La tornaboda de Bárbara de Farasdués

#leyendasaragonesas

Compairón. 2, Recortada

Detalle de un compairón o manta de lana que se ponía debajo de la silla de la novia el día de la tornboda, o viaje de la novia a su futuro hogar, la casa del novio.  Museo Ángel Orenanz y Artes del Serrablo.

—¿Qué hace la señora Bárbara a sus sesenta y ocho años vestida de novia a la antigua usanza? —pensé la primera vez que vi la foto—. ¿Adónde va montada en un burro aparejado con silla de novia y un compairón?

No podía dejar de dar vueltas a esas preguntas. De repente me di una palmada en la frente y pensé: “Está clarísimo”. Todo se relacionaba con el viaje de las tornabodas.

Este no es un relato fantástico, no. Es la transcripción casi literal de unas costumbres aragonesas. Unas costumbres que tenían mucho que ver con los matrimonios entre las personas de las casas ricas y con la dote que aportaba la novia en una boda concertada por los padres, a través de un aponderador, que exageraba los bienes y las virtudes de la novia. Es que las hijas eran una carga para la familia y había que casarlas cuanto antes. Pero casarlas bien.

Seguramente nada de esto le pasó a la señora Bárbara de Farasdués. Es posible que en su treintena, moza vieja ya, se apañara con un pastor cinco años más joven y que se fueran a vivir a una de esas casas pobres de la Peñeta. Es posible que se hubieran casado en una misa antes del amanecer sin invitados ni ceremonias. Es posible que, cada vez que viera una boda con la comitiva de la tornaboda, o vuelta a casa del novio, se imaginara a sí misma como la reina de aquella ceremonia que tanto había deseado.

Y también es posible que ella no quisiera morirse sin que alguien la retratara como a las grandes novias, aunque fuera en un burro viejo y no en una yegua.

Los primeros contactos

Y la señora Bárbara no tuvo a nadie que la presentara, ni que la aponderara. Un día que iba a lavar se encontró en el camino con Fulgencio que iba a soltar el rebaño.

—Oye, Barbara, ya va siendo hora de que nos recojamos.

—Pues cuando quieras.

Y así estuvieron unos meses, con encuentros en el camino, en los que se contentaban con una mirada. Un día Fulgencio apoyó la barbilla en la vara con la que dirigía a las ovejas, y sin rodeos le dijo:

—Tendríamos que hablar con el cura para que nos amonestara.

—Lo que tú digas, Fulgencio.

Pero las cosas no se hacían así. Si ella hubiera sido de buena familia, sus padres habrían hecho un contrato con una casa de posibles y con un heredero. Y, si no hubiera habido en el pueblo, habrían hablado con los tratantes y arrieros que todos los días pasaban hacia Ayerbe por el camino de los Trajineros.

Es más, si hubiera hecho falta, habrían ido a la romería de la Virgen de la Sierra de Biel, que allí se concertaban buenas y ricas bodas entre casas en las que el heredero era el rey. Pero seguía viviendo con sus padres y con sus hermanos solteros, los tiones, que trabajaban por la cama y por la comida. A poco más tenía derecho un solterón.

La comitiva

Los novios de esas familias celebraban la boda en la casa de la novia. Unas veces en el mismo pueblo. Otras en un pueblo cercano. Y pocas veces en tierras lejanas. Que así reza el refrán: “El que lejos va a casar o va engañado o lo engañan”.

Pocas comitivas han hecho largas distancias. Algunas fueron notables, como la que fue desde Barcelona hasta un pueblo del Pirineo, en el Valle de la Garcipollera, cerca de Canfranc. En estas distancias, la comitiva se retrasaba hasta el día siguiente de madrugada.

Comitiva desde Barcelona

Comitiva de una boda a su llegada a los Pirineos. Venían desde Barcelona. A pesar del largo viaje, siguen con los caballos enjalbegados y las personas con las ropas de la boda del día anterior. Publicada en Fotos Antiguas de Aragón.

Si eran de pueblos distintos, el novio tenía que pagar la manta a los mozos del pueblo de su novia por haberles robado a una moza. Y, si se negaba, comenzaban las bromas, las cencerrada, o esquilada. Desde el anochecer hasta la madrugada sonaban los cencerros y las esquilas del pueblo en la puerta de la recién casada.

En todos los casos se formaba un largo cortejo, con hombres y mujeres montados en caballerías de gala y ataviados de fiesta. A la llegada recibían a la novia con más festejos. Así la nueva vida de la recién desposada comenzaba como en un cuento de hadas.

A caballo en una yegua engalanada

Y eso es lo que añoraban la mirada triste y el gesto adusto de la señora Bárbara. Pero Fulgencio vivía en una especie de cueva. Para la cama bastarían unas pieles de cabra por el suelo. Y ella llevaría sayas de estameña y una toca negra en la cabeza.

Le habría gustado ser una novia engalanada en una cabalgadura elegante y no conformarse con el viejo burro que con tantos apuros compraron en la feria de Ayerbe.

Le habría gustado lucir un compairón debajo de la silla de la novia y presumir de una manta de lana blanca, tejida en forma de sarga, adornada con gallos, guirnaldas y otros símbolos que aludían la fertilidad que se deseaba para la novia. La futura descendencia aseguraba la continuidad de la casa. Pero eso era un privilegio de las grandes haciendas. La gran aspiración del heredero, conseguir una buena hembra paridora.

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En el compairón nunca faltaba el gallo. En Aragón era el símbolo de la dedicación de la mujer al hogar. Museo Ángel Orenanz y Artes del Serrablo.

Pero el compairón y la silla no estaban al alcance de todos. Entre los ricos se prestaban estos arreos, que era caros para lucirlos solo un día. Lo malo era que todos sabían a quién pertenecían. A veces llevaban la marca de la casa, como los aperos de labranza, las talegas y los ganados.

La silla se encargaba a un buen ebanista. Lo más seguro es que la tallara con el tronco de unos nogales que guardaban para la ocasión. Podría estar pintada de colores y adornada con ramos en forma de corazones. Todo estaba pensado para trasladar a la novia a la casa del que ya era su marido.

Silla de nogal. Recortada

Silla de novia. Museo Ángel Orensanz y Artes del Serrablo.

La señora Bárbara se imaginaba que la ayudaba a subir a una yegua blanca un joven elegido entre los amigos de su novio. Por primera vez en su vida montaba en una silla, a la mujeriegas, y no a escarramanchón, como le había tocado ir siempre encima de una albarda.

A la señora Bárbara no la seguía una comitiva, no. En la foto se ve a unas niñas que miran asombradas, como si estuvieran en las fiestas de Carnaval.

—Marchad todas de aquí —gritó—. Y no me espantéis al caballo que viene detrás con el baúl con mi dote. O con mi pliega, o como la queráis llamar. Que lo importante es lo que lleva dentro.

En ese momento alguien disparó la foto. Y quedó inmortalizada como un fantoche. Pero a sus años la vista le fallaba y la guardó en el fondo de un arca como un tesoro.

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Foto de la entrada sin recortar.

Novia de Farasdués

Publicada por Fernando Ciudad Lacima el 27 de diciembre de 2019, en el grupo de FB, Fotos Antiguas de Aragón, del que soy miembro. Se la cedió José Luis Mincholé Alastuey, de Farasdués. El fotógrafo fue Elias Año Alastuey, un gran aficionado a la fotografía, tío abuelo de Pilar Campos Fornell.

Esta foto, y sus comentarios,  me inspiraron  este artículo. Desde aquí os doy las gracias a todos los del grupo por vuestras extraordinarias colaboraciones.

1929, Farasdués. Comarca de las Cinco Villas. (Zaragoza). Ese año Bárbara Fernández Garcés tenía 68 años. Su marido, Fulgencio Melero Pardo, de profesión pastor, era cinco años más joven. Vivían en la calle Ramón y Cajal, número 8.

Carmen Romeo Pemán

¿Nuestros niños son de todos?

La entrada en vigor de la nueva Ley de Protección de Datos ha afectado, entre otros, a los usuarios de las redes sociales. En mi caso, por poner un ejemplo concreto, he tenido que dar mi consentimiento por activa y por pasiva para seguir recibiendo información de mi banco, noticias de asociaciones a las que pertenezco y publicaciones de blogs de escritura a los que estoy suscrita. Por suerte ha sido algo puntual y, salvo el incordio de tener que leer lo mismo de mil maneras distintas y asegurarme de que mi consentimiento llegaba a buen puerto, las cosas han vuelto a la normalidad. Pero ese bombardeo me ha hecho reflexionar sobre las consecuencias de compartir imágenes de menores en Internet. Porque en plena marea de salvaguarda de ese derecho a la intimidad que todos defendemos se siguen publicando imágenes de niños.

Las redes sociales tienen muchas aplicaciones. Entre ellas la del sharenting, palabra que procede de dos vocablos ingleses: share, compartir, y parenting, crianza.  En términos simplistas esa práctica sería lo que se ha hecho siempre, en versión virtual del siglo XXI. Es decir, presentar un bebé recién nacido a amigos y familiares, o enviar a los abuelos imágenes de los cumpleaños y fiestas escolares de nietos a los que no pueden ver todos los días. Pero la nueva realidad dista mucho de la esa forma de hacerlo en el pasado. Para mucha gente exponer en público los progresos de sus hijos se ha convertido casi en una norma social. Es cierto que los padres actúan de buena fe, llevados por el deseo de compartir sus experiencias con otros padres que también desean interactuar, pero la realidad es que el sharenting se lleva a cabo sin el consentimiento expreso de los niños. No cabe duda de que la ley otorga la autoridad a los padres o tutores legales hasta que sus hijos lleguen a la mayoría de edad, porque interpreta que su entendimiento y su capacidad de razonamiento son inferiores a los de los adultos. Pero no deberíamos olvidarnos de que los niños crecerán. Y cuando sean adultos estaremos obligados a dar explicaciones que podrán o no satisfacer a los que ya han dejado de ser nuestros “niños”.

Artículos como el de Niños sin privacidad, de La Vanguardia, nos alertan sobre ese tema. Como padres podemos impedir que se publiquen imágenes de nuestros hijos menores, pero si somos nosotros los que las difundimos corremos el riesgo de abrir la veda. Está bien insistir en el control parental del uso de las redes, pero me pregunto si no estaremos cometiendo el error de ver la paja en el ojo ajeno sin ver la viga en el propio. ¿Qué pasa con los derechos legales del menor en el futuro? ¿Qué opinarán nuestros hijos si ven fotos suyas correteando desnudos por la playa cuando tenían dos añitos? ¿Quién podrá hacer uso de esas fotos? ¿Con qué fin? ¿De qué manera? ¿Es que la infancia no tiene también su derecho a la privacidad? Y, en el futuro, ¿qué autoridad tendrán unos padres para decir a sus hijos que no compartan su propia vida en Internet cuando ellos lo han estado haciendo antes?

Está bien acudir a Internet en busca de ayuda sobre cuestiones de crianza. Comprendo que muchos padres busquen soluciones a problemas de sueño de sus niños, de dificultades con la alimentación, y que participen en foros que les hagan sentirse menos solos a la hora de educar. Pero eso puede hacerse sin necesidad de ilustrar sus publicaciones con imágenes de los pequeños.

Además de ese aspecto privado sobre lo que opine el menor cuando crezca, no deberíamos olvidar que el sharenting tiene ciertos peligros a corto plazo. Si acompañamos las fotos de comentarios, aportamos información y datos sobre menores que cualquiera podría usar con fines fraudulentos como suplantación de identidad, por no hablar del riesgo de la geolocalización con la vulnerabilidad que supone. Al fin y al cabo, los secuestros no se producen solamente en las películas, y cualquiera puede contactar con nuestros hijos a través de la puerta que nosotros abrimos.

Cuando se regula la patria potestad queda claro que los hijos deben ser siempre oídos antes de adoptar decisiones que les afecten, en cuanto tienen suficiente juicio. Y los padres somos quienes debemos protegerlos y velar por sus derechos. Que no nos puedan reprochar en el futuro que fuimos nosotros los que vulneramos su intimidad y les complicamos la vida.

Adela Castañón

Imagen: Foto Annie Spratt en Unsplash

El jardín de Sofía

Oculto en el universo, crece un jardín de colores sobre un meteorito. Hace algunos años, después de una fuerte tormenta espacial, la vida surgió en una de estas rocas áridas. Muy cerca de la Luna gira alrededor de la Tierra, sumergido entre las estrellas.

Criaturas aladas y brillantes brotaron de su centro, junto a plantas exóticas, de hojas verdes alargadas, con bordes redondeados y flores granate. Crecieron bajo el amparo de una pequeña niña de cabello negro y ojos como el chocolate. Sofía llegó al jardín un 8 de marzo, día terrestre. Muy temprano, en la madrugada. A pocos días de que la tormenta espacial se desatara cerca de nuestro planeta.

La pequeña se aferró con fuerza a la roca y, después de girar y girar por semanas, un día se detuvo. Permaneció despierta por meses. Su canto opacó el silencio y le dio vida al jardín espacial.

El tiempo ha pasado silencioso. Los árboles y arbustos han crecido frondosos en el jardín. Hoy la pequeña Sofía continúa cuidándolo. Durante el día, juega con las criaturas, riega las plantas y corretea de un lado a otro persiguiendo a las luciérnagas de color purpura como su vestido. En la noche, camina hasta un extremo del jardín y recuesta sus manitas sobre una nebulosa. Con sus dedos le da algunas vueltas a la Tierra y busca a sus papitos y a su hermanita que a esa hora se preparan para ir a dormir.

Cuando los ve juntitos, acurrucaditos en la cama, tapados con la misma frazada, se une a las sonoras carcajadas que provocan las historias fantásticas de su hermanita Camila que, una vez más, hizo unas cuantas travesuras en el colegio.

Al llegar el momento de dormir, las luces se apagan en la habitación y todo queda en silencio. Sofía se cubre con un manto de flores y cierra los ojos. Las luciérnagas apagan las luces y se disipa el esplendor del jardín para entregarse a la noche.

En el mundo de los sueños Sofía se encuentra con sus papitos que la llenan de besos y caricias, y la acunan en sus brazos mientras cantan un arrullo para eclipsar su desvelo.

Sofía duerme en el calor de los brazos de su madre y cobijada por el amor de su padre. Le velan el sueño mientras le pasan los dedos entre el cabello negro azabache y contemplan con ternura la carita redondita de pómulos rosados que dibuja una tenue sonrisa.

Sofía extiende sus brazos para estirarse. Sacude el manto de flores con los pies y abre los ojos. Cientos de luciérnagas con sus alas encendidas revolotean a su alrededor. Mira hacía la Tierra, les manda un cálido beso a sus papitos y recibe con alegría el nuevo día.

Mónica Solano

 

Imagen de PIRO4D , Yuri_B

Pies de barro

—Bueno —empecé ante el micrófono, mientras colocaba sobre el atril el diario del abuelo.

De entre sus hojas extraje un papel manoseado y lo alisé todo lo que el temblor de mis manos me permitió. Respiré hondo y me enfrenté a la audiencia.

—Quiero daros las gracias, de mi parte y de parte de toda la familia, por haber venido a despedir a mi abuelo. Él me pidió que hablara ante todos vosotros. Estaría agradecido de veros hoy aquí.

En la primera fila, mi madre se sonó la nariz y mi padre la estrechó con un abrazo. Me concentré en el papel.

—Abuelo, te echamos de menos.

Hice una pausa y expulsé aire por la boca, intentando contener la emoción que amenazaba con paralizarme.

—Esta familia no hubiera podido salir adelante sin ti y, la verdad, no me imagino qué va a ser de nosotros a partir de ahora. Supongo que seguiremos tu ejemplo, y nos preguntaremos qué harías cuando tengamos algún problema. Siempre encontrabas una solución, aunque no solía ser la más elegante. Recuerdo aquella vez en la que te olvidaste de comprar un árbol de Navidad y acabamos decorando una palmera, o cuando usaste mantequilla para desatascar la cabeza de Mateo, que se había quedado enganchado en los barrotes de la escalera.

Con esos recuerdos provoqué un cambio en el ambiente de la sala. Seguía siendo un mar de caras enrojecidas pero habían dejado de oírse los hipidos y el resonar de narices.

—La abuela decía que eras muy cabezón y que, cuando querías algo, no parabas hasta conseguirlo. También decía que esa fue la razón por la que pudiste empezar una nueva vida aquí, en Argentina, cuando dejaste atrás tu país natal, asolado por la guerra. No hablabas mucho de aquella época y, cuando te preguntábamos, solías responder con evasivas. Cambiabas hábilmente de tema y nos explicabas cómo te habías plantado ante la puerta del bisabuelo al enterarte de que era médico. No te moviste hasta que accedió a aceptarte como su pupilo.

Aclaré mi garganta con un carraspeo.

—¿Sabéis? —dije, y volví a levantar la cabeza para dirigirme al público.

Busqué a mis compañeros de trabajo, médicos y enfermeras que se habían colocado respetuosamente en la parte de atrás.

—En el hospital, cuando los más mayores se enteran de que soy su nieto, me cuentan anécdotas de aquella época. Parece ser que era corriente ver a mi bisabuelo intentando enseñarle cosas que mi abuelo ya sabía. Y más habitual aún ver al pupilo dando lecciones a los maestros. En fin— Suspiré y volví a mi hoja, pero antes lancé una mirada al ataúd negro que estaba cerrado y cubierto de flores rojas y blancas—. También te aceptó, el bisabuelo se entiende, como su yerno cuando le pediste la mano de la abuela. Os regalasteis once hijos a los que amasteis con locura, y ellos os dieron veintiséis nietos, a quienes cuidasteis mejor incluso que a vuestros propios niños.

Me volví hacia mis hermanos, mis tíos y mis primos.

—Todos, hijos y nietos, esperamos que os hayáis vuelto a encontrar allá donde estéis, para que no os tengáis que separar nunca más.

Tragué saliva e hice una pequeña pausa. Llevaba un rato balanceándome de un pie a otro y no había sido consciente hasta ese momento.

—Abuelo, me había sentido muy orgulloso por haber seguido tus pasos. Tuve la suerte de conocer las que creía que eran todas tus facetas: la de esposo, padre, abuelo y médico. Yo, y tantos otros, te hemos admirado toda la vida, aunque nunca te gustó que te lo hiciéramos saber. Fruncías el ceño y hacías gestos con la mano, como si no te lo merecieras. Te ofendías si alguien insistía, incluso, hasta llegar a enfadarte. Siempre hemos pensado que no había nadie más modesto que tú.

De pronto, lo que llevaba escrito en la hoja me parecía absurdo, así que la arrugué e hice una bola. Cuando abrí los ojos, decidí que fueran los demás los que sentenciaran a mi abuelo por sus actos de juventud. Sin llegar a dar la espalda al público, giré sobre mí mismo para hablar directamente a los restos mortales de mi abuelo.

—Dicen que los actos hacen a los hombres y tus actos, desde que llegaste al Mar del Plata, te hicieron el mejor hombre del mundo. —Cerré los ojos y respiré hondo. —Ojalá pudiera decir lo mismo de tu vida anterior, aquella que llevaste en Alemania. Tenías un potencial enorme como médico y, cuando  te dieron a elegir entre la investigación médica y el ejército, apostaste por la primera. Pones en tu diario que pensabas que así podrías ayudar a los demás, aunque sabías que ibas a hacer daño a algunas personas. Pero eras joven, y cumplías órdenes. O eso quiero creer.

Mi madre y mis tíos me miraban extrañados, sin saber qué era lo que estaba haciendo. La verdad es que yo tampoco estaba seguro. Solo sabía que debía continuar.

—Abuelo, no sé si lo entiendo. Tampoco quiero juzgarte, aunque tú me lo pediste. Me diste tu diario y me rogaste que lo hiciera público, porque era la única manera que tenías de irte en paz. Te lo juré antes de leer tus memorias escritas de tu puño y letra, y no sabes cuántas veces me he arrepentido desde entonces.

Abrí su diario por la página que él había marcado y que exponía, demasiado bien, todo lo que le atormentaba de su pasado en la Alemania nazi.

—Abuelo… Ojalá no me hubieras pedido que hiciera esto.

Y, con voz temblorosa, empecé a leer.

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

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Imagen de Mark Duffel en Unsplash.

Y, ¿si es una niña?

—Mami, ¿mi hermanito cuándo va a salir de ahí? —preguntó Mariano y acarició la barriga de Alicia.

—¿Hermanito? ¿Por qué crees que será un niño?

—No va a ser una niña mamá. ¡A ver! —el tono de voz de Mariano aumentó ligeramente.

—Pero, ¿y si es una niña?

—Mira mamá, no va a ser una niña, porque yo le pedí al Niño Dios que, para navidad, me trajera un hermanito. Un hermanito con el que voy a jugar fútbol y nos va a gustar lo mismo. Por eso no va a ser una niña.

—Bueno, pero, ¿y si es una niña?

—Una niña no, mamá. ¡Qué asco! Las niñas son aburridas, lloronas y fastidiosas. No, no, no. ¡Es un niño!

—Muy bien, pero deberías pensar qué pasaría si fuera una hermosa niñita.

—¡Sería horrible!

Mariano dio media vuelta y caminó hasta su habitación. Alicia se quedó pensativa en medio del corredor. Su hijo estaba empecinado en que tendría un hermanito, pero la última ecografía había confirmado que sería una niña. ¿Y ahora? ¿Cómo se lo iba a decir? Y, sobre todo, se preguntó cómo le haría entender que, hiciera lo que hiciera, no dejaría de ser una niña.

Pasaron los días y Mariano seguía con los planes para la llegada de su hermanito. Tenía preparada una bolsa de juguetes con carros, balones, figuras de acción y juegos de hombres, como solía llamar a todo lo que, según él, solo les gusta jugar a los niños. Detrás de la puerta tenía pegado un calendario, que le había regalado su padre, en el que marcaba los días que iban pasando. Una tarde se paró enfrente de él y se dio cuenta de que había muchos días marcados.

—¿Cuántos días faltan, mami? He marcado muchos, muchos días y mi hermanito nada que sale de ahí —afirmó Mariano señalando la prominente barriga de Alicia.

—Falta poco. No te preocupes —respondió Alicia y le sacudió los cabellos dorados.

El veintitrés de diciembre, por la mañana, Alicia sintió una fuerte punzada en el vientre bajo. Caminó hasta la cocina, donde había dejado su celular y le marcó a Julián.

—Ya es hora. Corre que me duele mucho.

Julián salió del trabajo sin fijarse en todos los pendientes que tenía que resolver, se subió al auto y transitó por la avenida a más de cien kilómetros por hora. Recogió a Alicia en la casa y la llevo a la clínica. Antes de entrar al quirófano, llamó a su madre para que recogiera a Mariano en el jardín de niños.

Cuando Mariano llegó a la clínica, Alicia ya había dado a luz y estaba en una habitación, llena de flores, globos y osos de felpa. Mariano se acercó a su madre y vio que entre sus brazos había un pequeño bebé que tenía en la cabeza un gorro rosado.

—Mamá, ¿por qué mi hermanito tiene un gorro rosado?

—Porque no es un niño, es una niña. Acércate para que conozcas a tu hermanita.

Mariano retrocedió unos pasos.

—No mamá, ese no es mi hermanito. Recuerda que te dije que el Niño Dios me iba a traer un hermanito.

Julián miró a Alicia, antes de que ella pronunciara alguna palabra y con la mirada le dejó claro que él se haría cargo de la situación.

—Mariano, tener una hermanita también es genial, también podrán hacer muchas cosas juntos. Yo tengo una hermana y es la mejor del mundo. O ¿no te parece genial tu tía Aida?

—No papá, es que… —Mariano se detuvo y empezó a llorar— es que las niñas son horribles. Lloran por todo, ponen quejas… En el jardín… tú no sabes cómo son de fastidiosas.

—Pero esta niña es tu hermana, eso la hace la niña más especial de todas las niñas del mundo. También podrán jugar las cosas que te gustan, compartir secretos y hacer pijamadas. Y cuando seas más grande descubrirás que las mujeres son maravillosas.

Mariano se limpió la nariz con la manga de la camisa, hizo un esfuerzo por contener los sollozos y miró de reojo a la bebé. Julián lo tomó de la mano y se acercaron a la cama donde estaba Alicia. Julian cargó a su hija y se sentó en el sofá que estaba a un lado de la cama. Mariano se acercó con cautela y miró a su hermanita. Cuando sus miradas se encontraron una sonrisa se dibujó en el rostro de la bebé. En ese momento Mariano pensó que no estaba tan mal tener una hermanita.

—Papi, ¿puedo escoger el nombre?

 

Mónica Solano 

 

Imagen de Virvoreanu Laurentiu

El día que llegaste a mi vida

A veces me pregunto cómo sería mi vida si no fuera madre. Si hubiera dedicado esa parte de mi existencia a navegar por el mundo. No les voy a mentir. Ser madre no me ha resultado una tarea fácil. El tiempo se ha convertido en un lujo. La palabra privacidad ha desaparecido de mi diccionario personal. Estoy en el último lugar de la lista para cumplir mis más profundos anhelos, porque esa pequeña personita por la que estoy dispuesta a dar la vida, y hasta a jurar en falso, encabeza mis prioridades. Y eso es así desde el 24 de agosto de 2004. El instante en el que mis manos tocaron la vida de una forma que no había creído posible. Ese día todo cambió para mí.

23 de agosto, 8:00 AM. Se han cumplido las cuarenta semanas. Han sido meses en los que la barriga ha crecido hasta el punto en que las rodillas soportan el peso con dificultad. Las manos están hinchadas y la cara se ha puesto un poquito regordeta. Cuando te miras en el espejo ves a una mujer diferente, a una desconocida. Pero, a pesar de las ojeras, el dolor en las articulaciones y las noches de insomnio, anhelas con todas las fuerzas ver al bebé que te está creciendo en el vientre.

Te atas el cabello con una coleta, te pones el vestido de maternidad y sales de casa directo a la clínica. Cuando llegas al consultorio, el médico te dice que no puede dejarte internada porque no hay señales de que el bebé vaya a nacer ese día. Te recomienda caminar. “Eso ayudará a que el bebé llegue pronto” te dice, mientras te aprieta la mano contra el hombro. Te sientes un poco frustrada, querías ver esa carita y tener el pequeño cuerpecito entre los brazos. No hay nada que hacer por el momento, así que vas a trabajar.

Es un día normal en la oficina. Clientes molestos, largas filas, los gruñidos de tu jefe que se escuchan por todo el pasillo. Nada extraordinario sucede mientras pasan las horas. Termina la jornada laboral y regresas a casa. Te pones unos zapatos cómodos y sales a caminar con tu esposo, como te sugirió el médico. Pasadas unas cuadras, sientes unas leves punzadas en el vientre. Recuerdas todo lo que te indicaron en el curso psicoprofiláctico, y empiezas a hacer una lista en la mente: la pañalera está preparada desde los siete meses de gestación, la carpeta con todos los exámenes médicos está en el armario de la habitación. “¿Qué más necesito?” No tienes idea. El dolor se hace más fuerte y se te nubla el juicio. Caminas de un lado a otro para mitigar un poco el dolor que viene y va, mientras tu esposo toma el tiempo de cada contracción con su reloj de pulsera. Cada vez son más frecuentes, entonces toma el teléfono y llama al doctor.

En menos de una hora una ambulancia se estaciona en la puerta de tu casa. El médico entra en la habitación y realiza los exámenes de rutina. Después de un tacto muy incómodo y algunos apuntes en su libreta decide llevarte a la clínica. No habías estado dentro de una ambulancia. Te sientes extraña. La sirena suena, pero no estás de muerte. Llevas una nueva vida en el vientre y quizás eso también sea tan importante como para detener el tráfico en las calles.

Cuando llegas a la clínica te recibe una enfermera con uniforme azul y zapatos blancos. Te realizan un examen físico integral y luego te acomodan en una camilla junto con otras madres que también están esperando para dar a luz. Algunas gritan, otras lloran, unas pocas, como tú, emiten quejidos moderados.

Llevas horas en la clínica, pero te parecen segundos. Ya es de madrugada y aún no te dicen nada. Estás ansiosa, agotada y, aunque quisieras dormir, el sueño se escapa de las posibilidades. Te frotas la barriga y le hablas al bebé. Le susurras cuánto deseas verlo, y en ese momento se acerca la enfermera y te dice que estás lista para entrar en el quirófano. Un escalofrío te recorre el cuerpo. Por fin vas a conocerlo.

La imagen del reloj colgado en la pared, enfrente de la silla de parto, te revuelve la bilis. Marca más de las siete de la mañana. “Llevo muchas horas en este hospital”, piensas. La blancura de la sala, el frío que te carcome los huesos y el olor a químicos aumentan la ansiedad, y te ponen los pelos de punta. La enfermera te ayuda a acomodarte en la silla y te da las indicaciones. Una vez más recuerdas el curso. Haces una inhalación profunda y a continuación, exhalas. Lo haces varias veces para contener el dolor y prepararte para pujar. Ya estás lista. Pujas con todas tus fuerzas, pero el bebé no quiere salir. Inhalas una vez más y pujas como si tu vida dependiera de ello. Y es en ese momento que ves en las manos del médico a un pequeño humano cubierto de fluidos y te preguntas: “¿Cómo algo tan maravilloso salió de mi cuerpo?”. Cuando el doctor te lo pone sobre el pecho te sientes aliviada. Cuentas sus deditos, inspeccionas sus brazos y piernas, lo miras directamente a los ojos y memorizas cada rasgo de su carita. No quieres que te lo cambien a la salida. Cierras los ojos y das gracias por vivir ese momento, luego miras el reloj en la pared. Marca las 8:40 AM del 24 de agosto. Es un día para no olvidar. Has conocido el amor en todas sus dimensiones. Tienes entre los brazos a la persona que te cambiará el mundo y todo lo que conoces y crees saber de la vida.

Dejo el lápiz sobre la mesa y miro el reloj. Marca las 8:40 AM. El corazón me da un salto. Durante trece años, el pequeño ser que cargué en mi vientre por nueve meses ha conmocionado mi mundo. Sigo mirándolo con la misma emoción, con el mismo fulgor en el corazón. Y cada día que tengo la oportunidad de abrir los ojos, me sigo sintiendo afortunada por tenerlo a mi lado y por verlo crecer. Después de todos estos años, cuando me pregunto cómo sería mi vida si no fuera madre, sigo teniendo la misma respuesta: no sería mi vida.

Mónica Solano

 

Imagen de Guillermo Cardona

 

La noche de las hadas

En el horizonte se podía ver cómo el día se escondía entre las montañas. El césped se oscureció y las flores cerraron sus pétalos cuando la sombra de la noche se posó sobre ellas. La oscuridad duró solo unos segundos. De repente, el cielo se llenó de cocuyos que iluminaron el jardín.

Valeria daba saltos alrededor del árbol de las hadas. Hacia giros infinitos con sus brazos extendidos y sonreía sin parar. Corría de un lado para otro en busca de los capullos que traerían a las nuevas hadas. Su figura mediana destacaba por todo el jardín y la gracia de su danza hacía más cálida la noche. Estaba lista para recitar las palabras y rociar sobre los capullos el polvo mágico. Recostada sobre un árbol, su madre la miraba con una sonrisa serena y el corazón hinchado de amor. Su pequeña, de ojos castaños y pelo lacio hasta la cintura, le robaba el aliento.

–1, 2, 3, 4… –recitaba Valeria mientras movía sus dedos.

–¿Qué haces, hija? –preguntó Amatista mientras se acercaba a ella.

–Contar.

–Y, ¿qué estás contando?

–Cuantas hadas van a nacer esta noche.

–Y, ¿por qué las cuentas? –le preguntó su madre respingando la nariz.

–Por favor, mamá, sabes que puedo pedir un deseo por cada hada que nazca esta noche. Así que quiero saber cuántos deseos me van a conceder.

Amatista le acarició el cabello y la apretó entre sus brazos. El aullido de los lobos despertó a las aves que descansaban en las copas de los árboles y el revoloteo de sus alas agitó las hojas, que danzaron en el cielo. Una densa bruma flotaba sobre el jardín. Había llegado el momento.

Valeria cerró los ojos con fuerza y se mordió el labio inferior. Se sacudió el vestido y se arrodilló frente al árbol de los capullos. Amatista tarareo una canción que alertó a todos los seres mágicos del jardín. En un instante, estaban rodeadas de toda clase de criaturas.

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–Puedes empezar, hija –dijo Amatista, mientras le ponía la mano en el hombro para animarla.

Valeria miró a su madre y le regaló una sonrisa. Inhaló y exhaló el aire con fuerza y el corazón se agitó dentro de su pecho. Estaba emocionada y, al mismo tiempo, se sentía asustada. Era la primera vez que tenía a cargo la noche de las hadas. La bruma fue adquiriendo un tono violáceo y Valeria suspiró. Abrió sus brazos en posición de oración y pronunció las palabras.

–Una vida en esta tierra, una tierra para esta vida. Nacimos en la oscuridad, descansaremos en la luz. Universo, espacio, tiempo; vivimos para servir.

Valeria esparció el polvo mágico sobre los capullos y se fueron abriendo uno a uno ante los ojos de las criaturas. De cada brote floreció un hada y todas volaban en el jardín agitando sus alas multicolores. La noche se volvió día y el rocío de la mañana trajo consigo un nuevo amanecer.

Doce hadas abrieron sus ojos a la vida. Después de recorrer todos los rincones del jardín, se pararon enfrente de Valeria y, con una reverencia, se pusieron en fila para concederle sus deseos. Cuando la última de las hadas chasqueo sus dedos, Valeria sintió cómo unos labios tibios y húmedos se acercaban a su mejilla.

–Abre los ojos, dormilona, es hora de ir a estudiar –dijo Amatista mientras le daba un beso a Valeria.

–Mamá, acabas de arruinarme un sueño maravilloso.

–¿Estás segura de que fue un sueño?

Mónica Solano

Imagen. Alejandro Uribe 

 

 

 

El dulce aroma del chocolate caliente

A mi madre. Que siempre alienta mi imaginario.

 

Con quince años sabía todo lo que debía saber de la vida. Era una mujer. Mi madre ya no hacía nada por mí, yo era capaz de resolverlo todo. Desempeñaba mis tareas y nadie me decía cómo tenía qué hacerlas. Ordenaba mi habitación, iba sola a la escuela. La única concesión a mi independencia era el desayuno que mi madre me preparaba todas las mañanas. Desde la ducha podía oler el chocolate caliente. Cuando llegaba a la mesa, ya lo tenía servido junto a dos tostadas con mantequilla, huevos revueltos con jamón y una gran tajada de queso mozzarella.

Por las noches mi tarea más importante consistía en organizar el uniforme y la maleta con los textos y útiles de la escuela. Primero sacaba del armario la falda de cuadros rojos y azules. Cada vez que la observaba tendida sobre el sillón, pensaba en lo horrible que era. La camisa blanca almidonada siempre resplandecía y olía a limpio con un toque de flores. Cuando ya tenía el uniforme listo y la maleta empacada, llegaba el momento de pasar un largo rato frente al tocador y pensar en qué accesorios ponerme. Era la parte crítica de mi rutina. Una mujer siempre debía estar bien peinada.

Mamá no tenía ni idea de cómo era mi mundo. En realidad, ella no sabía nada de la vida. Todas las tardes, a mi regreso de la escuela, me esperaba con una limonada y un cupcake de chocolate, mi favorito. Y siempre me hacía las mismas preguntas: ¿cómo te fue?, ¿qué hicieron hoy?, ¿tienes mucha tarea? No sé por qué mejor no se ponía un letrero. Después de saborear sus manjares, llegaba el momento del encierro en mi habitación. Tiraba el uniforme en la cesta de la ropa sucia, me ponía los jeans rotos y la camiseta que tenía estampada la cara de Kurt Cobain y me desparramaba sobre la cama.

Los quehaceres de la escuela podían esperar, primero tenía que escribir lo más importante que me había pasado en el día. Y, antes de sacar el diario que guardaba debajo de la cama, miraba con sigilo a todos lados para no ser descubierta. Tomaba la llave que llevaba colgada al cuello con una cadena que me había hecho mi mejor amiga, y lo abría con la ansiedad que produce dejar al descubierto los pensamientos. Como en un ritual, leía lo último que estaba escrito y pensaba “estoy demente”. Después escribía la fecha. Los mejores acontecimientos del día empezaban a fluir como un torrente: Querido diario, hoy quedé frente a frente con Javier. Casi se me sale el corazón cuando sus ojos azules, gigantes, con esas pestañas largas se quedaron mirándome. Por primera vez, pude ver de cerca su piel bronceada y su cabello negro ondulado. ¡Es tan atractivo! Cuando me dijo “Hola”, sentí como si el mundo se hubiera detenido. Muy pronto nos haremos novios y seré la envidia de todas las niñas de la escuela. Como siempre, cuando estaba en la mejor parte, mamá hacía su aparición para interrumpirme.

–Amor, recuerda que hoy viene papá a recogerte para que vayas a pasar el fin de semana con él. Alista las cosas que te vas a llevar, que no va a tardar en pasar a recogerte.

–Sí, mamá, no tienes que repetírmelo cada ocho días.

Mi pelo se encrespaba solo de pensar que había perdido la inspiración y ya no podía escribir más de mi encuentro con Javier. Mamá era perfecta para dañar los momentos épicos, solo tenía que llamar a la puerta y todo lo bueno desaparecía. Me arruinaba la vida.

***

Me gustaría volver a oler el chocolate caliente de mi madre. Escuchar cómo rompía el silencio de la habitación con el golpeteo de sus nudillos. Llegar a casa, verla con la limonada y el cupcake de chocolate en sus manos, con aquella sonrisa que le atravesaba el rostro porque yo había llegado.

El tiempo es implacable. Ahora todo ha cambiado y yo soy la encargada de inundar la casa de olor a chocolate. Todos los días, a la misma hora, espero al pequeño ser que me encomendó la vida, con un abrazo preparado, limonada y un cupcake de vainilla servido sobre la mesa. En ese instante, cuando la abrazo y aprieto mis labios contra su rostro, doy gracias porque ha regresado a casa. Entonces puedo vislumbrar en sus ojos ese: “mamá siempre tan dramática”.

Ahora, igual que mi madre cuando yo era pequeña, tengo el papel de espectadora. Desde una esquina, observo cómo lo más importante de mi vida entra en su habitación a contarle a unas cuantas hojas lo que pasó en su día. Mamá sabía más que yo a mis quince años, lo sabía todo. Hacia todo por mí como ahora yo lo hago por Sofía. En ese instante fugaz, cuando la puerta se cierra, lo entiendo.

Mónica Solano

Imagen de Skeeze

El abismo

“Jamás me casaré, jamás tendré hijos, jamás viviré la vida de otros, jamás renunciaré a mis sueños. Jamás, jamás”. Sin embargo, aquí estoy, con tres hijos, casada desde hace veinte años y viviendo la vida de otros. Amargada y convertida en todo lo que juré no ser jamás. No es extraño que esté sentada tan cerca del abismo, viendo resplandecer las luces de la ciudad. Desde el mirador todo se ve diferente. Adoro el silencio y la tranquilidad de la soledad, poder estar a solas con mis pensamientos, alejada de la rutina. Tentada de lanzarme al vacío.

¿Cuánto demoraría en caer? ¿Dolería? ¿Moriría realmente si lo hiciera? ¿Qué pasaría con mi familia, con mis hijos? Los problemas de su adolescencia me consumen. No fui muy inteligente al tener uno detrás de otro. Lidiar con la pubertad, con los quehaceres de la casa, con la oficina y estar hermosa, y con las piernas abiertas todas las noches para recibir a mi marido. Es agotador. Debí estudiar y conocer mundo antes de jugar a la casita. Al imaginar que puedo sumar más cosas a la lista se me retuercen las entrañas y siento que no tendría que pensarlo más. Terminaré lanzándome de una vez.

¿En qué estaría pensando cuando guardé mi mochila? Cuando cambié mi sueño de viajar por el mundo por tener una familia y me eché encima la responsabilidad de hacerla funcionar para siempre. Cuando tienes una familia, todo va antes que tú. No hay espacio para sentirte triste, cansada, aburrida o melancólica, y siempre tienes que estar dispuesta para todo. Aún recuerdo con claridad las palabras del sacerdote el día de mi matrimonio: “hasta que la muerte los separe”. De solo recordarlo siento escalofríos. ¿Quién puede ser tan ingenuo para decir “sí”? Y para toda la vida. Por eso estoy aquí, obviamente. A las ocho de la noche, al borde de este abismo. Tratando esta vez de tomar la decisión correcta. ¿Qué pensaría mi marido si supiera que quiero acabar con mi vida? ¿Qué pensaría mi madre? ¿Qué pasará cuando no esté? Es la primera vez en mi vida que tomo esta decisión, aunque aún no sé si es tan en serio. Antes de salir arreglé la casa y dejé la comida en el horno. ¡Todo dispuesto como si fuera a regresar! Llamé a mi esposo y le dije que no me esperara temprano porque tenía un compromiso. No podía decirle que iba a lanzarme desde un mirador, que está matándome la rutina y la frustración que me produce el haber abandonado mis sueños por miedo a dejar la zona de confort. Ni siquiera puedo imaginarme su cara al conocer mis intenciones.

¿Por qué no podemos vivir y alejar la angustia del pasado?, ¿de lo que ya hicimos y no podemos cambiar? y ¿de lo que dejamos de hacer y ya no podremos? ¿Por qué no solo vivimos sin pensar demasiado? No sé para qué me mortifico con estas preguntas sin sentido. Vine hasta aquí por una razón: para cambiar mi vida, alivianar la carga y volver a ser la que alguna vez fui. Lanzarme a lo desconocido y mandar todo a la mierda. En el fondo sé que aún no es el momento, porque antes hay algo que debo hacer.

Me alejo del abismo y subo al auto para regresar a casa. El trayecto parece más largo, pero no tengo prisa. Al entrar por la puerta, veo a mi esposo sentado en el sillón de la sala, leyendo un libro. Todos se acercan a darme un beso y abrazarme. Empieza el bombardeo de tareas que quieren que realice. Sonrío, dejo mi bolso sobre el perchero y empiezo a ayudarles como siempre. Llega la hora de dormir y me quito el vestido. Meto mi cuerpo desnudo entre las sabanas, me acurruco al lado de mi esposo y hacemos el amor. Es una delicia sentirme como una puta que ha tenido la suerte de conseguir un buen cliente. Disfruto cada centímetro de ese cuerpo egoísta que solo quiere satisfacer sus necesidades. Esta última vez, sin prejuicios, cumpliendo mis deseos más perversos. Mi esposo me mira sorprendido. Siempre he sido tan recatada, tan puesta en mi lugar, que la mujer de esta noche le resulta una completa desconocida. Detrás de esa cara de sorpresa puedo ver en sus ojos que está satisfecho, muy satisfecho. Dejo que se duerma y me visto con cuidado para no despertarlo. Entro en la habitación de cada uno de mis hijos y los beso en la frente. Se me hace un nudo en la garganta que no me deja respirar. El sentimiento de una madre por sus hijos es algo que no se puede explicar con facilidad.

Ahora estoy lista. No podía irme sin despedirme, sin ver sus rostros por última vez. Sin sentir el aroma que emana de sus cuerpecitos y la calidez de su piel adolescente. Aunque me enloquecen, la mayor parte del tiempo los adoro más que a nada en el mundo, pero nunca estuve preparada para ser madre, ni una fiel y abnegada esposa. No era mi destino, no era lo que quería hacer con mi vida. Tomo la libreta de notas que está pegada en la nevera y escribo unas líneas. Dejo la nota sobre la mesa para que la vean al despertar. Sé que un pedazo de papel no compensará mi ausencia, ni justificará mi decisión, pero ya han sido veinte años de vivir sus vidas y veinte años de vivir la vida de mis padres. Ahora es tiempo de vivir la mía. Tomo las llaves del auto y atravieso la puerta sin ningún remordimiento. Esta vez para no regresar.

Mónica Solano

Imagen de Jonny Lindner