Las Narvilas

De la serie: mitologías fragolinas.

Rowan o Serbal. Dicen que con sus ramas se hizo la primera mujer. Maggie O´Farrell, Hammet.

Iba camino de Narvil con mi madre, que ya había entrado en dolores de parto. Mientras caminábamos en silencio, me acordé de mi abuela Narvila, nacida en el bosque como sus antepasadas.

Según mi madre, mi abuela se solía perder por los senderos que no pisaban los niños ni las mujeres. Cocía bebedizos como las brujas y giraba el huso como una peonza. Manejaba la rueca, trenzaba los hilos blancos y negros a su antojo. Y los cortaba también a su antojo, como las Parcas. Mi abuela era una Narvila que vivía en el bosque. Alta y fuerte, calzaba abarcas y se cubría la cabeza con una toca negra.

Un día, cuando estaba descuidada mirándose en la balsa de Narvil, mi abuelo vio el reflejo de unas hebras negras y se sintió hechizado. Antes de un mes la desposó y, antes de un año, con la luna en cuarto creciente saltó por la ventana y se escapó a la balsa. Cuando mi abuelo notó su vacío en la cama, corrió al bosque y la encontró envuelta en la hojarasca amamantando a una niña.

—¿Cómo la llamaremos? —le preguntó.

—Pues, ¿cómo va a ser? —Mi abuela sonrió y lo miró a los ojos buscando su aquiescencia—. Narvila como yo. Narvila, hija de Narvil, el pinar sagrado que nos da la vida y nos protege.

Me pasé la mano por la frente, intenté apartar los recuerdos de mi abuela.

En ese momento tenía que centrarme en mi madre, la segunda Narvila que yo había conocido.

—Mira, hija, ya te vas haciendo mayor y te tienes que preparar para lo que te tocará pronto. —Me apretó la mano con fuerza—. Acaban de empezarme los dolores y quiero que me acompañes a Narvil.

Por las venas de mi madre, como por las de mi abuela, corría la savia campesina. A mí me recordaban a unas mozas fuertes y libres de las que nos hablaba la maestra, creo que las llamaba serranas y, a veces, serranillas, como si fueran niñas que solo supieran vivir en el monte.

Siguiendo los consejos de mi madre, metí todo lo necesario en un gran pañuelo de cuadros y me lo colgué a la espalda. No se me olvidaron las tijeras, ni el cordel, ni la ceniza para secar el ombligo.

El camino nos resultó difícil. Mi madre, cada vez tenía más baja la barriga y de vez en cuando se quedaba sin respiración. Cuando le llegaban los apretones se apoyaba en las piedras. Al llegar a Peña Saya oímos croar a las ranas en la balsa.

—Eso es un buen augurio  —dijo sujetándose el bajo vientre con las manos.

Al momento llegamos a un claro en forma de círculo, se paró en seco. “Aquí”, me dijo. Era un trozo de tierra calcinada en el que ululaban las lechuzas y entre la hierba crecían amapolas. En realidad este lugar mágico era el lecho de una antigua cabera en la que se hacía el carbón vegetal. En el plenilunio aún se pueden escuchar las voces de antiguos aquelarres y los susurros de ánimas que vagan perdidas. Allí, el lodo ahumado acaricia los cuerpos y acoge en su seno a los recién nacidos.

En el centro seguía tumbado un pino que había derribado un rayo. Desde muy niña me lo imaginaba como un gigante dormido. Tenía las raíces al aire y, justo debajo, en el lugar que ellas habían ocupado, había un gran agujero que daba cobijo a las comadrejas. Por entonces pensaba escaparme de casa, como Alicia, y refugiarme en ese escondite.

Cuando llegábamos al pino, mi madre perdió el resuello y se apoyó en el tronco. Abrió las caderas y fue doblando las rodillas hasta que se quedó en cuclillas. Cada vez jadeaba con más fuerza. Con los empujones no pudo contener un grito que espantó a los zorzales. Entre sus piernas asomó un cogotillo. Entonces contuvo el jadeo y me dijo:

—Narvila, hija mía. Apresúrate. Sujétale la cabeza y ayúdale a salir. Cuando tengas el cuerpo en tus brazos, toma las tijeras, corta el cordón de la placenta y anúdalo con la liza.

Puse sobre sus senos un bulto sanguinolento que no dejaba de llorar. Después, até la placenta a una raíz y tiré con fuerza, como si fuera una soga, hasta que salió toda. Al acabar el niño ya no lloraba, estaba desmadejado y sus labios tenían el dulzor amargo del malvavisco.

—Mira, Narvila, esto es un secreto entre las dos. Es un niño débil que ha nacido antes de tiempo. —Se calló un momento—. Cuando te toque a ti, vendrás sola.

Metí al niño en el mismo hoyo que la placenta, lo cubrí de musgo y semillas de amapolas. No me olvidé de los abozos, esas plantas, alimento de los muertos, que los griegos llamaban asfódelos y los cristianos gamones.

Unos años después, mi madre volvió a desaparecer de casa. Grité, lloré. Nada. Había cumplido el ciclo. Entonces entendí aquello de “vendrás sola”: la gente tenía miedo de que las Narvilas pudieran llegar a ser tan poderosas como los hombres.

En esas fechas, yo ya andaba en amores con Florián, y no tardamos en casarnos.

Si mi marido no hubiera estado tan concentrado en sus asuntos se habría dado cuenta de que su semilla no granaba en mí y de que yo buscaba otras simientes en los hombres que frecuentaban el bosque. Se habría enterado de mi embarazo incipiente. Y, si no se hubiera muerto de un cólico miserere, se habría enterado de que cuando murió yo estaba de siete meses y no de cinco.

Por eso, cuando me puse de parto solo lo sospechó la panadera, pero no dijo nada. Es que ella nos vigilaba desde que ponía la levadura junto al fuego, antes de que rayara el alba.

—Buenos días, Narvila. —Me miró de arriba abajo—. Será el madrugón, pero te encuentro un poco pálida. No sé, no sé.

—Es que ayer fue un día de mucho trajín. —Me eché la toquilla hacia adelante y crucé los brazos por encima del vientre—. Hoy hace años que murió mi madre y voy a visitar su tumba.

Clavé el estribo en los ijares de la yegua pero la panadera la sujetó por el ronzal y la paró en seco.

—Narvila, hija y nieta de Narvilas, a mí no me engañas. Algún día conoceremos el secreto y todas seremos Narvilas.

Sin responderle, aspiré el olor a pan caliente, mientras el zumbido del sol me subía el corazón a las sienes.

Con apuros llegué a la tierra calcinada y me recosté en el árbol caído. Me acaricié la piel con unas hojas de beleño. Al momento, el mundo comenzó a dar vueltas. Hasta las copas de los árboles ascendió el llanto de una nueva Narvila y pronto se mezcló con el susurro del viento.

Carmen Romeo Pemán.

‘Hamnet’, de Maggie O’Farrell. Cuaderno de bitácora: guía que nos orienta en el bosque de personajes, por Carmen Romeo.

El serbal. «The Rowan Tree»: Will protect us from the devil and all his wiles, canción tradicional escocesa. En la mitología celta, árbol sagrado mágico relacionado con la fertilidad y una nueva vida.

Y a la mujer buen marido

La desdicha por la honra. Novelas a Marcia Leonarda. Lope de Vega.

Al anochecer la metí en una talega, la coloqué encima de una mula y, tirando con fuerza del ronzal, emprendí la bajada que lleva de Montealto a Biel, por unas trochas cubiertas de maleza. Unas de esas por las que solo pasan los jabalíes. Nadie podría adivinar qué llevaba en la talega. Por si las pulgas, había echado judías alrededor del cuerpo, y lo coloqué encima del baste. La luna nos convertía en unas sombras alargadas, como las de la Santa Compaña.

Mi hermana Marcela siempre me había puesto en aprietos. Uno muy gordo fue el de su boda con un viudo de El Frago. Y el otro día me dio este soponcio. Sin más ni más, se me murió en el monte cuando íbamos a encerrar las ovejas. No la había visto en toda la tarde y, a la hora de encerrar, llegó sin aliento, sangrando de sus partes y farfullando incoherencias. Cuando la cogí se quedó muerta en mis brazos.

Menos mal que era muy tarde y los pastores, con los que compartíamos los pastos, no vieron nada. Así que, me apresuré a meterla en una talega y llevármela a escondidas, antes de que alguien avisara al médico. No quería que me metieran en líos con lo de la autopsia. Si lo llamaba yo cuando ya la tuviera amortajada, todo sería más fácil. Le diría que se había muerto de un cólico miserere y él se lo creería.

En las seis horas que nos costó bajar, no le quité ojo a la talega. Como no me podía olvidar de los chandríos que me había hecho pasar, le gritaba, y el silencio de la noche me devolvía el eco de mis palabras.

—Mira, Marcela, desde que se murió nuestro padre en la epidemia de tifus, soy el responsable de tu honra. Te quise prometer en una buena casa de Petilla, pero tú, erre que erre, que no te vestirías de finolis ni calzarías chapines. Fui tanteando posibles maridos entre los mejores pastores de Montealto y tú, que nones. Bueno, ¿es que te creías que era fácil colocar a una hermana que se las campaba sola? Pero en el fondo eras una asustadiza. Eso es lo que te pasaba, que te las dabas de libertaria pero tenías miedo.

Me callé un momento y escuché los gruñidos de unos jabatos que se habían perdido. Tenían tanto miedo como tú. Nos alejamos sin hacer ruido y yo volví a mi cantinela.

—Naciste con casi siete kilos y nuestra madre murió de sobreparto. Otra en tu lugar se había amilanado. Pero tú, nada. Que ella tenía la culpa por ser estrecha de caderas. Mira, Marcela, me saca de quicio que te hayas pasado la vida echando culpas a los demás. Es que me enciendo cada vez que pienso cómo me has truncado la vida.

Di tal suspiro que la mula dio un respingo. Menos mal que ni te canteaste.

—A mí no me convenía una hermana tan brava. A tus veinte años aún no habías tenido ningún pretendiente. No te dabas cuenta de que eras una boca más que alimentar ni de que yo me quería casar.

A medida que desembuchaba me iba calmando y comencé a recordar cómo había llegado a enrabietarme tanto contigo.

—Un día entré en tratos con el viudo de El Frago. Aunque un poco bullanguero, era el que tenía más cabezas de ganado en toda la redolada, pero la desgracia se había cebado con su primera mujer. A los pocos días de casados se le murió de difteria. Al viudo y a mí nos pareció bien el apaño y te apalabré. Decidimos que para San Gil Abad, cuando se acaban los pastos del verano, te casarías en Biel y celebraríamos las tornabodas en El Frago. Llegó la boda. Como te casabas con un viudo, los mozos te dieron una cencerrada con todas las esquilas del pueblo. Es que eso del viudo tenía su aquél. La misa tenía que ser a las cuatro de la mañana y teníamos que emprender el viaje de las tornabodas antes de amanecer. El madrugón no te importó cuando viste los preparativos. Antes de la misa ya habían llegado los hombres y las mujeres montados en caballos adornados para la ocasión. Una yegua te esperaba adornada con el pairón, es decir, con una manta especial bordada para esta ocasión y una silla de novia. Cuando te ayudé a montar, noté que te brillaban los ojos y me susurraste: “Hermano, siento un cosquilleo debajo del sayal. Las gentes de El Frago se van a enterar de lo que es capaz una moza enamorada”.  Yo moví la cabeza. Sabía que te casabas por interés. A mí, no me la colabas.

Al llegar a las Eras Badías, viste unas casas que parecían corrales alrededor de la torre. Te cambió la cara. No tenían nada que ver con las mansiones y los escudos nobiliarios de Biel. Entonces oí a una de las acompañantes que te decía:

—Marcela, por si no lo sabes, aquí no hay luz ni agua corriente. Las mozas tenemos que ir con cántaros a la fuente que está allá abajo, junto al río.

—¿Qué me dices? —Yo noté que te quedabas helada.

Los mozos descargaron la dote en la casa del viudo y comenzaron unas tornabodas que duraron hasta el anochecer.

A final, el viudo, que ya no podía aguantar las premuras de su sexo, te llevó a una alcoba, que aún conservaba el aroma de los membrillos de su primera mujer. Tú te pusiste el camisón de satén que habías bordado para la ocasión. Entonces él se desnudó y te tomó por la cintura enseñándote un colgajo tan grande que te dejó sin aliento. Te deshiciste de las garras de tu marido, sin pensárselo dos veces, saltaste por la ventana y huiste despavorida.

Él se quedó pasmado. Se asomó y ya no te vio. A lo lejos adivinó una larga cabellera movida por el cierzo. Pensó que la luna te había desorientado y te habías perdido por los montes. Se dio la vuelta y se tumbó en la cama con el vergajo apuntando al techo. Sabía que era famoso por tener un miembro que espantaba a las mozas casaderas. Se decía que su mujer había muerto con los embistes de un marido montaraz y no de la difteria como él había declarado en el juzgado.

En estas estaba yo, cuando la mula se paró delante de la entrada del corral de nuestra casa. Me cargué la talega al hombro, subí a Marcela a la sala grande y la enrollé con una sábana de lino. Hice un fardo bien atado con cordeles y salí a buscar al médico por la puerta principal. Allí me esperaba el viudo de El Frago, con el que Marcela había contraído un matrimonio ratum sed non consummatum. Nos miramos a los ojos y con voz ronca me dijo:

—Ahora el matrimonio de Marcela, como el de mi primera mujer, ya está consumado.

En ese instante, supe que tendría que seguir luchando por la honra de mi hermana muerta como mandaban las leyes ancestrales.

Carmen Romeo Pemán

Tiburcio el Zurdo

Tiburcio representaba a la tercera generación de los Zurdos. Eran tontos como Dios manda, no de esos que tiene que decirlo el médico. Todo el mundo lo sabía, pero nadie lo comentaba. A  las pocas horas de nacer, la partera lo llevo a que lo bautizaran y dijo al cura que, como venía de cruzado, había tenido que sacarlo tirando del brazo derecho. Y que además tenía la cara envuelta en una telilla. Así que sería zurdo y tendría el don: sería uno más del clan de los Zurdos. Cuando creció presumía de que no podía ser tonto cualquiera, que eso era cosa de los Tiburcios de su familia.

Siempre caminaba con la cabeza gacha. Por encima del cuello de la zamarra le asomaban una nuca corta y unos hombros fornidos. En lugar de pasos daba unas zancadas y balanceaba los brazos como los simios. No tenía cara de bobalicón, pero en la escuela no consiguió aprender a firmar.

—Venga, Tiburcio, que casi lo hemos conseguido.

—Imposible, señor maestro. Es más fácil conocer a las cabras por las caras que las letras de mi nombre.

Era el primero que se apuntaba a jugar a eso de A la una andaba la mula y, cuando le tocaba saltar, daba coces y tiraba al suelo a sus compañeros. Entonces no le perdonaban su tontez y entre todos lo molían a palos.

 —-Si te atreves, vuelve —-le decía uno de los más pequeños.

En las fiestas de Carnaval corría entre las chicas, gritando enloquecido:

—A remangar que es Carnaval.

Y todas huían atemorizadas, que si no andaban listas les bajaba las bragas. Entonces se montaba un jolgorio al que acudían otros mocetes.

Lo malo fue cuando decidió buscarse novia. Que una cosa era ser tonto y otra tener que aliviar las necesidades con las cabras. Con estas aficiones había cogido mala fama y no se le acercaba ninguna la moza. Solo Marcela, pariente lejana de los Zurdos, que tampoco andaba en sus cabales, iba a verlo cuando encerraba el ganado en el corral de las Eras Badías.

— ¿Qué haces danto vueltas por aquí? ¿No sabes que este corral es mío? —gruñó la primera tarde que la vio merodeando por el aprisco.

—Ya —le contestó Marcela—. Es que me gusta ver cómo encierras el rebaño. Se ve que tienes dotes de mando. Te  hacen más caso a ti que a los perros.

—Es que estos no son buenos mastines. Se los encontró mi padre de recién nacidos y no aprendieron bien. Aunque asustan a la gente, están como atontados. Pero no me importa, que los Zurdos nos valemos solos para todo. Hasta los perros me sobran.

—Ya veo que me he equivocado. Yo solo venía a preguntarte si me dejarías venir a ayudarte por las tardes. —Titubeó antes de dar un paso hacia adelante.

—No te acerques mucho. Si espantas a las cabras y luego me falta alguna por tu culpa, te sacaré el fiemo de las tripas con esta horca.

Marcela se quedó quieta mirando al suelo. Cuando lo vio entrar detrás del rebaño gritó:

—Me quedaré aquí hasta que acabes y después subiremos juntos al pueblo.

Dio vueltas alrededor de la empalizada hasta que Tiburcio salió con dos cántaros de leche. Se notaba que además de ordeñar había tetado. Por las comisuras de los labios le caían churretones blancos de olor ácido.

—Igual vienes a verme porque te piensas que llevo monos en la cara. Pues no. Soy como todos los demás. Lo que pasa es que se me da bien hacer muecas y hacer reír a la gente

—¡No te enteras de nada, Tiburcio! Me gustaría ordeñar contigo. Todas las tardes le ayudo a mi padre, que cuida el rebaño de casa Pinseque. Y luego me da un premio. Me deja que me harte con la leche de la última cabra.

—Pues en mi corral nunca ha entrado nadie. Ni siquiera el veterinario. Y menos una mujer. Que no quiero que me lleven en lenguas. Así que si me quieres ayudar nos tendremos que casar —le contestó mirándola a la cara.

Era la primera vez se fijaba en los ojos verdes de Marcela. Aquella tarde que subieron juntos la cuesta del Peñazal.

Antes de medio año los amonestaron en misa mayor. Y, después se casaron en la misa del alba. No se lo podían creer, la iglesia estaba a rebosar. Si lo hubieran sabido se habrían casado en misa mayor.

Al la salida, las mozas les echaron peladillas. Enseguida se formó una comitiva que los  acompañó hasta la Punta de la Carretera.

—Ayer le dije al secretario que nos pidiera un taxi para irnos de luna de miel como los ricos —le dijo Tiburcio al alcalde, en voz alta para que lo oyeran todos. El secretario no dijo nada. Solo él sabía que aquello era mentira.

Esperaron hasta mediodía y, como el taxi no llegaba, fueron a casa y aparejaron la burra. Tiburcio se sentó encima sujetando una maleta vacía. Era la maleta de cartón que los Zurdos guardaban en la falsa por si los llamaban a la mili. Marcela tomó el ronzal y comenzaron a subir la cuesta que llevaba al Corral de Coles. Cuando llegaron, a Tiburcio se le achicaron los ojos, nunca había conocido ninguna oveja tan dócil como Marcela. Además tenía las carnes prietas.

Antes de un año, estaban encerrando el ganado en el Corral de la Eras Badías  y a Marcela le vinieron los dolores de repente. Cuando llegó el momento de los empujones, se acostó en un camastro de paja. Enseguida asomó la mano derecha del niño, que venía de cruzado. Tiburcio tiró y al momento salió la cara cubierta con una telilla, como las de los entresijos de los corderos. Lo recogió del suelo, le ató el ombligo y lo limpió con la zamarra. Luego intentó sacar la placenta, pero no pudo. Tenía unas raíces muy hondas.  Con el niño en los brazos vio cómo Marcela se acurrucaba. Poco a poco, a su alrededor, se fue formando un charco de sangre.

Con dos palos hizo una cruz y la puso en el borde de la era, junto a la de su madre y su abuela.

Carmen Romeo Pemán

Las dosdedos

Las fragolinas de mis ayeres

Siempre nos había llamado la atención la cantidad de mujeres a las que les faltaban tres dedos de la mano derecha. Les quedaban el índice y el pulgar, que los utilizaban a modo de pinzas, con tanta fuerza y agilidad como los cangrejos que pescaba en el río con mi abuelo.

Nadie hablaba de las dosdedos, como eran conocidas, pero nosotras lo comentábamos en clase.

—A lo mejor es propio de alguna casa —decía una que siempre se estaba tocando la cola de caballo.

—Hija, no ves que no puede ser, que no son parientes —le contestaba su compañera de pupitre.

—Esto te lo creerás tú, que en este pueblo todos somos parientes. Mira, mi madre me dice que llame tíos a todos y así acertaré —respondía la de la cola de caballo dándole un codazo.

Las dosdedos, cuando no trabajaban, solían llevar las manos metidas en el bolsillo del delantal, pero nosotras aprovechábamos cualquier descuido para fijarnos en sus muñones deformes. Los pellejos se habían unido formando bultos, entre rojizos y morados, que resultaban repelentes. Se notaba que no las había atendido el médico. Si las hubiera atendido les habría dado puntos y los muñones no serían tan feos.

En la misa de los domingos, llevaban unos guantes de cabritilla con los dedos rellenos de trapos y sus manos parecían normales. Mientras bisbiseaban sus rezos a santa Rita, las juntaban para que todo el mundo las viera. Con el pulgar iban pasando las cuentas de un rosario.

El caso era que a estas casi-mancas las consideraban más fuertes que a las demás. Por las tardes íbamos a los carasoles a verlas hilar. El huso giraba entre sus dedos como las peonzas de los chicos en la plaza. Yo me quedaba mirando, extasiada, como si viera un milagro.

Un año, mi madre habló con la señora María, mondonguera muy nombrada, le dijo que si nos podía echar una mano en la matacía, que le pagaría bien. Con sus dos dedos ágiles le cundía mucho el trabajo. Nadie le ganaba a embutir las morcillas ni a dar vueltas a la capoladora.

Cuando la vi entrar, volví a pensar que, si su defecto era de nacimiento, ya no echaría en falta los otros dedos. Yo creía que, a cambio, Dios le había dado un don. Pero una me iba y otra me venía. También pensaba que no podía ser de nacimiento, que todas las chicas teníamos los cinco dedos.

Llegó al punto de la mañana y puso a hervir los calderos de agua, con los que escaldaría la piel del cerdo. Así era más fácil pelarlo. A continuación siguió dando órdenes para tener todo a punto cuando llegara el matarife. En el momento que lo oyó llamar, me dijo;

—Venga, prepárate, que hoy vas a ser tú la mondonguera.

Me pilló de sorpresa. Seguro que lo habría hablado con mi madre, pero a mí no me habían dicho nada. Me colocó una toca blanca, me ató un delantal, también blanco, y me dio un barreño de porcelana, especial para recoger la sangre.

—¿No tendrás la regla?

—No, aún no me ha llegado. ¿No ve que solo tengo trece años?

—Pues a tu edad yo ya la tenía. Pero ya me habían enseñado estos menesteres.

Como vio que me salían los colores, continuó:

—Es que si sale sangre de tu cuerpo se corta la del cerdo y se echa todo a perder. Aquí no pueden cogerla ni las mozas ni las casadas, por si acaso. Solo las jóvenes como tú y las viejas como yo. Que a veces el nuncio llega de repente.

Tienes que prestar mucha atención. Es una faena muy delicada. A medida que caiga la sangre caliente, como de una fuente, tienes que removerla con la mano derecha y, sin parar de dar vueltas, quitar las venillas y coágulos que vayan apareciendo. No puedes dejarla quieta hasta que se enfríe. Si se coagula hemos perdido todas las bolas y morcillas de este año.

El animal salió de la pocilga chillando. El matarife lo agarraba por la papada con la punta picuda de un gancho y lo arrastraba hacia la bacía, o gamella. Yo que ya estaba de rodillas, intenté levantarme y echar a correr. Pero la señora María me cogía la nuca con los dos dedos y me clavaba sus uñas de garduña. Con la otra mano colocó el barreño muy cerca de la bacía.

De repente el cataclismo. Echaron al cerdo encima de la bacía, puesta del revés, como si fuera una mesa baja. Entonces, el matarife se colocó la punta redondeada del gancho en su pantorrilla y con un golpe certero le clavó en el cuello un cuchillo cachicuerno. Entre seis hombres forzudos casi no podían sujetar al bicho, cuyos chillidos se oyeron en todas las casas del pueblo. Algunos dirían: “Mira, en casa Puyal hoy es fiesta, están de matacía”.

Cuando el cuchillo le penetró por el cuello hasta el corazón, saltó al barreño un chorro de sangre. Sentí miedo y otra vez me quise levantar, pero la mondonguera seguía sujetándome la nuca y no me dejaba mover.

—Anda, acércate más, tienes que poner la mano justo debajo del chorro.

—No puedo, no puedo. Creo que el cerdo se me va a comer la mano.

—Que no se diga que una moceta de casa Puyal no se atreve a coger la sangre. Quedarías marcada para toda tu vida y ni siquiera encontrarías novio.

Con el corazón en las sienes seguí sus órdenes. Hasta que el cerdo dejó de chillar y yo comencé a aullar.

—¡Se me ha comido la mano!

—No será para tanto. Sigue, sigue, no puedes pararte ahora

Yo notaba cómo se mezclaba mi sangre con la del cerdo. La señora María, sabedora de lo que pasaba, metió su mano. Comenzó a dar vueltas y en lugar de coágulo saco tres dedos, los enseñó como un trofeo y los echó a la pocilga

Tardó más de un año en curarme la mano. Tía Petronila, que también era una dosdedos, me ponía pañicos de lino empapados en cera virgen. Los guardaba en una lata de Mantecadas de Astorga bien cerrada.

En cuanto pude volver a la escuela, el tiempo me faltó para para contar en voz bien alta lo que me había pasado. Un alarido salió por la ventana, recorrió las calles del pueblo y siguió por el camino de Santa Ana hasta que hizo eco con el ábside de la iglesia.

Yo soy la última dosdedos del pueblo.

Carmen Romeo Pemán.

EL BAILE DE SALOMÉ

UN CAPITEL DEL MAESTRO DE AGÜERO

De las fragolinas de mis ayeres

Valera a sus diez años ya solía llegar tarde a la escuela. Recorría las calles acariciando las piedras de las casas como si quisiera descifrar las historias de antaño. Se paraba con las mujeres que estaban barriendo las calles. Contaba las herraduras de las esquinas en las que los hombres atarían los machos cuando volvieran del monte. Y es que todo eso le interesaba más que la caligrafía y las cuentas.

Si por casualidad algún día llegaba antes de la hora, se iba a esperar a El Fosal, el cementerio de San Nicolás que rodeaba la iglesia y que hacía las veces de patio de recreo. Subía la escalinata y caminaba hasta el fondo, donde nadie pudiera verla. Se sentaba en un poyo, justo enfrente de la puerta mayor, se cogía la barbilla con las manos y escuchaba las historias que le contaban las figuras del tímpano, las de las arquivoltas y las de los capiteles.

Se pasaba las horas debajo de un capitel con una danzarina. Intentaba adivinar quién era aquella joven que, con las manos en jarras, doblaba la cintura y dejaba caer su cabellera hasta el suelo. No era ninguna moza del pueblo, no. Que ya las había repasado todas. Pensó que igual era la bailarina de alguna compañía ambulante, de esas que de vez en cuando venían a hacer comedias a la plaza. Pero no se parecía a ninguna de las que ella había visto. Preguntó a los más viejos del lugar y tampoco ellos se acordaban.

—Si hubiera llegado alguna moza como esa se habría comentado en los carasoles —le dijo el abuelo de casa Fontabanas.

Un día se armó de valor y se lo preguntó a la maestra. Doña Matilde no se sorprendió, como pensaba Valera. Al revés, era como si estuviera esperando la pregunta.

—Menos mal que alguna de vosotras se ha fijado en el pórtico de la iglesia.

Entonces las otras niñas levantaron la cabeza, abandonaron la caligrafía y se miraron en silencio. Y doña Matilde continúo.

— Habéis de saber que las piedras hablan tanto como los libros. O más.

Les mandó guardar los cuadernos en los cajones de los pupitres, las llevó a El Fosal y las colocó en un corro debajo del capitel de la bailarina. Les dijo que esa figura era una de las maravillas de un antiguo escultor. Un maestro cantero procedente de Agüero que supo moldear la danza de una Salomé adolescente con un movimiento de caderas casi acrobático. Que hoy se habían olvidado de ella y del escultor, pero que en los tiempos antiguos, cuando se representaba el teatro en las puertas de las iglesias, siempre había una moza del pueblo que salía a bailar como Salomé había bailado delante de Herodes.

Y tanto le gustaba esa escena al Maestro de Agüero que hizo varias copias y las repartió por las iglesias de las Cinco Villas y hasta puso una en la catedral de Huesca. De este modo la Salomé fragolina es hermana de la de Agüero, de la de Ejea, de la de Biota y de la de Huesca. Y además tiene muchas primas por el Camino de Santiago.

Ese día, Valera salió corriendo a contarle la historia al abuelo de Fontabanas. Al día siguiente ya la conocían todas las mujeres que barrían las calles. Y ella seguía acariciando las piedras que guardaban secretos de los tiempos de Maricastaña.

Carmen Romeo Pemán

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Imagen principal. Maestro de Agüero: La danza de Salomé. Capitel románico de la iglesia de San Nicolás de Bari de El Frago (Zaragoza), siglo XII.

 

A continuación, os dejo los otros capiteles del Maestro de Agüero en los que se representa La danza de Salomé o La bailarina, como la llaman en los pueblos de las Cinco Villas.

Salomé. Agüero. 1

Capitel de la iglesia de Santiago de Agüero (Huesca)

Salomé. Ejea. 1

Capitel de la iglesia de El Salvador de Ejea de los Caballeros (Zaragoza)

Salomé. Biota. 1

Capitel de la iglesia de San Miguel de Biota (Zaragoza)

Salomé. Huesca.

Capitel de San Pedro el Viejo (Huesca)

 

Sin escuela para las niñas

Acababan de dar las doce del mediodía en el reloj de la torre cuando el alcalde levantó la sesión. Matilde fue la primera que abandonó la sala de juntas. Al pasar por delante del secretario le dijo en voz baja:

—El cura no se saldrá con la suya. Yo conseguiré un local para las niñas.

El alcalde, el secretario y el médico, don Valero, se quedaron rezagados y se volvieron a sentar. Pensaban que con el enfrentamiento entre el cura y la maestra todos saldrían perdiendo.

—Si no nos llegan las subvenciones tendremos que cerrar las dos escuelas —dijo el alcalde.

—Pero ya ha oído a mosén Teodoro: “La enseñanza de las niñas no puede estar fuera de la Iglesia. Y menos en manos de una mujer” —dijo el secretario

—Este cura no se ha enterado de que ahora mandan los liberales y no sabe que los del Gobierno Civilno se andan por las ramas —terció el médico—Tendrán que tragarse a doña Matilde.

—Si no hacemos lo que nos dicen, nos embargarán todos los bienes. Y si no llegan los del Ayuntamiento, requisarán los de la Iglesia. —El secretario se quitó los anteojos y miró al médico —Nos tendremos que tomar en serio lo del local para dar clase a las niñas.

—En lugar de pagar multas por hacer mal las cosas, más les valdría pagar los sueldos que nos deben y construir un local nuevo para la escuela —replicó el médico con retintín.

—Ha venido usted un poco revuelto, don Valero. —le contestó el alcalde, apoyando las manos callosas en la mesa de madera renegrida.

—Es que yo no pienso abandonar el local que tanto me ha costado coseguir—contestó don Valero.

—¡Bueno, bueno! Si le decimos esto a doña Matilde se va a poner hecha un basilisco —apostilló el secretario que se estaba poniendo el guardapolvo gris.

—No se preocupen. Esto corre de mi cuenta. Yo  me encargaré de traer a buenas a doña Matilde. —El médico se removió en el sillón y se oyó cómo crujía la madera.

Don Valero se puso el sombrero de bombín y salió a la plaza con el maletín en la mano. Dudó hacia dónde ir. Pensó que antes de comenzar la visita le vendría bien despejarse oyendo correr el agua del río en el Terrao.

Cuando llegó, se encontró a Matilde asomada a la barbacana. Todos los días, a la hora de comer, descansaba la vista en la mole de San Jorge antes de entrar en casa.

—Qué sorpresa encontrarla aquí. —Don Valero dejó el maletín en el banquero y se colocó cerca de la maestra.

—Me da la impresión de que le gusta hacer teatro. —Se dio la vuelta y lo miró de frente.

—Por Dios, doña Matilde, creía que me tenía en otra estima.

—Eso era antes de darme cuenta de que usted es un traidor.

—¿No le parece una acusación un poco fuerte?

—Mire, don Valero, creo que me quedo corta. Usted me ha traicionado. Se ha aprovechado del local que yo conseguí para mi escuela. —Se refirmó en la barbacana sin dejar de dar golpecitos en el suelo con el tacón del zapato.

—Creo que es muy injusta. Sabe que ese local era necesario para luchar contra el tifus.

—No me malentienda, don Valero. No me refiero a la época de la epidemia. Yo misma se lo ofrecí. Pero ahora lo que necesita es una sala para pasar consulta. —Matilde no pudo controlar el tic del labio de abajo—. Usted tendría que luchar contra estos caciques. Igual que hago yo.

—¿No querrá comparar la importancia de la salud con la enseñanza de las niñas?

—Pues no. Y sí. —Matilde subió el tono—. Es más importante la salud cuando la enfermedad ya ha estallado. Pero antes se puede prevenir educando a las niñas en la higiene.

—Ya salió su higienismo. —Don Valero hablaba con un tono seco—. Pues sepa que la higiene es importante, pero no lo cura todo. Solo con jabón, aún estaríamos enterrando cadáveres del tifus. Si no se nos hubiera llevado a nosotros por delante.

—Pues ya que lo ha sacado le diré lo que pienso. Mire, esos cirujanos que vinieron de Zaragoza no hicieron más que el ridículo con sus caretas de pajarracos. —Matilde dejó escapar un suspiro y continuó—: Si no hubiera sido por la colaboración de las mujeres, usted no habría podido con el avance de la epidemia—continuó.

Matilde volvió a hacer otra pausa y jugaba con los botones de su rebeca azul. Con el silencio se oía el murmullo de los pinos.

—Doña Matilde, por favor, no diga tontadas. No conoce la importancia de esas máscaras. Es verdad que el jabón y el agua ayudan a curar. Pero los medicamentos y la purificación con el fuego son igual de importantes. Son remedios que se suman.

De pronto, Matilde miró el reloj de sol de la esquina de casa Legüita. Era más de la una. Recogió sus libros y se despidió con un “usted lo pase bien”. Don Valero le respondió lo mismo. Matilde tomo aire, y don Valero aprovechó para continuar.

—Espere, doña Matilde. Se me ha olvidado comentarle que ayer recibí un telegrama. No, nada importante. Pero a lo mejor se arregla el problema de su local.

—Vaya, hombre, resulta que se guardaba una carta en el bolsillo.

El médico se quedó un poco pensativo. Miró al suelo y arrancó:

—Es que no sé si sabe que llevo medio año sin cobrar. Estos del Ayuntamiento dicen que no les llega el dinero. Total, que como estaba un poco apurado solicité una plaza en el Hospital Provincial de Zaragoza y…

Matilde contuvo el aliento y se dio media vuelta sin decir nada.

Carmen Romeo Pemán

Biel, 1908. Foto propiedad de la familia Marco Bueno.

Delfina Bueno Garza (Agüero, 1882-Alagón 1953), fue maestra de Biel desde 1907 hasta 1929. Su hermano Valero Bueno Garza (Agüero, 1888-Zaragoza, 1990) estuvo de médico en El Frago en la década de 1910. Eran hijos de Valero Bueno Abad, secretario de Agüero, y de Antonia Garza Ramos, maestra de Agüero, natural de Arándiga.

De tontos y locos

#relatoaragonés

A los fragolinos y castinos que sufrieron estos atropellos.

A Anuncia Alegre, la de la buena memoria.

Desde que murió el padre de Águeda, Lorenzo se pasaba los días vigilando las lindes de los Rocaforte. Aquella misma noche le había dicho a su ama:

—Mire, señorita Águeda, por mis muertos que las ovejas del tonto de Basilio no comerán ni una hierba de sus prados. —Se santiguaba y se besaba el dedo gordo.

—Lorenzo, no te acalores. Si pasan la barrera dímelo. Tú no te preocupes. Yo lo arreglaré con la justicia.

Águeda había notado que cuando le mentaba a Basilio, a Lorenzo se le hinchaban las venas del cuello y se ponía como un loco. Por eso no lo nombró.

Lorenzo se echó al hombro el morral y una escopeta, a la que le había recortado los caños.

—¿Adónde vas con eso a estas horas? —Águeda le señaló los aparejos.

—Los voy a guardar en la entrada del corral. Así no se me olvidarán mañana. Por las mañanas, cuando salgo con las cabras y ellas están tranquilas, aprovecho para cazar algún gazapo.

—Ya sabes que no me gusta que vayas armado. Sería mejor que te llevaras los hurones.

—Es que no lo entiende, señorita. A mí no me gustan esos bichos que sacan todo lo que se mueve en las madrigueras. Más de una vez me han sacado hasta culebras.

—Anda, no me vengas ahora con esas, que te he visto muchas veces con hurones en el morral. —Hizo ademán de quitarle la escopeta, pero Lorenzo se escabulló.

—No se preocupe que esta noche no me acercaré a la linde. Solo voy a echar forraje a los animales.

—Pues no te entretengas. No me gusta estar sola en esta casa tan destartalada—le advirtió cuando lo vio con las llaves del corral en la mano.

—¡Cuántas veces se lo tengo que repetir, señorita! —Lorenzo le señaló una escopeta de caza que había dejado en un rincón de la cocina—. Si se ve en un apuro, apunte.

El día que se murió su padre, Águeda, a sus más de cincuenta años, se hizo cargo de la gran hacienda de los Rocaforte y de Lorenzo, que había heredado el nombre y el puesto de mayoral de su abuelo y de su padre. Un poco raros los Lorenzos, sí. Pero más fieles que los perros ovejeros.

Cuando se quedó sola fregó los platos amarillentos, limpió la sartén de los huevos con el papel de un periódico viejo y lo echó al fuego. Se sentó delante del hogar. Estaba ensimismada con el crepitar de las llamas cuando le llegó el eco de un disparo. Se asomó a la ventana y vio abierta la puerta del corral. Más lejos, allá en el fondo, estaban los alambres con los que su padre había delimitado las posesiones de la casa, harto de altercados con los Basilios, sus vecinos, los propietarios de un exiguo ganado.

Estaba segura de que el eco había venido de allí. Lorenzo le decía que en esa zona había mucha caza. Que los conejos habían hecho muchas madrigueras en los hoyos del cercado.

Las cabras corrían hacia la casa. Primero llegó una. Después otra. Y, al final, todas en tropel. Encendió la luz y se pararon debajo de la ventana. La bombilla se multiplicaba en sus pupilas y era como si se hubieran encendido las luces de un pueblo entero. Eran las mismas cabras que las que se escaparon el día que riñeron el padre de Lorenzo, de una familia conocida desde siempre como la de los locos, y el de Basilio, como la de la de los tontos.

Nadie sabía cómo habían pasado a mayores los viejos enfrentamientos familiares. A los pocos meses de empezar la guerra, los locos se hicieron de derechas y los tontos de izquierdas. Y en una noche sin luna, el abuelo de Basilio mató al abuelo de Lorenzo que andaba poniendo cepos cerca de las tapias del cementerio.

Con el paso del tiempo ya casi se habían olvidado los hechos, hasta que el padre de Basilio siguió a una cabra que se le había metido en la propiedad de los Rocaforte. Cuando lo vio el padre de Lorenzo, salió hecho un basilisco y, sin mediar palabra, le ensartó un ojo con la horca de sacar fiemo y lo echó fuera de la linde como si fuera un espantapájaros.

Así lo recordaba Águeda. Sabía que Basilio había heredado las malas entendederas de sus antepasados. Y no le gustaba verlo siempre detrás de su Lorenzo haciéndole momos.

Águeda seguía asomada a la ventana y notó cómo subía una bruma que, en unos momentos, lo invadió todo. Se tapó la cabeza con un mantón negro y se anudó las puntas de la toquilla en la cintura. Sacó medio cuerpo hacia adelante pero no distinguió qué era lo que se movía en el prado. Estaba tan inclinada que casi se cayó cuando oyó el vozarrón de Lorenzo.

—Esta vez sí que le huele el culo a pólvora. Pero, con esta niebla tan espesa, puede que no le haya acertado.

Carmen Romeo Pemán

La foto principal, la de cabecera. 2010. Lacasta por Miguel Casabona.

Años 70. Lacasta. Foto de Eloi Alegre Aubets, tomada desde las Eras de las Viudas. El ganado de la familia Alegre Bernués, por el Costerazo.

Gregoria de Michela

#relatoaragonés

De las fragolinas de mis ayeres

Todos los días, a las cinco de la tarde, cuando las pequeñas salíamos de clase, la señora Gregoria de Michela, hila que te hila, apuraba los últimos rayos del sol en el banquero de la puerta de la escuela. Le gustaba estar sola. Y no iba al carasol.

A todos los críos nos decía algo sobre todo a mí, que me sentaba a su lado y me ensimismaba viendo cómo daba vueltas el huso.

—Cuando sea mayor, ¿me enseñará a hilar? —le pregunté.

—Entonces yo ya me habré muerto.

—Usted nunca se morirá. Yo lo sé —le contesté.

Ella me miró, soltó el huso y apretó mi mano con la suya.

Es que la vida de la señora Gregoria se había convertido en un misterio. Hacía muchos años que era viuda y pocos se acordaban de su marido. Unos decían que una tormenta lo había despeñado por un barranco. En cambio las mujeres del carasol decían que nunca se había casado, que siempre había estado amancebada.

—Me parece que sois un poco lenguaraces —dijo una que estaba haciendo jersey.

—¿Es que no sabéis que los hombres no se fían de las mujeres que se pasan la vida hilando? Dicen que se parecen a las mujeres de la muerte, a esas que hilan nuestras vidas —contestó otra.

—¿Qué te sabrás tú? —replicó la que hacía jersey.

—Pues mucho. Aún me acuerdo de que nos lo contaba doña Simona en la escuela. Creo que las llamaba las parcas o algo parecido.

En cambio, mis amigas y yo pensábamos que la señora Gregoria llevaba allí desde siempre y que no se moriría mientras hilara. Nuestra maestra nos explicó que las parcas, que ese era el nombre de las que hilaban, eran inmortales.

Como hacía varios días que la señora Gregoria no daba señales de vida, su sobrina llamó al alguacil y echaron la puerta abajo. Subieron a tientas y la encontraron en un camastro de paja con sudores fríos y delirando. Al momento la sobrina volvió a la calle gritando:

—Solo la puede salvar un milagro. Que venga el cura con la unción.

Yo estaba sentada en el banquero esperándola. Así que, cuando oí a su sobrina, salté como un resorte y fui corriendo a buscar a mosén Teodoro que estaba jugando al guiñote.

—Mosén, venga conmigo. —Yo le tiraba de la manga de la sotana.

—¿Qué pasa, Felisa?, ¿qué te ocurre?

—Que la señora Gregoria se está muriendo.

—Anda, vete a jugar. Seguro que son cosas de mujeres. Que son un poco exageradas.

—Mosen, tiene que dejar las cartas. —le dije con la voz entrecortada—. Dicen que le han puesto una vela delante la nariz y que la llama casi no se mueve.

—Pues tendrían que haberme avisado antes de empezar la partida.

El cura tiró las cartas encima de la mesa y se levantó.

Como yo seguía plantada delante de él, me dijo:

—Anda, muévete. Vete a buscar a los dos monaguillos y diles que corre prisa.

Al poco rato salieron por la puerta de la iglesia dos monaguillos. Uno llevaba la cruz procesional y el otro, el acetre y el hisopo en una mano y la campanilla en la otra. Detrás iba el cura revestido con roquete, estola morada y sobrepelliz. Entre las manos llevaba una crismera de plata con el aceite de los enfermos. Para darle más solemnidad, la había cubierto con un paño blanco de lino, seguramente hilado por la señora Gregoria.

Las mujeres lo esperaban arrodilladas en dos filas, con mantillas negras y velas encendidas. Los hombres estaban de pie con las boinas en la mano. Y todos los críos íbamos detrás.

Mosén Teodoro entró en el patio y comenzó a dar hisopazos, a la vez que gritaba:

—¡Afuera, Satanás!

Subió por unas escaleras empinadas y yo me las apañé para ponerme a su lado. En la habitación, habían colocado una mesa con un crucifijo. El cura dejó allí la urna de los óleos y acercó la cruz a los labios de la enferma. Pero se encontró con un esqueleto desdentado.

Entonces, sin querer, se me escapó un “¡ooh!”, cuando vi aquellas manos, tan ágiles con el huso, convertidas en una gavilla de venas y nervios, envueltos en una piel acartonada.

La señora Gregoria, que ya no oía nada, agitaba las manos y roncaba fuerte. Entonces el cura mojó el dedo pulgar en el aceite y le hizo cruces en la orejas, en la nariz, en la boca, en las manos, en los pies y en el ombligo.

Para acabar, le puso la estola en los labios. Y, justo en ese momento, a la señora Gregoria le vino una arcada y le manchó el roquete al cura con un vómito sanguinolento. A mosén Teodoro se le escapó un juramento y se fue escaleras abajo.

Las mujeres colocaron velas alrededor de la cama y echaron esencia de espliego para matar la pestilencia.

Yo me fui a casa y me senté en el hogar al lado de mi madre. Sin venir a cuento, le pregunté:

 —¿Por qué los muertos no pueden cerrar los ojos ni la boca?

—¿De dónde has sacado eso?

—No, nada, es que lo quería saber.

—Anda, cómete la tostada y deja de pensar en esas cosas.

—Es que… la alcoba de la señora Gregoria huele peor que la cuadra.

—Felisa, ¿a qué viene todo esto?

—Pues, ¿a qué ha de venir? A que he acompañado a mosén Teodoro a llevar la unción.

—Este cura se las tendrá que ver conmigo. ¿Qué es eso de llevar a los críos a esos sitios?

Le supliqué que no se enfadara, que él nos dejaba ir. Que yo me colé. Y que no era para tanto,  que ya tenía diez años y era la primera vez que había visto a un muerto. Que fui porque pensaba que todos mentían y yo creía que la señora Gregoria no se podía morir.

—¡Basta ya! Y que no se vuelva a repetir —me contestó mi madre muy seria.

—Pues mañana pienso subir al cementerio a ver cómo bajan la caja a la fosa. Y me pondré en primera fila.

rayaaaaa

Julio Pablos. Mujer hilando

Foto del inicio sin recortar. Julio Pablos. Tarjeta postal de Biel. Sin fecha. Sobre los años cincuenta.

Julio Pablos Gomez (¿?-Zaragoza, 21/07/1991), pasaba los veranos en Biel, hacía las fotos oficiales del pueblo, retrataba a las gentes en el huerto de casa el Santo, en la Caudevilla. Y dejó una colección de postales del pueblo, de los años cincuenta.

Carmen Romeo Pemán

 

Mi abuela, la epiléptica

#relatofragolino

De las fragolinas de mis ayeres

Cuando era niña, muchas veces recorrí el camino de Lacasta a El Frago con mis padres. Un día hicimos el viaje en una burra vieja y tardamos más de tres horas en recorrer una legua escasa. Íbamos a ver a mi abuela. Tenía una enfermedad rara y la semana anterior había acudido a Jaca con la ilusión de que santa Orosia la curara con un milagro.

Según el médico de El Frago, sus ataques de epilepsia iban en aumento. Pero el cura no estaba de acuerdo. Que no, que no estaba bien llamar ataques epilépticos a las sacudidas del demonio. Y no había otra solución. Había que sacarlo del cuerpo. Él probó con exorcismos y no lo consiguió. Por eso mandó a mi abuela a la procesión de los endemoniados de Jaca.

—Pero, mosén, ¿cómo voy a tener el demonio dentro si no he pecado y además me confieso todos los días? —protestaba mi abuela cada vez que se confesaba.

—Anda, Macaria, que no te enteras. ¿Te parece poco? ¿No ves que te has casado con el viudo de tu hermana? ¿No te das cuenta de que te has precipitado y no has dado tiempo a que se apriete la tierra de su sepultura?

—Mosén, yo creo que eso no es pecado.

—No sé quién ha inventado esas patrañas. El matrimonio no acaba con la muerte. Ni los viudos ni las viudas se pueden volver a casar. Y así fue siempre, hasta que llegaron los sarracenos a España.

—¡Ave María Purísima!

—No me vengas con tontadas. Tú le entregaste tu cuerpo a Satanás el día que fuiste al altar. Y algo sospechabas. Que te casaste medio a escondidas, a las seis de la mañana. Y no invitasteis a nadie a la boda.

—¡Jesús, José y María!

—Macaria, tienes que sacarte al diablo del cuerpo. No puedes seguir así en el pueblo. Que intentará usarte y destruirá las virtudes de nuestras tradiciones.

—Mosen, yo no me dejaré.

—¿Es que no lo ves? ¿No te das cuenta que él te incitó a esta boda prohibida?

Al día siguiente el abuelo ensilló la yegua blanca y ayudo a mi abuela a sentarse a la mujeriega. A continuación subió él. Antes de mediodía ya estaban en la procesión de Jaca. Al llegar, mi abuela se unió al grupo de las posesas, que así llamaban a las que se les había metido el diablo dentro. Casi siempre eran solo mujeres. Iban todas detrás de la peana que llevaba las reliquias de la santa. Antes de empezar a caminar, unos hombres con roquetes les ataron cordeles a los dedos. El demonio abandonaría a las posesas si conseguían meterse debajo las andas y, con grandes retortijones del cuerpo, como los que hacen las serpientes, se quitaban los cordeles. Pero si les quedaba algún dedo atado, como le sucedió a mi abuela, no se sabía qué pasaría después.

Cuando la abuela nos oyó llegar, bajó corriendo a la calle, me abrazó y me dio un beso. Pero yo me escabullí en cuanto pude. Es que noté que de su boca salía una tufarada de azufre. Por lo menos así llamaba mi madre a unos polvos que echaba en los geranios y que olían a huevos podridos.

—Alodia, hija mía, ¿qué tal viaje habéis hecho? —me preguntó mi abuela.

Cuando mi madre vio que no le contestaba y me apartaba enfurruñada, me dio un cachete y me dijo:

—Haz el favor de ser más amable con la abuela. Nos lleva esperando todo el día, y tú te portas como una malcriada y una grosera. ¿Quién te ha enseñado esos modales?

—No le riñas a la niña, que llega cansada del viaje —terció la abuela.

Entonces me vino a la cabeza el cuento de Caperucita y le iba a preguntar: “Abuela, ¿por qué tienes una voz tan ronca?” Pero me contuve. No me quería ganar otro coscorrón de mi madre.

Me quedé jugando en el patio mientras todos hablaban en la cocina. De vez en cuando escuchaba detrás de la puerta. Hablaban de demonios en voz muy baja. No sabían por qué la abuela no pudo soltarse un dedo en la procesión. Yo contenía la respiración, pero me daban ganas de hablar. Estaba segura de que en lugar de salir el demonio del cuerpo había salido mi abuela. Y ahora teníamos en casa en al mismísimo Belcebú.

Cuando acabaron la conversación, me llamaron para cenar. Me senté en una esquina junto a mi madre. No sabía por qué, pero me temblaba todo el cuerpo. La abuela sirvió la sopa muy caliente, como le gustaba a mi abuelo. Nadie se dio cuenta, pero yo vi que la uña del dedo meñique le había crecido mucho y que la metía en las escudillas de la sopa. Ella lo disimulaba inclinándose para que no se no lo notáramos. De repente, me dio una arcada y vomité delante de todos.

Mi madre se enfureció y me mandó a la cama sin cenar. Mi alcoba estaba al final de un pasillo largo. Me dieron una palmatoria. Antes de llegar a la habitación, noté que un aliento que olía a huevos podridos me recorrió el cuello. Se me apagó la vela y di un grito. Al momento vino mi madre fuera de sus casillas.

—¡Alodia, tú siempre tan teatrera! Anda, duerme y no nos des más la lata.

Me arrebujé entre las sábanas. Desde mi cama veía la silueta de la torre recortada por la luna. Hasta mi habitación llegaban los sonidos de las campanas cuando el reloj daba las horas. A media noche todo se impregnó de olor a azufre. Pensé que me iba a asfixiar. Al final me dormí pensando que a la mañana siguiente le pediría al abuelo que me acompañara a ver de dónde venía el olor.

No hubo mañana siguiente. Era como si mi abuelo nos hubiera esperado para despedirse. En la madrugada oí la voz del médico.

—No se puede hacer nada. Me han llamado demasiado tarde. Cuando he llegado ya había inhalado demasiado azufre.

Me levanté y asomé la cabeza entre la gente que rodeaba la cama del abuelo. Junto a la cabecera, sentada en una silla de anea, estaba la abuela tapada con un mantón negro. Solo le vi el pico de la nariz y el dedo meñique con un trozo de cordel incrustado en la carne.

Me santigüé y en voz alta le recé a santa Orosia. Le pedí que librara a mi abuelo del Maligno. Entonces la abuela empezó a hacer aspavientos, como si también ella se fuera a asfixiar. Mi madre se volvió hacia mí.

—No vuelvas a aparecer por aquí. Los niños no pueden velar a los muertos.

Velas para los muertos.

Cestos con velas para el Día de las Ánimas. Foto: Ricardo Mur, «Pirineos montañas profundas», 2003.

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Imagen del Comienzo. 1918. Nueno, Huesca. El abuelo Auqué y una mujer, sentados en la puerta de Casa Auqué. Foto de Rircardo del Arco Garay. Fototeca de la Diputación de Huesca. Publicada en FB en el grupo Fotos antiguas de Aragón.

Carmen Romeo Pemán

Gregoria la partera

De las fragolinas de mis ayeres

A Gregoria nunca le había gustado su nombre. Cuando era niña, en la escuela le decían que tenía nombre de chico. No conocían a ninguna otra Gregoria, pero sí a muchos Gregorios. Y todo porque en El Frago había mucha devoción al santo llovedor. Todos los años el día nueve de mayo se salía en procesión hasta la Cruz. El cura bendecía los campos y pedía agua para las cosechas. Después todos en hilera bajaban hasta la ermita más cercana cantando las rogativas, y las lluvias no se hacían esperar. A los pocos días los campos se cubrían con verdes intensos.

Unos años más tarde, un día que el sacerdote se estaba revistiendo con la capa pluvial para comenzar la procesión, entró Gregoria en la sacristía y le dijo:

—Mosén, a ver si este año no se olvida de rezar a Santa Gregoria.

—Anda, calla, no me vengas con las monsergas de siempre —le respondió el cura sin mirarla.

—Pero, ¿por qué es tan terco?, ¿por qué no me hace caso? —insistió ella tirándole del sobrepelliz.

—¿Por qué ha de ser? Porque no está en el santoral. Y suéltame.

—Pues nómbrela cuando llegue a las santas. Bien fácil se lo pongo. Por ejemplo después de Sancta Ágata, diga Sancta Gregoria. Y todos le contestaremos: Ora pro nobis.

—Más te valía meterte en tus asuntos.

—¡Moséééén! Esto es asunto de todos. Las mujeres también queremos santas para nuestros nombres.

—¡Claro, claro! Pero a una partera tan bulliciosa no le conviene el nombre de una santa.

—Pues, aunque no vengo a misa, sepa que tengo temor de Dios y “cumplo con parroquia”, como manda la Santa Madre Iglesia, que todos los años vengo a comulgar en Pascua de Resurrección y usted me apunta en el libro.

—¡No sé a quién se le ocurriría ponerte ese nombre!

—Pues a cualquiera. Que a todo santo le corresponde una santa. Si existe san Babil, también tiene que existir santa Babila.

Mosén Teodoro le dijo a un monaguillo que cogiera el hisopo con el acetre y al otro que fuera saliendo con la cruz procesional. Entonces Gregoria se interpuso y continuó:

—Además, santa Gregoria fue una de las once mil vírgenes que acompañaron a santa Úrsula. —No pudo contener una carcajada—. ¡Once mil vírgenes juntas lanzadas al martirio!

—¡Largooooo! ¡Fueraaaa! ¡Anatemaaa! —Por debajo de la capa salía un brazo que señalaba la puerta.

Gregoria sabía que la mala fama le venía del día que parió Juana del Corronchal. Juana estaba trillando en Carcaños cuando notó que le venían los dolores. Le dijo a su marido que estaba de parto. Y él, sin soltar la horca con la que estaba allanando la parva, le contestó:

—¡Coño, Juana! ¿Qué dices? No ves que no puedes parir aquí en la era. Eso nos traería muy mala suerte y nos arruinaría la cosecha.

Entonces ella bajó la cabeza y sin decir nada cogió el camino que llevaba hasta El Frago. Dos leguas a buen paso costaban casi tres horas. Y le costó mucho más porque los dolores aumentaban y la obligaban a pararse cada poco rato. No sabía cómo se las arreglaría sola si la criatura decidía salir antes de llegar al pueblo. ¡Imposible! Todos sus hijos habían nacido en la cama, bien asistidos por Gregoria y todas las vecinas. Mientras andaba en estas cavilaciones, se ataba la cincha de la yegua a la cintura y se la pasaba bien apretaba por debajo de la barriga. Intentaba hacerse una especie de braguero, para que, llegado el caso, lo que venía no se le cayera al suelo. Es que tenía miedo de que aprovechara una de sus zancadas para empujar con más fuerza.

Cuando acabó el repecho del camino de San Miguel, cada vez más encorvada, siguió andando hasta el Plano, donde vivía Gregoria. Llamó a la puerta, pero Gregoria no le contestó. Se apoyó en el quicio y la oyó gritar en el corral de los cerdos. Juana sacó fuerzas de flaqueza:

—¡Gregoria, ábreme! Date prisa, que ha llegado la hora de los empujones.

Con el guirigay de los cerdos Gregoria no oyó bien qué le decía Juana. Y, sin volver la cabeza, le contestó:

—Vete a tu casa y espérame. Ahora no puedo ir que está pariendo la tocina. Aún tardaré un poco porque trae muchos.

Juana, a duras penas, pudo andar un poco más. Se acuclilló junto a una peña y allí nació su hija su hija Gregoria. Cuando le cortó el cordón umbilical con las tijeras de escardar que llevaba en la faltriquera, la niña comenzó a chillar y montó un alboroto mayor que los tocinos.

Al rato llegó Gregoria, pero la niña ya tenía el melico atado con un trozo de cordel que su madre les había robado a los hombres en la era.

—¡Ves como no era para tanto! Tú podías parir sola, pero la tocina no —le dijo a la vez que la ayudaba a incorporarse.

—Pues esto ha sido un milagro de santa Gregoria —le dijo Juana—. Yo me encargaré de que el cura la incluya en las rogativas del año que viene.

Desde ese día hubo dos Gregorias. Luego llegaron más.

Sancta Gregoria —dice el cura, el nueve de mayo, al llegar a la «Peña que parió Juana». Y Todos responden: —Ora pro nobis

Santa Ursula et undecim millia virginun.  —El mosén levanta más la voz. Y todos gritan:—Orate pro nobis.

Carmen Romeo Pemán

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WhatsApp Image 2018-06-29 at 09.13.43 (1)Ilustración de Inmaculada Martín Catalán. (Teruel, 1949). Conocí a Inmaculada cuando llegó al Instituto Goya de Zaragoza. Venía con un buen currículo y con una excelente fama como profesora. Ha participado en numerosas exposiciones colectivas de escultura y pintura. Ya es una habitual colaboradora de Letras desde Mocade con la ilustración de mis relatos.

Agua del cántaro

De las fragolinas de mis ayeres

Dionisia bajaba todas las tardes a la fuente a buscar agua fresca para los hombres que llegaban sudorosos del monte. Ese día, como los anteriores, cogió el cántaro que guardaba en el brocal del aljibe del patio y se lo puso en la cadera. A las siete en punto salió por la puerta delantera de su casa, que estaba a las afueras del pueblo, y enfiló la pendiente que llevaba hasta el Arba. Anduvo sola hasta la Peña de Tolosana. Allí se sentó y esperó a que llegaran sus amigas.

Dionisia era la más puntual. No perdía tiempo en arreglarse como sus amigas. Y todo porque su madre, que pensaba aún no le había venido la regla, a los catorce años no la dejaba pintarse ni usar enaguas almidonadas.

—Ya tendrás tiempo cuando seas moza casadera. Entonces sí que tendrás que engalanarte para que se te acerque algún mozo y no quedarte para vestir santos.

—¡Calle, madre! —Dionisia se tapaba las orejas con las manos.

—¿Qué me calle? Vamos, no se puede llegar a más. —Entonces levantaba el índice amenazante—. Un solterón aun sirve para algo, pero una solterona es la peor desgracia que le puede caer a una familia.

Cuando vio llegar a las amigas por la revuelta del Peñazal, se unió a ellas y continuaron todas juntas, quitándose la palabra las unas a las otras:

—Mirad, este lazo rojo me lo regaló Juan para la sanmiguelada —decía Quiteria.

—Pues a mí me dijo Jorge que me traería unos pendientes de la feria de Ayerbe — contaba Jacoba.

—Anda, eso no es nada. A mí Felipe me va a comprar el anillo de pedida —terciaba Blasa.

En medio del griterío Dionisia callaba y miraba al suelo para no tropezar con las piedras del camino. Pues sabía que si se le rompía el cántaro su madre no le compraría otro.

En la bajada se daban prisa para llegar antes que los mozos. Hacia las siete y media ya habían llenado los cántaros y se divertían remojándose con el agua de la fuente. Ese día Dionisia se alejó del grupo y se sentó pensativa. Al poco rato llegaron los mozos a abrevar las caballerías. Les soltaron los ramales y las dejaron beber mientras ellos se acercaban a las mozas. Con el reencuentro se acabaron los juegos y comenzaron las conversaciones pícaras. Dionisia los miraba como si nada de eso fuera con ella.

Cuando las caballerías dejaron de beber, emprendieron la vuelta al pueblo. En la subida, las mozas ya no iban tan dicharacheras ni tan alegres. Caminaban muy concentradas, junto a los mozos. De vez en cuando alguna pareja se apartaba un poco para hablar a solas.

A Dionisia, que iba rezagada y encogida, como si se avergonzara de su cuerpo de niña, se le acercó el mozo más joven y le dijo:

—Yo sé lo que te pasa. Y te voy a esperar.

Se puso tan nerviosa que dejó de mirar al suelo. Entonces tropezó, se le cayó el cántaro y se hizo añicos. Notó algo húmedo entre las piernas. Se decepcionó al ver que sólo era el agua del cántaro que se le escurría por las enaguas.

Dionisia no dijo nada, siguió andando unos pasos, volvió la cabeza y vio el charco junto a una piedra, en el último recodo del camino. Sintió una punzada en el pecho. Sólo ella sabía que hacía tres meses que había tenido la regla por primera vez y que después del encuentro con Manuel ya no le había vuelto a venir.

Cuando llegaban al pueblo sonaban las campanadas del reloj de la torre. A esa hora llegaban los hombres del monte y su madre esperaba el agua para llevarla a la mesa. A las ocho en punto entró en su casa, se apoyó en el brocal, contempló su cara en el agua negra del pozo y oyó el eco lejano de los gritos de su madre:

—¡Dionisiaaaaa!, ¿dónde está el agua del cántaro?

Por las rendijas de la puerta entraban los silbidos del cierzo que arremolinaba las flores en el camino.

Carmen Romeo Pemán

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Imagen principal. «Llenando el cántaro en la fuente de El Frago», de Carmen Romeo Pemán.

Sobre El Frago y su nombre

San Isidoro, Etymologías

Me emociona entrar en la historia de las palabras. Saber de dónde vienen, cómo han convivido con sus vecinas y quiénes las llevaron en sus labios. Y si una de ellas es el nombre del pueblo, de la roca, que me vio nacer, comprenderéis que le haya dado muchas vueltas. ¿Cuándo se bautizó?, ¿cuál fue el nombre primitivo?, ¿qué cambios ha sufrido?, ¿por qué lo llamaron El Frago y no La Peña?

El Frago es un topónimo tan antiguo que no tenemos su partida de bautismo. Así que me inventaré una que resulte razonable y escribiré un relato que parezca verdadero.

No voy a ser la primera. Desde hace años, algunos hombres sesudos se vienen acercando a su nombre. Y casi todos lo relacionan con fragosus. Entre ellos están ni más ni menos que don Joan Corominas, autor del Diccionario etimológico de la lengua castellana, y don Wilhelm Meyer Lübke, un alemán muy afamado, considerado el padre de las lenguas románicas.

Como veréis, mi relato sobre Illo Fragum no es del todo original. Me he inspirado en las pistas del filólogo don Vicente García de Diego porque se ajustan bien a fisonomía del pueblo y a la manera de nombrar en la zona. Don Vicente perteneció a la Real Academia Española desde 1926 y en 1932 fue designado para dirigir el Diccionario Histórico de la Lengua Española.

Illo Fragum

Es un sustantivo que podríamos traducir por el peñasco, la peña grande o la roca. Y creo que lo eligieron con acierto. Cuando queremos bautizar a alguien le ponemos un nombre y no un adjetivo. Y procuramos que tenga un aire de familia.

Me parece que fragosus, con el signifcado de fragoso, peñascoso, no le sentaba tan bien. Porque era un adjetivo, ¡y muy culto! Lo utilizaban los poetas y era poco frecuente en la lengua popular. A mí me resulta raro que mis antepasados eligieran un adjetivo poético para nombrar un paraje bárbaro e inculto.

Si a esto le sumamos que fragum era una palabra corriente en toda España y que en los primeros documentos ya aparece como Fragum o Frago, mi propuesta va cobrando fuerza. Y si nos acercamos hasta el pueblo y vemos la roca en la que se asienta, ya no nos cabe ninguna duda.

Fragum. Una palabra latina anterior a las Lenguas Románicas

De esto nos dan cuenta los restos del naufragio del latín clásico. Muchas palabras latinas desaparecieron, pero dejaron señales de su existencia en las nuevas lenguas. Algo del antiguo fragum se quedó en el francés Frai y en el provenzal Frau y Afrau, con el sentido de «rocas y tierras escarpadas». En la vieja Hispania se quedaron Fraga y Frago. Además, fraga, como peña y roca, y frago como “peñasco grande” se conservan en los dialectos de Zamora. (Cfr. García de Diego, Etimologías). Y todas ellas tienen un matiz de rotura y están relacionadas con el verbo frangere, resquebrajar.

Era costumbre dar nombre a los pueblos con palabras corrientes, de un significado claro. Estoy convencida de que fragum era moneda común en la zona.

El artículo

En este caso forma parte del nombre y hay que escribirlo con mayúscula. Es una pista clave que hace pensar que era un nombre descriptivo y que con el tiempo fue perdiendo el significado primitivo.

El artículo resulta natural si va delante de un nombre. Pero, ¿cómo justificamos que vaya delante del adjetivo fragosus? Un poco difícil, ¿no? Bueno, algunos me dirán que se puede hablar de una sustantivación, pero eso resulta muy complicado.

En general, los nombres de lugar con artículo suelen referirse a un significado muy concreto. En este caso a la gran peña sobre la que se asienta el pueblo.

El Frago y El Peñazal

El pueblo y su barrio son dos nombres semejantes y diferentes. Y los dos llevan artículo.

El Peñazal es un antiguo barrio en uno de los extremos de la roca del pueblo. Como había que diferenciarlos bien, al núcleo importante se le puso fragum, y al barrio un nombre derivado de peña.

¿Por qué El Frago y no La Peña?

El Frago y La Peña, en su origen, eran sinónimos. Pero El Frago era menos corriente y, por lo tanto, identificaba mejor. Se debió elegir para no confundirlo con las abundantes peñas de la zona.

En el propio término municipal están: Peñamigalo, Peñasaya, PeñafigueraPeña Caballera, Peña Cervera, Peña del Cubilar de Ferrero, Peña el Santo Cristo, Peña el Zarrampullo, Peña EsturruzaderaPeña que parió Juana, Peña Gato, Peña os Arroyos, Peña os Cuervos, Peña Paseo, Peña Pozalera, Peña Redonda, Corral d’a Peña, Pozo a Peña, Paco Peña.

Peña era una palabra tan antigua como frago. Derivaba de arcaico penn— , pinn—, y no del posterior, y metafórico, pinna, «almena», como defiende Corominas. ¡Otra vez contra don Joan! Es que el temprano fragum nos lleva a aceptar el origen precéltico de peña, una voz que gustó mucho a los aragoneses. Tanto que hoy aún se habla de peña y no de piedra, y de peñazo en lugar de pedrada.

Entre tantas peñas es natural que el pueblo sea el peñasco por excelencia y que proceda de una palabra que lo distinga.

Para terminar

El Frago es un nombre más antiguo que la documentación histórica que se conserva. Cuando se fundaba un pueblo se solía bautizar con el nombre  que ya circulaba por la zona. Y nos resulta muy plausible que este cerro, en realidad gran peñasco, fuera conocido como fragum antes de que se asentara allí la población.

Se non è vero, è ben trovato.

Carmen Romeo Pemán

Pan para los rebeldes

De las fragolinas de mis ayeres

Era una tarde soleada y todas estábamos calladas en la clase de labores, escuchando los cuentos de doña Simona. De repente se abrió la puerta y entró un hombre con una escopeta en un hombro y una manta de cuadros en el otro. Con la mano le hizo una señal a doña Simona para que saliera. Entonces ella se levantó con sobresalto, salió al pasillo y estuvo un buen rato conversando con el señor de la manta. Aunque no podíamos oír lo que decían, nos llegabael tono excitado de la maestra. Cuando volvió, tenía la voz rara.

—Ahora vamos a suspender la clase y cerraré la escuela. Vosotras os vais a casa sin pararos en ningún sitio. Y no tengáis miedo que no os pasará nada, os lo prometo yo, y también este señor que está a mi lado. —Se giró a señalarlo y vio que no estaba solo.

Aquella aparición fantasmagórica nos hizo temblar a todas. Obedecimos a doña Simona y, en una fila muy ordenada, sin empujones, salimos a la plaza. Y ¡qué sorpresa! Allí estaban nuestras madres cosiendo botones en las camisas de unos hombres que habían venido del monte. Enfrente de la puerta de la escuela, el banquero que iba de un lado al otro de la plaza estaba lleno de panes de kilo y medio. Yo nunca había visto tantos panes juntos. No sé cuántos había, pero, desde luego, eran muchos, como si hubieran juntado los de todas las masadas de todas las casas del pueblo.

Cada una de nosotras se acurrucó junto a su madre, menos las dos chicas de casa Zarrampullo que, como no tenían madre, se quedaron junto a la maestra.

De repente oímos a Dominica del Corronchal que se dirigía a un grupo de hombres armados:

—¡Oigan, ustedes! Nosotras les llevaremos la comida que podamos recoger y les amasaremos pan. También les lavaremos la ropa y les remendaremos las camisas. Pero no vengan al pueblo, que nuestros hijos se ponen nerviosos. Nosotras iremos al monte con el recado.

Antes de que nadie le replicara continuó con un tono más enérgico:

—Saquen ahora las mulas de nuestras cuadras y váyanse antes de que vuelvan nuestros maridos del campo, que aquí se armará la de san Quintín si no tienen sitio donde meter las nuestras cuando lleguen.

El grupo de hombres sacó las caballerías de las cuadras, recogió los panes y, con calma, tomó el camino que llevaba a la Sierra de la Carbonera. De todos era sabido que allí había un importante campamento de maquis.

Las mujeres esperaron a que los maquis desaparecieran por la collada. No faltaba ninguna. Ellas iban a arreglar este asunto. Ya bastaba de violencia. Si los hombres tenían que ir al monte, Dominica haría las veces de alcaldesa y las otras estarían con ella. Todas juntas conseguirían acabar con un enfrentamiento que azotaba a Valzargas y a la redolada desde hacía más de cuatro años.

Desde entonces se tuvo en cuenta la voz de las mujeres valzargueñas. Cuando llegaron las elecciones, Valzargas tuvo un Ayuntamiento solo de mujeres.

Y doña Raimunda escribió un relato para que nunca se olvidara esta gesta. Hoy en las clases de costura las niñas le piden a la nueva maestra:

—Por favor, léanos el cuento que dice cómo nuestras abuelas amasaban el pan para los rebeldes.

Carmen Romeo Pemán

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Imagen principal de Inmaculada Martín Catalán. (Teruel, 1949). Conocí a Inmaculada cuando llegó al Instituto Goya de Zaragoza. Venía con un buen currículo y con una excelente fama como profesora. Ha participado en numerosas exposiciones colectivas de escultura y pintura. Ya es una habitual colaboradora de Letras desde Mocade con la ilustración de mis relatos.

20170209. Inmaculada en el Pablo Gargallo

Inmaculada Martín Catalán dibujando en el museo Pablo Gargallo

En la sala del tifus

De las fragolinas de mis ayeres

A don Valero de Arbigosta, el médico que consiguió una sala de aislamiento en la epidemia de tifus que se llevó a casi todos los fragolinos.

Antes de acostarse, doña Pascuala se pasó por la sala de los enfermos para ver si podía echar una mano a la que se encargaba de las noches. Quería ayudarla a sacar al sereno los baldes con la ropa sucia para que Máxima los tuviera preparados antes del canto del gallo y se los llevara a lavar al Arba.

El Ayuntamiento había aprovechado el desván del horno público como sala de aislamiento. Así no tenían que andar encendiendo fuegos y los humos no aumentaban el concierto de toses.

A esas alturas ya había muchas niñas afectadas. A doña Pascuala no le extrañaba que los piojos camparan a sus anchas. Sus alumnas no paraban de rascarse y, por mucho que les insistiera, no se cambiaban de ropa, incluso algunas dormían vestidas, amontonadas con toda su familia en unos camastros de paja que cambiaban de año en año.

—¡Escuchadme todas! —les decía en clase—. Es muy importante que os lavéis el cuerpo y la ropa. Y que vuestras madres limpien la casa y frieguen la vajilla con jabón.

Cada día una madre tenía que llevar un cántaro de agua a la escuela y doña Pascuala les obligaba a lavarse las manos en un barreño descascarillado que había colocado en la entrada. Luego las sentaba en la puerta que daba a la calle y les iba pasando una peineta para despiojarlas. Pero algunas familias protestaron al alcalde.

—Es que no se da cuenta que con esas cosas nos está llamando guarros a todos.

Esa tarde, al entrar en la sala, oyó llorar a una niña de seis años que llevaba dos días aislada. El médico saludó a la maestra desde el fondo y se acercó.

—Buenas noches, doña Pascuala. Usted siempre tan preocupada por sus chicas.

Antes de responderle, se le achicaron los ojos, se le hundió el hoyuelo y comenzó a temblarle la barbilla.

—Buenas, don Valero. Lo mismo le digo a usted con sus enfermos. Estas no son horas de pasar visita. A no ser que haya algún caso de extrema gravedad.

—No, no. Por lo menos por ahora. Hemos tenido suerte de que sean casos de tabardillo, y no de fiebres tifoideas, como los del año pasado.

—No entiendo bien la diferencia, la verdad.

—Pues si no le importa, la acompañaré hasta su casa, que están las calles como boca de lobo, y se la explicaré por el camino.

Doña Pascuala enrojeció tanto que parecía que sus mejillas se habían contagiado con las erupciones de los enfermos.

—Será un honor, don Valero. Pero no tiene que molestarse por mí. No tengo miedo a la oscuridad y me protejo bien para no contagiarme.

—Bueno, en cualquier caso, la acompañaré.

Esa noche doña Pascuala estuvo muy atorada. No se puso guantes ni encontró el balde de zinc para echar la ropa. Tampoco acertó a ponerles a sus alumnas los trapos mojados en agua fría para bajarles la fiebre. Cuando le tocó la frente a la más pequeña para ver cómo andaban sus calenturas, oyó que le decía en voz muy baja:

—Doña Pascuala, no se ponga tan colorada, que todos sabemos lo de usted y don Valero.

La maestra creyó que estaba delirando.

Carmen Romeo Pemán

Imagen principal. El Frago, el huerto de la Barbera: la mujer del barbero y practicante, ayudante de don Valero.  Foto de Chesus Asín.

¿Es santa Águeda una santa feminista?

  • Sancta Agatha, ora pro nobis
  • Sancte Agatha et Apollonia, orate pro nobis
  • Sancte vos in mulieribus, orate pro nobis

No recuerdo desde cuándo. Yo diría que desde siempre. En la iglesia de El Frago rezábamos una novena con estas letanías a las más santas entre todas las mujeres, a nuestras abogadas: santa Águeda, el día cinco de febrero y santa Apolonia, el día nueve del mismo mes. La víspera, además de los rezos, las chicas encendíamos grandes hogueras en su honor en medio de la plaza mayor.

Este cinco de febrero, muchas mujeres acudirán a los lugares de culto y cantarán en español lo que antaño recitábamos en latín.

  • Santa Águeda, ruega por nosotros
  • Santa Águeda y santa Apolonia, rogad por nosotros
  • Vosotras, santas entre todas las mujeres, rogad por nosotros

Y yo, al compás de estos y aquellos rezos, voy a evocar una parte de esta historia. Porque santa Águeda y santa Apolonia fueron santas muy populares. Y porque las redes están viralizando la figura y los festejos de santa Águeda.

Antes de continuar, quiero deciros que si alguien me pregunta a bocajarro si santa Águeda es una santa feminista le contestaré que no. Que a Santa Águeda la han convertido en la patrona de las mujeres para salvaguardar las leyes del patriarcado. Que han hecho coincidir su fiesta con la de antiguos ritos paganos de inversión. Que interesaba cristianizar los pilares básicos de la sociedad patriarcal para fortalecerlos. Y que ella no tiene la culpa de que intenten sacar beneficios de sus virtudes y de su historia.

El nombre. Ágata, Ágeda, Águeda y Gadea

Santa Águeda, como muchas santas, fue bautizada con un nombre parlante o descriptivo. Estos nombres, igual que los apodos, sintetizan las virtudes o defectos de las personas que los llevan. Son frecuentes en la literatura tradicional y en los cuentos populares. Cuando oímos Trotaconventos, Blanca Nieves, Caperucita Roja o Barba Azul, nos hacemos una imagen muy clara del personaje. Y no es lo mismo llamarse Pipi Calzaslargas que Maléfica.

Agathe, la bondadosa o la virtuosa, era un apodo corriente para las chicas de la Grecia Clásica. Y se esperaba que estas virtudes las adornaran, como cantaba su nombre.

Santa Ágata fue muy popular en toda Europa: Agata, en latín e italiano; Agatha, en inglés y portugués; Agathe, en francés; Adega, en gallego.

En España fue tan popular que se adaptó fonéticamente y perdió el significado descriptivo. Desde fechas tempranas se convirtió en Ágeda, Águeda y Gadea.

  • En Santa Gadea de Burgos, do juran los fijosdalgo,
  • allí le toma las juras el Cid al rey castellano. («La jura de Santa Gadea», romance)

Alfonso VI desterró a don Rodrigo Díaz de Vivar y la santa, como se esperaba de sus virtudes, cuidó de doña Jimena y de sus hijas, que se quedaron en Cardeña.

Las vidas de santos

En la alta Edad Media se escribieron vidas de santos para que sirvieran de modelo a los cristianos. Tenían un fin pedagógico, no eran dogmas de fe y estaban escritas con el gusto literario de la época: elementos maravillosos y descripciones desgarradoras con las que era fácil despertar los sentimientos y llamar a la piedad. Se llegó a crear un patrón retórico muy elaborado.

Las biografías de las santas comparten muchos elementos y, salvo pequeños detalles, podríamos intercambiar algunas. La vida de Santa Águeda sigue uno de esos patrones y la santa comparte sufrimientos con otras mártires. La devoción a esta santa se propagó con rapidez porque se adaptaba bien a las exigencias patriarcales.

La historia de santa Águeda

Nació en Palermo y murió en Catania, Sicilia, el año 251, durante la persecución de Decio. El senador Quintiliano, atraído por la singular belleza de esta joven de familia distinguida, intentó poseerla. Pero ella, con un comportamiento virtuoso, como se esperaba de su nombre, le juró que se había comprometido con Jesucristo y lo rechazó. El senador, herido en su prepotencia masculina, ordenó que la condenaran, que le cortaran los pechos y que la arrojaran sobre unos carbones encendidos. Según la leyenda, el Etna entró en erupción el año de su tortura. Los habitantes de Catania imploraron su intercesión y la lava se detuvo en las puertas de la ciudad.

Una santa protectora

Los santos protegían a los hombres de sus temores y de las amenazas que se cernían sobre ellos. Los liberaban de las enfermedades, de las guerras y de las epidemias. Como se creía que estos males estaban provocados por la ira de los dioses, los santos eran unos intermediarios que intentaban aplacarla. Para conseguir sus favores, los hombres les hicieron estatuas, fundaron cofradías y erigieron santuarios, en los que se solicitaba su intercesión.

Junto a los rezos y ritos para conseguir la protección frente a las enfermedades también les pedían que favorecieran la fertilidad y la lactancia, porque en épocas de guerras y epidemias se llegó a temer por la desaparición de la raza humana. Estas costumbres se popularizaron en la Alta Edad Media a través de los caminos de los peregrinos.

Con la llegada del cristianismo, las antiguas divinidades paganas se consagraron a las nuevas advocaciones religiosas, sobre todo a la Virgen y a los santos. En este tránsito de lo pagano a lo cristiano, santa Águeda fue una de las santas con mayor fortuna.

Patrona de las casadas

Como muchas de sus compañeras de altar, estuvo relacionada con las enfermedades de las mujeres. Por los rasgos de su biografía se convirtió en la protectora de las casadas, de las enfermedades de los pechos, de la lactancia y de los partos difíciles. El carácter de sanadora que se le atribuyó en el País Vasco la llevó a ser la patrona de las enfermeras.

Santa Apolonia-1

Su papel era diferente al de su vecina santa Apolonia, patrona de las solteras y del dolor de muelas. Y compite con santa Bárbara en la protección contra los volcanes, los rayos y los incendios.

Abogada de la lactancia

Hasta mitad del siglo XX, las mujeres de clase alta dejaban la lactancia de sus hijos en los pechos de las nodrizas. Precisamente, para animarlas a que dieran de mamar, se crearon advocaciones de diosas y santas amamantando.

Esta costumbre venía de lejos. En Egipto la diosa Isis daba de mamar a su hijo. En las catacumbas la Virgen amamantaba al Niño. En el Renacimiento y en el Barroco abundaron las Vírgenes de la Buena Leche. La Virgen fue un modelo, pero hubo santas que también favorecieron la lactancia. Sobre todo, santa Brígida, festejada el uno de febrero, y santa Águeda, el cinco. Se eligieron fechas cercanas para reforzar el mensaje.

Origen ancestral

Esta fiesta tiene muchos elementos de origen pre cristiano. En España era frecuente mezclar los cultos celtas con los de importación romana. En la Edad Media, la Iglesia intentó suprimir las fiestas paganas. Pero, como era imposible desterrar unas costumbres muy arraigadas, las cristianizó y las llenó de un significado religioso.

En santa Águeda confluyeron tradiciones matriarcales celtas con romanas. Es decir, en sus festejos hay elementos folklóricos más antiguos que la propia santa.

Y, por si fuera poco este sincretismo de elementos arcaicos, hoy andan revueltas santa Águeda, patrona de las casadas, y santa Apolonia, de las solteras. Esto es, andan mezcladas la fiesta de inversión de las casadas con la de iniciación de las solteras.

El mundo al revés

Estas celebraciones que ponían el mundo patas arriba eran necesarias para respetar y fortalecer el orden social. Consistían en dar el poder a los subordinados un día al año, en permitirles que se desahogaran con expresiones satíricas y burlescas. Y debajo de la alegría desbordante, latía la condición tácita de que el resto del año volverían el orden y la subordinación.

En la Edad Media la Iglesia controló estas fiestas, las santificó y les adjudicó un patrón. En ese reparto, como acabamos de ver, a santa Águeda le correspondió la fiesta de las casadas. Para asegurar y reforzar el papel de superioridad de los varones, era importante que un día al año las mujeres desahogaran y anularan sus deseos de mando, de forma colectiva.

Las aguederas de Zamarramala conservan abundantes elementos paganos de la fiesta. Estas alcaldesas segovianas muy vivas en el folklore, han sido tema de obras literarias españolas.

Para terminar

Al principio santa Águeda era solo patrona de las casadas. Cuando se vaciaron los pueblos y se perdió la fiesta de santa Apolonia, patrona de las solteras, santa Águeda se quedó con todas. Y esto no fue bueno para las mujeres. Desde entonces resulta más fácil controlarnos juntas.

El día cinco de febrero se favorecen los juegos del mundo al revés. Ese día las mujeres recorremos las calles de las ciudades alardeando de una libertad colectiva. Aunque es una libertad bajo fianza. Porque, creyendo que hemos recuperado la libertad, hacemos el juego al patriarcado, que ha encontrado en este tipo de fiestas un sutil camino para su fortalecimiento.

Pero, mientras buscamos una mejor solución para agasajar a nuestra santa sin servir al androcentrismo, aprovecharemos esta grieta para gritar: ¡Viva, santa Águeda!

Carmen Romeo Pemán

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Imagen principal. Santa Águeda, Biel (Zaragoza), siglo XVII. Es el lienzo de la derecha del altar de san Roque de la iglesia parroquial de San Martín de Biel. En la parte inferior derecha, entre la corona del martirio y los dos senos, podemos leer Sª AGEDA.

La Mamesa

De las fragolinas de mis ayeres

Un día la Mamesa le vendió a Antonia de Melchor un almirez, y una alacena grande, de dos puertas, con cuarterones sobrios. Es esa alacena que conservan los de casa el Maestro en el granero del patio. La había hecho un buen carpintero de Biel con los mejores pinos de la Sierra de Santo Domingo.

Muchos años antes, allí había guardado la dote una moza de Biel. Aquella de casa Bretos a la que sus padres habían casado con Gil de Mamés, un viudo de El Frago que estaba de pastor en Santo Domingo.

En esa alcoba, Gil recibió  a una novia montaraz y asustadiza. Y de verdad que era asustadiza, pues cuando vio el gran colgajo del novio le impresionó tanto que se escapó despavorida por la ventana y se perdió entre los montes en una noche sin luna. Nadie volvió a saber nada de ella. Como las gentes son olvidadizas, ni los más viejos del lugar se acuerdan de su nombre.

Gil de Mamés se quedó con el vergajo apuntando al techo, pensando qué podía hacer, porque era tanta la fama de su miembro viril que tenía espantadas a todas las mozas de la redolada.

Desde que se había escapado su mujer las cosas estaban empeorando. Ya no tenía nada que hacer en el pueblo. Las fragolinas eran estrechas y eso de las cabras no le atraía mucho. Que para un apuro valía, pero para todos los días no. Él prefería una moza de carnes prietas.

Le daba vueltas a lo de su nuevo matrimonio y cada vez estaba más seguro de que había sido nulo. Que no se había consumado. Que la novia huyó del susto antes de tocarla. Que no había habido violación ni malos tratos. Pero de eso ya no iba a poder convencer a nadie. Así que él, el mozo mejor dotado y más envidiado del pueblo, se había convertido en un hazmerreír. En todos los hogares y carasoles se contaba su historia.

Como no había manera de conseguir otra moza en El Frago ni en Biel, se fue a Undués Pintano y se trajo a Ángela de criada. No era de las de buena fama pero, a esas alturas, eso ya no le importaba.

Con el amontonamiento, Ángela se convirtió, así, a secas, en la Mamesa, sin nombre ni apellido. Luchó contra las malas lenguas y llego a ser una de las mujeres más bravas que se recuerdan en el pueblo.

Era pequeña y diminuta, pero fue la mejor hembra paridora del lugar. Para parir a Juan y a Matilde, no necesitó del médico ni de la partera. Ella sola los trajo al mundo y les ató el melico, que así llamaban al ombligo. También consiguió que el cura los bautizara. Esto le costó más porque eran hijos de amontonados y porque ella solo fue a la iglesia el día que la enterraron.

***

Cuando se murió Gil, vendió la dote que había traído la moza de Biel y todos los trastes de labrar.

Como en las sábanas de lino estaba bordada la “M” de Mamés, pensó que Antonia se las podría comprar y hacerlas pasar por la “M” de Melchor. Pero no la pudo convencer, porque Antonia, que había nacido en casa Fontabanas, había bordado su dote con la “F”. Y es que Antonia también tenía su propia historia. La habían casado con un viudo viejo de casa Melchor, que ya tenía un hijo y una hija.

Estuvieron muchos días discutiendo el trato. La Mamesa que sí, que se las tenía que comprar. Y Antonia que no.

—Mira, si te compro estas sábanas los entenados pensarán que ya estaban en la casa antes de llegar yo. —Se limpió una legaña con una esquina del tapabocas y continuó—. Y me las vendrán a reclamar.

Así que, como no le pudo vender las sábanas a Antonia, tuvo que buscar otras casas que empezaran por la “M”. Pero no había muchas. Les vendió bastantes a los de Martina y a los de Manuelico. También le compraron los del Piquero, porque llevaban la “M” de «Meregildo». Y colocó algunas sueltas en otras casas a cambio de nueces y trigo. Y es que eso de que llevaran la “M” era un estorbo muy grande. En cambio, con los trastes que estaban sin marcar tuvo más suerte.

Para hacerse la importante, se fue de la lengua diciendo que Gil le había dejado la casa en herencia. Todos sabían que era mentira. Que ni ella ni sus hijos podían heredarla porque nunca se había formalizado el matrimonio. Los del Ayuntamiento la sacaron a subasta, pero no consiguieron echarla. Atrancó la puerta y se pasó la vida esperando con la escopeta de su marido cargada. Del ventanuco de la cocina siempre asomaba una cabeza con una toca negra atada a la nuca de la que parecían escaparse una cara vivaracha y una nariz puntiaguda.

***

De la Mamesa solo queda la leyenda y, como testigos mudos, el almirez y la alacena de casa Melchor, y algunas sábanas de lino repartidas por las falsas de las casas más antiguas.

Pero su vivo retrato está en la fotografía del nicho de su hijo Timoteo, a quien unos cazadores furtivos confundieron con un jabalí, una noche sin luna, en los prados de Santo Domingo en los que crecía el lino, junto al pinar de la alacena.

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Este es un relato ficticio, inspirado en personas y sucesos reales. Todos los personajes, nombres, acontecimientos y diálogos se han utilizado de manera ficticia o son producto de la imaginación de la autora.

Imagen principal. Biel. Casa Bretos en la calle Barrio Verde.

Carmen Romeo Pemán

Nueva maestra para El Frago

De las fragolinas de mis ayeres

Simona llegó sudorosa al salón de la Normal donde se estaban eligiendo las plazas.

—¿Adónde va usted, señorita? Ya ha comenzado el reparto y no se puede interrumpir. –Los botones dorados brillaban sobre el azul impecable del uniforme del ujier y su potente voz paralizaba a los jóvenes opositores.

— Es que, mire usted, vengo desde Zaragoza en el Canfranero. ¿Qué le voy a contar que usted no sepa? Hoy ha llegado con más retraso del habitual. Se lo pido, por favor, ¡déjeme pasar! ¡Me va la vida en esto! Además, como estoy al final de la lista, seguro que aún no me ha tocado el turno. –Mientras hablaba, Simona le enseñó su cédula de identificación personal para convencerlo de que su apellido era de los últimos.

—¡Ande, pase! ¡Ah! Y si le preguntan, dígale al presidente que se ha colado sin mi permiso. Que yo no la he visto, ¿estamos?

Sus pasos resonaron en el silencio del anfiteatro y, cuando se volvieron las cabezas de los más de treinta opositores, notó que le ardían las mejillas. Avanzó hasta la última fila, se sentó en la esquina de un banco y se recogió la falda debajo de las rodillas. Aún no se había acomodado cuando oyó su nombre.

—¡Presente! ––dijo con una voz entrecortada que apenas le salía de la garganta.

—Como llegue al pueblo con esa falta de autoridad, pronto será el hazmerreír de todo el mundo. Sepa que en un pueblo hay que entrar pisando fuerte. —El ambiente se inundó de carcajadas nerviosas. Y, tras una pausa para recuperar el silencio, el presidente continuó: Simona Uhalte. Destino definitivo: El Frago.

195650107. El Frago

El Frago, 1965. Foto: Carmen Romeo Pemán

Aún no había amanecido, cuando Lorenzo reconoció a Simona, que andaba un poco perdida por el andén de la estación de Ayerbe. La maestra se paseaba mirando a un lado y a otro entre los pasajeros que acababan de bajar del tren de Zaragoza

—¿Usted, no será la nueva maestra de El Frago?

—Sí, la misma. Entonces, ¿usted es Lorenzo, el mozo que me iba a mandar el alcalde?

—Lorenzo Luna, para servirla —y se inclinó a coger los bultos que Simona había dejado en el suelo–. Si no le importa, pu-puede seguirme, que tengo la ye-yegua atada en un árbol cercano.

Siempre que tenía que dar conversación a viajeros nuevos, se le acentuaba la tartamudez.

Lorenzo dobló la rodilla en forma de escalera y la ayudó subir a la silla. Antes de coger el desvío del camino, ya la vio cabecear, como les pasaba a todas esas señoritas poco acostumbradas a los madrugones. Por eso la había atado bien, que no quería sustos.

Cuando llegaron al recodo de las Eras del Palomar, apareció el pueblo encaramado en una roca y presidido por un gran ábside románico. Lorenzo sabía que allí estarían el alcalde y la gente que habría salido a esperarlos. Achicó los ojos, pero no pudo distinguir a nadie. Con el contraluz sus figuras se recortaban en el horizonte y se confundían con las siluetas de los pinos que llegaban hasta la iglesia. Entonces se volvió a Simona. La cabeza le colgaba hacia un lado, pero las manos sujetaban con fuerza el ronzal.

—Oiga, señorita, despierte, que ya estamos llegando.

No entendía cómo había cogido semejante sueño sentada encima de una yegua que iba dando traspiés en las piedras del camino. De las cuatro horas de viaje, llevaba dos con los ojos cerrados, como desmayada.

—Perdone que no le haya servido de compañía. Es que, como el tren iba lleno, he tenido que venir de pie todo el tiempo y he llegado hecha polvo.

—No, no se pre-preocupe —Lorenzo se puso rojo. No esperaba que una maestra le pidiera disculpas.

Simona que, más que durmiendo, había ido haciendo un balance de su vida, no sabía muy bien adónde la llevaba su tozudez por enseñar. Cuando Lorenzo le señaló el ábside de la iglesia, pensó en la parroquia de san Pablo y sintió una punzada en la boca del estómago. En sus oídos todavía resonaban los gritos de los tenderos mezclados con el tañido de las campanas. Acostumbrada al bullicio de la ciudad, no sabía cómo soportaría el silencio del pueblo. ¡Por nada del mundo querría volver a vivir con su tío! Aquí nadie se atrevería a gritarle ni a darle órdenes. Y no pensaba abandonar los zapatos de tacón, ni las medias con costura, ni las faldas de tubo. En la maleta traía polvos de colorete, bigudíes y unas tenacillas para arreglarse el pelo. En el bolso, se había guardado unas cuartillas y unos sobres para ponerse a escribir en cuanto se acomodara en la posada.

Mientras Lorenzo la desataba y la ayudaba a descabalgar, se le acercó un hombre que vestía calzones y llevaba una vara en la mano.

—¡Buenas, señora maestra! Yo soy el alcalde. Aquí me tiene para todo lo que usted necesite, siempre que yo lo considere bueno para el pueblo, claro está. Que por algo soy aquí el representante de la autoridad.

A Simona le sudaron las manos. De repente había notado que el alcalde la miraba como solía hacerlo su tío, el canónigo de la Seo de Zaragoza.

Carmen Romeo Pemán

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Imagen destacada. El Frago desde el Coto Escolar, 1945. Foto de Gregorio Romeo Berges.

2911. Torre y pajar

El Frago. Pajar y era de Melchor, donde recibieron a la nueva maestra. Detrás, iglesia, torre y las escuelas por la parte trasera. Foto: Carmen Romeo Pemán.

Y SE LO COMIÓ EL TABARDILLO

En la noche de ánimas.

De la tradición fragolina, en las Altas Cinco Villas.

Acababan de dar las doce en el reloj de la torre, cuando unos aldabonazos, que casi echaban la puerta abajo, me hicieron saltar de la cama. Como era el tiempo de las heladas, me había acostado con calzoncillos marianos y camiseta de felpa. Cogí el tapabocas que guardaba en una silla de enea, me lo eché por los hombros y bajé las escaleras con cuidado para que los crujidos de la madera carcomida no despertaran a los huéspedes. Dejé el candil en el suelo y quité la tranca con las dos manos. El golpe del vendaval abrió la puerta y me dejó a oscuras.

A través de los carámbanos, la luna iluminaba una silueta apoyada en el quicio. Me costó reconocer a Eustaquio, un tratante de carbón vegetal que solía hospedarse aquí. Llevaba unas greñas que le tapaban la cara y tenía los brazos cruzados delante de la boca del estómago, como si quisiera atemperar los temblores que lo sacudían.

—¿Qué horas son estas, señor Eustaquio?

—Ya ve, desde que salí de aquí, y ya va para dos semanas, no pude pasar del puente de Cervera. Y eso que está a menos de una legua.

—La verdad, pensábamos que ya estaba usted en otros pueblos.

—Cada vez que intentaba ponerme en camino, una gran desazón me corroía por dentro y el dolor de cabeza me taladraba los sesos. —Sin acabar la frase, vomitó un líquido verduzco que me salpicó en las abarcas.

—Pues podía haber venido antes —le dije, mientras lo sostenía del brazo.

—Es que no me podía poner de pie. Y menos andar —me contestó entre estertores.

—Ande, pase, que por esta noche le daremos cobijo. No tengo ninguna cama libre, pero el veterinario duerme en una de matrimonio y, en un caso así, no creo que le incomode compartirla. Además, si se acuesta en una orilla, igual no se entera, que ha venido un poco aguardentoso y lleva un sueño muy profundo.

Como conocía bien a don Gregorio, sabía que no le iba a sentar mal, al contrario, era un buen hombre, amigo de hacer favores a todo el mundo.

—¡Bien! Además, como los que andamos por los montes tenemos algo de animales, igual se le ocurre algún remedio para estas calenturas —me contestó con sorna, a la vez que se apoyaba en mi hombro para entrar.

Con gran apuro subimos hasta la cocina, cuando le estaba sirviendo unas sopas de ajo que nos habían sobrado de la cena, me percaté de que tenía los ojos rojos, como de conejo, y unas pintas negruzcas en el cuello, igual a las que me contaba mi padre que se habían llevado a la tumba a muchos soldados de Cuba y Filipinas.

—¡Ay, señor Eustaquio! Igual le ha entrado el tabardillo. Yo no he visto a ninguno, pero todos los soldados que han vuelto vivos de las colonias dicen que mataba más que la pólvora.

—¡Por Dios, Ignacio! ¡Qué dices de soldados! Si yo solo me junto con carboneros que viven en el monte —me dijo haciendo un gran esfuerzo.

Seguimos hablando un poco mientras entraba en calor, y, en tono cómplice, como quien cuanta una vergüenza, me dijo que él nunca se había juntado con gentes de otras tierras. Ni siquiera se había mezclado con los carboneros. Que, aunque le había tocado dormir alguna noche con ellos en las parideras, cada uno dormía envuelto en su manta. Que esas gentes eran muy austeras y no compartían nada. Ni el pan ni la ropa, que siempre usaban la misma y no la lavaban

Cuando estábamos charlando, vi que no se quitaba ojo de las ronchas rojas que le habían salido en los brazos. Mientras me daba esas explicaciones, tenía la mandíbula apretada.

—Señor Eustaquio, igual le ha picado algún piojo o alguna chinche, que cuando tienen hambre son peores que las pulgas. Pero, no me haga mucho caso, porque, ¡qué sabré yo de tabardillos! Si no he salido del pueblo en mi vida —le dije.

En el momento que se terminó la sopa, recogí la escudilla y apagué las brasas que se habían avivado con el aire que bajaba por la chimenea.

—Bueno, ahora a la cama. Mañana será otro día —le dije mientras le ayudaba a levantarse de la cadiera.

Lo acompañé hasta la alcoba de don Gregorio, apreté la mecha del candil con los dedos y lo colgué junto a la chimenea. Sabía que Bernarda me esperaba con las sábanas calientes.

A la mañana siguiente, me desperté sobresaltado. Había soñado con un mozo que hacía pocos días que se había muerto en una paridera. Se corrió por el pueblo que se lo había comido el tabardillo.

Fui corriendo a la alcoba de don Gregorio, que aún dormía la mona. El señor Eustaquio tenía los ojos muy abiertos y la cara llena de ronchas. Por la comisura del labio inferior le salía un hilillo como de hiel. También a él se lo había comido el tabardillo.

Tabardillo. Instrucciones.jpg

El Frago, 1871. El tabardillo pintado, que así se llamaba entonces al tifus exantemático, se llevó a ochenta y siete personas. Murieron el maestro don José Sánchez, el veterinario don Gregorio Sampietro y el posadero Ignacio Beamonte, que andaban todo el día atendiendo a los enfermos.

Durante muchos años se creyó que volverían en una noche de ánimas, un día dos de noviembre, con un saco lleno de piojos de tabardillo.

Carmen Romeo Pemán

 

Imagen principal. Dibujo de Inmaculada Martín Catalán (Teruel, 1949). Profesora, escultora, dibujante y pintora. Comenzó su preparación inicial en Zaragoza, con Alejandro Cañada. Estudió Bellas Artes en Barcelona y Madrid, donde se licenció en la especialidad de Escultura.

Además de su reconocida carrera artística, es una experta en carteles y trabaja con varios grupos de dibujo: Urban Sketchers, Flickr, Group Portraits in your art, Group with Experience.

Inmaculada es una colaboradora importante de Letras desde Mocade.

20170209. Inmaculada en el Pablo Gargallo

Inmaculada Martín dibujando en el museo Pablo Gargallo de Zaragoza

 

 

En el molino del Arba

De las fragolinas de mis ayeres

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Negra sombra que me asombras, vuelves haciéndome burla.
Rosalía de Castro

Orosia se quedó tan atolondrada que estuvo varios días sin reaccionar. Aquello le parecía imposible. “¿Cómo me lo han podido ocultar durante tantos años? Tengo que saberlo todo. ¡Todo!”.
Entonces, se arrebujaba entre unas mantas blanquecinas, como aquellas con las que un día sacaron a escondidas a una niña que acababa de nacer en el viejo molino de El Frago, en la orilla del Arba, mientras su cabeza no paraba de dar vueltas como las ruedas del molino.”
Todo había comenzado cuando el conde de Luna y su secretario llegaron para apalabrar el precio de la molienda de los quinientos cahíces de trigo que esperaban cosechar ese año. “¡Vaya fortuna!” —pensó el molinero—. “Estos no se me van a escapar. Ya me las arreglaré como sea”.
Estaban en tratos cuando apareció Candelaria, la hija pequeña del molinero, que se encargaba de servir aguardiente a los parroquianos. Esa adolescente, de carnes prietas y andar menudo, enloqueció al conde, que echaba la culpa de su fogosidad a lo rojizo de sus cabellos. Durante un buen tiempo la cortejó y la acosó. Y un día la violó.
A los tres meses, volvió el conde con los cahíces de trigo y el molinero le pidió un precio más elevado por la molienda como recompensa al silencio por el embarazo de su hija. El conde no aceptó el trato y el molinero lo amenazó con difamarlo entre las gentes de la ribera del Arba que acudían a moler. En ese tiempo, Candelaria había visitado a varias sanadoras pero, a pesar de sus pócimas, no había conseguido abortar.
Cuando su padre le comunicó la reacción del conde, como no estaba dispuesta a perder su honra, aparejó la yegua, tomo el camino de Luna y se presentó en el palacio condal. Después de una larga espera y muchas discusiones con los criados, consiguió hablar con el conde. Cuando lo vio, de un tirón le espetó lo que tantas veces había ensayado.
—Sepa, vuestra merced, que, si usted no repara lo que me ha hecho, divulgaré mi afrenta por las plazas y mercados. Yo misma me encargaré de que sea noticia en todos los molinos de la redolada. Sepa que los comerciantes lo llevarán en lenguas, que será un escándalo en las casas señoriales y que se le pudrirá el trigo en los graneros.
Candelaria, con sus gritos y sus ojos desorbitados, consiguió amilanarlo. Cuando ella abandonó el palacio, él buscó a su secretario y le ordenó que fuera al molino.
—Busca al molinero y proponle el siguiente trato. Dile que, como Candelaria es todavía muy niña, tú te casarás con su hermana mayor, antes de un mes. Y que cuando nazca mi vástago, lo adoptaréis y lo inscribiréis como vuestro.
El secretario se resistió y protestó, pero de nada le sirvió. A los pocos meses, el nuevo matrimonio de conveniencia condil se hizo cargo de la recién nacida Orosia. La envolvieron en una manta, blanquecina por el polvo de la molienda, y se marcharon a tierras lejanas, donde montaron una posada. Era una niña pelirroja, con un lunar en la nuca, igual que su progenitor. Con los años se convirtió en una de las posaderas más famosas de su entorno.
En la ribera del Arba se fueron olvidando estos hechos, pero quedaron en la memoria de algunas gentes que los divulgaron como conseja.
Y, un día, mientras Orosia servía a unos arrieros, les oyó contar una leyenda de las Altas Cinco Villas. Hablaba de un conde, de la hija de un molinero y de la niña que tuvieron en secreto. Una niña pelirroja con un lunar en la nuca. A medida que la iba oyendo volaba sobre su cabeza la negra sombra que la había perseguido desde que le había preguntado a su madre por el color de sus cabellos.

Carmen Romeo Peman

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Corral de la Fábrica de harinas de El Frago en la ribera del Arba

Imagen destacada: Fachada principal de la Fábrica de harinas de El Frago. Fotos de Carmen Romeo Pemán.

En el camino de los Urietes

De la tradición oral de las Altas Cinco Villas.

Esta historia, que bajaba desde el nacimiento del Arba en la Sierra de Santo Domingo, se quedó enzarzada en Las Cheblas, justo en la mitad del camino entre Biel y El Frago.

Don Bartolomé Palacio llevaba más de veinte años de juez en Las Cheblas, en la ribera del Arba de Biel. Como vivía solo en el último caserón al final del pueblo, abría las ventanas antes de salir el sol y las cerraba cuando acababa de preparar el morral. Después salía a ver si cazaba alguna pieza, se iba a beber agua hasta la fuente de los Urietes y bajaba canturreando por la ladera. Luego se daba una cabezada junto al hogar, se acercaba al bar a echar la partida y a enterarse de si se preparaba alguna batida por los altos de San Esteban.

Cuando murió Miguel Lubreco decidió no volver a cazar. Hasta tal punto lo sintió que se vendió la escopeta y el perro para evitar la tentación. Pero, como estaba  desprotegido sin un arma en casa, pronto se compró otra escopeta. Durante muchos meses se mantuvo en la decisión de no salir al monte.

Sin embargo, desde hacía un par de semanas, don Bartolomé, uno de los mejores tiradores de la redolada, había vuelto a la caza de la pluma y del conejo. Retomó la costumbre de levantarse temprano. Se echaba al hombro la escopeta que se había comprado y tomaba el camino de los Urietes, el que llevaba de El Frago a Orés. Esa era una buena zona, pero las matas formaban una red tan tupida que hacía falta un perro para sacar a las perdices de sus refugios.

—¡Qué fastidio! Noto que cada día me va menguando la vista. Me voy a tener que dedicar a los cepos. Ya me las arreglaré para que nadie los vea —se decía, mientras aspiraba con fuerza el aroma del romero y del tomillo, porque sabía que estaban prohibidos.

En realidad salía al monte para no pensar en el solimán que lo carcomía por dentro. Y todo por culpa de aquella muerte que quiso ocultar para mantener el prestigio y el puesto. Desde ese día dejó de ir a jugar al guiñote.

—Le juro, padre, que no conozco los hechos ni a nadie que haya participado en ellos —le decía al cura en secreto de confesión.

Pero de todos era sabido que don Bartolomé iba en aquella partida de caza. Hasta se comentaba que era él el que había disparado al pobre Miguel. Por eso, cuando se enteró de que iba en lenguas por los corrillos, también dejó de ir a confesarse y se encerró en casa.

—Así me lo pagan, hablando todos a mis espaldas. Ni se acuerdan ya de que se libraron de la cárcel porque hice la vista gorda con los robos del trigo, que si no… ¡Ingratos! ¡Que son unos ingratos! Eso es lo que son —se repetía subiendo y bajando las escaleras del gran caserón.

Desde que volvió a la pluma, salía por la puerta trasera, la que daba al camino de los Urietes, y, al llegar al cruce con el alcorce del cementerio, se encontraba con un perro que andaba olisqueando rastros. Cuando veía a don Bartolomé levantaba las orejas, se acercaba despacio, olía la escopeta y se quedaba de muestra.

A continuación subían juntos hasta el cerro de encima del cementerio y se quedaban ensimismados mirando el valle, que parecía un lienzo de esos que pintaban los modernistas. Los trigos contrastaban con la esparceta y las amapolas teñían los campos de un rojo sanguinolento.

Cuando don Bartolomé se levantaba para otear el horizonte, el perro movía la cola y correteaba hasta que hacía saltar alguna pieza. Con alguna perdiz o algún conejo en el morral, bajaban la cuesta. Pero, antes de llegar al cruce del cementerio, el perro desaparecía entre las aliagas.

Un día don Bartolomé lo siguió. Lo vio salir del matorral, saltar la tapia y desaparecer entre las tumbas. Entonces abrió el portón de hierro y se lo encontró en un camastro de  hojas secas, encima de la losa de Miguel.

En ese momento cayó en la cuenta. Ya había pasado más de un año desde que unos cazadores furtivos mataron a Miguel en la puerta de la paridera, cuando salía a darse vuelta por el ganado. Era una oscura noche de luna nueva. Lo confundieron con un jabalí y le dispararon con postas. Lo recogieron otros pastores y lo bajaron a enterrar junto a su madre. Como no querían líos con la justicia, le entregaron todas sus pertenencias a un vendedor ambulante, pero no pudieron dar con el perro.

Cuando vio al perro encima de la fosa, don Bartolomé volvió la cabeza a la escopeta. La iniciales de la culata, M.L., parecían burlarse de él. Había tenido la suerte de encontrar la escopeta de Miguel en la feria de Ayerbe, pero quedaba el condenado perro, que andaba suelto.

—Ahora este cabrón va a ser el único testigo. Si el cura o los del pueblo descubren que voy a cazar con el perro de Miguel pensarán que me lo quedé para borrar las pruebas —se decía a sí mismo, mientras cerraba la puerta del cementerio.

Sin pensarlo dos veces, llamó al perro con un silbido y subieron al altozano. Mientras don Bartolomé avistaba los campos verdes y amarillos, el perro se sentó sobre sus patas traseras esperando alguna señal. Entonces desenfundó la escopeta y no erró. Un ruido sordo resonó en todo el valle. La volvió a enfundar, metió el cadáver en un saco y lo enterró con su amo.

Al día siguiente, se levantó temprano y volvió al camino de los Urietes. En el morral llevaba sogas y soguetas para plantar cepos entre las matas de romero y de tomillo.

Carmen Romeo Pemán

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Dibujos de Inmaculada Martín Catalán (Teruel, 1949). Profesora, escultora, dibujante y pintora. Comenzó su preparación inicial en Zaragoza, con Alejandro Cañada. Estudió Bellas Artes en Barcelona y Madrid, donde se licención en la especialidad de Escultura.

Además de su reconocida carrera artística, es una experta en carteles y trabaja con varios grupos de dibujo: Urban Sketchers, Flickr, Group Portraits in your art, Group with Experience.

Inmaculada, con las ilustraciones de mis relatos aragoneses, ya se ha convertido en un activo importante en Letras desde Mocade.