. Sé que era temprano porque los rayos de luz aparecieron bastante rato después. Sonaban ruidos de puertas y ventanas como si las abrieran y cerraran, con furia, y después, un silencio absoluto que me puso la piel de gallina. De pronto volví a escuchar el traqueteo de sus zapatos acercarse con ligereza a la puerta con una rapidez atípica en ella. Traía un mendrugo de pan en las manos y sonreía como jamás lo había hecho antes. No sé qué intención tenía con aquella sonrisa, solo puedo decir que me convertí en la asesina perfecta cuando se agachó a soltar el trozo de pan duro en la tapa de retrete. Me abalancé con agilidad sobre ella y le clavé aquel trozo afilado de metal en la garganta. Recuerdo que antes de irme del agujero en el que había mancillado mi dignidad, la dejé desangrándose y con fuertes espasmos, tirada en el suelo.

Vanesa Sánchez Martín-Mora

Imagen de Alf-Marty en Pixabay

Las palabras exactas

Recuerdo pocas guardias tan malas como la de aquel día de Reyes. Era mi primer contrato como enfermera de urgencias. Los avisos para la ambulancia llovieron durante todo el día y a las tres de la madrugada el coordinador del 061 movilizó nuestra UVI para atender a una paciente de quince años con una crisis de ansiedad en una gasolinera de la autopista hacia Cádiz.

Durante todo el trayecto, el conductor, el médico y yo lanzamos maldiciones y despotricamos contra todo y contra todos. Una paciente ansiosa con quince años no justificaba movilizar una UVI. ¡Era de locos!

Llegamos a la gasolinera pasadas las tres y media, sin cruzarnos casi con ningún vehículo. Un solitario Ford Fiesta, parado junto a un surtidor, parecía burlarse de nosotros. En la puerta del copiloto había un hombre, con los brazos sobre el techo y la cabeza apoyada en ellos.  

No llevábamos sirena, pero las luces debieron alertar al tipo y al empleado de la gasolinera, que salió desde dentro de la tienda. Él era el que había dado el aviso, pero no tenía demasiada información. El médico se acercó al del coche.

—¿Y la paciente?

El hombre levantó la cabeza. Una lágrima solitaria se deslizaba por la comisura de su ojo derecho. Abrió la puerta del copiloto, y señaló al hueco bajo el salpicadero sin hablar.

Allí, entre un amasijo de huesos y piel, dos ojos como carbones nos desafiaban desde el rincón. Los tres nos miramos perplejos. ¿Dónde estaba la crisis de ansiedad?

El siguiente minuto, el relato del hombre nos hizo sentirnos culpables y avergonzados. La chica tenía anorexia severa. Iban hacia Cádiz, dormirían en un hotel y, al día siguiente, la chica ingresaría en un centro. Los tratamientos ambulatorios habían fracasado y esa medida era su último recurso. Pero, durante el viaje, ella había intentado varias veces abrir la puerta del coche y tirarse en marcha. Desesperado, paró en el primer sitio que pudo, que resultó ser la gasolinera. Cuando intentó convencer a su hija para que saliera, la chica se atrincheró en el suelo. Le prometió que la llevaría de vuelta a Málaga, pero ni siquiera con la ayuda del empleado pudo hacerla salir.

Nos acercamos al coche y ella enseñó los dientes, como un animal acorralado:

—¡No voy a salir de aquí! —Nos miró, y le tembló la barbilla—. ¡No voy a dejar que me pinchéis ni que me hagáis nada! ¡No voy a salir de aquí! —repitió—. Tengo derecho a elegir.

El médico guardó silencio y dijo: “Dejadnos solos”.

Obedecimos, y no habían pasado ni tres minutos cuando, ante nuestro asombro, la chica salió por su pie y, seguida por el doctor, caminó hacia la ambulancia. Subí con ellos dos a la parte trasera. Ella se sentó en la camilla y permaneció quieta, con la cabeza baja. El doctor y yo nos sentamos delante de ella, en un pequeño banco del lateral del vehículo.

—¿Quieres hablar, Sofía? —El médico debió de preguntarle el nombre cuando se quedó con ella. El coordinador ni siquiera nos había dado ese dato.

Sofía se limitó a encogerse de hombros. Yo traté de echar una mano.

—Estamos aquí para ayudarte —le dije—. Todo va a ir bien, ¿vale? Confía en nosotros. Sé cómo te sientes y…

—No.

Era la voz del médico, y me quedé cortada, con los ojos muy abiertos. Sofía levantó la cabeza. Creí ver una chispa de curiosidad en su mirada. El doctor me miró, y me dijo con voz amable:

—No le mientas, Ester. Eso no ayuda. —Entonces miró a Sofía—. No creo que Ester sepa cómo te sientes. Es más, ni siquiera yo puedo saberlo.

La barbilla de la chica volvió a temblar como antes en el coche. De pronto, se echó a llorar y empezó a dar hipidos. Estuvimos así unos cinco minutos. Nosotros dos callados, ella llora que te llora. Por fin, se limpió los mocos con la manga de su sudadera y miró a los ojos del doctor.

—Llevo quince años esperando a que alguien me dijera eso.

—Pues recuerda también lo que te he dicho antes, en el coche.

Siguieron otros tres minutos de silencio. Yo no entendía nada. Sofía se levantó y le dijo al médico solo una frase:

—Lo voy a intentar.

Salimos los tres de la ambulancia. El padre de Sofía le preguntó al de la gasolinera dónde estaba el cambio de sentido más cercano y, antes de que le contestara, sintió en el brazo la mano de su hija.

—No, papá. Seguimos para Cádiz.

De vuelta al centro de salud, no pude evitar preguntarle al médico:

—¿Qué le dijo en el coche?

—Solo la verdad. Que podía elegir, que siempre se puede elegir. Salir de donde estaba por la fuerza, y saber que le inyectaríamos diazepam y otras cosas, o salir por su pie con mi promesa de no pincharle.

—¿Y qué más?

—Le dije que la anorexia era una guerra que tendría que librar a solas, pero que las guerras no se ganan solo en las trincheras, y que la victoria es para el que sabe buscar aliados.

—Pero luego, en la ambulancia… ¿Qué va a intentar?

—Ester, va a librar su guerra, como yo libré la mía. —Hizo una pausa—. Tengo una hija con autismo. El mundo podrá empatizar conmigo y ser comprensivo, pero de ahí a que alguien me diga que sabe cómo me siento… —Me miró y sonrió—. Solo puedes imaginar lo que es andar con los zapatos de otro, pero no es como sentir qué piedras se le clavan por el camino. Supongo que le dije lo que ella necesitaba escuchar. Ha elegido y ha tomado una decisión. Solo eso.

Llegamos al centro de salud y nos esperaba un aviso para atender a un niño con mocos. El médico soltó un resoplido y puso los ojos en blanco. El conductor, él y yo nos miramos, y los tres nos echamos a reír. ¡Menudos Reyes!

Adela Castañón

Imagen: amrothman en Pixabay

La reforma

Aquella Navidad, de manera inesperada, pudieron hacer realidad eso que todo el mundo dice cuando le preguntan: ¿qué harías si te tocara la lotería? Entre la multitud de respuestas tópicas y típicas, decidieron destinar los treinta mil euros del premio a tapar agujeros, tanto en sentido literal como metafórico. Su casa era antigua, llevaba años pidiendo a gritos una reforma y, por fin, podrían acometerla a lo grande.

Sus hijos tenían ya veinte y veintidós años. Pasaban con ellos solo los veranos y las vacaciones de Navidad, los dos estudiaban Periodismo y vivían en la capital, lejos del pueblo, en un piso compartido con otros dos estudiantes. Decidieron arreglar también sus dormitorios, total, la casa era grande, de las de antes, sobraban habitaciones. Y ahora tenían dinero de sobra hasta para lo que parecía imposible: acondicionar el enorme sótano que ocupaba los mismos metros cuadrados que la planta baja y el piso superior.

Papá Noel existía. Los Reyes Magos existían. La gente que salía en la tele el día del sorteo navideño existía. Los sueños, la posibilidad de hacer realidad los sueños, también existía en un pequeño rectángulo de papel, por solo veinte euros y con cinco números como cinco soles. El 22 de diciembre, un niño de San Ildefonso cantó esos cinco números con la música de fondo de un bombo en el que se apelotonaban miles de sueños como los reos de una cárcel luchando por su libertad. Y el preso indultado ese año llevaba en el orden correcto las cinco cifras del décimo que Mercedes compró en una administración de lotería solo porque le gustó la terminación.

—¿Por dónde empezaremos, Paco?

—No sé, Mercedes, no sé. Todavía no me creo que nos haya tocado. Será mejor que lo pensemos unos días, ¿no?

—Pues también tienes razón. —Mercedes se rascó la barbilla y sonrió a su marido—. Ahora no tendrás excusa para que le metamos mano de una vez al sótano, ¿eh?

—Mira tú por dónde te va a sonar la flauta, mujer. —Le devolvió la sonrisa—. Vas a salirte con la tuya. Pero no está mal pensado, oye. Mientras nos vamos haciendo a la idea podíamos empezar a revisar todo lo que hay abajo, ¿qué te parece? Antes de meternos en un pedazo de obra, lo más práctico es limpiar primero, tirar lo que no sirva… En eso sí que podemos empezar a adelantar.

—Pues no se hable más.

Aprovecharon que Paco tenía vacaciones hasta después de Reyes y, salvo los ratos que Mercedes dedicó a encerrarse en la cocina a preparar los menús navideños, pasaron horas en el sótano, en chándal y zapatillas, mientras compartían ataques de tos provocados mitad por el polvo y mitad por las risas cuando descubrían tesoros olvidados.

Aparecieron dos cajitas diminutas que habían comprado en el viaje de novios y que contenían el primer diente de leche de Pablo y de Laura, junto con sus chupetes; las mochilas raídas que llevaron cuando hicieron el Camino de Santiago, siendo novios; una caja olvidada con ropas de bebé de cuando los niños tenían meses. Paco sacó de una caja una carpeta llena de papeles. La abrió, y lo primero que encontró fueron dos entradas de cine de “Lo que el viento se llevó”. Las agitó en el aire y miró a su mujer:

—¡Merce! ¡Mira lo que ha salido por aquí!

—¿Qué es? —Ella estaba en la otra punta del sótano y no llevaba las gafas puestas.

—¿Qué te crees? Te doy una pista. La primera película que vimos en el cine fue…

—¡Lo que el viento se llevó! —dijo ella tras pensarlo unos segundos. Se echó a reír y repitió—: Lo que el viento se llevó… y…

—¡Y el culo no resistió! —Paco terminó la frase por ella y coreó sus carcajadas—. Las puedo tirar, ¿no?

—Sí… bueno… no sé… Déjalas en lo alto de la mesa de ping pong. Podemos poner ahí las cosas dudosas. No vayas a tirar nada sin consultarme, que te conozco.

—Vale, mujer. Que en la casa mandas tú.

—Ya, ya. ¡Y menos mal! Será en lo único que mando…

Las últimas palabras las dijo en voz baja y Paco no llegó a escucharlas. Tampoco es que hubiera diferencia si lo hubiera hecho. Delegaba en Mercedes todas las decisiones que correspondían al hogar o a los hijos, como debía ser. Para eso trabajaba mucho más de las cuarenta horas semanales de la mayoría, para tener a su familia atendida como Dios manda, con las necesidades cubiertas y con medios suficientes para hacer un viajecito al extranjero en vacaciones y costear las carreras de los niños. Y que a Mercedes no le faltara ni su gimnasio, ni su peluquería, ni nada de lo que las mujeres necesitan para ser felices.

Paco dejó las entradas sobre la mesa de ping pong y terminó de revisar la carpeta. Lo siguiente que había en la caja era un marco bastante grande boca abajo. Lo sacó, le dio la vuelta y sopló para quitarle el polvo, lo que le valió otro ataque de tos.

—¡Mercedes! ¿Qué hago con esto? Hay que ver la de trastos que llegamos a acumular…

—Espera, que desde aquí no sé lo que es.

Ella se acercó. Al reconocerlo, cogió el marco con mucho mimo de las manos de su marido y se le quedó mirando.

—¡Pero si es mi título!

—Como has dicho que te consulte… Ten en cuenta que si seguimos así no vamos a tirar nada, mujer. —Miró el título de Empresariales enmarcado con el nombre de Mercedes y añadió—: Lleva veinte años arrumbado y si lo guardamos se va a pasar otros veinte años igual.

—No estarás diciendo que lo tire, ¿no?

—A ver… Es como lo de las entradas. Las he puesto ahí por no contrariarte, pero se supone que estamos de limpieza, ¿no?

—Ya. Bueno, vale que las entradas las tiremos. Pero mi título…

—A ver… —repitió él. Señaló el título—. Eso y las entradas no son más que papeles. Pero el título abulta mucho más y lo que queremos es despejar el sótano y ganar espacio.

—Ay, Paco, pero es mi título.

—¿Y qué?

—Pues que entonces también podíamos tirar el tuyo, si te pones así.

—No digas bobadas, mujer. No es lo mismo.

—¿Por qué no?

—Porque no. Además, mi título no estorba. Ni siquiera está aquí. Está en mi oficina, lo sabes de sobra.

—Y este podía haber estado en la mía si yo hubiera seguido trabajando.

Mercedes fue a soltarlo en la mesa de ping pong, pero cambió de idea. Cogió una de las cajas vacías y, con el rotulador de trazo grueso que habían bajado para marcarlas, escribió en el cartón: “PARA GUARDAR”. Metió en ella el título, se cruzó de brazos y miró a Paco.

—Mi título se queda.

—Pues vamos bien —dijo él. Se cruzó también de brazos.

—¿Algún problema?

—No, no… Total, si tienes el capricho, se guarda. —Trató de no alterarse—. Yo solo lo decía porque no va a servir de nada.

—Eso nunca se sabe. Yo podría volver a trabajar.

—¿Tú? ¿Ahora? ¿Para qué? No digas tonterías, Mercedes. No nos hace puñetera falta que, a tu edad, te pongas a buscar trabajo. No irás a empezar otra vez con eso a estas alturas, ¿no?

—Pues mira, casi que lo estoy pensando. Ahora que los niños son mayores las cosas son muy distintas. Ya no me necesitan como cuando eran pequeños.

—¡Mercedes, por Dios, que eso ya lo decidimos hace años!

—¿Lo decidimos? Paco, Paco… lo decidiste tú en realidad. Yo solo me dejé convencer. Y no es que me arrepienta, de verdad, cariño. He criado dos hijos maravillosos y creo que he sido una buena madre y una buena esposa. Así que, ¿por qué no iba a poder empezar a trabajar de nuevo?

—¡Porque no nos hace falta! —repitió él, y esta vez subió el volumen.

—¡No te hará falta a ti! —dijo ella con el mismo tono de voz—. ¿Pero qué pasa si yo lo necesito? ¿Eh? ¿Qué hay de mí?

—¿Se te ha subido la sidra a la cabeza? ¡Vas a tener entretenimiento de sobra con la obra de la casa! Alguien tendrá que estar aquí y controlar a los albañiles, escoger las cortinas, resolver los imprevistos…

—Claro. Y ese alguien tengo que ser yo, ¿no es eso?

—Por supuesto. Yo tengo que trabajar. Lo lógico es que te encargues tú, como siempre.

Mercedes sacó el título de la caja y lo apretó contra su pecho. Miró a su marido.

—Paco, mi título y yo vamos a salir de este sótano. Nos han tocado treinta mil euros, Paco. Nos ha tocado la lotería. Un premio. Un buen premio. Si me apuras, te diría que nos ha tocado más de un premio. Por lo menos, a mí. Acabo de darme cuenta.

Volvió a dejar el título en la caja, se acercó a su marido y le puso las manos en el pecho.

—Paco, cariño, tira las entradas si quieres. De verdad. No me importa. Pero…

Dejó la frase sin acabar. Los ojos le brillaban y Paco supo que no era por el polvo del sótano. Recordó otra clase de polvos y descubrió, debajo de las patas de gallo de ella, el rostro de la joven empresaria de la que se enamoró. La que casi le pisó el ascenso. La que aceptó que la invitara al cine y le confesó, después de la boda, que había elegido aquella película porque era la que duraba más tiempo.

Tal vez ella tuviera razón. Tal vez les hubiera tocado algo más que los treinta mil euros de la lotería. Tal vez habría que desempolvar de aquel sótano muchas más cosas de las que pensaban.

Adela Castañón

Imagen de Peperet en Pixabay

Definitivo. Regalo de Navidad de una escritora para nuestros lectores

Hoy la Navidad trae un regalo a nuestro blog. El relato de una escritora, María Hidalgo Arellano, que ha querido compartir una historia con todos nosotros. Os dejo unas palabras suyas como presentación:

«Hace muchos, muchos años en un pueblo donde en invierno siempre huele a tierra mojada aunque no llueva nunca, un padre le dijo a su hija que no dejara de escribir. Ella fue profesora de lengua y literatura en el pasado. En el presente ayuda en la empresa familiar y es madre a tiempo completo. En el futuro, quizás, consiga escribir a rachas».

Adelante, amigos, y disfrutad de esta historia:

DEFINITIVO

El día que muera papá, mi casa dejará de oler a ralladura de limón. Se desmoronará la cal del patio blanco, poco a poco. Se resquebrajarán las baldosas por las esquinas y el suelo quedará como un mar de olas. Se nos olvidará que se vendimia a principios de septiembre el tinto fino, cuando la uva esté duz. Se acabarán los racimos, las viñas, los campos de olivos, los tomates maduros. No se recalará jamás el bizcocho. Nadie se atreverá a mezclar el sabor del flan de café con lágrimas. No se harán hogueras con sarmientos para asar chuletas de cordero ni veremos a nadie comerse la fruta con pan. No sabremos dónde se venderá el azúcar más barato ni compraremos huevos al por mayor. El día que muera papá, las puertas de mi casa empezarán un lamento de chirridos eternos. Nadie untará con aceite las bisagras. Los libros se volverán amarillos, casi de cartón-piedra. Seremos incapaces de releer Señora de rojo sobre fondo gris porque se nos escurrirán las palabras de las páginas. Seremos también incapaces de quemar los libros en un fuego devorador. Y los dejaremos en la estantería de siempre, de adorno. Vaciaremos el armario de cuatro jerséis, dos pantalones y un pijama de invierno. El mejor traje, supongo, se lo llevará a la tumba. El día que muera papá me quedaré vacía, como su habitación. Habrá eco entre los muebles desnudos, el espejo y el colchón marcado con la forma de su cuerpo. Habrá eco en mi cabeza porque solo escucharé su voz repetida. Y no la podré borrar. Y la oiré cuando esté lejos de allí y cuando vuelva. Y cerraré los ojos porque en el fondo lo que querré será oírlo cada día, cada hora. Y tendré mucho miedo a olvidar cómo sonaba su voz. El día que muera mi padre quizás comeremos lentejas. Un guiso insípido porque le faltará sal. Pero comeremos con prisas, por obligación, sin hambre y sin ganas. Nos sentaremos alrededor de una mesa triste e intentaremos agarrarnos al único pilar que quedará en pie: quizás será mi madre, quizás algún hermano. El día que enterremos a papá deberá ser un día lluvioso, plomizo. Necesitaré notar la humedad entrando por la punta de los dedos y recorrerá con escalofríos cada milímetro de mi piel. El día que entierren a papá veré a mi hija, por primera vez, llorar en serio. Se atragantará con sus propios fluidos y se le hará imposible imaginar el resto de su vida sin su abuelo. Y la abrazaré y notaré en ese momento que me echa en cara sin decírmelo toda una ristra de rencores que se resumirán en uno: “no te has dado cuenta de que se moría el abuelo, de que quizás estaba enfermo”. El día que entierren a papá cogeré a Jaime en brazos para que vea el cuerpo sin vida porque me pedirá al oído darle un beso al abuelo. Y después, en la oscuridad de la casa, al volver del cementerio, me confesará haber notado su cara como un trozo de mármol, “como las piedras del baño, mamá”. Y yo lo cogeré de la mano y lo llevaré al salón. Le enseñaré fotos antiguas y disimularé mis lágrimas. Él se dará cuenta de mis lloros y me dará un abrazo caliente. El día que muera papá llevaré un jersey que no me volveré a poner nunca más. Me prometeré a mí misma que no borraré su contacto del móvil y sabré, en ese momento, que llamaré el día veinticinco de cada mes durante el resto de mi vida. Me enfadaré si algún día me contesta alguien que no sea él. El día que enterremos a papá iré cerrando puertas. Primero la de su habitación. Me costará volver a entrar y tardaré meses en hacerlo. Y cuando lo haga veré a mi padre muerto en la cama, sin hablar, sin sentir, sin querer. Cogeré un pañuelo de su mesita y lo esconderé en mi bolsillo. Será mío para siempre. Después cerraré la salita, la trastera y el comedor.  Cogeré también un bote de cristal, un frasco pequeño e intentaré meter en él toda la esencia de mi vida: los abrazos en el sillón orejero, las comidas en el campo, el olor a lumbre, la mirada, el perdón, los rezos nocturnos, el sabor de las gachas o los cielos de verano. Lo taparé con un corcho y me dará pánico abrirlo más tarde por si me quedo vacía de golpe, por si me absorbe la vida. La noche que vendrá, cuando por la entrada de casa entre un viento helado y paralizador, bajaré a verlo morir. Le tocaré la mano todavía caliente y le susurraré que no tenga miedo, que se vaya tranquilo, que mis hijos, los otros, los muertos, lo esperarán en la entrada del Cielo. Pero no me contestará.

Mi casa quedará vacía, aunque llena de gente. Y se irá a otra casa para siempre. Y no me gusta como suena “siempre” porque cuando muera papá me daré cuenta de que la vida no es eterna, no ésta. De que el camino, es verdad, tiene un final y no lo querré ver. Y me encerraré en cualquier baño a gritar. Dejaré por la escalera un mechón de pelo detrás de otro. Y se formarán en los recovecos bolas de pelusas inmensas.

Mi padre morirá y mi casa solo olerá a él.

María Hidalgo Arellano

Imagen: Alejandra Hidalgo Arellano

Nadie

Margarita escucha sonar su móvil cuando está en el portal de su casa. Mira la pantalla, es Juanjo, su hijo.

—¿Otra vez has salido, mamá? No me cogías el fijo y me he preocupado.

—Sí, Juanjo. Me pillas en el portal.

—¿Pero a dónde vas con el calor que hace?

—A dar un paseo. Ya sabes que soy una friolera, la ola de calor es una bendición para mí.

—Ya hay que tener ganas… ¿Has quedado con alguien?

—Con nadie.

—No te entiendo. No me gusta que salgas sola, y encima con la plasta que hace…

—Anda, deja de preocuparte. Volveré antes de que anochezca, ¿de acuerdo? Te llamo cuando regrese para que te quedes tranquilo.

Juanjo menea la cabeza y cuelga el teléfono. Margarita sale a la calle maquillada con su mejor sonrisa. Mira el reloj de muñeca, va bien de tiempo. El autobús de la línea seis todavía tardará por lo menos quince minutos, y está solo a dos de la parada.

Abre el bolso y saca los dos papeles: el folleto de la residencia para personas mayores que sus hijos le dieron dos semanas atrás y el recorte de periódico con el nombre de algunas agencias de cuidadores a domicilio. Coge el móvil, que su nieta Iris le ha enseñado a usar, y marca el número de una de las agencias. La señorita que la atiende es muy agradable y no se extraña cuando Margarita le especifica el requisito más importante que debe tener la persona que quiera el empleo. La chica queda en que la llamará en un rato y la conversación termina justo cuando el autobús aparece por el final de la calle. Margarita se asegura de tener el bonobús en la mano y el bolso bien cerrado. Con ese calor no hay mucha gente por la calle, pero nunca se sabe. En eso tienen razón sus hijos, iría mucho más tranquila si paseara acompañada.

Se baja en la parada de siempre. El portero de la recepción la saluda por su nombre. Después de tantas visitas, ya se lo sabe y casi puede decirse que se han hecho amigos.

—Buenas, Margarita. ¡Menudo día tenemos! Se puede freír un huevo en el suelo.

—Ya, Damián, ya. Pero yo lo llevo bastante bien. ¿Cómo está hoy? ¿Lo has visto?

—Como todos, supongo. No he tenido tiempo de asomarme, me figuro que andará sesteando. Pero seguro que se espabila cuando la vea. Desde que viene a visitarlo ha empezado a comer mejor, la verdad es que parece otro.

Margarita sonríe sin contestar. No hace falta. Sabe que sí, está convencida de que él la recibirá con la sonrisa de siempre. Desde que se conocieron hace más de un mes, ha sido así: un cariño incondicional, una sonrisa que lo promete todo y un comportamiento que cumple a rajatabla esa promesa. Margarita lo quiere cada día más.

Cuando dobla la esquina del pasillo, él ya la está esperando. Los ojos le brillan más que el primer día y Margarita tiene la impresión de que es como dice Damián. Ella también se ve más guapa cuando se mira al espejo. Juanjo no lo ha notado, pero su hija Lola le preguntó el otro día medio en broma si se había echado novio.

—Mamá, parece que te has quitado años de encima últimamente. ¿No le habrás encontrado sustituto al pobre de papá, que en gloria esté?

—¡Ay, no, nena! Tu padre fue el hombre de mi vida. Y os prometí que nadie ocuparía su lugar.

—Vale, vale. Tampoco es que me importara, ¿sabes? Es más, si al final decides irte a la residencia puede que allí conozcas a alguien. El otro día salió la conversación con Juanjo, y él piensa como yo. No es bueno que estés sola, mamá. No sé por qué te empeñas en no querer considerar la idea. Ni que fuera una cárcel, mujer. En las residencias se puede salir y entrar. Y nos preocupa que vivas sola, los años se van notando, mamá…

—Bueno, nena, no te enfades.

La conversación quedó ahí, pero le abrió los ojos a Margarita. Hoy se ha puesto el perfume que le regaló su difunto marido, el de las grandes ocasiones. Porque ha decidido no esperar más.

El teléfono suena cuando va por la mitad del pasillo. Sigue avanzando despacito mientras escucha. Es la chica de la agencia.

—…

—¿De verdad? ¡Ay, señorita, es usted un amor!

—…

—¿Seguro? ¿Y cuándo podría empezar?

—…

—¡Qué alegría me da! Ahora mismo estoy con él, ¿sabe? Páseme el teléfono de esa señorita y la llamo desde aquí. Mi nieta me ha enseñado a hacer videollamadas —dice con un poquito de orgullo en la voz—. Así se lo puedo presentar y ella nos puede ver a los dos las caras. Que es importante que le caigamos bien, ¿verdad? Espere un momento, que voy a apuntar el número.

Margarita mira a su alrededor, no sabe dónde soltar el bolso para sacar su agenda, y vuelve a pegarse el móvil a la oreja.

—Mejor mándemelo por Whatsapp, no vaya a ser que me equivoque al escribirlo, ¿puede?

—…

—Mil gracias otra vez. Es usted un cielo.

Margarita oye el pitido del Whataspp y se cerciora de que es el mensaje que espera. Cuando lo confirma, ya ha llegado a la altura de donde él la espera siempre.

—¡Traigo buenas noticias! Por lo menos son buenas para nosotros. No sé cómo se lo tomarán mis hijos, pero me da igual. —Sonríe y le acaricia la cabeza. Su pelo es abundante y suave—. Voy a llamar ahora mismo a Conchita, la de la agencia me ha dicho que se llama así. ¡Seguro que vamos a congeniar los tres! Es más, si acepta el trabajo, le digo que venga a buscarnos aquí, y nos vamos los tres a casa.

Él la mira. No necesitan hablar para entenderse. Margarita hace la llamada de teléfono y Conchita le parece un regalo de Dios. La video llamada ha sido un éxito. Vuelve a acariciarle la cabeza.

—Espérame aquí, que no tardo nada. Voy a decirle a Damián que me prepare los papeles, los firmo y vuelvo. Le he dicho a Conchita que compre lo que vamos a necesitar de manera más urgente, y me ha contestado que no me preocupe, que ella se encarga de todo. Sé que mis hijos se enfadarán al principio, pero tendrán que respetar mi decisión. Y Conchita va a ser una aliada maravillosa, ya lo verás. ¡Se le ha visto hasta la última muela cuando le he dicho tu nombre! Lo ha entendido a la primera, es bueno que sepa desde el principio que yo nunca miento. Le prometí a mis hijos que Nadie ocuparía el lugar de su padre, y así va a ser.

Margarita sale en busca de Damián. El perro se sienta a esperarla, pero esta vez no tiene las orejas gachas. Hoy mueve el rabo, sabe que hoy es un día diferente. Esa criatura de dos patas y pelo blanco que viene a visitarlo huele hoy a libertad. El perro que ha aprendido a responder al nombre de Nadie se siente, hoy, alguien importante.

Sabe que ha encontrado un hogar.

Adela Castañón

Imagen: Sabine van Erp en Pixabay