El cuento sin fin

Invéntame un cuento, hijo, inventa una historia para mí, ahora soy yo la que te lo pide, ahora entiendo tu necesidad cuando me pedías eso, ahora te toca, te toca a ti, mi niño. Inventa algo para mí, yo lo dejaba todo para crearte una historia, la plancha, la comida, todo pasaba a un segundo plano, te contaba mil cuentos aunque nunca te los escribía, ahora tienes que hacerlo tú por mí, volver de dónde quiera que estés, da igual tu cuerpo en esa caja forrada de blanco, ese eres tú y no eres tú, tú no eres eso, o sí, eres eso, eres más que eso, eres el cuento que flota invisible entre las cuatro velas, cuéntame ese cuento, mi niño, sopla para que llegue a mi piel, solo eso puede mantener a raya a la muerte, ladrona de hijos, muerte, criatura sin alma, sin útero, que quiere robarte, mi niño, no la dejes, no me dejes, quédate conmigo, hijo, quédate conmigo, cuéntame un cuento, cuéntame el cuento del árbol que quería ser inmortal, que quería moverse, y ver el mundo, como tú y como yo, que hemos visto el mundo, este mundo, muchos mundos, sin movernos del sofá.

No me acuerdo de cómo era ese cuento, hijo mío, tengo que acordarme. Si no me acuerdo te irás del todo, te irás y yo me moriré y me iré también, pero no quiero irme sin saber si llegaré al mismo sitio, no te vayas, mi niño, no te vayas todavía, yo soy el tronco, no puedo vivir sin las ramas, no puedo vivir sin ti. Las ramas, eso era, gracias, tesoro, era eso, claro, era eso, las ramas que cortaba un hombre, y hacía con ellas una cuna, la cuna en la que te mecía de pequeño, y el árbol era árbol y era cuna y era las dos cosas, y quería más, quería ser más, como tú, mi niño, querías ser muchas cosas, querías ser pirata, y el árbol te daba la madera para el palo mayor de tu barco, y me llevabas a tierras lejanas, y entonces naufragábamos en una isla, eso era, cómo he podido olvidarlo, eso era mi niño, te quiero, te quiero tanto, tantísimo, qué bueno eres quedándote conmigo, estabas perdido con tanta gente alrededor, pobre niño mío, todos mirando sin verte dentro de esa caja forrada de blanco, y tú buscándome, y no me veías con tanta gente, ya se han ido todos, tesoro, ya solo estamos tú y yo, y tú no me veías entre tanta gente y yo no te podía escuchar con tanto ruido, y por qué lloran, no saben, me miran raro, qué saben ellos, no saben nada de nosotros, de ti y de mí y de nuestras historias inventadas, ni saben nada del árbol que quería vivir para siempre, y tú eres ese árbol y eres tu cuna y mi palo mayor. Y en la isla de nuestro cuento cae la noche y hace frío, y los dos nos reímos con el cuento inventado, y quemamos el palo para hacer una hoguera y vivimos en la isla comiendo cocos y plátanos, y con la ceniza de la hoguera nos acordamos del árbol y tú coges la ceniza, y arena y agua y hojas de palmera porque en la isla te has hecho un hombre y lo conviertes todo en papel y yo sigo a tu lado y estoy igual que ahora y tú eres más alto que yo y eres mi niño y te cojo en brazos porque en nuestro cuento cambiamos de tamaño porque sabemos hacerlo como Alicia en el país de las maravillas, y espera, no te vayas, son solo pasos, tesoro mío, son pasos, de tu padre o de la abuela o del abuelo y no te vayas, mi niño, no te marches, no puedo decirles que no entren, ellos también quieren verte, rey mío, pero no inventaron cuentos contigo y por eso no encuentran el camino.

No dejes que me levanten de aquí, no los dejes, no quiero dejarte solo, no quiero quedarme sola, no sé que me están diciendo, no entiendo las palabras, diles que me dejen, mi niño, diles que me dejen aquí contigo, hace frío, no quiero marcharme, tenemos que terminar el cuento, o ya lo terminamos aquel día, no me acuerdo, no puedo acordarme, si no me acuerdo te irás del todo no te vayas, no te vayas todavía, no te vayas sin mí, llévame contigo si te vas, no me dejes sola, no te quedes solo, y eso era, en la isla hacíamos papel con las cenizas y tú te reías y decías que el árbol había sido muchas cosas, árbol, rama, cuna, palo mayor, leña, papel, y que ese cuento sería un cuento inacabado porque no querías ponerle fin, y qué listo eras, mi niño, qué listo eres, siempre has sido muy listo y tenías razón, ese cuento no puede acabar, y quiero que dejen de decirme que me vaya a dormir, que tengo que descansar, es que no lo ven, que mi descanso es escribir contigo el cuento del árbol que quería ser inmortal, y no nos dejan en paz, y no puedo acordarme de cómo sigue y me estás escribiendo con tu dedo de aire las palabras en mi piel y se me pone la carne de gallina y te estoy sintiendo y ya no hay hielo en el centro de mi pecho y estás soplando la hoguera de la isla que ahora me calienta por dentro y me estás diciendo que cierre los ojos para verte, que puedo hacerlo, y lo hago y te veo, y veo el papel que has fabricado en la isla y me estás contando el cuento, mi niño, ese cuento que no se acabó y ahora sé por qué no se acabó porque mientras ese cuento no esté terminado tú no te irás, te vas a quedar conmigo, te quiero, hijo, te quiero tantísimo, qué bien que la gente se fue, que ya me ves, que ya te siento, y pobre abuelo, mira cómo llora, el abuelo te leía cuentos, él decía que los inventores somos tú y yo y lo haré por ti y le contaré al abuelo el cuento del árbol, y a la abuela y a papá, y lo escribiré en un papel que brillará cuando escriba sobre él porque será el papel que antes fue ceniza y palo y cuna y árbol y cuento y tú sigues aquí, mi niño, y ahora entiendo que nuestro cuento inventado no tenía final y yo voy a seguir escribiendo, hijo mío, y escribiré hasta que la vista me abandone y escribiré porque tú y yo somos la rama y el árbol del cuento que nunca se acaba y por eso no te vas a morir nunca, y qué torpe he sido, que no lo entendí hasta ahora, y eres tan bueno, mi niño, eres un ángel, y te prometo que voy a seguir escribiendo y que nuestro cuento inventado y tú y yo seremos inmortales y esto no es un adiós, mi niño, y cerraré los ojos y tú me soplarás en la piel cuando quieras hablarme y estaremos los dos en nuestra isla y te diré todos los días que te quiero, mi niño vivo, mi cuento inacabado, mi vida, te quiero.

Adela Castañón

Imagen: Yuri_B en Pixabay

Mujeres azules

Ese martes amanece nublado.

­­—Mami —dice Lucía—, ¿por qué no me tocó a mí ser como Ángel? —La pregunta coge desprevenida a Alicia.

—¿Por qué me preguntas eso, chiquitina?

La niña ladea un poco la cabeza, igual que hace su perrita cuando la ve comer chocolate. Señala el panel de corcho que hay en una pared del salón, se pone en pie, se acerca y toca con el índice extendido el letrero que hay escrito con rotulador grueso en el marco superior: “CALENDARIO DE ANGEL”. Al lado de esas tres palabras está pegada una etiqueta con el día de la semana, que su mamá cambia todos los días. 

—Yo también quiero tener una agenda con muchas clases para que me tengas que llevar.

Alicia no sabe qué responder. Besa a Lucía en el pelo y le empuja con suavidad la espalda.

—Ea, bonita, lávate los dientes y dibujamos un ratito si quieres.

En el corcho, pegadas con velcro, se alinean las imágenes plastificadas de las actividades que le tocan a Ángel los martes. Lucía y él terminaron de comer hace un rato. Alicia los recoge de la guardería porque, aunque hay comedor escolar, prefiere que almuercen en casa. Así es más fácil o, para no mentir, menos difícil. Ángel acabó el postre, se levantó, quitó del corcho la foto correspondiente a la comida y la guardó en la caja que hay junto al tablero. En esa caja están todas las fotografías y dibujos que le ayudan a organizar su día a día. Luego se cepilló los dientes y volvió al tablero para quitar la foto de la pasta y del cepillo, siguiendo su ritual. Ahora el pequeño duerme la siesta antes de empezar con las terapias de apoyo de esa tarde que aguardan su turno en la fila de imágenes del corcho: logopedia, piscina y fisioterapia.

Alicia ve como Lucía entra en el cuarto de baño y echa un vistazo a la caja. Se queda quieta y se le escapa un suspiro, entre el miedo y la esperanza, al ver que la foto del cepillo ha quedado un poco torcida. Sabe que Ángel ha debido notar ese pequeño desorden, a su hijo no se le escapa nada, y, pese a ello, no ha protestado por esa alteración del ritual. “Dios mío, ¡ojalá sea señal de que las terapias van sirviendo de algo!”, piensa Alicia. Hace unos meses, ese desplazamiento de un par de milímetros entre las dos cartulinas hubiera provocado una rabieta más, y de las gordas. “¡Qué pasos de gigante está dando mi pequeño!”.

Hace casi un mes que Ángel toma parte activa en la organización de su agenda. Ya va siendo capaz de quitar y poner las fotos correspondientes, aunque para ello necesite ayuda. Ese sistema de agenda visual que les aconsejó el psicólogo está consiguiendo que la vida en casa empiece a ser más llevadera para todos. El milagro de la comunicación va surgiendo poco a poco.

En el butacón, la abuela finge dormir. Se alegra de haber cerrado los ojos. Aún recuerda la tensa conversación con su hija hace unos días; es más, le asalta la duda de si su nieta habría estado escuchando cuando discutieron. “No puede ser. Lucía es muy pequeña y, además, en ese momento estaba jugando en el jardín. A lo mejor fui demasiado dura con Alicia, pero… ¡hija de mi vida! ¿No te das cuenta de que tienes DOS hijos? ¡Que también has parido a esa niña! ¡Que la has traído al mundo con los mismos dolores!”

Lucía vuelve al salón y la abuela sigue haciéndose la dormida mientras escucha a su nieta.

—Mami —la niña habla bajito—, ¿se puede ser azafata, aunque se tenga un hermano que esté malito?

Los puños de la abuela agarran con fuerza los brazos de la butaca en un burdo intento de no apretar más los ojos. Pero si no los cierra con fuerza, las lágrimas acabarán por delatarla. El silencio es tal, que la anciana puede oír el ruido que hace su hija Alicia al tragar. A ella, sin embargo, la boca se le ha quedado como si la tuviera llena de arena. Sus párpados cerrados no impiden que su mente vuelva a ver, con la misma intensidad del primer día, aquel párrafo del informe del psicólogo: “Juicio clínico: trastorno de espectro autista, con retraso mental asociado”.

A partir de aquella fecha, Jaime, su yerno, tiró la toalla. Y ya puede Alicia decir misa, que el niño, desde ese momento, ha pasado de tener un problema a convertirse en el principal problema de su padre. “¡Pobre hija mía! ¡Pobre Alicia! La más callada y tímida de mis hijos… y te toca el premio gordo de la lotería”. Ahora la abuela, al pensar en sus nietos, tiene que esforzarse para no sonreír. Aunque, si abriera los ojos, vería que ni su hija ni su nieta le prestan atención. Porque esos niños son ni más ni menos que eso: dos premios del gordo de Navidad. Y, si no, que se lo digan a ella. Y el imbécil de su yerno, sordo y ciego, sin disfrutar esos dos diamantes que la vida le ha regalado. “¡Señor, Señor! ¡Nunca entenderé cómo, en Tu infinita sabiduría, les regalas margaritas a los cerdos! No sé quién es más autista, si mi Ángel, o ese majadero de Jaime…”

Otra vez se ha perdido la memoria de la abuela por los caminos del amor a sus chiquillos. Un toque en su mano derecha le hace abrir los ojos. Su hija está de pie, junto a la butaca. La mujer mira alrededor.

—¿Dónde está Lucia, Ali?

—Se ha ido al jardín a jugar, mamá.

Alicia, más que sentarse, se deja caer al suelo a los pies de su madre. Igual que cuando era pequeña, apoya la cabeza en el regazo materno para sentir los dedos de la anciana acariciando su cabello. Nada en el mundo la relaja tanto. Ese suave masaje actúa como un bálsamo sobre la tormenta de pensamientos que no deja en paz a su cerebro. “Mi pobre niña”, piensa la abuela, “mi Ali, que no sabe que bajo su piel de cordero tiene un corazón de león”. Pero la abuela se equivoca. Alicia lo acaba de descubrir.      

—Mamá, voy a dejar a Jaime.

Alicia no le dice “¿qué te parece que deje a Jaime?”, ni “estoy pensando en dejar a Jaime”. Su voz y su rostro irradian seguridad. La abuela, sin poder creer lo que ocurre, se da cuenta de que los labios de su hija se han curvado en una sonrisa. La cara de Alicia es, a sus ojos, un arcoíris de esperanza.

Para Alicia, a partir de ahora, sus hijos y su madre serán su motor. Jaime, su marido, es, y ha sido, su ancla. O eso creía ella. Pero la vida no es una nave varada, y ella tiene que deshacerse de lo que le impide avanzar. Jaime, con su egoísmo maquillado de falsa seguridad e interés paternal, ha sido, en realidad, un lastre. ¡Cómo ha podido estar tan ciega!          

Alicia no le contará a su madre la conversación que mantuvo la noche anterior con su marido. No le dirá que Jaime le propuso ingresar a Ángel en una institución para niños discapacitados. Tampoco le dirá que más que una conversación fue un monólogo. Que Jaime hablaba y ella escuchaba. Alicia sabe que no hace falta contarle nada de eso.

En el jardín, Lucía juega con sus muñecas. Una en cada uno de sus bracitos. En ese momento está hablando con su favorita, la que tiene el pie roto: “No tengas miedo, Ariel. Mamá me ha dicho que puedo ser azafata, aunque Ángel esté malito. Que da igual que papá me dijera que lo tengo que cuidar toda la vida. Ella lo arreglará todo. También me dijo que puedo ser piloto, o astronauta, o lo que yo quiera ser. ¿Verdad que mami es un hada?”

En ese instante un rayo de sol encuentra hueco entre las nubes. Alicia gira el cuello. Ángel se ha despertado de su siesta y, en lugar de empezar a hacer los ruidos de costumbre, se ha levantado solito e irrumpe en el salón iluminándolo más que ese rayo despistado. La abuela sigue la dirección de la mirada de Alicia, y las dos se amarran con un hilo invisible a los ojos de Lucía, que acaba de entrar con sus muñecas en brazos, y también contempla a su hermano con arrobo. Las tres mujeres sonríen. No necesitan hablarse. Ángel, por primera vez en su vida, responde con otra sonrisa. Y, cada uno de ellos, a su manera, piensa lo mismo: “A partir de ahora, todo va a ir mejor”.

Adela Castañón

Imagen: Gerd Altmann en Pixabay 

Uno más uno igual a tres

El traqueteo del vagón de metro siempre me da sueño. Esas cabezadas diarias, camino de mi trabajo, son las que más disfruto en todo el día. Pero hoy se han interrumpido por culpa de un golpe en mi cadera. Entreabro apenas un párpado; dos chicas jóvenes, muy concentradas en su charla, se han sentado justo enfrente de mí. Una de ellas me ha dado un rodillazo al pasar. Debe de ser la que está hablando con las cejas fruncidas, y creo que no se ha dado cuenta porque está enfrascada en la conversación y ni siquiera ha hecho un gesto de disculpa. Entorno otra vez los párpados, y continúo en la misma postura, con el bolso apretado entre mis brazos y mi cuerpo, pero el sueño se ha bajado en la parada donde se han subido las muchachas.

—…pues créetelo, Toñi.

El ruido de una cremallera tira de mi párpado, que se despega del otro unos milímetros, arrastrado por la curiosidad. La que está hablando saca de su mochila una bolsa con el logotipo de una farmacia.

—¡Mira, no puede estar más claro!

—¡Joé, tía! —Toñi abre mucho los ojos—. ¡Me cago en tó lo que se menea! ¿Se lo has dicho ya? Porque pa mí que le va a sentá como una patá en los guevos. —Las dos cabezas, muy juntas, se inclinan sobre el misterioso contenido de la bolsa.

—¿Tú crees? —La que habló primero se lleva el pulgar a la boca, y muerde la piel del dedo.

—O sea, que no le has dicho ná entoavía. Pos pa mí que lo tiés claro, Loles. —Aprieta los labios y se calla.

—¡Ay, Toñi! ¡Que no me llames Loles, joder! Que llevamos ya dos años en Madrid y sigues hablando igual de cateto que si acabaras de llegar del pueblo. ¿Qué trabajo te cuesta decirme Dolores?

—¿Pos y a ti qué más da? Yo hablo como me da la gana, bonita. Y tú habrás aprendío a hablar finolis, pero eso no te ha librao de meter la pata hasta el fondo. —Toñi se ablanda al ver que Loles hace un puchero—. No llores, tonta. ¿Y cuándo piensas decírselo?

Toñi obtiene el silencio por toda respuesta. Las cejas de Loles se elevan en el centro de la frente, como el tejado de una casa. Su nombre es un fiel reflejo de la expresión de su cara, mientras sigue tirando del padrastro con los dientes. “Como siga así, esta chica va a morir despellejada”, pienso.

—¡Ay, Toñi! ¡Que no me atrevo! Le va a sentar como un tiro. ¿Y si me dice que me lo quite? ¡Con lo que quiero a mi Lucas… y ahora esto! Si es que tampoco hemos hablado nunca de este tema y…

Toñi abre mucho la boca y agarra la mano de Loles con tanta fuerza, que su amiga se para a mitad de la frase. En vista de que Toñi no dice nada, Loles le sacude el brazo.

—¿Toñi? ¡Toñi! ¡Que parece que te ha dao un pasmo!

“Vaya, vaya”. Al oír la pronunciación de la última frase tengo que hacer un esfuerzo para no reír. Desde luego los nervios se han cargado la capa de barniz de chica de capital que luce la tal Loles.

—¡Loles, tía! Ya lo tengo. ¡Mándale un guasa!

—¿Quéeee? —Loles deja de morderse la piel del pulgar.

—Que le mandes un guasa, alelá. Échale una foto ar cacharro ese, y se la mandas.

—¿Estás tonta, o qué? —Ahora las cejas siguen oblicuas, pero en sentido inverso. Les faltan dos milímetros para juntarse en el entrecejo formando una “V” mayúscula.

Yo las sigo espiando con disimulo. Toñi calla. Las cejas de Loles deciden de una vez quedarse en horizontal. Deja de morderse el padrastro y manosea su mochila con las dos manos.

—¿Mandarle un WhatsApp?  ¿Tú crees…?

Toñi sonríe con ganas. Tiene una dentadura preciosa del primer molar al último. Por toda respuesta, mete mano en la mochila de su amiga y saca el móvil. Veo a las dos manipular el teléfono y el contenido del paquete de la farmacia. Tengo que esforzarme para no inclinar mi cuerpo hacia delante y cotillear yo también. Mi otro párpado se levantó hace rato para imitar al primero, y puedo disfrutar del duelo de miradas de mis vecinas de asiento. Por suerte para mí, sigo siendo la mujer invisible.

—¡Hala! ¡Ya está!

La tregua del padrastro toca a su fin. Se suspende el indulto, Loles vuelve a las andadas, muerde que te muerde, y el pobre trozo de piel vuelve a sufrir el ataque de los dientes mientras su longitud va menguando. Por la cara de Loles pasa todo un muestrario de expresiones, que Toñi observa en silencio mientras suspira y espera a que su amiga asimile lo que ha hecho. Después de un minuto que parece eterno, Loles despega los labios del pulgar y habla por fin:

—¡Ay, Toñi! ¡Yo te mato! ¿Pero qué he hecho, Dios mío? ¿Cómo se te ha ocurrido darme esa idea? ¿Y tú dices que eres mi amiga?

—Pos claro que sí, tontarra, que eres una tontarra. Por eso, porque soy tu amiga, te he tenío que empujá. Si fuera sío yo, otro gallo cantaría. A ti se te va toa la fuersa por la boca, tía, pero a la hora de la verdá te fartan ovario. Además, ¿qué es lo peó que pué pasá? ¿Qué te mande a tomá por culo? ¡Pos que se joda, que tú no te quéas sola, leñe, que pa eso tiés a tu familia en el pueblo, me tiés a mí aquí…! —Toñi le da un pellizco cariñoso en la mejilla a su amiga y sonríe con media boca solamente—. Aunque entre porvo y porvo ya podíais haber hablao un poquito de los posibles ¿no? ¿Qué pasa? ¿Qué no había tiempo de hablá, ni tiempo pa ponerse un condón…?

El timbre del móvil las hace dar un respingo. Mejor dicho, el respingo lo damos las tres, aunque del mío ni se enteran. Loles todavía tiene el móvil en la mano, y por poco no se le cae al suelo del vagón.

—¡Toñi! ¡Ay, madre…!

 —¡Contesta, tonta!

Loles atiende la llamada con un “¿Si?” y yo abro del todo los ojos aún a riesgo de perder mi incógnito. Veo cómo se chupa los labios y parpadea, sin dejar de morderse el padrastro. Empieza a respirar hondo y los botones de su blusa se tensan. No dice nada en todo el rato, y se despide con un “Vale”. Si Toñi no le pregunta en cinco segundos, lo haré yo aunque me mande a la mierda. Pero Toñi la interroga en ese instante. Nuestras rodillas se tocan, pero ni ella ni yo nos damos cuenta de que nos hemos echado hacia delante.

—¿Qué? ¿Era el Lucas? ¿Qué te ha dicho?

La sonrisa de Loles habla por sí sola. Le brillan los ojos.

—Que si es niña, Carmela. Como su madre.

Adela Castañón

Imagen: Nick Walker en Pixabay 

Una copa más

Marcos, acodado en la barra del bar, mira a su alrededor. En el extremo del mostrador el camarero está secando vasos y suspira de vez en cuando echando miradas de reojo a los pocos clientes que quedan. La pareja que hay en una mesa de la esquina quizá se marche pronto, porque ella no para de mirar el reloj. Y el vigilante de seguridad que casi ha terminado el bocadillo y la cerveza tiene aspecto de estar a punto de comenzar un turno de noche. Todos parecen personas normales, piensa Marcos, con vidas normales, como la suya hasta hace poco tiempo. Las horas que lleva en ese bar le van pesando, pero tampoco tiene ganas de marcharse, ¿para qué? Espera a que el camarero mire hacia donde está él y, cuando lo hace, levanta la mano.

—Camarero, otro vodka, por favor. —Al ver que el hombre vacila, intenta sonreír sin conseguirlo del todo—. Me marcharé pronto, oiga, pero póngame otra, amigo —susurra dos palabras, más para sí que para el otro—. La necesito.

El camarero le sirve otro vodka y vuelve a su tarea. Marcos sujeta el vaso con la mano derecha y se inclina como si se asomara al interior de un pozo. El alcohol que circula por sus venas le juega una mala pasada, la misma que le han jugado las copas anteriores. Parpadea al ver que el líquido transparente del cubilete se agranda y toma la forma de un espejo circular que abarca todo su campo visual. Eso le recuerda los cuentos de hadas que le lee a su hija. En ellos existen criaturas fantásticas que ven el pasado y el futuro en piletas de piedra llenas de líquidos con extraños poderes, que suelen estar escondidas en cuevas misteriosas. Los dragones de esas historias son fáciles de identificar, siempre tienen alas y echan fuego por la boca, no como los monstruos de la vida real, esos que se camuflan bajo la piel de tu mejor amigo, con el que compartes cervezas y confidencias muchos sábados en el campo de golf.

Ahora la cueva de Marcos es el bar, y los vasos de vodka son su pasaporte para viajar en el tiempo.

Cuando apuró la primera copa, hace ya un par de horas, contempló ensimismado el fondo como si, en vez de contener restos de vodka, fueran los posos de una taza de té. Allí, en ese círculo mágico, se reencontró con las imágenes del día en que empezó todo. El día en el que su vida comenzó a escurrirse cuesta abajo con la misma determinación irrevocable del alcohol que baja hoy por su gaznate.

Conducía de camino a una cita de trabajo y, al parar en un semáforo, vio salir a su mujer de un hotel en compañía de Eugenio. Ellos no se dieron ni cuenta. Caminaban con las cabezas muy juntas, como conspiradores, ajenos a todo lo que no fuera su conversación. Ni siquiera levantaron la vista al escuchar la pitada que le dio el coche de atrás al ver que él no arrancaba cuando el semáforo cambió a verde. Mercedes y Eugenio se conocían desde mucho antes. Los dos eran ya parte de la plantilla de la oficina cuando él entró a trabajar allí. Estaba claro que su puesto siempre era el último, aunque hasta entonces no se hubiera dado cuenta.

El ruido de una silla al arrastrarse atrae la atención de Marcos. El vigilante ha terminado de cenar, se ha acercado a la barra y está pidiendo la cuenta.

Con la segunda copa, Marcos recordó su alegría y su incredulidad de diez años atrás cuando Mercedes, la chica más guapa de la oficina, quince años menor que él, aceptó su propuesta de matrimonio. Y no es que a ella le faltaran pretendientes, que había muchos con más pelo y menos barriga que él. Se armó de valor y le pidió una cita al notar que ella casi siempre sonreía cuando sus miradas se cruzaban. Él le hacía muchos favores, claro, pero igual que se los hacía al resto de compañeros, a los que siempre estaba dispuesto a ayudar. La secretaria del director, Encarna, una mujer casi de la edad de Marcos, siempre decía que, si él faltara, la oficina haría aguas. Encarna también le sonreía a menudo, pero sus muestras de simpatía, en comparación con las de Mercedes, tenían el brillo de una bombilla de cuarenta vatios que no podía competir con la luz del sol. Marcos se casó con su Mercedes dispuesto a apurar la copa de su felicidad mientras durase, porque tenía el convencimiento de que antes o después, posiblemente más temprano que tarde, llegaría alguien que lo desbancaría en el corazón de su mujer. Y no se equivocó. Alguien llegó, recordó Marcos mientras daba sorbos al tercer chupito, pero no fue como él esperaba. Su hija le demostró que el corazón de Mercedes tenía sitio para una persona más, y él se sintió feliz al compartirlo con su niña.

Un suspiro del camarero lo arranca de sus recuerdos. La pareja de la mesa se ha marchado y Marcos no se ha dado ni cuenta.

El cuarto vodka encendió un fuego ardiente y negro en su garganta y en su cabeza. La felicidad tenía la culpa de que él hubiera bajado la guardia. El día que descubrió lo de los cuernos se tragó su rabia y disimuló al llegar a su casa. Aquella noche no pudo dormir, y le pareció increíble que su mujer fuera capaz de conciliar el sueño con esa facilidad. Ni siquiera se despertó cada vez que él se removía en la cama. De madrugada, Marcos tuvo la sensación de haber pasado mil horas tendido sobre un colchón de clavos. Le ardía la cabeza. Reuniría pruebas, seguiría a ese par de traidores, y cuando lo tuviera todo atado pensaría cómo vengarse. Contrataría a un detective. Acusaría a Eugenio delante de los compañeros, aunque él quedara como un pobre cornudo. Le diría a Mercedes que se veía con otra mujer. Cualquier cosa. Ninguna. Todas. Era como si todo lo que imaginaba lo viera a través de un velo rojo, deformado, como cuando uno se mira en los espejos de la feria y no se reconoce al enfrentarse a unas imágenes desproporcionadas y absurdas.

El camarero ha terminado de secar los vasos y mueve las botellas de sitio haciendo un poco más de ruido de lo necesario. Marcos finge que no se da cuenta.

En el reflejo del quinto vodka se vio a sí mismo en el coche de alquiler, vigilando a su mujer los días posteriores al de su descubrimiento. Le invadió una satisfacción amarga al confirmar que Eugenio y Mercedes se veían varias veces. Una mañana se atrevió incluso a seguir a su mujer cuando caminaba. Ella entró en una tienda de artículos deportivos y, desde un portal cercano, Marcos observó cómo pagaba un juego de palos de golf de una marca bastante cara. La pena se le agarró a la garganta y le robó el aire cuando vio acercarse a su rival a la puerta de la tienda, y recibir de manos de su mujer el regalo primorosamente envuelto. 

Una mosca estúpida choca una y otra vez con una botella de cristal, y rebota contra el vidrio igual que los recuerdos de Marcos dentro de su cerebro.

Ahora, con el sexto vodka delante, acaricia el borde del vaso con la yema de su dedo índice. No quiere terminarlo. Mira a su alrededor y confirma que los demás clientes se han marchado. El camarero, prudente y resignado, se ha sentado en un taburete que hay tras la esquina de la barra y desliza los ojos por la pantalla de su móvil. Marcos comprende que, si no se levanta y se marcha ya, terminará por perder la poca dignidad que le queda y se echará a llorar. Saca un billete de la cartera.

—Cóbreme, ¿quiere?

Al ver la sonrisa agradecida del hombre, y la presteza con la que se levanta del taburete, una lágrima escapa de su ojo derecho. Al menos esa noche ha hecho feliz a alguien. Aunque sea mínimamente, y se trate de un simple camarero.

Paga, se pone de pie con vacilación y camina hacia su casa. Durante el trayecto, va pasando revista a todo lo que ha evocado con cada copa. Deja salir una carcajada solitaria, rota como él. Al fin y al cabo, admite, desde que se casó con Mercedes estaba esperando que pasara lo que ha pasado. No debería ponerse así, no tendría que estar sorprendido. Y diez años ha sido mucho más tiempo del que imaginaba. Además, está Sonia, su niña, ese regalo inesperado. Y fue Mercedes la que planteó lo de convertirse en padres. Él, aunque lo deseaba, no se atrevía a pedirlo, no fuera a ser que con eso asustara a su joven esposa y acelerara su marcha.

Tropieza y está a punto de caerse. Menos mal que al alcance de su brazo hay una farola y se puede agarrar a ella antes de dar con la cara en el suelo. Las gafas se le resbalan, pero frenan de milagro al llegar a la punta de la nariz. Menos mal. Son nuevas y los cristales cuestan un dineral. Él se hubiera comprado unas gafas menos caras, pero Mercedes se negó. Ahora, con una sonrisa torcida, Marcos piensa que seguramente lo hizo porque así, de alguna manera mitigaría su culpabilidad. Las gafas son caras, sí, pero seguro que los palos de golf lo son todavía más.

Si lleva a cabo cualquiera de las burradas que ha estado planeando desde que descubrió el secreto de su mujer, ¿qué pasará con su hija? Sonia hace el año que viene la primera comunión y está igual de unida a su padre que a su madre. Con una lucidez inesperada se da cuenta de que no puede lastimar a su pequeña. Las lágrimas se le escapan ahora sin control. Al doblar una esquina choca con alguien y pierde el equilibrio. Queda sentado en el suelo de culo, con la cabeza gacha y las piernas abiertas, en una postura muy poco digna. La persona con la que ha tropezado extiende la mano y le ayuda a levantarse. Sus caras quedan a un palmo de distancia y la sorpresa es mutua:

—¡Pero… Marcos! —Eugenio tiene las cejas levantadas—. ¿Estás bien?

Marcos restriega la manga de su chaqueta por la cara y solo consigue extender los mocos. Menea la cabeza de lado a lado. No puede hablar. Eso es demasiado para una noche. Eugenio tiene todo lo que a él le falta: mejor sueldo, menos años, diez centímetros más de altura… Y Mercedes, su Mercedes, ¡es tan guapa y vale tanto! Quizá le permitan seguir estando en sus vidas, tendrán que hacerlo, porque a lo que no está dispuesto es a renunciar a Sonia.

Marcos se siente liberado. Por una vez en su vida va a ser el protagonista. Con esfuerzo, levanta el brazo derecho, que le pesa como nunca, y pone la mano en el hombro de Eugenio:

—Eugggeniooo… —Las sílabas se le alargan sin que lo pueda evitar. Tose un poco. Las seis copas le pasan factura y la garganta le arde—. Lo sé todo, pero no me importa.

—¿Que sabes qué?

—Lo tuyo con mi mujerrr. Os llevo vigilando varios diasss. Os he visssto. Sé en qué hotel os, os citáis. Y te, te ha regalado los palos de golf, os vi también ese día…

Eugenio se quita del hombro la mano de su amigo como si fuera una cagada de paloma. Las comisuras de su boca se tuercen hacia abajo y da un paso atrás. Empieza a lloviznar, pero ninguno se mueve. Por fin, Eugenio rompe el silencio.

—Eres un mierda, Marcos. Un mierda con suerte. Dile a Mercedes que me quite de la lista de invitados del día 30 y que avise al hotel que pongan un cubierto menos. O igual la llamo yo para decirle que le mandaré los putos palos a vuestra casa; ya no hace falta que se los guarde en mi piso. Total, le has jodido la sorpresa…

—¿Qué?

—Ya me has oído. ¿No es tu cumpleaños el 30? —La nuez de Eugenio sube y baja un par de veces—. ¡Ojalá las cosas fueran como tú piensas, cabrón! No sé qué coño vio Mercedes en ti. —Da media vuelta para marcharse, pero antes murmura—: Ya quisiera yo estar en tu pellejo…

De pronto Marcos siente que el alcohol ha dejado de quemarle. Le invade un frío hecho de mil cuchillas de hielo. A pesar de sus gafas caras, lo ha estado mirando todo con el cristal equivocado. Saber que Mercedes no le engaña le consuela solo unos segundos. Los mismos que tarda en pensar qué hará ella al enterarse de lo que ha pasado.

Marcos vuelve a tener miedo. En un reflejo de lucidez comprende que el peor rival, el que al final puede dar al traste con su matrimonio, lleva su nombre y su cara. Y no sabe cómo va a poder lidiar con eso.

La lluvia arrecia. Y el llanto de Marcos lo hace a la vez.

Adela Castañón

Imagen: Anastasia Zhenina en Unsplash

¡Gracias a todos!

Hoy mi artículo tiene los mejores protagonistas del mundo: vosotros.

Porque todos y cada uno de los que estáis leyendo esto sois mis héroes.

Porque no es fácil ganar una batalla en soledad.

Porque si he podido vencer a los demonios del cansancio, del desaliento, de la inseguridad y muchos otros, y he conseguido escribir y publicar mi primera novela, Dame mi nombre, ha sido gracias a vuestro apoyo.

Por esas y por mil razones más, hoy, como os digo en este artículo, merecéis brillar uno por uno y recibir mi más sincero y emocionado agradecimiento.

Cuando era pequeña, recuerdo que muchos cuentos terminaban con aquello de «y se casaron, fueron felices y comieron perdices». Si trasladamos eso a la vida real, ahora que ya no soy una niña, sonrío y me digo con amor y con humor que ningún autor añadió a esos cuentos un capítulo más que dijera: «Y, por cierto, también vinieron la hipoteca, los niños, levantarse con los pelos de punta, y alguna que otra cosita así que olvidé mencionar». Y no es que me queje, eso nunca, y menos ahora que estoy en una nube.

Porque lo que ha conseguido que estos días mis pies no parezcan tocar el suelo es como un cuento escrito al revés, y ahora os lo explico:

Empecé a trabajar en mi novela y comenzaron los tropezones, los ratos de bajón, las ganas de tirar la toalla, los bloqueos, los pensamientos de «ay, madre, qué birria de historia me está saliendo» y, luego, vinieron nuevas batallas cuando llegó el turno de corregir, revisar, buscar portada, booktrailer, pensar la frase gancho, redactar una sinopsis que no fuera un spoiler total… En fin, como si eso fuera la parte nunca escrita de la cruda realidad que va detrás del final feliz de un cuento.

Y, cuando pensé que la publicación de mi novela pondría la palabra «Fin» en mi cuento de escritora, resulta que descubro que no es un fin, sino un principio: ahora estoy en la página esa en la que toca ser feliz y comer perdices. La parte difícil, la más dura, ha venido antes que esta otra parte de ilusión y de felicidad. Y eso es, en buena parte, porque mi criatura ya no es solo mía, ahora es vuestra, os pertenece, es del mundo, de los lectores, y no podía soñar ni de lejos con la acogida que ha recibido, que hemos recibido, tanto la novela como la autora.

Estoy abrumada, ilusionada, asustada, emocionada y podría escribir muchos más adjetivos aunque seguro que me quedaría corta. Pero, sobre todo, hay uno que destaca sobre los demás: me siento infinitamente agradecida. Gracias por vuestras palabras de apoyo, por vuestros comentarios, por vuestro cariño que son para mí como el mejor Premio Planeta.

Quiero pediros, además, un favor: si leéis mi historia, me encantará saber qué os ha parecido. Sobre todo me gustaría que compartierais conmigo lo que no os haya gustado, lo que os haya dejado con las cejas fruncidas, lo que echéis en falta. Todo lo que se os ocurra. ¡Y sin anestesia, jeje! Tengo ya otro borrador en el horno, y aunque el «embarazo» será largo (Dame mi nombre ha tardado tres años en ver la luz), quiero seguir aprendiendo a mejorar. Y os necesito para eso. Todos los comentarios serán bienvenidos y agradecidos, porque, como escritora, considero que aprender de los errores es una herramienta que no se debe desaprovechar. Gracias también por eso.

La felicidad no tiene precio, y vosotros, todos vosotros, me habéis regalado felicidad a manos llenas.

Por eso, hoy, merecéis ser los protagonistas de este cuento mío que habéis contribuido a crear y a hacerse realidad. El cuento de alguien que soñó con ser escritora y que lo consiguió gracias a que muchas personas la auparon hasta hacerla tocar el cielo con las manos.

Os quiero.

Adela Castañón

Foto: de la autora y de su novela

Los días perdidos

Regresarán los días

en los que sentimientos sin nombre

pugnarán por salir de algún rincón del alma.

Días de letargo erótico

de siestas en la playa,

el color y el calor de los rayos del sol

que visten a mi piel con mil tonos de arena.

Días de una brisa cómplice

que se escapa del mar

porque me quiere,

y quiere susurrarme historias como esta,

la historia de un poema

que surge de un cuerpo en cautiverio

y un alma en libertad.

 

Regresarán los días

y, cuando vuelvan,

serán los mismos días y no serán los mismos,

tal vez porque nosotros

sí que habremos cambiado

y seremos distintos.

 

Regresarán los días

y las tardes nubladas del otoño,

serenas y tan grises,

con ventiscas que entonan melodías

hechas de notas tristes,

mil canciones cantadas

por el crujir de muchas hojas secas,

notas escritas sobre el polvo dorado

de una puesta de sol

que se disfruta a la orilla del mar,

o en la cumbre de un cerro,

o en un campo de trigo,

o en el porche de una casa de pueblo.

 

Regresarán los días

cubiertos por la nieve,

con una blanca capa

que tejerá el olvido.

El frío convertirá los riachuelos en hielo,

y cerraré los ojos

y volveré a acordarme de que tú ya te has ido.

 

Regresarán los días

de flores y de aromas,

y volveré a sentirme primavera.

Y atrás se quedarán esas quimeras

que me hicieron llorar.

Y llevaré de nuevo en mi equipaje

la experiencia, los sueños,

la parte más hermosa de mi vida.

 

Regresarán los días

y dará igual que sea

primavera, verano, otoño o invierno.

Nadie podrá quitarme lo que tuve,

y me siento feliz con lo que tengo.

 

Y, en cualquier estación,

y en cualquier día,

yo seguiré escribiendo.

Adela Castañón

Imagen: Erik Tanghe en Pixabay 

Amor intemporal

Mi abogada me ha dicho que es probable que mañana acabe todo. No cree que el jurado necesite más tiempo para reunirse y solo espera que el juez no sea demasiado duro con la sentencia. Porque, eso lo tengo claro, el mío es un caso perdido. No cabe la más mínima duda que he transgredido la ley. Y la culpa, eso también lo tengo claro, fue de mi trabajo.

Es inconcebible que en pleno siglo XXII los genetistas cometan errores, pero a veces ocurre, y yo soy una prueba de ello. La equivocación en mi codificación genética no hubiera sido un problema si yo hubiese trabajado en otro campo; es probable, incluso, que no hubiera llegado a darme cuenta de que era un poco diferente a los demás. Pero también es bastante probable que ese pequeño error en mis códigos influyera en mi elección cuando me llegó el turno de acceder al mercado laboral.

No se me había inmunizado contra la lectura.

Claro que todos los ciudadanos leíamos: por las mañanas, en los monitores de todas las viviendas de la ciudad, aparecían escritas las instrucciones, las novedades y las informaciones de interés general. Eso no era un problema. El problema fue que mi pequeña imperfección genética se convirtió a la vez en la causa y en la consecuencia de que mañana vayan a juzgarme, y es que la lectura me atraía como una droga. Creo que quizá, por eso mismo, yo no estaba preparado para ser el guardián de la biblioteca interactiva. ¡Si alguien lo hubiera sabido!, ¡si por lo menos se me hubiera ocurrido pensar en eso! Tal vez, en ese caso, hoy seguiría sido un sujeto prototípico y feliz. Pero, una vez que me dieron el empleo y empecé a trabajar con los libros, solo era cuestión de tiempo que cayera en la trampa. Y, claro está, caí.

Mi abogada me ha dicho que mi caso se ha mencionado en las noticias, pero solo para informar de que los equipos de genética trabajan en un nuevo protocolo de corrección de errores. Imagino que, como mucho, mis antiguos compañeros se habrán limitado a suponer que estoy en algún centro de salud genética para reparar el gen defectuoso. Es lo que yo hubiera pensado hace unos meses si estuviera en su lugar. No se lo reprocho. Pero tampoco puedo evitar una sonrisa triste al pensar qué diría Lydia si supiera lo que me está pasando. ¡Es tan distinta de todos nosotros! Ella, su mundo, resultarían incomprensibles para cualquiera de mis conciudadanos, habitantes perfectos de este mundo supuestamente igual de perfecto. Debí hablarle a Lydia de mi viaje en el tiempo cuando tuve ocasión. Fue un error no hacerlo, dejarla creer que todo lo que yo escribía eran historias de ficción futurista. Pero si le hubiese dicho que mis crónicas eran ciertas, que yo tenía en realidad cien años más que ella, o que su mundo del siglo XXI era historia en las bibliotecas de mi tiempo, me habría tomado por loco y tal vez me habría dejado. Y eso era algo que yo no estaba dispuesto a soportar. ¡Mi pobre y querida Lydia! Me estará echando de menos. Seguro que se pregunta por qué no he vuelto con ella.

Mi abogada no entiende por qué hice lo que hice. No entiende que yo haya puesto en juego mi existencia en nuestra perfecta civilización. Hemos alcanzado unas cotas de orden y una serie de comodidades materiales que nuestros antepasados no se habrían ni atrevido a soñar. ¿Puede haber algo mejor que tener asegurados los alimentos tanto en el trabajo como en casa en las horas indicadas?, ¿tener acceso al ocio solo con rellenar la correspondiente solicitud on line?, ¿disponer de una pareja con un simple clic en el formulario previsto para necesidades básicas? Hemos alcanzado cosas que eran verdaderas utopías en el siglo en el que está Lydia, lo sé. Pero, aún así, no puedo evitar ver mi mundo como una copia desvaída en blanco y negro del universo de color que es el mundo de su tiempo.

Ni mi abogada, ni los miembros del jurado, ni el juez comprenden las razones de que yo incurriera en una falta tan básica. No les cabe en la cabeza que cayera en la tentación de ojear las portadas de algunos libros cuando los llevaban a la biblioteca para ser almacenados y custodiados en la zona de alta seguridad. Y, para ser sinceros, yo tampoco sabría explicarles qué me hizo abrir un día uno de aquellos ejemplares antiguos, concretamente el que estaba catalogado en el locci temporal del siglo XXI. Mi abogada ha tratado de basar su defensa en el hecho de que el genetista encargado de mi programación cometió un error y no abolió el gen de la curiosidad lectora cuya alta carga viral se ha podido detectar en los análisis que me han realizado. Pero el fiscal ha jugado con ese dato para ponerlo en mi contra, y ha alegado que esos niveles tan elevados son la consecuencia de mi delito, y no la causa de él. Y posiblemente tenga razón, porque, desde que me descubrieron infringiendo la norma, el número de preguntas que invaden mi mente se multiplica sin cesar, incluso aquí, en mi confortable celda, mientras espero ser juzgado mañana.

Sabía que estaba terminantemente prohibido abrir un libro. Sabía que, si lo hacía, correría el riesgo de viajar sin protección en el tiempo, y me expondría a riesgos desconocidos. Lo sabía. Y, a pesar de eso, lo hice. Porque de un modo impreciso empezaba a ser consciente de que algo me diferenciaba de las demás personas.

Elegí un día en el que no había nadie más conmigo. “Solo será una miradita”, pensé. Me engañé y traté de justificar lo que iba a hacer diciéndome que así, al ver de cerca todas las imperfecciones e incomodidades de los humanos que nos habían precedido, quizá encontraría el modo de abortar esa molesta mutación que se iba apoderando de mis células y me provocaba una incómoda inquietud, como un cosquilleo debajo de la piel, que me hacía plantearme desear no sabía bien qué cosas.

Vivo, ¿o debería decir que “vivía”?, en un mundo feliz. Sin guerras. Sin hambre. Sin desempleo. Sin enfermedades. Sin incomodidades.

¿Por qué tuve que hacerlo? ¿Por qué lo hice?

Y, en el fondo, ¿qué más da? Me estoy haciendo la pregunta equivocada. La correcta, la que me mantiene entero, es esta: ¿Volvería a hacerlo?

Y la respuesta es que sí.

Por eso tengo un plan. No sé si funcionará, pero me aferro a la esperanza de que así sea. Esperanza. Otra palabra que se perdió en el diccionario cuando el siglo XXI dio paso al XXII. Otro regalo increíble de Lydia que, ojalá, me ayude ahora.

Voy a decirle a mi abogada que todo empezó por un tremendo error. Que el libro se me resbaló de las manos por accidente y cayó al suelo abierto. Y que al cogerlo y tratar de cerrarlo mis manos se posaron en las páginas y viajé sin querer cien años atrás. Tengo la esperanza de que ni ella, ni el juez, ni el jurado hayan pensado que ese no era ni mucho menos mi primer viaje. Si consigo convencerlos de que ha sido solo una vez, puede que tenga una oportunidad. Si me absuelven es muy probable que recupere mi empleo. Y entonces, a la primera ocasión, arrancaré y mezclaré todas las páginas de los libros del locci del siglo XXI, y les prenderé fuego para que nadie pueda seguirme hasta allí. Cerraré definitivamente la puerta entre nuestros mundos, el de Lydia y el mío.

En el siglo pasado me espera ella. Con Lydia no practico un coito perfecto, con ella hago el amor. Echo de menos los chirridos de la cama cuando se da la vuelta dormida, comer lo que prepara, sin saber si el punto de sal estará bien, acostarnos cada día a una hora distinta. Disfrutar de eso que ella llama vacaciones de fin de semana. Hasta echo de menos sus reproches cuando me acusa de no querer contarle nada de ese trabajo mío que me aleja de ella casi la mitad del tiempo. Al principio, acercarme a Lydia fue solo parte del experimento. Iba a ser algo provisional. Pero se adueñó de mí algo desconocido y tan fuerte que empecé a prolongar mi estancia en su tiempo y mis viajes fueron cada vez más arriesgados.

Por eso me atraparon. Porque volví de uno de esos viajes demasiado feliz, demasiado distraído, demasiado relajado.

Ella me había puesto una flor en la oreja, y no me di cuenta.

Y ellos la vieron enseguida.

Ojalá se crean mi mentira. Ojalá salga todo bien.

Ojalá pueda volver con Lydia y seguir escribiendo y escribiendo todo lo que le cuento de mi época, sin decirle que es cierto. Y ojalá pueda hacerla feliz. Ella dice que mis historias se están vendiendo muy bien y sueña con el día en que deje mi supuesto trabajo para convertirme en escritor y pasar a su lado todo el tiempo, y no la mitad, como hice hasta ahora. Porque he descubierto que me gusta incluso eso que ella llama celos, y no quiero que esos celos por el tiempo que paso en mi siglo terminen por hacer que se aleje de mí.

Quizá, a fin de cuentas, mi error se convierta en mi salvación.

Ojalá.

Ya no hay vuelta atrás ni, aunque la hubiera, la querría. Mañana me juego mi futuro. O, quizá, me juego mi pasado.

Lydia. Tan perfectamente imperfecta. Tan viva.

Tengo que volver con ella.

Lydia. Encontraré la manera.

Lydia. Mi Lydia.

Adela Castañón

Imagen: Gerd Altmann en Pixabay 

El jarrón de porcelana

Me sobresalté y di un bote en la silla al escuchar el ruido de algo que se rompía. Dejé el lápiz sobre mi cuaderno escolar y me levanté. La abuela Chang, con los ojos desbordados, caminaba hacia su cuarto con toda la rapidez que le permitían sus pequeños pies. Cuando era niña se los habían vendado en China y usaba zapatillas mucho más pequeñas que las mías, a pesar de que yo solo tenía diez años y los pies pequeños. Abrí mucho los ojos.

–Mamá, ¿por qué llora la abuela?

Mi madre estaba arrodillada de espaldas a mí y recogía los fragmentos del jarrón que acababa de romperse al caer al suelo. Los dejó sobre la mesa con mucho cuidado, se volvió y me miró. Abrí los ojos todavía un poco más y contuve la respiración. Nunca había visto llorar a la vez a mi madre y a mi abuela, las dos mujeres de mi vida. Vale que la abuela veía regular sin gafas, y que había tropezado con el mueble donde estaba el jarrón, pero tampoco creía yo que la cosa fuera para tanto. Al ver cómo brillaban los ojos de mi madre, los míos me empezaron a picar. Sin embargo, no tuve que preguntar nada. Mamá era un hada que me leía el pensamiento y habló en voz muy bajita:

–No te preocupes, Yu-Lin. Tu abuela llora porque ahora mismo le sangra el corazón.

–Pero si ni siquiera se ha cortado, mamá. Y tú tampoco te has enfadado. ¿Por qué estáis así? –Mi cara también era transparente para mamá, que me regaló una sonrisa triste–. No es para tanto, ¿no?

–Anda, preciosa –me dijo–, ayúdame a recoger y luego intentaremos pegar los pedazos. Y te contaré una historia mientras recogemos.

Mamá sacó un pañuelo del bolsillo de su bata y se secó las lágrimas. Me puse a echarle una mano y ella empezó a hablar sin mirarme.

–Hace muchos, muchos años, nuestros antepasados vivían en China. Y el jarrón que se ha roto ha acompañado a nuestra familia desde que lo fabricó un tataratatarabuelo tuyo. En ese jarrón, aparte de las flores que ponemos muchas veces, estaban, en cierto modo, las raíces de nuestra familia. Por eso llora tu abuela.

–Pero no es más que un jarrón.

–Te equivocas. Parece, parecía –mamá suspiró– un simple jarrón. Pero en realidad era la prueba de una historia de amor.

–¡Hala!

Cogí uno de los trozos con algo más de cuidado. No me había fijado nunca en que tenía un brillo distinto a todos los brillos. Era como si estuviera cubierto de una piel de bebé perfecta. Miré con atención y vi parte del dibujo de la cola de un pavo real. Las plumas estaban tan bien dibujadas que estuve a punto de soplar para ver si se movían. ¿Y mamá decía que ahí había una historia? ¡Guau!  La cosa empezaba a interesarme. Mamá comenzó a narrar:

–Zhang, que así se llamaba nuestro antepasado, vivía en China y dirigía una fábrica de porcelana en la que se creaban piezas únicas y exclusivas para el emperador Minh Mang, último de la dinastía Song, conocido por la ferocidad y la severidad con la que gobernaba. Una de las cosas de las que más se enorgullecía era de que ningún otro país poseía el secreto de la fabricación de unas porcelanas como las suyas. Ese secreto era un misterio muy bien guardado al que solo unos pocos tenían acceso, y Zhang era uno de los elegidos. Su fábrica era la mejor de China, y él se encargaba de que funcionara a la perfección para que todo estuviera a gusto de Minh Mang.

–¡Hala! –repetí.

–Para guardar el secreto, Zhang distribuía el trabajo de forma que cada grupo de obreros tenía siempre la misma tarea, y además contrataba siempre a operarios que no se conocían entre ellos. El emperador estaba orgulloso de su trabajo y la familia de Zhang se sentía igual porque era un gran honor que el cabeza de familia sirviera tan bien a su majestad imperial.

–¿Y qué pasó?

–Verás, el hijo del emperador se enamoró de la princesa de un país vecino. Decidió pedir su mano y quiso hacerle un regalo tan bello que no existiera otro igual en el mundo. Y entonces le encargó a Zhang que fabricara un jarrón que fuera tan delicado como el cutis de su amada, y brillara igual que ella, como una joya preciosa bajo la luz de la luna.

–¿Y lo hizo? –miré de reojo los trozos de jarrón. La verdad es que eran bien bonitos, a pesar de estar rotos.

–Bueno, Yu-Lin, la tarea no era fácil, ¿sabes? Zhang probó y probó fórmulas distintas, intentó combinar a diferentes temperaturas los minerales con los que se fabricaba la porcelana. Algún día tu padre te lo explicará, él entiende mucho de esto. De momento solo necesitas saber que Zhang mezcló tres minerales que algún día estudiarás, cuarzo, caolín y feldespato, y, aunque obtenía piezas de una hermosura nunca vista, ninguna llegaba a satisfacer del todo los deseos del príncipe.

–¿Y qué pasó? –repetí. Me fijé en más piezas; los dibujos, aunque no se veían enteros, parecían vivos. Empecé a entender la pena de mamá y de la abuela y suspiré.

–Zhang estaba desesperado, y su esposa veía cómo pasaba las noches sin dormir, pensando cómo resolver aquel problema. Ella era una mujer buena y había oído historias sobre lo mucho que sabía el hombre más anciano del pueblo, así que acudió a pedirle consejo.  El anciano, agradecido porque la mujer de Zhang siempre le había dado comida y bebida cuando lo necesitó, le contó entonces un secreto que ni siquiera Zhang conocía.

–¡Ohhh! –aquello era mejor que los dibujos animados de la tele.

–Había una porcelana que se fabricaba con un cuarto ingrediente.

–¿Sí? ¿Cuál?

–Con huesos.

Mamá se detuvo y me miró a los ojos. Yo había perdido el habla. ¿Con huesos…?

–Tenían que ser huesos puros, de un alma buena. Ni siquiera Zhang conocía ese secreto. Entonces la mujer de Zhang, que sufría al ver la preocupación de su esposo, le pidió al anciano que le cortara las piernas por la rodilla, que triturara sus huesos y se los ofreciera a Zhang sin confesar su origen. El hombre, sabiendo lo mucho que Zhang y su familia se jugaban si no conseguían satisfacer al príncipe, hizo lo que le pedía tu tataratatarabuela. Le llevó el polvo de huesos a Zhang, que no supo lo que su esposa había hecho por él porque no salía de su taller ni de día ni de noche, ocupado a todas horas en buscar una solución. Con ese cuarto ingrediente, Zhang fabricó un jarrón maravilloso porque el calcio de los huesos añadido a los otros materiales dio como resultado una porcelana de una pureza excepcional que, además, era traslúcida y brillante como el cutis de la princesa.

–¿Y el jarrón que se ha roto era…?

–Sí, Yu-Lin. Era ese jarrón, que ha pasado de mano en mano por todas las generaciones de nuestra familia.

–¿Y por qué lo tenemos nosotros? ¿Acaso no le gustó a la princesa?

–Claro que le gustó. De hecho, ella y el hijo del emperador se casaron. Pero cuando el emperador supo lo que había hecho la mujer de Zhang, su duro corazón se enterneció y decidió que ese amor merecía tener la más bella recompensa. Lo habló con su hijo y con su prometida, y todos estuvieron de acuerdo en que el jarrón merecía quedarse en nuestra familia como recompensa por el sacrificio que la mujer de Zhang había hecho por su esposo, y que era la prueba de un amor infinito.

–Mamá…

–Dime, Yu-Lin.

–Voy a ayudarte a pegar el jarrón. Y se lo daremos a la abuela. Creo que ahora tiene más valor, ¿sabes? No importa que se haya roto, eso no lo hace menos bello, y seguro que Zhang todavía quiso más a su esposa, aunque ella perdiera las piernas. Lo más bonito no es siempre lo más bello, ¿no crees, mamá?

Mi madre dejó el último fragmento sobre la mesa y me acarició la cara con las dos manos. Su sonrisa me calentó como el sol y, antes de hablar, me dio un beso en la frente.

–Claro que sí, Yu-Lin. Eres una niña sabia y buena. Anda, ve a la habitación de tu abuela y dile lo mismo que me has dicho a mí.

Obedecí, entré en el cuarto y hablé con mi abuela.

Cuando salí, mamá y ella habían dejado de llorar, aunque a las tres nos seguían brillando los ojos casi casi tanto como brillaba la porcelana del jarrón de mi familia.  

Adela Castañón

Imagen: succo en Pixabay 

Las manías de mamá

Cuando era joven solía preguntarme por qué mi madre llevaba siempre manga larga. Suponía que era una más de sus manías, y por eso, porque creí que esa era la respuesta, nunca se lo pregunté. Mi madre era así.

Se casó con mi padre, un trabajador agrícola, y desdeñó al militar que la pretendía y que era, según decían todos, más rico, más guapo, más apuesto y más de todo. Mamá escuchaba mucho y hablaba poco, y papá era justo lo contrario. Recuerdo que un día papá nos contó a mi hermano y a mí que, cuando le preguntaba a mamá que por qué lo escogió a él, ella solo contestaba: “Ya sabes, manías mías. Pero lo que importa es que te quiero y que nos va muy bien”.

Mamá se empeñó en que yo fuera al instituto en vez de al colegio de las monjas, y eso que papá había progresado, teníamos dinero y podíamos permitírnoslo. A mí me hubiera gustado ir allí; las alumnas de ese centro se reconocían a la legua por su clase, por sus preciosos uniformes y a mí me parecía genial, pero mamá fue inflexible. Me dijo que yo podría tener las mismas actividades extraescolares que las niñas del colegio sin necesidad de asistir a él. Y cumplió su palabra, tuve clases de baile, de equitación, de música y de todo lo que pedí. Sin embargo, su única respuesta cuando le preguntaba por qué no me había dejado ir a un colegio tan selecto era siempre la misma: “manías mías”.

Mi hermano quiso hacer la primera comunión vestido de almirante, pero no sé cómo se las apañó mamá para convencerlo de que lo hiciera con un simple traje de chaqueta. Y eso que seguíamos siendo bastante ricos. Cuando le pregunté a Paco que qué le había dicho mamá para que cambiara de opinión, mi hermano se encogió de hombros y me dio una respuesta bien simple: “no me acuerdo, supongo que es una manía suya y a mí, la verdad, tampoco me importa demasiado darle gusto”.

Cuando mamá enfermó, todo ocurrió demasiado rápido. Al comprender que no saldría con vida del hospital, me pidió que hiciera dos cosas por ella. Una, que, para enterrarla, le pusiéramos cualquier traje de calle, de manga larga. Le dije que sí, y antes de que pudiera preguntarle por qué, me sonrió y me guiñó un ojo: “manías mías, ya sabes”. Y la otra, que le evitara a mi padre el dolor de tener que ocuparse de sus cosas, que me hiciera cargo de todo, y que quemara los papeles que tenía en una sombrerera en lo alto de su armario.

El cáncer se la llevó demasiado pronto. Quise lavarla y prepararla yo, y al descubrir su brazo derecho tuve la sensación de que una garra apretaba mi garganta. Una serie de números tatuados ocupaban casi toda su longitud. Al volver del cementerio quemé en la chimenea los papeles de la sombrerera. Mis ojos se emborronaron mientras veía retorcerse y convertirse en cenizas un montón de instantáneas en blanco y negro, con unos hornos gigantescos al fondo y, en primer plano, un grupo de militares gallardos y uniformados que custodiaban a un rebaño de esqueletos, todos vestidos de gris.

Al día siguiente busqué un trabajo donde no necesitara llevar uniforme.

Adela Castañón

Imagen de kalhh en Pixabay 

Soy

Soy aire cuando respiro,

soy música cuando escucho

y soy agua cuando bebo.

Soy el sol si miro al cielo,

la luz juega con mi cara

y la brisa con mi pelo.

Soy historia cuando escribo,

soy descanso cuando sueño

y soy sueños cuando leo.

Soy lo que yo quiero ser,

soy lo que quieras que sea,

si me quieres y te quiero.

Y soy amor infinito

cuando les lleno a mis hijos

toda la cara de besos.

Adela Castañón

Imágenes: Marco Ceschi en Unsplash. Gerd Altmann en Pixabay 

Cuidado con tus deseos

Después de lo ocurrido en Central Park tenía dos opciones: olvidarlo y seguir adelante, o permitir que aquello se convirtiera en un punto de giro en su vida que marcara un antes y un después. Eligió lo primero, pero cambió su decisión cuando la regla no le llegó. Era una señal del destino, pensó. Ahora tendría el niño y dedicaría su vida a buscar al hombre para hacer justicia. El dibujo se le daba bien y plasmó en un folio las dos imágenes para no olvidarlas, aunque dudaba que eso pudiera ocurrir: el tatuaje de un dragón que escupía fuego en el lado derecho del cuello de su agresor, y el unicornio de ojos angelicales, tatuado en el lado izquierdo, con el que contrastaba.

Continuó trabajando como si todo siguiera igual. Nunca había sido muy sociable, pero se volvió aún más reservada. Ni siquiera se percató de que sus compañeros la evitaban, porque no se miraba al espejo el tiempo suficiente como para estremecerse por el vacío que reflejaban sus pupilas en el cristal.

La noche de la violación no puso ninguna denuncia. Al salir a trompicones del parque solo quería llegar a su casa para frotarse la piel debajo de la ducha y que el miedo y el asco se marcharan por el desagüe. Y al día siguiente pensó que acudir a la policía sin más pruebas que la descripción de dos tatuajes no serviría para capturar a su agresor en una ciudad tan grande. Además, la investigación solo hubiera sido un recordatorio continuo y doloroso de algo que había decidido borrar de su mente solo con el poder de su voluntad. Y ahora, al comprobar que estaba embarazada, se alegró de su decisión. Su nuevo yo no iba a perder el tiempo en nimiedades. No se arriesgaría a que la justicia se quedara corta. La única respuesta válida tenía otro nombre, venganza, y ella se aseguraría de encontrarla.

Se apuntó a clases de defensa personal. Para ocultar su estado se fajaba el vientre. Su hijo tendría que ser un luchador, igual que ella, si quería sobrevivir en el mundo. Si lograba dar con el hombre antes de que el bebé naciera, cerraría ese paréntesis de su vida que había tenido que reabrir. Si no, más le valía a ese niño, destinado a compartir su venganza, nacer fuerte.

Nueva York era demasiado grande. Contrató a un detective privado, buscó locales de tatuadores, sin éxito. La falta de resultados le obsesionaba cada día más. Buceó en páginas de internet, sitios webs oscuros que ni sabía que existían. Su búsqueda la llevó una noche a un barrio que jamás había visitado, a un sótano en el que se atendían deseos que hacían que el suyo no resultara extraño.

No esperaba encontrar un llamador en forma de calavera, pero tampoco algo tan anodino como esa entrada pequeña, con un perchero de tres ganchos atornillado en la pared y un clavo del que colgaba un llavero con un único par de llaves. El hombre que le abrió vestía completamente de negro. La única nota de color era un alfiler de corbata con una piedra hexagonal de color rojo oscuro, como el de la sangre o el vino vertidos. Tenía los párpados entornados, como si le pesaran. Extendió la mano y ella la estrechó sin vacilar. Entonces él cogió el llavero, inclinó la cabeza unos milímetros y, sin pronunciar ni una palabra, la invitó a pasar a otra habitación más amplia que podía haberse encontrado en cualquier piso corriente de Nueva York. Allí, detrás de un cortinaje que apartó con la mano, había una puerta. Abrió con una de las llaves, entraron, y la mujer no pudo evitar sonreír cuando él cerró la puerta. Ella llevaba un abrigo amplio, con un cuchillo en el bolsillo izquierdo y, en el derecho, la Taser que se había convertido en su compañera inseparable. Si la entrevista iba bien, sacaría de su bolso el dinero exigido por el hombre. Si algo fallaba, la moneda de cambio sería otra, pensó ella. Metió las manos en los bolsillos.

–Siéntese. Si quiere, puede dejarse puesto el abrigo. Pero cuando terminemos no necesitará pagarme con ninguna de esas dos cosas.

Ella aguantó la respiración un par de segundos, pero se rehízo enseguida. El tipo debía tener psicología, eso seguro. No respondió, Se limitó a sentarse muy despacio, sin sacar las manos de los bolsillos, mientras sostenía la mirada de su anfitrión.

–¿Qué precio está dispuesta a pagar?

–El acordado. No voy a regatear.

–No me refiero a mis honorarios –aclaró el hombre–. Lo que quiere tiene otro precio que no se paga en dinero.

–¿Qué insinúa?

–Yo solo actúo como mediador de otras fuerzas. Lo que usted quiere exige otro tipo de compensaciones, y solo podré ayudarle si está dispuesta a asumirlo.

–Explíquese.

–No se puede alterar el equilibrio del universo. Una vida exige otra vida.

–¿Qué intenta decirme?

–Que si usted lleva a cabo sus propósitos habrá otra muerte a cambio, de la que usted será responsable. Puede que llegue a saber los detalles o puede que no, pero esté segura de que ocurrirá. Morirá alguien más, eso no lo dude.

El niño se movió en su vientre. Ella lo interpretó como otra señal. Su hijo estaba con ella. Los dos unidos conseguirían que se hiciera justicia.

Nada más pensar en eso, la piedra de corbata del hombre cambió de color. Emitió un fulgor rojo tan intenso que toda la habitación se iluminó como si acabara de prenderse fuego. Sin que ella tuviera que decir nada, el hombre habló.

–Si quiere, puede pagarme. Su encargo ha sido aceptado –la miró con pena.

–Podré vivir con ello –levantó la barbilla.

–Ojalá. Nunca se sabe.

La mujer recordó las normas y lo que había leído en internet. El trato estaba sellado. Pagó, se puso de pie y se marchó sin añadir nada a la conversación. Ahora solo quedaba esperar.

Desde la entrevista se mantuvo vigilante a todas horas. Incluso dormida se sumergía en una especie de duermevela alerta. La seguridad de que el día estaba cerca anidó en su vientre, junto a su útero grávido.

Semanas después, la mujer salió de casa para hacer unas gestiones en un edificio de oficinas al que no había acudido nunca. Atravesó un lobby de techos tan altos que, a pesar de estar repleto de personas, parecía casi desierto. Caminó hasta la zona de los ascensores donde un panel luminoso entonaba una muda melodía de números descendientes a toda velocidad: 52, 48, 31, 20, 9… A pesar del gentío, solo un hombre y ella entraron en el ascensor. El hombre pulsó uno de los números de un piso alto y ella hizo lo mismo. Al girarse hacia él, sus ojos tropezaron con dos tatuajes simétricos, un unicornio y un dragón, uno a cada lado del cuello.

El hombre miró a la embarazada que lo contemplaba con fijeza y se hundió en dos pozos de negrura. Lo envolvió la misma oscuridad que la noche en que, ciego de coca, siguió a una mujer por Central Park. El ataque fue breve, no llegó ni a media hora, el tiempo que tardó en sorprenderla, arrastrarla tras unos matorrales y huir a toda carrera después de dejarla tirada, desarticulada y rota, sin saber siquiera si seguiría viva. Desde aquella noche, que formaba parte de sus peores pesadillas desde hacía más de ocho meses, no había vuelto a probar ni una raya.

El espejo de la pared devolvió una imagen de los dos pasajeros del ascensor: una mujer erguida, con las manos en los bolsillos de su abrigo y, en la otra esquina, un espectro pálido cuya frente se empezaba a poblar de perlas de sudor. El embarazo había agudizado el olfato de la mujer, que tragó saliva para evitar las arcadas que le provocaba el olor, cada vez más acre y fuerte, del hombre. Un letrero en la pared indicaba que la capacidad era para cuarenta personas, pero, de pronto, el aire en el interior de la cabina resultó insuficiente para ellos dos.

El hombre se apoyó en la pared y se dejó resbalar hasta quedar sentado en el suelo, con los codos en las rodillas y las manos tapándole la cara. Ella vio que el pelo le empezaba a clarear en la coronilla, sintió que un líquido caliente le empezaba a chorrear por las piernas y tomó una decisión. Pulsó un botón para detener el ascensor y, antes de salir, pulsó el del piso más alto del edificio. Desde fuera vio encenderse los números en orden ascendente y tomó otro ascensor que la dejó en el lobby. Ya en la acera consiguió que un taxi se detuviera, dio la dirección del hospital con voz milagrosamente firme y se sujetó el vientre con las manos. Notó algo extraño en los ojos y, sorprendida, comprendió que eran lágrimas. Llevaba nueve meses sin derramar ni una sola. Parpadeó para tratar de aclarar su visión y se fijó en la fecha y la hora que se marcaban en la radio del taxi.

El vehículo se estremeció como si una mano gigante lo hubiera levantado en el aire y, una fracción de segundo después, un estruendo imposible le hizo llevarse las manos a las orejas y volver la vista atrás mientras su cerebro procesaba la información. Eran las 08:45 del 11 de septiembre de 2001. En el lugar donde minutos antes se alzaba una de las torres del World Trade Center, ahora solo había una nube de polvo que avanzaba hacia el coche a toda velocidad.

Las arcadas que no había dejado de notar ganaron la batalla. Vomitó sobre su abdomen y el dolor de una nueva contracción pareció partirla por la mitad. Entonces supo que se había equivocado cuando le dijo al mago que, fuera cual fuera el precio, podría vivir con eso.

Adela Castañón

Imagen: Pinterest

La mujer en la ventana

Estrella se sienta en el interior de su habitación con los bártulos de dibujo y desde allí, con la puerta abierta como todas las tardes, observa a su madre apoyada en el alféizar de la ventana. Le gusta dibujarla así, sin que ella se dé cuenta, absorta en esa contemplación del mar tarde tras tarde.

Ángeles, ignorante de su papel de modelo, permanece inmóvil mientras espera que la puesta de sol le devuelva a Pedro. Desde que se casó con él, hace ya dieciséis años, no ha faltado nunca a esa cita con sus pensamientos. Sabe que es una superstición absurda, pero cree que, si no se asoma, ese universo de agua la castigará por su ausencia y se quedará con su marido para siempre.

Cuando piensa en el mar siente que la invade un vaivén de sentimientos que se superponen unos a otros, como las olas que acarician la orilla y se baten luego en retirada. El agradecimiento sigue ahí, claro, que al fin y al cabo el mar fue quien propició que conociera a Pedro. Pero también queda un poco del viejo rencor contra ese mar que no la quiso cuando, embarazada, sola y asustada, se internó en sus aguas grises para hundirse en lo más hondo con sus miedos y su desesperación. El mar no la quiso, no, pero Pedro sí. Él estaba allí, sobre su barca, la misma en la que sigue saliendo a pescar a diario, aunque ahora las cuadernas, como los huesos de Pedro, crujan más de lo que crujían entonces. Él la llama su sirena desde que la agarró del pelo para subirla a su barca, aunque no se lo confesó hasta mucho después de nacer Estrella. Ángeles, al escucharlo, sonrió y le respondió que más que sirena era una foca de piel helada y vientre abombado. Y, desde entonces, los ojos de ese hombre de manos rudas y besos de espuma le dicen a diario que aquella noche, que ninguno de los dos olvida, él hizo su mejor pesca.

Pero a veces Ángeles mira el agua y no es ya el mar lo que ve, sino la mar, su rival, la que suspira con tanta fuerza que hace llegar hasta su ventana susurros que le erizan el vello de los brazos en oleadas de celos feroces. La espuma de las olas, al retirarse, deja escrito en la orilla su mensaje, “puedo quedarme con tu hombre, él fue mío antes que tuyo”, y Ángeles se sujeta los codos con las manos porque sabe que es verdad. Entonces parpadea y se obliga a pensar que lo que ve no es más que agua salada como la que, a veces, marca surcos en su cara cuando Pedro se retrasa. Y, tarde tras tarde, al ponerse el sol acude a su cita con la ventana, fuerza la vista y trata de ver si la barca está ya en el muelle. Así el mar puede ver que sigue viva y que espera el regreso de su amor. 

Mientras dibuja, Estrella trata de adivinar los pensamientos de su madre. A veces le gustaría que volviera el rostro para leer ahí las palabras calladas. ¿Qué sueña su madre, acodada en la ventana, cada tarde? La muchacha deja el pincel en suspenso y se pierde en sus propios sueños. Ojalá se atreva a plantearle a sus padres que quiere salir del pueblo, irse a la capital a estudiar Bellas Artes. No es que lo quiera, es que lo necesita. Al darse cuenta de lo que ha pensado, Estrella suspira tan fuerte que su madre gira la cabeza y la ve.

–¿Qué haces ahí, mi niña? –Ángeles se fija en los pinceles, en el caballete, y rectifica su pregunta– ¿Qué dibujas?

–A ti. –Estrella sonríe­–. Llevo más de una semana pintándote, mamá.

–¿A mí? –Ángeles le devuelve la sonrisa–. Pero, chiquilla, ¿a quién se le ocurre? ¡Y encima de espaldas, con este trasero mío tan hermoso! Miedo me da.

La sonrisa desdice sus palabras. Sabe desde hace tiempo que Estrella sueña con convertirse en pintora, lo sabe desde que Pedro se lo dijo. Es curioso que fuera él el primero en darse cuenta, con todo el tiempo que pasa fuera de casa. Pero entre padre e hija existe un lazo invisible desde que ella vino al mundo, un lazo más fuerte aún que el de la sangre que no comparten.

–Mamá –la voz de Estrella la devuelve a la habitación­–, ¿por qué te asomas a la ventana todas las tardes?

–No sé, por costumbre, supongo.

Ángeles ha tardado un poco más de lo normal en contestar, y Estrella sabe que la respuesta es de compromiso. Es fácil hablar con su padre, pero a su madre la rodea siempre un velo invisible y hoy, precisamente hoy, a Estrella le apetece rasgar un poco ese velo y asomarse para descubrir qué hay tras él. ¿Será posible que su madre tenga las mismas ganas que ella de volar fuera del nido?

–Dime una cosa, ¿te apetecería viajar? No sé, conocer mundo…

–¿Qué? –Ángeles se sorprende. ¿De dónde habrá sacado su hija semejante idea? Su casa es su refugio, allí está segura­–. No, no, qué va. Para nada.

–Pues entonces –­insiste Estrella–, ¿qué piensas ahí, asomada todas las tardes? Ni siquiera te has dado cuenta de que te estaba pintando. ¡Estás tan ausente! A ver, no es que me importe, yo también sueño con salir de casa, ir a otros sitios… ¡Quiero comerme el mundo, mamá!

Ángeles mira a su hija y se da cuenta de que la niñez se va escapando por la ventana abierta. Piensa que algún día tendrá que contarle a Estrella la historia de una joven como ella, que estuvo a punto de perderlo todo cuando cayó en la trampa más antigua del mundo y descubrió, al quedarse embarazada, que el hombre que le había jurado amor eterno tenía ya una familia. Sus amigos, su familia, todos le dieron la espalda. Todos, menos Pedro. La mujer se da cuenta de que no puede proteger a su niña, como tampoco puede proteger a su hombre cuando sale a pescar cada mañana. Los ojos se le empiezan a enrasar y vuelve la cara hacia el exterior para disimular. Al hacerlo, ve que la barca de Pedro ya está en el puerto y que el sol, en lugar de ponerse, parece que brilla más.

La mujer se incorpora y deja su sitio junto a la ventana. Se acerca a su hija y ve el cuadro, casi terminado. Se reconoce en la línea de la cintura perdida, en la punta del pie apoyada sobre el suelo, en el pelo. Acaricia el rostro de Estrella y la besa en la cabeza.

–¿Te acuerdas de los cuentos que te leía cuando eras pequeña?

–Claro.

–Pues esta noche, cuando tu padre esté en casa, te contaré una historia. Ya eres mayor para cuentos, ¿no crees?

–¿Una historia?

Estrella tiene un presentimiento. Esa noche va a cambiar algo. Lo nota en la piel. Coge un trapo con aguarrás y quita una mancha del caballete. Tose un poco y vuelve a hablar.

–Yo también os quiero contar algo a papá y a ti, ¿sabes?

Ángeles asiente, vuelve acariciar a su hija y empieza a poner la mesa. Se da cuenta de que esa noche su marido, su hija y ella van a compartir algo más que la cena y al pensar en eso empieza a sonreír.

Adela Castañón

Imagen del cuadro de Salvador Dalí tomada de Pinterest

Vacío

Hubo días en los que me sentí
una casa vacía,
que a los ojos del mundo se veía
hueca y llena de polvo.
Y a los ojos del alma, sin embargo,
aparecía repleta de un silencio
en el que resonaban tristes ecos
de palabras de más
y de besos de menos.
Demasiadas palabras pronunciadas
cuando no era oportuno.
Demasiados silencios provocados
por la duda y el miedo.
Y una ausencia de todos esos besos
que jamás existieron
y pesan en mi alma
y son como un recuerdo
de que, si están conmigo,
es porque, a ti, llegar no consiguieron.

Soñaba que mi casa,
esa casa vacía,
dejaba de ser mía para ser nuestra.
Y entonces se llenaba
del ruido de tus risas,
del tacto de tus labios en los míos,
tu cuerpo acomodado
en el lado derecho del sofá,
donde solo hay un hueco,
el que deja mi cuerpo,
que siempre tiene frío.

A falta de recuerdos
solo tenía mis sueños.
Ojalá que en mi piel hubiera un mapa
hecho de cicatrices
de momentos felices que se fueron.
Ojalá que tuviera
memoria de un pasado
de algún amor vivido,
aunque ahora hubiera muerto.
Ojalá que tú y yo
hubiéramos tenido alguna historia
aunque mi corazón, al terminarla,
se hubiera hecho pedazos.
Ojalá por lo menos una vez
me hubiese refugiado entre tus brazos.

Hubo días en los que me sentí
como un libro no escrito.
Nunca viví una historia de amor
más allá de mis sueños.
Pero también en sueños
el corazón se siente destrozado,
se rompe en mil cristales de dolor
que lastiman mi piel y me provocan
lágrimas por pensar en muchas cosas.
Se me negó luchar por no perder
lo que, ojalá, hubiéramos tenido.
Nunca pude afirmar
que no volvería a arder en otra hoguera,
que no querría sentir
caricias de otras manos
ni besos de otros labios
que no fueran los tuyos.
Nunca pude decirte que mi boca
no querría pronunciar otro nombre.
Y me hubiese gustado
poder haber perdido todo eso
porque hubiera existido,
¿lo comprendes?
Qué triste es no poder perder
lo que no se ha tenido.

Hubo días en los que me sentí
como una estatua muerta,
con el mundo girando mientras yo
quedaba detenida en un suspiro,
presa de los recuerdos de un instante
que tan solo en mi sueño había existido.
Y el tiempo se paraba,
se burlaba de mí y me recordaba
lo que había en mi vacío:
besos que no te di,
hijos que no tuvimos,
notas que no bailamos,
el roce de tu piel contra mi piel
que nunca tuve,
despertar los dos juntos,
abrazos enredados,
la luz del sol naciente
dibujando en tu piel y en la mía
las luces y las sombras de una canción de amor.
¿Comprendes mi tristeza?
Solo tengo la ausencia
de aquello que no tuve.

Y así, por no tener todo eso,
mi amor se fue vistiendo de cansancio
y se batió en lenta retirada
dejando un corazón que aún no había muerto,
que, como un ave fénix,
consiguió renacer de sus cenizas.

Y el corazón le suplicó a la mano
que escribiera estos versos
y cerrara esa puerta
para luego
recuperar la risa,
reencontrarse con la felicidad
y seguir adelante con la vida.

Adela Castañón

Imagen: Peter H en Pixabay

Pido la palabra: La melodía del viento

Hoy Mocade abre sus puertas a una colaboración para nuestro Pido la palabra. Vanesa Sánchez Martín-Mora, que ya nos deleitó hace dos años con su precioso relato Mamá no se esconde, nos visita de nuevo y pone música a nuestro rincón de Letras desde Mocade con una nueva historia: La melodía del viento. ¡Bienvenida de nuevo, Vanesa!

La melodía del viento

El día que Musake decidió tener un hijo, anduvo hasta el río Kunene y, sentada cerca de la orilla, bajo un árbol de tronco ancho y abundantes hojas que parecían hacer una reverencia al agua, se puso a pensar. Esperaba con gratitud la melodía que acompañaría al bebé toda la vida. La que retumbaría en sus entrañas hasta su muerte.

 Ese día, el viento golpeaba sus trenzas color ocre y hacia tintinear los collares que le adornaban el cuello. Una tormenta de polvo seco rodeó a Musake durante unos minutos y le interrumpió el tiempo que estaba dedicando a escuchar la melodía que debía llegar pronto.

A causa de la tormenta, las ovejas que pastaban cerca se movían nerviosas y correteaban perdiendo el orden en el que caminaban.  Eso la distraía.

Después de unas horas rodeada del polvo del desierto de África, Musake, incapaz de darse cuenta de las señales que estaba recibiendo, lloró en silencio y con tristeza. Una lágrima rodó hacía la mitad de la mejilla, donde el viento, que seguía rozando su piel, hizo que se fundiera con la pasta que le había tintado el cuerpo. No dejaba de rezar en voz baja, suplicaba una y otra vez la tan esperada melodía que debía enseñar al padre de su hijo al llegar al poblado. Una melodía que debía conocer todo el mundo antes del nacimiento de su futuro hijo y que le serviría para calmarlo en momentos difíciles.  

Ella también tenía una canción desde que su madre la pensó, como cada miembro de la tribu Himba. Según cuenta la leyenda, los Himba son una de las pocas tribus que no cuentan la edad de los niños desde su nacimiento o su concesión, sino desde el día que son pensados por sus madres.

El día estaba acabando y los minutos traían la oscuridad de la noche. Musake, desesperada por no escuchar nada, seguía invitando a la melodía. El viento azotaba con más furia, y hacía que el movimiento de sus trenzas y el tintineo de sus collares vibraran con más intensidad. Nada dulce interrumpía sus pensamientos que por minutos se iban descontrolando. Fue el pastor que intentaba regresar al poblado quien reparó en el llanto de la mujer, se dirigió hasta el árbol que la protegía y se atrevió a calmarla.

—La noche corre rápido y no deberías permanecer aquí mucho rato más.

—Sí, me voy ahora mismo.

—Puedes acompañarme si quieres hasta llegar al poblado, pero yo voy más despacio. Mis piernas ya no son lo que eran.

—Voy a esperar un poco más. Vaya tirando, quizás nos encontremos a mitad de camino. No creo que tarde mucho.

—¿Esperas a alguien?

—No exactamente, yo…

—Entiendo.

—¿Lo entiende? No pensé que supiera lo que hago aquí.

—Claro que lo sé, yo también soy padre. No fui yo quien se sentó bajó este mismo árbol a pensar hace veinte años, fue mi esposa, pero como cada miembro de los Himba conozco todas las costumbres. Aún no he perdido la memoria, mujer.

—Discúlpeme, no quería ofenderle, es solo que estoy ansiosa por escuchar la melodía que vestirá mi bebé.

—¡Ah!, es eso lo qué esperas. Pensé que ya la habías escuchado. Esto…

—¿Escuchar dice? Apenas soy capaz de concentrarme con todo el ruido que hay a mi alrededor.

—Bueno querida, como será finalmente esa melodía no lo sé, lo que sí sé es que quien espera es el viento.

—¿Qué tiene que ver el viento en toda esta historia?

—A veces, debemos ver con los oídos. Las señales dicen mucho más que las palabras.

—No entiendo lo que quiere decirme.

—No es a mí a quien debes entender, sino al viento. Debo irme, la noche acecha y el rebaño no acostumbra a volver cuando no hay luz.

Musake, sin entender lo que aquel pastor le decía, cerró los ojos e intentó concentrarse otra vez. De nuevo, se levantó el viento. No sabía si realmente había cesado por un rato o es que estaba tan ensimismada en la conversación que no se había dado cuenta de que seguía azotando.

Cansada de escuchar la combinación de sonidos que el viento provocaba en sus trenzas y en todos accesorios y harapos que la vestían y de sentir violados sus pensamientos, se levantó para marcharse cuando, sin saber cómo, una fuerte ráfaga la hizo caer de culo donde había estado sentada toda la tarde. Entonces, recordó las sabias palabras del pastor sobre las señales. ¿Sería eso una señal de que debía esperar un poco más? —se preguntó.

Se recostó sobre el tronco áspero que aún no había sido descorchado, y cerró los ojos. Seguía evitando escuchar los sonidos que habían quedado en su mente cuando sin darse cuenta empezó a mezclarlos formando una dulce canción. Paró en seco de tararear, abrió los ojos con rapidez y echó a correr hacía su casa. En el camino, se encontró con el pastor, le agarró fuerte de las manos y dándole un beso en la mejilla le dijo gracias al oído. El anciano sonrió con ella. Su alegría la delataba.

—Corre muchacha, corre. Lleva a tu casa lo que ha nacido dentro de ti y no pierdas el tiempo aquí.

Su felicidad había esfumado el cansancio, la tristeza y el llanto que la acompañaron horas antes. Al llegar al lado de su esposo se lanzó a sus brazos y girando con él le confesó como el viento había llevado a sus oídos algo dulce que debía conocer.

Aquella noche el viento soplo con más fuerza de lo que acostumbraba en aquella época. Los rayos y truenos no cesaron durante la noche, pero no supuso un impedimento para que Musake y su esposo vivieran una noche tan ardiente que no sintieran el frio de fuera. Aquella noche hubo una fusión entre el aire y el fuego.

Once meses después, mientras Musake sacaba agua fresca de una tinaja para la cena, sintió un fuerte dolor bajo su vientre. Un aviso de que el bebé estaba por llegar a sus brazos. Aquella noche, se levantó una tormenta que le hizo recordar el día que pensó en su futuro hijo, una tormenta llegada sin aviso y con furia.

El bebé nació esa misma madrugada. Un regordete niño dormía acunado por su padre mientras Musake terminaba de lavarse. Y fue justo cuando cerró las ventanas y miró la negrura que había fuera, cuando pensó como llamarían al bebé. Daren, que significaba nacido en la noche.

Vanesa Sánchez Martín-Mora

Imagen de D Mz en Pixabay 

Demasiado amor

No puede estar mirándome a mí. Imposible. Será la novedad. A lo mejor en este bar los parroquianos son fijos y, claro, como yo es la primera vez que entro…

… deja de pensar tonterías, Paco. ¿Mirarte a ti? Anda, paga y lárgate ya…

Vale, Cabeza, vale. Vámonos. Seguro que el sábado que viene ni siquiera estará…

*****

¡Qué larga se me está haciendo la semana…! Tengo que acordarme de comprar colonia…

… Paco, ¡no seas gilipollas! Aunque la mona se vista de seda…

De todos modos, me hacía falta colonia. Así que ¡toma chorreón, Cabeza! A ver si así te ahogas y te callas. Vamos a ir al bar. Hoy mando yo, ¿te enteras?

¿Y si está cerrado? ¡Qué nervios!

Uf, abierto… ¿Entro o doy media vuelta?

… Paco…

¡Cállate, Cabeza! Vamos a entrar. Y hueles muy bien. Por favor, por una vez, no me fastidies.

Mira, ahí está, y es tan guapa… Y yo tengo un poco de barriga y tú poco pelo, ¿y qué? Me mira a mí, ¡nos está mirando!

*****

–Francisco, ¡Francisco! –La voz de la abogada interrumpe el monólogo de Paco, que mira a su alrededor extrañado. Había olvidado que estaba en la celda–. Le decía que si puedo grabar su declaración.

–Claro, grabe, grabe.

La abogada saca una grabadora del bolso, la pone sobre la mesa y pulsa un botón. Un diminuto punto rojo empieza a parpadear. Los ojos de su cliente vuelven a nublarse. Un hilo de baba chorrea por la comisura izquierda de su boca. La letrada se estremece, aunque en la celda no hay aire acondicionado y el ambiente está cargado de olor a sudor y a otras cosas que prefiere no identificar. Se siente invisible. Su cliente la mira, pero no parece verla. Habla como si ella no estuviera allí. Pero necesita conocer los detalles, las circunstancias, el móvil, si quiere preparar una defensa aceptable. Tendría que haber puesto la grabadora en marcha al principio de la entrevista. ¡Maldito turno de oficio! Le tocan todos los locos. Pero hay muchos recibos que pagar a fin de mes.

–¿Por qué lo hizo?

–En defensa propia. Ella tenía el arma más poderosa del mundo, y yo era su objetivo. Tenía demasiado amor. Me quería demasiado…

… Paco, eres una causa perdida…

¡Que te calles, Cabeza! eras la que estaba equivocada, acuérdate. Al final todo fue bien, no me dejó en ridículo delante de nadie, no había ninguna apuesta de esas de cómo enamorar a un tonto en una semana ni nada de eso…

Qué guapa eras, María, ¡tan guapa…!

 Y me querías de verdad, con toda tu alma. ¡Qué pena que toda tu alma fuera demasiado! Al principio me gustaba que sonrieras así, con la boca abierta, cuando entrabas adonde yo estaba. Me morí de gusto cuando comprendí que tenías que hacerlo porque necesitabas suspirar al verme, y yo nunca había inspirado unos suspiros tan profundos, tan intensos, tan…

… dilo, Paco, dilo de una vez, ¡cojones!…

Eran suspiros absorbentes. Como tú. Creo que como no podías respirarme a mí lo intentabas con mi espacio, con mi olor, como si mis ideas y mis sentimientos me rodearan y así, respirando hondo, pudieras quedártelos solo para ti. Sin compartirme con nadie. Me querías demasiado. Tenías demasiado amor…

La abogada ha estado en mil celdas antes, pero esta le parece la más pequeña de todas. La porra de un vigilante golpea de refilón un barrote y el ruido le suena como la nota desafinada de una canción de amor obsesiva y extraña en la que su cliente es el autor de la partitura. Aun así, esos argumentos no van a sacarlo de la cárcel. Él podía haberle dicho algo, piensa la letrada.

–Le dije cómo me sentía.

La mujer da un respingo. “¿Lo habré dicho en voz alta?”, piensa. No, no lo ha hecho. Seguro. Él continúa hablando y su mirada se pierde de nuevo.

¡Eras tan buena, María! Me dejaste espacio. Ir de pesca con mis amigos, cañas en el bar, todo. Sin whatsapps, sin mensajes. Y cuando volvía a verte no había reproches, ni preguntas, ni suspiros ni ojeras. Y todo marchó bien hasta que fuiste a aquella despedida de soltera. Fue la noche más larga de mi vida. Al día siguiente tú estabas igual que siempre, pero supe que no podría pasar otra noche así en mi vida, y te pedí matrimonio y aceptaste. Y nos casamos.

… acuérdate de los niños, Paco…

¡Cállate, Cabeza!

Ay, María, si no hubieras tenido aquellos abortos, si yo hubiera podido repartir el peso de tu amor con uno o dos niños…

No debiste decirme que era tonto seguir intentándolo, que te los seguirías quitando y que lo hacías por mí, para que nadie me robara tu cariño, que era y sería siempre solo mío…

La abogada se estremece. Consulta sus notas. Según los vecinos eran el matrimonio ideal, con mala suerte en los embarazos. El dato cobra ahora un significado macabro. Mira a su cliente y se echa hacia atrás en la silla con fuerza. Sus ojos no son opacos. Ahora son dos puñales. Y la taladran.

–La maté para no faltar al juramento que le hice cuando nos casamos –la voz del acusado ha bajado una octava–: que nunca estaría con otra mujer mientras ella viviera. Me acostumbré a vivir casi sin aire, y cuando ella se dio cuenta me quiso devolver lo que era mío. Me hablaba a todas horas, me hablaba sin parar. Me envolvía con su aliento, con sus mimos. El forense dijo que María murió porque le reventó el corazón, pero lo que le reventaron por dentro fueron todas las palabras que no pudo soltar cuando le tapé la cabeza con el cojín. Si las hubiera dejado salir habrían terminado por robarme el poco aire que me quedaba.

Paco mira a la letrada, y termina su declaración:

–María murió por culpa del amor. Fue una sobredosis. Tenía demasiado amor. Me quería demasiado.

Adela Castañón

Imagen: Pixabay

La playa de los cinco sentidos

Te veo al dar la curva, antes, incluso, de bajar del coche.

Me vuelvo a preguntar, una vez más,

cómo es posible ese milagro diario.

Esa gama de azules, y de grises,

y de verde coral, y verde lima,

y ese blanco tan blanco de la espuma

que viste tus orillas

con el encaje de los más finos trajes

de alguna emperatriz de las antiguas.

Y mis ojos se gozan, un día más,

en tu eterna paleta de colores.

 

Y conforme me acerco, empiezo a oírte.

Ese rumor del agua, con las olas que corren sin respiro

para ser las primeras en llegar a la orilla

y contarle a la arena las historias de amor que,

a lomos de sus crestas,

viajan desde los mares más profundos

en busca de las nubes.

Historias que quieren llegar al cielo

cabalgando en las olas.

Y llegan a la orilla para besar el suelo,

y esperar a las aves, que, en su vuelo,

las eleven, por fin, a las alturas.

 

Cierro los ojos. Me tapo los oídos.

Y respiro, llenando mis pulmones

con ese olor a sal y algas marinas.

Que nada me distraiga.

Ni el azul que llega hasta el horizonte,

ni el canto de sirena de las olas.

Mi playa es ahora aroma.

Y no quiero perder

ni siquiera una gota de esa esencia.

Porque en mi playa, el aire es diferente

y quiero que se cuele por mis venas

llenándome de vida.

 

Y retraso el momento de meterme en el agua.

El placer de la espera es casi tan inmenso

como el momento en que, por fin,

me adentro entre las olas.

Sumerjo la cabeza.

Y, cuando salgo, siento el sabor de la sal en mis labios.

Y los lamo, y la sal sabe a besos.

Y me hundo una y mil veces en el agua

solo por el placer de volver a mojarme,

y que el agua del mar

deje en mi cuerpo ese sabor intenso,

por si luego otros labios

quieren calmar su sed bebiendo de mi piel

o besando mi pelo.

 

Y, cuando salgo, me siento en la orilla.

Cojo un poco de arena

y dejo que se escurra, poco a poco,

igual que una caricia entre mis dedos.

Recojo las rodillas porque quiero

sentir como la arena, grano a grano,

va, igual que los chiquillos,

por ese tobogán que va de mi rodilla a mi tobillo.

Y mi piel se estremece,

pues no hay otra caricia que tenga esa dulzura.

Lágrimas de calor

que acarician mi piel, todavía húmeda.

 

Las acuarelas que son el mar y el cielo,

la música que arrulla las orillas,

el olor de las algas, el sabor de la sal,

el calor de la arena,

la caricia del sol,

la sombra de las nubes,

son un regalo para los sentidos.

 

Que todo eso es verdad, solo lo sabe

aquél que lo ha vivido.

Adela Castañón

Imagen: David Mark en Pixabay

Sueños enredados

Recostada en la playa,

mis codos en la arena,

la cabeza dejándose vencer

por el peso del pelo

para que así mi cara

reciba sin problemas

esos rayos de sol transformados en besos

que acarician mi piel.

Mis párpados cerrados

y mi memoria abierta.

La brisa sopla suave

y, al rato, se convierte en un viento

que enreda mis cabellos

y enreda mis recuerdos.

Y la arena, y el sol,

y mi pelo y el viento

van trenzando

las historias que fueron

con las historias que pudieron nacer

y no nacieron.

Y respiro muy hondo

a la vez que sonrío.

Por fin me he dado cuenta

de que todo,

tanto lo que he vivido

como lo que he soñado

y lo que aún sueño

consiguen el milagro

de que, quieras o no,

tú sigas siendo mío.

Porque ya no hace falta

que estés aquí, a mi lado.

Porque es mejor quererte siendo libre

que tenerte si te sientes atado.

Y, en lugar de pensar que te he perdido

comprendo de repente

dónde estuvo mi error.

El premio no eras tú ni tu cariño,

porque el premio era yo

y hoy, por fin, me he ganado.

Y sigo sonriendo.

Mis párpados cerrados

y mi memoria abierta.

Y el corazón

deja de ser un pájaro enjaulado.

Mis sueños y mi vida,

lo mismo que mi pelo,

se han trenzado.

Y es hermoso sentir que soy feliz

estés o no a mi lado.

Adela Castañón

Imagen: Marcin Jozwiak en Unsplash

Y mi novela alza el vuelo…

Hoy mi entrada no va de poesía, ni de cuentos, ni de relatos. O, al menos, no de relatos en el sentido tradicional. Porque, en realidad, sí que es un relato basado, como suele decirse, en hechos reales. Y, si me apuráis, afinaré un poco más: es un relato propio, absolutamente cierto, sobre una experiencia personal:

He terminado de escribir y corregir el borrador de mi primera novela.

Una docena de palabras que podrían ser el principio y el final de mi artículo. Y os lo digo así de claro porque, como lectores, os debo un respeto y un agradecimiento que crece día a día y merecéis que sea sincera con vosotros. Estaba haciendo otras cosas y, de pronto, me he dado cuenta de que anoche, por fin, había terminado de crear algo. ¡Uf! Ha sido una sensación comparable a la que tuve cuando aprobé la última asignatura de la carrera. Recuerdo que llegué a mí casa exultante y feliz y le dije a mi padre, médico también, «¡Papá, ya soy médico!». Entonces él, después de darme un abrazo, me contestó algo que hoy, muchos años después, me sigue pareciendo uno de los mejores consejos de mi vida: «Enhorabuena, hija, estoy orgulloso de ti, pero no te confundas. No eres médico. Tienes un título de licenciada en medicina que significa que sabes manejar síntomas, diagnósticos, tratamientos y cosas así. Pero eso es solo el primer paso. Serás de verdad médico cuando pienses en primer lugar que, en la camilla, o al otro lado de la mesa de la consulta, tienes a una persona. Ni siquiera un enfermo, fíjate bien. Una persona que necesita algo de ti. Si tienes eso siempre presente, entonces, solo entonces, serás médico”.

Bueno, pues esta mañana, como os decía, he vuelto a sentirme igual como escritora. No quiero menospreciar mis relatos, mis poemas, mis artículos, ni que se sientan ninguneados si los comparo con mi primera novela, porque no van por ahí los tiros. Ellos han sido y seguirán siendo siempre mi primer amor en el sentido literario, ¿y quién de nosotros no sabe que el primer amor es algo inigualable y único? Pues eso: cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa. Porque si mis escritos previos han sido las herramientas que me han ayudado a escribir un cuento, ahora, con mi novela, me adentro en un terreno desconocido que es, ni más ni menos, que lo que viene detrás de “Y fueron felices y comieron perdices”. Ese es el final de los cuentos clásicos. Y, en la vida, cuando los novios salen de la iglesia o del juzgado pletóricos de felicidad, no son perdices lo que aguardan en la calle. Son las hipotecas, los hijos, el levantarse con los pelos de punta y mal aliento, y también, claro está, el detalle de un desayuno en la cama, o el placer de compartir un café en bata y zapatillas sin salir de casa en un día de lluvia.

Por eso he dejado de hacer lo que estaba haciendo y me he puesto a escribir como loca esta entrada. Porque acabo de bajar los escalones del templo del brazo de mi novela, jeje.

Me siento, a partes iguales, feliz y asustada. Y necesito compartirlo con vosotros.

Mi libro de cuentos seguirá creciendo sin límite. Durante todo este tiempo he repartido las horas, como una buena madre, entre mi novela y los demás. Y así pienso seguir. Pero le he mandado mi borrador a mi hija, a mi hermana, a mis primas, a tres amigas y a un amigo, y a mi correctora, que se lo va a pasar a su lector cero. Y siento muchas cosas.

Uno de mis talones de Aquiles como escritora es mi amor desmesurado por las metáforas. Lo saben los magníficos compañeros de mis cursos de escritura a los que tanto debo y que ahora sonreirán cuando lean que me siento como un piloto en su primer vuelo, cuando toma conciencia de que ahora es aire, y no suelo, lo que tiene debajo de los pies.

Y es que, como dice el título, que he cambiado varias veces, dicho sea de paso, acabo de darme cuenta de que mi novela ha alzado el vuelo. Y me toca quedarme en tierra, esperando a que regrese con anotaciones al margen, con críticas constructivas y cariñosas que me ayudarán a dar ese último retoque. Pero es que, y sigo con las metáforas, es igual que si se hubiera casado un hijo o una hija: mi novela, mi criatura, ya no me pertenece del todo. Va a conocer a otras personas, va a cambiar, a evolucionar… y eso me da tanta alegría como miedo, ¿verdad que me comprendéis?

En fin, todo este artículo no es más que para eso, para contaros que he terminado de escribir mi primera novela. Que ahora me encuentro en un punto de inflexión y me adentro en territorio desconocido después de salir de la zona de confort que eran y siguen siendo mi ordenador y mi sillón. Y que, como en los cuentos, la protagonista se enfrenta mejor al bosque si se siente acompañada.

Me encantará contaros lo que queráis saber, responder a cualquier pregunta, por superficial o intrascendente que parezca, recibir vuestros comentarios, vuestras aportaciones, que me deis ideas o sugerencias. Estoy abierta a todo.

Porque solo saber que habéis leído hasta aquí, ya me ha hecho sentirme arropada. Y ha aumentado mi alegría y ha disminuido un poco mi miedo. Que por algo el título lo he puesto con puntos suspensivos, porque representan la incertidumbre de lo que pasará a partir de aquí.

Mi novela ha despegado, empieza a alzar el vuelo, aunque todavía nos faltan algunos pasos para llegar al destino. Y sin vosotros, lectores, yo no escribiría, así que gracias por haber sido y seguir siendo el combustible que impulsa mis dedos sobre el teclado.

Gracias. Os quiero.

Adela Castañón

Imagen de Mystic Art Design en Pixabay 

El abrigo rojo

La niña nunca había tenido un abrigo negro. Le extrañó que se lo pusieran, pero cuando llegó al cementerio no se encontró rara. Había poco más de una docena de personas, todas vestidas de negro, que sujetaban paraguas del mismo color. Hasta el día llevaba ropas oscuras. Una lluvia cansina se descolgaba del cielo, plomizo y cubierto de nubarrones enfadados. Las únicas notas de color la ponían dos o tres ramos de flores bastante mustias que yacían desmayadas sobre las lápidas, casi todas de un tono gris ceniciento y sucio, incluso las más cuidadas. Algunas tenían en la cabecera ángeles de piedra que parecían llorar cuando la lluvia resbalaba por sus rostros.

La pequeña iba de la mano de su madre. Al acercarse a la gente sintió que los dedos maternos apretaban más los suyos hasta casi hacerle daño. Levantó la cara para protestar, pero no se atrevió a decir nada. La mirada de su madre estaba fija en una mujer que aguardaba de pie junto a un agujero negro abierto en la tierra, solitaria y despegada del grupo que formaban los demás. La niña reconoció entonces aquella cara llena de ángulos, la boca apretada en una línea tan estrecha que parecía que no tuviera labios, y unos ojos tan grises como las lápidas y el cielo. Era su abuela. Aquella abuela a la que había visto pocas veces en su corta vida. Su madre casi nunca hablaba de ella y, cuando lo hacía, no decía nunca “tu abuela”, sino “la madre de tu padre”. Esa mañana, cuando su madre la vistió de negro, solo le dijo que tenía que ser buena y portarse bien, porque iban a ir al entierro de su abuelo.

Su madre empezó a caminar un poco más despacio hasta que se colocó junto a la anciana, pero sin rozarla. Hacía frío. La chiquilla metió la mano que tenía libre en el bolsillo de su abrigo y sus dedos se encontraron con un agujero que le resultaba familiar. Pensó que a lo mejor lo habían comprado en la misma tienda que el abrigo rojo que su padre le había regalado en su último cumpleaños, un mes antes de irse al cielo. Había sido el último regalo y el último secreto compartido con él. Su madre había protestado ese día y dijo que no podían permitirse tantos gastos, pero papá contestó que había sido un chollo. Luego, a solas, después de apagar las velas y de comer la tarta, cuando ella le preguntó que qué significaba lo de chollo, él le explicó que un chollo era algo así como un golpe de suerte.

–Verás, Isabel, el abrigo no me ha costado nada. En realidad, es un regalo de tu abuela porque lo ha pagado ella, pero mejor que no se lo cuentes a mamá.

–¿Por qué no, papi?

–Bueno, mamá y la abuela son buenas. Las dos. Pero no han sabido hacerse amigas, ¿vale? Y la abuela sabía que yo quería regalarte algo, y ha sido ella la que me ha dado el dinero.

Isabel había guardado ese secreto, igual que guardaba otros. El abrigo rojo se había convertido en su prenda favorita. Y ahora, al ver que su dedo encajaba perfectamente en el agujero del que llevaba puesto, sintió que en su interior se instalaba una terrible sospecha. Se fijó en los botones, con una flor pequeña grabada en el centro de cada uno de ellos, en la suavidad familiar de la solapa, y la tela empezó a picarle. Quiso preguntarle a su madre si tardarían mucho en volver a casa, pero no se atrevió. Necesitaba subir a su cuarto y abrir el armario para acariciar su abrigo rojo. Porque seguro que estaría allí. Tenía que estar. «Por favor, Señor», rezó en silencio, «que esté colgado en su sitio».

No prestó atención a las palabras del sacerdote. No le hacía falta. Ya sabía de sobra todo lo que le había pasado al abuelo. A estas alturas estaría en el cielo con papá y con Blacky. Cuando Blacky murió y lo enterraron en el jardín, papá le había explicado que en el cielo todos eran felices. Ella se sintió mejor al saberlo y preguntó si, mientras llegaba la hora de encontrarse con Blacky, podría tener otro perro, pero mamá dijo que no, y papá le dio la razón. Un perrito, le explicó, daba mucho trabajo, había que sacarlo, darle de comer, y ella tenía que ir al colegio durante muchas horas. Y ahora que él ya no trabajaba no podía ayudarle. Cada vez se cansaba más y apenas salía de casa, como no fuera para ir a sus revisiones en el hospital. Y, además, su padre le dijo que ella era ahora su mejor enfermera y que él se sentía bien cuando estaban juntos, así que aprovecharían el tiempo y él le leería todas las noches varios cuentos para compensarla de la falta de un perrito. Y había cumplido su promesa hasta que se fue al cielo con Blacky.

Poco tiempo después de que papá se reuniera con Blacky, Esteban empezó a ir de visita casi todas las tardes. La madre de Isabel sonreía de nuevo y la chiquilla volvió a pedirle un cachorrito, pero mamá le dijo que un cariño no se podía sustituir por otro y continuó sin tener una mascota. Isabel aceptó la explicación porque venía de su madre, aunque estuvo a punto de preguntarle por qué dejaba que Esteban pasara cada vez más tiempo con ella. Si a su madre no le parecía bien que ella tuviera otro perro, Isabel no entendía que ahora quisiera meter en casa a otro padre. Y, además, Esteban no se parecía en nada a su papá. Para empezar, se había adueñado del cuarto que papá le había construido a ella en el garaje, el cuarto donde había un montón de estanterías en las que vivían todas sus muñecas. Mamá le dijo que era mejor que se quedara solo con algunas y que se las llevara a su cuarto, y al poco tiempo todo el garaje quedó habilitado como una enorme pajarera para las aves que Esteban criaba. Cuando estaban los tres juntos, Esteban le decía cosas bonitas y le sonreía, pero si su madre no estaba en la habitación era como si ella, de pronto, se volviera invisible. Isabel sabía que Esteban no la quería, y pensaba que tampoco quería a su madre o, al menos, que la quería menos que a sus pájaros. Pero cuando pensaba en decirle eso a ella nunca encontraba el momento. Mamá, desde que Esteban acabó por mudarse a la casa, estaba bastante rara.

La ventana del cuarto de la pequeña daba a la parte de atrás de la casa, donde estaba el garaje, y muchas noches se despertaba varias veces por culpa de los ruidos que hacían los pájaros. Escuchaba los aleteos, el piar de algunos, y pensaba que quizá le habrían gustado si los hubiera visto volando en libertad. Pero verlos allí así, tan apelotonados, solo le producía pena.

El graznido de unas aves que revoloteaban en círculos sobre el cementerio, y el apretón de la mano de su madre para que empezara a caminar, la sacaron de su ensoñación. Mientras ella se perdía en sus recuerdos, habían tapado el agujero, y ahora estaba todo cubierto de tierra. Las demás personas se dispersaron y ellas dos volvieron a la casa caminando al lado de la abuela, pero sin llegar a tocarla. Entraron, y la chiquilla se soltó y empezó a subir corriendo las escaleras hasta que la detuvo la voz de su madre.

–¡No corras, Isabel! Ten un poco de respeto.

Terminó de subir y abrió el armario. El abrigo rojo no estaba allí. Vio sobre la cama una maleta abierta en la que había parte de su ropa, pero no el abrigo. Empezó a hacer pucheros, cogió su muñeca favorita y salió de la habitación sin hacer ruido. Desde lo alto de la escalera escuchó las voces. Sujetó la mano de la muñeca y se asomó a la barandilla.

–…no tiene corazón. Pero veo que no ha cambiado de opinión. –La que hablaba era su madre–. Sabe de sobra que su marido me ayudaba con los gastos de Isabel, y pensé que usted tendría la decencia de seguir haciéndolo.

–Mi marido era un santo, igual que mi hijo, que no sé lo que vio en ti.

–No tiene derecho a…

–Tengo todo el derecho del mundo. Mi marido, que en paz descanse, os dio esta casa como regalo de bodas. La casa donde ha vivido su familia desde hace muchas generaciones, así que dale gracias al cielo de que yo respete su voluntad y deje que sigas aquí con ese inútil que te has buscado y…

–¡No le consiento que me falte al respeto!

–Más le has faltado tú a mi hijo. Que a saber si ya andabas con ese novio antes incluso antes de enterrarlo. Y llamarlo inútil es hacerle un favor. Que el que ni es rico ni trabaja y vive así de una mujer tiene otro nombre más feo. Mi marido quería a mi hijo y a mi nieta con toda su alma, y por eso no quise amargarle lo que le quedara de vida malmetiendo cizaña y dejé que siguiera dándote dinero todos los meses. Pero tú sabes de sobra lo que yo pensaba de eso. Y lo sigo pensando. Tú y ese novio tuyo vivís a cuerpo de rey mientras que, a la niña, si le llega algo, serán las sobras.

–¡Eso es mentira…!

–Puede que sí, o puede que no. A lo mejor de momento tu chulo está adorando al santo por la peana, pero eso no durará siempre.

–Su marido se revolvería en la tumba si supiera lo que pretende hacernos a Isabel y a mí. Sé que nos quería y no le hubiera gustado que…

–La única que se está revolviendo eres tú, Mercedes. Le prometí a mi marido que cuidaría de nuestra nieta, y eso es lo que voy a hacer. Si no quieres que se cierre el grifo del dinero, Isabel vivirá conmigo. Te puedes quedar con la casa. Y podrás venir a visitarla cuando quieras. Por supuesto, sola.

Isabel dio media vuelta y volvió a su cuarto. Se sentó sin quitarse siquiera el abrigo. Empezó a rascar la tela con la uña, tratando de ver aunque fuera una hebra roja, pero no lo consiguió. Escuchó en la escalera unos pasos y su madre entró en la habitación

–Vamos, nena. –Empujó la ropa y metió un par de prendas más en la maleta–. Vas a pasar unos días con la m… con tu abuela.

Mercedes cerró la cremallera y volvió a bajar la escalera con la maleta en una mano y la niña cogida con la otra. Se agachó para besar a Isabel.

–Hazle caso y sé buena, ¿de acuerdo?

Se levantó y abrió la puerta de la calle sin mirar atrás. La anciana cogió la maleta y salió, seguida de la niña. Isabel esperó a que la puerta se cerrara, y miró hacia el garaje. Su abuela se dio cuenta.

–¿Hay algo ahí que quieras coger? –le preguntó.

Isabel negó con la cabeza. La voz de la anciana tenía un tono distinto, nuevo, que impulsó a la niña a contestar.

–Ahí no hay nada mío.

Isabel volvió a rascar el abrigo sin darse cuenta. La anciana, entonces, se fijó en los botones, en la solapa, y en el luto que llevaba su nieta en los ojos, y no solo en el abrigo. Sintió que el corazón se le retorcía dentro del pecho, pero se forzó a sonreír.

Dejó la maleta en el suelo y, por primera vez, le dio la mano a su nieta, que no la rechazó. Era cálida y suave, igual que la de su hijo cuando era un bebé. La abuela y la nieta se acercaron al garaje. La puerta no tenía llave y una algarabía de aleteos y piar de pájaros las recibió.

Isabel y la anciana se miraron. La niña acarició uno de los botones de su abrigo y escuchó a su abuela decirle algo que la sorprendió:

–Tengo una idea, Isabel. Mañana, si quieres, tú y yo iremos de compras. Sé de una tienda donde tienen los abrigos rojos más bonitos del mundo.

Ella sonrió por primera vez desde que salió de la cama esa mañana. Entonces su abuela la soltó, avanzó dos pasos y abrió de par en par la puerta de la pajarera. Dio media vuelta, volvió a darle la mano, cogió la maleta, y echaron a andar.

Y, cuando Isabel levantó la mirada, su abuela le guiñó un ojo. Y sonreía.

Adela Castañón

Imagen: tomada de Internet. Fotograma de «La lista de Schindler»