De las fragolinas de mis ayeres
“La letra con sangre entra”

Grupo de niñas de Aliste.
Cuando se murió el último dulero, el que llevaba a pastar las cabras de todos los vecinos del pueblo, las chicas convertimos el corral de la dula en el lugar secreto de nuestros juegos. Allí guardábamos los trozos de vasijas rotas, en los que hacíamos las comiditas, y las muñecas de trapo que nos cosían nuestras madres. A las cinco en punto se acababa la escuela y nosotras corríamos a nuestras casas a buscar la merienda. A continuación, sin perder tiempo, bajábamos por la parte trasera del pueblo a nuestro dominio. Lo primero que hacíamos era comprobar si nuestros juguetes seguían como los habíamos dejado el día anterior.
En esas fechas estaban construyendo la carretera de El Frago a Biel. Con las obras llegaron muchas familias con hijos y se alojaron en corrales y parideras. Un día nos encontramos con que una familia de burreros había ocupado el corral de las Eras Badías, donde teníamos nuestro escondite. Delante de la empalizada había dos grandes reatas de burros con serones, en los que transportaban la grava del río a la carretera. Un poco apartadas, en medio de una era, unas niñas jugaban con nuestras muñecas y con unos pucheritos de barro que habíamos comprado en un mercadillo de la plaza, a cambio de hierros que habíamos recogido por los caminos.
Al día siguiente llegamos a clase dispuestas a contarle nuestras desdichas a la maestra, que daba la casualidad de que además era mi madre. Pero doña Asunción entró con una niña nueva de la mano y no nos escuchó. Sin darnos tiempo a que le habláramos de nuestras trapacerías, nos la presentó:
—Mirad, esta chica se llama Amparo. Supongo que ya la conocéis porque lleva más de una semana viviendo en El Frago. Desde hoy vendrá todos los días a la escuela. Y vosotras, las pequeñas, tenéis que ser sus amigas.
También nos pidió que jugáramos con ella y que le dejáramos nuestros muñecos. Como vio que hacíamos muecas y momos, se dirigió a mí y me dijo con un tono muy enérgico:
—Esto es una orden.—Se volvió a las de la mesa de al lado—. No quiero ver más gestos en vuestras caras.
Yo bajé la cabeza sin rechistar porque, aunque era mi maestra y mi madre, no pensaba hacerle caso, que lo primero eran mis amigas.
Así continuamos unos días. Amparo llegaba a clase a la hora en punto. No quería estar con nosotras cuando íbamos a esperar. Es que no le hablábamos ni jugábamos con ella, es más, siempre que podíamos le propinábamos algún empujón y les decíamos a los chicos que no fueran con su hermano. Pero ellos pasaban de nosotras. Jugaban con el hijo de los burreros y él, a cambio, los dejaba montar en los serones cuando iban de vacío a buscar la grava.
Aún no había pasado una semana desde la regañina de la maestra, cuando se presentó la madre de Amparo en la escuela. Abrío la puerta y, sin entrar, en voz alta, de forma que todas pudiéramos oírla bien, le dijo a la maestra que su hija no quería venir a clase y que por las noches no paraba de llorar. Que no estaba dispuesta a que se repitiera lo mismo que en otros pueblos en los que habían estado antes. Que en El Frago las cosas aún pintaban peor porque entre las niñas que más se metían con su hija estaba yo, que manipulaba a las demás, aprovechándome de que era la hija de la maestra.
—Vengo a pedirle que usted haga algo. —Se dirigió a doña Asunción, sin dejar de mirarnos—. Si esto no se arregla por las buenas, tendré que decírselo al alcalde.
La maestra se puso de pie y la escuchaba con atención. Le temblaban las manos y se le vidriaron los ojos. Para que no le notáramos los nervios, cogió la regla que tenía encima de la mesa y comenzó a agitarla. Y con una voz enérgica se dirigió a nosotras, las más pequeñas.
—¿Se puede saber por qué no queréis jugar con Amparo?
Se hizo un silencio total. Como ninguna contestaba, repitió la pregunta. El mismo silencio. Noté que el calor me subía por la nuca y que todas las miradas se dirigían a mí. La maestra seguía preguntando. A mí me faltaba la respiración. De repente, me levanté y con voz serena le respondí:
—No se empeñe usted, doña Asunción, que no le pensamos hablar, ni jugar con ella. —Mis amigas levantaban el dedo gordo con disimulo y yo me envalentoné—. Al fin y al cabo es una burrera. Y nosotras no estamos dispuestas a ir con burreras.
No sé de dónde sacó aquella fuerza. Sin encomendarse a Dios ni al diablo se acercó a mi mesa y comenzó a golpearme en la cabeza con la regla que llevaba en la mano. Dejó de pegarme y me volvió a preguntar:
—¿Jugaréis con Amparo?
—¡No! ¡Y no! —Le contesté como cuando me daba una rabieta en casa.
Me lo preguntó varias veces y le respondí lo mismo. En uno de los nuevos golpes se le rompió la regla y con las astillas me hizo una brecha. Cuando vio que me salía sangre les dijo a dos chicas de las mayores.
—Llevadla a que la cure el practicante. Si hace falta que le dé un par de puntos. Luego acompañadla a su casa y quedaos con ella hasta que acabe la escuela.
Yo no sé qué pasó en la escuela cuando yo me fui. A mí me dio cinco puntos el practicante y me dejó una señal que toda mi vida he intentado ocultar con un flequillo. Con ayuda de las chicas mayores, me metí en la cama. No podía controlar los temblores de las piernas. Mi madre se había pasado y esa brecha de mi frente iba a ser el recuerdo permanente de que estábamos en guerra.
—No, no y no. Nunca se lo perdonaré. —Grite con rabia.
A mí no se me había calmado la rabieta cuando, pasadas las cinco, todas mis amigas vinieron a verme con Amparo. Me traían los juguetes que habíamos guardado en la paridera.
—Doña Asunción tiene razón —dijo una de la que nos burlábamos muchas veces por su cojera de la polio.
Al final, un poco a regañadientes, yo le regalé la mejor de mis muñecas a Amparo. Y desde ese momento ya no volvímos a llamarla la burrera.
Mi madre, o mi maestra, no sé cuál de las dos o si las dos a la vez, se quedó en un rincón observándonos en silencio con una sonrisa y yo me sentí derrotada. Pero puder ver que Amparo tenía unos ojos verdes, muy verdes, que le iluminaban toda la cara. Muchos años después pensé que su tez morena y su pelo ensortijado inspiraron los mejores cuadros de Julio Romero de Torres.

Plaza de Uncastillo, en las Cinco Villas Aragonesas, Postal antigua.
Carmen Romeo Pemán
Querida Carmen, ¡qué maravilla! Te superas relato a relato. Gracias por estas historias con las que haces brillar toda una época. Un abrazo, amiga.
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Adela, ¡qué fácil es superarse de tu mano! Eres la guardiana de mi memoria y de todos mis escritos. Un abrazo.
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Carmen todos tus relatos trato de ponerles cara y nombre, en este caso no he podido aunque la situación si la he identificado rápidamente, como dices hoy se le llamaría «buying» pero entonces no lo tenia, en todo caso era lo «normal»
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¡Gracias, Chesus! En primer lugar quiero decirte que esto no es historia fragolina, que son ficciones a partir de vivencias fragolinas. Por lo tanto, que lo de poner cara no siempre está fácil. Pero es un esfuerzo muy bonito por tu parte.
En este relato, para poner caras, tendrías que remontarte a principios de los años sesenta y a las niñas que iban a la escuela en ese momento. Piensa en las de mi edad. Y a esa maestra sí que la conociste. Un abrazo.
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¡Qué bonito!
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Muchas gracias, Margarita!
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¡Qué bonito! Muchas gracias.
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Muchas gracias a ti por leerme y comentar. Un abrazo.
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Muy bonito carmen como todo lo que escribes carmen gracias por traernos ha la memoria esos momentos históricos tan interesantes un beso
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Gracias a ti, Pilar. Un abrazo fragolino.
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Me ha gustado mucho, como siempre. ¡¡¡Y cuántas Amparos ha habido y hay todavía!!!
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¡Gracias, Elvira! Esa es la otra cara de la enseñanza. Un abrazo.
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