Andresa la Muda

#relato

De las fragolinas de mis ayeres

Cuando dieron las seis en el reloj de la torre, me levanté de un salto y me quité las legañas con el agua que quedaba en el barreño de fregar las cazuelas. Me asomé a la ventana y vi que el humo de las chimeneas ya se disolvía en la luz clara de la mañana. Así que, sin perder tiempo, cogí la escoba y bajé a barrer la calle. Aproveché que aún no había salido mi vecina y me asomé a la barbacana del Terrao. Achiqué los ojos y miré el camino de Valzargas. Como teníamos miedo a los maquis, me puse a mirar a ver si venía algún hombre por la Collada de San Jorge. En esas estaba, cuando Andresa, la que teníamos por muda, me tocó en el hombro.

—Buenos días, Andresa.

Pronuncié despacio y claro, por tenía que leer en los labios. Pero oía bien, que sin mirarme, levantó el puño.

—A mí no me saludes así, hijaputa.

Como yo no era de las que levantaba el puño ni me gustaban broncas, me puse a barrer rezongando: “Si ya lo digo yo, con eso de que todos dicen que es muda, parece que no se entera de nada. Y es la más alcahueta del pueblo. Que ninguno sabemos si era muda antes de llegar al pueblo. Que ya era moza cuando vino con unos arrieros y aquí la dejaron sola”.

Mientras tanto ella se metió al patio y salió con una hoz roñosa. Avanzó hasta la pared del huerto y cortó las hierbas que asomaban. Cuando acabó recogió la hoz en su casa.

Al poco volvió a salir y me soltó un gruñido. Como la noté más alborotada que otros días, le pregunté:

—Oye, ¿has oído el barullo que se ha montado esta noche con el caballo negro de casa Fontabanas?

Movió la cabeza de un lado a otro, como cuando se niega algo con fuerza.

—Pues verás, a eso de las doce nos han despertado unos relinchos y unas coces en la pared.

Andresa se acercó un poco. Se sujetaba la cara con las manos.

—No te hagas la tonta. Que tú también los has tenido que oír. Desde mi ventana se veía una sombra en tu ventanuco. Seguro que estabas escuchando.

Se tapó la boca como si fuera a dar un grito. Yo seguí hablando.

—Al principio creímos que José había muerto en el monte y que el caballo volvía enloquecido.

Las muecas de Andresa le estaban deformando la cara por momentos.

—Además la madre de José nos dijo que sabía que le iba a pasar algo, que ese día se había ido al monte sin santiguarse ni tocar el San Cristóbal de la puerta.

Andresa se tapó la cara con las manos, como si fuera a llorar. Pero yo no me amilané con sus gestos.

—Mira, la vieja se equivocó. José no está muerto. O por lo menos eso dijeron unos embozados que llegaron corriendo detrás del caballo.

Se quitó las manos de la cara y se me acercó aún más. Ahora no se perdía ni un detalle de lo que le contaba.

—Tú sabías lo que iba a pasar. Por eso no te asomaste por la mañana, cuando la vieja salió a la calle rogándole a su hijo que no fuera a Valzargas.

Sin dejarme acabar, se dio media vuelta. Por debajo del delantal le asomaban unas zapatillas agujeradas y una saya pardusca que le llegaba hasta los tobillos.

—Me da igual lo que hagas. Sé que tú avisaste a los de la Resistencia, a los que iban buscando a José. Sé que tú les dijiste que ese día iba a ir a segar a la partida de Valzargas.

Cuando estaba entrando en el patio, levanté la voz un poco más.

—No te vayas, mala pécora. Tienes que escucharme.

Se volvió con los ojos encendidos.

—Llegaron dos embozados y nos contaron que lo tenían preso en el corral de Valzargas. Que si los del pueblo no les mandaban panes, le pegarían un tiro. ¡Ah! Y que tú sabías por qué.

Se persignó varias veces y se besó las manos.

—Mira lleva toda la noche echando humo la chimenea de casa el hornero. Esta tarde ya estarán listos los panes

Andresa se metió en su casa. Y yo seguí hablándole. En realidad quería que me oyeran todas las vecinas.

—Anda, que pareces una mosca muerta, pero todos sabemos que eres la chivata. Que si no les hubieras contado tantos cuentos ellos no se habrían ensañado con la gente de este pueblo. ¿Se puede saber a qué vas contando tantas mentiras?

Es que Andresa lo revolvió todo. En el pueblo siempre habíamos tratado bien a los maquis. Nunca los habíamos denunciado a la autoridad.

—Menuda trifulca has montado. Y por tu culpa han cazado a José. Para que desembuche. Por eso han soltado al caballo.

Ella seguía sin aparecer. Y yo dale que te pego.

—Lianta. Eres una lianta. Ya verás, ya. Cuando se corra la voz, entre todos te vamos a dar una somanta de palos.

Entonces bajó corriendo las escaleras. Me dio un empujón y casi me tiró al suelo. Con paso ligero tomó el camino que lleva a Valzargas. Yo volví a la barbacana y achiqué los ojos. Al poco rato la vi que desaparecía por la Collada de San Jorge. Seguro que encontró pronto a sus compañeros.

A la mañana siguiente un grupo de hombres armados pasó la Collada. Venían hacia el pueblo. Cerré la puerta y las ventanas. Y no tardé en oír el tiroteo en la calle.

Muchos años perduró el recuerdo de los muertos inocentes. En los carasoles se siguió hablando de la desaparición de José y de una mujer muda que se fue por la Collada.

Carmen Romeo Pemán

Las fotos publicadas por Lorien La Hoz en su página de Facebook.

La tornaboda de Bárbara de Farasdués

#leyendasaragonesas

Compairón. 2, Recortada

Detalle de un compairón o manta de lana que se ponía debajo de la silla de la novia el día de la tornboda, o viaje de la novia a su futuro hogar, la casa del novio.  Museo Ángel Orenanz y Artes del Serrablo.

—¿Qué hace la señora Bárbara a sus sesenta y ocho años vestida de novia a la antigua usanza? —pensé la primera vez que vi la foto—. ¿Adónde va montada en un burro aparejado con silla de novia y un compairón?

No podía dejar de dar vueltas a esas preguntas. De repente me di una palmada en la frente y pensé: “Está clarísimo”. Todo se relacionaba con el viaje de las tornabodas.

Este no es un relato fantástico, no. Es la transcripción casi literal de unas costumbres aragonesas. Unas costumbres que tenían mucho que ver con los matrimonios entre las personas de las casas ricas y con la dote que aportaba la novia en una boda concertada por los padres, a través de un aponderador, que exageraba los bienes y las virtudes de la novia. Es que las hijas eran una carga para la familia y había que casarlas cuanto antes. Pero casarlas bien.

Seguramente nada de esto le pasó a la señora Bárbara de Farasdués. Es posible que en su treintena, moza vieja ya, se apañara con un pastor cinco años más joven y que se fueran a vivir a una de esas casas pobres de la Peñeta. Es posible que se hubieran casado en una misa antes del amanecer sin invitados ni ceremonias. Es posible que, cada vez que viera una boda con la comitiva de la tornaboda, o vuelta a casa del novio, se imaginara a sí misma como la reina de aquella ceremonia que tanto había deseado.

Y también es posible que ella no quisiera morirse sin que alguien la retratara como a las grandes novias, aunque fuera en un burro viejo y no en una yegua.

Los primeros contactos

Y la señora Bárbara no tuvo a nadie que la presentara, ni que la aponderara. Un día que iba a lavar se encontró en el camino con Fulgencio que iba a soltar el rebaño.

—Oye, Barbara, ya va siendo hora de que nos recojamos.

—Pues cuando quieras.

Y así estuvieron unos meses, con encuentros en el camino, en los que se contentaban con una mirada. Un día Fulgencio apoyó la barbilla en la vara con la que dirigía a las ovejas, y sin rodeos le dijo:

—Tendríamos que hablar con el cura para que nos amonestara.

—Lo que tú digas, Fulgencio.

Pero las cosas no se hacían así. Si ella hubiera sido de buena familia, sus padres habrían hecho un contrato con una casa de posibles y con un heredero. Y, si no hubiera habido en el pueblo, habrían hablado con los tratantes y arrieros que todos los días pasaban hacia Ayerbe por el camino de los Trajineros.

Es más, si hubiera hecho falta, habrían ido a la romería de la Virgen de la Sierra de Biel, que allí se concertaban buenas y ricas bodas entre casas en las que el heredero era el rey. Pero seguía viviendo con sus padres y con sus hermanos solteros, los tiones, que trabajaban por la cama y por la comida. A poco más tenía derecho un solterón.

La comitiva

Los novios de esas familias celebraban la boda en la casa de la novia. Unas veces en el mismo pueblo. Otras en un pueblo cercano. Y pocas veces en tierras lejanas. Que así reza el refrán: “El que lejos va a casar o va engañado o lo engañan”.

Pocas comitivas han hecho largas distancias. Algunas fueron notables, como la que fue desde Barcelona hasta un pueblo del Pirineo, en el Valle de la Garcipollera, cerca de Canfranc. En estas distancias, la comitiva se retrasaba hasta el día siguiente de madrugada.

Comitiva desde Barcelona

Comitiva de una boda a su llegada a los Pirineos. Venían desde Barcelona. A pesar del largo viaje, siguen con los caballos enjalbegados y las personas con las ropas de la boda del día anterior. Publicada en Fotos Antiguas de Aragón.

Si eran de pueblos distintos, el novio tenía que pagar la manta a los mozos del pueblo de su novia por haberles robado a una moza. Y, si se negaba, comenzaban las bromas, las cencerrada, o esquilada. Desde el anochecer hasta la madrugada sonaban los cencerros y las esquilas del pueblo en la puerta de la recién casada.

En todos los casos se formaba un largo cortejo, con hombres y mujeres montados en caballerías de gala y ataviados de fiesta. A la llegada recibían a la novia con más festejos. Así la nueva vida de la recién desposada comenzaba como en un cuento de hadas.

A caballo en una yegua engalanada

Y eso es lo que añoraban la mirada triste y el gesto adusto de la señora Bárbara. Pero Fulgencio vivía en una especie de cueva. Para la cama bastarían unas pieles de cabra por el suelo. Y ella llevaría sayas de estameña y una toca negra en la cabeza.

Le habría gustado ser una novia engalanada en una cabalgadura elegante y no conformarse con el viejo burro que con tantos apuros compraron en la feria de Ayerbe.

Le habría gustado lucir un compairón debajo de la silla de la novia y presumir de una manta de lana blanca, tejida en forma de sarga, adornada con gallos, guirnaldas y otros símbolos que aludían la fertilidad que se deseaba para la novia. La futura descendencia aseguraba la continuidad de la casa. Pero eso era un privilegio de las grandes haciendas. La gran aspiración del heredero, conseguir una buena hembra paridora.

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En el compairón nunca faltaba el gallo. En Aragón era el símbolo de la dedicación de la mujer al hogar. Museo Ángel Orenanz y Artes del Serrablo.

Pero el compairón y la silla no estaban al alcance de todos. Entre los ricos se prestaban estos arreos, que era caros para lucirlos solo un día. Lo malo era que todos sabían a quién pertenecían. A veces llevaban la marca de la casa, como los aperos de labranza, las talegas y los ganados.

La silla se encargaba a un buen ebanista. Lo más seguro es que la tallara con el tronco de unos nogales que guardaban para la ocasión. Podría estar pintada de colores y adornada con ramos en forma de corazones. Todo estaba pensado para trasladar a la novia a la casa del que ya era su marido.

Silla de nogal. Recortada

Silla de novia. Museo Ángel Orensanz y Artes del Serrablo.

La señora Bárbara se imaginaba que la ayudaba a subir a una yegua blanca un joven elegido entre los amigos de su novio. Por primera vez en su vida montaba en una silla, a la mujeriegas, y no a escarramanchón, como le había tocado ir siempre encima de una albarda.

A la señora Bárbara no la seguía una comitiva, no. En la foto se ve a unas niñas que miran asombradas, como si estuvieran en las fiestas de Carnaval.

—Marchad todas de aquí —gritó—. Y no me espantéis al caballo que viene detrás con el baúl con mi dote. O con mi pliega, o como la queráis llamar. Que lo importante es lo que lleva dentro.

En ese momento alguien disparó la foto. Y quedó inmortalizada como un fantoche. Pero a sus años la vista le fallaba y la guardó en el fondo de un arca como un tesoro.

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Foto de la entrada sin recortar.

Novia de Farasdués

Publicada por Fernando Ciudad Lacima el 27 de diciembre de 2019, en el grupo de FB, Fotos Antiguas de Aragón, del que soy miembro. Se la cedió José Luis Mincholé Alastuey, de Farasdués. El fotógrafo fue Elias Año Alastuey, un gran aficionado a la fotografía, tío abuelo de Pilar Campos Fornell.

Esta foto, y sus comentarios,  me inspiraron  este artículo. Desde aquí os doy las gracias a todos los del grupo por vuestras extraordinarias colaboraciones.

1929, Farasdués. Comarca de las Cinco Villas. (Zaragoza). Ese año Bárbara Fernández Garcés tenía 68 años. Su marido, Fulgencio Melero Pardo, de profesión pastor, era cinco años más joven. Vivían en la calle Ramón y Cajal, número 8.

Carmen Romeo Pemán

Amparo, la burrera

De las fragolinas de mis ayeres

“La letra con sangre entra”

Acañices. Grupo de niñas

Grupo de niñas de Aliste.

Cuando se murió el último dulero, el que llevaba a pastar las cabras de todos los vecinos del pueblo, las chicas convertimos el corral de la dula en el lugar secreto de nuestros juegos. Allí guardábamos los trozos de vasijas rotas, en los que hacíamos las comiditas, y las muñecas de trapo que nos cosían nuestras madres. A las cinco en punto se acababa la escuela y nosotras corríamos a nuestras casas a buscar la merienda. A continuación, sin perder tiempo, bajábamos por la parte trasera del pueblo a nuestro dominio. Lo primero que hacíamos era comprobar si nuestros juguetes seguían como los habíamos dejado el día anterior.

En esas fechas estaban construyendo la carretera de El Frago a Biel. Con las obras llegaron muchas familias con hijos y se alojaron en corrales y parideras. Un día nos encontramos con que una familia de burreros había ocupado el corral de las Eras Badías, donde teníamos nuestro escondite. Delante de la empalizada había dos grandes reatas de burros con serones, en los que transportaban la grava del río a la carretera. Un poco apartadas, en medio de una era, unas niñas jugaban con nuestras muñecas y con unos pucheritos de barro que habíamos comprado en un mercadillo de la plaza, a cambio de hierros que habíamos recogido por los caminos.

Al día siguiente llegamos a clase dispuestas a contarle nuestras desdichas a la maestra, que daba la casualidad de que además era mi madre. Pero doña Asunción entró con una niña nueva de la mano y no nos escuchó. Sin darnos tiempo a que le habláramos de nuestras trapacerías, nos la presentó:

—Mirad, esta chica se llama Amparo. Supongo que ya la conocéis porque lleva más de una semana viviendo en El Frago. Desde hoy vendrá todos los días a la escuela. Y vosotras, las pequeñas, tenéis que ser sus amigas.

También nos pidió que jugáramos con ella y que le dejáramos nuestros muñecos. Como vio que hacíamos muecas y momos, se dirigió a mí y me dijo con un tono muy enérgico:

—Esto es una orden.—Se volvió a las de la mesa de al lado—. No quiero ver más gestos en vuestras caras.

Yo bajé la cabeza sin rechistar porque, aunque era mi maestra y mi madre, no pensaba hacerle caso, que lo primero eran mis amigas.

Así continuamos unos días. Amparo llegaba a clase a la hora en punto. No quería estar con nosotras cuando íbamos a esperar. Es que no le hablábamos ni jugábamos con ella, es más, siempre que podíamos le propinábamos algún empujón y les decíamos a los chicos que no fueran con su hermano. Pero ellos pasaban de nosotras. Jugaban con el hijo de los burreros y él, a cambio, los dejaba montar en los serones cuando iban de vacío a buscar la grava.

Aún no había pasado una semana desde la regañina de la maestra, cuando se presentó la madre de Amparo en la escuela. Abrío la puerta y, sin entrar, en voz alta, de forma que todas pudiéramos oírla bien, le dijo a la maestra que su hija no quería venir a clase y que por las noches no paraba de llorar. Que no estaba dispuesta a que se repitiera lo mismo que en otros pueblos en los que habían estado antes. Que en El Frago las cosas aún pintaban peor porque entre las niñas que más se metían con su hija estaba yo, que manipulaba a las demás, aprovechándome de que era la hija de la maestra.

—Vengo a pedirle que usted haga algo. —Se dirigió a doña Asunción, sin dejar de mirarnos—. Si esto no se arregla por las buenas, tendré que decírselo al alcalde.

La maestra se puso de pie y la escuchaba con atención. Le temblaban las manos y se le vidriaron los ojos. Para que no le notáramos los nervios, cogió la regla que tenía encima de la mesa y comenzó a agitarla. Y con una voz enérgica se dirigió a nosotras, las más pequeñas.

—¿Se puede saber por qué no queréis jugar con Amparo?

Se hizo un silencio total. Como ninguna contestaba, repitió la pregunta. El mismo silencio. Noté que el calor me subía por la nuca y que todas las miradas se dirigían a mí. La maestra seguía preguntando. A mí me faltaba la respiración. De repente, me levanté y con voz serena le respondí:

—No se empeñe usted, doña Asunción, que no le pensamos hablar, ni jugar con ella. —Mis amigas levantaban el dedo gordo con disimulo y yo me envalentoné—. Al fin y al cabo es una burrera. Y nosotras no estamos dispuestas a ir con burreras.

No sé de dónde sacó aquella fuerza. Sin encomendarse a Dios ni al diablo se acercó a mi mesa y comenzó a golpearme en la cabeza con la regla que llevaba en la mano. Dejó de pegarme y me volvió a preguntar:

—¿Jugaréis con Amparo?

—¡No! ¡Y no! —Le contesté como cuando me daba una rabieta en casa.

Me lo preguntó varias veces y le respondí lo mismo. En uno de los nuevos golpes se le rompió la regla y con las astillas me hizo una brecha. Cuando vio que me salía sangre les dijo a dos chicas de las mayores.

—Llevadla a que la cure el practicante. Si hace falta que le dé un par de puntos. Luego acompañadla a su casa y quedaos con ella hasta que acabe la escuela.

Yo no sé qué pasó en la escuela cuando yo me fui. A mí me dio cinco puntos el practicante y me dejó una señal que toda mi vida he intentado ocultar con un flequillo. Con ayuda de las chicas mayores, me metí en la cama. No podía controlar los temblores de las piernas. Mi madre se había pasado y esa brecha de mi frente iba a ser el recuerdo permanente de que estábamos en guerra.

—No, no y no. Nunca se lo perdonaré. —Grite con rabia.

A mí no se me había calmado la rabieta cuando, pasadas las cinco, todas mis amigas vinieron a verme con Amparo. Me traían los juguetes que habíamos guardado en la paridera.

—Doña Asunción tiene razón —dijo una de la que nos burlábamos muchas veces por su cojera de la polio.

Al final, un poco a regañadientes, yo le regalé la mejor de mis muñecas a Amparo. Y desde ese momento ya no volvímos a llamarla la burrera.

Mi madre, o mi maestra, no sé cuál de las dos o si las dos a la vez, se quedó en un rincón observándonos en silencio con una sonrisa y yo me sentí derrotada. Pero puder ver que Amparo tenía unos ojos verdes, muy verdes, que le iluminaban toda la cara. Muchos años después pensé que su tez morena y su pelo ensortijado inspiraron los mejores cuadros de Julio Romero de Torres.

Plaza del Mercado Uncastillo. Años 30

Plaza de Uncastillo, en las Cinco Villas Aragonesas, Postal antigua.

Carmen Romeo Pemán

En las Peñas de Santo Domingo

#relato #altascincovillas

Al panadero que tantas veces nos contó esta historia.

 

Como lirio cortaron el lirio. “Romance popular” recogido por Federico García Lorca.

A finales de mayo ya nos preparábamos para subir con el ganado a la Sierra de Santo Domingo, en el límite de las Altas Cinco Villas aragonesas. Los de El Frago salíamos con unos diez rebaños y en la cabañera de la ribera del Arba nos juntábamos con los que venían de Luna y de Orés, En Biel nos reuníamos con los otros pueblos. Y todos juntos comenzábamos el ascenso a las Peñas de Santo Domingo.

A mis once años, yo era solo un repatán, un aprendiz de pastor, que no quería cambiar la escuela por el monte.

—Madre, hable usted con padre a ver si me puedo quedar aquí en el pueblo.

—Mira, Pedro, no me vengas con esas. Tu padre te necesita. Mientras tú cuides el rebaño en el Monte Alto, él y tus hermanos segarán y trillarán. —Se recogió la punta del delantal en la cintura—. Me parece que don Manuel te ha llenado la cabeza de pajaricos. Olvídate de las letras que aquí lo que necesitamos son manos.

—Madre, ¿es que no lo entiende? Me da miedo quedarme solo en el monte. Por las noches tengo pesadillas y todos los ruidos me despiertan.

—Pues ya te puedes ir acostumbrando, que así se hacen los hombres. —Se volvió hacia el hogar a ver si hervía el puchero de las judías.

Sin decir nada, metí en el zurrón jabón, peduques y mudas suficientes para tres meses. En un saquete me guardé dos hurones, que los había adiestrado a entrar en las madrigueras y a cazar todo lo que se moviera. Con ellos me aseguraba la comida de ese verano.

El primer lunes de junio, antes de amanecer salimos con más de mil ovejas y dos perros. Tardaríamos una semana en recorrer siete leguas, un camino que se hacía en menos de un día con una caballería. Cuando llegamos, mi padre y mis hermanos me señalaron los prados y me llevaron al corral que compartiríamos con los de Orés. Allí dormiríamos los dos repatanes. Nos acurrucaríamos juntos en un rincón y, aun así, de vez en cuando nos pisoterarían los animales.

Una mañana, al poco de soltar el ganado, se despeñó una oveja que estaba comiendo unos brotes en el borde de un risco, justo encima de una cueva en la que nunca había entrado nadie. Decían que allí vivía una serpiente que se tragaba a los pastores.

Bajé arrastrándome hasta que vi una mancha de sangre, muy cerca de la boca de la cueva. Silbé y al momento llegaron los perros. Pero no encontraron a la oveja. Entonces saqué un hurón del zurrón y lo puse en la entrada. Yo me subí a una carrasca, por si las moscas, y no pude evitar orinarme en los pantalones. En un santiamén vi salir despavorida a una chica de unos quince años, con unas greñas que le tapaban la cara y una navaja en la mano. Levantó la cabeza y me vio encaramado en el árbol.

—¡Chist!, ¡chiss!, ¡chsss! —Se cruzó un dedo en los labios—. No le digas a nadie que me has visto, ni busques la oveja. Y ahora vete y no te acerques más por aquí.

Encerré el ganado en el aprisco. Después eché a correr y no paré hasta El Frago. Llegué con los pies desollados y casi sin respiración. Cuando me vio mi padre, se quitó la correa y me llenó de cardenales. Al día siguiente, volvimos a subir con las mulas y encontramos a los pastores reunidos. Se había despeñado otra oveja y me habían buscado sin encontrarme. Y, como, además, habían oído llorar a los perros, pensaron que me habría devorado la serpiente.

Cuando nos vieron llegar, se dirigieron a mí para que buscara la oveja, pero yo no me atrevía a acercarme a la cueva. Al final, como mi padre hizo el ademán de quitarse la correa, me decidí. En la entrada vi a dos chicas con sayas andrajosas y alpargatas agujereadas. Una de ellas era la de la tarde anterior y me reconoció.

—A ver, chaval, —me dijo la otra, que parecía un poco mayor—, si nos traes comida sin que nadie se entere, te dejaremos tranquilo. Sí no, te abriremos la tripa. —Y se sacó un cuchillo del refajo.

Durante varios días les llevé todo el pan que pude conseguir. Pero la mayor, que era la que protestaba siempre, me dijo que les había parecido poco.

—Tienes que conseguir más. Tenemos hambre y frío. Así que hoy danos tu zamarra y mañana tráenos pieles de cabras y un cordero. —Y volvió a enseñarme la navaja.

Como les faltaba la comida y no encontraban sus cosas, los pastores se echaban la culpa unos a otros.

—Es él, es él. —El repatán de Orés me señaló—. Muchas noches, cuando yo me hago el dormido, se levanta y sale fuera.

Me eché a llorar y les dije que mentía. Entonces el pastor más viejo se fue a denunciar los robos a la guardia civil, que en esos momentos andaba patrullando la zona.

En cuanto pude, me deslicé por las peñas. Silbé y salió la moza más joven. Le conté lo que había ocurrido.

—Si nos pasa algo, te matarán. —Sus palabras se quedaron sonando entre los riscos.

Por la noche volví a coger el camino de El Frago, pero antes de una legua, me pararon dos guardias. Me preguntaron adónde iba y les conté que tenía miedo de la serpiente que se me comía las ovejas. Entonces me agarraron y me hicieron ir con ellos para que les señalara la roca por la que desaparecían los animales. En cuanto les señalé el camino que llevaba a la gruta, me soltaron y desaparecieron.

Yo me quedé un poco pasmado, esperando a ver qué pasaba. Al rato oí dos tiros. Entonces me fui al corral y me tumbé en un saco de paja. Hasta allí llegaban las voces. Escuché con atención. Una voz ronca decía que habían matado a dos chicas y que buscaban a otra. Al momento se presentaron los dos civiles y me pidieron un hurón.

—Aquí lo tienen, pero no la va van a encontrar. —Me incorporé, tomé aliento y seguí sin tartamudear—. Cuando me han dejado en la roca la he visto correr por el camino de Francia con un zurrón en la espada. En la mano derecha le brillaban las cachas de una navaja y debajo del brazo izquierdo, como si fuera un fardo, me pareció que llevaba una bandera con algo de color morado.

Al poco me quedé dormido. Fue el último año que subí a puerto. Ese otoño abandoné la escuela, entré de aprendiz en el horno de la plaza y ya no supe nada más de las tres mozas que se refugiaron en la cueva de Santo Domingo. Con mis miedos y mis torpezas en el cuidado del ganado cambié las inclemencias de la intemperie por el buen olor del pan recién hecho.

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IMAGEN PRINCIPAL. Rosario, de 23 años, y Lourdes Malón Pueyo, de 18, naturales de Uncastillo, fueron asesinadas en agosto de 1936 en las Peñas de Santo Domingo, cerca de Longás, cuando intentaban escapar de la cueva en la que estaban refugiadas. Estas hermanas, costureras y afiliadas a la ugeté, habían bordado la bandera republicana de su pueblo.

Carmen Romeo Pemán

Papa Jamin

Relato fragolino

Papá Jamín llegó a Bata desde muy lejos. Desde tan lejos que nadie sabía de dónde había venido. Si hubieran tenido mapas, tampoco lo habrían sabido, porque El Frago era tan pequeño, tan pequeño, que no figuraba ni en los de los liliputienses.

Muchos años antes Papa Jamín ya se había quejado de que su pueblo no apareciera ni en el periódico de la comarca:

Lo que sí me llama la atención es que los nombres de los pueblos de El Frago, Biel y Orés no suenan por ninguna parte, y no sé si esto se deberá a nuestra situación geográfica, a que somos muy sufridos o a que vivimos en un paraíso terrenal que nada nos hace falta. Y creo, pues, que no debemos ser ni tan callados, ni tan sufridos, porque nos hacen falta muchas cosas.

Es que a Papá Jamín siempre le gustó ayudar a la gente que no figuraba en los mapas ni en los libros de historia. A gente como la de su pueblo o la de la selva.

Papá Jamín en realidad se llamaba Benjamín porque así lo decidió su madre. Y no porque fuera el más pequeño. Era el cuarto de ocho hermanos, Tomasa, Francisco, Jacinto, Benjamín, Eulalia, Mariano, Lázaro y Carmen. Aunque en su pueblo hasta el juez decía que habían sido cinco. Entonces era costumbre descontar a los que habían muerto de recién nacidos. Pero Benjamín se acordaba de que él ya tenía once años cuando el cólera de 1895 se llevó a su hermano Lázaro, de tres años, con casi sesenta fragolinos más. Como lo mandaron al Limbo con Carmen y Eulalia, nadie volvió a mentarlos.

El cura quería que le pusieran el santo del día. La noche del dieciséis de febrero su madre no durmió repasando el santoral. Y no le gustaron ni Faustino, ni Onésimo, ni Honesto, ni Simeón, ni Pánfilo, ni Teodulo, ni Flaviano. Pensó que si le ponían un nombre de esos iba a ser el hazmerreír del pueblo. También estaba san Elías, pero Elías ni hablar. En menos de dos años se habían muerto los dos Elías del comercio de la calle de Zaragoza.

Gregoria sabía que su hijo se llamaría Benjamín desde el día que le faltó la regla. Salía de cuentas el treinta y uno de marzo, justo el día de San Benjamín, pero se le adelantó el parto cuando se cayó de la burra. Además, en el Año Cristiano, leyó que Benjamín significaba el predilecto y el que hace relucir los talentos de los demás. Así que con ese nombre por lo menos llegaría a ser maestro de escuela o cura de pueblo.

Los parientes de Benjamín formaban una red tan tupida que era difícil saber quién era y quién no era de su clan familiar. Y menos mal que la familia de su padre era corta y venía de otros pueblos. Si no, habría necesitado una guía como la que llevaba Úrsula Iguarán en Cien años de soledad para identificar a sus parientes de Macondo.

La familia materna extendía sus tentáculos y se colaba en todas las casas de El Frago. Su abuelo Francisco era hermano del de casa Pichón. Su abuela Tomasa tenía una hermana en casa la Pancha y otra en casa Leandra. Y los hermanos de su padre lo emparentaban con casa el Boticario, casa Picos y casa Braulio.

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Como su padre iba entrando en años y tenía muchas bocas que alimentar, se llevaba a los chicos al campo. Que todas las manos eran pocas. A Benjamín lo libraron del monte sus hermanos Francisco y Mariano, que dejaron de ir a la escuela muy pronto. Por las noches iban al repaso a casa del maestro don Manuel Marco a cambio de algún saco de carbón para la estufa.

Su otro hermano, Jacinto, tenía muchas ganas de volar. Así que al cumplir los catorce años se fue a Zaragoza a trabajar a una carbonería. Y a los veintiuno abrió la suya. En la pared, al lado de la puerta, con un trozo de carbón escribió: “CARBONERÍA NUEVA. JACINTO BIESCAS GUILLÉN”.

Pronto cambió el anuncio por otro grande encima de la puerta y se dio a conocer en los periódicos.

CARBONERÍA NUEVA. Procedente de El Frago, se vende carbón vegetal superior de carrasca, desde un kilo hasta un quintal métrico, a precio corriente. En la plaza de San Miguel, 3. Propietario Jacinto Biescas Guillén.

Las carbonerías eran un negocio seguro y, además, el carbón de carrasca de El Frago llevaba fama. Había carreteros que iban a buscarlo desde Zaragoza. Cuando subían de vacío llevaban los ultramarinos a las tiendas.

La de Jacinto subió como la espuma y se quiso llevar a sus hermanos, pero estaban demasiado apegados a la tierra. Solo Benjamín estaba esperando cumplir los años para irse con él.

—Mira, Jacinto, yo solo iré a trabajar contigo si me dejas tiempo libre y me puedo pagar los estudios —le dijo un día que Jacinto subió a buscar una carretada de carbón.

Es que su maestro le había metido tal afición por las letras que estaba enloquecido con eso de salir a estudiar.

—Bueno, en principio de acuerdo. Pero, si las ventas aumentan, igual tendrás que ayudarme más. —Le dio un apretón de manos como cuando se sella un pacto entre caballeros.

—¡Eso sí que no! Muchas noches sueño con que soy un maestro como don Manuel.

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Sin comerlo ni beberlo, en 1883 se desató la guerra del Rif y movilizaron a Jacinto. Aprovechó la ocasión para hacerse militar y traspasó la carbonería a José Romeo Guillén, un fragolino de casa Braulio, que se quedó a Benjamín de recadero.

Benjamín, siempre que podía, acompañaba a José al monte de la Carbonera, cerca de El Frago, a comprar caberas de carbón.

Con el olor de las carrascas y los pinos sentía la llamada de la tierra y una punzada en el pecho. Siempre pensó en volver, pero aún no había acabado los estudios y no tenía dinero, ni a nadie que lo respaldara. La marcha de Jacinto lo dejó como huérfano.

Muchos años después, cuando el exilio lo llevó hasta Bata, les contaba las historias de su infancia y de su pueblo a los niños de la selva. Y todos creían que Papa Jamín estaba dotado de gran talento para inventarse aquellos cuentos maravillosos de los tiempos de Maricastaña.

Carmen Romeo Pemán

El alguacil que todo lo zafumaba

Leyenda fragolina

Al alguacil de casa Moliné y al de casa Picos. Y a la alguacila de casa Calistro.

Evaristo, el alguacil, llegaba muy temprano al Ayuntamiento y todos los días se preguntaba lo mismo:

—¿De quién sería la idea de poner la Secretaría en este local con tan poca ventilación? —suspiró resignado—. Seguro que al mismo que se le ocurrió poner la escuela en un piso alto, y con las escaleras justo aquí al lado.

Sí, era cierto que estaba a piso llano con la plaza y que en invierno los hombres entraban a calentarse y a charlar un rato con él. Eso le gustaba porque estaba al tanto de todo lo que pasaba en el pueblo.

Lo que no le gustaba era encender aquella estufa que tiraba tan mal. El tubo de hierro no podía subir recto al tejado porque tenía que pasar por la Escuela de Niñas. Así estaba al principio hasta que un día comenzó a salir humo de la tarima. Y menos mal que no era hora de clase, si no, menudo chandrío.

—Esto se pasa de castaño oscuro —le dijo la maestra—. Y que sea la última vez que enciendes.

Evaristo se fue a ver al herrero y entre los dos se las ingeniaron para sacar el tubo directamente a la calle. Agujeraron el cristal de la ventana, lo atravesaron con un codo de hierro y empalmaron dos tubos en forma de L.

—Creo que no se ha visto un tiro como este en toda la redolada —le decía el herrero. Y miraba complacido su obra de arte.

Lo que no se esperaban era que el primer día que salió calmado una gran humareda llenara la plaza y bajara por la calle Mayor hasta El Terrao. Las mujeres se asomaban a las ventanas a ver de dónde venía, por si había que correr. Y el sacristán estaba preparado para tocar a fuego.

—No te preocupes, Evaristo, esto solo pasará hasta que se mueva un poco de aire.

A los pocos días, empezó a silbar el cierzo y un humo denso revocaba hacia adentro. Entonces el alguacil abría la puerta del pasillo y dejaba que subiera escaleras arriba. Al momento oía las toses de las niñas y los pasos de la maestra que bajaba los escalones de piedra de dos en dos. En un santiamén se plantaba en la puerta y parecía un fantasma en medio de aquella nube negra.

—Evaristo, no te das cuenta de que nos estás atufando. —Doña Simona se tapaba la nariz con un pañuelo de batista—. Además, estás ennegreciendo toda la fachada. Y hace menos de un mes que la blanquearon.

—¡Tranquila, mujer, tranquila! En cuanto se caliente el hierro todo se pasará.

Cuando se fue la maestra, Evaristo se quedó pensando cómo arreglar el asunto. “Tendré que madrugar más y encender antes de que ella se despierte”. Pero, como doña Simona dormía en la escuela y tenía el sueño ligero, tendría que andarse con cuidado.

Así fue como se acostumbró a salir de casa al rayar el alba. Subía por la cuesta de El Terrao, atravesaba el arco medieval y se asomaba a la barbacana. Aspiraba el aroma de los pinos mientras escuchaba el ajetreo de la herrería. Por mucho que madrugara, siempre le ganaba el herrero. Las caballerías no podían esperar.

En las paredes de la Placeta, el herrero había colocado varias argollas para atar a las mulas. Los días que había muchas, a Evaristo le daba miedo pasar cerca de las patas de los animales y se iba dando un rodeo por el Plano.

Esos días aprovechaba para ver salir el salir sol por el camino de Lacasta. Al llegar a La Cruz, se quedaba embobado mirando el manto rosáceo que cubría los campos del barranco de Cervera. Después daba la vuelta por el ábside de la iglesia y al enfilar la calle que llevaba al centro del pueblo le llegaba un olor agridulce. Tenía que andarse con cuidado y no pisar los vertidos de los orinales ni los excrementos de las cabras que estaban esperando al dulero.

Cuando llegaba a la plaza metía la llave en la cerradura del portón del edificio escolar, y procuraba no hacer mucho ruido para no despertar a la maestra. Entraba por el pasillo, casi a tientas, y abría la puerta de la derecha. Entonces se sacaba una caja de cerillas del bolsillo y encendía una vela que tenía preparada. Al momento salía con unos tizones hacia la Secretaría, que estaba justo enfrente del leñero. Cargaba la estufa y con la llama de la vela prendía las teas que había colocado en la parte baja. Abría el tiro y lograba que el fuego prendiera, pero controlar el humo era harina de otro costal. Y no tardaba en oír un grito ronco que bajaba por las escaleras:

—Ahora no moriremos de un incendio, pero con esas trazas de encender acabaremos todos zafumados.

Carmen Romeo Pemán

Evaristo, el alguacil, llegaba muy temprano al Ayuntamiento y todos los días se preguntaba lo mismo:

—¿De quién sería la idea de poner la Secretaría en este local con tan poca ventilación? —suspiró resignado—. Seguro que al mismo que se le ocurrió poner la escuela en un piso alto, y con las escaleras justo aquí al lado.

WhatsApp Image 2018-06-29 at 09.13.43 (1)Ilustración de Inmaculada Martín Catalán. (Teruel, 1949). Conocí a Inmaculada cuando llegó al Instituto Goya de Zaragoza. Venía con un buen currículo y con una excelente fama como profesora. Ha participado en numerosas exposiciones colectivas de escultura y pintura. Ya es una habitual colaboradora de Letras desde Mocade con la ilustración de mis relatos