Mosen Matías

De la tradición oral de las Altas Cinco Villas Aragonesas

Como todas las tardes, me senté debajo del emparrado que había a la entrada del pueblo. El ruido de un coche rojo me sacó del sopor de la siesta. Subía renqueante por la cuesta, el tufo de la gasolina inundó el ambiente y pensé: «¡Se acabó la tranquilidad! Estos veraneantes son una plaga. Llegan como si fueran los dueños del pueblo».

Como de natural soy un poco curioso, me levanté del poyo con ayuda del bastón. En ese momento, el coche paró delante de mí y se abrió la puerta del conductor. Con el sol de cara no podía ver bien. Me puse las manos en forma de visera y distinguí la silueta de una mujer de unos cuarenta y pocos años.

–¡Buenas tardes, mosén! –me dijo mientras se quitaba las gafas de sol, se ajustaba la bandolera al hombro y se echaba la melena rubia hacia atrás.

De repente me quedé parado. Entonces ella cerró la puerta y desapareció por la calle que llevaba a la plaza.

Esa voz me decía algo. Se parecía a la de María, la hija de la Bernarda, que ya descansaba en paz. Pero había pasado tanto tiempo después de todo aquello que ya no estaba seguro de nada. Si no hubiera sido por el lumbago, me habría acercado para asegurarme.

Hacía muchos años que María se había marchado del pueblo. Me acuerdo muy bien. Se fue llorando por el camino del puente y ya no volvimos a verla. Fue el día que se enteró de mis relaciones con su madre.

Como era una joven impulsiva y rebelde no quiso atender a razones. ¡Y mira que intenté explicárselo! Pero ella que no, que yo había querido engañar a la Bernarda y que se avergonzaba de su madre. Era demasiado joven para entender lo difícil que le resultaba a su madre vivir con un borracho que le pegaba. Por eso se vino a confesar. Quería decirme que iba a abandonar a su marido. Y yo que no, que la obligación de la esposa era estar sujeta al marido. Pero la vi tan empecinada que comencé a darle vueltas y a pensar cómo podría ayudarla. Porque la Bernarda era una de esas mujeres bondadosas, incapaces de levantar la voz a nadie.

Después de mucho cavilar, un día le propuse que viniera a hacerme las faenas de casa. Que le pagaría bien y ella podría llevarle dinero a su marido. Que así la dejaría tranquila si tenía asegurados los cuartos del vino y del juego. En esa conversación me enteré de que la Bernarda, y todo el pueblo, estaban al corriente de que yo aliviaba mis necesidades de hombre con algunas mujeres que no llevaban buena fama. Porque, de repente, me espetó:

–Mosén, si me paga bien, no tendrá que comprar favores a nadie. Usted me arregla la vida a mí y yo se la arreglaré a usted.

Así fue como entró en mi casa. Después, poco a poco, nos fuimos encariñando, que los dos andábamos faltos de afecto. Al cabo de un tiempo, estábamos enamorados como dos tórtolos. Y ya no nos importaba nada ni nadie. Pero el día que me dijo que estaba preñada sentí una punzada en la boca del estómago.

Al principio fue fácil ocultarlo y hacerle creer al marido que era el padre de la criatura. Con el tiempo, se desataron las lenguas. Se empezó a correr que la niña se me parecía, y que hasta tenía un gran lunar en la mejilla izquierda, como el mío. Pero todo se desbarató cuando uno de los pretendientes de la muchacha le dijo que era hija del cura y que su madre era una barragana.

Vino hecha un basilisco y se descaró conmigo.

–¡Usted mismo me enseñó los Mandamientos de la ley de Dios. Creo que el octavo era No dirás falso testimonio ni mentirás. El noveno, No consentirás pensamientos ni deseos impuros. Y el décimo, No desearás a la mujer de tu prójimo. Pues usted ha cometido tres pecados mortales. Ha pecado contra el octavo, el noveno y el décimo. Y, como no se puede confesar, que en el pueblo no hay otro cura, se va a quemar en el fuego eterno.

Yo intenté explicarle la verdad. Decirle que no era hija del pecado. Pero no me escuchó. Me escupió a la cara y empezó a correr por el camino que llevaba al pueblo más cercano. Desde ese día la estoy esperando para contarle la verdad.

Aquella tarde, la mujer del coche rojo me revolvió las entrañas. Cuando la vi alejarse del pueblo, me senté de nuevo en el poyo, justo en el otro lado del emparrado, desde donde podían divisar los cipreses del cementerio. Y, como todos los días, le conté a la Bernarda que desde que ella se murió la vida había dejado de tener sentido.

Carmen Romeo Pemán

Imagen destacada. Fotograma de la película Journal d’un curé de campagne (1951)

EL BAILE DE SALOMÉ

UN CAPITEL DEL MAESTRO DE AGÜERO

De las fragolinas de mis ayeres

Valera a sus diez años ya solía llegar tarde a la escuela. Recorría las calles acariciando las piedras de las casas como si quisiera descifrar las historias de antaño. Se paraba con las mujeres que estaban barriendo las calles. Contaba las herraduras de las esquinas en las que los hombres atarían los machos cuando volvieran del monte. Y es que todo eso le interesaba más que la caligrafía y las cuentas.

Si por casualidad algún día llegaba antes de la hora, se iba a esperar a El Fosal, el cementerio de San Nicolás que rodeaba la iglesia y que hacía las veces de patio de recreo. Subía la escalinata y caminaba hasta el fondo, donde nadie pudiera verla. Se sentaba en un poyo, justo enfrente de la puerta mayor, se cogía la barbilla con las manos y escuchaba las historias que le contaban las figuras del tímpano, las de las arquivoltas y las de los capiteles.

Se pasaba las horas debajo de un capitel con una danzarina. Intentaba adivinar quién era aquella joven que, con las manos en jarras, doblaba la cintura y dejaba caer su cabellera hasta el suelo. No era ninguna moza del pueblo, no. Que ya las había repasado todas. Pensó que igual era la bailarina de alguna compañía ambulante, de esas que de vez en cuando venían a hacer comedias a la plaza. Pero no se parecía a ninguna de las que ella había visto. Preguntó a los más viejos del lugar y tampoco ellos se acordaban.

—Si hubiera llegado alguna moza como esa se habría comentado en los carasoles —le dijo el abuelo de casa Fontabanas.

Un día se armó de valor y se lo preguntó a la maestra. Doña Matilde no se sorprendió, como pensaba Valera. Al revés, era como si estuviera esperando la pregunta.

—Menos mal que alguna de vosotras se ha fijado en el pórtico de la iglesia.

Entonces las otras niñas levantaron la cabeza, abandonaron la caligrafía y se miraron en silencio. Y doña Matilde continúo.

— Habéis de saber que las piedras hablan tanto como los libros. O más.

Les mandó guardar los cuadernos en los cajones de los pupitres, las llevó a El Fosal y las colocó en un corro debajo del capitel de la bailarina. Les dijo que esa figura era una de las maravillas de un antiguo escultor. Un maestro cantero procedente de Agüero que supo moldear la danza de una Salomé adolescente con un movimiento de caderas casi acrobático. Que hoy se habían olvidado de ella y del escultor, pero que en los tiempos antiguos, cuando se representaba el teatro en las puertas de las iglesias, siempre había una moza del pueblo que salía a bailar como Salomé había bailado delante de Herodes.

Y tanto le gustaba esa escena al Maestro de Agüero que hizo varias copias y las repartió por las iglesias de las Cinco Villas y hasta puso una en la catedral de Huesca. De este modo la Salomé fragolina es hermana de la de Agüero, de la de Ejea, de la de Biota y de la de Huesca. Y además tiene muchas primas por el Camino de Santiago.

Ese día, Valera salió corriendo a contarle la historia al abuelo de Fontabanas. Al día siguiente ya la conocían todas las mujeres que barrían las calles. Y ella seguía acariciando las piedras que guardaban secretos de los tiempos de Maricastaña.

Carmen Romeo Pemán

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Imagen principal. Maestro de Agüero: La danza de Salomé. Capitel románico de la iglesia de San Nicolás de Bari de El Frago (Zaragoza), siglo XII.

 

A continuación, os dejo los otros capiteles del Maestro de Agüero en los que se representa La danza de Salomé o La bailarina, como la llaman en los pueblos de las Cinco Villas.

Salomé. Agüero. 1

Capitel de la iglesia de Santiago de Agüero (Huesca)

Salomé. Ejea. 1

Capitel de la iglesia de El Salvador de Ejea de los Caballeros (Zaragoza)

Salomé. Biota. 1

Capitel de la iglesia de San Miguel de Biota (Zaragoza)

Salomé. Huesca.

Capitel de San Pedro el Viejo (Huesca)

 

Los viajes de Polonia

#relato

De las fragolinas de mis ayeres

En la duermevela Polonia pensaba cómo había llegado hasta allí, desde el día que,  pasada la medianoche, se escapó de casa. Y  todo porque aquella tarde oyó a su madre que le decía a su padre que ya le había llegado la regla y  tenían que casarla pronto. Que las hijas solteras daban muchos quebraderos de cabeza. Además, aún les quedaban muchas bocas que alimentar.

Ese mismo día por la mañana había oído gritar por las calles:

—A componer sillas, el silleeero. Apresúrense, señoras, que es el último día.

Era la señal de que los gitanos, que llevaban varios días en la arboleda, iban a levantar el campamento.

Sin pensárselo dos veces, se levantó, salió en camisón y cogió el camino del puente. Cada vez que oía un ruido intentaba correr, pero avanzaba poco, que no estaba acostumbrada a andar descalza.

Cuando se acercó a la carreta se le echaron dos perros encima. Detrás llegó un chico de unos quince años, los cogió por el cuello y les hizo caricias en el lomo. Miró a Polonia y le preguntó:

—¿Te has perdido? —A la vez que le miraba las heridas de los pies.

—No, no —respondió Polonia con  resuello—. Es que no quiero seguir en mi casa. Me quiero ir con vosotros.

—¿Qué dices?

—Lo que has oído.

—¿Cómo te llamas?

—Polonia. ¿Y tú?

—Pues no lo sé. Todos me llaman Mundo. No sé si de Segundo o de Segismundo, que los dos son nombres corrientes.

Mundo cogió a Polonia de la mano y la ayudó a subir al carromato.

—¡Chist!, ¡chiss!, ¡chsss! A ver si no despertamos a nadie. Si te arrepientes, tiene que ser ahora. En menos de dos horas arrancaremos. Y, como este viaje no nos ha ido bien, mi padre dice que no volveremos más a este pueblo.

Se acostaron encima del saco de la paja de las mulas. Polonia temblaba, pero se quedó dormida cuando una mano la acarició con suavidad.

Al amanecer, el padre de Mundo los descubrió. Entonces Polonia le dijo que era una de las hijas del alcalde y que se quería ir de su casa.

—Así que eres hija del que nos ha denunciado por robar tomates en un huerto. —Le salía espuma por las comisuras de los labios—Sal ahora mismo de aquí, ¡zorra! Que antes de llegar a Luna nos detendrá por haber robado a su hija. —Abrió el toldo y la tiró al camino de un empujón.

Aún no se había repuesto del golpe, cuando pasó una caravana de trajineros y les pidió que la dejaran ir con ellos. Que se le habían roto las alpargatas y no había podido seguir a los pastores con los que bajaba desde Monte Alto. Estaba segura de que ya estarían cerca de Gurrea. Le pusieron unas abarcas, le dieron un trozo de pan seco y la dejaron dormir hasta Gurrea.

Allí se bajó y callejeando llegó a las afueras donde se encontró con una mujer que iba a coger el tren. Le contó lo mismo que a los arrieros y, además, que sus padres estaban de criados en Zaragoza, en casa de un ganadero que tenía los corrales cerca la estación. Y siguieron hablando hasta que oyeron el pitido del tren.

—Bueno, pues convenceremos al revisor. A ver si te deja viajar sin pagar. Ya verás como sí.

Ya en Zaragoza, justo al salir de la estación, se despidió de la mujer de Gurrea y se dirigió al Puente de Piedra. Pero antes de llegar, unos mozos muy jaraneros le dieron un susto. Así que, aunque las abarcas le estaban grandes, corrió que se las peló hasta que llegó al Pilar. Se notaba cansada y con dolor de estómago. Se sentó en el suelo y comenzó a pedir en la puerta del templo. Al momento unos mendigos la echaron a muletazos.

—¿Qué te has creído? Llegas la última y te saltas la cola. Además tú no estás tullida y puedes trabajar —le dijo uno que hacía alarde de sus muñones.

En eso estaban cuando una señora, con mantilla de blonda y rosario de nácar, echó una moneda al primero de la fila y siguió adelante.

—¿No necesitará usted los servicios de una doncella? —le dijo Polonia, cortándole el paso—. Sé hacer de todo. Y tengo muy buena mano para los niños.

Hablaron un poco al paso de la señora. Polonia la siguió hasta los bancos y se quedó junto a ella, durante la misa. A la salida volvió a seguirla. Como la buena mujer notó que Polonia ponía mucho interés, le dijo que vivía cerca y que podría cuidar a su niño de pocos meses a cambio del alojamiento. Eso sí, tendría que dormir en un camastro junto al lavadero. Y que si se portaba bien, como había hecho en misa, la dejaría asistir con las otras criadas a las escuelas dominicales.

Una mañana, cuando apenas llevaba una semana de niñera, al salir de casa con el crío, reconoció a uno de El Frago. Se dio cuenta de que él también la había visto y miraba fijamente el número de la casa. Así que cruzó la calle, en una esquina de la plaza más cercana abandonó el carricoche con el niño dentro y puso pies en polvorosa. Las otras niñeras dieron la voz de alarma. La señora buscó a los mozos de asalto y la denunció por haber atentado contra la vida de su hijo. Antes de llegar al Puente de Piedra, la detuvieron y la llevaron a un calabozo. A los dos días, estaba pensando en cómo escaparse a Barcelona, cuando se abrió la puerta de golpe y vio que se le acercaba un bulto. Enseguida reconoció la voz de su padre.

Hicieron el camino de regreso en silencio. Su padre no paró de gritar y azotar a las mulas. Desde ese día Polonia supo que pronto la casarían con un hombre de otro pueblo, que en el El Frago  había cogido fama de moza brava. Y también supo que su nuevo viaje no sería a tierras lejanas.

Carmen Romeo Pemán

 

Imagen. Carro de El Frago. Tarjeta postal. Foto de Ricardo Vila.

En la sala de los tapices de la Seo de Zaragoza

Una noticia que revolucionó las Altas Cinco Villas.

Don José Iriarte, canónigo penitenciario de Zaragoza, era natural de Biel (Zaragoza) y don Felipe Sánchez estaba de maestro de El Frago, un pueblo vecino.

Salvadora, menos mal que nos tenemos para poder hablar entre nosotras, que, si no, sería muy dura esta vida de sirvientas diciendo amén, amén a nuestros amos. ¿Qué haría sin ti y con don José recién enterrado?

Ya te decía que aquel asunto nos seguiría trayendo desgracias. La culpa la tuvieron aquellas habladurías de que don José protegía a un sobrino que no llevaba buenos pasos. Y claro, esos chismes tenían que llegar hasta el obispo, que encima se los creyó. ¡Mira que quitarle al pobre la canonjía y mandarlo al destierro! Y eso de que llevara una vida discreta y se dejara ver poco se lo tendría que haber dicho al sobrino, digo yo. En fin, que fue un mazazo para un hombre de su talla.

Y créete lo que te diga yo. Antes de que se desataran la lenguas, buena culpa tuvo don Felipe, que sin ningún miramiento se plantó en la puerta de la casa y le pidió que le ayudara a meter a su hijo en el Seminario. ¡Claro, como era el maestro de El Frago estaba seguro que don José le atendería su ruego! Y yo que no lo había visto nunca ni sabía cómo era no lo dejaba entrar. Pero me insistió mucho. Me dijo que era un pariente cercano y que sus familias vivían en pueblos vecinos. Al final lo pasé al cuarto de estar, los dejé hablando y me quedé escuchando detrás de la puerta.

—Échale una mano, José, que no te arrepentirás —le decía con voz lastimera—. Ya verás cómo mi Mariano será un buen cura y presumirá de ser tu sobrino. —Se acercó un poco y subió el tono—. Eres el orgullo de toda la familia. Muy pocos tienen el honor de tener un tío que sea canónigo penitenciario.

A mí no me gustaron aquellas zalamerías de don Felipe. Si no, mira con qué nos ha salido su hijo.

El tiempo me ha dado la razón. Don José estuvo muy alterado los últimos meses, sobre todo, cada vez que recibía visitas de su sobrino, Algunas veces hasta los oía pelearse. Después don José andaba con un humor de perros y no quería probar bocado. Hasta el punto de que la semana pasada, de un manotazo, me tiró una bandeja de plata con una jícara de chocolate humeante y unos churros recién hechos.

Que tuviste que oír el ruido, Salvadora, que vuestro comedor está pared con pared con el nuestro. Y no me digas que no oíste mis gritos. Es que me pudieron los nervios y no tuve más remedio que contestarle.

—Pero bueno, don José, ¿a qué vienen estos modales? ¡Si usted nunca me había perdido el respeto!

Salvadora, tú y yo sabemos que estaba fuera de sus casillas desde que se había hecho público el caso del Mariano. Era normal que le afectara. A fin y al cabo era su sobrino protegido. Pero no me pude contener. Y él, sorprendido de que le levantara la voz, me contestó como un niño al que coges con las manos en la masa.

—Perdona, pero es que he visto esta bola de papel amarillento y he curioseado.

—Don José, usted nunca se había atrevido a revolver mi cestillo de costura.

Es que sabes, sin que él se enterara, había hecho un rebujo con la página de El Imparcial y lo había escondido entre los ovillos. Yo sabía que a él no le gustaba ese periódico de tufillo liberal, que se regodeaba en los asuntos anticlericales. Y, mira, ¡qué casualidad!, en un descuido me dejé el costurero abierto.

Bueno, el caso es que, cuando lo vi con la bola de papel en las manos, me puse tan nerviosa que le solté una parrafada sin respirar.

—Mire, don José, que yo entiendo que tenga miedo a lo que diga la prensa, pero tiene motivos para estar tranquilo. Si alguien creyera que usted tiene algo que ver con el asesinato, con esta noticia lo desmentiríamos. Si habla de usted como una persona de gran cultura, y solo dice que don Mariano Sánchez era sobrino del canónigo penitenciario de la Seo de Zaragoza.

Don José se me quedó mirando sin decir nada. Y yo, aprovechando que tenía la palabra, continué.

—A mí me parece que, cuando usted vio los titulares, le entró tal soponcio que ya no leyó más. —Entonces cogí más aliento—. Así que ahora, quiera o no quiera, se la voy a leer entera, aunque sea a trompicones, porque a mí eso de la lectura no se me da bien.

El Imparcial. Madrid, 3 de agosto de 1900. Doble asesinato en la Sala de los Tapices de la Catedral de la Seo de Zaragoza. La prensa de Zaragoza trae los detalles de uno de los crímenes más espeluznantes que se recuerdan.

El criminal. Don Mariano Sánchez, sacerdote, natural de El Frago, había cursado Magisterio. Más tarde estudió en el Seminario de Zaragoza, donde llegó a secretario del Cabildo. Es hijo de don Felipe Sánchez, maestro de El Frago, y sobrino de don José Iriarte, natural de Biel y canónigo penitenciario de Zaragoza, persona de gran virtud y mucha ilustración.

Las víctimas. Josefa Salas, de veintisiete años, natural de El Frago, y su hija de tres meses, sin registrar ni bautizar. Mariano Sánchez les pasaba una pensión mensual de treinta pesetas. Josefa la completaba confeccionando blondas. El juzgado encontró un marco de plata con un retrato del sacerdote en la mesilla de Josefa.

La autopsia. El médico forense tuvo que trasladar los cadáveres al aire libre, por el insoportable hedor que exhalaban, dada su avanzada descomposición. Tenían las piernas cruzadas y los tobillos atados. La muerte se produjo por estrangulación. Cada uno llevaba alrededor del cuello siete vueltas de un cordel de seda dorado, procedente del tapiz de la “Degollación de los Inocentes”. El criminal metió los dos cuerpos en un saco y lo escondió en la sala de los tapices de la Catedral, detrás del tapiz de la “Decapitación de Holofernes”.

Salvadora, no quieras saber la cara que ponía y cómo se sujetaba la oreja con la mano para que no se le perdiera ni una palabra. Así que, ya puesta, y como lo vi más tranquilo, me atreví a acabar de decirle todo lo que pensaba.

—Lo que yo digo, don José, este crimen me produce náuseas. ¡Mire que descubrir los cadáveres por la pestilencia! Al principio pensaron que el tufo venía de las cloacas que bajan al Ebro. ¡Qué zopencos! No se puede llegar a más, confundir el olor de cloaca con el de cadaverina.

Mientras le echaba esta perorata, no le quitaba ojo de encima. De repente vi cómo empezaba a farfullar y a temblar. Por la boca echaba unos borbotones de espuma, como los de los endemoniados de Santa Orosia cuando él los rociaba con agua bendita. Entre sus balbuceos oí algo como cobarde. Y no me extrañó porque siempre pensé que don José se sentía avergonzado de haber metido a Mariano en el Seminario.

Cuando lo vi caer al suelo, me entraron escalofríos y me quedé como alelada, pensando en aquellas gentes de El Frago y en el pobre don José.

Masacre inocentes. 2

León Cogniet, Masacre de los Inocentes, (1824). Museo de Bellas Artes, Rennes (Francia)

Este es un relato ficticio, inspirado en personas reales, en los hechos que se publicaron en El Imparcial de Madrid (03/08/1900) y en los recuerdos que conserva la memoria de las gentes.

Todos los personajes, nombres, biografías, hechos, documentos y diálogos se han utilizado de manera ficticia o son producto de la imaginación de la autora.

Carmen Romeo Pemán

Imagen principal: Catedral de San Salvador de Zaragoza, conocida popularmente como La Seo.

 

PICARUELA Y PICARIZA

Nombres y costumbres de las Altas Cinco Villas

Escenarios de mis relatos

Hoy vengo a hablaros de los nombres, usos y costumbres que tuvieron su origen en la pez, un mejunje pringoso de color negruzco. Fue un producto imprescindible en toda España, desde la época ibero romana, que dejó abundantes huellas en la lengua y los nombres de lugar. En este artículo me centraré en la Comarca de las Altas Cinco Villas, al norte de Aragón. Y en particular en El Frago y Biel, dos pueblos de la provincia de Zaragoza en los que viví mi infancia y adolescencia.

De niña sentía gran curiosidad por la pez con la que marcaban a las ovejas después de esquilarlas. En mi casa, casa Melchor, se utilizaba un hierro en forma de M, untado en pez. Y otro con una M más pequeña para las talegas y los sacos del trigo. Me pasaba muchas horas pensando cómo los botos de cuero, que también llevaban pez, ardían tan bien en las hogueras. Y me costó entender por qué no servía una bota de vino cuando “se le había bajado la pez al culo” y qué querían decir los abundantes refranes en los que se mencionaba la pez.

Viviendo en El Frago, conocí a Lorenzo, un viejo carbonero que había sido un antiguo pezero en los hornos de pez en el monte de Picaruela. Me contaba que en Biel tenían el horno de pez en la Picariza, un barranco justo a la salida del pueblo. Pero, eso tenía sus inconvenientes. Que no tenían a mano los trozos de madera y necesitaban un carro con caballerías.

Nombres de los escenarios de mis relatos

Casi nunca se bautizan al azar los lugares ni las personas. Siempre hay una razón que justifica sus nombres, aunque no resulte evidente. Y de eso voy a hablaros. De los nombres de los escenarios de mis relatos de las Altas Cinco Villas, de lo que los profesores y los lingüistas llamamos toponimia.

Hoy solo os traigo uno, PICA o PEZ. Si os gusta, en el futuro habrá más.

PICARUELA y PICARIZA son dos variantes de la misma palabra. Se refieren a una zona de monte en la que había un pozo para hacer pez con madera de pino resinoso, especialmente con raíces y tocones. A nosotros, estos términos ya no nos dicen nada, es decir, se han vuelto topónimos ciegos. El significado original se perdió, a principios el siglo XX, con la artesanía de la pez. Esta industria, indispensable en las zonas rurales, desapareció con el desarrollo de las sustancias petroquímicas.

CARRETERA DE SADABA. LLANO. REGUELTICA A PICARIZA.

Llano que lleva a la Picariza. Foto de Julio Pablos, con el propio Julio Pablos.

¿Qué era la PEZ, PEGA o PICA?

Una sustancia negra, viscosa y olorosa, sobre todo cuando se reblandecía por el calor. La materia prima era el alquitrán vegetal, procedente de pinos resinosos. Según con qué sustancias se mezclara o en qué oficios se utilizara, había varios tipos de pez

¿Cómo se obtenía la pez?

Había dos tipos básicos: la PIX ALBA, o pez blanca, y la PIX NIGRA, o pez negra, con sus múltiples variantes, procedente del pino. Y, del enebro, juniperus, se extraía el aceite de enebro, un producto diferente, con el que a veces se confunde. Tenemos noticias de un horno de aceite de enebro en el término de Valzargas y otro en el Estanco, los dos en El Frago. Por la abundancia de enebro en la zona, podemos suponer que habría más.

La pez blanca, la más pura y fácil de manipular, resultaba del sangrando los pinos desde marzo hasta noviembre. La pez negra, la más abundante y más utilizada, se conseguía por destilación de maderas resinosas en unos hornos, o pegueras. Era la llamada brea vegetal que se obtenía calentando los tocones o las raíces de los pinos que quedaban después de cortarlos.

El Picaruela de El Frago y el Picariza de Biel hacen referencia a los pozos en los que se fabricaba la pez negra. Estos pozos, pezeras, en castellano se llamaban pegueras o empecinados. Eran unas construcciones de adobe reforzadas con piedras en las laderas de los montes o en las afueras de los pueblos. Siempre estaban en tierras arcillosas y junto a los barrancos, porque se necesitaba mucha agua para embarrarlos. En el suelo interior había una pequeña inclinación con un agujero que se comunicaba con una olla o caldera exterior en la que se recogía la pez.

Los trozos de pino se metían en un hoyo de estructura cilíndrica, sin salida inferior, y abierto por arriba. Se prendían con una estopa encendida y se dejaban arder tres o cuatro días para que se desprendiera la resina, sin que se quemara la madera. Para saber si la brea, o alquitrán, había pasado al estado de pez, se introducía un palo y se echaban unas gotas en un recipiente con agua fría.

Después, se apagaba el fuego y se ponía una tapadera en el pozo. Cuando se había enfriado, se separaba la materia semisólida, que una vez desecada era la pez negra. En otra sobrenadaba el llamado aceite de pez. Era un trabajo de invierno, después de haber sangrado a los pinos.

Un horno de Brea en Gran Canaria.

Horno de pez. Gran Canaria

¿Para qué se usaba?

Como era un material líquido y viscoso cuando estaba caliente, pero sólido cuando se enfriaba, se pudo usar con facilidad en diferentes oficios. Por sus excelentes cualidades se convirtió en un producto básico insustituible.

Los pastores usaban la pega negra para marcar el ganado antes y después de esquilarlo, sin hacerle daño. Con esta pez hacían emplastos para curar las llagas y las heridas de las reses. Y la utilizaron, a modo de yeso, para inmovilizarles los miembros rotos. En el siglo XIII, nos habla Alfonso X el Sabio en su libro El Lapidario de esta resina: “facen end emplastro es muy  bona pora  madurar las llagas.

Los boteros usaban la pez seca, tal y como salía de la destilación, para embetunar y tapar cortes. Los botos de grandes pellejos de machos cabríos, impermeabilizados con pez, se utilizaban para trasportar vinos y aceites. Su popularidad se debió a que se adaptaban bien a los lomos de las caballerías y no se rompían con los golpes. Si se añadía aceite, se obtenía la pez grasa, con la que se pintaban los botos de cuero por dentro.

Los zapateros hacían el cerote mezclando la pega negra con grasa. Los guarnicioneros untaban la hebra con la que cosían sus piezas de cuero para darles más consistencia.

Desde la época ibérica y romana, se impermeabilizaban los utensilios de cerámica y las embarcaciones con pez.

Las costumbres antiguas en la lengua

Estas costumbres ancestrales dejaron huellas en los nombres de lugar, en el habla coloquial y en la literatura popular. Decimos que algo es “negro como la pez”, cuando queremos resaltar que es de color negro intenso. “Pez con pez”, totalmente desocupado, vacío, por alusión a los odres de cuero cuando no tienen nada dentro.

El propio verbo pegar está relacionado con las características y tratamiento de la pez. Como también los adjetivos pecinero, que significa reñidor, y pezolaga o niño muy travieso. Y en castellano el verbo brear, de brea o pez, con el significado de maltratar, tenía mucho que ver con la antigua pena de embadurnar a los delincuentes con esta sustancia para avergonzarlos.

Abundan los refranes acerca de la pez: “Cuando el arriero da la bota, o tiene pez o está rota”, “Cuando el tabernero vende la bota, o sabe a pez o está rota”, “Quien a la pez se llega, algo se le pega”, “Quien toca la pez, tiznado sale”, “Achaques al odre que sabe a la pez”, “El sol la sal atiesta la pez reblandece”, “El dinero fácil es como la pez, si lo tocas te pringa”.

De pequeña oí muchas veces un cuento de nunca acabar: “Había un rey, que tenía tres hijas, las metió en tres botijas y las tapó con pez. ¿Quieres que te lo cuente otra vez?”.

Del nombre latino al nombre de lugar. PICARUELA y PICARIZA

Del nombre culto latino, PIX-PICIS, derivó un hipotético *PICA, pez, como alteración de PICE, que en latín vulgar se convirtió en PECA>PEGA.

A su vez, PICARUELA Y PICARIZA proceden de PICA. Estos nombres hacen referencia a dos parcelas de monte en las que se había construido un pozo para hacer pez.

PICARUELA. También deriva de *PICA>PICARIA> PICARIOLA. En este caso con diminutivo afectivo. En El Frago, hace referencia a dos extensiones de monte de pino en los que se habían construido pozos para hacer pez. Picaruela Mayor y Picaruela Chica. Por la forma de nombrar, suponemos que originariamente pertenecían al mismo propietario.

El primer dueño de un “fundus”, base económica romana, le daba un nombre que posteriormente era inalterable, aunque cambiara de amo. Si fundaba dos propiedades juntas, las dos recibían el mismo nombre, con un adjetivo que las diferenciara. En El Frago también encontramos los Urietes Grandes y los Urietes Chicos.

PICARIZA. Está en Biel (Zaragoza) y hace referencia a un término cerca del pueblo en el que estaba el hoyo de fabricar la pez. Deriva del hipotético *PICARICEA, procedente también de PICARIA. Y debían ocuparse de la pez los de “casa Pecero”.

Para terminar

La obtención y el uso de la pez ha llamado la atención a los estudiosos de la cultura popular. A los habitantes de Longás, un municipio de la comarca de las Altas Cinco Villas, al otro lado de la Sierra de Santo Domingo, se les conoce con el mote de pezeros y en el pueblo está la calle Pezuelo. Se cree que había unos cincuenta hornos alrededor del pueblo, que vendían pez en todo el Pirineo. La Asociación Cultural la Chinela y Eugenio Monesma con “Los pegueros de Longás”, se han preocupado de mantener viva esta tradición. También han recuperado el arte de este oficio en Yésero (Huesca) y en Covaleda (Soria).

La del aceite de enebro fue una industria tan importante como la de la pez, con la que a veces se confunde. El Juniper, o aceite de enebro, se utilizaba en medicina tradicional para el tratamiento de enfermedades de hombres y animales. Se obtenía en unos pequeños hornos secos, sin necesidad de agua, que se colocaban sobre rocas. Estos hornos artesanales dejaron unas huellas muy características, que algunos historiadores interpretaron como petroglifos prehistóricos de carácter mágico o ritual.

Acabaré con la cita de un documento muy interesante sobre estas costumbres, recogidas en uno de los pleitos entre Biel y El Frago.

“Está tratado y capitulado que ni los de Biel ni los de El Frago, concejil ni particularmente, dentro de la partida del Estanco no puedan hacer de hoy adelante aceite de enebro, ni hornos, ni carbón, ni leña ni madera para vender fuera de dichos pueblos, ni en ellos ni en sus términos para llevarlos fuera, sino tan solo para sus propios usos y de sus casas y labores. Y para sus herrerías y para los vecinos y habitadores de dichos pueblos, exceptuado que Joan y Pedro Miana de Orés, o sus herederos, que tienen hecho su horno en Balsargas, y han gastado en el que puedan hacer tan solamente dos hornadas en dicho horno”. Capitulación hecha, en 1610, por los justicia y jurados concejos de Biel y El Frago. Testificada por F. Paian y Miguel Sánchez de Lizarazo. Fol 46v. El texto está modernizado.

Horno de aceite de enegro en Ujué, Navarra

Horno de aceite de enebro. Ujué (Navarra)

Carmen Romeo Pemán

Imagen principal. Actual pista forestal que recorre el monte de El Frago llamado Picaruela.

En el camino de los Urietes

De la tradición oral de las Altas Cinco Villas.

Esta historia, que bajaba desde el nacimiento del Arba en la Sierra de Santo Domingo, se quedó enzarzada en Las Cheblas, justo en la mitad del camino entre Biel y El Frago.

Don Bartolomé Palacio llevaba más de veinte años de juez en Las Cheblas, en la ribera del Arba de Biel. Como vivía solo en el último caserón al final del pueblo, abría las ventanas antes de salir el sol y las cerraba cuando acababa de preparar el morral. Después salía a ver si cazaba alguna pieza, se iba a beber agua hasta la fuente de los Urietes y bajaba canturreando por la ladera. Luego se daba una cabezada junto al hogar, se acercaba al bar a echar la partida y a enterarse de si se preparaba alguna batida por los altos de San Esteban.

Cuando murió Miguel Lubreco decidió no volver a cazar. Hasta tal punto lo sintió que se vendió la escopeta y el perro para evitar la tentación. Pero, como estaba  desprotegido sin un arma en casa, pronto se compró otra escopeta. Durante muchos meses se mantuvo en la decisión de no salir al monte.

Sin embargo, desde hacía un par de semanas, don Bartolomé, uno de los mejores tiradores de la redolada, había vuelto a la caza de la pluma y del conejo. Retomó la costumbre de levantarse temprano. Se echaba al hombro la escopeta que se había comprado y tomaba el camino de los Urietes, el que llevaba de El Frago a Orés. Esa era una buena zona, pero las matas formaban una red tan tupida que hacía falta un perro para sacar a las perdices de sus refugios.

—¡Qué fastidio! Noto que cada día me va menguando la vista. Me voy a tener que dedicar a los cepos. Ya me las arreglaré para que nadie los vea —se decía, mientras aspiraba con fuerza el aroma del romero y del tomillo, porque sabía que estaban prohibidos.

En realidad salía al monte para no pensar en el solimán que lo carcomía por dentro. Y todo por culpa de aquella muerte que quiso ocultar para mantener el prestigio y el puesto. Desde ese día dejó de ir a jugar al guiñote.

—Le juro, padre, que no conozco los hechos ni a nadie que haya participado en ellos —le decía al cura en secreto de confesión.

Pero de todos era sabido que don Bartolomé iba en aquella partida de caza. Hasta se comentaba que era él el que había disparado al pobre Miguel. Por eso, cuando se enteró de que iba en lenguas por los corrillos, también dejó de ir a confesarse y se encerró en casa.

—Así me lo pagan, hablando todos a mis espaldas. Ni se acuerdan ya de que se libraron de la cárcel porque hice la vista gorda con los robos del trigo, que si no… ¡Ingratos! ¡Que son unos ingratos! Eso es lo que son —se repetía subiendo y bajando las escaleras del gran caserón.

Desde que volvió a la pluma, salía por la puerta trasera, la que daba al camino de los Urietes, y, al llegar al cruce con el alcorce del cementerio, se encontraba con un perro que andaba olisqueando rastros. Cuando veía a don Bartolomé levantaba las orejas, se acercaba despacio, olía la escopeta y se quedaba de muestra.

A continuación subían juntos hasta el cerro de encima del cementerio y se quedaban ensimismados mirando el valle, que parecía un lienzo de esos que pintaban los modernistas. Los trigos contrastaban con la esparceta y las amapolas teñían los campos de un rojo sanguinolento.

Cuando don Bartolomé se levantaba para otear el horizonte, el perro movía la cola y correteaba hasta que hacía saltar alguna pieza. Con alguna perdiz o algún conejo en el morral, bajaban la cuesta. Pero, antes de llegar al cruce del cementerio, el perro desaparecía entre las aliagas.

Un día don Bartolomé lo siguió. Lo vio salir del matorral, saltar la tapia y desaparecer entre las tumbas. Entonces abrió el portón de hierro y se lo encontró en un camastro de  hojas secas, encima de la losa de Miguel.

En ese momento cayó en la cuenta. Ya había pasado más de un año desde que unos cazadores furtivos mataron a Miguel en la puerta de la paridera, cuando salía a darse vuelta por el ganado. Era una oscura noche de luna nueva. Lo confundieron con un jabalí y le dispararon con postas. Lo recogieron otros pastores y lo bajaron a enterrar junto a su madre. Como no querían líos con la justicia, le entregaron todas sus pertenencias a un vendedor ambulante, pero no pudieron dar con el perro.

Cuando vio al perro encima de la fosa, don Bartolomé volvió la cabeza a la escopeta. La iniciales de la culata, M.L., parecían burlarse de él. Había tenido la suerte de encontrar la escopeta de Miguel en la feria de Ayerbe, pero quedaba el condenado perro, que andaba suelto.

—Ahora este cabrón va a ser el único testigo. Si el cura o los del pueblo descubren que voy a cazar con el perro de Miguel pensarán que me lo quedé para borrar las pruebas —se decía a sí mismo, mientras cerraba la puerta del cementerio.

Sin pensarlo dos veces, llamó al perro con un silbido y subieron al altozano. Mientras don Bartolomé avistaba los campos verdes y amarillos, el perro se sentó sobre sus patas traseras esperando alguna señal. Entonces desenfundó la escopeta y no erró. Un ruido sordo resonó en todo el valle. La volvió a enfundar, metió el cadáver en un saco y lo enterró con su amo.

Al día siguiente, se levantó temprano y volvió al camino de los Urietes. En el morral llevaba sogas y soguetas para plantar cepos entre las matas de romero y de tomillo.

Carmen Romeo Pemán

Inma Martín-2

Dibujos de Inmaculada Martín Catalán (Teruel, 1949). Profesora, escultora, dibujante y pintora. Comenzó su preparación inicial en Zaragoza, con Alejandro Cañada. Estudió Bellas Artes en Barcelona y Madrid, donde se licención en la especialidad de Escultura.

Además de su reconocida carrera artística, es una experta en carteles y trabaja con varios grupos de dibujo: Urban Sketchers, Flickr, Group Portraits in your art, Group with Experience.

Inmaculada, con las ilustraciones de mis relatos aragoneses, ya se ha convertido en un activo importante en Letras desde Mocade.