Tocar fondo

Elena mira el almanaque a diario desde que cambió la domiciliación de su nómina. Traga saliva. Ya es día 27 y no puede tardar en decírselo a su marido. Si no lo hace, cuando él vea que no le ingresan su sueldo en la cuenta común será peor.

Lo estuvo meditando durante meses. Al principio solo era una idea, pero, cuando él dijo lo de las clases de la niña, se lanzó. Durante la comida, él le pidió una copia del DNI y de su última nómina para firmar otro préstamo pequeño, “solo para nivelar los gastos un poco”.

—No —se atrevió a decir ella—. Dijiste que el de hace dos meses sería el último…

—¿Esas tenemos? —Él se encogió de hombros y apretó los puños—. Entonces habrá que reducir gastos…

—Vale…

—Pues ve cortando la logopedia y la fisio. La niña no necesita tantas tonterías y esos cabrones cobran un huevo.

Al día siguiente de esa conversación, ella se abrió una cuenta bancaria en un BBVA que hay al lado de su oficina. Su empresa trabaja con esa entidad y en la sucursal son bastante amables. Luego subió a la oficina de personal y cambió la domiciliación de su nómina a la nueva cuenta.

Y ahora, a día 27, todavía no le ha dicho a su marido lo que ha hecho.

De pronto él, como si el pensamiento de su mujer fuera un imán, aparece en la cocina. Ella está sentada delante del portátil. Ha puesto una olla al fuego para preparar macarrones y, mientras el agua arranca a hervir, aprovecha para terminar unas cosas del trabajo. Suele hacerlo allí, para no molestar a Alberto con el ruido de las teclas mientras él ve la televisión en el salón.

—A ver si este mes cobráis pronto —dice él—. El mes pasado nos quedamos en descubierto dos días porque cargaron la VISA antes de que te ingresaran.

Ella calla. Él continua:

—Fue mala pata que el mes terminara en fin de semana y os pagaran el 31, en lugar del 28 o 29 como siempre.

Ella se encoge de hombros. Nunca sabe cuándo le pagan. Las cuentas las lleva él.

—Pregúntale mañana a algún compañero si ha cobrado ya. Que necesito organizarme.

—Pero hay saldo, ¿no? —Elena hizo muchas horas extra el mes pasado.

—Ya, pero este mes la VISA viene alta. —Ella lo mira sin decir nada y él resopla—. No pongas esa cara de pánfila. Hemos tenido muchos imprevistos.

Elena guarda silencio. Por lo visto, el móvil nuevo y el canal plus nuevo ahora se llaman imprevistos… Piensa en Luci, es ahora o nunca, la ocasión está ahí.

—Igual este mes cobro antes.

Él se sienta frente a ella y a su boca, que no a sus ojos, asoma un atisbo de sonrisa.

—¿Y eso? No me habías dicho nada.

—Te lo digo ahora.

—¿Y eso por…? —él repite la pregunta.

—Porque en el BBVA ingresan antes.

—No jodas. Eso ya lo sé. Anda qué… ¡Has descubierto la pólvora…! Pero nuestra cuenta está en mi banco, no en el BBVA.

Él trabaja en otra entidad bancaria y, desde que se casaron, las nóminas de los dos están domiciliadas allí y Alberto es el que lleva los números. Ella ni siquiera consulta los movimientos por internet, bastante ocupada está sacando adelante su trabajo, la casa, y a Luci. El neurólogo le dijo en la última revisión que estaba haciendo muchos progresos gracias a todas las terapias. Recordar eso le da la chispa de valor que necesita.

—Es que van a pagarme por el BBVA.

—¿Qué? Explícate, Elena, que no me entero. Algunas veces eres tan difícil de entender como la niña.

—He abierto una cuenta en el BBVA y he domiciliado allí mi nómina.

—¡Joder! Si al final va a resultar que hasta piensas, ¡se me tenía que haber ocurrido a mí! Mira por dónde has tenido una idea buena por una vez en tu vida. —Ella se envara y él arruga la frente—. Pero… a ver, ¿cómo has abierto la cuenta? Yo no he firmado nada.

—Está a mi nombre.

—¿Qué? ¿Qué está…? ¿Se puede saber qué has hecho?

Ella calla y aprieta los labios. Él se levanta y se pone a dar zancadas por la cocina.

—¡Que me digas qué coño has hecho! ¿Eres tonta o qué?

Ella sigue callada. Los labios se mantienen apretados, pero levanta la barbilla y le sostiene la mirada. Él apoya los puños encima de la mesa y acerca mucho la cara a la de ella, que hace un esfuerzo para no retroceder.

—A ver… Vamos a calmarnos un poco —dice él, con la voz una octava más baja—. Mañana mismo vamos al BBVA de los cojones y me pongo también de titular. Así podré hacer transferencias online cuando vea que te han ingresado, y disponemos antes del dinero. Todo tiene remedio.

—No —ella lo dice en voz baja, pero no tanto como para que él no la oiga.

—¿Qué? ¿Que no qué?

—Que no…

—¿A qué juegas?

—A nada… Cobraré antes… Y el mismo día que cobre, sacaré el dinero y te lo daré. Y tú lo ingresas en tu banco.

—Dirás en nuestro banco, ¿no?

—No. Sí. Es igual. Ya está hecho. —Traga saliva—. Y el dinero llegará antes, ¿no?

—¿Y a santo de qué semejante gilipollez? No tiene sentido una cuenta así, solo para eso.  

—Para mí, sí. —Ella da gracias por estar sentada. Es como si sus piernas no existieran y el suelo se hubiera esfumado debajo de sus pies—. —Todo seguirá igual. Tendrás el mismo dinero que hasta ahora.

—Que me digas la verdad, coño. Que para ese viaje no necesitábamos alforjas.

—He hablado con mi jefe. Le he pedido hacer más horas extras y ha aceptado la petición.

—Cojonudo. ¿Y qué tienen que ver la leche con las habas?

—Pues que lo que me paguen de más por esas horas se quedará en esa cuenta. —Él la mira como si no hubiera entendido sus palabras, y ella se obliga a añadir—. Ese dinero extra será para las terapias de Luci. De ahí no vamos a recortar ni un euro.

Él pone los brazos en jarras y suelta un gruñido.

—¿Conque esas tenemos? Me la tenías guardada, ¿no? Claro, como tú no tienes que preocuparte de controlar los gastos, ni la luz, ni el agua, ni… Manda cojones… ¿Así que ese dinero se va a ir a los bolsillos de unos comecocos, en lugar de servir de ayuda para que no falte agua caliente ni un plato de comida en esta casa?

Ella baja la cabeza, pero se mantiene en un silencio firme.

—Mira —sigue él—, no me cabrees… Seguro que no lo has pensado bien. Todos podemos equivocarnos. Mañana a la hora del desayuno me acerco a tu oficina y…

—No.

—Te digo que mañana vamos los dos al BBVA y arreglamos esto.

—No.

Él da dos o tres vueltas alrededor de la mesa. Ella no levanta los ojos del teclado. Siente las manos de su marido que le masajean los hombros.

—Nena…

El masaje es suave, pero hace que hombros de ella se tensen más en lugar de relajarse. Él, aunque lo nota, sigue masajeando. Siempre le ha dado resultado.

—Mira, Elena, no tienes que ponerte así. Si quieres que la niña siga con las dichosas clases, pues vale. Ya pensaré cómo ahorrar por otro lado. Pero en la cuenta nos vamos a poner los dos. Piensa un poco. ¿No te das cuenta de en qué lugar me deja eso a mí? ¿Eh? ¿Qué explicación iba a darles a mis compañeros del banco? Se preguntarían por qué, de pronto, la nómina de mi mujer deja de estar domiciliada allí. Y no puedo mentir o decir que te has quedado en el paro, porque verían luego el ingreso del dinero.

Ella, efectivamente, se da cuenta de que no ha pensado en eso. Quita las manos del teclado y las pone entre sus rodillas muy apretadas. Empiezan a asaltarla oleadas de algo que no sabe cómo llamar, pero le gusta cómo le hace sentirse. Él interpreta mal su silencio y sigue:

—No pasa nada, pero entiéndelo. Eso me pondría en ridículo delante de todos. Como hombre, tengo mi orgullo. Y lo que has hecho es un golpe bajo que dejaría la autoestima de cualquiera por los suelos. ¿Lo entiendes? —repite, como si ella fuera una niña pequeña.

Ella aprieta los dientes. Claro que lo entiende. ¡Cómo no lo va a entender! Mucho mejor de lo que él cree. Nota en el corazón dos latidos a destiempo y siente como si en su interior se hubiera abierto una jaula y un pajarillo asustado alzara el vuelo. Sacude los hombros y los libera de la prisión de las manos de él.

—La cuenta se quedará a mi nombre. Y si tu autoestima se queda para el arrastre, que salude a la mía, que lleva mucho tiempo bajo tierra.

Elena no puede creer que haya dicho eso, pero la cara de incredulidad de él es buena prueba de que sus labios han pronunciado esas palabras. Alberto hace un último intento:

—¿Es que no te has enterado de lo que te acabo de explicar?

—Sí. Perfectamente.

—¿Y…?

Ella se encoge de hombros.

—Me da igual.

El agua ha empezado a hervir y se desborda un poco. Igual que la alegría en el pecho de Elena, que se levanta y sale de la cocina. Le da igual la cena, le hará a Luci un bocadillo. Había olvidado lo que era ser la persona que pronuncia la última palabra. Se siente flotar.

Adela Castañón

Imagen de Claudio Szatko en Pixabay

Caraquemada

De las fragolinas de mis ayeres.

El carbón tenía que arder toda la noche a fuego lento. Cuando anochecía, echábamos a suerte quiénes nos quedaríamos vigilando la cabera. Hacían falta dos, por si uno se dormía. Es que, de vez en cuando salía una llamarada por algún agujero, nosotros teníamos que taparla con tierra y pisarla bien para que se apretara. Si se escapaba el humo detrás saldría el fuego y llegaría el desastre. ¡Eso era lo más difícil! Ese humo nos hacía toser sin parar y la mejor manera de no sentir cómo entraba en nuestros pulmones era con un cigarro de cuarterón y un trago de vino recio. Pues eso. Un día empiné tanto la bota que en lugar de pisar la tierra me caí de bruces encima del humo. Con el golpe se avivaron las llamas y me abrasaron la cara. Esa noche estaba con Hilario. En cuanto me vio caer, como no teníamos agua, apagó las llamas con la bota del vino. Yo aullaba como un perro rabioso y pensaba en Marcela. Hacía unos días que me había confesado que había tenido otros pretendientes, pero los dejó cuando se les quemaron las caras haciendo carbón.

Hilario me envolvió en barro hasta que me sacó el calor del cuerpo y me cubrió la cara con tierra batán, la que se empleaba para encalar.

—Ahora, en lugar de los ojos se te ven dos agujeros pequeños, otros dos en los orificios de la nariz y uno más grande en la boca.

Mientras se secaba la careta, unas hormigas voladoras se mezclaron con el barro, se me metieron en la piel quemada y, allí, quedaron atrapadas con las patas hacia afuera. Quería arrancármelas pero se me agarraban a las manos como un enjambre de abejetas. Cada vez venían más. Enseguida oímos cocear a una caballería y supimos que habían entrado en el corral. Otras se refugiaron en las orejas del gato que dormía junto a nosotros. De repente comenzó a maullar y a dar saltos como cuando le entró la sarna. Hilario lo agarró de la cola y lo echó dentro de la cabera.

—¡A cascala! No sea que le hayan metido en el cuerpo alguna bruja o el espíritu del Maligno.

Al poco rato me entró una tiritera y abandonamos la cabera. Encima de la mula, yo iba dando alaridos. Nada más llegar, Hilario encendió el fuego y se fue a buscar al médico. Con el calor del hogar, el barro y las hormigas atrapadas caían como chinches, apagaban las llamas y la humareda no cabía por la chimenea. Con gran esfuerzo me fui a lavar la cara en el barreño de la fregadera y me asomé a la ventana. Debajo estaban los carboneros a los que había avisado Hilario,

—Cagaos, que somos unos cagaos. La puta ama nos tiene a todos acojonados. A ver si un día os atrevéis a meterle las manos entre las tetas y le sacáis los billetes que nos roba. Ayer vi como escondía en el suelo los duros que le dieron los que le compran el carbón. Ni siquiera nos lava las mudas. Solo quiere solterones viejos. Y todo porque no quiere líos con las mujeres. Se las apaña como puede y hace desaparecer a las novias. A unas les busca casas para servir en otros pueblos, y ya no vuelven. En cambio, otras desaparecen sin dejar rastro. Y por más que salgan los pastores con perros no encuentran a ninguna. Mientras tanto, nosotros nos conformamos con una alforja llena de pan duro y algún polvo al mes. De sus partos se encarga la comadrona y entre las dos los llevan en secreto. Aprovechan los carros que bajan con carbón a Zaragoza. En medio meten los fardos que hay que dejar en la inclusa.

No sé dónde ni cómo me quedé dormido. Me desperté en plena noche cerrada. Oí unas carcajadas y salí a la calle con un cuchillo de degollar ovejas. Si no se hubieran ido todos los habría ensartado en un amén. Hasta se lo intenté clavar a un guardia civil que un día me quiso llevar al cuartel de Luna.

A los pocos días de estar aquí, yo daba vueltas alrededor de una columna y vi a un enfermero que se acercaba con la dueña del carbón. Me dirigí a ella echando azufre por los agujeros de los ojos.

—Hijaputa, vete de aquí. No quiero verte hasta que me digas en qué pozo ahogaste a Marcela el día que me vino a traer la comida a la cabera. Alguien te fue con el cuento de que nos queríamos casar y a ti se te hinchó la vena. Joder. Es que a ella no la podías camelar. Sabías que si te descubría te sacaría las entretelas. Que Marcela era mucha Marcela. Hijaputa, o como te llames, nunca vivirás en paz. Y el día que te entren las hormigas en las cuencas de los ojos aullarás y nadie te escuchará. Tu cuerpo carbonizado se enroscará a las carrascas y nadie te reconocerá. En cambio yo encontraré a mi Marcela. Estoy seguro de que me espera en alguna de las fuentes que manan agua fresca del Arba.

Sin contestarme, me miró con desprecio y vi cómo desaparecía detrás de la verja. Poco a poco se iba empequeñeciendo. Al final se arrastraba por el suelo mientras la envolvía un enjambre de moscas voladoras.

Carmen Romeo Pemán.

Fotografía. Cabera o carbonera de Mario. Blog del Colegio Público de Ujué. https://cpujue.educacion.navarra.es/blog/

Cabera o carbonera, un horno para elaborar carbón vegetal. Hasta la emigración de los años sesenta, siglo XX, fue un oficio muy importante en El Frago. Para más información sobre los carboneros de El Frago, ver el blog de Astún, pseudónimo de la erlana-fragolina Carmen Guallar Idoipe, en : http://astun47.blogspot.com/2011/11/el-carbonero.html?m=1,

El conseguidor

Me fijé en Demetrio porque su nombre empezaba por D y, además, tenía tres cosas que empezaban por esa letra que me apasiona: un Don, un Defecto y un Deseo.

Su Don era conseguir cosas de los demás. Y lo de “cosas” tenía un significado ilimitado, mucho más allá de su sentido literal. 

Su Defecto era que no tenía recuerdos. ¿Desde cuándo? Él no lo sabía, claro está. Ignoraba si era por haberlos perdido o por no saber atesorarlos. 

Su Deseo era poseer su pasado. Quería hacerlo para remediar su Defecto. Y trataba de lograrlo usando su Don.

Apasionante, ¿verdad?

Demetrio podía ver el aura de las personas, igual que yo, aunque en mi caso eso es lo más normal del mundo. Fue Divertido Descubrir que él ignoraba que no todo el mundo tenía esa habilidad. Estaba tan convencido de que eso era algo tan normal que nunca se le ocurrió plantear el tema en ninguna conversación.

Decidió estudiar las auras para construirse un pasado. En su primer intento probó a interactuar con la de un niño que vivía en su edificio y que siempre iba pegadito a su madre. Esperó a que un día estuviera solo y se hizo el encontradizo con él en el portal.

—Hola, Albertito —saludó—. ¿No va tu mamá contigo?

—Está haciendo la comida y no puede dejar solo al bebé. —Sonrió—. Me ha dicho que soy mayor y puedo ir solo a comprar el pan.

Mencionar a la madre provocó que el aura de Albertito brillara con fuerza. Demetrio acarició con suavidad la cabeza del niño a la vez que inspiraba con fuerza. Mil hormigas ascendieron por su brazo y en su cabeza se empezó a formar una nube que, poco a poco, se convirtió en la silueta de su vecina con muchos años menos y embarazada. Demetrio se sintió flotar dentro de una piscina cálida en la que, lejos de ahogarse, se encontraba seguro y feliz. El encuentro con Albertito duró menos de un minuto, pero fue la prueba de que aquello iba bien. Días después, escuchó quejarse a la madre de Albertito de que su niño se estaba volviendo más “Despegado”, pero lo ignoró. Seguro que solo se estaba haciendo mayor.

Demetrio siguió armando una biografía propia con los pasados ajenos. Al buscar recuerdos de más edad, aumentó la dificultad para robar parte de las auras, pero acababa por lograrlo y, además, su técnica mejoraba con cada nueva experiencia.

Yo, desde lejos, observaba interesado sus progresos. Me apasionaba ser testigo de cómo se iba convirtiendo en dueño de su vida. Dueño. Otra palabra con D. Empecé a pensar que esa letra nos uniría de algún modo. Acecharlo era toda una aventura y, aunque mi deseo por presentarme ante él iba en aumento, no quise echarlo todo a perder por forzar un encuentro. ¿Para qué correr riesgos? Mi paciencia es infinita y si algo me sobra es tiempo.

La soledad empezó a pesarle y quiso buscar vivencias más afectivas. Buscó a alguien de su edad para hacerse con un recuerdo importante y tomó una Decisión. ¡De nuevo la letra mágica! Lo interpreté como un presagio. Se acercó a Lucas, un joven cuya aura, dorada e intensa, le atrajo desde el principio. Demetrio se hizo amigo suyo, supo que su novia planeaba dejar el pueblo para irse a vivir con él en la ciudad y decidió dar un paso más. No le bastaba apropiarse del recuerdo y alejarse luego, así que, cuando Marisa se trasladó, Demetrio siguió frecuentando a la pareja. Los recuerdos de Lucas eran ahora suyos, y se convirtió en su confidente y amigo.  

—No entiendo cómo he estado tan ciego, Demetrio —confesó Lucas un día—. Me equivoqué al interpretar lo que siento por Marisa, nos conocemos desde niños y creo que confundí esa cercanía nuestra con amor. ¡Es tan complicado! Ella me quiere, lo ha dejado todo para estar conmigo…

—Tranquilo, Lucas, seguro que todo se arreglará.

Demetrio era sincero al decirle eso a Lucas. Quería resolver ese problema imprevisto. Necesitaba que Marisa se fijara en él, estaba tan enamorado de ella como lo había estado Lucas, claro, pero con su amigo allí no sabía cómo conseguir que ella lo amara

La chica, por su parte, estaba hecha un lío. Su novio, ese novio cuyo amor parecía sólido como el roble bajo el que se habían besado tantas veces en el pueblo, ahora era un extraño. Marisa se resistía a creer que el cariño hubiera muerto de repente, sin causa alguna. No conocía a nadie en la ciudad y empezó a desahogarse con Demetrio.

Me impacienté al cabo de unos meses. Aquello estaba en punto muerto y ninguno de los actores de esa obra que me intrigaba sabía cómo salir de aquella extraña parálisis sentimental. Decidí entonces darle un empujoncito a Demetrio, había llegado la hora de sacarlo de su inmovilidad, y contacté con él por internet. Me presenté como Dimas y nos hicimos amigos en las redes sociales. Nuestros intercambios de mensajes añadieron un aliciente a mi vida, y pronto conseguí que mis opiniones empezaran a calar en su interior. 

No quiero cansaros con los detalles, pero aquello precipitó el final de nuestra historia porque comprendí que mi experimento terminaría pronto. Me hubiera gustado que aquel colorido patchwork hecho a base de retales de recuerdos continuara hilvanándose, pero sé bien que la avaricia rompe el saco y tuve que tomar una Decisión:

Empecé a sembrar en la mente de Demetrio pequeñas semillas que llevaban mi marca y mi letra de fábrica con mucho disimulo. Me refiero a las Dudas Disfrazadas de consejos cuyo fruto, al germinar, superó mis expectativas.

Demetrio hizo un Descubrimiento.

Lucas tenía que Desaparecer.

Dije que no quiero cansaros. Los detalles no son relevantes. Solo os contaré que, cuando Demetrio se Deshizo del Difunto Lucas, decidí presentarme en persona en su casa.

Él no tenía ni idea de quién era yo. Me Desconocía por completo. Abrió y me presenté como su amigo de Facebook. Pude comprobar que estaba… ¿cómo os lo diría? ¿No lo imagináis? Venga, no me Decepcionéis. ¡Estaba Destrozado, Deshecho, Desesperado por haber hecho Desaparecer a su amigo! Mientras conversábamos, levanté poco a poco el velo que había mantenido oculta la verdadera naturaleza de nuestra relación. Empezó a darse cuenta de que yo no era alguien corriente. Era, sin Duda, Diferente, y trató de justificarse ante mí. A veces produzco ese efecto:

—Escucha, no sé cómo he llegado hasta aquí. ¡No soy un asesino!, ¡No sé cómo he podido hacer algo tan terrible! Solo quería una vida, recuerdos, y no tengo la culpa ser una especie de conseguidor. Está en mi naturaleza. ¡No sé por qué la vida me hizo ese regalo envenenado!

—¿Estás seguro de que es un regalo, Demetrio? —le pregunté. Me relamía de gusto con nuestra charla—. Nada es gratis. Nada. Todo tiene un precio.

—Pues ojalá fuera cierto. Daría todo lo que tengo por salir de esta situación, por poder cambiar las cosas.

—Yo puedo ayudarte.

—¿Qué? ¿Cómo?

—Puedo otorgarte el olvido.

—¿Y lo harías?

—Sí. —Clavé mis ojos en los suyos. Aquello iba bien—. Siempre que pagues el precio, claro. Estarás en Deuda conmigo.

—Pues… —Demetrio vaciló solo unos segundos—. Hecho. Te daré lo que me pidas.

Lo miré intentando contener mi deseo.

—Quiero tu alma. —Hice una pausa—. Yo también soy un conseguidor, y mi Deseo es ser tu Dueño.

¡Ah! Adoro la D… ¿os lo había Dicho? Demetrio Dudó solo un minuto.

—Está bien. Seré tu siervo. Pero, al menos, quiero saber a quién voy a servir. Porque no te llamas Dimas, ¿verdad?

—No, claro. —Sonreí—. He tenido muchos nombres a lo largo de mi vida. Y muchos siervos. Ahora, Demetrio, tu Destino está en mis manos, tus Demonios serán míos.

Extendí la mano y, un instante antes de tocarlo para adueñarme de él, me mostré en todo mi esplendor:

—Querido, puedes llamarme Diablo.

Adela Castañón

Imagen de Jana V. M. en Pixabay

Días de internado

Después de la cena comenzábamos la hora de estudio y, a continuación, los rezos en la capilla. Luego subíamos en fila al dormitorio y cada una se metía en su camarilla: un cubículo rodeado sábanas blancas colgadas de barras de hierro. En aquel dormitorio me sentía como en una gran jaima sin techo. Cerraba los ojos, me imaginaba bajo un cielo estrellado y recordaba los cuentos de las Mil y una noches que tantas veces me había leído mi madre. Pronto empecé a mezclar unos con otros y a adobarlos con mis nuevas vivencias.

Nos desnudábamos con la Salve Regina, entonada por la hermana Anselma, la directora de un coro de ochenta voces desganadas. Cuando llegábamos al dulcis, virgo María, ya estábamos metidas en la cama con las cortinas corridas. No podíamos darnos la vuelta sin bambolear aquellas cortinas asabanadas. Cuando oíamos el frú frú de unos hábitos, conteníamos el aliento y nos hacíamos las dormidas hasta que la cara de la monja se asomaba a nuestra camarilla.

—Ave María Purísima

—Sin pecado concebida —le contestaba la niña en cuestión.

Así comenzada la ronda de la hermana Anselma. Revisaba las mesillas y nos quitaba los paquetes de comida que recibíamos de nuestras casas. Esos que nos permitían pequeñas juergas nocturnas. A continuación, de forma muy delicada, nos metía la mano debajo del camisón y comprobaba si nos habíamos quitado el sujetador y la braga.

—Es que sé que algunas no os desnudáis del todo para correr más por las mañanas. Las hermanas tenemos que vigilar vuestros malos hábitos y ayudaros a luchar contra la pereza.

Pero a mí, que era obediente, y ella lo sabía, eso no me gustaba. Tampoco me gustaba que los sábados, se paseara entre los cubículos de unas duchas de a doce y nos dijera cómo teníamos que enjabonarnos. Y, si creía que no nos quitábamos bien la roña, tomaba el jabón Heno de Pravia y con ayuda de una piedra pómez nos restregaba una y otra vez en las zonas íntimas.

A la mañana siguiente nos despertaba rezando a pleno pulmón el Ave María gratia plena. En un tiempo muy ajustado teníamos que hacernos la cama y peinarnos en los treinta lavabos del pasillo exterior. Allí nos empujábamos y nos disputábamos unas gotas de agua y un trozo de espejo. Unas a otras nos retocábamos los moños, salvados de la ruina por las redecillas nocturnas. Con frecuencia, la hermana Anselma, si solo habíamos estirado la cama o habíamos dejado ropa usada en la silla, nos sacaba de clase y nos llevaba a la madre superiora.

—Hija mía, tienes que obedecer a la hermana Anselma. Ella depositará en tu alma las semillas de una mujer de su casa con aroma de santidad.

Lo mejor llegaba el fin de semana. Los sábados y domingos, después de comer, en una larga fila de a dos, cogidas de la mano, y sin risitas, íbamos al Pilar y al parque Grande. Zaragoza se convertía en un gran hormiguero, con filas y filas de colegiales que hacíamos el mismo recorrido. Si coincidíamos con una fila de chicos, en la acera de enfrente, el revuelo y los castigos estaban asegurados. En ese momento, las hermanas bisbiseaban a nuestros oídos eso de “hombre-pecado”. Y a mí me daba la risa floja. ¿Cómo podía ser que mis amigos internos en otros colegios, de repente, pasaran a ser hombres y, encima, los representantes del pecado? Pero si el mosén de mi pueblo los confesaba todas las semanas y nos decía que eran más nobles que nosotras. Que ellos lo desembuchaban todo y nosotras nos callábamos nuestras cosillas.

—A ver, ¿se puede saber qué te ha hecho tanta gracia? —Era la voz de la hermana Anselma que se había convertido en mi sombra. Y yo:

—Nada, nada. Que no entiendo nada. —Me pellizcó fuerte en el carrillo y me dijo:

—Después de cenar te esperaré. Tenemos que aclarar muchas cosas.

Cuando crucé la puerta del comedor, allí estaba. Me cogió de la mano y me llevó por un pasillo largo, lleno de recovecos. En cada rincón se adivinaba un bulto negro. Al principio me parecieron estatuas sin iluminar. Me costó distinguir que eran monjas con niñas. Es que el largo velo negro casi las envolvía a las dos.

Cuando encontramos un sitio libre, la hermana Anselma me tomó por los hombros. Así te hablaré mejor al oído. La verdad es que me puse nerviosa y no me enteré bien qué me decía. Vagamente recuerdo eso de que estaba allí para estudiar y para despertar mi vocación de monja. Que no me preocupara si no sentía nada, que Dios se manifestaría pronto y me colmaría con su gracia. Y no sé cuántas cosas más. El caso es que, aunque ella quería acariciarme como mi madre, yo me sentía incómoda. De repente, di un respingo y me eché a correr hasta la sala de estudio. Debí estar mucho tiempo con la hermana Anselma porque enseguida tocó el timbre.

Al llegar a la capilla, ¡otra vez la hermana Anselma! En voz alta me llamó por mi nombre.

—Hoy dirigirás tú la letanía. Al acabar las alabanzas a la Virgen, tendrás que decir cincuenta veces, hombre-pecado, y las demás te contestarán a coro. Contarás las veces con las cuentas del rosario. Sin dejarme replicar, me puso en la mano su largo rosario de azabache.

Al día siguiente, antes de la misa de internas, me fui a confesar. Le conté todas mis tribulaciones al padre Soria y le pedí un cilicio. Al principio se resistió pero, como le insistí tanto, me dijo que hablaría con la hermana enfermera y que me colocaría uno en el muslo. Además, como no había cometido pecados mortales, podría quitármelo algún rato.

Por la noche, cuando fui al encuentro de la hermana Anselma, quiso comprobar mi buena disposición y me levantó el uniforme. No esperaba encontrarse con las púas al revés.

Sacó la mano chorreando sangre y comenzó a gritar. Perseguida por el grito que recorría todos los pasillos y salía por las ventanas, con el corazón en las sienes, corrí al estudio. Me senté en el último pupitre, saqué los libros. Me apreté la cabeza con las manos, pero no logré controlar el temblor que se iba apoderando de mí. No recuerdo cómo llegué a la cama. Pero sí que desde esa noche la hermana Martina se encargó de nuestro dormitorio.

Carmen Romeo Pemán

Las bolas de cristal

El mejor manual para convertirse en una superviviente es ser la menor de siete hermanos y, además, la única chica. Cuando jugaban a las guerras, ninguno quería hacer el papel de prisionero. Y como yo me negué después de la primera y última vez en la que me torturaron, haciéndome cosquillas en los pies con una rama y metiendo un cubito de hielo por mi espalda, me quitaban mis muñecas para atarlas a la pata de una silla, convertida en un poste indio de tortura, de donde salían destrozadas. Así que, en venganza, una noche, cuando todos dormían, me levanté y les robé sus canicas.

No me atreví a jugar con ellas hasta que pasaron varios años. Si me hubieran descubierto, las torturas de mis muñecas no habrían sido nada comparado con las mías. Un buen día mi madre me castigó encerrada en mi habitación y, mientras mataba el aburrimiento abriendo y cerrando cajones, descubrí la bolsa de canicas. Las esparcí sobre la cama, me senté con las piernas cruzadas y los codos en las rodillas y me dediqué a observarlas. El sol entraba por la ventana y los rayos de luz arrancaban un destello hipnótico a las bolas. Las contemplé fijamente, como si fuera una serpiente delante de su víctima, y cogí una de ellas al azar. Su interior era una doble espiral roja y verde, y dentro había animales con dos cabezas y varias colas, hadas, brujos y otros seres cuyas imágenes yo había visto antes en mis libros de mitología.

Y crecí. Y te conocí. Y me enamoré de ti cuando me regalaste la primera bola de cristal.

¿Te acuerdas?

Fue en Nairobi. En un refugio de mochileros en el que coincidimos para resguardarnos de una tormenta de arena. Cuando pudimos salir, no nos separamos en tres semanas. Cuidaste de mí todo ese tiempo. Y cuando la aventura terminó me sorprendiste pidiéndome mi número de teléfono y regalándome aquella bola de cristal con un paisaje africano en su interior. Todavía la tengo, con el baobab y el elefante cobijado bajo sus ramas. Si miro en su interior me veo en lo alto del árbol que había a la salida del pueblo de mi infancia, agarrada a una cuerda, muerta de miedo, esperando el momento en que mi hermano mayor me empujara para ver si era capaz de alcanzar la rama de otro árbol cercano, como hacía Tarzán en las películas que veíamos en el cine de verano.

Al poco tiempo me llamaste, y yo no me lo creía. Y me dijiste que tendríamos que averiguar si el amor era igual en todos los continentes, y saqué mis ahorros del banco y nos fuimos a Río de Janeiro. Y sí. El amor era igual. O mejor, si es que eso era posible. Y debías de ser mago, porque no te había contado nada de las canicas, pero me sorprendiste allí con otra bola de cristal. Esa al agitarla, dejaba escapar las notas de una samba y el ritmo se me metía en las venas igual que se me había metido tu amor, como una melodía, como la droga más dulce. Y lloraba al acordarme de las canciones de cumpleaños feliz en las que todos desafinábamos y competíamos para ver quién hacía sobresalir su voz sobre la de los demás hermanos.

Tú trabajabas. No sé por qué me sorprendió averiguarlo. Quizá pensé que solo vivías de viaje en viaje, de sueño en sueño, como yo. Pero resultó que te ganabas bien la vida. Me pediste que fuera contigo a Denver, y lo hice. Quemé mis naves. Te seguí. Y fuiste a esperarme al aeropuerto. Otra vez me regalaste una bola de cristal. El interior era todo de acero, monocromático, como nuestra relación en esa ciudad de la que, no sé por qué, solo recuerdo los rascacielos. En aquella altura no había suficiente oxígeno para nuestra relación, y vi tu traslado a Berlín como una tabla de salvación. Me empeñé en rescatar algún recuerdo de mi infancia, y no pude o no supe hacerlo. Y supe que en nuestra historia había empezado a escribirse la palabra fin.

En Berlín, la bola me recordó a la única canica de mis hermanos que era diferente de las anteriores. Era una canica de mayor tamaño, el interior era de color gris uniforme, desvaído, carecía de las espirales de colores que tanto hermoseaban a las demás. La bola de cristal que añadiste a mi colección en Berlín tenía en un interior miniaturas apiladas del monumento al Holocausto. Cuando visitamos el monumento real, con sus bloques de toneladas de cemento, no tuve valor para decirte que cada uno de ellos, todos diferentes entre sí, eran para mis ojos como las lápidas que anunciaban la muerte de todas y cada una de mis ilusiones.

Ni siquiera las vacaciones en Moscú pudieron salvar nuestra relación. La nieve que nos acompañó durante aquellos días, igual que la nieve que se agitaba dentro de la pequeña bola rusa de cristal, estaba hecha de cristales que lastimaban la piel de mi alma herida.

Creíste que era el frío lo que me sentaba mal, e intentamos alejarnos del desastre poniendo tierra por medio, pero en Tokyo fue peor. Allí descubrí una de tus infidelidades. La bola de cristal con el caleidoscopio caótico de luces en su interior era el símbolo perfecto del desastre en el que se había convertido mi vida.

Y volvimos a Europa, a Estocolmo. Y allí nuestro amor. o lo que quedaba de él, dio sus últimas boqueadas. Y la bola sueca ni siquiera tenía algo típico de allí. Era una triste, sórdida y mezquina bola de navidad, con un Papa Noel anónimo en su interior. Pero las bolas eran una tradición, y casi lo único que me quedaba, junto con mis recuerdos.

Rompimos.

Y volé sola a Venecia.

Y al respirar el aire que corría por el Gran Canal sentí como si mil canicas de colores estallaran de golpe. Y me mezclé con las palomas de la plaza de San Marcos y reconocí, por fin, la libertad que no sabía que había perdido en algún recodo de mi pasado.

Al fin y al cabo, yo era una superviviente.

Adela Castañón

Imagen: Uschi en Pixabay

Como un girasol ciego

Un girasol ciego es un girasol que no busca el sol, un girasol inmóvil, un girasol derrotado. Alberto Méndez, «Los girasoles ciegos».

Mi mujer murió antes del parto. Yo estaba en el patio desaparejando las caballerías cuando oí gritos en la cocina. Eran las riñas de cada día. ¡Qué casualidad! Se quedaron embarazadas las dos cuñadas casi a la vez y siempre andaban con las manos en las greñas.

Mi hermano, que era el segundo, se había casado unos días antes que yo y reclamaba el derecho a quedarse con la casa, contra la costumbre de la primogenitura. Pero mi madre no dio el brazo a torcer y así se lo hizo saber a sus nueras cuando estaban enzarzadas en una de sus riñas:

—Aquí se cumplirá la ley de la sangre. En esta casa se quedará el primogénito con su mujer y su descendencia.

Cuando la mujer de mi hermano oyó esto, se salió de sus casillas. Desde el patio escuché los insultos: “Puta, ladrona, has venido a robarme lo que era mío, no te saldrás con la tuya”. Entonces yo me apresuré a descargar. Quería subir a poner paz. Pero no me dieron tiempo a acabar. De repente vi a mi mujer rodando por las escaleras. En el centro de su vientre, asomaban los ojos de unas tijeras. Rodó y rodó hasta mis pies. Estaba desmadejada y con unos estertores de mal presagio.

Me agaché para insuflarle vida. El corazón cada vez le palpitaba más despacio. En cambio el mío me había subido a las sienes. Acerqué la oreja a su vientre y oí los latidos del niño. Si pensarlo dos veces le rasgué su carne tersa con la navaja que llevaba en el bolsillo. Limpié al niño con mi chaqueta y lo coloqué al lado de su madre, arropado en una arpillera. Entonces levanté la vista. Las mujeres, que unos minutos antes discutían en la cocina, contemplaban en silencio al niño mudo junto a su madre inexpresiva, con una cara como de porcelana. “No es justo que llegue la muerte antes de que se dé la vida por nacida”, pensé. Y la película de nuestra vida pasó rápidamente por mi frente.

Desde niño me cautivaron unas trenzas rubias que saltaban a la comba. En la clase de lectura, pensaba en ella, cada vez que llegábamos al elogio que un arcipreste le hacía a una chica de la que se había enamorado: “¡Qué gracia y qué donaire!”. Luego vinieron las rondas. Yo cantaba debajo de su ventana, pero ella nunca se asomaba. Me hacía el encontradizo cuando bajaba a lavar al río. Por las tardes le subía los cántaros de la fuente. Así, poco a poco, entramos en relaciones y formalizamos nuestro noviazgo con algún beso robado.

Nuestros padres firmaron las capitulaciones matrimoniales. Estaban encantados de unir las dos mejores haciendas del pueblo. Mi novia, la primogénita de casa Puyal, trajo una de las mejores dotes. Allí sábanas de hilo fino de Holanda, bordadas con hebras de seda; toallas de lino con sus iniciales; sayas de mudar y mantillas de blonda. No faltaba la taza de plata con el nombre de la novia ni la vajilla de la Cartuja de Sevilla. Más de dos días estuvieron los criados de casa Puyal trayendo baúles hasta la nuestra.

Nos fuimos a vivir con mis padres, como me correspondía, pero la casa era muy bulliciosa y con poca intimidad. Todavía vivía mi abuela paterna que, a sus casi cien años no había dejado de mandar desde su silla de anea junto al hogar. Mi madre decía que a ellos se les estaba pasando la vida sin ser dueños de nada, a pesar de que llevaba muchos años rezando: “Gloriosa santa Ana, dale buena muerte y poca cama”. También estaban mis tres hermanas exigiendo la dote. Y mi hermano, el recién casado, con su mujer.

Es que, como mi hermano había dejado preñada a su novia, se casaron deprisa, sin amonestaciones, y se refugiaron en casa. Con el embarazo de mi mujer todo se complicó. ¡Dos embarazadas juntas reclamando los mismos derechos para sus hijos!

Mi hermano, desde que se casó, ya no fue el mismo. Hasta entonces nunca tuvimos problemas. Él cuidaba el ganado, como todos los segundones, y yo me encargaba de las tierras. Una noche, como siempre, después de cenar nos fuimos juntos a la taberna y, en el camino, sin venir a cuento, me soltó:

—Mira, no veo justo que tú te quedes con todo y que los demás seamos tus criados. —Tragó saliva—. Y dile a tu mujer que no presuma tanto delante de la mía. Que si ella es de casa rica la mía también lo es. Y que aún no ha traído su dote por no mezclarla con la de tu mujer. Es que, si no, luego diréis que todo lo que hay en la casa es vuestro.

Al oír esto, se me hinchó la vena y le contesté de malos modos.

—A ver, no te equivoques. Vosotros estáis en casa de paso. Te guste o no, yo soy el heredero. Y, cuando te vayas a tu casa, no pienses que vamos a seguir trabajando a medias. Si quieres cuidar el rebaño, será a jornal, como todos los pastores que tenemos.

Al día siguiente la mujer de mi hermano montó una zapatiesta sin motivo. Como la abuela estaba adormilada, mi madre le dijo que se le tenían que bajar los humos, que las cosas no eran como ella pensaba y que las leyes ancestrales no se podían cambiar con la voluntad de las personas. Aprovechando, el parlamento de mi madre, terció mi mujer:

—Eso, así es, mala pécora. Ya te puedes ir metiendo en la cabeza que aquí vas a durar poco y que lo que llevas en la tripa no heredará nada de esa casa. Entérate de una vez, todo será para mi hijo.

En ese momento la mujer de mi hermano, que tenía las tijeras de coser en la mano, se levantó con un gesto amenazante. Y la mía, muy asustada, echó a correr, pero, antes del primer peldaño, le alcanzaron unas tijeras, con tan buen acierto, que se le clavaron en la barriga.

Cuando llegó el juez, yo no estaba en condiciones de declarar y lo hizo mi hermano por mí: “Elena de Isuerre ha fallecido de hemorragia postparto”. En ningún momento mencionó a mi hijo ni que había vivido unas horas.

Los metieron a los dos en el mismo ataúd y yo me quedé mirando al suelo, como los girasoles ciegos, atenazado por el dolor y por la culpa.

Carmen Romeo Pemán

Foto: freepik

Recuerdos enredados

Me puse a ordenar fotos antiguas, sí, de esas en papel, y tropecé con una imagen que no esperaba. Un poco a contraluz, con mis quince años, unas manoletinas azules, y con el pelo recién cortado, tenía el brazo derecho levantado y, en la mano, sujetaba las dos trenzas que la peluquera me había dado antes de salir. Abrí y cerré los ojos y me vino a la memoria la pregunta que más me hicieron durante aquel mes de junio: ¿por qué te has cortado el pelo?

Recuerdo mis respuestas, al menos las dos o tres que tenía preparadas y de las que echaba mano según quién fuera el interlocutor: para estar más fresquita, por cambiar un poco de imagen, para poder mojarme la cabeza en la playa sin pasar luego el día con la espalda mojada… Todo mentira.

Las notas de tu guitarra, las que dejabas escapar en los ensayos de coro, se enredaban en mi pelo aunque yo me sentara en la otra punta del salón. Se hacían nudos con mis trenzas y, por la noche, se enroscaban en mi garganta como una bufanda de esparto, tejida con mi miedo a no gustarte, a que no supieras de mi existencia, a que no te fijaras nunca en mí. Otras veces, sin embargo, cuando te sentabas a mi lado o me pedías que te sujetara la partitura mientras tocabas, mis trenzas alrededor del cuello eran caricias, plumas de cisne que me hacían volar hasta un país imaginario en el que una historia, la nuestra, era posible.

Usabas la colonia Varón Dandy, la misma que mi padre. Por las mañanas, al hacer la cama, le daba la vuelta a mi almohada para que ni mamá ni nadie se dieran cuenta del olor que la impregnaba. Me llevaba el bote de colonia de papá a mi cuarto, a escondidas, y rociaba la funda por el centro, allí donde de noche descansaban mi mejilla y mis labios. Si ese día no te había visto, o si te había visto pero no me habías hablado, la humedad de mis lágrimas hacía reverdecer el olor, y entonces yo tocaba la tela y era como tocarte a ti, y el vello de mis brazos se erizaba, apretaba las piernas, llevaba las rodillas a mi pecho, me enroscaba en posición fetal como si así pudiera mantener prisioneras las imágenes que veía con total claridad a pesar de tener los ojos cerrados.

Cada vez te sentabas más cerca de mí, me pedías más a menudo que me pusiera a tu lado, me acompañabas cada vez más a mi casa al salir de los ensayos. Así desde enero hasta junio.

Y en junio se metió por medio Conchi. Con sus suspiros, con esas llamadas de atención cada vez que tú entrabas en el salón donde solíamos reunirnos, con sus mareos que hacían que todos, y tú entre ellos, claro, acudieran a su lado para hacerle aire, para interesarse por ella.

Y un día que ojalá no hubiera existido, su mejor amiga me dijo que quería hablar conmigo. Me contó que Conchi te gustaba, que habías empezado a salir con ella. Que me lo advertía porque yo le caía bien y porque no quería verme hacer el ridículo. Me dijo que tú te habías dado cuenta de mis miradas de reojo, de mis rubores incontrolables, y que te daba pena hacerme sufrir.

¡Qué tonta es la inocencia! Todo lo que me habían contado era mentira, pero yo la creí a pies juntillas, quise morirme, no sé si de vergüenza, de pena o de las dos cosas.

Unos días después, por sorpresa, me dijiste que me invitabas a una Coca Cola. Después del ensayo del coro me llevaste a una cafetería que los demás no solían frecuentar. Por el camino te cambiabas la guitarra de mano cada dos por tres y carraspeabas tanto que pensé que igual habías forzado la voz o que estarías incubando un resfriado. Cuando nos sentamos y pedimos, me desconcertaste al decirme que querías preguntarme algo.

—Dime una cosa, yo… —Tu carraspeo alcanzó su máximo—. ¿Cómo te caigo yo? Es que a veces pienso que igual te… bueno, supongo que te caigo bien, pero…

Me quise morir. Creía que podría sobrevivir al desamor, pero tu compasión me mataría. Al menos salvaría mi orgullo, no te regalaría mi dolor, no, no después de aquello, no te lo merecías. No sé si querías echar sal en la herida o hacer conmigo una obra de caridad al consolarme, pero no iba a sufrir una humillación así ni por ti ni por nadie.

—Me caes muy bien, hombre. ¡Mira que quedar conmigo para preguntarme una tontería así! Para mí eres uno más de mis amigos, como Paco, o Julián, o Salva… ¿Eso era todo?

No quise seguir, saqué brillo a mi armadura y planté en mi cara la sonrisa más falsa del mundo, la que me costó la vida.

Años después, cuando nuestros relojes sonaban a destiempo, supe que mis palabras te habían herido de muerte. Lo supe por casualidad, tropecé con tu mejor amigo y me lo contó todo durante el tiempo que tardamos en tomarnos un café.

Supe por él que todos esos meses, mientras yo fantaseaba con tus dedos en los trastes de la guitarra, tú soñabas con mis trenzas y con enredar tus dedos en mi pelo. Que aquel día habías quedado conmigo para decirme lo que yo llevaba deseando escuchar todo el verano. Que yo, tonta de mí, te había dejado hecho polvo. ¡Qué tarde me enteré de todo aquello! ¡Qué pena! Con lo que pudo haber sido…

Abandoné el coro sin dar explicaciones, le pedí a mis padres pasar el verano con mi madrina, en la otra punta de España. No llegué a saber que tú también dejaste el coro poco después.

Mis trenzas eran tuyas, pertenecían a tu música, eran el pentagrama en el que deberían haberse escrito las notas de nuestra historia, de nuestro primer amor. Sentir el pelo junto a mi cuello era como tener una cuerda de seda que me ahogaba al recordarme lo que había perdido.

Por eso, ese mes de junio, dejé de quitarle la colonia a papa y me corté las trenzas.

Adela Castañón

Imagen: Aritha en Pixabay

El tiempo es oro

Salió de la consulta con una sonrisa. Se acabó el peregrinar por los hospitales, las segundas opiniones, la incertidumbre sobre los posibles tratamientos.

El primer paso fue cortarse el pelo al cero. Horas robadas a la visita mensual a la peluquería para regalárselas a la literatura.

Lo siguiente estuvo fácil: comprarse un portátil ligero, de poco peso. Sus padres se lo regalaron encantados.

A continuación, vino la visita a la consulta, esa visita en la que ella sabía que se decidiría su futuro. Sus padres, como siempre, la acompañaron. Las palabras del doctor estuvieron llenas de cariño y de una sinceridad algo descarnada que ella agradeció. La única opción era el trasplante de riñón y, mientras tanto, diálisis tres días en semana. Tres o cuatro horas por sesión. Era mucho tiempo, claro, dijo el médico, pero…

—¿Tienes alguna pregunta, Eva?

—Sí, doctor…

Ella vaciló. Se lo jugaba todo.

—¿Hay internet? ¿Podré… podré llevarme el portátil?

Sus padres se miraron, miraron al doctor, los tres fijaron la vista en ella. Unos segundos interminables.

—Sí, claro, no habrá problema, criatura.

—Entonces todo irá bien.

Por fin tendría el tiempo necesario para escribir su libro.

Adela Castañón

Imagen: Bruno /Germany en Pixabay

La manga larga

Cuando era joven solía preguntarme por qué mi madre siempre llevaba manga larga. No sé cuando me fijé en eso por primera vez, pero sí que recuerdo su respuesta cuando la interrogué:

—Manías mías, Libertad.

Quizá el tema hubiera quedado ahí de no ser porque, antes de contestarme, hizo una pausa y me miró de una forma extraña. Sus ojos estaban fijos en los míos, pero era como si me atravesaran, como si yo me hubiera vuelto invisible y mamá estuviera viendo algo, otra cosa, no sé qué. Fueron apenas unos segundos, pero el momento duró lo suficiente como para intrigarme. Lo hablé con mi hermano Justo y también él fracasó al tratar de averiguar el motivo. Como a los dos nos podía la curiosidad, le preguntamos a papá un día y su respuesta fue decirnos que le preguntáramos a ella.

—Ya lo hemos hecho, papá —explicó Justo—. Y dice que es solo una manía suya.

—Pues si vuestra madre dice eso, eso será.

Miré a Justo, y él a mí. Papá también había tardado unos segundos de más en contestarnos, pero, lo mismo que mamá, se limitó a repetir su respuesta. Nos dedicamos entonces a analizar álbumes de fotos y en todos aparecía mamá con ropa de manga larga. Había instantáneas de los abuelos paternos, de papá cuando niño, de tíos y primos, pero mamá solo aparecía cuando ya era novia de papá. Antes de eso era como si no existiera. Aquello espoleó nuestra curiosidad todavía más, y volvimos a la carga con las preguntas.

—Papá —le dije un día—, ¿por qué no hay fotos de mamá cuando era chica?

—Es que parece que fue una niña invisible —añadió Justo—. ¿Qué pasa? ¿Es que no tuvo vida hasta que te conoció?

—¡Qué dices! —Papá le revolvió el pelo y sonrió con la mirada perdida—. Claro que tuvo vida, hijo, todos la tenemos. Es verdad que llegó al pueblo dos años antes de que nos casáramos y no era muy habladora. Pero no hacía falta que dijera nada, era muy delgada, muy guapa, siempre tan callada… Y trabajadora como la que más. El hombre más rico del pueblo, un militar guapetón, que hacía suspirar a todas las mozas, le tiró los tejos casi desde el principio y nadie, ni siquiera yo mismo, sé por qué al final se casó conmigo, un agricultor del montón.

—¿Y tú no le preguntaste nunca por qué te eligió? ¿O por qué nunca se pone manga corta? —Yo no me imaginaba a mi madre de joven. A mi padre sí, pero a ella me costaba trabajo representármela.

—Claro, Libertad. No creas, lo hice cuando ya estaba embarazada de ti y a punto de dar a luz. Hasta entonces no me atreví, me parecía un milagro. ¿Y sabes qué me contestó? —Papá se echó a reír—. Que me quería, que éramos felices, y que eso era todo lo que hacía falta saber. Y lo de las mangas… —Papá vaciló un poco y la risa se le convirtió en una media sonrisa—: Ya lo ha dicho ella. Manías suyas.

El tema de las mangas largas de mamá terminó por perder interés para Justo y para mí. La vida siguió, yo terminé la escuela primaria. Papá montó un vivero de aguacates que iba muy bien, y quiso matricularme en el elitista colegio de las monjas. A mí me entusiasmaba la idea, allí las alumnas llevaban unos uniformes preciosos, con faldas de cuadros rojos y grises y unos jerséis azules monísimos, pero mamá dijo que no y fue inflexible pese a mis ruegos y lloros. Traté de convencerla hablándole de las actividades extraescolares, y me dijo que yo podía hacer lo mismo sin tener que ir a ese colegio. Cumplió su palabra, no me faltaron clases de baile, de equitación y de música; tuve todo lo que quise.

También Justo se apuntó a lo que le apeteció. Mis padres nos negaron muy pocos caprichos. El mío del colegio fue uno de ellos. Y, cuando Justo dijo que quería hacer la primera comunión vestido de almirante, tropezó también con una negativa rotunda de mamá. No sé cómo logró convencerlo, imagino que lo sobornaría con algún regalo, pero al final mi hermano consintió en hacerla con un traje de chaqueta.

Cuando yo estaba a punto de empezar la universidad, mamá enfermó. Pasé el verano cuidando de ella, me obligué a maquillarme con una sonrisa cada vez que entraba en su cuarto porque sabía que, pese a los terribles dolores que tenía, siempre me recibía sin una sola queja.  Al acercarse el final, me pidió que, para enterrarla, le pusiéramos cualquier traje de calle, de manga larga. Le dije que sí, y antes de que pudiera preguntarle por qué, me sonrió y me guiñó un ojo:

—Ya sabes, Libertad. Manías mías.

El cáncer se la llevó demasiado pronto. Quise lavarla y prepararla yo, y al descubrir su brazo derecho tuve la sensación de que una garra apretaba mi garganta. Una serie de números tatuados ocupaban casi toda su longitud.

Al día siguiente vi a papá quemando algo en la chimenea. Me acerqué a él, pero no notó mi presencia. Miré por encima de su hombro y vi retorcerse varias fotos en blanco y negro. En algunas se veían al fondo unos hornos gigantescos y, en primer plano, militares rubios de pelo cortado al cepillo y uniformes impecables. Y en otra alcancé a ver un amasijo de sombras borrosas por mis lágrimas. Me sequé los ojos con el dorso de la mano y, desde las llamas, vi convertirse en cenizas a un rebaño de esqueletos, vestidos todos con harapos de un sucio color gris. Me acaricié los antebrazos desnudos, mi piel sin ninguna historia escrita, di la vuelta y salí sin hacer ruido dejando a solas a mi padre para que terminara de despedirse de su amor.

Adela Castañón

Imagen: un-perfekt en Pixabay

Las estampas de la hermana Gregoria

. Los primeros días estuve como alelada. Ya llevaba una semana en el internado y no podía dejar de pensar en mis amigos en el pueblo. Me aburrían las compañeras del colegio. Todas vestidas iguales. Por las mañanas nos cardábamos el pelo unas a otras y nos hacíamos moños altos. Se acabaron los rodetes de trenzas encima de las orejas. Y los cortes de chico cuando los piojos entraban en nuestras cabezas. Ahora teníamos que convertirnos en verdaderas señoritas con olor a santidad.

Cuando salíamos del desayuno, caminábamos en fila recta por un pasillo estrecho y largo que llevaba a nuestra clase. Al fondo, se adivinaba un bulto negro con niñas revoloteando alrededor. A medida que nos acercábamos el bulto se convertía en la hermana Gregoria, regordeta y sentada en una sillica de anea. Un mantón negro la envolvía entera. Solo se le veían unos pies muy hinchados, tanto que se le salían de las zapatillas y los dedos de las manos cubiertos por unos mitones tan negros como el manto. De la cintura le colgaban el rosario y la faltriquera, muy abultada.

Mi primer día me sorprendió que mis compañeras se salieran de la fila y corrieran hasta ella. Yo bajé la cabeza y seguí en la fila hasta mi pupitre.

—¡Hola! ¿Cómo te llamas? —me preguntaron dos chicas que entraron detrás de mí. Una, la que llevaba coletas, me puso la mano en el hombro, y la otra me miraba sin dejar de jugar con la melena rubia que le caía por la cara.

—¡Hola! Pues no sé qué contestaros. En los papeles me llaman de una manera y en mi casa de otra. Y en el pueblo todos tenemos apodos.

—Mira, pues eso me gusta. Invéntate un nombre para el colegio y así no te acordarás de tu familia ni de tu pueblo. Que aquí todas pasamos cariños —me dijo la de las coletas

Cuchichearon entre ellas y decidieron llamarme Alodia, como la santa que nació en Adahuesca, un pueblo cercano al mío. A mí me pareció un apodo. Nunca había oído ese nombre.

Entonces Pepa, que así se llamaba la de las coletas, se volvió a la de la melena rubia.

—Oye, Clara, pero con ese nombre vamos a tener un problema. La hermana Gregoria no tendrá estampas de una santa tan rara.

—Pues aún sería peor si la llamáramos Nunilo, que era la hermana de Alodia.

A ellas les entró la risa floja. En ese momento no sabía si se reían de mi o de las santas..

—Es verdad, no habíamos caído en que la santa del nombre es la que más aprobados consigue —dijo Clara.

Levanté la cabeza y las miré de arriba abajo y me tapé la cara con las manos.

Al momento entraron casi cuarenta chicas montando un gran barullo. Una gritaba que no le había llegado la estampa que quería. La que no había abierto el libro de Matemáticas se comió casi todas las de san Alberto Magno y no dejó ninguna para las demás.

Cuando entró la hermana que nos daba latín, todas nos pusimos de pie y nos callamos. Al acabar la clase, las compañeras se arremolinaron alrededor de mi mesa. Todas hablaban a la vez para contarme lo de las estampas. Pero Pepa, que era mi compañera de pupitre, levantó la voz:

—Callaos, por favor. Así la vais a asustar aún más. Yo se lo contaré y si me dejo algo importante vosotras añadiréis más detalles.

Pepa tenía desparpajo y enseguida la obedecieron.

—Mira, Alodia, mi primer día me pasó lo mismo que a ti. Esto no me cabía en la cabeza. La maestra de mi pueblo me decía que solo podría aprobar si estudiaba mucho. Y me lo creí hasta que probé las estampas de la hermana Gregoria.

—No entiendo nada de nada

Le contesté en voz muy baja y, sin decir nada más, me eché a llorar. Entonces intervino Clara.

—Venga, vamos a dejar las estampitas ya. Ahora nos vamos a presentar todas.

Ese noche, Pepa, que dormía en la camarilla de al lado, me contó que en ese colegio no tendría que sufrir por los exámenes ni por las notas. Que la hermana Gregoria vendía unas estampas milagrosas a perrica y perra gorda, dependiendo del poder del santo. Que, aunque estudiara, si un examen me resultaba difícil, bastaba con que me comiera varias estampas de un santo abogado de esa asignatura. Y que era muy importante que conociera bien a los santos y sus poderes. Por ejemplo, Santa Teresa valía a perra gorda para los exámenes de Lengua y literatura. Es que, además de santa había sido gran escritora y doctora de la Iglesia. En cambio, las vírgenes costaban a perrica. Esas no eran especialistas en nada, pero ponían muy buena voluntad y siempre ayudaban un poco. Y la fundadora de la congregación, como le rezábamos todos los días, nos echaba una mano en lo que fuera. Así que por ella se pagaba una perra gorda y la voluntad.

—Y, una vez que las has elegido y pagado, te las tienes que comer delante de la monja.

Entonces, me tapé las orejas, me dio una arcada y vomité la cena. Mientras llegaba una de nuestras fámulas a limpiarlo, Peoa intentó calmarme.

—No te preocupes, eso nos ha pasado a todas. Al principio cuesta un poco, pero enseguida te acostumbras. Antes tienes que hacer mucha saliva y tragártelas de golpe. Tienes que cerrar los ojos y concentrarte en pasar la bolita.

—¿Cómo?, ¿en seco? Sin un poco de agua es imposible.

—Es que no nos deja ir a beber a los lavabos. Así se convence de que no hacemos trampas.

—Pero a mí se me ponen los dientes blandos si chupo papel.

—Anda ya —dijo Clara, que la habíamos despertado con tanto jaleo—. Ni te vas a enterar. Son muy pequeñas y más blandas que los sellos.

Con el tiempo me volví una voraz comedora de estampas. Con mis horas de estudio y la ayuda de los santos y santas de la corte celestial, me estaba convirtiendo en una alumna sobresaliente.

Al curso siguiente, llegó una niña nueva. Al principio le pasó como a todas, pero luego pilló tal atracón de estampas que le subió la fiebre con grandes dolores de barriga. Cuando llegó al hospital ya tenía el apéndice perforado y los intestinos forrados de papelitos de colorines.

Nosotras nos pasamos la noche rezando en la capilla. Por la mañana habían desaparecido la silla baja y la faltriquera de la hermana Gregoria. La niña no volvió al colegio y nadie supo decirnos qué había pasado con ella.

Carmen Romeo Pemán

Foto CaLina Burana. Publicada en FB el 25/03/3015

Por ti, por mí, por ella

—¿De verdad te parece buena idea? —preguntó Jaime con una sonrisa.
—Sí, claro… Si no, no te lo hubiera dicho.
—Ya.
Jaime lo dejó ahí. Mercedes se acarició la barriga. Faltaba menos de un mes para el parto, ¡qué ganas de verle la cara a su niña!
—A ver, Jaime, —Notó una patada y sonrió—, no estoy diciendo que vaya a empezar a trabajar enseguida, solo digo que puedo darme de alta en la bolsa de trabajo. Posiblemente pasarán meses antes de que me llamen, si me llaman. Tiempo suficiente para dejar a la nena más mayorcita.
—¿Y el pecho? ¿Has cambiado de opinión sobre eso?
—Que no, hombre, no te pongas así. Pienso dárselo y lo sabes.
—No hace falta que te pongas a trabajar. Puedo hablar con Jacinto, él tiene siempre la última palabra en las decisiones de la junta directiva de la empresa y todavía no ha hecho público que la subdirección se la va a dar a Marcos. Y yo no he comentado nada de tu embarazo en el trabajo porque no me gusta darle tres cuartos al pregonero. Jacinto le debe muchos favores a mi padre. Puedo decirles a mamá y a él que lo inviten a comer o a tomar café, si quieres, y que, como quien no quiere la cosa, que saquen el tema de que van a ser abuelos. No hace falta ni que vayamos nosotros también, que no parezca que queremos presionar o que…
—Que no, Jaime, que no es por eso.
—¿Entonces, por qué ese antojo de volver a trabajar? Si no es por el dinero…
—Es por… —Mercedes se toca la barriga de nuevo—, es por mí, por nosotros. Quiero que mi hija esté orgullosa de su madre cuando crezca y que…
—Cuando crezca ¿cómo?, ¿sin una madre? Porque si la va a criar una persona extraña ya me dirás tú. Yo me siento orgulloso de mi madre, y toda la vida ha sido solo eso: madre y esposa. Y creo que lo ha hecho genial.
Mercedes se muerde la lengua. Como entre al trapo con el tema de la suegra, pierde la batalla, fijo. Coge la mano de Jaime y se la lleva al vientre:
—Mira cómo se mueve, cariño, ¿la notas? Va a ser una guerrillera.
—Claro. —Jaime agacha la cabeza y deja un beso en la tripa—. Chiquitina, dile a tu madre que sea buena y no te deje sola.
Mercedes se pone de pie con más brusquedad de la que quería. Para disimular, se acerca a la encimera de la cocina y se sirve un vaso de agua.
—No la voy a dejar sola, Jaime, no digas tonterías.
—Pues ya me dirás tú qué vas a hacer si te pones a trabajar. Alguien tendrá que estar con la niña, ¿no?
—A ver, mis padres trabajaban los dos y también creo que lo hicieron genial, ¿no?
Nada más decirlo, Mercedes se da cuenta de su error. Jaime también, claro, y no desaprovecha la ventaja.
—¿Genial, dices? Ya. La que lo hizo genial fuiste tú. Ser la mayor de los cinco no les daba derecho a que te pidieran que hicieras de madre con tus hermanos. Y, además, nuestra hija no tiene más hermanos por ahora, así que… ya me dirás —repite.
—¿Entonces para qué he estudiado una carrera? ¿Eh?
—Pero, Merce, no te pongas así. Si yo estoy muy orgulloso de ti, cariño. Has trabajado como una mula toda tu vida, has tenido que sacarte la carrera mientras cuidabas de cinco críos, sacaste una notaza estupenda en el MIR… ¿te parece poco todo eso? Te has ganado a pulso descansar un poco, ya va siendo hora de que alguien se preocupe por ti en lugar de preocuparte tú por los demás.
—Pues por eso. Empezar a trabajar sería como ocuparme de mí.
—Para eso ya estoy yo, mujer. ¿Pero y nuestra niña? ¿Quién se iba a ocupar de nuestra hija?
—Jaime, cuando me pediste que nos casáramos quedamos en que yo trabajaría.
—Sí, pero no contábamos con que te quedarías embarazada antes de lo que pensábamos.
—No tiene nada que ver.
—Sí que lo tiene, Mercedes. Tenemos una hija en camino. Tenemos dinero más que suficiente para vivir. Si crees que vamos a necesitar más, le diré a mi padre que hable con Jacinto para que me suba el sueldo. Seguro que le dice que sí.
—¿No lo entiendes, Jaime?
—Y, además, no quiero a nadie extraño en mi casa.
Mercedes da un sorbo de agua sin sed, solo para ganar tiempo. Debió meditarlo antes de sacar el tema de conversación, pero es que desde hace unos días es incapaz de pensar en otra cosa. Cuando Jaime le propuso cambiar los anticonceptivos por el preservativo le pareció bien. Pero ha estudiado medicina, sabe que los controles de calidad en temas de farmacia son muy buenos, y sabe que no es tan fácil que haya preservativos pinchados. Y está feliz con su embarazo, sorprendentemente feliz. No se lo esperaban, claro, se suponía que los niños vendrían al cabo de tres o cuatro años, pero cuando ocurrió le pareció un regalo inesperado.
De hecho, pensó Mercedes hace unos días, es extraño que los dos lo encajaran tan bien. Sobre todo, Jaime.
Y ese pensamiento y otros por el estilo son los que, de noche, la hacen dar vueltas en la cama. Aunque le echa la culpa a la tripa, sabe que el motivo no está en su útero, sino en su cabeza.
Mira a Jaime y lo ve rascarse detrás de la oreja. Siempre hace eso cuando va a decir algo que tiene pensado desde hace tiempo. La niña, en la tripa, se revuelve más de la cuenta.
—Pues mira, Mercedes, si te pones así, no sé cómo voy a impedirlo. Pero le diré a mamá que se venga a casa. Ella sola, o, si quiere, que se venga también papá. Por lo menos durante el primer año. No quiero que a mi hija la eduque una extraña.
—Ya veremos.
Jaime se levanta y abraza a su mujer por la espalda.
—Ea, Merce. Esa es mi condición, y así todos contentos. No discutamos más, ¿vale?
Mercedes no contesta. Le da otro sorbo al vaso de agua y se acaricia la barriga una vez más. Jaime no se ha dado cuenta, pero el gesto de rascarse la oreja lo ha delatado. A saber cuanto tiempo lleva esperando para dejar caer lo de que su suegra se instale en la casa. La niña, en la tripa, le da una patada tan fuerte que casi le duele y a Mercedes le parece que su chiquitina le está leyendo el pensamiento.
Mañana echará los papeles a la bolsa de trabajo. Y ojalá la llamen incluso antes de dar a luz. Recuerda que la baja maternal existe. Que su madre se va a jubilar en unos meses. Y que, en casa de sus padres, la habitación de sus dos hermanos menores está vacía desde que Pedro se casó y Santi se fue a vivir con su novia.
Su niña estará orgullosa de su madre. Vaya que sí.

Adela Castañón

Imagen de Andi Graf en Pixabay

Y fueme peor

A todos los que, en algún momento, han tenido que abandonar su casa.

Cuando cumplí los once años, mi padre me sacó de la escuela y todos los días me mandaba a cuidar la viña de Fontabanas. Antes de llegar me paraba en la caseta del señor Gervasio. Le llevaba el pan que nos había sobrado la víspera y la bota con un poco de vino. Como no sabía de qué hablar, le contaba cosas que pasaban en El Frago. Entonces él me acariciaba la cabeza y me decía:

—Anda, déjalo. —Tragaba saliva—. Para tus gentes yo siempre he sido un extraño, así que ni siquiera se molestarían en enterrarme si me encontraran muerto. A los que no hemos nacido aquí nos comerán los buitres.

—Eso no es así —protestaba yo—. Mi madre me prepara todo para usted y me dice que a la vuelta le cuente cómo se encuentra.

—Claro, claro. Es que tu madre es tan forastera como yo. Llegó de Ansó cuando se casó con tu padre y siempre será “la ansotana”. Así, sin nombre y sin amigas con las que alparcear.

—Es que mi madre no las necesita. Está todo el día trabajando y no le queda tiempo ni de asomarse a la ventana.

—Algún día entenderás lo duro que es vivir en un pueblo en el que no has nacido. Hasta te dan los buenos días con otro tono. Por cierto, estos fragolinos parece que siempre están enfadados. Con un ¡quihaay! se nos quitan de encima. Bueno, a veces entre ellos también se hablan así. En mi pueblo, allá en los Monegros, decíamos: “Buenos días nos dé Dios”.

—¿Y por qué se fue de su pueblo?

Al señor Gervasio se le soltó la lengua. Que sus padres no podían alimentar a doce hijos. Que, cuando cumplían diez años, todos tenían que salir de casa y no mirar atrás. Que todos se iban con los trajineros hasta que los dejaban de sirvientes en algún pueblo.

—¿Cómo vino a parar a El Frago?

Entonces me contó que a él lo habían dejado en la Carbonera, donde trabajaban muchos fragolinos.  Allí, junto a las caberas no pasaba frío y siempre le caía algún bocado.

—Todo iba medianamente bien hasta que cogí unas calenturas que lo jodieron todo. Menos mal que uno de los que estaban conmigo me habló de esta caseta. La llaman la Caseta del Judío. Dicen que por las noches vuelve el fantasma de su dueño, aunque yo nunca lo he visto. Y eso que llevo muchos años. Aquí nació mi hijo y murió mi mujer de sobre parto. —Se quedó callado y yo me levanté para marcharme.

—Mocé, ya te he dicho que algún día lo entenderás. —Me hablaba desde un camastro, sin abrir los ojos—. Todos queremos formar parte del rebaño mejor alimentado, pero los perros no dejan entrar a las ovejas desconocidas. Así no les escasea la hierba y se mueven poco. Mientras tanto ellos se pueden echar la siesta. —Volvió a quedarse callado—. Ahora vete y no le digas a nadie que me vienes a ver, que pensarán que te he contagiado el solimán que llevamos dentro los forasteros.

Con su hijo Antón coincidí pocas veces antes de que se marchara. Estaba de repatán para casa Luriés. Madrugaba mucho y volvía muy tarde. Todo por una comida escasa. Encima se llevaba las culpas de todos los desaguisados. Según señor Gervasio, su hijo estaba harto de los amos y de unos criados bobalicones y mentirosos.

Antes de cumplir los catorce, un día me encontré la caseta cerrada. El señor Gervasio desapareció y nadie comentó nada. Ni siquiera mi madre. Pero yo me seguía acercando a la puerta a ver si volvía. Poco a poco se me quitó la costumbre. Y cada vez que miraba a mi madre, el señor Gervasio crecía dentro de mí.

Pasaron los años. Mi madre murió. Yo me casé con una moza de otro valle. A mis hijos les contaba las historias del señor Gervasio y de su hijo Antón. Antón, como había hecho su padre, se fue de El Frago cuando cumplió los diez años. El señor Gervasio le había advertido muchas veces que, si un día abandonaba el pueblo, que se fuera con los trajineros. Desde allí lo más fácil era juntarse con los que iban y venían a Ayerbe. Como eran gentes de muchos lugares que se unían para transportar las mercancías, se pasaban el camino dando noticias de otros pueblos, y así no contaban sus penas.

Después, el señor Gervasio subía todas las mañanas a la Cruz de Pinarón. Allí, entre los que venían de un sitio y otro le daban noticias. Que si Antón se había echado al monte, que si estaba en la legión o que si andaba metido en el estraperlo. Pero, antes de un año, le perdieron las huellas y nadie volvió a saber nada de él.

Yo les decía a mis hijos que el señor Gervasio sabía que su hijo era como él. Que los dos habían salido de sus pueblos buscando una vida mejor y no encajaban en ninguna parte. Entonces, me levantaba la boina y me rascaba la cabeza. Mis hijos sabían que les iba a repetir una vez más las palabras del Buscón. Esas que le había oído tantas veces a mi maestro y que las tenía bien metidas en la mollera. “Nunca mejora de estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres”.

Un día, antes de comer, mi hijo pequeño vino a buscarme a la viña.                               

—¡Padre, padre! Está abierta la caseta del señor Gervasio.

Me acerqué despacio, sin hacer ruido. Cuando me asomé por una rendija, pensé que se me había ido la olla o que había vuelto el judío. En el camastro del señor Gervasio había un bulto encogido. Achiqué los ojos. Era un anciano. Con los nervios se me escapó su nombre.

—Señor Gervasio, al final ha vuelto. ¡Qué alegría! —Mientras tanto empujaba la puerta, como había hecho siempre.

—No le conozco, buen hombre —me dijo con esfuerzo—. No soy el señor Gervasio, soy su hijo. Al final, los hombres, como los animales, siempre volvemos.

Después dejó de hablar y no paraba de gruñir. Me recordó a esos perros que, para guardar su rebaño, se tienen que enfrentar a otros perros y vuelven a casa llenos de heridas. Yo también dejé de hablarle y le repetí varias veces: “quihaay”. Entonces él me respondió con lo mismo y se dio la vuelta hacia la pared. Con los días conseguí que me hablara. Cuando le entraron los temblores de las tercianas, lo llevé a una Casa de la Caridad, donde cuidaban a los viejos. Les dije que era un pariente lejano, que si le pasaba algo yo me encargaría de todo.

Los arrieros me trajeron la noticia. Fui a buscar sus pertenencias. En la parte trasera del caserón, debajo de un sauce, estaba su macuto.

—Nunca hablaba con nadie —Era la voz de un anciano que se me acercó arrastrando los pies—. Lo encontraron colgado allí. —Con su mano temblorosa me señaló las ramas del sauce—. Y lo echaron al pozo que hay detrás de la tapia. Desde el primer día supe dónde estaba. A las pocas horas de morir, los buitres ya daban vueltas en el cielo.

Entonces me volvieron las palabras del Buscón: “Determiné pasarme a las Indias pensando que, si mudaba de mundo y de tierra, mejoraría mi suerte. Y fueme peor”.

Carmen Romeo Pemán

Fotografías: propiedad de la autora.

El niño jorobado

Martín decidió escaparse esa noche. Al día siguiente cumpliría seis años y la nueva mujer de su padre lo había preparado todo para que empezara a ir a la escuela. Echaba de menos a su madre. El año que habían pasado solos su padre y él había sido duro, la falta de mamá se notaba en todo, era como si hiciera más frío en la casa aunque encendieran la chimenea. Por las noches se inventaba conjuros y movía las agujas del reloj de cuco hacia atrás hasta quedarse rendido, esperando que al día siguiente hubieran regresado los tiempos en que se sentía como si siempre fuera verano porque, aunque nevara en la calle, su madre estaba junto a él. Pero el tiempo seguía avanzando pese a sus esfuerzos. Cuando su padre volvió a casarse, le dijo que sería bueno para todos tener otra vez a una mujer en casa, pero Martín no lo veía así. Papá le dijo que tenía que empezar a ir a la escuela, y él creía que la idea había sido de su madrastra. Ella quería librarse de él, y él estaba cansado de ella. Y por mucho que lo arropara por las noches y preparara sus comidas favoritas, él no pensaba dejarse engañar.

Esa noche no se molestó en hacer girar las agujas; tenía claro que eso no le iba a funcionar. Cuando escuchó roncar a su padre y su madrastra, se levantó y salió despacio y en silencio para adentrarse en el bosque.

Había paseado muchas veces entre los árboles con su madre cuando ella vivía, pero ahora parecían más grandes, más oscuros y, en lugar de cantar con el viento, emitían gruñidos sordos, como si les provocara urticaria ver a Martín paseando entre sus troncos. En el cielo, la luna miraba hacia abajo con unos cuernos de plata que le recordaron al niño la hoz con la que su padre arrancaba las malas hierbas del huerto. Los dientes le castañearon, pero no le importó porque eso tapaba algunos ruidos desconocidos que hacían que las rodillas le chocaran entre ellas y sonaran casi más fuerte que los dientes.

Empezó a caminar más deprisa y de pronto, al apartar unas ramas, se dio de bruces con un niño que tenía una enorme joroba en el lado derecho de la espalda. Gritó sin poder evitarlo, y el jorobado hizo lo mismo.

—¿Quién eres? —preguntaron los dos a la vez.

Guardaron silencio durante unos segundos eternos, y volvieron a hablar al mismo tiempo:

—Martín —respondieron.

El Martín que no tenía joroba se tocó la espalda y suspiró aliviado al ver que no le había crecido nada allí. Al otro, le bastó mirarse de reojo para reconocer su chepa.

—Me he escapado de mi casa —dijo uno, no importa cuál.

—Yo también —contestó el otro.

Intercambiaron una sonrisa y los dientes, al brillar, hicieron que la noche les pareciera menos oscura. A pocos metros de donde estaban vieron un árbol muy grande y se acercaron hasta él. En la base del tronco había un agujero enorme con dos hendiduras anchas. Los dos estaban cansados, así que, sin decirse nada, se acomodaron en ellas y empezaron a hablar y a contarse sus vidas. El jorobado le dijo que a él le hacían trabajar en la granja de su padre y que su ilusión era ir a la escuela. Al Martín que no tenía joroba le pareció que esa vida, rodeado de animales y pasando todo el tiempo al aire libre, debía de ser una aventura apasionante. Le habló al otro Martín de cómo echaba de menos a su madre, y le dijo que pensaba que ahora su padre y su madrastra querían tenerlo fuera de casa con la excusa de la escuela. Al terminar de charlar les entró sueño, así que suspiraron a la vez y se reclinaron cada uno en su hueco del tronco. Sus cuerpos se amoldaban a las hendiduras como si fueran nidos hechos a medida para los dos, y el sueño los venció pronto.

La salida del sol los despertó al mismo tiempo. Se pusieron en pie, se desperezaron y se miraron sorprendidos: El Martín jorobado tenía ahora la espalda recta del otro Martín, sus ojos y su cara. ¡Era una copia exacta! Y el otro, al mirar de reojo, descubrió en su espalda una joroba y vio que llevaba puesta incluso la ropa de su amigo. Se quedaron durante un buen rato sin saber qué hacer y, al final, decidieron que, puesto que al fin y al cabo tenían la posibilidad de vivir sus vidas soñadas, no iban a desaprovecharla.

Se despidieron con un abrazo y cada uno tomó el camino hacia la casa del otro. El Martín de ciudad se sentía extraño con la joroba, pero decidió ignorarlo. Se acercó a la granja justo cuando cantaba el gallo, y, con las prisas por entrar pronto en la granja para meterse en la cama que su amigo había dejado vacía, pisó una boñiga de vaca. Arrugó la nariz y escondió la cara en el codo para no hacer ruido con la carcajada que había estado a punto de soltar. Al poco rato escuchó ruidos junto a la chimenea de la cocina y supo que era hora de levantarse. Sabía lo que tenía que hacer, aunque no entendía muy bien cómo era posible eso. Se encogió de hombros, lo importante era que nadie había descubierto la suplantación.

Empezó la faena echando de comer a los pollos y a los patos y se llevó algún que otro picotazo por estar distraído pensando en cómo irían las cosas por su casa. Después tocó cepillar a los caballos, salir a varear aceitunas y acarrear abono desde el granero hasta uno de los campos. A mediodía le dolían todos los huesos del cuerpo y la joroba parecía haber aumentado de tamaño. Por la tarde la cosa no solo no mejoró, sino que le pareció que todas las labores eran todavía más pesadas que las de la mañana. Cuando se fue a la cama estaba tan cansado que no lograba conciliar el sueño. Esperó hasta que el granjero y su mujer estuvieron dormidos, y salió con el mismo sigilo con el que había salido de su casa la noche anterior. Anduvo por el bosque desorientado hasta que, a punto de echarse a llorar, encontró el árbol en el que había descansado con el otro Martín. Se hizo un ovillo y acomodó su joroba en el hueco donde había descansado su amigo y lloró hasta que lo venció el sueño.

Por la mañana lo despertó el frío. Debía de haberse movido mucho en sueños, porque tenía la camisa toda arremangada. Se puso de pie, la estiró y, movido por un impulso, giró la cabeza. ¡La joroba había desaparecido! Se frotó los ojos, ¡volvía a tener su ropa puesta! Parpadeó varias veces y al mirar al árbol no pudo creer lo que veía: el hueco donde habían descansado la noche antes su amigo y él había desaparecido. Solo quedaba una fina línea, como un óvalo, igual que si algo con forma de joroba hubiera rellenado la oquedad. Y en el centro del óvalo, había una hoja pegada al tronco como si una resina invisible la sujetara. Martín se acercó y agradeció que su madre le hubiera enseñado a leer antes de irse al cielo. Era una nota del otro Martín, lo supo porque la letra era igual de redonda que la suya, la que mamá le había enseñado con las caligrafías de Rubio, aunque la nota no llevara firma.

Martín se rascó la cabeza y alargó la mano para coger la hoja de papel, porque le pareció que había algo escrito por detrás. Pero nada más despegarla del tronco, la hoja voló y desapareció en el cielo.

Entonces Martín tomó aire muy despacio y recordó lo que su madre le decía a menudo: “piensa, hijo, que la cabeza está para algo más que para sujetar el pelo”. Sabía que el sol salía por el lado de su casa y se ponía por el lado del bosque, así que empezó a caminar decidido hacia donde amanecía, rezando para que saliera pronto el faro amarillo que lo devolvería a su casa.

Cuando llegó, su padre y su madrastra no se habían levantado todavía. Entró como se fue, sin hacer ruido, y pensando en qué explicaciones le daría al otro Martín cuando lo encontrara en su cama, pero cuando llegó a su dormitorio lo encontró vacío. El uniforme escolar, sus libretas dentro de la cartera, sus zapatos abrillantados… todo estaba igual que cuando se fue. Y del Martín jorobado no había ni rastro.

Se metió en la cama y cerró los ojos. Miró la foto de su madre que siempre tenía en la mesilla de noche, y le pareció que le guiñaba un ojo y le tiraba un beso con la mano.

Entonces sonrió y se durmió profundamente, sin llantos, ni sueños ni pesadillas. Al día siguiente, además de empezar a ir a la escuela, iba a cumplir seis años. Al despertarse, sería ya un niño mayor.

Adela Castañón

Foto de Eduardo Barrios en Unsplash

Las Narvilas

De la serie: mitologías fragolinas.

Rowan o Serbal. Dicen que con sus ramas se hizo la primera mujer. Maggie O´Farrell, Hammet.

Iba camino de Narvil con mi madre, que ya había entrado en dolores de parto. Mientras caminábamos en silencio, me acordé de mi abuela Narvila, nacida en el bosque como sus antepasadas.

Según mi madre, mi abuela se solía perder por los senderos que no pisaban los niños ni las mujeres. Cocía bebedizos como las brujas y giraba el huso como una peonza. Manejaba la rueca, trenzaba los hilos blancos y negros a su antojo. Y los cortaba también a su antojo, como las Parcas. Mi abuela era una Narvila que vivía en el bosque. Alta y fuerte, calzaba abarcas y se cubría la cabeza con una toca negra.

Un día, cuando estaba descuidada mirándose en la balsa de Narvil, mi abuelo vio el reflejo de unas hebras negras y se sintió hechizado. Antes de un mes la desposó y, antes de un año, con la luna en cuarto creciente saltó por la ventana y se escapó a la balsa. Cuando mi abuelo notó su vacío en la cama, corrió al bosque y la encontró envuelta en la hojarasca amamantando a una niña.

—¿Cómo la llamaremos? —le preguntó.

—Pues, ¿cómo va a ser? —Mi abuela sonrió y lo miró a los ojos buscando su aquiescencia—. Narvila como yo. Narvila, hija de Narvil, el pinar sagrado que nos da la vida y nos protege.

Me pasé la mano por la frente, intenté apartar los recuerdos de mi abuela.

En ese momento tenía que centrarme en mi madre, la segunda Narvila que yo había conocido.

—Mira, hija, ya te vas haciendo mayor y te tienes que preparar para lo que te tocará pronto. —Me apretó la mano con fuerza—. Acaban de empezarme los dolores y quiero que me acompañes a Narvil.

Por las venas de mi madre, como por las de mi abuela, corría la savia campesina. A mí me recordaban a unas mozas fuertes y libres de las que nos hablaba la maestra, creo que las llamaba serranas y, a veces, serranillas, como si fueran niñas que solo supieran vivir en el monte.

Siguiendo los consejos de mi madre, metí todo lo necesario en un gran pañuelo de cuadros y me lo colgué a la espalda. No se me olvidaron las tijeras, ni el cordel, ni la ceniza para secar el ombligo.

El camino nos resultó difícil. Mi madre, cada vez tenía más baja la barriga y de vez en cuando se quedaba sin respiración. Cuando le llegaban los apretones se apoyaba en las piedras. Al llegar a Peña Saya oímos croar a las ranas en la balsa.

—Eso es un buen augurio  —dijo sujetándose el bajo vientre con las manos.

Al momento llegamos a un claro en forma de círculo, se paró en seco. “Aquí”, me dijo. Era un trozo de tierra calcinada en el que ululaban las lechuzas y entre la hierba crecían amapolas. En realidad este lugar mágico era el lecho de una antigua cabera en la que se hacía el carbón vegetal. En el plenilunio aún se pueden escuchar las voces de antiguos aquelarres y los susurros de ánimas que vagan perdidas. Allí, el lodo ahumado acaricia los cuerpos y acoge en su seno a los recién nacidos.

En el centro seguía tumbado un pino que había derribado un rayo. Desde muy niña me lo imaginaba como un gigante dormido. Tenía las raíces al aire y, justo debajo, en el lugar que ellas habían ocupado, había un gran agujero que daba cobijo a las comadrejas. Por entonces pensaba escaparme de casa, como Alicia, y refugiarme en ese escondite.

Cuando llegábamos al pino, mi madre perdió el resuello y se apoyó en el tronco. Abrió las caderas y fue doblando las rodillas hasta que se quedó en cuclillas. Cada vez jadeaba con más fuerza. Con los empujones no pudo contener un grito que espantó a los zorzales. Entre sus piernas asomó un cogotillo. Entonces contuvo el jadeo y me dijo:

—Narvila, hija mía. Apresúrate. Sujétale la cabeza y ayúdale a salir. Cuando tengas el cuerpo en tus brazos, toma las tijeras, corta el cordón de la placenta y anúdalo con la liza.

Puse sobre sus senos un bulto sanguinolento que no dejaba de llorar. Después, até la placenta a una raíz y tiré con fuerza, como si fuera una soga, hasta que salió toda. Al acabar el niño ya no lloraba, estaba desmadejado y sus labios tenían el dulzor amargo del malvavisco.

—Mira, Narvila, esto es un secreto entre las dos. Es un niño débil que ha nacido antes de tiempo. —Se calló un momento—. Cuando te toque a ti, vendrás sola.

Metí al niño en el mismo hoyo que la placenta, lo cubrí de musgo y semillas de amapolas. No me olvidé de los abozos, esas plantas, alimento de los muertos, que los griegos llamaban asfódelos y los cristianos gamones.

Unos años después, mi madre volvió a desaparecer de casa. Grité, lloré. Nada. Había cumplido el ciclo. Entonces entendí aquello de “vendrás sola”: la gente tenía miedo de que las Narvilas pudieran llegar a ser tan poderosas como los hombres.

En esas fechas, yo ya andaba en amores con Florián, y no tardamos en casarnos.

Si mi marido no hubiera estado tan concentrado en sus asuntos se habría dado cuenta de que su semilla no granaba en mí y de que yo buscaba otras simientes en los hombres que frecuentaban el bosque. Se habría enterado de mi embarazo incipiente. Y, si no se hubiera muerto de un cólico miserere, se habría enterado de que cuando murió yo estaba de siete meses y no de cinco.

Por eso, cuando me puse de parto solo lo sospechó la panadera, pero no dijo nada. Es que ella nos vigilaba desde que ponía la levadura junto al fuego, antes de que rayara el alba.

—Buenos días, Narvila. —Me miró de arriba abajo—. Será el madrugón, pero te encuentro un poco pálida. No sé, no sé.

—Es que ayer fue un día de mucho trajín. —Me eché la toquilla hacia adelante y crucé los brazos por encima del vientre—. Hoy hace años que murió mi madre y voy a visitar su tumba.

Clavé el estribo en los ijares de la yegua pero la panadera la sujetó por el ronzal y la paró en seco.

—Narvila, hija y nieta de Narvilas, a mí no me engañas. Algún día conoceremos el secreto y todas seremos Narvilas.

Sin responderle, aspiré el olor a pan caliente, mientras el zumbido del sol me subía el corazón a las sienes.

Con apuros llegué a la tierra calcinada y me recosté en el árbol caído. Me acaricié la piel con unas hojas de beleño. Al momento, el mundo comenzó a dar vueltas. Hasta las copas de los árboles ascendió el llanto de una nueva Narvila y pronto se mezcló con el susurro del viento.

Carmen Romeo Pemán.

‘Hamnet’, de Maggie O’Farrell. Cuaderno de bitácora: guía que nos orienta en el bosque de personajes, por Carmen Romeo.

El serbal. «The Rowan Tree»: Will protect us from the devil and all his wiles, canción tradicional escocesa. En la mitología celta, árbol sagrado mágico relacionado con la fertilidad y una nueva vida.

La niebla

La niebla empezó a invadir el mundo, y el mundo no se dio cuenta hasta que fue demasiado tarde. Los primeros en notarlo fueron los animales, pero sus dueños no supieron darse cuenta de las señales y, si alguno lo hizo, tampoco le dio importancia. A gatos y perros se les erizaba el pelo del lomo, acudían a la voz que los llamaba desde las esquinas de una habitación, o buscaban refugio en el susurro que se escurría desde debajo de las camas y les siseaba que allí, tal vez, estarían seguros y la niebla no los alcanzaría.

Los humanos seguían cabalgando el calendario a lomos de sus coches, de trenes y autobuses, dentro de la gigantesca batidora del tiempo que los hacía girar sin que fueran conscientes de los cambios que los devoraban poco a poco. Eran cambios tan sutiles que no los relacionaban con la niebla.

Algunos empezaban a ver el mundo como a través de un velo desgastado. Los médicos les decían que seguramente tenían cataratas, y entonces ya no se extrañaban ni les asustaba esa ceguera progresiva, porque había pasado por la pila de bautismo de la ciencia y, al ponerle nombre, dejaba de ser una amenaza.

Otros se quejaban de una sensación molesta y poco definida, la tela de la ropa les molestaba, los ruidos del tráfico se paseaban por la piel de sus brazos y les provocaban un cosquilleo desagradable, como si arañas invisibles circularan por sus miembros igual que ellos hacían por las autopistas. A veces aparecía en alguna parte del cuerpo un sarpullido con un leve olor a ciénaga, pero también los médicos tenían un nombre para eso, alergia. Y, con el nombre, llegaba la parálisis mental, esa que apagaba el interruptor que el miedo mantiene encendido, y los afectados se relajaban y se atiborraban de antihistamínicos que, aunque no los curaban, aumentaban su sopor y su falsa seguridad.

En algunos casos la niebla se colaba por los oídos de la gente, que dejaba de escuchar tan poco a poco que, antes de llegar a darse cuenta, se habían dormido mecidos por las olas del silencio nebuloso en el que flotaban. La niebla empujaba a los recuerdos hacia atrás y terminaban por creer que de nuevo estaban inmersos en el líquido amniótico, y se iban quedando en sus casas, y en sus camas, y se enroscaban sobre sí mismos y así se quedaban, en posición fetal. Y a sus perros y a sus gatos se les erizaba más el pelo y huían de debajo de las camas porque ya no se encontraban seguros ni allí.

Cuando ya no quedaron criaturas vivas en las que hospedarse, la niebla empezó a apoderarse de las cosas. Lo hacía con más velocidad que cuando se nutría de personas y animales, porque las cosas no calmaban el hambre de la niebla con tanta facilidad. Primero fueron los bosques, luego la arena del desierto y, por último, las casas y los objetos que tanto enorgullecían a los hombres por haberlos creado.

La prisa tuvo un efecto sobre la niebla, y es que la volvió descuidada. Ya no era sigilosa, ni lenta, porque los objetos no se resistían a su encantamiento. Y entonces, un día, la niebla cometió su primer y único error: se coló entre las páginas de un libro escrito en braille. Estaba cansada por haber corrido tanto y aburrida porque ya le quedaba poco con lo que divertirse, así que decidió echarse una siesta y se durmió arropada por los folios. El libro era propiedad del único niño que quedaba en la tierra inmune a la niebla. El niño era ciego y sordo, y vivía en sus libros las vidas que los demás habían dejado escapar por no estar en guardia cuando la niebla llegó. Cuando la niebla se durmió, sus defensas se relajaron y sus sueños y su memoria empaparon los puntos y las rayas de las páginas. Así fue como el pequeño se enteró de lo que había pasado en el mundo.

El niño se quedó quieto durante mucho rato. Él sabía que la prisa no era buena, acababa de confirmarlo con lo que le había pasado a la niebla, así que no quiso precipitarse. Seguía leyendo con los dedos su libro, como hacía a diario, y comprobó que la niebla, confiada, se dormía allí noche tras noche. Entonces tomó una decisión.

Cada medianoche escribía una página con su máquina braille. Tecleaba con mucho cuidado puntos y letras para formar palabras y frases que luego imprimía. Llenó páginas y páginas con los encantamientos de muchos de los libros que había leído hasta entonces, y, cada noche, colocaba uno de los folios entre las páginas del libro en el que la niebla, ajena a todo, dejaba escapar ronquidos húmedos que sonaban como un chapoteo. Cuando el niño metía uno de sus folios, arrancaba con mucho cuidado otra de las páginas que la niebla utilizaba como abrigo y así, poco a poco, con paciencia y con constancia, consiguió ir cambiando la historia escrita.

Un día de tormenta cayó un rayo cerca de la casa y la niebla despertó antes de tiempo por culpa del ruido. Sobresaltada, sintió pánico al verse desnuda. Se removió asustada en busca de sus recuerdos y de su memoria, y suspiró con alivio al darse cuenta de que las páginas estaban húmedas. Gorgoteó y se removió hasta sentir que volvía a recubrirse de piel. Lo hizo tan rápido que no se dio cuenta de que se estaba vistiendo en realidad con otra ropa, la que el niño había tejido para ella con sus puntos y su escritura. Y, cuando vino a notar algo extraño, ya era tarde. La historia que el niño había escrito la había envuelto y la tenía atrapada, ya no se acordaba de que era todopoderosa, ni de que el mundo había sido suyo. Solo sabía que era eso, niebla, la niebla que todos conocemos. Únicamente quedó un pequeño recuerdo que se había pegado a una de las nuevas páginas del libro del niño. Cuando la niebla encontró ese recuerdo, comprendió que había sido víctima de su exceso de confianza y ahora se había convertido en gusano después de haber sido un dragón. Empezó a llorar y a hacerse más pequeña a medida que lloraba. En cada lágrima perdía un poco más de su poder, y todos aquellos a los que había conquistado iban regresando al mundo, otra vez libre de niebla.

La Tierra volvió a poblarse poco a poco, la gente iba despertando como si hubieran vivido dentro del cuento de la Bella Durmiente y hubieran estado cien años con los ojos cerrados. Nadie recordaba muy bien lo que había pasado, solo el niño lo sabía.

Un día, en su colegio, la maestra pidió a cada uno de los alumnos que inventaran un cuento y el niño relató esta historia que no había compartido con nadie. A la maestra le gustó tanto que lo escribió en el alfabeto tradicional. Y por eso ahora ya sabéis algunos cómo esta historia dejó de ser un secreto.

Adela Castañón


Imagen de Stefan Keller en Pixabay

Y a la mujer buen marido

La desdicha por la honra. Novelas a Marcia Leonarda. Lope de Vega.

Al anochecer la metí en una talega, la coloqué encima de una mula y, tirando con fuerza del ronzal, emprendí la bajada que lleva de Montealto a Biel, por unas trochas cubiertas de maleza. Unas de esas por las que solo pasan los jabalíes. Nadie podría adivinar qué llevaba en la talega. Por si las pulgas, había echado judías alrededor del cuerpo, y lo coloqué encima del baste. La luna nos convertía en unas sombras alargadas, como las de la Santa Compaña.

Mi hermana Marcela siempre me había puesto en aprietos. Uno muy gordo fue el de su boda con un viudo de El Frago. Y el otro día me dio este soponcio. Sin más ni más, se me murió en el monte cuando íbamos a encerrar las ovejas. No la había visto en toda la tarde y, a la hora de encerrar, llegó sin aliento, sangrando de sus partes y farfullando incoherencias. Cuando la cogí se quedó muerta en mis brazos.

Menos mal que era muy tarde y los pastores, con los que compartíamos los pastos, no vieron nada. Así que, me apresuré a meterla en una talega y llevármela a escondidas, antes de que alguien avisara al médico. No quería que me metieran en líos con lo de la autopsia. Si lo llamaba yo cuando ya la tuviera amortajada, todo sería más fácil. Le diría que se había muerto de un cólico miserere y él se lo creería.

En las seis horas que nos costó bajar, no le quité ojo a la talega. Como no me podía olvidar de los chandríos que me había hecho pasar, le gritaba, y el silencio de la noche me devolvía el eco de mis palabras.

—Mira, Marcela, desde que se murió nuestro padre en la epidemia de tifus, soy el responsable de tu honra. Te quise prometer en una buena casa de Petilla, pero tú, erre que erre, que no te vestirías de finolis ni calzarías chapines. Fui tanteando posibles maridos entre los mejores pastores de Montealto y tú, que nones. Bueno, ¿es que te creías que era fácil colocar a una hermana que se las campaba sola? Pero en el fondo eras una asustadiza. Eso es lo que te pasaba, que te las dabas de libertaria pero tenías miedo.

Me callé un momento y escuché los gruñidos de unos jabatos que se habían perdido. Tenían tanto miedo como tú. Nos alejamos sin hacer ruido y yo volví a mi cantinela.

—Naciste con casi siete kilos y nuestra madre murió de sobreparto. Otra en tu lugar se había amilanado. Pero tú, nada. Que ella tenía la culpa por ser estrecha de caderas. Mira, Marcela, me saca de quicio que te hayas pasado la vida echando culpas a los demás. Es que me enciendo cada vez que pienso cómo me has truncado la vida.

Di tal suspiro que la mula dio un respingo. Menos mal que ni te canteaste.

—A mí no me convenía una hermana tan brava. A tus veinte años aún no habías tenido ningún pretendiente. No te dabas cuenta de que eras una boca más que alimentar ni de que yo me quería casar.

A medida que desembuchaba me iba calmando y comencé a recordar cómo había llegado a enrabietarme tanto contigo.

—Un día entré en tratos con el viudo de El Frago. Aunque un poco bullanguero, era el que tenía más cabezas de ganado en toda la redolada, pero la desgracia se había cebado con su primera mujer. A los pocos días de casados se le murió de difteria. Al viudo y a mí nos pareció bien el apaño y te apalabré. Decidimos que para San Gil Abad, cuando se acaban los pastos del verano, te casarías en Biel y celebraríamos las tornabodas en El Frago. Llegó la boda. Como te casabas con un viudo, los mozos te dieron una cencerrada con todas las esquilas del pueblo. Es que eso del viudo tenía su aquél. La misa tenía que ser a las cuatro de la mañana y teníamos que emprender el viaje de las tornabodas antes de amanecer. El madrugón no te importó cuando viste los preparativos. Antes de la misa ya habían llegado los hombres y las mujeres montados en caballos adornados para la ocasión. Una yegua te esperaba adornada con el pairón, es decir, con una manta especial bordada para esta ocasión y una silla de novia. Cuando te ayudé a montar, noté que te brillaban los ojos y me susurraste: “Hermano, siento un cosquilleo debajo del sayal. Las gentes de El Frago se van a enterar de lo que es capaz una moza enamorada”.  Yo moví la cabeza. Sabía que te casabas por interés. A mí, no me la colabas.

Al llegar a las Eras Badías, viste unas casas que parecían corrales alrededor de la torre. Te cambió la cara. No tenían nada que ver con las mansiones y los escudos nobiliarios de Biel. Entonces oí a una de las acompañantes que te decía:

—Marcela, por si no lo sabes, aquí no hay luz ni agua corriente. Las mozas tenemos que ir con cántaros a la fuente que está allá abajo, junto al río.

—¿Qué me dices? —Yo noté que te quedabas helada.

Los mozos descargaron la dote en la casa del viudo y comenzaron unas tornabodas que duraron hasta el anochecer.

A final, el viudo, que ya no podía aguantar las premuras de su sexo, te llevó a una alcoba, que aún conservaba el aroma de los membrillos de su primera mujer. Tú te pusiste el camisón de satén que habías bordado para la ocasión. Entonces él se desnudó y te tomó por la cintura enseñándote un colgajo tan grande que te dejó sin aliento. Te deshiciste de las garras de tu marido, sin pensárselo dos veces, saltaste por la ventana y huiste despavorida.

Él se quedó pasmado. Se asomó y ya no te vio. A lo lejos adivinó una larga cabellera movida por el cierzo. Pensó que la luna te había desorientado y te habías perdido por los montes. Se dio la vuelta y se tumbó en la cama con el vergajo apuntando al techo. Sabía que era famoso por tener un miembro que espantaba a las mozas casaderas. Se decía que su mujer había muerto con los embistes de un marido montaraz y no de la difteria como él había declarado en el juzgado.

En estas estaba yo, cuando la mula se paró delante de la entrada del corral de nuestra casa. Me cargué la talega al hombro, subí a Marcela a la sala grande y la enrollé con una sábana de lino. Hice un fardo bien atado con cordeles y salí a buscar al médico por la puerta principal. Allí me esperaba el viudo de El Frago, con el que Marcela había contraído un matrimonio ratum sed non consummatum. Nos miramos a los ojos y con voz ronca me dijo:

—Ahora el matrimonio de Marcela, como el de mi primera mujer, ya está consumado.

En ese instante, supe que tendría que seguir luchando por la honra de mi hermana muerta como mandaban las leyes ancestrales.

Carmen Romeo Pemán

El buitre de Puen del Diablo

Ese buitre voraz de ceño torvo. Miguel de Unamuno.

—¿Qué manía te ha entrado José? —le espetó su mujer—. Hace más de un mes que no sales de casa. Ni siquiera vas a cortar leña a Puen del Diablo.

Puen del Diablo era un congosto franqueado por rocas muy altas. Un desfiladero en el que no cabían dos caballerías a la par: había que pasarlas en fila de a una. Algunos también lo llamaban el Paso de Roldán. Según una leyenda, Roldán habría colgado allí los cuerpos y las cabezas de sus traidores.

El caso era que, una tarde, José volvió del monte con el miedo metido en el cuerpo. Ya no salía al bar a echar la partida. Se quedaba quieto junto al hogar, envuelto en una manta marrón con una lista blanca, como las que les solía poner a sus caballerías.

—¿Se puede saber qué víbora te ha mordido? Así, sin más ni más, te levantas antes de salir el sol y me dices que no vas a ir más al monte. Pero tú, ¿qué te has creído? ¿Con qué les vamos a tapar la boca a nuestras cinco criaturas? —le insistía su mujer. Pero él, ni mú.

Ese mutismo la enfurecía más. Y cada vez levantaba más el tono.

—¿Qué pensará la gente, eh? Ya sé que a ti te da igual, pero yo no quiero ir en lenguas a todas las horas. Ni quiero pedir prestado en la tienda y que me lo nieguen porque mi marido es un vago. —José seguía callado con la cabeza entre las manos—. ¿Pero me escuchas o no?

Cuando su mujer salía a la calle, la gente se arremolinaba a su alrededor y la molían a preguntas, que ella no sabía contestar. Nadie entendía el cambio brusco de su marido. Había desaparecido el José dicharachero que gastaba bromas en todos los corrillos. El que todos los días se jugaba el café al guiñote. El que más días trabajaba a vecinal para el Ayuntamiento. El que había retejado la cubierta de la iglesia y había quitado las piedras del camino de la fuente por su cuenta. Florencia del Peñazal recuerda el día que le dio un patatús a su marido cuando estaba segando. José corrió a buscarlo y lo trajo moribundo encima de la yegua.

El otro día se presentaron varios hombres en su casa. Llevaban al cura con ellos. Pensaron que así les confesaría qué le pasaba. Ellos hablaban y hablaban, pero José cada vez se encerraba más en su silencio.

El pastor con el que solía compartir el camino del monte se sentó a su lado.

—Mira, José, me da lo mismo lo que sientas, pero hoy vas a venir conmigo. Iremos los dos montados en mi burra y no te pasará nada. ¡Te lo juro!

—¡Nooo! —El grito de José aterró a los presentes. Era tan largo que salió por la ventana y recorrió las calles. Llegó hasta el campanario y movió las campanas, como si tocaran a fuego.

Al momento acudió toda la gente del lugar. Las mujeres se quedaron en la casa con su mujer y los hombres se lo llevaron hasta Puen del Diablo. Estaban seguros de que algún animal lo había asustado. Si aparecía, entre todos lo cazarían.

La comitiva, armada de palos altos, hachas y escopetas, marchaba a paso lento. De todas las bocas salían comentarios parecidos.

—Ha tenido que ser algo extraño. —Era la voz ronca del Manco—. José es un hombre valiente y no es fácil amilanarlo. Y mucho menos dejarlo sin habla.

Cuando se acercaban al desfiladero, vieron una banda de buitres dando vueltas alrededor de las rocas. A todos les subió el corazón a las sienes. Los buitres eran señal de que había cadáveres y pensaron que igual eran los de los que le habían tendido una emboscada a José.

Entraron en el paso de uno en uno. Los buitres, en silencio, volaban muy bajo. Tan bajo que be podía oír el susurro de sus alas, pero no se atrevían a aterrizar. Estos bichos sienten pavor a las cañas y a las varas altas. Saben que si les rozan las alas los desarman y se quedan malheridos. A lo lejos oyeron el graznido de los cuervos que siempre iban a la zaga.

—Mala señal —dijo el Manco.

Todos a una se pusieron la mano a modo de visera y achicaron los ojos. El Manco no pudo reprimir un juramento. Vio a un buitre agarrado a una de las rocas más altas.

—¡Se está comiendo las entrañas de un hombre despeñado entre los riscos!

Se quedaron quietos sin dar crédito a lo que veían. A continuación tomaron el sendero de la parte trasera de las rocas. El Manco se asomó y reconoció al abuelo de casa Murillo. Como vivía solo y pasaba largas temporadas en el monte, nadie lo había echado en falta.

Entonces, mientras unos espantaban a las rapaces y otros intentaban descolgar al abuelo, de una cueva cercana salió una voz lúgubre, de alguien que se había tapado la boca con un trapo.

—Habéis llegado tarde. Si me hubierais traído el rescate a tiempo, no habría muerto.

A José se le mojaron los pantalones y recuperó el habla.

—Es la voz que me persiguió hasta la entrada del pueblo sin parar de decirme que a mí me pasaría lo mismo sino le traía el rescate. Yo sabía entre todos los del pueblo no conseguiríamos reunir los cien doblones de oro. Y, dentro de mí, se me metió un buitre que me corroe desde las entrañas hasta la garganta.

Carmen Romeo Pemán.

Las cadenas

Alba sudaba, pese a que ese diciembre hacía más frío que otros años. O eso le parecía a ella. Entró en el dormitorio de su madre mirando a su alrededor en estado de alerta. Solo podía contar con sus ojos. En los oídos le retumbaba un redoble de tambor, como si mil caballos al galope estuvieran invadiendo el centro de su pecho. Ya sería mala suerte que justo esa tarde su madre regresara antes de la cita con Sombra. Así llamaba ella al amigo de su madre, Sombra. Porque se empeñaba en sentarse en el sillón de papá, en beber en el vaso de papá, en llamarla Peque, igual que la llamaba papá, pero lo único que conseguía con eso era oscurecerse, convertirse en una sombra frente la luz del recuerdo de su padre muerto.

Se acercó despacio al joyero que había sobre la cómoda y lo abrió. Allí estaba. La cadenita de oro que le habían regalado papá y ella a mamá la navidad anterior, aquella navidad tan lejana que parecía haber ocurrido hacía siglos y siglos. Salieron en secreto papá y ella para hacerse las fotos que luego, reducidas al tamaño de una moneda de cinco céntimos, llevaron a la joyería donde las colocaron dentro del colgante, un círculo también de oro, que al abrirse mostraba las dos imágenes.

Papá había bromeado cuando lo compraron. Camino a casa, con el paquete oculto en el bolsillo de su abrigo, le había dicho:

—A mamá le va a encantar el regalo, Peque, ya lo verás. En la vida hay muchas cadenas, ¿sabes? Unas se ven y otras no, pero todas son importantes. La que le vamos a regalar es una cadena de amor. Cuando la lleve puesta, será como si tú y yo estuviéramos abrazados a su cuello, dándonos besos sin que ella se dé cuenta, y será una manera de estar juntos los tres. Pero eso no se lo diremos, será nuestro secreto.

A Alba le había encantado oír a papá. ¡Tenían tantos secretos compartidos! Como que papá le estaba enseñando a montar en bicicleta. O que le ponía cuatro cucharadas de azúcar en el Cola Cao cuando mamá no miraba. O que se comía a escondidas el tomate de la ensalada, que ella detestaba, pero que, según mamá, estaba lleno de vitaminas que le venían muy bien. O que le dejaba tener chocolatinas en la casita del jardín sin que mamá lo supiera.

Alba se mordió el labio para ahuyentar esos recuerdos que ahora la distraían. Sacó el colgante del joyero. Le costó abrochárselo porque los dedos le temblaban, pero lo consiguió al fin. Bajó a la cocina, sacó un tomate del frigorífico y, con la nariz arrugada, lo partió en rodajas, igual que hacía siempre mamá. Abrió una lata de atún, otra de aceitunas, y picó una lechuga que mezcló con el resto de los ingredientes. Lo regó todo con un chorrito de aceite y unas gotitas de vinagre, lo justito, como decía papá siempre, porque él era el que preparaba siempre la ensalada. Eso era lo último que le quedaba por llevar a la mesa baja del salón. Ya había puesto un centro pequeño con un ramito de violetas, las galletitas saladas y el queso en cuñas que había comprado con sus ahorros. Mamá compraba el queso entero, pero Alba no había querido cortarlo porque siempre le salía torcido. También había fregado con mucho cuidado las copas de cristal que solo se usaban en ocasiones especiales y que brillaban en la mesa, entre el centro de flores y el cestito con las rebanadas de pan.

Fue al baño, se peinó y se puso un poco de colonia detrás de las orejas, como hacía mamá todas las tardes antes de salir. Alisó una arruga inexistente en su vestido de flores y se sentó en el salón a esperar. Mamá y Sombra siempre pasaban allí un ratito cuando volvían de esos paseos que se habían convertido ya en una costumbre diaria y que cada día se prolongaban más. El día anterior, cuando Sombra se marchó, mamá le había acariciado la cara antes de hablar:

—Alba, tesoro, deberías ser más cariñosa con Raúl. Ha sido muy bueno con nosotras desde que papá… desde lo de papá. Sé que lo echas de menos, vida mía, yo también, mucho, muchísimo, pero a las dos nos viene bien que alguien cuide de nosotras ahora que él no está, ¿no crees?

Mamá lo había dejado ahí. Pareció que quería añadir algo más, pero se limitó a darle un beso en la frente y a levantarse con un suspiro para ir a preparar la cena. Alba se había quedado pensando en lo que mamá le dijo y, sobre todo, en lo que no le dijo. Y por eso había decidido sorprender a mamá y a Sombra esa tarde con una merienda. Quería demostrarle a mamá que las dos podían cuidarse solas, quería que mamá la mirase a ella más que a Sombra, que se fijara en cómo iba vestida, en lo que llevaba puesto. Que la viera comerse el tomate sin protestar.

La cara de mamá al entrar al salón seguida por Sombra despertó una tímida llama de calidez en el pecho de Alba. Su sonrisa la arropó como el pijama blanco de felpa, se levantó de la silla y fue a la cocina para regresar con una botella de vino y el sacacorchos, que dejó sobre la mesa porque no quería ofrecérselo al tal Raúl. Eso era pedirle demasiado.

Merendaron hablando de varias cosas los tres: del colegio, del frío de diciembre, de planes imprecisos para la navidad, del trabajo de mamá, del coche de él…

Al terminar de merendar su madre le dio un beso en la mejilla y Sombra le acarició el hombro con la mano. Alba se levantó, recogió las cosas y las llevó a la cocina. Tiró las sobras a la basura y fregó los cacharros mientras pensaba en el tomate que se había tragado haciendo un esfuerzo sin que nadie dijera nada, en la cadenita que había oscilado todo el tiempo sobre su escote sin que su madre se diera cuenta, en que Sombra se había ido de la casa más tarde que ningún día.

Esperó a que su madre se acostara. Cuando pensó que se había dormido, Alba se levantó en silencio, cogió la mochila que había dejado preparada, besó la miniatura de su padre en el colgante que no se había quitado del cuello y salió a la calle. Abrió la puerta del garaje y se acercó a la bicicleta de papá. Ya le llegaban los pies al suelo. Revisó que la cadena estuviera bien engrasada, como le había enseñado a él y, con la mochila colgada a su espalda, subió a la bicicleta y empezó a pedalear alejándose de su casa. Papá tenía razón. Había muchas cadenas que era mejor romper.

Adela Castañón

Imagen: Rudy and Peter Skitterians en Pixabay

Vestido de novia y vestido de luto

Las fragolinas de mis ayeres

LUGAR. Una sala grande con varias alcobas a la izquierda, en el trozo de pared entre las alcobas, dos armarios de luna abiertos y desvencijados. En el suelo dos vestidos polvorientos, mezclados con sayas de lana. En la pared de enfrente, varios baúles alineados también abiertos. Al fondo, un ventanuco, sin cristal, por el que entran la luz y el cierzo.

VESTIDO DE LUTO. ¿Has oído los gritos de Encarnita?

VESTIDO DE NOVIA. ¡Síí! Y me he asustado tanto que se me ha encogido el canesú.

VESTIDO DE LUTO. ¡Siempre ha sido una caprichosa!

VESTIDO DE NOVIA. Es que está muy mal criada.

VESTIDO DE LUTO. Ahora viene con estas.

VESTIDO DE NOVIA. ¿Con qué?

VESTIDO DE LUTO. Pues, ¿con qué ha de ser? Dice que se va del pueblo y que antes se quiere deshacer de todas las antiguallas de la casa.

VESTIDO DE NOVIA. (Movido por el cierzo se acerca al vestido de luto) Pero ella no sabía que estábamos aquí. Su madre nos tapó con otras sayas y nos colocó en armarios distintos, así no nos podríamos ir de la lengua.

VESTIDO DE LUTO. Esta mañana ha encontrado la llave de los armarios y he oído cuando se la daba a la doncella.

VESTIDO DE NOVIA. ¡Cómo!

VESTIDO DE LUTO. Le ha dicho que hiciera una buena limpieza.

VESTIDO DE NOVIA. Creo que nosotros aún tenemos buena pinta. Y la doncella sabe que conservamos la memoria de la familia.

VESTIDO DE LUTO. Pues eso es justamente lo que no quiere Encarnita. Quiere que todo el mundo se olvide de sus padres.

VESTIDO DE NOVIA. Está tonta, ¿o qué?

VESTIDO DE LUTO. Como todos los jóvenes. (Bajando la voz) La he visto de cerca cuando me descolgaba la doncella. Está bastante gorda y ha perdido la cintura.

VESTIDO DE NOVIA. (Bajando la voz un poco más y juntando los puños). Pues nosotros de eso sabemos mucho. ¿Te acuerdas de las bodas de sus padres y de sus abuelos?

VESTIDO DE LUTO. Sí, pero ella solo sabe lo de sus padres. A sus abuelos no los ha nombrado nunca nadie.

VESTIDO DE NOVIA. ¡Malditos sean!

(Una ráfaga de cierzo abre de golpe el ventanuco. En el fondo se oye el rumor del viento)

VESTIDO DE LUTO. ¡Con lo que a mí me costó traer la paz a esta casa! Veían a su abuela tan negra que todos se espantaban. Desde el día de su boda no ha vuelto a pisar nadie esta casa.

VESTIDO DE NOVIA. Yo fui testigo de las dos muertes. Con el revuelo que se montó, nadie encontró al que le dio una puñalada a su abuelo al bajar del altar. Las rosas de mis bajos tapan las manchas caprichosas de aquella sangre.

VESTIDO DE LUTO. Si no hubieras sido tan llamativo la boda habría pasado desapercibida. Pero la abuela era de ringo rango y le gustaba lucirse. Se quiso casar de blanco, como las actrices de Hollywood. Y eso fue una provocación, hasta entonces todas las novias se habían vestido de negro. Vino mucha gente a ver la boda. (El cierzo remueve el vuelo de los bajos del vestido de novia y se ven el fino bordado de las rosas rosas). ¡Y no escarmentó! Que luego, cuando la madre de Encarnita se quiso vestir contigo, no le quitó la idea.

VESTIDO DE NOVIA. Sí, la abuela me eligió y buscó a las mejores bordadoras. Quería que todos los pueblos se enteraran de que emparentaban con una de las casas más nombradas de la redolada. Aunque la verdad era que esta novia tampoco amaba al novio. Desde siempre había estado enamorada de un mozo de menor rango. Pero de eso chitón.

VESTIDO DE LUTO. Los desaires y los celos son muy malos y no hay que provocarlos.

VESTIDO DE NOVIA. No se puede traicionar tan a la ligera.

ESTIDO DE LUTO. ¡Menudas trifulcas tuvieron los recién casados con sus padres! Yo sospechaba que me iban a sacar pronto del armario. (Bajando el tono) Oye, ¿tú sabías que su abuela y su madre se casaron embarazadas?

VESTIDO DE NOVIA. ¡Cómo no lo iba a saber! Por eso no tengo talle.

VESTIDO DE LUTO. ¡Anda! Pues no había caído.

VESTIDO DE NOVIA. Es que con esta forma de túnica griega se disimula mucho.

VESTIDO DE LUTO. Anunciando la tragedia, ¡eh!

VESTIDO DE NOVIA. ¡chist!; ¡chiss!; ¡chsss! Que oigo pasos cerca

VESTIDO DE LUTO. No te preocupes, no se acercarán mucho. Apestamos a naftalina y a todo el mundo le recuerda el olor de los trajes de los entierros.

VESTIDO DE NOVIA. Nunca he entendido por qué me guardaron, si les traía tan malos recuerdos.

VESTIDO DE LUTO. En realidad ellas te querían para los verdaderos padres de sus hijas.

VESTIDO DE NOVIA. Sí, pero las dos me usaron en bodas equivocadas.

VESTIDO DE LUTO. Por eso yo sabía que me iba a convertir en la segunda piel de las mujeres de esta casa.

VESTIDO DE NOVIA. Yo creo que a mí me guardaron para que las amortajaran.

VESTIDO DE LUTO. Sí, pero las dos se lo callaron. Y sus hijas no cayeron en eso.b

VESTIDO DE NOVIA. Cuando acuchillaron al abuelo, me puse muy nervioso. Y después me pasó lo mismo cuando dispararon al novio en la boda de su hija. El amor y la muerte, como nosotros, siempre cerca.

VESTIDO DE LUTO. Pues ya lo ves. Ni Encarnita se acordó de ti el día que murió su madre, ni tampoco se había acordado su madre cuando enterró a la abuela. Como era la costumbre, a las dos las amortajaron con una sábana de lino del ajuar que habían bordado para sus bodas y ataron en los extremos con cintas de terciopelo juntas. ¡Un horror! Parecían fardos.

VESTIDO DE NOVIA. Pues yo estuve a punto de desaparecer el día que le dijeron a la madre de Encarnita que era hija de otro padre. Me quiso romper a dentelladas.

VESTIDO DE LUTO. También yo tuve miedo cuando la abuela se quitó el luto y quemó todos los recuerdos de su novio. Y luego hizo lo mismo la madre de Encarnita.

VESTIDO DE NOVIA. (Se acerca el ruido de los pasos. Encarnita lleva un jersey muy ceñido que le marca la barriga). Otra vez nos llegan malos tiempos.

VESTIDO DE LUTO. ¡Ojala no nos descubra!

(Encarnita coge los dos vestidos del suelo. Sale a la cocina y echa el vestido de novia al fuego. La doncella le arranca de las manos el vestido de luto).

VESTIDO DE NOVIA. (Crepitando en las llamas del hogar) Era mi destino.

VESTIDO DE LUTO. (Dentro arrugado en las manos de la doncella ¡Desgraciada! No sabe qué ha hecho salvándome del fuego. A mí me tejieron las Parcas.

Carmen Romeo Pemán

Sentencia

No hace falta que me sujetéis por los codos, desgraciaos, no me van a flojear los remos. Tampoco hacían falta las esposas, pero sois funcionarios, qué sabréis vosotros de la vida. Sé de sobra adónde vamos, pero los tengo bien puestos. Seguro que a ti, payo, sí que te tiemblan ahora mismo las piernas. Te preguntaría si es la primera ejecución que vas a ver, pero, total, para qué. Debes de ser nuevo, os conozco a todos y a ti no te he visto en ningún turno de vigilancia.


¿Cómo coño llamarán al cuarto? ¿Sala de ejecuciones? ¿Habitación de la silla? ¿Y qué más me da cómo lo llamen?


¿Y por qué se me ocurren esas gilipolleces? ¿Será que no tengo cerebro para pensar en otra cosa en un momento así?


¿Habrán venido todos? ¿Y los otros?


Venga, Manuel, respira hondo, que ya estamos aquí.
Me cago en to. Este cuarto es lo más feo que he visto en mi puta vida. Y la silla es más fea todavía que el cuarto. Y las luces… ¿es que no había de más vatios? Joder, igual lo hacen para deslumbrar a posta. No distingo nada. Si no fuera por lo que es, me echaría a reír, pero mejor que no lo haga, vayan a creerse que soy un cagado.


Ahí están los guardias, joder, desde aquí huelo su miedo, que parece que saltan chispas en el pasillo. Funcionarios de mierda, os jiñáis solo de pensar que cualquiera de los que están ahí saque una faca.


Mierda, ya veo a los demás. Están todos. Mis Matagallos a la izquierda, mi gente, mi sangre. Cómo los quiero, está todo el clan, no llores, Manuel, por lo que más quieras, no llores. Mantén el tipo igual que están haciendo ellos. Y mira, ahí están también los cabrones de los Picapiedras, a la derecha. Venga, Manuel, aprieta los dientes, cojones, y pálmala como un hombre. No les regales a esos hijos de puta un espectáculo.


Ahí está mi Juanillo. Olé mi niño. Dieciséis años son pocos para convertirse en jefe del clan, que cuando yo me puse al frente acababa de cumplir los dieciocho y fui el más joven de la historia. Pero mi Juanillo, no, mi Juan, ahora ya es Juan, tiene los mismos cojones que yo. Di que sí, hijo, sujeta a tu madre del codo, igual que estos pringados me sujetan a mí, aunque a ella tampoco le haga falta. Mi Mercedes es mucha mujer. No les dará el gusto a esos hijos de puta Picapiedras de venirse abajo. Que su llanto es del de verdad, de agua y sal, y va por dentro, no como el vinagre que chorrea por los ojos de la cabrona de la Picapiedra esa, la Marcela, lágrimas de cocodrilo por su Rafa, que le dolerá, no digo que no le duela, que un hijo es un hijo, aunque su madre sea una puta, si sabré yo lo que duele un hijo, que no sé si mi Luci saldrá del coma o se morirá sin llegar a abrir los ojos… Hija puta, Marcela, tendrías que estar enseñando los dientes de rabia y de alegría al verme, al saber que voy a palmarla por haberme llevado por delante a ese cabrón de tu Rafa, que lo volvería a hacer una y mil veces por lo que le hizo a mi hija.


Debería haber aprovechado la oportunidad de la última visita. Debería haberme despedido. Pero eso hubiera matado a mi Mercedes, que no sé ni cómo le quedan lágrimas después de llorar tanto por la niña, Dios mío, que la Luci salga del coma, que se despierte, joder, aunque yo no lo vea. Si es verdad que estás ahí arriba, por lo menos haz eso. Me lo debes. Que yo ya voy a pagar con mi vida por haber hecho justicia, así que estamos en paz. Y te juro que si lo volviera a ver lo volvería a matar. ¿Sabes qué? Que ojalá me lo encuentre en el infierno y pueda volver a coserlo otra vez a puñaladas por lo que le hizo a mi Luci. Y tampoco te costaba tanto haber hecho el milagro de que mi niña se despertara, aunque fuera nada más que para poder restregárselo al Rafa por la puta boca cuando los dos nos estemos quemando vivos allí abajo.


Igual hubiera parado de apuñalarlo si se hubiera quedado callado. Pero es igual de bocazas que su padre. Míralo, Manuel, míralo. El Anselmo se ha echado de golpe veinte años encima. Me alegro. Me alegro de que haya venido, de verlo así. Ahora que se joda, que como la Marcela solo le dio un macho a ver quién va a mandar cuando él la espiche. Porque, además, mira que es fea la única hembra que tienen, igual de fea y de poca cosa que su madre, no como mi Luci, la niña de mis ojos, la alegría de mi casa, de mi Mercedes, de mi Juan, de mi Pedro y de mi Paco. Yo sí que dejo abonada mi tierra, malnacío, que eres un malnacío, Anselmo, y tenías que haber espabilado más al capullo de tu hijo, haberle enseñado que un hombre no abusa nunca en la vida de una mujer que no quiera abrirle las piernas. Que eso no es ser hombre, sino todo lo contrario. Y cuando yo di con él, cuando se meó por las patas abajo al ver que yo lo sabía todo, le perdió la boca. Porque cuando yo iba por la tercera puñalada tuvo que decir aquello de “¡Ojalá Lucía se muera de una puta vez!” Y ahí me cegué. Y ya no me bastaba con rajarlo y cortarle los huevos.


¿Qué os creíais, Picapiedras de mierda? ¿Qué no me iba a enterar?


Vuestro Rafa, vuestro asesino, sí, porque él sí que ha sido un asesino, ni siquiera supo terminar bien su faena. ¡Creerse que mi Luci ya estaba muerta y dejarla allí tirada, en el vertedero! ¡Cabronazo! ¡Hijo de puta! ¡Me cago en sus muertos!


Pero mi Luci es como su madre, es mucha Luci. No sé de dónde sacó las fuerzas para arrastrarse, ni sé cómo la encontró mi Juan medio muerta cuando trataba de llegar a casa. Antes de entrar en coma le dio tiempo de contarle a su hermano la verdad, Picapiedras cabrones. Lo único que mi niña quería era decirle al Rafa que la había dejado preñada el día que la violó. No quería más que eso. Escupirle en la cara.


¡Si mi Luci no se hubiera quedado en coma después de la paliza de ese desgraciado! ¡Si nos hubiera dicho, a su madre o a mí, lo que había pasado…! Aunque creo que hubiera dado lo mismo. Por más que estemos en el siglo XXI, la honra es la honra y hay cosas que solo se pagan con la sangre y con la vida.


¿Qué hubieras hecho, mi niña? Te habríamos apoyado en to, se hubiera hecho lo que tú quisieras, que no hay deshonra en lo que te hicieron nada más que para ese malnacido. Tú eres inocente, corazón mío, como inocente hubiera sido el niño o la niña que ese hijo de puta te sacó de la barriga a patadas. Pero eso sí que te dio tiempo de decírselo a tu hermano. Y menos mal que vi a Juan coger la faca, que, si no lo llego a ver, sería él el que estaría ahora aquí sentado, y tu madre no puede perder otro trozo de su vida, que igual tu hermana está ya con Dios y yo no he podido ni enterarme, y enterrar a dos hijos hubiera sido como enterrarse ella en vida.


¡Mi madre! ¿Cómo no te he visto, mama? ¡El alma del clan, y te has sentado al fondo! Que escucho desde aquí tu corazón a la par que el mío, que no sé cómo te han dejado venir. O sí, que les habrás dicho que tú fuiste la que me trajo al mundo y que tienes que estar conmigo cuando me vaya de él. Como si te oyera. ¡Mamá! Ayuda a la Mercedes, cuida de tus nietos, qué digo, si no hace falta que te lo pida, si lo estoy viendo en tus ojos desde aquí.


¿Y ahora qué coño pasa? ¿Quién es el tío que acaba de entrar? ¿Qué pinta aquí con un papel en la mano?


¡Guardias cabrones, sacad las pipas, imbéciles, que los Picapiedra se están levantando! ¿Qué?… ¿Qué hace ese otro tío corriendo por el pasillo? ¡Suelta a mi mujer, gilipollas, suéltala te digo!


¡Mercedes! ¡Mercedes! ¡Mierda! No puedo gritar, tengo la garganta llena de polvo, ¡Mercedes! ¡Mercedes!


—Manuel, ¡Manuel!


¡Suéltame, guardia cabrón! ¡Dile al cabrón de tu compañero que suelte a mi mujer! ¡Que no saquen las facas los Picapiedra! ¡Mercedes!


—¡Manuel! ¡Escúcheme, Manuel! El juez ha ordenado detener la ejecución. Van a revisar su caso.


¿Qué?


—Manuel, que no hay ejecución, ¡quédese quieto, coño!


¿Qué no hay ejecución? Pero ¿cómo es posible? ¿Por qué la han suspendío? Tié que haber pasao algo, pero el abogao no tenía más defensa pa mí, no había más testigos de toa la historia. La única que hubiera podío decir algo hubiera sío…


Mama, te lo juro, mama, no vuelvo a ponerte cara larga cuando reces el rosario. Que vas a tener razón en que hay un Dios. Que la única que podía decir algo más está en coma, pero ¿y si se ha despertao?


Dios, haz que me sujeten los guardias, por lo que más quieras, que ahora sí que las piernas no me sostienen más.


Que me maten o me enchironen otra vez, pero, por Dios, que me alguien me diga que mi Luci está despierta.

Adela Castañón


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