Joaquina Bernués, una golondrina fragolina

Su padre la sacó de la escuela el día que se despidió el repatán, el aprendiz de pastor que había trabajado casi tres años por un real a la semana. La patera y la modorra les habían matado a muchas ovejas y el padre de Joaquina no podía pagar a otro ayudante. Así fue cómo ella se pasó la juventud detrás del rebaño, tragándose el polvo del camino y durmiendo en parideras. Por las noches, mientras amamantaba a los corderos o hacía callar a los perros, soñaba con una buena dote. Y todo porque ningún mozo la sacaba a bailar, cuando bajaba al baile de las fiestas de la Virgen del Rosario. Con estas ideas en la cabeza entro en la veintena. Y, una tarde, mientras le servía la sopa a su padre, se atrevió a decirle:

—Mire, padre, tendríamos que buscar un repatán nuevo, que yo me voy haciendo moza vieja y ya no estoy para este trabajo de críos.

Él dio un manotazo en la mesa, tiró la escudilla al suelo y le gritó:

—¡Desgraciada! ¿Qué dices? Tú nunca saldrás de estas tierras, que no tienes donde caerte muerta. —Se sentó otra vez en el banco—. Y de esto ya no hablaremos más.

—Pues no, no hablaremos más. —le replicó Joaquina mientras se calzaba unas abarcas viejas—. ¿Ha oído hablar de las golondrinas alpargateras? Sé que dentro de un par de días salen las de Agüero, que me lo ha dicho el pastor de casa el Bastero.

—¡Noo! Esa sería nuestra mayor vergüenza.

Pero Joaquina salió de la paridera donde pasaba largas temporadas con su padre y ya no oyó los bramidos. En el camino hacia casa se fue haciendo el plan. Ella no se uniría a las que iban a Mauleón, que estaba demasiado lejos y no conocía a ninguna de las que hacían el viaje hasta allí. Mejor, así se quedaría en Olorón, más cerca de la frontera donde también había mucho trabajo. Y esto lo sabía de buena tinta, que había muchos fragolinos allí. Aunque pagaban menos que en otros pueblos, siempre aceptaban a los españoles en las fábricas de boinas y alpargatas del Bearne. Desde hacía varios años, el padre y las dos hijas de casa el Molinaz iban de temporeros a  las boinas. Salían cuando acababan de sembrar los campos, al empezar el otoño, y volvían cuando maduraban los trigos.

Llegó a casa y extendió un pañuelo de cuadros encima de la cama. Escogió el que guardaba en la alacena para hacer el macuto de los viajes. En el centro colocó y una muda completa. No tenía muchas cosas más, pero mejor. Así, le quedaría sitio libre para traer telas, hilos de colores, agujas, dedales y hasta un bastidor. Y a la vuelta, con lo que se ganara como golondrina, se bordaría uno de los mejores ajuares del pueblo. Sin darse cuenta se había llamado a sí misma golondrina. Claro, ese era el nombre con el que todos conocían a las alpargateras, vestidas con sayas y toquilla negras, que emigraban en octubre y volvían en primavera, como las golondrinas.

Antes de anudar el macuto, colocó encima de la ropa cuatro reales que tenía ahorrados de unas ovejas que se habían despeñado y las vendió a unos trajineros, sin que se enterara su padre. Para que nadie los descubriera los dobló y los escondió en el recordatorio de la muerte de su madre. Era uno de esos de doble hoja. Delante se veía la foto de un santo Cristo, como el de El Frago, y detrás una santa Quiteria, protectora de los caminantes y de la rabia. Se santiguó y le pidió protección a su madre. A continuación se puso una saya, que de tanto usarla se había vuelto parduzca, y unas alpargatas raídas. Se echó el bulto al hombro y tomó el camino de Agüero, el que va por el barranco de Cervera.

En menos de cuatro horas llegó a la Cruz del Pinarón. Pero, un poco antes se le habían unido dos mozas de Lacasta. Cerca de Santa Eulalia se añadieron las cuatro de Agüero, y todas juntas emprendieron la subida por la cañada del Puerto de Monrepós. Yo ese camino me lo sabía de memoria, lo había escuchado muchas veces a las mujeres que iban andando, desde El Frago hasta el Pantano de la Peña, a llevar el companaje a sus maridos que estaban de pastores en el Pirineo. Ellos bajaban a buscarlo hasta allí y les traían los quesos que hacían en la montaña. Ellas los vendían en el camino de vuelta.

En tres días, a marchas forzadas, como los soldados de César en las Galias, por trochas estrechas cubiertas de matorrales, recorrieron más de cien leguas. Como ellos, iban mal calzadas. Muchas perdían las uñas, y, de tantas rozaduras, tenían los pies en carne viva.

A la entrada de Olorón se despidió de sus compañeras de viaje, que siguieron hasta otros pueblos más lejanos, en los que pagaban mejor por menos horas. Atravesó el río Gave y subió la cuesta hasta la catedral. Allí, en el barrio de los españoles, enseguida encontró a unos fragolinos que le dieron razón de dónde se alojaban los del Molinaz. En una habitación oscura y estrecha se acomodaron los cuatro. A la mañana siguiente llegó puntual a la fábrica de alpargatas, no lejos de la de las boinas.

Sentadas en unas mesas muy largas, trabajaban  a destajo, más de doce horas al día. Hablaban y hablaban, sin perder el ritmo de unas manos ágiles, llenas de ampollas. A ella tocó en una que se tejían suelas de esparto. En la de al lado, cosían las punteras y los talones de yute con punzones y, un poco más allá,  trenzaban los cordones.

Joaquina, por primera vez, oyó las risotadas de un grupo de chicas jóvenes y se atrevió a hablar de los mozos de su pueblo y de sus deseos de atraerlos con un buen ajuar. Ya estaba pensando en los pretendientes que tendría en el baile de las fiestas de octubre cuando regresara con unos buenos ahorros.

A la vuelta, como no podía pasar los francos que había ganado en la fabrica, los dejó escondidos la última paridera francesa, la que estaba justo antes de la muga del Somport, donde pasaban los meses de verano unos pastores conocidos. A ellos les resultaría más fácil cambiarlos a reales y pasarlos en sus zamarras. Los carabineros, preocupados por el orden de los rebaños, no prestaban mucha atención a la indumentaria los pastores.

Debajo de la toca. que la protegía de la solanera, se puso unos pendientes de plata, que había comprado en un anticuario cerca de la iglesia de Santa María, y en la faltriquera se metió unos diez reales que había conseguido cambiar con unos traficantes de contrabando.

Ese año hubo grandes nevadas hasta pasado el mes de mayo y los pastores no pudieron pasar a Francia. La nieve sepultó para siempre la paridera del Somport.

A Joaquina, de aquel vuelo equivocado, solo le quedaron unos pendientes de plata que miraba con nostalgia.

Las golondrinas alpargateras aprovechaban las cañadas de los pastores.

La migración de las alpargateras se produjo entre 1870 y 1940.

La primera documentada en las fábricas francesas es una de Salvatierra de Escá, en 1831. Sus principales destinos fuero Mauléon-Licharre, Oloron Sainte Marie y otras ciudades del Sur de Francia.

Grupos de mujeres, aragonesas y navarras, muchas de ellas jóvenes y niñas, caminaban cientos de kilómetros hasta Francia a trabajar en las fábricas de alpargatas. Vestidas de negro con sus macutos, iban por las rutas de los pastores. Las llamaban golondrinas alpargateras porque sus viajes, de otoño a primavera, coincidían los de las golondrinas.

Sus peripecias fueron divulgadas en Ainarak o Golondrinas, un documental protagonizado por Anne Etchegoyen. La Ronda de Boltaña las recuerda en su canción La tumba de la golondrina.

***

Descendientes de nuestra golondrina fragolina fueron los Bernués, asentados en Olorón, que llegaron a ser dueños de zapaterías famosas.

Malacate, maqui, malacatón

A la memoria Celedonio Fontabanas,  que siempre me hablaba de estas cosillas.

—Tonto, malacate, maqui, malacatón, traidor.

En ese momento oí la falleba de la ventana de la cocina. Me quedé parado cuando escuché los gritos de mi madre.

—¿Qué palabras son esas? ¿He oído bien?

—¡Nada, madre! Es que este me ha puesto la zancadilla justo en el momento que estaba meando la yegua y he me caído de morros en el charco que ha dejado en medio de la calle.

—¡Basta ya! Siempre con excusas. Ahora mismo te tienes que ir a confesar.

—¿Cómo? Si vengo de confesarme.

—Pues tienes que volver, que mañana es el día de tu Primera Comunión y acabas de soltar una rastra de juramentos. Así no puedes recibir el pan de los ángeles.

Me hice el remolón, pero mi madre bajó con la escoba y yo eché a correr. Cuando me vieron aparecer los que aún estaban en la cola del confesonario soltaron una carcajada.

—¿Seguro que se te ha olvidado contarle al cura que ayer pellizcaste a la chica que vino con los maquis? —me dijo Celedonio que siempre estaba de guasa.

—No seas cabrón. He vuelto porque me ha obligado mi madre.

Le entró la risa floja y me dejó pasar.

—Ah, y no te olvides de confesarte que me acabas de llamar cabrón.

Cuando le conté al mosén lo que me había pasado, escuché su risa de conejo. Me dio la absolución y me dijo:

—Anda zagal, reza un padrenuestro y tres avemarías. A ver si rezando te contienes y no dices tacos hasta que hayas comulgado.

Sin darme tiempo a levantarme, me puso una punta de la estola en un hombro y me mandó arrodillarme.

—Espera. ¿En la lista de insultos también has dicho maqui? Es que hablabas tan deprisa que me has hecho dudar.

—Sí, así llamamos, desde que vienen por aquí, a estos pedigüeños a los que la gente llama maquis.

—Pues yo no veo dónde está la gracia —con voz grave

—Bueno, pero son cosas nuestras sin mala intención. ¿No ve que maqui casa muy bien con malacate y malacatón? El maestro diría que casi riman.

—Pues con rima o sin rima, me vas a prometer que no lo dirás más y que no dejarás que lo digan tus amigos. Este insulto tan gordo vale doble que los otros —se santiguó antes de mandarme más penitencia—. Rezarás un padrenuestro y tres avemarías de propina.

A la salida me estaban esperando los amigos en la puerta de la Trastera. Cuando les conté que no había entendido por qué eran insultos esas palabras, empezamos a discutir.

En lo de tonto, malacatón y traidor nos pusimos de acuerdo. Todos creíamos que no eran juramentos, pero que podrían molestar a las personas. En cambio, en lo de malacate y maqui no pensábamos igual.

Con malacate subimos el tono. Según unos, era la máquina nueva que había comprado el panadero para hacer la masa. Decía que le quitaba mucho esfuerzo y que el pan salía más esponjoso. Así que este no era un insulto, al revés, una cosa buena. Según otros, significaba  otra cosa. Que ya lo habían buscado ellos en el diccionario: “persona retorcida, con malas intenciones”. El Pecas no la había oído nunca y propuso preguntársela al maestro.

—Ni se te ocurra —le gritó Celedonio—. Luego pensará que estamos todo el día hablando de juramentos y guarradas.

Después, en lo de maqui nos acaloramos. Unos decían que los maquis eran unos pordioseros que vivían en la Carbonera. Esos que venían todas las tardes a buscar recado. Esos a los que las mujeres les cosían los botones de las camisas y les remendaban los pantalones. Tía Gregoria de Michela les hacía los peduques y en algunas casas les daban hasta tocino blanco. Además, mientras las mujeres les ayudaban, ellos entretenían a la chiquillería. Nos dejaban mirar por unos gemelos que colocaban en unos artefactos en la plaza. Nos poníamos en fila y nos empujábamos para estar más rato. Nos gustaba contar los pinos de la Punta de San Jorge.

—Mira, si apuntas bien, puedes ver hasta los nidos —dijo uno de los pequeños.

Otros decían que no nos podíamos fiar de los maquis, que se parecían mucho a los malacates.

En eso estábamos cuando desconecté. La cierto es que me callé porque no sabía a qué carta quedarme. Y al hilo de la conversación me vino a la cabeza el caso de José María de casa Diego.

Aún no hacía medio año que lo habían matado los maquis. Juraron que había sido por error y fueron a pedir disculpas a su familia. Pero mucha gente se quedó con la mosca detrás de la oreja. Y todo porque coincidieron muchas cosas.

En ese momento estaba cumpliendo el servicio militar y acababa de llegar a casa con permiso. Iba vestido de soldado. Al acabar de cenar le dijo a su padre que pasaba a ver a sus primos, que vivían en la casa de al lado.

—No salgas sin cambiarte de ropa —le dijo su padre muy serio.

—Anda, no me venga con estas cosas. Me buscaré una muda limpia para mañana.

—Pues no deberías salir así —insistió su padre—. El pueblo está lleno de maquis y no me gustaría tener un disgusto. Dicen que se les ponen las cosas feas con los militares y sospechan que alguien los denuncia.

—¡Vaya tontería! Yo le digo que no, y lo sé de buena tinta. Además, es de noche y ni siquiera voy a cruzar la calle. —Se rió—. De noche todos los gatos son pardos.

Cuando salió de su casa, antes de dar dos pasos, justo debajo de la bombilla de la esquina de la calle Mayor con la Placeta, unos maquis que estaban apostados en el cubierto del Terrau le asestaron varios tiros. El ruido resonó hasta en la torre. Y como alguno apuntó a la bombilla, se cayó el casquillo, chisporrotearon los cables y se fue la luz de todo el pueblo.

En la plaza había otro grupo. Todos bajaron corriendo a ver qué había pasado. Discutieron entre ellos y enseguida desaparecieron por la bajada del Terrau. Es que habían dejado las caballerías cerca de la era de Boné.

Cuando se oyeron los disparos, nosotros estábamos cenando judías secas. Las mujeres se asomaron con candiles a los ventanucos y, en susurros, de ventana en ventana, la noticia llegó a todas las cocinas.

—¡Acaban de matar a José María de Diego!

Yo me quedé tan impresionado que no me pude dormir. Estuve toda la noche asomado a la ventana del granero. Tenía que hacer algo y sentía que lo arropaba con mi vigilancia.

Al día siguiente, antes de ir a la escuela, me acerqué a ver el charco de sangre. Allí nos encontramos todos los chavales llorando. La mancha de sangre tardó muchos días en desaparecer. Yo creo que, si miras bien, aún se ve una sombra de color rojizo. O es que me lo hace mi imaginación.

No sé cuánto rato estuve pensando en esto. Pero me desperezó el vozarrón de Celedonio:

—No os empeñéis en que melocotón y malacatón no son lo mismo.

Noté que tenía los ojos enrasados y me pasé la mano por la frente. Al momento metí baza en la conversación para aparentar que me había enterado.

—Pues yo seguiré diciendo malacate, malacatón, y traidor. Y, si me sale, también cabrón. Pero ya no llamaré maqui a nadie. Que así se lo he prometido al mosén.

Nunca supe si el cura era amigo o enemigo de los maquis. Pero siempre supe que rezumaba bondad y que, con su sonrisa y con su ego te absolvo, nos perdonaba a todos por igual.

Carmen Romeo Pemán

Foto: Chesus Asín,

Las ninfas del Arba

AREÚSA.

Aquejada del mal de madre, habla de Sempronio.

Así goce de mí, pues que lo he bien menester, que me siento mala hoy todo el día. Así que  [es] necesidad más que vicio. La Celestina, Tratado VII.

La víspera de San Juan Elisa bajó al Arba a sanjuanarse. Como estaban de luto, que hacía poco que se había muerto su abuela, no se unió a la algarabía de los mozos como le habría gustado. Durante los lutos los familiares vestían varios años de negro, solo podían salir a la iglesia y tenían prohibido reírse.

Entre luto y luto, y cuidando a sus padres, se volvió moza vieja, tanto que ya no la miraban los mozos. Y claro, unas cosas traían otras, que todas las solteras, padecían el mal de madre como Areúsa. A Elisa no la aliviaron ni las hojas de la morera que plantó su padre en el huerto.

—Ya sabes, hija, eso es la sangre corrompida de muchos meses que llevas dentro —le decía su madre cuando la veía penando sin quererse levantar de la cama—. Te tienes que buscar un varón. Las mujeres necesitamos un hombre que aproveche nuestras semillas, que, si se acumulan, se pudren y nos vuelven locas.

—Madre, por favor, cállese.

—No me pienso callar, que no son tontadas. Ahora dicen que en lugar de las comadronas lo tratan los médicos. Y estamos perdidas. No entienden nada y nos ingresan en sanatorios. Hasta le han puesto un nombre extraño. A lo que desde siempre hemos dicho mal de madre ellos le dicen histeria, como si hubieran descubierto algo nuevo.

A pesar de estar corrompida, como le decía su madre, ella no había perdido sus fantasías. Se tocaba los muslos y notaba las carnes prietas. Cuando se le acercaba algún mozo le subía el corazón a las sienes y en las mejillas se le dibujaban dos manzanetas. Pero, su madre, ¡que hasta la acompañaba al baile!, le asustaba a los pretendientes. Tanto que, poco a poco, ella misma se fue alejando de las fiestas bulliciosas en las que abundaban las risotadas y los roces.

La víspera de San Juan, vio con tristeza a los jóvenes alborozados que tomaban el camino del puente, donde pasarían la noche jugando con el agua. Y decidió no quedarse atrás. No se juntaría a ellos, que sabía que no era bien recibida. Ella caminaría hasta el pozo de Valdarañón. Al fondo había una roca y detrás una cueva. Algunas veces, cuando bajaba a lavar allí, escuchaba unas risas que se escapaban por la rendija de la peña.

—Mira —le dijo la señora Bárbara que estaba a su lado—, allí viven las ninfas del Arba.

—Parecen muy alegres —comentó Elisa.

—Pues claro. Todas se libraron del mal de madre gracias al conde Olinos, que, además, les buscó este refugio en el que pudieran vivir alegres con sus hijos. —Se calló un momento—. ¿No oyes sus vocecitas?

—Nadie me lo había contado antes.

—Es que las gentes andan temerosas. No entienden eso de que sus hijas se conviertan en ninfas y desaparezcan en la gruta de Valdarañón.

—Pues a mí me parece hermoso. Esto no es como vender el alma al diablo. Con esto te aseguras una eternidad alegre y  cerca de los tuyos.

La señora Bárbara meneó la cabeza y siguió lavando sin decir palabra.

A Elisa no la amedrentó lo que pudiera pensar la señora Bárbara contra el conde Olinos, ni las palabras que escuchó después en el carasol.

La víspera de San Juan la despertó una melodía que llegaba desde muy lejos.

Madrugaba el Conde Olinos,

mañanita de San Juan,

a dar agua a su caballo …

Estando ya su casa sosegada, con ansias en amores encendida, salió sin ser notada, igual que había hecho la amada de San Juan de la Cruz. Al pasar por el puente escuchó las risas de las cuadrillas que se estaban sanjuanando, pero no se detuvo.

Cuando llegó al pozo, vio a unas ninfas nadando en silencio, con movimientos rítmicos. Entonces se arrodilló, se lavó la cara y se desnudó. Anduvo despacio hasta la corriente del río. Al sentir el contacto de su piel con el agua, le subieron unas culebrillas placenteras. Los álamos movieron sus hojas y con la brisa le entró frío. Salió y buscó un claro escondido entre las altas zarzas. Se arrebujo con sus enaguas de hilo y se tumbó boca arriba sobre la hierba. Ya estaba traspuesta cuando le llegaron las notas de un romance que se sabía de memoria.

Bebe, mi caballo, bebe…

Se atusó el cabello y se sentó. La voz se acercaba a medida que avanzaba la canción.

Dios te me libre del mal:

de los vientos de la tierra

y de las furias del mar”.

Al momento apareció su cara entre las zarzas y no pudo contener un grito de sorpresa. Se quedó inmóvil, como paralizada, sin pronunciar palabra.

El conde Olinos descabalgó, se acercó con pasos lentos y se sentó a su lado, jugando con las hierbas. De repente cortó una margarita y se la puso en los labios. Ella se ruborizó y lo abrazó. Al momento se convirtieron en un montón miembros enredados de los que salía una respiración jadeante. En sus afanes, se olvidaron del maleficio.

Es la voz del conde Olinos,

 que por mí penando está.

Si por tus amores pena

yo lo mandaré matar …

Antes de un mes, Elisa notó que le disminuía el mal de madre. La semilla del conde había germinado en sus entrañas. Por las noches acariciaba su cuerpo y sonreía. No dejaba de bendecirse por esa criatura que llevaba dentro. Sentía un placer tan inmenso que no quería compartirlo con nadie.

Un domingo mientras se inclinaba a coger la mantilla para ir a misa, le dijo su madre:

—Hija, diría que has perdido algo de cinturas.

—Se lo harán sus ojos, madre. Es que esta chambra que heredé de la abuela es demasiado entallada.

—Bueno, bueno. —Su madre se calló un momento—. Pero no me negarás que andas mejor del mal de madre. Yo, por lo menos, te noto menos excitada. A veces, demasiado ensimismada.

—Pues, ya que me ha preguntado, le pediré que me guarde el secreto.

A la madre se le escapó un oh y se tapó la boca con las manos.

—Sí, ya paso de los siete meses y ya lo tengo hablado con la partera.

—¿Cómo? ¿Sin contar con nosotros?

—Es que, verá, a este niño no lo llevaremos a la inclusa, ni lo cuidaré como madre soltera.

A la madre se le pusieron los labios morados y no acertó a replicarle.

—A mi hijo lo cuidarán las ninfas del Arba —le contestó con energía.

—¿Tú también tú te has creído las patrañas del conde Olinos?

—Es que ustedes siempre que ocurre algo maravilloso lo llaman patraña. Les falta un sentido.

—¿Cómo te atreves a hablarme así? ¿Acaso has olvidado que soy tu madre?

¡No lo mande matar, madre; 

no lo mande usted matar,

que si mata al conde Olinos

juntos nos han de enterrar!

Cuando la partera entregó el niño a las ninfas, Elisa comenzó a caminar por el cauce del río. Se paró frente a la gruta y pidió al Arba que la convirtiera en un sauce llorón.

Desde entonces, desde lejos se ve un gran sauce que protege la entrada de la cueva de Valdarañón.

Carmen Romeo Pemán

Blas de Sarsa, cirujano y sacristán

El diablo hocicudo,ojipelambrudo, cornicapricudo y rabudo. “El Bosco”, Rafael Alberti.

¡Tururú! ¡Tararí!

Se hace saber… que mañana, antes de amanecer, saldrá un carro con destino a Zaragoza para asistir a la procesión del Santo Oficio en la que irá de penitente Blas de Sarsa, cirujano y sacristán de este pueblo.

¡Tururú! ¡Tararí!

También se hace saber… que, en el carro que prepara el Ayuntamiento, tendrán preferencia los hijos y los parientes directos de Blas.

Las gentes se arremolinaban. Querían saber más y yo intentaba responder.

—Sí, sí, ya ha acabado el juicio —le contesté a una joven que se mordía las uñas.

—Sí, ha sido muy largo. Demasiado —le dije al nuevo sacristán.

—Pues esta noche he estado echando cuentas. Desde principios de 1754 hasta hoy son tres años largos —me respondió.

—Así es —le contesté—. Más de tres años de sufrimientos. Y los mandamases mareando la perdiz. Todo porque a un cura no le salieron las cosas como él quería. Entonces  denunció a Blas. Primero lo denunció al arzobispo y luego el arzobispo le pasó el caso al inquisidor. —Me callé un momento—. Recuerda que tengo los mismos años que Blas y nos conocemos desde niños. Llevamos juntos muchos años. Él de sacristán y cirujano y yo de alguacil, tocando este cornetín, o turuta, como el flautista de Hamelin.

Ya estaba todo dispuesto para el viaje del día siguiente. Teníamos que madrugar mucho para llegar con tiempo a Zaragoza, así que nos retiramos pronto.

Esa noche en las cocinas de El Frago no se habló de otra cosa. En todas las casas se revivió la historia de Blas de Sarsa, el sacristán y cirujano, denunciado al Santo Oficio por prácticas de brujería.

Se corrió que lo había denunciado el mosén con una carta llena de mentiras. Pero, estaban tan bien hilvanadas que parecían verdaderas. En la condena, la mentira que más pesó fue aquella en la que afirmaba que el demonio hablaba por boca de Blas. Y aquí siempre hemos pensado al revés, que mosén Martín de Regalés era el poseído y el engreído.

Nadie sabía de dónde se sacó eso de que todos los feligreses andábamos atemorizados con sus hechizos y supersticiones.

El inquisidor tendría que haber estado escuchando mi pregón y habría visto cómo lloraba todo el pueblo. Y también habría visto cómo se organizaron los vecinos para ir a la procesión del Santo Oficio a darle fuerzas a Blas.

Como bajar a Zaragoza costaba mucho esfuerzo y dinero, el Ayuntamiento preparó un carro en el que solo cabían las autoridades y la familia. Entonces los vecinos, por su cuenta, adornaron la galera de casa Fuertes y tres carros más.

Es que a los de El Frago no nos cabían en la cabeza las patrañas que había contado el cura. Además, en una carta al Santo Oficio le pidió que nos visitara un Comisario. ¡Y así fue!

En un sermón nos dijo que, delante de los fragolinos, le demostraría que Blas invocaba al demonio con malos fines y que, como era sacristán, se aprovechaba del oficio y hacía mal uso de los objetos sagrados.

El Comisario se presentó por sorpresa y el mosén, que no lo esperaba ese día, no pudo demostrar nada. Al contrario, en la iglesia no estaban los objetos sagrados. Entonces, el mosén, algo nervioso, dijo que se los había llevado a su casa para protegerlos de los usos sacrílegos de Sarsa. El Comisario, seguido de las gentes, se dirigió a la abadía y, en un arcón, encontró los cálices, las patenas, las casullas, las estolas y algunos santos acribillados de alfileres.

Al acabar, se llevaron al mosén del pueblo, pero los objetos sagrados ya no volvieron a la iglesia. Y eso lo sabían las mujeres que limpian la iglesia.

Esa noche en las alcobas, se comentó en voz baja que el cura quería casar a su hermana con un rico heredero y que Blas lo enamoró de su hija con artimañas de brujo.

Al día siguiente, salimos cuando rayaba el alba y llegamos con tiempo a Zaragoza. Aparcamos junto al Pilar y nos fuimos andando hacia la Plaza del Mercado, donde se celebraban las procesiones del Santo Oficio.

En el camino nos llamó la atención un titiritero burlón que no dejaba de bailar y con mucha gente alrededor

Predica, predica, diablo pilindrica.

La multitud nos empujaba y no pudimos pararnos, pero las salmodias del titiritero siguieron un rato en nuestros oídos.

En medio del follón, vimos a Blas vestido con un sambenito amarillo. En la espalda las llamas ardían hacia abajo y el diablo hincaba el hocico en el suelo.

—Lleva los símbolos del perdón —gritó su hijo.

Entonces comenzó la fiesta con bailes y cánticos.

¡Fuera, fuera, diablo hocicudo, ojipelandrusco!

Cuando acabó la procesión, incorporamos a nuestra comitiva al brujo Blas. En la plaza del Pilar volvimos a tomar las galeras y los carros en medio de una gran alegría.

¡Tururú! ¡Tararí!

Se hace saber… que en breve empezará el viaje de vuelta a El Frago. Se cita a los que iban en la galera y en los carros.

¡Tururú! ¡Tararí!

Se hace saber… que en estos carros se puede amar y danzar, beber y saltar, cantar y reír

Mandroque, mandroque, diablo palitroque.

***

Blas de Sarsa Benavente nació antes 1700 en Tardienta (Huesca). Era hijo de Blas y María, vecinos de El Frago. Según consta en el proceso inquisitorial, había vivido en Bolea, Uncastillo, Asín, El Frago y Fuencalderas. Su madre, María Benavente, era pariente de mosén Domingo Benavente, presbítero y beneficiado de la parroquia de El Frago, y de los muchos Benavente que, en los siglos XVII y XVIII, vivieron en El Frago. Estos apellidos ya no existen en El Frago.

En 1712 su padre, Blas de Sarsa, fue testigo del testamento de Martín de Luna, cuya adveración se realizó en la puerta mayor de la Iglesia de El Frago. Martín de Luna hizo y ordenó su último Testamento y por falta de Notario lo hizo y recibió Fray Gregorio de Obas de la orden de Nuestra Señora de la Merced, Regente de dicha Iglesia, en presencia de Blas Sarsa y de Francisco de Auria habitantes en dicho lugar. Entre otras cosas, mandaba que lo enterrasen dentro de la iglesia. FUENTE: AHPH. Protocolos ENA. Año 1712

El 3 de junio 1718, se casaron Esteban Reula, hijo de Juan Esteban Reula y Ana Beguería, con Emerenciana Sarsa Benavente, natural de Bolea, hija de Blas de Sarsa y María Beamonte. En 1852, estando Blas de Sarsa acusado a la Inquisición, se casó su nieta Josefa Reula, hija de Emerenciana, con José Duerto Villanueva, de Ejea.

  El 27 de diciembre de 1724, Blas de Sarsa Benavente, viudo de Isabel Torralba, natural de Tardienta, hijo de Blas de Sarsa y María Benavente, habitantes de El Frago, se casó en el mismo lugar, con Sebastiana Moreu, hija de Juan Moreu y N. Ximénez, cónyuges, habitantes en Urriés   Fueron Testigos: Manuel Benavente y Pedro Casabona.

En 1754 mosén Martín de Regalés lo acusó de brujo y el Santo Oficio lo condenó. Fue un proceso inquisitorial muy famoso en las Cinco Villas aragonesas.

Mosén Martín de Regalés argumentó su acusación diciendo que tenía a la gente atemorizada con sus maleficios y supersticiones. Y contaba por lo menudo casos particulares en los que había distorsionado las relaciones matrimoniales. Los dos casos más famosos fueron los de dos de mis antepasados.

Uno, el de Melchor Luna y Lorenza Regalés, abuelos de Josefa Luna, que se casó con Manuel Castan y vivieron en Biel, en casa Machín, donde viviría mi madre unos años después.

El otro, el de Francisco Luna Cabalero, de El Frago, y Sebastiana Pérez, de Fuencalderas, los padres de Sebastiana Luna que se casó en El Frago, en casa Romeo. Sus dos hijos, Manuel y José Romeo Luna, originaron dos ramas de Romeo:

Los hijos de Manuel y Paula, los Romeo Soteras, que se quedaron en casa Romeo.

Y los hijos de José y María Antonia, los Romeo Auria, que se buscaron la vida en distintas casas de El Frago. De una de esas casas vengo yo.

Se decía que Blas de Sarsa había intervenido con mucha lascivia en las relaciones de. alcoba de estos dos matrimonios: dos Lunas con dos mozas de Fuencalderas.

Para mayor información, consúltese el proceso inquisitorial en Supersticiones, maleficios, y blasfemias heréticas.

Carmen Romeo Pemán

Tejidos y confesiones de Carmen Castán Beamonte

PALABRAS DE BIENVENIDA. POR EL ALCALDE JOSÉ RAMÓN REYES LUNA

Buenos días a todos. Gracias por acompañarnos en la presentación del libro de Carmen Castán, “Tejidos y confesiones”.

En primer lugar, gracias a mis compañeros de la corporación municipal en esta andadura: Jesús Ángel Dieste, Jesús Beamonte Romea, Paloma García Pérez y Jesús Romeo Beamonte.

Tenemos el honor de presentar a una autora con la que compartimos raíces fragolinas. Yo tantas que, según parece. soy su sobrino. Si esto es cierto, antes de comenzar quiero pedirte la propina que me debes desde hace muchos años.

Además, tenemos vidas bastante paralelas. Tu padre, portero de fútbol del Cariñena y el mío, árbitro. Tu madre, también fue costurera, como la mía. O sea, que los dos hemos crecido entre agujas y balones.

He leído tu libro y me he identificado con gusto con la infancia que allí cuentas. Y muchos fragolinos de mi generación se van a ver allí retratados. Podría destacar muchas anécdotas que me han gustado y que van a ir saliendo en esta presentación.

Espero que todos disfrutéis la lectura tanto como yo.

En nombre del Ayuntamiento, y en el mío propio, le doy las gracias a Carmen Castán Beamonte, por venir hasta El Frago a presentar este libro entrañable.

TEJIDOS Y CONFESIONES. POR CARMEN ROMEO PEMÁN

Presentar un libro es siempre una alegría. Y mucho más si es una presentación en El Frago y de una autora con genes fragolinos.

Doña Isabel Peribáñez Sánchez ´(Teruel, 1883-Zaragoza, 1968). Estuvo en El Frago desde 1935 hasta 1940. Fue la maestra de Victoria y sus hermanas. Foto propiedad de Inés Laplaza Idoipe.

VICTORIA BEAMONTE BEAMONTE

Victoria y su hermana Elena. En la segunda fila de la foto de las niñas con doña Isabel Peribáñez.

Carmen Castán Beamonte es hija de mi prima Victoria Beamonte Beamonte y nieta de Mariano del Piquero (El Frago, 1904-Zaragoza, 1975) y Serafina de Garramplán (El Frago, 1904-Zaragoza, 1947). Es decir, está emparentada con casi todas las casas de El Frago.

A mí me viene el parentesco por dos casas. Por el Romeo que bajó de casa Melchor a casa el Piquero, Asi pues, soy sobrina de Mariano Beamonte Romeo. Y de Serafina por su Beamonte, procedente de casa Pablo, como el de mi abuela Antonia Berges Beamonte

Como curiosidad os diré que en casa el Piquero se celebró una boda doble. El mismo día se casaron María del Piquero con Celedonio Biescas de casa Guillén. Y María se fue a vivir a casa Guillén. Marianico del Piquero se casó con Serafina de Garramplán y se quedaron en casa el Piquero. Allí vivieron con Hermenegildo que entonces estaba soltero. Y allí nacieron sus hijas.

La costumbre era que las mujeres salieran de sus casas y fueran de nueras a las casas de sus maridos, donde tenían que convivir con suegras y hermanos solteros.

Retomando el hilo, vuelvo a Victoria, a la madre de Carmen Castán. En mi libro De las escuelas de El Frago, en la foto de doña Isabel con sus alumnas, entre las pequeñas, vemos a Victoria y a su hermana Elena. De la quinta del 28 y del 29.

En la portada de Tejidos y confesiones destaca una Victoria joven y guapa, detrás del mostrador de una de sus tiendas de Cariñena.

Y yo me pregunto, ¿quién es la protagonista de estos relatos? Y de veras que no lo sé. La narradora, un alter ego de Carmen, se impone con la primera persona y con el tono. Pero, en realidad, todo está tamizado a través de su madre.

Mi madre, como todas de su generación, la del 28, que todavía lo pueden contar, pasó su adolescencia en la época del estraperlo. Se dedicaba a coger puntos de media, cuando solo podían llevar medias las privilegiadas; les llamaban «medias de cristal». Bonitas y frágiles, supongo que de ahí venía el nombre. Eran capaces de transformar un mantel en una blusa y, con lo que sobraba, aún hacían pañuelos para todas las hermanas, que por cierto mi madre era la mayor de siete, y mi abuela Serafina murió cuando ella tenía 17 años.

La máquina de coser les salvó de muchos apuros, mi madre dice que fue la mejor compra de su vida; por esa época, sacaba humo.

Pasó de vivir con seis hermanas a tener cuatro hijas, lo cual explica su obsesión por comprar bragas y sujetadores (p. 42)

Las hermanas eran todas fragolinas, menos la pequeña: Victoria (El Frago, 1928-Cariñena, 2019), Elena (El Frago, 1929-Huesca, 2017), María Cruz (El Frago, 1932-Zaragoza, 2023), gemela, Crescencio (El Frago, 1932–1933), gemelo, Justiniana (El Frago, 1935-Zaragoza, 2022), Quinidia-Pilar (El Frago, 1937), por san Qunidio de Vaison, Saint Quenin, cuya festividad se celebraba el 15 de febrero. Mientras comentaba esto en la charla, escuché una voz del público que decía: «Y la llamaban Nidia». Gloria (Zaragoza, ca. 1939-Zaragoza, 2004), la pequeña, la que ya no nació en El Frago. Segun le contó ella misma a su prima Gloria Berges Romeo, llegó a ser costurera de Balenciaga y se hizo famosa por una foto en la que aparece probándole un vestido a Jacqueline Kennedy.

Victoria tuvo cuatro hijas: Belinda, Virginia, Chantal y Carmen, la pequeña, la que hoy está con nosotros.

BIOGRAFÍA DE CARMEN CASTÁN BEAMONTE

Nacida en el 4° piso sin ascensor, en la Calle Mayor 39 de Cariñena, un 7 de abril de cuyo año no quiere acordarse. Reza la biografía de su blog.

Pero, aunque ella tiene la coquetería de ocultarlo, nos lo revela en los acontecimientos de este libro.

Carmen está casada con el riojano Manolo Hernández y tienen una hija que se llama Violeta.

Estudió Trabajo Social en la Universidad de Zaragoza, entre 1986 y 1989. Después realizó un máster de Coaching grupal en la de Cantabria y otro de Trabajo Social y Salud Mental en Zaragoza.

Trabajó 18 años en Salud Mental. En estos momentos es Orientadora en el Instituto Aragonés de Empleo.

Entre sus galardones destaca el premio de valores humanos que le entregó el CERMI-Aragon en 2003, año europeo de la discapacidad, Para los no iniciados, el CERMI es el Centro Español de Representación de personas con discapacidad.

De ella dice su compañero Sergio Siurana: Es una grandísima profesional que consigue sacar lo mejor de cada uno en sus intervenciones.

Es colaboradora de las revistas  “Encuentro” de FEAFES (Confederación Salud Mental España) y “La cafetera estrés”.

Ha participado en numerosos cursos, ponencias y publicaciones profesionales.

Con el escritor Javier Aguirre, creó y promocionó el primer concurso de relatos para personas con enfermedad mental.

Hace más de 15 años que escribe en su blog Devaneos. En 2022, fue seleccionada en el II concurso de microrrelatos Iguales y diversas, del de DGA. En 2023, fue finalista del concurso internacional de relatos de Diversidad Literaria.

De izquierda a derecha. Carmen Romeo Pemán, Carmen Castán Bemonte y José Ramón Reyes Luna. En el Salón de Plenos del Ayuntamiento de El Frago, con vistas al Arba y a Santa Ana..

TEJIDOS Y CONFESIONES

Hoy presentamos su primer libro de creación literaria. Lo publicó hace menos de un año _noviembre de 2023_, y ya va por la tercera edición _marzo de 2024. Y por la tercera presentación. La primera en Cariñena y la segunda en la Librería General de Zaragoza. Las dos por el conocido periodista Antón Castro.

A nosotros nos corresponde el orgullo de acogerla en este Salón de Plenos del Ayuntamiento de El Frago, donde tiene profundas raíces.

NOTAS DE LECTURA

En Tejidos y confesiones, reúne 18 relatos. 12 de Tejidos y 8 de Confesiones, precedidos de una Acción de gracias, en la que presenta a los personajes que pueblan estas páginas, y de un prólogo, en el que, a la manera de Juan de Mairena, anticipa sus claves literarias.

Estos relatos están basados en la época de mi infancia en Cariñena, pequeñas historias en torno a la tienda de tejidos y confecciones que mi madre regentaba en el pueblo a principios de los setenta, en plena transición, cuando todavía las puertas de las casas estaban abiertas y las mujeres tomaban la fresca con sus sillas de anea haciendo corrillo con las vecinas en plena calle.

Tiempos en que las peluqueras te ponían los rulos azules y rosas y pasabas la tarde entera en la peluquería, porque el tiempo iba a otro ritmo mucho más lento.

Cuando los garbanzos y las lentejas estaban reposando en sus sacos, y te los vendían en cucuruchos de papel, no por moda, sino porque no se entendía de otra manera (p. 12).

Como Machado, siempre parte de un cronotopo, un aquí y un ahora, en inmediatamente levanta el vuelo a valores trascendentes. Y así lo vemos en Tejedora de alas, uno de los últimos relatos.

Ayer vi en la calle a una anciana sentada en su sillón de mimbre, rodeada como en una nube de un montón de plumas blancas casi transparentes. Cogía una a una minuciosamente y las iba tejiendo una tras otra. Cada pluma llevaba inscrita en color oro o en plata una palabra, me quedé asombrada.

Comencé a leer las plumas y ponían: Libertad, Paz, Tolerancia, Equidad, Amor, Amistad, Familia y Salud (p. 65).

En casi todos, de la mano de su madre, regresa a su infancia en la Cariñena de los años 70. Este puñado de páginas es un sentido homenaje a su madre, a su familia y a todo el pueblo.

Además, estos recuerdos que ella presenta como vivencias personales van mucho más allá. En su conjunto, constituyen un tratado de antropología social de la España del desarrollismo, como nunca antes se había hecho.

Las tiendas de su madre, las telefonistas, las mujeres escuchando novelas radiofónicas y todo lo que toca se repiten en todos los pueblos de España. Los lectores nos sentimos atrapados e identificados, aunque no sepamos dónde está Cariñena.

Esa Cariñena que, literariamente, funciona como El Frago de mis relatos, se convierte en un lugar simbólico y mítico en el que todo es posible y todo se convierte en verdadero, aunque sea producto de la imaginación de la autora.

¿Qué moza de los 70 no se reconoce en esta descripción hilarante?

Por entonces, las mujeres no se ponían a dieta, se apañaban con las superfajas Sorax de cuerpo entero, que les hacían las tetas como tiendas de campaña y la cintura de avispa. Esta faja era complemento indispensable de la muda del domingo, unido a las pantis y a los visos o combinaciones.

Vamos, que cuando volvían de misa y se quitaban la faja se debían de sentir como santa Teresa de Jesús cuando levitaba (p. 22).

O ¿qué niña de esos años no recuerda las braguitas de perlé?

Mi madre andaba ordenando cajas de braguitas de perlé, esas que cuando te sentabas se te quedaba clavado el diseño de los garbancitos al culo y te picaba durante todo el día. (…) Las odiaba tanto que, en alguna ocasión, estuve a punto de esconderlas para que mi madre no las pudiera vender (p. 23).

Y cuando habla de las telefonistas de Cariñena, en El Frago todos nos acordamos de que el.primer teléfono estuvo en casa el Piquero. Nuestras primeras telefonistas fueron Felicitas, mujer de Hermenegildo, y su hija Pili Beamonte Ángel. Por cierto, mucho más discretas que las de Cariñena. Y les siguió Matilde Giménez, amiga de Victoria, igual de servicial y discreta que Felicitas y Pili.

Todo el libro viene impregnado de un humor que nos arranca la sonrisa y hasta la carcajada, como la situación cómica del primer ascensor o el episodio de la cafetera. Un humor entre infantil y socarrón.

ALGUNAS TÉCNICAS LITERARIAS

Carmen hace alarde de gran habilidad en el uso de las técnicas literarias. Entraré en algunas de ellas, a partir de su arte para titular.

En muchos títulos parte de frases hechas de ritmo binario. Les cambia algún elemento y les da un nuevo significado. Es una técnica de gran tradición literaria, como aquel soneto de Quevedo en el que al cambiar el ¡Ah, de la casa! por el ¡Ah, de la vida! impregnó de sentido existencial a todo su decir poético.

Se trata de extrañar la lengua coloquial cotidiana y dotarla de un significado nuevo, es decir, de construir neologismos semánticos, esos que tan buenos resultados dieron en la pluma de Santa Teresa de Jesús.

Así funcionan: Tejidos y confesiones, Corto y cambio, De voces y altavoces, Retales y retazos, Abuelas con mandiles y abuelos con boina. O La tienda en casa, un slogan televisivo se emplea para una realidad muy distinta.

Otras veces recurre situaciones tópicas y ella se encarga de darle la vuelta al tópico: El mes de las flores, El primer ascensor, La maleta de los imperdibles, donde juega con el doble valor semántico. Los imperdibles, en este contexto, nos remiten a un tipo de agujas, pero en realidad son las cosas que no se pueden perder, las que representan toda una vida. Por cierto, esa era la maleta que el abuelo Mariano siempre tenía detrás de la puerta por si tenía que abandonar la casa de repente.

O sintagmas genéricos que se llenan de aventuras particulares: Un día de verano, Una tarde cualquiera, Madres de la posguerra, Tejedora de alas.

Incluso un estribillo, casi un poema, de ritmo ternario: Cosiendo el tiempo, zurciendo las penas, bordando la vida.

Siempre son títulos atractivos que nos conducen a una sorpresa. Cuando comenzamos a leer Mi viaje en tren, pensamos en un viaje cualquiera y resulta que no, que este es el viaje de la vida, el que convierte a todo el libro en un coming of age.

El coming of age es un género que se centra el crecimiento de la protagonista, una adolescente que realiza el paso a la vida adulta.

Carmen, en la primera parte, Tejidos, usa con un enfoque pseudo infantil. En la segunda, Confesiones, ya es un enfoque de una mujer madura que intenta recuperar los retazos importantes de su vida. Así la explica ella en el prólogo:

La segunda parte del libro son pequeños relatos que, tejidos como confesiones, nos muestran la mirada inocente de cómo una niña va construyendo su infancia. Una infancia llena de pequeños momentos cargados, sin saberlo, de felicidad en cosas cotidianas que, al recordar de adultos, nos atrapan con un abrazo balsámico al pasado (p. 12). No podemos negar su vitalismo optimista.

Al acabar de leer el relato Mi viaje en tren, como al acabar de leer el libro, apreciamos cómo la protagonista ha evolucionado en sus emociones y en su percepción de la realidad.

Precisamente esta evolución y el enfoque pseudo infantil los logra con un juego de narradoras. En la primera parte predomina la narradora niña, con acotaciones de la adulta. Y en la segunda, el enfoque de la adulta que intenta explicar las sensaciones de la niña. Un ejemplo manifiesto lo encontramos en el relato Sobre ruedas.

Las tramas de los relatos están muy pensadas. Y la disposición de los relatos en el conjunto del libro responde a esa evolución de la protagonista. Están dispuestos de tal forma, que, en conjunto, es como una novela fragmentada que nos lleva al autoconocimiento. Cada relato es un viaje a ese conocimiento interior y, a la vez, un viaje al conocimiento social de la España de la Transición.

Cuando acabamos el libro tenemos la sensación de haber visto un friso en la torre de Cariñena, en el que se disputan el sitio todas sus gentes. Esas gentes que forman parte del gran mosaico de la diversidad de los españoles.

PARA TERMINAR

Carmen, mi sobrina y tocaya, quiero darte las gracias por haber confiado en mí para esta presentación. Espero no haberte defraudado.

Me emociona que nos hayas traído estos relatos a El Frago, donde tienen sus verdaderos genes. Tu madre y sus hermanas forman parte del coro de las fragolinas de mis ayeres. Un coro que crece con las mujeres de Cariñena.

Y quiero darte la enhorabuena por haber comenzado tu escritura creativa de una forma tan hermosa.

A los fragolinos y los acompañantes que habéis llegado de fuera, gracias por estar aquí. Espero que estos relatos os gusten tanto como a mí.

RESPUESTA DE CARMEN CASTÁN BEAMONTE.

Gracias, fragolinos y fragolinas, por acudir a la presentación de mi pequeño libro “Tejidos y confesiones “.

Gracias a esa fortuna de embajadora cultural que es Carmen Romeo Pemán, que ilumina y embellece con su brillante  pluma y mente todo lo que concierne al Frago y sus gentes, porque lo hace también con alma y corazón.

Y gracias también al alcalde José Ramón Reyes Luna, por facilitarme que pueda realizar el acto en este magnífico salón de plenos.

Estoy realmente emocionada y no sé si voy a poder hablar. Veo en esta primera fila a mi tía Esther, recién salida del hospital, y aún convaleciente, haciendo el esfuerzo por venir a vernos. Este es el espíritu BEAMONTE y fragolino, no se nos pone nada por delante cuando nos lo proponemos. Por eso, mi tia Esther, cuando hablé de la fortaleza de mi madre, dijo que era la de una Piquera. Eso es, una Piquera como ella.

He venido a presentar mi libro, el que, como comprobaréis, es un homenaje a las madres, vecinas, amigas que se dan apoyo mutuo en el mundo rural, para que nada falte a todos los que están a su alrededor. Explica bien cómo resolvían todo esto en varios capítulos como por ejemplo el de “Madres de postguerra” o “La tienda en casa”.

Todo el libro es un pequeño canto a la vida y a la  mágica infancia en el mundo rural, en la que los días van pasando cargados de pequeños acontecimientos que configuran un micro mundo, lleno de ayuda mutua, amistad verdadera y esfuerzo por seguir manteniendo vivo el pueblo, los pueblos y sus gentes.

La voz narrativa es mi propia voz de niña, que observa con admiración a su madre detrás del mostrador de la tienda de telas, con paciencia infinita y una sonrisa que iluminaba la calle, esa calle en la que se sentaban a la fresca mis las vecinas, oyendo la radio. Y yo me sentaba en mi pequeña silla de anea, a contemplar el paso del verano, el paso de la vida.

Si ahora mis abuelos Mariano y Serafina, y mi madre y sus hermanas,  nos pudiesen ver, me los imagino satisfechos y con una gran sonrisa, sobre todo a mi tía Justi, que consiguió que las raíces siguieran dando frutos hasta el día de hoy, manteniendo la casa.

Bueno espero que os guste el libro y estoy segura de que en muchas de las cosas os vais a sentir reflejados y las vais a recuperar con melancolía. Recomiendo que el libro se lo lean las hijas a las madres y al revés, enriquecerá y ampliará el conocimiento sobre aquellos años 70/80 y estoy segura de que florecerán nuevas historias, dignas de ser recordadas y contadas.

Muchas gracias a todos y espero que no sea la última colaboración literaria, es más espero que sea el principio de otras muchas.

Gracias por vuestra atención.

Para no despedirme del todo, voy a compartir unas fotos de mi familia fragolina. Así, ellos servirán de mediadores y me unirán más a vosotros.

Mi abuelo Mariano (El Frago, 1904-Zaragoza, 1975), a la derecha, con su hermano Hermenegildo (El Frago, 1902-1977) . Al que está sentado y con un libro, no lo tengo identificado. También desconozco la fecha de la foto.

El Frago, 1929. Mi bisabuela Pascuala con mi madre.

Pascuala Martínez Bonaluque (1873-1966) era casa Mamés, aunque la conocían como Pascuala de Garramplán. Se casó con Gerónimo Beamonte Moliner (El Frago, 1873-1939), hijo de Manuel Beamonte Callau, de casa Pablo. Y fueron los padres de Casiano (El Frago, 1898-Zaragoza, 1971), soltero; Manuel (El Frago, 1901-¿?), carpintero; Serafina (El Frago, 1904-Zaragoza, 1947) y Daniel (El Frago, 1909-1955), el marido de Amadea Luna (El Frago, 1914-1971).

Mi abuela Serafina (El Frago, 1904-Zaragiza, 1947).

Zaragoza, 1953. La boda de mis padres. Mi madre, Victoria, al lado de su padre, ella de negro y él con corbata negra, por el luto de mi abuela. En el centro, mi bisabuela Pascuala, rodeada por sus nietas, las hermanas de mi madre. El alto, mi padre, Ricardo Castán, que después fue padrino de Ricardo Membrive, el hijo de Justi. Y detrás, tres primas, de las que yo solo identifico a mí tía Concha de casa Guillén.

Concha Biescas Beamonte (El Frago, 1930-Zaragoza, 2018).

El buitre de Puen del Diablo

Ese buitre voraz de ceño torvo. Miguel de Unamuno.

—¿Qué manía te ha entrado, José? —le espetó su mujer—. Hace más de un mes que no sales de casa. Ni siquiera vas a cortar leña a Puen del Diablo.

Puen del Diablo era un congosto franqueado por rocas muy altas. Un desfiladero en el que no cabían dos caballerías a la par: había que pasarlas en fila de a una. Algunos también lo llamaban el Paso de Roldán. Según una leyenda, Roldán habría colgado allí los cuerpos y las cabezas de sus traidores.

El caso era que, una tarde, José volvió del monte con el miedo metido en el cuerpo. Ya no salía al bar a echar la partida. Se quedaba quieto junto al hogar, envuelto en una manta marrón con una lista blanca, como las que les solía poner a sus caballerías.

—¿Se puede saber qué víbora te ha mordido? Así, sin más ni más, te levantas antes de salir el sol y me dices que no vas a ir más al monte. Pero tú, ¿qué te has creído? ¿Con qué les vamos a tapar la boca a nuestras cinco criaturas? —le insistía su mujer. Pero él, ni mú.

Ese mutismo la enfurecía más. Y cada vez levantaba más el tono.

—¿Qué pensará la gente, eh? Ya sé que a ti te da igual, pero yo no quiero ir en lenguas a todas las horas. Ni quiero pedir prestado en la tienda y que me lo nieguen porque mi marido es un vago. —José seguía callado con la cabeza entre las manos—. ¿Pero me escuchas o no?

Cuando su mujer salía a la calle, la gente se arremolinaba a su alrededor y la molían a preguntas, que ella no sabía contestar. Nadie entendía el cambio brusco de su marido. Había desaparecido el José dicharachero que gastaba bromas en todos los corrillos. El que todos los días se jugaba el café al guiñote. El que más días trabajaba a vecinal para el Ayuntamiento. El que había retejado la cubierta de la iglesia y había quitado las piedras del camino de la fuente por su cuenta. Florencia del Peñazal recuerda el día que le dio un patatús a su marido cuando estaba segando. José corrió a buscarlo y lo trajo moribundo encima de la yegua.

El otro día se presentaron varios hombres en su casa. Llevaban al cura con ellos. Pensaron que así les confesaría qué le pasaba. Ellos hablaban y hablaban, pero José cada vez se encerraba más en su silencio.

El pastor con el que solía compartir el camino del monte se sentó a su lado.

—Mira, José, me da lo mismo lo que sientas, pero hoy vas a venir conmigo. Iremos los dos montados en mi burra y no te pasará nada. ¡Te lo juro!

—¡Nooo! —El grito de José aterró a los presentes. Era tan largo que salió por la ventana y recorrió las calles. Llegó hasta el campanario y movió las campanas, como si tocaran a fuego.

Al momento acudió toda la gente del lugar. Las mujeres se quedaron en la casa con su mujer y los hombres se lo llevaron hasta Puen del Diablo. Estaban seguros de que algún animal lo había asustado. Si aparecía, entre todos lo cazarían.

La comitiva, armada de palos altos, hachas y escopetas, marchaba a paso lento. De todas las bocas salían comentarios parecidos.

—Ha tenido que ser algo extraño. —Era la voz ronca del Manco—. José es un hombre valiente y no es fácil amilanarlo. Y mucho menos dejarlo sin habla.

Cuando se acercaban al desfiladero, vieron una banda de buitres dando vueltas alrededor de las rocas. A todos les subió el corazón a las sienes. Los buitres eran señal de que había cadáveres y pensaron que igual eran los de los que le habían tendido una emboscada a José.

Entraron en el paso de uno en uno. Los buitres, en silencio, volaban muy bajo. Tan bajo que be podía oír el susurro de sus alas, pero no se atrevían a aterrizar. Estos bichos sienten pavor a las cañas y a las varas altas. Saben que si les rozan las alas los desarman y se quedan malheridos. A lo lejos oyeron el graznido de los cuervos que siempre iban a la zaga.

—Mala señal —dijo el Manco.

Todos a una se pusieron la mano a modo de visera y achicaron los ojos. El Manco no pudo reprimir un juramento. Vio a un buitre agarrado a una de las rocas más altas.

—¡Se está comiendo las entrañas de un hombre despeñado entre los riscos!

Se quedaron quietos sin dar crédito a lo que veían. A continuación tomaron el sendero de la parte trasera de las rocas. El Manco se asomó y reconoció al abuelo de casa Murillo. Como vivía solo y pasaba largas temporadas en el monte, nadie lo había echado en falta.

Entonces, mientras unos espantaban a las rapaces y otros intentaban descolgar al abuelo, de una cueva cercana salió una voz lúgubre, de alguien que se había tapado la boca con un trapo.

—Habéis llegado tarde. Si me hubierais traído el rescate a tiempo, no habría muerto.

A José se le mojaron los pantalones y recuperó el habla.

—Es la voz que me persiguió hasta la entrada del pueblo sin parar de decirme que a mí me pasaría lo mismo sino le traía el rescate. Yo sabía entre todos los del pueblo no conseguiríamos reunir los cien doblones de oro. Y, dentro de mí, se me metió un buitre que me corroe desde las entrañas hasta la garganta.

Carmen Romeo Pemán.

Anteriormente publiqué este relato en 2023, en Entre Picarazones, la revista cultural de El Frago.

Plácido, el Lelo

Plácido pertenecía a segunda generación de los Lelos. Y así lo pregonó la partera a las pocas horas de nacer.

—Nada, no he podido hacer nada. Igual que me pasó con su padre. Pues eso. Que venía de nalgas con el cordón enrollado y la cara tapada con una telilla. Una de esas que ocultan un don o una tontuna.

Era un lelo como Dios manda. Igual que su padre, tenía conocimiento, respetaba las costumbres del pueblo y era un poco presumido.

—Es que no puede ser Lelo cualquiera. Esto solo pasa en mi familia si te llamas Plácido.

No tenía aspecto de bobalicón, pero se embobaba con cualquier cosa. Lo volvían loco las mariposas. Cuando las miraba cruzaba los ojos, dejaba colgar el labio como un belfo y la paz se le escapaba en una sonrisa muy amplia.

El maestro se empeñó en que fuera a la escuela. Como era amigo de todos los niños del pueblo, pensaba que alguna letra se le pegaría. Cuando lo sacaba a la pizarra a dibujar las letras de su nombre, lo animaba.

—¡Venga, Plácido! Casi lo has conseguido.

—¡Imposible, señor maestro! Es más fácil conocer las caras de las cabras que las letras de mi nombre.

Era robusto y forzudo, así que los chicos no querían apostar a nada con él. Siempre ganaba y sus carcajadas sonaban potentes. Y lo volvían loco los Carnavales. Vestido de chica, corría con ellas y les gritaba:

—-A remangar que es Carnaval.

—No te aprovechas, Plácido, que te hemos conocido.

Entonces acudían los chicos y se montaba tal revuelo que tenía que mediar el alguacil.

Un día se puso muy serio y a los que estábamos sentados en el banquero de la plaza nos dijo que se iba a buscar novia, que una cosa era ser lelo y otra tener que aliviar las necesidades con las cabras. La noticia corrió como la pólvora y las chicas empezaron a rehuirlo. Ya no les hacían gracia sus carnavaladas. Solo Anastasia, una chica tan lela como él, por las tardes iba a verlo al corral de las Eras Badías, dónde encerraba las cabras.

—¿Qué haces dando vueltas por aquí? ¿Es que no sabes que este corral es mío? —Detrás de su silueta se veía el reloj de la iglesia que en ese momento estaba dando las siete.

—Ya, —contestaba Anastasia—. Es que me gusta ver que te hacen más caso a ti que a los perros. Tienes un don. Te comunicas con los sentimientos. —En la mano llevaba un ramo de margaritas que acababa de recoger en la era que rodeaba la paridera.

—Pues no te acerques mucho, que las conozco a todas —mientras hablaba clavaba la horca en el fiemo—. Con esta te sacaré las ensundias si me falta alguna.

Anastasia se alejaba, miraba al suelo y, de vez en cuando, cogía más margaritas. Dio varias vueltas alrededor del corral hasta que Plácido salió con dos cántaros de leche. Por las comisuras le caían chorretones blancos.

—¿Vienes a ver si llevo monos en la cara? —Se pasaba la lengua por los labios—. Pues no. Soy como todos los demás.

—Veo que no te has enterado de nada —le contestó Anastasia—. Me gustaría ordeñar contigo y al final hartarnos juntos con la leche de la última cabra.

—¡Imposible! En mi corral nunca ha entrado nadie. Ni siquiera el veterinario. Así que si quieres que ordeñemos juntos nos tendremos que casar. —Se lo soltó así, sin pensárselo dos veces. Era la primera que miraba a una moza a los ojos.

Antes de medio año los amonestaron y se casaron un domingo en la misa del alba. Se sorprendieron cuando encontraron la iglesia llena. Si lo hubieran sabido se habrían casado en misa mayor. Pero ellos pensaban que a las bodas de los lelos no iba la gente.

A la salida se dirigieron a la Punta de la Carretera, en la entrada del pueblo, hasta donde podían llegar los coches. Allí comenzaban las calles empedradas y llenas de barro.

—Ayer le dije al secretario que nos encargara un taxi para irnos de luna de miel como los ricos —dijo Plácido en voz alta para que lo oyeran todos.

El secretario no contestó. Solo él sabía que aquello era mentira.

Esperaron con las gentes hasta mediodía. Les pidieron se fueran, que ellos seguirían un rato más. Cuando se marcharon todos, aparejaron la burra y emprendieron el camino de la Cruz del Pinarón, cerca de Agüero, donde se juntaba el camino de El Frago con la carretera de Ayerbe. Plácido se sentó encima y sujetaba la maleta para que no se cayera. Aunque la llevaban vacía, no querían que se rompiera, que se la había prestado el alcalde. Una vez que se acomodó, Anastasia tomó el ronzal y caminaron hasta el Corral de la Pecha. Dejaron la burra atada a un árbol y ellos se tumbaron en un montón de paja al fondo de la paridera. A Plácido se le achicaron los ojos. Nunca había conocido ninguna oveja tan dócil y encima con muslos prietos.

Antes de un año, Anastasia abandonó el pueblo.

—No la busquéis —gritaba Plácido en el bar—. Parece una mosca muerta pero es una gripiona. Cuando llego cansado del monte me dice que huelo a cabra y que ella no es plato de segunda.

—Anda, Plácido, no te pongas chulo, que todos sabemos lo que cuesta arrancar según qué vicios. Al final la cabra siempre tira al monte —le contestó uno de sus amigos.

—Eso. Que el buey suelto bien se lame. —Soltó una carcajada—. ¡Toma ya! A letras me ganarás, pero a refranes no, que mi abuela decía muchos.

Carmen Romeo Pemán

Foto de la entrada. Una maleta de Pinterest.

Con cartas de recomendación

Nos levantamos antes de rayar el alba y, zigzagueando por unas trochas empinadas, llegamos a Ayerbe con tiempo suficiente para coger el tren que bajaba de Canfranc a Zaragoza. Dejamos la burra con un posadero conocido y le pedimos que nos la guardara hasta el día siguiente. Así, cuando mi madre regresara, no tendría que caminar las siete leguas que separan Ayerbe de El Frago.

En la estación, mientras esperábamos el Canfranero, nos encontramos con una mujer de Lacasta que también llevaba a su hija a un internado. Por debajo de la toquilla le asomaban unas manos con quebrazas, como las de mi madre.

Subimos al tren y nos sentamos las cuatro juntas en vagón de tercera, en un compartimento con bancos de madera. Enseguida nos pusimos al corriente de nuestras vidas. La otra chica, Petronila, tenía mi edad y nuestros padres habían muerto cuando éramos muy niñas.

—¡Qué bonito! Tienes nombre de reina aragonesa —le dije.

—¿A qué te gusta? —terció su madre—. Pues ella no para de preguntarme que a quién se le ocurrió, que ni es el santo del día, ni de nadie de la familia. Y, encima, las chicas se ríen y le sacan motes.

Y, habla que te habla, nos fuimos tomando confianza, tanta que la madre de Petronila nos enseñó un sobre arrugado y manoseado.

—Con esta carta de recomendación de mosén Pedro, las monjas tratarán a mi hija mejor que si fuera la mismísima reina Petronila.

En ese momento sentí una arcada, como si me hubiera metido los dedos hasta la campanilla, y pensé: “Ese cura debe ser tan cabrón como el que se acostó con mi madre. Seguro que también intentó cepillársela, Y hasta le dejó el nombre: Petra, no, que cantaba mucho. Petronila resultaba más disimulado. ¡Todos iguales! Y luego, ¡hala!, nos quitan de en medio con una carta de recomendación. ¡Anda a saber si estos curas no habrán tenido también aventuras con las monjas! ¡No me extrañaría nada!”

Enfrente de nosotras, iba una señora adormilada. Justo encima de ella, en el portaequipajes, había dejado dos gallinas vivas, atadas por las patas. Se pasaron todo el viaje cacareando. Cuando llegamos a Zaragoza, todas estábamos envueltas en el plumón que habían ido soltando con sus aleteos. Antes de bajarnos, mi madre se encaró a la dueña:

—¿No se da cuenta de la faena que nos acaba de hacer? ¿Cómo nos vamos a presentar así en el colegio? ¡Qué pintas, Dios mío! Por su culpa igual no aceptarán a nuestras hijas, que las llevamos a un colegio de postín.

Nos sacudimos, pero no pudimos quitarnos todas aquellas pelusas blancas adheridas a las ropas. Con esa facha, nos plantamos delante de un portón de caoba y herrajes de bronce. Más que la puerta de un internado parecía la de un palacio renacentista. Llamamos al timbre y nos acercamos al torno las cuatro a la vez. Al ver semejante tumulto, salió la hermana portera, que nos había abierto tirando de una cuerda. Miró de arriba abajo los pañuelos anudados debajo de la barbilla, las sayas pardas y los delantales raídos de nuestras madres. No pudo reprimir un oh, cuando se vio los piojuelos de las gallinas que corrían por las telas.

—¡Buenos días! —dijo mi madre, tomando la delantera—. Venimos a traer a nuestras hijas con buenas cartas de recomendación.

—¡Lo siento! Pero las que vienen recomendadas no entran por aquí —cerró la puerta y nos siguió hablando por el torno—. Miren, sigan un poco adelante y en la esquina de la izquierda, se encontrarán un portal pequeño, por el que entra el servicio. Allí es.

Estaba claro. No nos iban a tratar como colegialas normales. Ni siquiera nos dejaban entrar por la misma puerta.

Antes de pasar a unos cobertizos, donde estaban nuestras habitaciones, una monja gorda, con pelos en la barbilla, se presentó como nuestra encargada. A continuación despidió a nuestras madres y nos leyó la cartilla. Nos dejaría asistir a las clases pero, sin hacer ruido, tendríamos que entrar las últimas y salir las primeras. Nos había reservado dos sitios una clase de primero de bachiller. Nos teníamos que sentar en la última fila, junto a la puerta. También nos advirtió que tendríamos atender en clase, que después no dispondríamos de tiempo para estudiar. Sólo algún rato libre de los fines de semana.

Dicho esto, nos entregó a cada una un uniforme negro, con cuello blanco de plástico y un cinturón negro. Así nos distinguiríamos de las internas de pago, que lo llevarían rojo.

En la primera ocasión que tuve, le encargué a una alumna externa que me comprara una linterna. Justo me llegaron unos dinerillos que me había dado mi abuela. Cuando apagaban las luces del dormitorio, hacía una especie de tienda de campaña con las sábanas. Sentada, me ponía el libro en las piernas cruzadas y lo alumbraba con la luz mortecina de la linterna. Así conseguí sacar buenas notas hasta que acabé Magisterio. De esa época, me queda la sensación de andar durmiéndome por los rincones.

El día que fui a recoger el título me ofrecieron una plaza de maestra en un pueblo del Pirineo Aragonés. Llegué en burra y me alojé en casa el Bastero, en una alcoba muy parecida a la de mi casa de El Frago. Cuando entré en la escuela pensé en mi maestra, y sonreí como lo hacía ella.

Una tarde, pasadas las Navidades, vino a verme la hija de la viuda de casa Satué. Como tenía que ir a lavar con su madre, había abandonado la escuela antes de cumplir catorce años, unos días ante de que llegara yo.

Me contó que, cuando volvía del río, me espiaba por la cerradura y le gustaban mucho mis clases. Se quedó un rato sin hablar, dando vueltas alrededor de la estufa. Hizo ademán de marcharse, pero se dio la vuelta:

—Mire, hoy me he atrevido a entrar. —Calló un momento—. Es que, en realidad he venido a pedirle un favor, que sé que está en sus manos.

—A ver si puedo. Dime.

—Solo puedo confiar en que usted me saque de este agujero.

A los pocos días, en la estación de Zaragoza, la viuda de Satué y su hija no lograron quitarse todas el plumón de gallina que se les habían adherido a sus ropas.

Carmen Romeo Pemán.

De cabañeras y aliagas

No sabíamos por qué nos reíamos del miedo de nuestro padre a las aliagas. Lo que sí sabíamos era que todo le empezó para San Pedro. A los diez años ya acompañaba a los pastores que llevaban los rebaños a puerto, es decir, a los que subían desde la Tierra Baja hasta los altos del Pirineo.

En las comidas de los domingos nos contaba sus aventuras. La que más le gustaba era la de cruzar el puerto de Monrepós. Como repatán, que así llamaban a los niños que ayudaban a cuidar los ganados, su trabajo consistía en ir detrás de los últimos perros pastores y ayudar a las ovejas que se quedaban rezagadas. Lo peor estaba en los tramos en los que tenían que avanzar monte a través. Le resultaba muy penoso caminar entre los erizones, o cojines de monja, como llamaban a las aliagas marinas. Esas eran las peores. Esas crecían entre los pinos y en muchos tramos invadían la cabañera.

Le gustaba hablar de sus pies planos. De que no podía caminar deprisa por los pedregales. Y menos aún con las aliagas recién granadas, justo en el momento en el que se les endurecen las espinas y se le clavaban en las plantas doloridas y entre los dedos. De nada le servían los peduques de lana recién hilada, ni las correas altas de las abarcas. Cuando mi padre llegaba a este punto, mi madre gritaba:

—Basta ya, Andrés. No sigas por ese camino que siempre nos amargas la comida.

—Eso, saca el pan —contestaba él. Y seguía con su retahíla—. Por algo dice el refrán que cuando la aliaga florece no hallarás quien pan te deje.

—Pues ya han florecido. Y aún tenemos harina del año pasado. No nos faltará el pan en todo el año —respondía mi madre limpiándose los labios con la punta del delantal.

—Es que aún no hemos llegado a San Pedro. Entonces llegará la aliaga granada y no te dará pan ni tu hermana.

—Basta ya de refranes y sandeces. —Mi madre hacía el gesto de espantar una avispa—. Déjanos comer en paz.

Entonces mi padre se metía los dedos de la mano en la boca y se la restregaba. Decía que se le habían inflamado las encías y que llevaba ampollas por todo. Hasta en la lengua. Que se le abrían en carne viva cuando se metía algún bocado.

—Ya basta de cochinadas. —El enfado de mi madre aumentaba por momentos—. Al final nos harás vomitar a todos. —Con gesto de quitarle el plato—. Si no quieres comer, déjalo, que te sobran carnes.

A continuación le traía un pocillo con mejunje de hierbas que ella recogía en el monte.

—Anda, tómate esto y túmbate un rato en la cadiera. Verás cómo se te pasará la desazón de la boca si te callas un rato.

Por las noches, alrededor del fuego, cuando mi padre volvía de las parideras, me gustaba contemplar cómo le metía mi madre los pies en una palangana de agua templada con sal, vinagre y un cocimiento de hierbas. Ella se arrodillaba y le limpiaba las uñas con mucha paciencia. Después acercaba mucho los ojos por si llevaba algún pincho clavado en los repliegues acartonados.

—Mira bien a ver si se me ha hecho alguna ampolla blanca con pus —gruñía mi padre.

¡Qué estampa! Mi madre inclinada, con el moño deshecho. Una nueva Magdalena lavándole los pies a su Señor.

Entonces mi padre se repantingaba y levantaba unos pies tan grandes que le tenían que hacer las abarcas a medida. En ese momento miraba a ver si estábamos cerca y nos contaba que esos pies eran sagrados, que le habían dado comida cuanto era repatán y después lo habían librado de hacer una mili de más de dos años.

Lo malo fue el día que mi hermano mayor le dijo que habrían sido más útiles para apagar incendios en el monte que para guardar rebaños. Que al fin y al cabo todos sabíamos que la vida de los pastores era una vida de vagos. Que se pasaban las horas mirando al cielo y que el trabajo lo hacían los perros. Que siempre se había dicho, compra un buen perro y échate a dormir.

—¿Qué te sabrás tú? —Tomaba aliento—. Si nunca has ido con el rebaño ni has tenido un uñero.

—¡Ande va! —Como era el primogénito se atrevió a replicarle.

En un estallido de ira le contestó que esa era la maldición de los pastores. Que ni él ni muchos ignorantes conocían el suplicio de tener las uñas podridas y andar cojeando. Y, al final, no poder más y caer roto en el suelo. Que no sabían qué era perderlas y tener que caminar de rodillas, como los tullidos.

—Usted siempre nos ha dicho que su problema eran los pies planos. Pero muchos quisieran tener su planta y la fortaleza de sus piernas—le contestó mi hermano pequeño.

—Y tú, cállate, que aún no has salido de las faldas de tu madre. —Con su puñetazo en la mesa nos quedamos mudos.

Mis hermanos y yo sabíamos que, en la redolada, era el pastor que más horas aguantaba en el monte. Pero nunca supimos de dónde le venía la obsesión por las aliagas, hasta que lo descubrió nuestro hermano pequeño. Todo había comenzado un año para San Pedro, cuando, por primera vez, fue de repatán con unos ganaderos fuertes del pueblo que llevaban las ovejas a pastar al Pirineo. En la subida a puerto tomaron la cabañera que iba por Arguis, la que cruzaba el puerto de Monrepós por el Peñuzo, donde las plantas eran ralas y los erizones lo invadían todo. Él, por culpa de sus pies planos, iba rezagado y oyó el balido de una oveja. Era como un largo lamento. La buscó y se la encontró moribunda detrás de la única aliaga florecida entre las otras, que ya estaban granadas. Se la quedó mirando. Tenía las cuatro patas en carne viva y se le habían caído las pezuñas. Entonces oyó la voz del mayoral:

—No te acerques. Tiene patera, o glosopeda, o como se llame. Es un mal muy contagioso que lo producen las aliagas marinas.

Andrés oyó el batir de grandes alas hacían círculos sobre la oveja. Eran los buitres que esperaban su festín. Se le heló la sangre cuando pensó que eso mismo podría sucederle a él o a cualquier pastor.

Carmen Romeo Pemán.

El relato está ambientado en la Ciabañera de Monrepós, cerca de Arguis

Foto del principio. Aulagas marinas, cojines de monja o erizones en el Peñuzo. Puerto de Monrepós, Huesca.

Caraquemada

De las fragolinas de mis ayeres.

El carbón tenía que arder toda la noche a fuego lento. Cuando anochecía, echábamos a suerte quiénes nos quedaríamos vigilando la cabera. Hacían falta dos, por si uno se dormía. Es que, de vez en cuando salía una llamarada por algún agujero, nosotros teníamos que taparla con tierra y pisarla bien para que se apretara. Si se escapaba el humo detrás saldría el fuego y llegaría el desastre. ¡Eso era lo más difícil! Ese humo nos hacía toser sin parar y la mejor manera de no sentir cómo entraba en nuestros pulmones era con un cigarro de cuarterón y un trago de vino recio. Pues eso. Un día empiné tanto la bota que en lugar de pisar la tierra me caí de bruces encima del humo. Con el golpe se avivaron las llamas y me abrasaron la cara. Esa noche estaba con Hilario. En cuanto me vio caer, como no teníamos agua, apagó las llamas con la bota del vino. Yo aullaba como un perro rabioso y pensaba en Marcela. Hacía unos días que me había confesado que había tenido otros pretendientes, pero los dejó cuando se les quemaron las caras haciendo carbón.

Hilario me envolvió en barro hasta que me sacó el calor del cuerpo y me cubrió la cara con tierra batán, la que se empleaba para encalar.

—Ahora, en lugar de los ojos se te ven dos agujeros pequeños, otros dos en los orificios de la nariz y uno más grande en la boca.

Mientras se secaba la careta, unas hormigas voladoras se mezclaron con el barro, se me metieron en la piel quemada y, allí, quedaron atrapadas con las patas hacia afuera. Quería arrancármelas pero se me agarraban a las manos como un enjambre de abejetas. Cada vez venían más. Enseguida oímos cocear a una caballería y supimos que habían entrado en el corral. Otras se refugiaron en las orejas del gato que dormía junto a nosotros. De repente comenzó a maullar y a dar saltos como cuando le entró la sarna. Hilario lo agarró de la cola y lo echó dentro de la cabera.

—¡A cascala! No sea que le hayan metido en el cuerpo alguna bruja o el espíritu del Maligno.

Al poco rato me entró una tiritera y abandonamos la cabera. Encima de la mula, yo iba dando alaridos. Nada más llegar, Hilario encendió el fuego y se fue a buscar al médico. Con el calor del hogar, el barro y las hormigas atrapadas caían como chinches, apagaban las llamas y la humareda no cabía por la chimenea. Con gran esfuerzo me fui a lavar la cara en el barreño de la fregadera y me asomé a la ventana. Debajo estaban los carboneros a los que había avisado Hilario,

—Cagaos, que somos unos cagaos. La puta ama nos tiene a todos acojonados. A ver si un día os atrevéis a meterle las manos entre las tetas y le sacáis los billetes que nos roba. Ayer vi como escondía en el suelo los duros que le dieron los que le compran el carbón. Ni siquiera nos lava las mudas. Solo quiere solterones viejos. Y todo porque no quiere líos con las mujeres. Se las apaña como puede y hace desaparecer a las novias. A unas les busca casas para servir en otros pueblos, y ya no vuelven. En cambio, otras desaparecen sin dejar rastro. Y por más que salgan los pastores con perros no encuentran a ninguna. Mientras tanto, nosotros nos conformamos con una alforja llena de pan duro y algún polvo al mes. De sus partos se encarga la comadrona y entre las dos los llevan en secreto. Aprovechan los carros que bajan con carbón a Zaragoza. En medio meten los fardos que hay que dejar en la inclusa.

No sé dónde ni cómo me quedé dormido. Me desperté en plena noche cerrada. Oí unas carcajadas y salí a la calle con un cuchillo de degollar ovejas. Si no se hubieran ido todos los habría ensartado en un amén. Hasta se lo intenté clavar a un guardia civil que un día me quiso llevar al cuartel de Luna.

A los pocos días de estar aquí, yo daba vueltas alrededor de una columna y vi a un enfermero que se acercaba con la dueña del carbón. Me dirigí a ella echando azufre por los agujeros de los ojos.

—Hijaputa, vete de aquí. No quiero verte hasta que me digas en qué pozo ahogaste a Marcela el día que me vino a traer la comida a la cabera. Alguien te fue con el cuento de que nos queríamos casar y a ti se te hinchó la vena. Joder. Es que a ella no la podías camelar. Sabías que si te descubría te sacaría las entretelas. Que Marcela era mucha Marcela. Hijaputa, o como te llames, nunca vivirás en paz. Y el día que te entren las hormigas en las cuencas de los ojos aullarás y nadie te escuchará. Tu cuerpo carbonizado se enroscará a las carrascas y nadie te reconocerá. En cambio yo encontraré a mi Marcela. Estoy seguro de que me espera en alguna de las fuentes que manan agua fresca del Arba.

Sin contestarme, me miró con desprecio y vi cómo desaparecía detrás de la verja. Poco a poco se iba empequeñeciendo. Al final se arrastraba por el suelo mientras la envolvía un enjambre de moscas voladoras.

Carmen Romeo Pemán.

Fotografía. Cabera o carbonera de Mario. Blog del Colegio Público de Ujué. https://cpujue.educacion.navarra.es/blog/

Cabera o carbonera, un horno para elaborar carbón vegetal. Hasta la emigración de los años sesenta, siglo XX, fue un oficio muy importante en El Frago. Para más información sobre los carboneros de El Frago, ver el blog de Astún, pseudónimo de la erlana-fragolina Carmen Guallar Idoipe, en : http://astun47.blogspot.com/2011/11/el-carbonero.html?m=1,

Días de internado

Después de la cena comenzábamos la hora de estudio y, a continuación, los rezos en la capilla. Luego subíamos en fila al dormitorio y cada una se metía en su camarilla: un cubículo rodeado sábanas blancas colgadas de barras de hierro. En aquel dormitorio me sentía como en una gran jaima sin techo. Cerraba los ojos, me imaginaba bajo un cielo estrellado y recordaba los cuentos de las Mil y una noches que tantas veces me había leído mi madre. Pronto empecé a mezclar unos con otros y a adobarlos con mis nuevas vivencias.

Nos desnudábamos con la Salve Regina, entonada por la hermana Anselma, la directora de un coro de ochenta voces desganadas. Cuando llegábamos al dulcis, virgo María, ya estábamos metidas en la cama con las cortinas corridas. No podíamos darnos la vuelta sin bambolear aquellas cortinas asabanadas. Cuando oíamos el frú frú de unos hábitos, conteníamos el aliento y nos hacíamos las dormidas hasta que la cara de la monja se asomaba a nuestra camarilla.

—Ave María Purísima

—Sin pecado concebida —le contestaba la niña en cuestión.

Así comenzada la ronda de la hermana Anselma. Revisaba las mesillas y nos quitaba los paquetes de comida que recibíamos de nuestras casas. Esos que nos permitían pequeñas juergas nocturnas. A continuación, de forma muy delicada, nos metía la mano debajo del camisón y comprobaba si nos habíamos quitado el sujetador y la braga.

—Es que sé que algunas no os desnudáis del todo para correr más por las mañanas. Las hermanas tenemos que vigilar vuestros malos hábitos y ayudaros a luchar contra la pereza.

Pero a mí, que era obediente, y ella lo sabía, eso no me gustaba. Tampoco me gustaba que los sábados, se paseara entre los cubículos de unas duchas de a doce y nos dijera cómo teníamos que enjabonarnos. Y, si creía que no nos quitábamos bien la roña, tomaba el jabón Heno de Pravia y con ayuda de una piedra pómez nos restregaba una y otra vez en las zonas íntimas.

A la mañana siguiente nos despertaba rezando a pleno pulmón el Ave María gratia plena. En un tiempo muy ajustado teníamos que hacernos la cama y peinarnos en los treinta lavabos del pasillo exterior. Allí nos empujábamos y nos disputábamos unas gotas de agua y un trozo de espejo. Unas a otras nos retocábamos los moños, salvados de la ruina por las redecillas nocturnas. Con frecuencia, la hermana Anselma, si solo habíamos estirado la cama o habíamos dejado ropa usada en la silla, nos sacaba de clase y nos llevaba a la madre superiora.

—Hija mía, tienes que obedecer a la hermana Anselma. Ella depositará en tu alma las semillas de una mujer de su casa con aroma de santidad.

Lo mejor llegaba el fin de semana. Los sábados y domingos, después de comer, en una larga fila de a dos, cogidas de la mano, y sin risitas, íbamos al Pilar y al parque Grande. Zaragoza se convertía en un gran hormiguero, con filas y filas de colegiales que hacíamos el mismo recorrido. Si coincidíamos con una fila de chicos, en la acera de enfrente, el revuelo y los castigos estaban asegurados. En ese momento, las hermanas bisbiseaban a nuestros oídos eso de “hombre-pecado”. Y a mí me daba la risa floja. ¿Cómo podía ser que mis amigos internos en otros colegios, de repente, pasaran a ser hombres y, encima, los representantes del pecado? Pero si el mosén de mi pueblo los confesaba todas las semanas y nos decía que eran más nobles que nosotras. Que ellos lo desembuchaban todo y nosotras nos callábamos nuestras cosillas.

—A ver, ¿se puede saber qué te ha hecho tanta gracia? —Era la voz de la hermana Anselma que se había convertido en mi sombra. Y yo:

—Nada, nada. Que no entiendo nada. —Me pellizcó fuerte en el carrillo y me dijo:

—Después de cenar te esperaré. Tenemos que aclarar muchas cosas.

Cuando crucé la puerta del comedor, allí estaba. Me cogió de la mano y me llevó por un pasillo largo, lleno de recovecos. En cada rincón se adivinaba un bulto negro. Al principio me parecieron estatuas sin iluminar. Me costó distinguir que eran monjas con niñas. Es que el largo velo negro casi las envolvía a las dos.

Cuando encontramos un sitio libre, la hermana Anselma me tomó por los hombros. Así te hablaré mejor al oído. La verdad es que me puse nerviosa y no me enteré bien qué me decía. Vagamente recuerdo eso de que estaba allí para estudiar y para despertar mi vocación de monja. Que no me preocupara si no sentía nada, que Dios se manifestaría pronto y me colmaría con su gracia. Y no sé cuántas cosas más. El caso es que, aunque ella quería acariciarme como mi madre, yo me sentía incómoda. De repente, di un respingo y me eché a correr hasta la sala de estudio. Debí estar mucho tiempo con la hermana Anselma porque enseguida tocó el timbre.

Al llegar a la capilla, ¡otra vez la hermana Anselma! En voz alta me llamó por mi nombre.

—Hoy dirigirás tú la letanía. Al acabar las alabanzas a la Virgen, tendrás que decir cincuenta veces, hombre-pecado, y las demás te contestarán a coro. Contarás las veces con las cuentas del rosario. Sin dejarme replicar, me puso en la mano su largo rosario de azabache.

Al día siguiente, antes de la misa de internas, me fui a confesar. Le conté todas mis tribulaciones al padre Soria y le pedí un cilicio. Al principio se resistió pero, como le insistí tanto, me dijo que hablaría con la hermana enfermera y que me colocaría uno en el muslo. Además, como no había cometido pecados mortales, podría quitármelo algún rato.

Por la noche, cuando fui al encuentro de la hermana Anselma, quiso comprobar mi buena disposición y me levantó el uniforme. No esperaba encontrarse con las púas al revés.

Sacó la mano chorreando sangre y comenzó a gritar. Perseguida por el grito que recorría todos los pasillos y salía por las ventanas, con el corazón en las sienes, corrí al estudio. Me senté en el último pupitre, saqué los libros. Me apreté la cabeza con las manos, pero no logré controlar el temblor que se iba apoderando de mí. No recuerdo cómo llegué a la cama. Pero sí que desde esa noche la hermana Martina se encargó de nuestro dormitorio.

Carmen Romeo Pemán

Como un girasol ciego

Un girasol ciego es un girasol que no busca el sol, un girasol inmóvil, un girasol derrotado. Alberto Méndez, «Los girasoles ciegos».

Mi mujer murió antes del parto. Yo estaba en el patio desaparejando las caballerías cuando oí gritos en la cocina. Eran las riñas de cada día. ¡Qué casualidad! Se quedaron embarazadas las dos cuñadas casi a la vez y siempre andaban con las manos en las greñas.

Mi hermano, que era el segundo, se había casado unos días antes que yo y reclamaba el derecho a quedarse con la casa, contra la costumbre de la primogenitura. Pero mi madre no dio el brazo a torcer y así se lo hizo saber a sus nueras cuando estaban enzarzadas en una de sus riñas:

—Aquí se cumplirá la ley de la sangre. En esta casa se quedará el primogénito con su mujer y su descendencia.

Cuando la mujer de mi hermano oyó esto, se salió de sus casillas. Desde el patio escuché los insultos: “Puta, ladrona, has venido a robarme lo que era mío, no te saldrás con la tuya”. Entonces yo me apresuré a descargar. Quería subir a poner paz. Pero no me dieron tiempo a acabar. De repente vi a mi mujer rodando por las escaleras. En el centro de su vientre, asomaban los ojos de unas tijeras. Rodó y rodó hasta mis pies. Estaba desmadejada y con unos estertores de mal presagio.

Me agaché para insuflarle vida. El corazón cada vez le palpitaba más despacio. En cambio el mío me había subido a las sienes. Acerqué la oreja a su vientre y oí los latidos del niño. Si pensarlo dos veces le rasgué su carne tersa con la navaja que llevaba en el bolsillo. Limpié al niño con mi chaqueta y lo coloqué al lado de su madre, arropado en una arpillera. Entonces levanté la vista. Las mujeres, que unos minutos antes discutían en la cocina, contemplaban en silencio al niño mudo junto a su madre inexpresiva, con una cara como de porcelana. “No es justo que llegue la muerte antes de que se dé la vida por nacida”, pensé. Y la película de nuestra vida pasó rápidamente por mi frente.

Desde niño me cautivaron unas trenzas rubias que saltaban a la comba. En la clase de lectura, pensaba en ella, cada vez que llegábamos al elogio que un arcipreste le hacía a una chica de la que se había enamorado: “¡Qué gracia y qué donaire!”. Luego vinieron las rondas. Yo cantaba debajo de su ventana, pero ella nunca se asomaba. Me hacía el encontradizo cuando bajaba a lavar al río. Por las tardes le subía los cántaros de la fuente. Así, poco a poco, entramos en relaciones y formalizamos nuestro noviazgo con algún beso robado.

Nuestros padres firmaron las capitulaciones matrimoniales. Estaban encantados de unir las dos mejores haciendas del pueblo. Mi novia, la primogénita de casa Puyal, trajo una de las mejores dotes. Allí sábanas de hilo fino de Holanda, bordadas con hebras de seda; toallas de lino con sus iniciales; sayas de mudar y mantillas de blonda. No faltaba la taza de plata con el nombre de la novia ni la vajilla de la Cartuja de Sevilla. Más de dos días estuvieron los criados de casa Puyal trayendo baúles hasta la nuestra.

Nos fuimos a vivir con mis padres, como me correspondía, pero la casa era muy bulliciosa y con poca intimidad. Todavía vivía mi abuela paterna que, a sus casi cien años no había dejado de mandar desde su silla de anea junto al hogar. Mi madre decía que a ellos se les estaba pasando la vida sin ser dueños de nada, a pesar de que llevaba muchos años rezando: “Gloriosa santa Ana, dale buena muerte y poca cama”. También estaban mis tres hermanas exigiendo la dote. Y mi hermano, el recién casado, con su mujer.

Es que, como mi hermano había dejado preñada a su novia, se casaron deprisa, sin amonestaciones, y se refugiaron en casa. Con el embarazo de mi mujer todo se complicó. ¡Dos embarazadas juntas reclamando los mismos derechos para sus hijos!

Mi hermano, desde que se casó, ya no fue el mismo. Hasta entonces nunca tuvimos problemas. Él cuidaba el ganado, como todos los segundones, y yo me encargaba de las tierras. Una noche, como siempre, después de cenar nos fuimos juntos a la taberna y, en el camino, sin venir a cuento, me soltó:

—Mira, no veo justo que tú te quedes con todo y que los demás seamos tus criados. —Tragó saliva—. Y dile a tu mujer que no presuma tanto delante de la mía. Que si ella es de casa rica la mía también lo es. Y que aún no ha traído su dote por no mezclarla con la de tu mujer. Es que, si no, luego diréis que todo lo que hay en la casa es vuestro.

Al oír esto, se me hinchó la vena y le contesté de malos modos.

—A ver, no te equivoques. Vosotros estáis en casa de paso. Te guste o no, yo soy el heredero. Y, cuando te vayas a tu casa, no pienses que vamos a seguir trabajando a medias. Si quieres cuidar el rebaño, será a jornal, como todos los pastores que tenemos.

Al día siguiente la mujer de mi hermano montó una zapatiesta sin motivo. Como la abuela estaba adormilada, mi madre le dijo que se le tenían que bajar los humos, que las cosas no eran como ella pensaba y que las leyes ancestrales no se podían cambiar con la voluntad de las personas. Aprovechando, el parlamento de mi madre, terció mi mujer:

—Eso, así es, mala pécora. Ya te puedes ir metiendo en la cabeza que aquí vas a durar poco y que lo que llevas en la tripa no heredará nada de esa casa. Entérate de una vez, todo será para mi hijo.

En ese momento la mujer de mi hermano, que tenía las tijeras de coser en la mano, se levantó con un gesto amenazante. Y la mía, muy asustada, echó a correr, pero, antes del primer peldaño, le alcanzaron unas tijeras, con tan buen acierto, que se le clavaron en la barriga.

Cuando llegó el juez, yo no estaba en condiciones de declarar y lo hizo mi hermano por mí: “Elena de Isuerre ha fallecido de hemorragia postparto”. En ningún momento mencionó a mi hijo ni que había vivido unas horas.

Los metieron a los dos en el mismo ataúd y yo me quedé mirando al suelo, como los girasoles ciegos, atenazado por el dolor y por la culpa.

Carmen Romeo Pemán

Foto: freepik

Y fueme peor

A todos los que, en algún momento, han tenido que abandonar su casa.

Cuando cumplí los once años, mi padre me sacó de la escuela y todos los días me mandaba a cuidar la viña de Fontabanas. Antes de llegar me paraba en la caseta del señor Gervasio. Le llevaba el pan que nos había sobrado la víspera y la bota con un poco de vino. Como no sabía de qué hablar, le contaba cosas que pasaban en El Frago. Entonces él me acariciaba la cabeza y me decía:

—Anda, déjalo. —Tragaba saliva—. Para tus gentes yo siempre he sido un extraño, así que ni siquiera se molestarían en enterrarme si me encontraran muerto. A los que no hemos nacido aquí nos comerán los buitres.

—Eso no es así —protestaba yo—. Mi madre me prepara todo para usted y me dice que a la vuelta le cuente cómo se encuentra.

—Claro, claro. Es que tu madre es tan forastera como yo. Llegó de Ansó cuando se casó con tu padre y siempre será “la ansotana”. Así, sin nombre y sin amigas con las que alparcear.

—Es que mi madre no las necesita. Está todo el día trabajando y no le queda tiempo ni de asomarse a la ventana.

—Algún día entenderás lo duro que es vivir en un pueblo en el que no has nacido. Hasta te dan los buenos días con otro tono. Por cierto, estos fragolinos parece que siempre están enfadados. Con un ¡quihaay! se nos quitan de encima. Bueno, a veces entre ellos también se hablan así. En mi pueblo, allá en los Monegros, decíamos: “Buenos días nos dé Dios”.

—¿Y por qué se fue de su pueblo?

Al señor Gervasio se le soltó la lengua. Que sus padres no podían alimentar a doce hijos. Que, cuando cumplían diez años, todos tenían que salir de casa y no mirar atrás. Que todos se iban con los trajineros hasta que los dejaban de sirvientes en algún pueblo.

—¿Cómo vino a parar a El Frago?

Entonces me contó que a él lo habían dejado en la Carbonera, donde trabajaban muchos fragolinos.  Allí, junto a las caberas no pasaba frío y siempre le caía algún bocado.

—Todo iba medianamente bien hasta que cogí unas calenturas que lo jodieron todo. Menos mal que uno de los que estaban conmigo me habló de esta caseta. La llaman la Caseta del Judío. Dicen que por las noches vuelve el fantasma de su dueño, aunque yo nunca lo he visto. Y eso que llevo muchos años. Aquí nació mi hijo y murió mi mujer de sobre parto. —Se quedó callado y yo me levanté para marcharme.

—Mocé, ya te he dicho que algún día lo entenderás. —Me hablaba desde un camastro, sin abrir los ojos—. Todos queremos formar parte del rebaño mejor alimentado, pero los perros no dejan entrar a las ovejas desconocidas. Así no les escasea la hierba y se mueven poco. Mientras tanto ellos se pueden echar la siesta. —Volvió a quedarse callado—. Ahora vete y no le digas a nadie que me vienes a ver, que pensarán que te he contagiado el solimán que llevamos dentro los forasteros.

Con su hijo Antón coincidí pocas veces antes de que se marchara. Estaba de repatán para casa Luriés. Madrugaba mucho y volvía muy tarde. Todo por una comida escasa. Encima se llevaba las culpas de todos los desaguisados. Según señor Gervasio, su hijo estaba harto de los amos y de unos criados bobalicones y mentirosos.

Antes de cumplir los catorce, un día me encontré la caseta cerrada. El señor Gervasio desapareció y nadie comentó nada. Ni siquiera mi madre. Pero yo me seguía acercando a la puerta a ver si volvía. Poco a poco se me quitó la costumbre. Y cada vez que miraba a mi madre, el señor Gervasio crecía dentro de mí.

Pasaron los años. Mi madre murió. Yo me casé con una moza de otro valle. A mis hijos les contaba las historias del señor Gervasio y de su hijo Antón. Antón, como había hecho su padre, se fue de El Frago cuando cumplió los diez años. El señor Gervasio le había advertido muchas veces que, si un día abandonaba el pueblo, que se fuera con los trajineros. Desde allí lo más fácil era juntarse con los que iban y venían a Ayerbe. Como eran gentes de muchos lugares que se unían para transportar las mercancías, se pasaban el camino dando noticias de otros pueblos, y así no contaban sus penas.

Después, el señor Gervasio subía todas las mañanas a la Cruz de Pinarón. Allí, entre los que venían de un sitio y otro le daban noticias. Que si Antón se había echado al monte, que si estaba en la legión o que si andaba metido en el estraperlo. Pero, antes de un año, le perdieron las huellas y nadie volvió a saber nada de él.

Yo les decía a mis hijos que el señor Gervasio sabía que su hijo era como él. Que los dos habían salido de sus pueblos buscando una vida mejor y no encajaban en ninguna parte. Entonces, me levantaba la boina y me rascaba la cabeza. Mis hijos sabían que les iba a repetir una vez más las palabras del Buscón. Esas que le había oído tantas veces a mi maestro y que las tenía bien metidas en la mollera. “Nunca mejora de estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres”.

Un día, antes de comer, mi hijo pequeño vino a buscarme a la viña.                               

—¡Padre, padre! Está abierta la caseta del señor Gervasio.

Me acerqué despacio, sin hacer ruido. Cuando me asomé por una rendija, pensé que se me había ido la olla o que había vuelto el judío. En el camastro del señor Gervasio había un bulto encogido. Achiqué los ojos. Era un anciano. Con los nervios se me escapó su nombre.

—Señor Gervasio, al final ha vuelto. ¡Qué alegría! —Mientras tanto empujaba la puerta, como había hecho siempre.

—No le conozco, buen hombre —me dijo con esfuerzo—. No soy el señor Gervasio, soy su hijo. Al final, los hombres, como los animales, siempre volvemos.

Después dejó de hablar y no paraba de gruñir. Me recordó a esos perros que, para guardar su rebaño, se tienen que enfrentar a otros perros y vuelven a casa llenos de heridas. Yo también dejé de hablarle y le repetí varias veces: “quihaay”. Entonces él me respondió con lo mismo y se dio la vuelta hacia la pared. Con los días conseguí que me hablara. Cuando le entraron los temblores de las tercianas, lo llevé a una Casa de la Caridad, donde cuidaban a los viejos. Les dije que era un pariente lejano, que si le pasaba algo yo me encargaría de todo.

Los arrieros me trajeron la noticia. Fui a buscar sus pertenencias. En la parte trasera del caserón, debajo de un sauce, estaba su macuto.

—Nunca hablaba con nadie —Era la voz de un anciano que se me acercó arrastrando los pies—. Lo encontraron colgado allí. —Con su mano temblorosa me señaló las ramas del sauce—. Y lo echaron al pozo que hay detrás de la tapia. Desde el primer día supe dónde estaba. A las pocas horas de morir, los buitres ya daban vueltas en el cielo.

Entonces me volvieron las palabras del Buscón: “Determiné pasarme a las Indias pensando que, si mudaba de mundo y de tierra, mejoraría mi suerte. Y fueme peor”.

Carmen Romeo Pemán

Fotografías: propiedad de la autora.

Las Narvilas

De la serie: mitologías fragolinas.

Rowan o Serbal. Dicen que con sus ramas se hizo la primera mujer. Maggie O´Farrell, Hammet.

Iba camino de Narvil con mi madre, que ya había entrado en dolores de parto. Mientras caminábamos en silencio, me acordé de mi abuela Narvila, nacida en el bosque como sus antepasadas.

Según mi madre, mi abuela se solía perder por los senderos que no pisaban los niños ni las mujeres. Cocía bebedizos como las brujas y giraba el huso como una peonza. Manejaba la rueca, trenzaba los hilos blancos y negros a su antojo. Y los cortaba también a su antojo, como las Parcas. Mi abuela era una Narvila que vivía en el bosque. Alta y fuerte, calzaba abarcas y se cubría la cabeza con una toca negra.

Un día, cuando estaba descuidada mirándose en la balsa de Narvil, mi abuelo vio el reflejo de unas hebras negras y se sintió hechizado. Antes de un mes la desposó y, antes de un año, con la luna en cuarto creciente saltó por la ventana y se escapó a la balsa. Cuando mi abuelo notó su vacío en la cama, corrió al bosque y la encontró envuelta en la hojarasca amamantando a una niña.

—¿Cómo la llamaremos? —le preguntó.

—Pues, ¿cómo va a ser? —Mi abuela sonrió y lo miró a los ojos buscando su aquiescencia—. Narvila como yo. Narvila, hija de Narvil, el pinar sagrado que nos da la vida y nos protege.

Me pasé la mano por la frente, intenté apartar los recuerdos de mi abuela.

En ese momento tenía que centrarme en mi madre, la segunda Narvila que yo había conocido.

—Mira, hija, ya te vas haciendo mayor y te tienes que preparar para lo que te tocará pronto. —Me apretó la mano con fuerza—. Acaban de empezarme los dolores y quiero que me acompañes a Narvil.

Por las venas de mi madre, como por las de mi abuela, corría la savia campesina. A mí me recordaban a unas mozas fuertes y libres de las que nos hablaba la maestra, creo que las llamaba serranas y, a veces, serranillas, como si fueran niñas que solo supieran vivir en el monte.

Siguiendo los consejos de mi madre, metí todo lo necesario en un gran pañuelo de cuadros y me lo colgué a la espalda. No se me olvidaron las tijeras, ni el cordel, ni la ceniza para secar el ombligo.

El camino nos resultó difícil. Mi madre, cada vez tenía más baja la barriga y de vez en cuando se quedaba sin respiración. Cuando le llegaban los apretones se apoyaba en las piedras. Al llegar a Peña Saya oímos croar a las ranas en la balsa.

—Eso es un buen augurio  —dijo sujetándose el bajo vientre con las manos.

Al momento llegamos a un claro en forma de círculo, se paró en seco. “Aquí”, me dijo. Era un trozo de tierra calcinada en el que ululaban las lechuzas y entre la hierba crecían amapolas. En realidad este lugar mágico era el lecho de una antigua cabera en la que se hacía el carbón vegetal. En el plenilunio aún se pueden escuchar las voces de antiguos aquelarres y los susurros de ánimas que vagan perdidas. Allí, el lodo ahumado acaricia los cuerpos y acoge en su seno a los recién nacidos.

En el centro seguía tumbado un pino que había derribado un rayo. Desde muy niña me lo imaginaba como un gigante dormido. Tenía las raíces al aire y, justo debajo, en el lugar que ellas habían ocupado, había un gran agujero que daba cobijo a las comadrejas. Por entonces pensaba escaparme de casa, como Alicia, y refugiarme en ese escondite.

Cuando llegábamos al pino, mi madre perdió el resuello y se apoyó en el tronco. Abrió las caderas y fue doblando las rodillas hasta que se quedó en cuclillas. Cada vez jadeaba con más fuerza. Con los empujones no pudo contener un grito que espantó a los zorzales. Entre sus piernas asomó un cogotillo. Entonces contuvo el jadeo y me dijo:

—Narvila, hija mía. Apresúrate. Sujétale la cabeza y ayúdale a salir. Cuando tengas el cuerpo en tus brazos, toma las tijeras, corta el cordón de la placenta y anúdalo con la liza.

Puse sobre sus senos un bulto sanguinolento que no dejaba de llorar. Después, até la placenta a una raíz y tiré con fuerza, como si fuera una soga, hasta que salió toda. Al acabar el niño ya no lloraba, estaba desmadejado y sus labios tenían el dulzor amargo del malvavisco.

—Mira, Narvila, esto es un secreto entre las dos. Es un niño débil que ha nacido antes de tiempo. —Se calló un momento—. Cuando te toque a ti, vendrás sola.

Metí al niño en el mismo hoyo que la placenta, lo cubrí de musgo y semillas de amapolas. No me olvidé de los abozos, esas plantas, alimento de los muertos, que los griegos llamaban asfódelos y los cristianos gamones.

Unos años después, mi madre volvió a desaparecer de casa. Grité, lloré. Nada. Había cumplido el ciclo. Entonces entendí aquello de “vendrás sola”: la gente tenía miedo de que las Narvilas pudieran llegar a ser tan poderosas como los hombres.

En esas fechas, yo ya andaba en amores con Florián, y no tardamos en casarnos.

Si mi marido no hubiera estado tan concentrado en sus asuntos se habría dado cuenta de que su semilla no granaba en mí y de que yo buscaba otras simientes en los hombres que frecuentaban el bosque. Se habría enterado de mi embarazo incipiente. Y, si no se hubiera muerto de un cólico miserere, se habría enterado de que cuando murió yo estaba de siete meses y no de cinco.

Por eso, cuando me puse de parto solo lo sospechó la panadera, pero no dijo nada. Es que ella nos vigilaba desde que ponía la levadura junto al fuego, antes de que rayara el alba.

—Buenos días, Narvila. —Me miró de arriba abajo—. Será el madrugón, pero te encuentro un poco pálida. No sé, no sé.

—Es que ayer fue un día de mucho trajín. —Me eché la toquilla hacia adelante y crucé los brazos por encima del vientre—. Hoy hace años que murió mi madre y voy a visitar su tumba.

Clavé el estribo en los ijares de la yegua pero la panadera la sujetó por el ronzal y la paró en seco.

—Narvila, hija y nieta de Narvilas, a mí no me engañas. Algún día conoceremos el secreto y todas seremos Narvilas.

Sin responderle, aspiré el olor a pan caliente, mientras el zumbido del sol me subía el corazón a las sienes.

Con apuros llegué a la tierra calcinada y me recosté en el árbol caído. Me acaricié la piel con unas hojas de beleño. Al momento, el mundo comenzó a dar vueltas. Hasta las copas de los árboles ascendió el llanto de una nueva Narvila y pronto se mezcló con el susurro del viento.

Carmen Romeo Pemán.

‘Hamnet’, de Maggie O’Farrell. Cuaderno de bitácora: guía que nos orienta en el bosque de personajes, por Carmen Romeo.

El serbal. «The Rowan Tree»: Will protect us from the devil and all his wiles, canción tradicional escocesa. En la mitología celta, árbol sagrado mágico relacionado con la fertilidad y una nueva vida.

Y a la mujer buen marido

La desdicha por la honra. Novelas a Marcia Leonarda. Lope de Vega.

Al anochecer la metí en una talega, la coloqué encima de una mula y, tirando con fuerza del ronzal, emprendí la bajada que lleva de Montealto a Biel, por unas trochas cubiertas de maleza. Unas de esas por las que solo pasan los jabalíes. Nadie podría adivinar qué llevaba en la talega. Por si las pulgas, había echado judías alrededor del cuerpo, y lo coloqué encima del baste. La luna nos convertía en unas sombras alargadas, como las de la Santa Compaña.

Mi hermana Marcela siempre me había puesto en aprietos. Uno muy gordo fue el de su boda con un viudo de El Frago. Y el otro día me dio este soponcio. Sin más ni más, se me murió en el monte cuando íbamos a encerrar las ovejas. No la había visto en toda la tarde y, a la hora de encerrar, llegó sin aliento, sangrando de sus partes y farfullando incoherencias. Cuando la cogí se quedó muerta en mis brazos.

Menos mal que era muy tarde y los pastores, con los que compartíamos los pastos, no vieron nada. Así que, me apresuré a meterla en una talega y llevármela a escondidas, antes de que alguien avisara al médico. No quería que me metieran en líos con lo de la autopsia. Si lo llamaba yo cuando ya la tuviera amortajada, todo sería más fácil. Le diría que se había muerto de un cólico miserere y él se lo creería.

En las seis horas que nos costó bajar, no le quité ojo a la talega. Como no me podía olvidar de los chandríos que me había hecho pasar, le gritaba, y el silencio de la noche me devolvía el eco de mis palabras.

—Mira, Marcela, desde que se murió nuestro padre en la epidemia de tifus, soy el responsable de tu honra. Te quise prometer en una buena casa de Petilla, pero tú, erre que erre, que no te vestirías de finolis ni calzarías chapines. Fui tanteando posibles maridos entre los mejores pastores de Montealto y tú, que nones. Bueno, ¿es que te creías que era fácil colocar a una hermana que se las campaba sola? Pero en el fondo eras una asustadiza. Eso es lo que te pasaba, que te las dabas de libertaria pero tenías miedo.

Me callé un momento y escuché los gruñidos de unos jabatos que se habían perdido. Tenían tanto miedo como tú. Nos alejamos sin hacer ruido y yo volví a mi cantinela.

—Naciste con casi siete kilos y nuestra madre murió de sobreparto. Otra en tu lugar se había amilanado. Pero tú, nada. Que ella tenía la culpa por ser estrecha de caderas. Mira, Marcela, me saca de quicio que te hayas pasado la vida echando culpas a los demás. Es que me enciendo cada vez que pienso cómo me has truncado la vida.

Di tal suspiro que la mula dio un respingo. Menos mal que ni te canteaste.

—A mí no me convenía una hermana tan brava. A tus veinte años aún no habías tenido ningún pretendiente. No te dabas cuenta de que eras una boca más que alimentar ni de que yo me quería casar.

A medida que desembuchaba me iba calmando y comencé a recordar cómo había llegado a enrabietarme tanto contigo.

—Un día entré en tratos con el viudo de El Frago. Aunque un poco bullanguero, era el que tenía más cabezas de ganado en toda la redolada, pero la desgracia se había cebado con su primera mujer. A los pocos días de casados se le murió de difteria. Al viudo y a mí nos pareció bien el apaño y te apalabré. Decidimos que para San Gil Abad, cuando se acaban los pastos del verano, te casarías en Biel y celebraríamos las tornabodas en El Frago. Llegó la boda. Como te casabas con un viudo, los mozos te dieron una cencerrada con todas las esquilas del pueblo. Es que eso del viudo tenía su aquél. La misa tenía que ser a las cuatro de la mañana y teníamos que emprender el viaje de las tornabodas antes de amanecer. El madrugón no te importó cuando viste los preparativos. Antes de la misa ya habían llegado los hombres y las mujeres montados en caballos adornados para la ocasión. Una yegua te esperaba adornada con el pairón, es decir, con una manta especial bordada para esta ocasión y una silla de novia. Cuando te ayudé a montar, noté que te brillaban los ojos y me susurraste: “Hermano, siento un cosquilleo debajo del sayal. Las gentes de El Frago se van a enterar de lo que es capaz una moza enamorada”.  Yo moví la cabeza. Sabía que te casabas por interés. A mí, no me la colabas.

Al llegar a las Eras Badías, viste unas casas que parecían corrales alrededor de la torre. Te cambió la cara. No tenían nada que ver con las mansiones y los escudos nobiliarios de Biel. Entonces oí a una de las acompañantes que te decía:

—Marcela, por si no lo sabes, aquí no hay luz ni agua corriente. Las mozas tenemos que ir con cántaros a la fuente que está allá abajo, junto al río.

—¿Qué me dices? —Yo noté que te quedabas helada.

Los mozos descargaron la dote en la casa del viudo y comenzaron unas tornabodas que duraron hasta el anochecer.

A final, el viudo, que ya no podía aguantar las premuras de su sexo, te llevó a una alcoba, que aún conservaba el aroma de los membrillos de su primera mujer. Tú te pusiste el camisón de satén que habías bordado para la ocasión. Entonces él se desnudó y te tomó por la cintura enseñándote un colgajo tan grande que te dejó sin aliento. Te deshiciste de las garras de tu marido, sin pensárselo dos veces, saltaste por la ventana y huiste despavorida.

Él se quedó pasmado. Se asomó y ya no te vio. A lo lejos adivinó una larga cabellera movida por el cierzo. Pensó que la luna te había desorientado y te habías perdido por los montes. Se dio la vuelta y se tumbó en la cama con el vergajo apuntando al techo. Sabía que era famoso por tener un miembro que espantaba a las mozas casaderas. Se decía que su mujer había muerto con los embistes de un marido montaraz y no de la difteria como él había declarado en el juzgado.

En estas estaba yo, cuando la mula se paró delante de la entrada del corral de nuestra casa. Me cargué la talega al hombro, subí a Marcela a la sala grande y la enrollé con una sábana de lino. Hice un fardo bien atado con cordeles y salí a buscar al médico por la puerta principal. Allí me esperaba el viudo de El Frago, con el que Marcela había contraído un matrimonio ratum sed non consummatum. Nos miramos a los ojos y con voz ronca me dijo:

—Ahora el matrimonio de Marcela, como el de mi primera mujer, ya está consumado.

En ese instante, supe que tendría que seguir luchando por la honra de mi hermana muerta como mandaban las leyes ancestrales.

Carmen Romeo Pemán

El buitre de Puen del Diablo

Ese buitre voraz de ceño torvo. Miguel de Unamuno.

—¿Qué manía te ha entrado José? —le espetó su mujer—. Hace más de un mes que no sales de casa. Ni siquiera vas a cortar leña a Puen del Diablo.

Puen del Diablo era un congosto franqueado por rocas muy altas. Un desfiladero en el que no cabían dos caballerías a la par: había que pasarlas en fila de a una. Algunos también lo llamaban el Paso de Roldán. Según una leyenda, Roldán habría colgado allí los cuerpos y las cabezas de sus traidores.

El caso era que, una tarde, José volvió del monte con el miedo metido en el cuerpo. Ya no salía al bar a echar la partida. Se quedaba quieto junto al hogar, envuelto en una manta marrón con una lista blanca, como las que les solía poner a sus caballerías.

—¿Se puede saber qué víbora te ha mordido? Así, sin más ni más, te levantas antes de salir el sol y me dices que no vas a ir más al monte. Pero tú, ¿qué te has creído? ¿Con qué les vamos a tapar la boca a nuestras cinco criaturas? —le insistía su mujer. Pero él, ni mú.

Ese mutismo la enfurecía más. Y cada vez levantaba más el tono.

—¿Qué pensará la gente, eh? Ya sé que a ti te da igual, pero yo no quiero ir en lenguas a todas las horas. Ni quiero pedir prestado en la tienda y que me lo nieguen porque mi marido es un vago. —José seguía callado con la cabeza entre las manos—. ¿Pero me escuchas o no?

Cuando su mujer salía a la calle, la gente se arremolinaba a su alrededor y la molían a preguntas, que ella no sabía contestar. Nadie entendía el cambio brusco de su marido. Había desaparecido el José dicharachero que gastaba bromas en todos los corrillos. El que todos los días se jugaba el café al guiñote. El que más días trabajaba a vecinal para el Ayuntamiento. El que había retejado la cubierta de la iglesia y había quitado las piedras del camino de la fuente por su cuenta. Florencia del Peñazal recuerda el día que le dio un patatús a su marido cuando estaba segando. José corrió a buscarlo y lo trajo moribundo encima de la yegua.

El otro día se presentaron varios hombres en su casa. Llevaban al cura con ellos. Pensaron que así les confesaría qué le pasaba. Ellos hablaban y hablaban, pero José cada vez se encerraba más en su silencio.

El pastor con el que solía compartir el camino del monte se sentó a su lado.

—Mira, José, me da lo mismo lo que sientas, pero hoy vas a venir conmigo. Iremos los dos montados en mi burra y no te pasará nada. ¡Te lo juro!

—¡Nooo! —El grito de José aterró a los presentes. Era tan largo que salió por la ventana y recorrió las calles. Llegó hasta el campanario y movió las campanas, como si tocaran a fuego.

Al momento acudió toda la gente del lugar. Las mujeres se quedaron en la casa con su mujer y los hombres se lo llevaron hasta Puen del Diablo. Estaban seguros de que algún animal lo había asustado. Si aparecía, entre todos lo cazarían.

La comitiva, armada de palos altos, hachas y escopetas, marchaba a paso lento. De todas las bocas salían comentarios parecidos.

—Ha tenido que ser algo extraño. —Era la voz ronca del Manco—. José es un hombre valiente y no es fácil amilanarlo. Y mucho menos dejarlo sin habla.

Cuando se acercaban al desfiladero, vieron una banda de buitres dando vueltas alrededor de las rocas. A todos les subió el corazón a las sienes. Los buitres eran señal de que había cadáveres y pensaron que igual eran los de los que le habían tendido una emboscada a José.

Entraron en el paso de uno en uno. Los buitres, en silencio, volaban muy bajo. Tan bajo que be podía oír el susurro de sus alas, pero no se atrevían a aterrizar. Estos bichos sienten pavor a las cañas y a las varas altas. Saben que si les rozan las alas los desarman y se quedan malheridos. A lo lejos oyeron el graznido de los cuervos que siempre iban a la zaga.

—Mala señal —dijo el Manco.

Todos a una se pusieron la mano a modo de visera y achicaron los ojos. El Manco no pudo reprimir un juramento. Vio a un buitre agarrado a una de las rocas más altas.

—¡Se está comiendo las entrañas de un hombre despeñado entre los riscos!

Se quedaron quietos sin dar crédito a lo que veían. A continuación tomaron el sendero de la parte trasera de las rocas. El Manco se asomó y reconoció al abuelo de casa Murillo. Como vivía solo y pasaba largas temporadas en el monte, nadie lo había echado en falta.

Entonces, mientras unos espantaban a las rapaces y otros intentaban descolgar al abuelo, de una cueva cercana salió una voz lúgubre, de alguien que se había tapado la boca con un trapo.

—Habéis llegado tarde. Si me hubierais traído el rescate a tiempo, no habría muerto.

A José se le mojaron los pantalones y recuperó el habla.

—Es la voz que me persiguió hasta la entrada del pueblo sin parar de decirme que a mí me pasaría lo mismo sino le traía el rescate. Yo sabía entre todos los del pueblo no conseguiríamos reunir los cien doblones de oro. Y, dentro de mí, se me metió un buitre que me corroe desde las entrañas hasta la garganta.

Carmen Romeo Pemán.

Vestido de novia y vestido de luto

Las fragolinas de mis ayeres

LUGAR. Una sala grande con varias alcobas a la izquierda, en el trozo de pared entre las alcobas, dos armarios de luna abiertos y desvencijados. En el suelo dos vestidos polvorientos, mezclados con sayas de lana. En la pared de enfrente, varios baúles alineados también abiertos. Al fondo, un ventanuco, sin cristal, por el que entran la luz y el cierzo.

VESTIDO DE LUTO. ¿Has oído los gritos de Encarnita?

VESTIDO DE NOVIA. ¡Síí! Y me he asustado tanto que se me ha encogido el canesú.

VESTIDO DE LUTO. ¡Siempre ha sido una caprichosa!

VESTIDO DE NOVIA. Es que está muy mal criada.

VESTIDO DE LUTO. Ahora viene con estas.

VESTIDO DE NOVIA. ¿Con qué?

VESTIDO DE LUTO. Pues, ¿con qué ha de ser? Dice que se va del pueblo y que antes se quiere deshacer de todas las antiguallas de la casa.

VESTIDO DE NOVIA. (Movido por el cierzo se acerca al vestido de luto) Pero ella no sabía que estábamos aquí. Su madre nos tapó con otras sayas y nos colocó en armarios distintos, así no nos podríamos ir de la lengua.

VESTIDO DE LUTO. Esta mañana ha encontrado la llave de los armarios y he oído cuando se la daba a la doncella.

VESTIDO DE NOVIA. ¡Cómo!

VESTIDO DE LUTO. Le ha dicho que hiciera una buena limpieza.

VESTIDO DE NOVIA. Creo que nosotros aún tenemos buena pinta. Y la doncella sabe que conservamos la memoria de la familia.

VESTIDO DE LUTO. Pues eso es justamente lo que no quiere Encarnita. Quiere que todo el mundo se olvide de sus padres.

VESTIDO DE NOVIA. Está tonta, ¿o qué?

VESTIDO DE LUTO. Como todos los jóvenes. (Bajando la voz) La he visto de cerca cuando me descolgaba la doncella. Está bastante gorda y ha perdido la cintura.

VESTIDO DE NOVIA. (Bajando la voz un poco más y juntando los puños). Pues nosotros de eso sabemos mucho. ¿Te acuerdas de las bodas de sus padres y de sus abuelos?

VESTIDO DE LUTO. Sí, pero ella solo sabe lo de sus padres. A sus abuelos no los ha nombrado nunca nadie.

VESTIDO DE NOVIA. ¡Malditos sean!

(Una ráfaga de cierzo abre de golpe el ventanuco. En el fondo se oye el rumor del viento)

VESTIDO DE LUTO. ¡Con lo que a mí me costó traer la paz a esta casa! Veían a su abuela tan negra que todos se espantaban. Desde el día de su boda no ha vuelto a pisar nadie esta casa.

VESTIDO DE NOVIA. Yo fui testigo de las dos muertes. Con el revuelo que se montó, nadie encontró al que le dio una puñalada a su abuelo al bajar del altar. Las rosas de mis bajos tapan las manchas caprichosas de aquella sangre.

VESTIDO DE LUTO. Si no hubieras sido tan llamativo la boda habría pasado desapercibida. Pero la abuela era de ringo rango y le gustaba lucirse. Se quiso casar de blanco, como las actrices de Hollywood. Y eso fue una provocación, hasta entonces todas las novias se habían vestido de negro. Vino mucha gente a ver la boda. (El cierzo remueve el vuelo de los bajos del vestido de novia y se ven el fino bordado de las rosas rosas). ¡Y no escarmentó! Que luego, cuando la madre de Encarnita se quiso vestir contigo, no le quitó la idea.

VESTIDO DE NOVIA. Sí, la abuela me eligió y buscó a las mejores bordadoras. Quería que todos los pueblos se enteraran de que emparentaban con una de las casas más nombradas de la redolada. Aunque la verdad era que esta novia tampoco amaba al novio. Desde siempre había estado enamorada de un mozo de menor rango. Pero de eso chitón.

VESTIDO DE LUTO. Los desaires y los celos son muy malos y no hay que provocarlos.

VESTIDO DE NOVIA. No se puede traicionar tan a la ligera.

ESTIDO DE LUTO. ¡Menudas trifulcas tuvieron los recién casados con sus padres! Yo sospechaba que me iban a sacar pronto del armario. (Bajando el tono) Oye, ¿tú sabías que su abuela y su madre se casaron embarazadas?

VESTIDO DE NOVIA. ¡Cómo no lo iba a saber! Por eso no tengo talle.

VESTIDO DE LUTO. ¡Anda! Pues no había caído.

VESTIDO DE NOVIA. Es que con esta forma de túnica griega se disimula mucho.

VESTIDO DE LUTO. Anunciando la tragedia, ¡eh!

VESTIDO DE NOVIA. ¡chist!; ¡chiss!; ¡chsss! Que oigo pasos cerca

VESTIDO DE LUTO. No te preocupes, no se acercarán mucho. Apestamos a naftalina y a todo el mundo le recuerda el olor de los trajes de los entierros.

VESTIDO DE NOVIA. Nunca he entendido por qué me guardaron, si les traía tan malos recuerdos.

VESTIDO DE LUTO. En realidad ellas te querían para los verdaderos padres de sus hijas.

VESTIDO DE NOVIA. Sí, pero las dos me usaron en bodas equivocadas.

VESTIDO DE LUTO. Por eso yo sabía que me iba a convertir en la segunda piel de las mujeres de esta casa.

VESTIDO DE NOVIA. Yo creo que a mí me guardaron para que las amortajaran.

VESTIDO DE LUTO. Sí, pero las dos se lo callaron. Y sus hijas no cayeron en eso.b

VESTIDO DE NOVIA. Cuando acuchillaron al abuelo, me puse muy nervioso. Y después me pasó lo mismo cuando dispararon al novio en la boda de su hija. El amor y la muerte, como nosotros, siempre cerca.

VESTIDO DE LUTO. Pues ya lo ves. Ni Encarnita se acordó de ti el día que murió su madre, ni tampoco se había acordado su madre cuando enterró a la abuela. Como era la costumbre, a las dos las amortajaron con una sábana de lino del ajuar que habían bordado para sus bodas y ataron en los extremos con cintas de terciopelo juntas. ¡Un horror! Parecían fardos.

VESTIDO DE NOVIA. Pues yo estuve a punto de desaparecer el día que le dijeron a la madre de Encarnita que era hija de otro padre. Me quiso romper a dentelladas.

VESTIDO DE LUTO. También yo tuve miedo cuando la abuela se quitó el luto y quemó todos los recuerdos de su novio. Y luego hizo lo mismo la madre de Encarnita.

VESTIDO DE NOVIA. (Se acerca el ruido de los pasos. Encarnita lleva un jersey muy ceñido que le marca la barriga). Otra vez nos llegan malos tiempos.

VESTIDO DE LUTO. ¡Ojala no nos descubra!

(Encarnita coge los dos vestidos del suelo. Sale a la cocina y echa el vestido de novia al fuego. La doncella le arranca de las manos el vestido de luto).

VESTIDO DE NOVIA. (Crepitando en las llamas del hogar) Era mi destino.

VESTIDO DE LUTO. (Dentro arrugado en las manos de la doncella ¡Desgraciada! No sabe qué ha hecho salvándome del fuego. A mí me tejieron las Parcas.

Carmen Romeo Pemán

Los mandamases y la maestra

Las fragolinas de mis ayeres.

A mi madre y a todas las maestras que han pasado por El Frago.

Aquella tarde estaba jugando al guiñote con el maestro, contra el secretario y el veterinario. Durante la partida, en el café de Rosendo, no se habló de otra cosa. De doña Filomena, la nueva maestra. La tercera en lo que iba de curso. Eran todas iguales, unas postineras. Pero esta, además de joven y presumida, era una sabelotodo que se enfrentaba al lucero del alba. Y eso yo no lo podía permitir en un pueblo de orden y la mandé llamar.

—¡Buenos días, doña Filomena! No tenga miedo que no le voy echar ninguna regañina.

—¡Buenos días, mosén! La verdad es que no sé por qué me ha llamado.

Me llamó la atención la calma con que me respondió.

—Pues verá. Me parece que no presta mucha atención a la enseñanza religiosa.

—No se confunda, mosén. Yo soy creyente y rezo con las niñas que quieren.

—Pues a eso voy. En religión hay que obligar. Estas libertades pueden traernos libertinajes.

—Yo… yo creo que si les damos un poco de libertad sus creencias se harán más fuertes.

—Espero que me haga caso. Además, le guardo mismo regalo que a las maestras anteriores. —Me giré hacia la mesa de la sacristía y tomé dos libros—. Aquí tiene El Año Cristiano y Flos sanctorum para lecturas de clase.

Antes de seguir con el asunto, me callé un momento. Esperé a que el veterinario, el maestro y el secretario levantaran la vista de las cartas.

Les conté cómo, aquella misma mañana, me había rechazado los libros. De forma altanera me dijo que solo ella se ocupaba de los asuntos de la escuela. Pero yo no lo tomé a mal, que el confesonario me había enseñado mucho en eso de la soberbia de las mujeres. Es más, para ver si la traía a buenas, a media mañana me acerqué a la escuela con La perfecta casada de Fray Luis de León. Y delante de las chicas me dijo que no pensaba leer ese panfleto.

En ese momento todos dejaron las cartas encima de la mesa. Y el maestro, que había notado que la nueva maestra solo tenía ojos para el médico, se animó.

—No llevaba aquí ni dos días cuando los chicos ya me dijeron que no querían rezar. Y uno de los pequeños fue el que se atrevió a decirme que la maestra había colgado un crucifijo pero que ella no rezaba ni obligaba a las chicas.

—Esto es motivo para echarla del pueblo —exclamó el dueño del café desde el mostrador.

Yo, como si no lo hubiera oído, seguí con mi cantinela.

—A mí no me la pega. Que cuando le he preguntado por qué se había llevado el crucifijo en la cartera y no lo había dejado en la escuela, me ha contestado: “Es que no quiero que se manché con el hollín de las paredes de ese antro que me han asignado como escuela. Además, en mi casa estará mejor guardado”.

Respiré un poco para ver las caras. Se estaba caldeando el ambiente, y seguí:

—Pues yo sé de buena tinta que los masones arramblan con las vírgenes y santos. Así que igual estaba metida en el robo del Niño Jesús de Praga, que acababa de desaparecer de la iglesia.

Al oír esto el veterinario y el maestro, que iba de pareja conmigo, se santiguaron.

—Bueno, mosén, que esto son palabras mayores. Vamos a acabar la partida y luego hablaremos —dijo el veterinario.

—¡Las cuarenta! —grité.

Entonces el secretario, que jugaba contra mí, se puso de pie.

—Espero que no se haya inventado la patraña del Niño Jesús para despistarnos y ganarnos la partida.

—Y yo espero que esto sea un arrebato de mal perdedor. —Me puse de pie y levanté la voz—. No me gustaría tener que ir a la caza de brujas y de masones.

—¡Por Dios, mosén Genaro! —me respondió el secretario y yo me volví a sentar—. No me esperaba esto de usted después de tantos años juntos.

—Tenga cuidado con lo que dice —le contesté—. Aquí sabemos de qué pie cojea cada uno. Y más cuando usted prefiere ir a confesarse con otros curas fuera del pueblo.

—Venga, sigamos con lo nuestro. Que me parece a mí que esta maestra nos está sacando a todos de nuestras casillas —dijo el maestro.

—No será para tanto. —El dueño del bar le pasó una mano por el hombro al secretario—. Todos conocemos a mosén Genaro y gracias a él van las cosas bien en este pueblo.

Rosendo se sentó a mirar en una esquina de la mesa y cuando acabamos de jugar comenzó con una de sus monsergas.

—¡Dónde se ha visto que unas alumnas manden más que la maestra! Si ustedes que tienen autoridad no tercian en el asunto, pronto se nos habrán subido a las barbas las crías, la maestra y las mujeres.

—¡Eso no lo permitiremos nunca! No dejaremos que Satanás entre en nuestras casas. —Me subía tanto calor desde el pecho que me sofocaba—. Lo mejor será que el domingo la amoneste desde el púlpito.

—¡Un poco de calma! —terció el veterinario—.No saquemos las cosas de quicio.

—A mí me va bien que sigan viniendo a mi café. Pero, si algún día me las tengo que ver con mi mujer y con mis hijas y ustedes no han hecho nada, me cagaré en sus muertos —se envalentonó el dueño del bar.

Entonces entró el médico. Rosendo volvió al mostrador a servirle un carajillo bien cargado de ron. Mientras se lo preparaba pensaba: “Con este, como con el secretario, no sé a qué carta quedarme. Unas veces la critican y otras dicen que con ella ha llegado un aire fresco. No sé, no sé, me tienen un poco mosca”.

Don Valero aprovechó la espera y me dijo al oído:

—He hablado con doña Filomena y está descontenta con lo que le ha dicho esta mañana.

Acto seguido, continuó en voz alta para que lo oyéramos todos:

—Esto se está pasando de castaño oscuro.

El medico se acercó a la estufa y mientras se calentaba las manos y me contestó:

—Pues ahora el que me voy a pasar soy yo. Quiero que sepa que a mí, y a muchos del pueblo que no se atreven a hablar, nos parece que la Iglesia no tendría que meterse tanto en estos asuntillos mundanos, como los  llaman ustedes.

—¡Quéé diice! Hasta hace unos años las escuelas estaban en manos de la Iglesia para evitar los desatinos de los liberales en la formación de las almas de los niños. Cuando nos las quitaron nos pareció mal que entraran maestros, pero luego, con las maestras, las cosas fueron de mal en peor. Y no sé adónde nos llevara el señor Romanones con el nuevo Ministerio de Educación. Algún día se acordarán de mosén Genaro.

Después de aquella tarde me pareció que la maestra se había calmado, aunque el cartero me dijo que un día sin otro enviaba cartas de protesta a la Inspección. Así que una mañana, cerca ya de Semana Santa, me presenté en el Ayuntamiento. Cuando comencé a hablar el alcalde me alcanzó una nota que acababa de escribir.

El mes que viene, con el comienzo de la Semana Santa prescindiremos de sus servicios. Ya tenemos contratada otra maestra para la vuelta de vacaciones. El Frago, 12 de febrero de 1902.

Cuando el alguacil le llevó la nota, la vi que salía de su casa hacia El Terrao. Aproveché que estaba ensimismada, escuchando el ruido del río desde la barbacana, y me acerqué. Oyó mis pasos y se volvió como una gripiona.

—Mire, mosén Genaro, por su culpa y los mandamases como usted, las mujeres de este pueblo no irán a la escuela y se pasarán la vida subiendo cántaros de agua por esta trocha de cabras.

Se dio la vuelta y se fue pisando barro con unos zapatos rojos de tacón alto.

Carmen Romeo Pemán

Relato publicado en la revista cultural de El Frago, Entre picarazones. Número III, octubre de 2922Foto de Modesto Montoto.

Y juntamos nuestros dedos

De Las fragolinas de mis ayeres

Aquella tarde, como otras, Felicia faltó a la escuela. Su madre se pasaba el día regando los huertos de los ricos y ella, antes de sus doce años, se las campaba sola. La maestra nos mandaba a buscarla y siempre volvíamos con un no sabemosdóndeestá.

—Eso es que no buscáis bien —nos contestaba—. O me mentís.

La verdad era que no sabíamos dónde se metía. Así que un día decidimos no ir a la escuela y hacer guardia en la entrada del pueblo. Nos sentamos en la Peña del Santocristo con los bastidores, como si estuviéramos bordando.

Al poco rato, vimos pasar a un pastor hacia la era de Prisco y lo seguimos de puntillas. Cuando llegamos a la era, lo vimos entrar en el pajar. Dejó la puerta entornada. En silencio, nos pusimos a mirar por las rendijas y vimos dos bultos agarrados que se movían con rapidez.

—Pobre pastor —dijo una de las pequeñas que se había colado entre nosotras—. Igual se ha encontrado con un bicho. Tendríamos que avisar a los hombres.

—Anda, calla —le contestó la que estaba a mi lado achicando los ojos para ver mejor—. No sé a qué has venido si tú no entiendes de estas cosas.

Poco a poco veíamos mejor los movimientos, pero no entendíamos los suspiros  que salían de aquellos bultos arrinconados.

Como se pasaba el rato, nos aburrimos de espiar y volvimos corriendo a la clase de labores.

—Perdónenos, doña Isabel. Hemos ido a buscar a Felicia, pero no sabemos dónde puede estar. Y eso que hemos preguntado a los que pasaban por la Cruz —le dijo una con un jersey verde.

Colocamos las telas en los bastidores, las tensamos con el tornillo que llevaban en el aro y nos sentamos en corro. De vez en cuando nos mirábamos de reojo.

A la salida nos esperaban los chicos. Les contamos todo. Nos pareció que no nos escuchaban, porque enseguida dejaron las carteras en un montón y se pusieron a saltar al burro. A nosotras no nos gustaba jugar con ellos, que siempre nos hacían trampas y, sin echar suertes, nos ponían de burros y ellos saltaban.

En el primer salto, A la una, salta la mula, nos echaban toda la fuerza encima y a veces nos dábamos una morrada contra el suelo. En el segundo, A las dos, pegó la coz, nos daban puntapiés en el vientre. Como antes de los tres saltos ya rodábamos por el suelo, se partida acababa allí. Por si fuera poco, nos acordábamos del día que le dieron una patada a la nieta del Luriés y comenzó a sangrar por sus partes.

Esa tarde, antes de que ellos acabaran de jugar, nosotras nos fuimos a casa. Sabíamos que lo de Felicia traería cola. Y así fue. Al día siguiente, después de comer no apareció ninguno por la escuela y el maestro vino a la nuestra hecho un basilisco.

—Con vuestras trapisondas me habéis alterado a los chicos. Esto se merece un castigo. —Sin decir nada más, se metió las manos en los bolsillos de un guardapolvo grisáceo y se fue.

Cuando sonaron las cinco en el reloj de la torre, corrimos hacia el pajar de Prisco. La puerta estaba entreabierta. Dos de los mayores le daban patadas al pastor. Lo habían atado con fencejos y le habían llenado la boca con excrementos de cabras.

—Viejo cabrón, tírate a las mozas de tu pueblo —era la voz del que llevaba un chaleco hecho de la zamarra de su padre.

En la otra esquina, cuatro estaban con Felicia. Los demás miraban con cara de bobalicones. A ella no la ataron, pero le metieron las bragas en la boca y le sujetaron los brazos y las piernas como si fuera un santocristo. Nos quedamos inmóviles y nos tapábamos la boca con las manos.

Luego siguieron los otros. Se quitaban los pantalones, cogían palos y se turnaban alrededor de Felicia. No podíamos ver qué le hacían. Por los movimientos bruscos y los ojos ensangrentados, suponíamos que le estaban dando una paliza.

—Y tú, puta, a ver si aprendes a no quedar con mozos de fuera. Entérate de una vez por todas que no permitiremos que nadie toque a nuestras mozas —la amenazó uno al que llamábamos el Moreno.

Felicia consiguió escupir las bragas, dio un grito como las mujeres cuando paren y  los chicos desaparecieron.

Entonces, unas desatamos al pastor y otras fueron con Felicia que, envuelta en una paja sanguinolenta, casi no respiraba. La limpiamos con los trapos de las labores, pero la sangre seguía manando entre sus piernas.

—Tranquila, seguro que te ha venido la regla —le dijo una de las mayores.

—No, no me ha venido aún —contestó con un hilillo de voz—. Mi madre dice que cuando me venga ya no podré esperar al pastor.

Antes de llevar a Felicia a su casa, una a una nos fuimos pinchando nuestros dedos índices con un alfiler de los de bordar. Yo pinché el de Felicia. Cuando brotaron las gotas rojas y brillantes, las juntamos y pronunciamos un conjuro:

Con esta sangre nos convertimos en hermanas. Nunca nos separaremos y nos defenderemos de los que se atrevan a tocarnos.

Dejamos a Felicia en su cama antes de que volviera su madre. La arropamos bien. Cuando volvíamos a nuestras casas, oímos unas risas en la Placeta. Los chicos estaban escondidos en el arco del Terrau.

—Esperamos que hayáis escarmentado en cabeza ajena —nos dijeron a coro, como si fuera una frase ensayada.

Echamos a correr sin volvernos a mirar. Desde ese día, nuestros juegos cambiaron. Nunca nos volvimos a juntar con ellos. Los maestros intentaron saber qué había pasado, pero nadie despegó el pico. Ese día las chicas, sin saberlo, nos hicimos feministas.

Carmen Romeo Pemán-

Las dosdedos

Las fragolinas de mis ayeres

Siempre nos había llamado la atención la cantidad de mujeres a las que les faltaban tres dedos de la mano derecha. Les quedaban el índice y el pulgar, que los utilizaban a modo de pinzas, con tanta fuerza y agilidad como los cangrejos que pescaba en el río con mi abuelo.

Nadie hablaba de las dosdedos, como eran conocidas, pero nosotras lo comentábamos en clase.

—A lo mejor es propio de alguna casa —decía una que siempre se estaba tocando la cola de caballo.

—Hija, no ves que no puede ser, que no son parientes —le contestaba su compañera de pupitre.

—Esto te lo creerás tú, que en este pueblo todos somos parientes. Mira, mi madre me dice que llame tíos a todos y así acertaré —respondía la de la cola de caballo dándole un codazo.

Las dosdedos, cuando no trabajaban, solían llevar las manos metidas en el bolsillo del delantal, pero nosotras aprovechábamos cualquier descuido para fijarnos en sus muñones deformes. Los pellejos se habían unido formando bultos, entre rojizos y morados, que resultaban repelentes. Se notaba que no las había atendido el médico. Si las hubiera atendido les habría dado puntos y los muñones no serían tan feos.

En la misa de los domingos, llevaban unos guantes de cabritilla con los dedos rellenos de trapos y sus manos parecían normales. Mientras bisbiseaban sus rezos a santa Rita, las juntaban para que todo el mundo las viera. Con el pulgar iban pasando las cuentas de un rosario.

El caso era que a estas casi-mancas las consideraban más fuertes que a las demás. Por las tardes íbamos a los carasoles a verlas hilar. El huso giraba entre sus dedos como las peonzas de los chicos en la plaza. Yo me quedaba mirando, extasiada, como si viera un milagro.

Un año, mi madre habló con la señora María, mondonguera muy nombrada, le dijo que si nos podía echar una mano en la matacía, que le pagaría bien. Con sus dos dedos ágiles le cundía mucho el trabajo. Nadie le ganaba a embutir las morcillas ni a dar vueltas a la capoladora.

Cuando la vi entrar, volví a pensar que, si su defecto era de nacimiento, ya no echaría en falta los otros dedos. Yo creía que, a cambio, Dios le había dado un don. Pero una me iba y otra me venía. También pensaba que no podía ser de nacimiento, que todas las chicas teníamos los cinco dedos.

Llegó al punto de la mañana y puso a hervir los calderos de agua, con los que escaldaría la piel del cerdo. Así era más fácil pelarlo. A continuación siguió dando órdenes para tener todo a punto cuando llegara el matarife. En el momento que lo oyó llamar, me dijo;

—Venga, prepárate, que hoy vas a ser tú la mondonguera.

Me pilló de sorpresa. Seguro que lo habría hablado con mi madre, pero a mí no me habían dicho nada. Me colocó una toca blanca, me ató un delantal, también blanco, y me dio un barreño de porcelana, especial para recoger la sangre.

—¿No tendrás la regla?

—No, aún no me ha llegado. ¿No ve que solo tengo trece años?

—Pues a tu edad yo ya la tenía. Pero ya me habían enseñado estos menesteres.

Como vio que me salían los colores, continuó:

—Es que si sale sangre de tu cuerpo se corta la del cerdo y se echa todo a perder. Aquí no pueden cogerla ni las mozas ni las casadas, por si acaso. Solo las jóvenes como tú y las viejas como yo. Que a veces el nuncio llega de repente.

Tienes que prestar mucha atención. Es una faena muy delicada. A medida que caiga la sangre caliente, como de una fuente, tienes que removerla con la mano derecha y, sin parar de dar vueltas, quitar las venillas y coágulos que vayan apareciendo. No puedes dejarla quieta hasta que se enfríe. Si se coagula hemos perdido todas las bolas y morcillas de este año.

El animal salió de la pocilga chillando. El matarife lo agarraba por la papada con la punta picuda de un gancho y lo arrastraba hacia la bacía, o gamella. Yo que ya estaba de rodillas, intenté levantarme y echar a correr. Pero la señora María me cogía la nuca con los dos dedos y me clavaba sus uñas de garduña. Con la otra mano colocó el barreño muy cerca de la bacía.

De repente el cataclismo. Echaron al cerdo encima de la bacía, puesta del revés, como si fuera una mesa baja. Entonces, el matarife se colocó la punta redondeada del gancho en su pantorrilla y con un golpe certero le clavó en el cuello un cuchillo cachicuerno. Entre seis hombres forzudos casi no podían sujetar al bicho, cuyos chillidos se oyeron en todas las casas del pueblo. Algunos dirían: “Mira, en casa Puyal hoy es fiesta, están de matacía”.

Cuando el cuchillo le penetró por el cuello hasta el corazón, saltó al barreño un chorro de sangre. Sentí miedo y otra vez me quise levantar, pero la mondonguera seguía sujetándome la nuca y no me dejaba mover.

—Anda, acércate más, tienes que poner la mano justo debajo del chorro.

—No puedo, no puedo. Creo que el cerdo se me va a comer la mano.

—Que no se diga que una moceta de casa Puyal no se atreve a coger la sangre. Quedarías marcada para toda tu vida y ni siquiera encontrarías novio.

Con el corazón en las sienes seguí sus órdenes. Hasta que el cerdo dejó de chillar y yo comencé a aullar.

—¡Se me ha comido la mano!

—No será para tanto. Sigue, sigue, no puedes pararte ahora

Yo notaba cómo se mezclaba mi sangre con la del cerdo. La señora María, sabedora de lo que pasaba, metió su mano. Comenzó a dar vueltas y en lugar de coágulo saco tres dedos, los enseñó como un trofeo y los echó a la pocilga

Tardó más de un año en curarme la mano. Tía Petronila, que también era una dosdedos, me ponía pañicos de lino empapados en cera virgen. Los guardaba en una lata de Mantecadas de Astorga bien cerrada.

En cuanto pude volver a la escuela, el tiempo me faltó para para contar en voz bien alta lo que me había pasado. Un alarido salió por la ventana, recorrió las calles del pueblo y siguió por el camino de Santa Ana hasta que hizo eco con el ábside de la iglesia.

Yo soy la última dosdedos del pueblo.

Carmen Romeo Pemán.