De la tradición oral de las Altas Cinco Villas.
Esta historia, que bajaba desde el nacimiento del Arba en la Sierra de Santo Domingo, se quedó enzarzada en Las Cheblas, justo en la mitad del camino entre Biel y El Frago.
Don Bartolomé Palacio llevaba más de veinte años de juez en Las Cheblas, en la ribera del Arba de Biel. Como vivía solo en el último caserón al final del pueblo, abría las ventanas antes de salir el sol y las cerraba cuando acababa de preparar el morral. Después salía a ver si cazaba alguna pieza, se iba a beber agua hasta la fuente de los Urietes y bajaba canturreando por la ladera. Luego se daba una cabezada junto al hogar, se acercaba al bar a echar la partida y a enterarse de si se preparaba alguna batida por los altos de San Esteban.
Cuando murió Miguel Lubreco decidió no volver a cazar. Hasta tal punto lo sintió que se vendió la escopeta y el perro para evitar la tentación. Pero, como estaba desprotegido sin un arma en casa, pronto se compró otra escopeta. Durante muchos meses se mantuvo en la decisión de no salir al monte.
Sin embargo, desde hacía un par de semanas, don Bartolomé, uno de los mejores tiradores de la redolada, había vuelto a la caza de la pluma y del conejo. Retomó la costumbre de levantarse temprano. Se echaba al hombro la escopeta que se había comprado y tomaba el camino de los Urietes, el que llevaba de El Frago a Orés. Esa era una buena zona, pero las matas formaban una red tan tupida que hacía falta un perro para sacar a las perdices de sus refugios.
—¡Qué fastidio! Noto que cada día me va menguando la vista. Me voy a tener que dedicar a los cepos. Ya me las arreglaré para que nadie los vea —se decía, mientras aspiraba con fuerza el aroma del romero y del tomillo, porque sabía que estaban prohibidos.
En realidad salía al monte para no pensar en el solimán que lo carcomía por dentro. Y todo por culpa de aquella muerte que quiso ocultar para mantener el prestigio y el puesto. Desde ese día dejó de ir a jugar al guiñote.
—Le juro, padre, que no conozco los hechos ni a nadie que haya participado en ellos —le decía al cura en secreto de confesión.
Pero de todos era sabido que don Bartolomé iba en aquella partida de caza. Hasta se comentaba que era él el que había disparado al pobre Miguel. Por eso, cuando se enteró de que iba en lenguas por los corrillos, también dejó de ir a confesarse y se encerró en casa.
—Así me lo pagan, hablando todos a mis espaldas. Ni se acuerdan ya de que se libraron de la cárcel porque hice la vista gorda con los robos del trigo, que si no… ¡Ingratos! ¡Que son unos ingratos! Eso es lo que son —se repetía subiendo y bajando las escaleras del gran caserón.
Desde que volvió a la pluma, salía por la puerta trasera, la que daba al camino de los Urietes, y, al llegar al cruce con el alcorce del cementerio, se encontraba con un perro que andaba olisqueando rastros. Cuando veía a don Bartolomé levantaba las orejas, se acercaba despacio, olía la escopeta y se quedaba de muestra.
A continuación subían juntos hasta el cerro de encima del cementerio y se quedaban ensimismados mirando el valle, que parecía un lienzo de esos que pintaban los modernistas. Los trigos contrastaban con la esparceta y las amapolas teñían los campos de un rojo sanguinolento.
Cuando don Bartolomé se levantaba para otear el horizonte, el perro movía la cola y correteaba hasta que hacía saltar alguna pieza. Con alguna perdiz o algún conejo en el morral, bajaban la cuesta. Pero, antes de llegar al cruce del cementerio, el perro desaparecía entre las aliagas.
Un día don Bartolomé lo siguió. Lo vio salir del matorral, saltar la tapia y desaparecer entre las tumbas. Entonces abrió el portón de hierro y se lo encontró en un camastro de hojas secas, encima de la losa de Miguel.
En ese momento cayó en la cuenta. Ya había pasado más de un año desde que unos cazadores furtivos mataron a Miguel en la puerta de la paridera, cuando salía a darse vuelta por el ganado. Era una oscura noche de luna nueva. Lo confundieron con un jabalí y le dispararon con postas. Lo recogieron otros pastores y lo bajaron a enterrar junto a su madre. Como no querían líos con la justicia, le entregaron todas sus pertenencias a un vendedor ambulante, pero no pudieron dar con el perro.
Cuando vio al perro encima de la fosa, don Bartolomé volvió la cabeza a la escopeta. La iniciales de la culata, M.L., parecían burlarse de él. Había tenido la suerte de encontrar la escopeta de Miguel en la feria de Ayerbe, pero quedaba el condenado perro, que andaba suelto.
—Ahora este cabrón va a ser el único testigo. Si el cura o los del pueblo descubren que voy a cazar con el perro de Miguel pensarán que me lo quedé para borrar las pruebas —se decía a sí mismo, mientras cerraba la puerta del cementerio.
Sin pensarlo dos veces, llamó al perro con un silbido y subieron al altozano. Mientras don Bartolomé avistaba los campos verdes y amarillos, el perro se sentó sobre sus patas traseras esperando alguna señal. Entonces desenfundó la escopeta y no erró. Un ruido sordo resonó en todo el valle. La volvió a enfundar, metió el cadáver en un saco y lo enterró con su amo.
Al día siguiente, se levantó temprano y volvió al camino de los Urietes. En el morral llevaba sogas y soguetas para plantar cepos entre las matas de romero y de tomillo.
Carmen Romeo Pemán
Dibujos de Inmaculada Martín Catalán (Teruel, 1949). Profesora, escultora, dibujante y pintora. Comenzó su preparación inicial en Zaragoza, con Alejandro Cañada. Estudió Bellas Artes en Barcelona y Madrid, donde se licención en la especialidad de Escultura.
Además de su reconocida carrera artística, es una experta en carteles y trabaja con varios grupos de dibujo: Urban Sketchers, Flickr, Group Portraits in your art, Group with Experience.
Inmaculada, con las ilustraciones de mis relatos aragoneses, ya se ha convertido en un activo importante en Letras desde Mocade.
Queridas artistas: Otro goce importante son para mí este relato y la ilustración.
Me ha impresionado cómo el protagonista se enmaraña en esa soledad-miedo al qué dirán- crueldad-supervivencia… Y en fin, todo ello sin renunciar a la «caza» aun con el método prohibido. A la par, la naturaleza anuncia muerte con las»amapolas, el cementerio, la luna nueva»… El ambiente asfixia y el protagonista contagia su frustración, falta de justicia y culpabilidad, irónicamente un personaje «juez»….
Los trazos de la ilustración reflejan ese enmañaramiento en q se halla la conciencia de Don Bartolomé y me alegro de que aparezca destacada y limpia la figura del perro: ¿símbolo de la verdad e inocencia destruidas?…
Carmen, GRACIAS por esta creación, sigo gozando y aprendiendo con breves relatos…. Besicosss
Inma, me alegras con esos trazos, destacando lo fundamental de la historia y personajes y que obligan a observar y descubrir q lo intelige te está en tu arte. Otros bsicosss..
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Querida Merche: como siempre, tus certeras críticas literarias mejoran los textos. ¡No sabes cómo agradezco tus palabras! Son fruto de una gran sensibilidad, de una gran generosidad y de un gran conocimiento literario. Solo una gran profesora de literatura y una sagaz lectora, como tú, es capaz de hacer un análisis como este. ¡Gracias, amiga! Un abrazo.
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Qué buen relato amiga. Don Bartolomé Palacio me puso los pelos de punta. Que personaje tan redondo. Te confieso que lo que más me ha gustado de tu relato es el final y, bueno, la imagen del perro es magnífica 🙂 Es un relato con una prosa muy cuidada y una historia preciosa. Los dibujos de Inmaculada, fantásticos. Gracias por deleitarme con otro hermoso relato. Besos.
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Gracias, Mónica! Un buen comentario, como este, enriquece un relato
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Aunque el Camino de los Urietes, fue habitual en mi infancia, no me puedo imaginar, que haya traído tanta literatura. Un abrazo Mari Carmen
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