Cadenas de amor

Te veo venir con esos andares de oca que fueron lo primero que me llamó la atención de ti el día que nos conocimos. Aquel día, hace ya de eso seis años, tu hijo Enrique te seguía como un patito y sentí un poco de envidia al verlo caminar suelto, sin que tuvieras que llevarlo cogido de la mano como tenía que hacer yo con mi Jaime. ¡Seis años ya!, ¿te acuerdas, Puri? La psicóloga aquella del colegio nos había reunido a varios padres y allí estábamos todos, perdidos como frikis en la Edad Media y con nuestros niños a cuestas, claro. En aquella época era disparatado pensar en ir a ningún sitio si no era con ellos, porque, ¿a quién se los íbamos a dejar? La Cruz Roja nos había dejado un local para reunirnos, y había dos señoras voluntarias con pinta de abuelitas que se encargaron de cuidar a los pequeños en la sala de al lado, mientras todos nosotros, pobres padres náufragos, hablábamos.

Pero eso fue hace seis años y mil vidas. Hoy he quedado contigo para tomar un café como dos madres “normales”. Volvemos a tener vida propia, Puri. Eso que nunca creímos que podríamos recuperar. Veo que te acercas sonriendo, como siempre, y me levanto para darte un beso porque hace siglos que no nos vemos. Eso no importa, porque cuando nos encontramos siempre parece que nos acabamos de despedir. Es lo que tiene compartir esa experiencia de ser mamás de unos hijos especiales. Me miras y tus ojos me preguntan el motivo de mi llamada, de esta cita para tomar ese café que siempre aplazamos. 

Disfruto un poco con el suspense. Espero a que el camarero venga a tomar nota y, hasta que no pone los cafés sobre la mesa, no entro en materia. Uno con leche y sin azúcar para mí. Para ti, uno con doble azucarillo y tu sempiterna palmera de chocolate.

—Sigo siendo una gordita feliz —me dices al verme levantar las cejas.

Yo me río. Las dos nos acordamos de que cuando nos conocimos yo tenía encima quince kilos más que ahora. Te reíste como una loca cuando te dije que no sabía qué hacer para ayudar a mi hijo, y que tenía el problema añadido de que mi frigorífico no tenía candado y mis visitas a su interior, buscando ahí un consuelo inexistente, superaban a las de los videos de Madona en el Youtube. “El chocolate puede ser terapéutico”, me dijiste entonces. Y por lo que veo, te sigues recetando la misma medicina.

Al final te lo cuento sin que me preguntes nada. Sabes de sobra que si te he hecho venir es por una buena razón y que mi noticia caerá por su peso. Cuando te digo que me ha llamado por teléfono la madre de un niño con autismo, tus ojos empiezan a brillar el doble de lo normal, y eso que no te está dando el sol en ellos. Intuyo que adivinas mi historia, pero ninguna de las dos nos queremos privar del placer de compartirla.

Te confieso que he citado a esa madre en este mismo sitio dentro de media hora, y tu sonrisa me confirma que no te importa lo más mínimo. Yo lo sé. Te digo que necesito que estés conmigo para dar credibilidad a lo que voy a contarle. Si somos dos, será menos difícil que nos crea.

—Mira, Puri —te digo—, tenemos que contarle a esa mamá que tú me llamaste por teléfono para invitarme a ir a tu casa hace seis años, después de aquella primera reunión, ¿te acuerdas? Y contarle también lo que te contesté, que sepa que te dije que no, que, si querías, vinieras tú a la mía. —Te miro y sonrío—. ¡Menuda carcajada soltaste, guapa! Todavía no se me ha olvidado. ¡Anda que…!

—Te tendí una trampa —me interrumpes y no me importa—. Sabía que, tal y como estaba entonces tu Jaime, no te atreverías a salir de tu casa para ir a otro sitio de visita. ¡Eso era impensable!

—Por eso te he llamado, Puri. Me ha costado la misma vida convencer a esta mamá para que venga hoy, y sé que no se va a quedar mucho tiempo. Así que necesitaba refuerzos.

Guardo silencio mientras te veo disfrutar con tu palmera. Una mota de chocolate se queda en la comisura de tu boca y pienso que tu sonrisa es lo más dulce del mundo. Parpadeo de prisa cuando recuerdo que aquella primera vez viniste tú a mi casa, con tu marido y con Enrique. Y al ver que no ponías cara de acelga cuando Jaime empezó con una de sus rabietas y a darse golpes en la cabeza, comprendí que todo iba a salir bien. Mientras yo sujetaba a mi niño, tal y como nos había dicho la psicóloga que había que hacer para extinguir esa conducta autolesiva, tú seguiste hablando como si nada. Y tu marido, igual. A veces pienso que aquella rabieta duró tan poco rato porque hasta el mismo Jaime debió extrañarse de que su comportamiento no atrajera tu atención ni lo más mínimo. ¡Pobrecito! Qué poco sabía yo entonces que esas autoagresiones eran una desesperada llamada de ayuda. La intención de sus golpes era la mejor del mundo: reclamar atención. Pero lo hacía de un modo totalmente equivocado, porque no tenía otras herramientas para comunicarse con nosotros. ¡Cuánto hemos aprendido desde entonces!

Estoy tan perdida en mis reflexiones que no me percato de que me estás mirando. Te ríes con ganas.

—¿Te acuerdas de la cara que pusiste cuando te dije aquello, Alicia?

—¿El qué?

—Lo de que tu Jaime me recordaba una barbaridad a mi Enrique cuando tenía su edad. —Me guiñas un ojo—. Pensaste que te estaba regalando una mentira piadosa, ¿eh, amiga?

—¡Cómo no iba a pensarlo, mujer! Que Enrique tenía entonces doce años, hablaba y se portaba como un hombrecito, ¡y mi Jaime, con seis, no decía ni mú y no podíamos casi ni pisar la calle con él, con aquellas rabietas y aquellos pollos que montaba! —Suspiro, pero es un suspiro feliz porque ahora es un muchachito distinto—. Parece mentira que pudiera formar aquellos espectáculos, con lo chico que era entonces.

—Aquello era la guerra, Alicia.

—Y tanto. ¡Si hasta me peleé un día con un vigilante del Hipercor!

—¡Anda ya! Eso no me lo habías contado nunca.

—Bah, fue una de tantas. El pobre hombre se me acercó cuando estaba yo por el pasillo de los congelados. Jaime había pillado una rabieta y como era enero o febrero, no me acuerdo bien, por esa zona no había casi clientes. Me metí allí para ver si se le pasaba, pero una mujer le dijo al vigilante que había una loca en la zona de los congelados que debía haber raptado a un niño, porque lo llevaba sentado en el carrito de la compra sin hacerle ni puñetero caso…

Las dos rompemos a reír tan fuerte que el camarero nos mira y levanta las cejas. Es normal que yo no te creyera entonces, Puri. Ahora lo sé. Jaime ha cumplido hace poco doce años. Tiene ahora la edad que tenía tu hijo cuando lo conocí, y es un perfecto calco de Enrique en aquella época. Seis años me ha costado convencerme de que no me mentías, de que tu Enrique, a la edad de mi Jaime, también pillaba rabietas y se daba golpe tras golpe, quizá luchando como un jabato contra ese autismo que nos vino a todos sin esperarlo, en lugar de aprender a vivir con él para encontrar su lugar en el mundo.

Puri, tesoro, cuando venga esta madre nueva tienes que ayudarme a contarle todo esto. Seguramente no nos va a creer del todo, pero yo tampoco te creí a ti, y sin embargo conseguiste convencerme de que había luz al final del túnel.

Su niño tiene ahora seis años. El otro día fui a su casa a tomar café con ella, porque la invité a la mía, como hiciste tú, y la respuesta fue la misma: “prefiero que vengas tú a mi casa, si no te importa”. Hay que ver como se repite la historia, amiga.

—¿Cuento contigo? —te pregunto.

Mueves la cabeza en una afirmación que no necesito escuchar. Y levantas la mano y le pides al camarero otra palmera de chocolate.

Adela Castañón

Imagen: Analogicus en Pixabay 

Los otros héroes del coronavirus

En estos días en los que la palabra coronavirus es sinónimo de saturación, he pensado mucho si escribir o no este artículo. Y ha ganado el sí porque voy a tratar un aspecto que, quizá, se ha dejado un poco de lado.

No creáis que voy a hablar de los sanitarios, aunque lo haré solo un poquito, por la parte que me afecta. Y también pasaré de puntillas sobre otros colectivos, aunque también les rendiré mi pequeño homenaje. Mi artículo quiere ser un aplauso para quienes, como mi hijo, encuentran motivo de superación en cualquier experiencia de vida. Aunque se llame coronavirus.

He pensado mucho el título, y la palabra héroes me vino enseguida a la mente. No cabe duda de que, después de los enfermos, los sanitarios hemos sido los segundos protagonistas. La actitud de todo el mundo, esos aplausos que nos regalan desde los balcones, la respuesta de los ciudadanos a ese lema de #YoMeQuedoEnCasa son, para nosotros, el mejor de los regalos. Ni todos los salarios del mundo valen lo que vale sentirnos apoyados por la gente de a pie, que no por los responsables políticos, ni por su gestión, ni por la escasez de mascarillas, ni por… pero he dicho que no iba a hablar de eso, así que mejor me quedo en el aplauso que os quiero dedicar, en nombre de mis compañeros y mío, porque, para nosotros, que estamos en primera línea en la trinchera, vosotros sois nuestro gran refuerzo en la retaguardia.

Y después de los sanitarios quiero agradecer la labor de muchos otros, aunque seguro que alguno se me olvida, por lo que me disculpo de antemano. Me refiero a las fuerzas de seguridad, a todos los que trabajan en cualquier campo de la industria de la alimentación, desde el agricultor o el ganadero hasta el que nos atiende, armado de valor, guantes y mascarilla, en la carnicería o en el súper, guardando la distancia de seguridad. Pasando, claro está, por transportistas, distribuidores, etc. A los equipos de limpieza, a los empleados de las funerarias, a los cuidadores de personas dependientes, a los voluntarios que se ofrecen para hacer recados, comprar medicinas, a los que atienden las gasolineras. A los profesionales que atienden a mi hijo y a otros como él que, sin tener obligación, le envían un video para saludarlo, le envían fichas para hacer en el ordenador y que se las devuelva por correo, o le piden una foto como la que cierra este artículo para juntarla con otras fotos de otros compañeros y formar entre todos una piña que difunda ese mensaje tan importante para ganar esta lucha.

Y ahora voy con esos otros héroes que me han inspirado este artículo y que, en mi caso, están representados a la perfección por mi hijo.

Los que me conocen saben que soy madre de un joven con TEA (Trastorno de Espectro Autista) que ha roto todas las estadísticas. Su pronóstico era desolador, pero nos pusimos el mundo por montera y hoy es un chico feliz, un habitante del mundo con pleno derecho, porque hemos peleado como leones y nos hemos ganado a pulso todo lo que tenemos. Y, en esta crisis del coronavirus, hemos tenido dos momentos puntuales que lo convierten, a mi parecer, en un héroe. A él, y a los que son como él. El primero que os voy a contar es más anecdótico, pero servirá como pincelada para que quienes no conocen bien las características del autismo se hagan una idea. Y el segundo… bueno, ese es otra historia. Pero vamos por partes.

Cuando se declaró el estado de alarma, Javi, que todos los días tiende su albornoz después de la ducha, me preguntó:

–Mamá, ¿tiendo el albornoz dentro, en el lavadero?

Yo miré por la ventana. Hacía sol, no vi nubes por ningún sitio, y, al pronto, no comprendí la razón de su pregunta. Debéis saber que las personas con autismo son muy literales, no entienden de dobles sentidos, ni cosas así, pero estoy tan compenetrada con Javi que a veces se me olvida y me pilla despistada, así que le respondí con otra pregunta:

–¿Por qué ibas a tender dentro de casa, Javi? Hace buen día y no creo que llueva.

–Pues para mantener el confinamiento, mamá.

Por poco me derrito allí mismo de ternura. Le expliqué que el confinamiento se refería a no salir de casa, pero que podía subir a la terraza cuantas veces quisiera, a mirar el mar. A Javi le encanta caminar, damos paseos de dos horas varias veces a la semana, y adora todo lo relacionado con la playa, el paseo marítimo, el viento, el clima, etc. Por suerte vivo cerca de la playa y desde nuestra terraza puede ver el mar. Ya podréis imaginar lo contento que se puso.

Bueno, pues hasta ahí, esa es la primera noticia, que da paso a la siguiente, que se produjo hace solo dos días.

El escenario es muy parecido: todos en casa, llevamos ya varios días de confinamiento, yo estoy con el ordenador y él viene a mi despacho.

–Mamá.

–Dime, Javi.

–He escuchado en la tele una noticia muy interesante.

–¿Ah, sí? –Tampoco le hago excesivo caso. Al fin y al cabo hablamos mucho todos los días y le encanta conversar de todo, de modo que estoy acostumbrada a interacciones variadas–. ¿Y qué han dicho?

–Que quien tenga autismo puede salir a dar paseos acompañado de un familiar si lleva su certificado.

Él sabe que es una persona con autismo. Lo tiene tan asumido como yo, por ejemplo, sé que soy una persona habladora, o que su abuela sonríe a todas horas. Y su lenguaje es siempre muy formal y correcto, como saben quienes lo conocen, y más cuando se trata de comentar noticias o acontecimientos. Le hemos trabajado mucho la comunicación, y le encanta y nos encanta que se exprese a su manera, tan personal y “académica”, por llamarlo de algún modo. Así que su comentario no me extraña, pero sé que espera una respuesta por mi parte y se la doy en forma de otra pregunta:

–¿Y tú qué opinas de eso?

En el fondo espero que me diga algo como “¡qué bien!” o “entonces podemos salir a dar paseítos” o algo así, pero su respuesta me desarma por completo.

–Pues me parece muy bien, pero yo creo que eso debe servir para niños pequeños que se pongan nerviosos si se quedan en casa, como me pasaba a mí cuando era pequeño, o para los que no entiendan bien lo que está pasando. Pero yo estoy muy bien informado y además estamos haciendo estiramientos en casa y me asomo a la terraza muchas veces al día, así que creo que es mejor que no salgamos y nos quedemos en casa para dar ejemplo y ayudar a que todos hagan lo correcto.

A ver, ¿es, o no es para comérselo a besos?

Por eso, porque hay gestos como el suyo en miles de hogares, porque hay personas que no salen en las noticias pero que aportan su grano de arena, he querido hoy rendir un homenaje a esos héroes silenciosos.

Por eso hoy aplaudo yo también. Por todos nosotros, por los sanos y por los enfermos, por vosotros que estáis regalándome vuestro tiempo al leer esto, y por ellos, por todos ellos, que, en la lucha contra el coronavirus, están también hombro a hombro, a nuestro lado.

Gracias.

Adela Castañón

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Ser diferente. ¿Barrera o puente?

 

                 «Cuando perdemos el derecho a ser diferentes, perdemos el privilegio de ser libres»  Charles Evans Hughes (1862-1948)

Un invitado inesperado

Es un dicho popular que los niños vienen con un pan debajo del brazo. Pero, ¿qué ocurre si la harina de ese pan no es la de siempre?, ¿si la levadura es distinta, y lo que sale del horno parece cualquier cosa menos pan?, ¿o si por el sabor, la textura, la consistencia, nos encontramos con algo que parece imposible digerir?

Estas preguntas tan abstractas se convierten en el punto de inflexión de la vida de muchas familias cuando llega, más o menos por sorpresa, un bebé que no es “normal”. Los estudios prenatales permiten anticipar patologías como el síndrome de Down. Otras, como el autismo, carecen de marcadores específicos y solo dan la cara cuando el niño alcanza una edad crítica, entre los 18 y los 36 meses.

En el primer caso, la familia sabe de antemano con lo que se va a enfrentar. En el segundo, la naturaleza toma el pelo a los padres que, durante los primeros meses, se dedican a hacer planes de futuro para ese bebé que nace con una engañosa normalidad. El diagnóstico, cuando llega, arrasa con todos esos proyectos y convierte una hoja de ruta bien diseñada en una cinta rodante en la que, por muchos pasos que se den, parece que siempre se encuentra uno en el mismo sitio. Ese desbarajuste emocional lo recoge y lo expresa de maravilla la madre de un niño con síndrome de Down, Emily Pearl Kinsgley, en La belleza de Holanda. Y, si damos un paso más, en el caso del autismo vemos que el cataclismo que se produce después del primer o segundo año de vida, lejos de disminuir, va haciendo más profundo el abismo que separa al niño y a la familia del resto de los mortales. Podemos ver unas pinceladas de cómo es la vida de estas personas en el video Mi hermanito de la luna.

Llamemos a las cosas por su nombre

El autismo afecta a algo tan humano como es la capacidad de relación con los iguales, a la comunicación y al área de las relaciones humanas. Ángel Rivière, psicólogo fallecido en el año 2000, y una de las personas que más hizo por el mundo del autismo, hablaba en uno de sus trabajos sobre lo que él llamaba la “ceguera mental” de los autistas, para explicar que son incapaces de entender que los demás somos “objetos con mente”. Una persona con autismo carece de la capacidad de atribuir a otras personas emociones, sentimientos y estados mentales distintos al suyo. Un bebé de corta edad hará pucheros y se pondrá triste si su madre se acerca a él con el ceño fruncido, porque sabe instintivamente que mamá está enfadada. Un niño con autismo puede sonreír y expresar alegría en un funeral con toda normalidad, porque, para él, supone la posibilidad de un encuentro inesperado con su abuela, aunque el fallecido sea su abuelo. Y, si alguien le ha dicho que el abuelo está feliz en el cielo, el niño con autismo solo verá en ese hecho un motivo de alegría, y será incapaz de manifestar o fingir la tristeza que sería esperable. El autista no sabe mentir. No comprende los juegos de palabras. No tiene doblez.

A pesar de la labor de profesionales como Ángel Rivière, que dedicó su vida a mejorar la de las personas con autismo, siguen existiendo reputados escritores que tratan el tema con una ligereza y un desconocimiento que solo merecerían indiferencia, si no fuera porque llegan a un público numeroso. Y lo triste es que a ese público se le ofrece una imagen distorsionada, peyorativa y despectiva de todo lo que el término autista implica. Quienes leen a esos escritores no solo se quedan sin conocer los valores humanos de las personas con autismo, sino que vuelven a levantar unos muros que había costado muchos años derribar. Me estoy refiriendo, en concreto, a un artículo aparecido hace poco en El País. Afortunadamente, unos días después este periódico publicó una réplica, que Autismo España se apresuró a enviar. Esta réplica y otras respuestas devuelven la dignidad y la esperanza a las personas con autismo y a sus familias.

Como madre de un joven con autismo, mi primera reacción ante el artículo de El País fue de ira y de desprecio. Pero después de varias lecturas he llegado a la conclusión de que, en realidad, esa definición deformada del término “autista” no es más que una muestra de la supuesta sabiduría del autor del escrito, cuyo único acierto es el título del mismo, “Narcisismo hasta la enfermedad”, pero aplicable exclusivamente a quien lo firma. Por los términos que emplea, deduzco que el autor, persona supuestamente “sana”, habla de oídas sobre algo que no conoce en absoluto. Es más, demuestra que no es capaz de intentar ver el mundo a través de los ojos de los que tienen autismo. Así que, si creemos en lo que argumenta en su texto, ¿quién sería en este caso el “autista”?

Pero yo quiero centrarme en la importancia de la diferencia. Me gustaría hacer un llamamiento a los que me lean: que intenten ponerse, por un instante, dentro de la piel de alguien que no es como los demás. Solo eso. Y después de hacerlo, que piensen si esas diferencias suponen una barrera o un puente. Y, para facilitar esta especie de desdoblamiento, empezaré por aportar mi propia visión desde dentro y desde fuera.

El autismo afecta a todo el grupo familiar, y no solo a la persona que lo tiene (y digo “tiene” y no “padece” con toda intención). Como afectada, por tanto, llegué a ese punto de inflexión del que hablaba al principio. Me encontré, como otros muchos padres, con una bifurcación en la que solo podía optar por ser parte del problema o parte de la solución. Podía pensar la carga que para mi familia sería un niño así o pensar en la carga que mi hijo llevaba a cuestas. Compadecerme porque me había tocado una criatura diferente o ponerme en la piel de mi hijo, al que su diferencia le acarrearía sufrimientos porque la vida le había negado la potestad de poder elegir o rechazar su autismo. Y lo tuve muy claro. Desde el primer momento quise a mi hijo porque era así, y el autismo era parte de él. Nunca sentí que lo quisiera a pesar de su autismo.

Y, visto desde fuera, tampoco es extraño que los demás nos vean como familias a las que, por decirlo en términos simplistas, el Autismo nos ha caído del cielo como un castigo divino. Quien no conozca el tema, o se deje orientar por escritos distorsionados como el que publicaba El País, puede pensar que somos unos “pobres” padres y madres que nos pasamos la vida mirando hacia abajo, a unos hijos que se encuentran en situación de inferioridad, y hacia arriba, a la espera de profesionales que saquen de la manga una varita mágica que haga que nuestra pesadilla termine.

Pero este camino tiene muchos cruces, y en este punto podemos elegir también el dibujo horizontal. Darle al tema un enfoque diferente, que no pone a nadie por encima de nadie. Podemos pedir ayuda a otras personas (profesionales, educadores, otros padres) para que nos enseñen a ser nosotros mismos los que aprendamos a convivir con el autismo, y a manejar esa realidad diferente. No queremos peces. Queremos que nos enseñen a pescar. Y en esa relación de igualdad construimos un triángulo equilátero donde la persona con autismo será un pilar más junto a la familia y el resto del mundo. Dejará de ser un simple receptor o demandante de recursos, para convertirse en alguien con sus propios criterios, con sus propios valores y con su propia riqueza personal que también podrá aportar mucho a quienes lo rodean, y ocupar el lugar que, por derecho, no por compasión, merece entre la sociedad.

Una persona con autismo será muy buena en aquello que despierte su interés. Por ejemplo, ningún partido en la final del mundial de futbol –salvo que el futbol sea su pasión– lo distraerá nunca de sus ocupaciones, aunque el resto del país esté paralizado frente al televisor. Los intereses de las personas con autismo son restringidos y limitados; son personas ordenadas, necesitan un entorno predecible, claves que les ayuden a anticipar qué es lo que va a pasar al día siguiente, en la hora siguiente, en el minuto siguiente. Lo que los niños normales aprenden sin darse cuenta, a los niños con autismo les cuesta aprenderlo, y nunca lo harán si no los dotamos de las herramientas necesarias. Para ellos las relaciones humanas, con toda su complejidad, siempre serán tan difíciles como nos sucede al expresarnos en un segundo idioma del que desconocemos los giros y complejidades. Pero cuando se trabajan programas y sistemas que facilitan la comunicación, el cambio es radical. El niño comienza a manejar agendas, fotos o dibujos que le permiten controlar su entorno e interactuar con los demás. Empieza a darse cuenta de que puede expresar sus ideas y entiende las peticiones que le hacemos. Y, entonces, las personas que estamos a su lado entendemos el significado de la expresión “alcanzar el cielo con las manos”.

A veces habría que preguntarse quién es el autista: ¿la persona afectada o los que son incapaces de verlo con los ojos del amor, y ver el mundo a través de su mirada?

¿Y ahora, qué?

Pues, llegados a este punto, quienes vivimos con alguien con autismo podemos elegir. Quedarnos para siempre en la celda de autocompasión en la que nuestro tren, a veces, hace una parada al principio de la historia, o continuar avanzando a través del paisaje de las fortalezas de nuestros hijos, apoyándonos en ellas más que en sus debilidades, para construir juntos el futuro.

Siempre he pensado que es mejor dejarse llevar e ir a favor de la corriente, que empeñarse en navegar luchando a brazo partido con el oleaje. Por supuesto, habrá ocasiones en que las familias quisiéramos atravesar una pared, pero siempre será mejor dar un rodeo en busca de una puerta. Tenemos que bajarnos del carro del orgullo y de la superioridad, para empezar a dar voz y voto a los afectados, respetando así su diversidad y teniendo en cuenta sus preferencias a la hora de planificar su futuro. Porque a lo largo de la vida nos enfrentaremos a tomas de decisiones que repercutirán en ellos y en su felicidad.

Y a quienes no tienen en su vida a una persona con necesidades diferentes, les haría una reflexión más. Conozco a muchas personas con autismo, y solo puedo decir que siento que es mucho más lo que nos une que lo que nos separa. Hay testimonios estremecedores de autistas de alto nivel que reclaman y reivindican su derecho a ser como son. Y creo que les asiste toda la razón del mundo. Si respetamos otras culturas con hábitos que a nosotros nos resultan chocantes, ¿con qué derecho nos arrogamos la potestad de decidir que una persona con autismo debería aprender a “pensar y sentir” igual que los demás?, ¿y con qué autoridad retuercen y desvirtúan algunos el término “autismo” para convertirlo en una definición que para nada se corresponde con la realidad? Tal vez quien escribe así quiera mostrar al mundo su dominio del lenguaje y la riqueza de su prosa, pero solo logra poner en evidencia la mezquindad y la pobreza de su espíritu.

Si alguien quiere ampliar información, le recomiendo que eche un vistazo al legado de Ángel Rivière tanto en imágenes como en palabras. Y nada mejor que una cita suya para cerrar este artículo:

Ser autista es un modo de ser, aunque no sea el normal. No sólo soy autista. También soy un niño, un adolescente, o un adulto. Es más lo que compartimos que lo que nos separa.

Adela Castañón

Imagen de Jay Mantri