Guía del escritor para enfrentarse a una reseña (buena o mala)

Cuando empecé a escribir, hace ya unos cuantos años, decidí que, para aprender, lo mejor era poner mis textos bajo la lupa de otras personas. Al principio, sobre todo, escogía a gente de mi círculo, ninguno de ellos profesional. Algunos me decían en qué cosas creían que fallaba. Otros, en cambio, declaraban que todo lo hacía perfecto. Pronto me convencí de que eran críticos excelentes y me olvidé de ver el amor que empañaban sus ojos: me crecí con esos pequeñísimos tirones de orejas y tantas palmadas en la espalda.

Por fin, sintiéndome empoderada, llegó el día en el que quise salir de mi zona de confort y enviar uno de mis cuentos a un desconocido. He de decir que era un relato extremadamente intenso del que ahora me avergonzaría si pudiera recuperarlo y leerlo de nuevo pero, en ese momento, estaba bastante orgullosa de él. Imaginaos mi cara cuando, poco después, me llegó la crítica de una persona que entendía del tema. No recuerdo exactamente qué palabras usó  pero, en resumen, dijo que mi relato era plano, infantil, bastante irrelevante.

El corazón roto del escritor cuando recibe una mala crítica

Así estaba yo cuando leí aquella crítica. ¿Podéis oír cómo se rompió mi corazón?

Una vez pasada la pesadumbre inicial, me enfadé. Muchísimo. Fue como pasar un duelo y no salir de la fase de la ira. Pensé que quién se creía esa persona para decirme todo eso y que no tenía ni idea así que decidí obviarlo. Me dejé reconfortar por los comentarios positivos y menos críticos de mis amistades y seres queridos.

En aquel tiempo acababa de cumplir 23 años y, como todos los jóvenes descerebrados, estaba segura de que no me quedaba mucho más por aprender. ¡Ah, qué tiempos! Cuando te crees invencible e inmortal y mucho más listo que el mundo que te rodea.

Poco después, sin embargo, me di cuenta de que mi sabiduría no era tal. No pasó nada en particular para que esto sucediera, en realidad. Creo que, simplemente, maduré. Abrí los ojos de verdad, miré a mi alrededor y descubrí que no había leído lo suficiente, que no había escrito lo suficiente y que, aquella persona que criticó mi escrito sin piedad, pero con educación, sabía perfectamente lo que decía.

Escuchar las críticas

Desde entonces, y han llovido más de los que me gustaría, no he dejado de poner mi prosa bajo los ojos de todo el que quiera echarme una mano. He pedido opinión a escritores consagrados, catedráticos de literatura y lengua castellana, periodistas, escritores independientes y lectores. He aceptado cada crítica y he profundizado en aquellas que no entendía o con las que no estaba de acuerdo. Pero siempre desde la modestia porque, seamos sinceros, aún estoy lejos de mi mejor yo. Y aunque tuviera un Nobel de literatura, seguiría mostrándome humilde porque con la soberbia por bandera es imposible aprender de los demás.

Por eso hablo de escuchar las críticas. Como todo lo que hace el ser humano, una valoración de un texto es subjetiva y, por tanto, está abierta a interpretaciones. Eso significa que no tenemos por qué aceptar el cien por cien de las críticas que se nos hagan porque pueden estar equivocadas, ya sean buenas o malas. Sin embargo, debemos escucharlas.

¿Por qué digo esto? Llevo un tiempo, más del que me gustaría, encontrándome con otros escritores mentando hasta a la tatarabuela de un lector, únicamente porque no le ha gustado el libro. También, hinchando el pecho ante reseñas positivas escritas con faltas ortográficas básicas.

Y ya está bien. Es muy difícil, sobre todo si el escritor está empezando, hacer una obra maestra que guste a todo el mundo y que no tenga ni un solo fallo, menos aún si la ponemos bajo la atenta mirada de un lector avezado o un profesional literario (uno que no sea él mismo o su mejor amigo). Pero vayamos por partes.

No todas las críticas son valiosas

No todas las personas están capacitadas para analizar una obra de la misma manera, ya sea por su formación, por su profesión o por su capacidad de lectura crítica. Tal como nos cuentan desde Sinjania en “El peligro del entusiasmo en la crítica literaria”, quien critica una obra o hace una reseña puede caer en dos vicios: el entusiasmo ciego y la crueldad.

Desde mi punto de vista, el entusiasmo ciego suele obedecer a dos motivos:

Porque le caigamos bien al lector

Hoy en día somos tantos los que nos dedicamos a las letras que no es difícil contar con un puñado de escritores entre nuestros amigos y conocidos. El cariño puede nublar el sentido crítico del lector y, por eso, es tan importante que el autor sea consciente de ello y matice las apreciaciones que aparecen en la reseña. Además, si conocemos al lector mínimamente, sabremos cuáles son sus gustos, sus lecturas y su aptitud para analizar la obra que lee. Y aquí viene el segundo punto.

Porque no sea capaz de hacer una lectura crítica

Un lector al que le gusta todo lo que lee, o sabe elegir muy bien los libros para que no le defrauden o no se fija mucho en lo que está leyendo. Lo más probable es que sea lo segundo porque acertar siempre con nuestras lecturas es muy difícil. Así pues, para tomarnos en serio una crítica muy positiva debemos conocer al lector a través del resto de reseñas para saber qué credibilidad tiene. Si no es capaz de sacarle ningún pero a obras como, qué sé yo, Cincuenta sombras de Grey, igual no es buena idea que nos emocionemos porque le guste la nuestra. ¿Acaso hay algo que le desagrade?

En cuanto a la crueldad en las críticas, veo dos posibles motivos:

Que piense que así es más profesional

Muchas personas relacionan la severidad con la profesionalidad. Hasta cierto punto está bien, pero criticar con ferocidad un texto no es ser riguroso, es ir a hacer sangre. La persona que hace una reseña debe ser ecuánime y valorarlo por partes y en su conjunto, señalando cosas buenas o malas. Es como el Homer (sí, el de Los Simpsons) crítico de cocina que, por presiones del resto de críticos del diario, empieza a poner a caldo a todos los restaurantes en los que antes disfrutaba. Ridículo, ¿no? Pues eso.

Que se crea mejor que el autor

No sé dónde leí que detrás de un crítico literario hay un autor frustrado, pero parece que es algo que se ha comentado desde hace tiempo ya que he encontrado referencias en “Criticar al crítico», un artículo de El País escrito en 1989. No creo que la frustración y la envidia tengan que ver, pero no me sorprendería que muchos de los que hagan este tipo de reseñas mordaces se imaginen a sí mismos divagando desde una cátedra, con una copa de coñac y un monóculo. En estos casos, se suele notar la chulería y el desprecio y ese tufillo a “yo lo haría mejor” que desprende cada una de las líneas de la reseña.

Cuándo aceptar una reseña positiva o negativa

Igual que toda crítica es subjetiva, la aceptación de la reseña también lo es. Por eso, me he atrevido a crear un par de guías para saber si aceptar o no una crítica, ya sea buena o mala.

Diagrama para saber si aceptar una reseña positiva

Cuándo aceptar una reseña positiva

Diagrama para saber si aceptar una reseña negativa

Cuándo aceptar una reseña negativa

La mejor reseña: el término medio

En las imágenes anteriores hablo de reseñas positivas o negativas en su totalidad pero, después de muchos años leyendo y reseñando así como consultando las críticas de los demás, me doy cuenta de que las mejores son aquellas que dan una de cal y otra de arena al lector. Por ejemplo: una joven lectora se enfrenta por primera vez a El señor de los anillos. Pronto es consciente, y así lo hace saber en su reseña, de que es una obra muy bien escrita, con una prosa magnífica, unos personajes interesantes y un trasfondo, o Worldbuiling, único, precursor de todo un género. Pero también comenta que las descripciones se hacen pesadas porque no son dinámicas sino un compendio de datos como en una enciclopedia.

Una crítica así es fantástica. Es consciente de los puntos fuertes y débiles del libro y, como tal, lo indica. Por supuesto, las descripciones detalladas y profundas eran necesarias en aquella época porque, por aquel entonces, no había lugares comunes en la literatura fantástica sobre los cuales trabajar. Si Tolkien hubiera puesto, simplemente, que unos elfos altos y morenos recibieron a la Compañía del anillo, sus contemporáneos no hubieran visto en sus cabezas a esos hombres y mujeres espigados, de pelo lacio y largo, con orejas puntiagudas y piel tersa y sin imperfecciones, casi como la de una estatua de Rodin o Miguel Ángel.

Pero volvamos a la reseña. Si Tolkien la hubiera leído y no se hubiera puesto como un escritor de ego henchido, quizá habría excluido las descripciones estáticas y habría hecho su obra más ligera y dinámica. Sin embargo, él no tuvo la suerte que tenemos nosotros, el poder hablar con nuestros lectores y que nos expliquen cuáles han sido los puntos fuertes y débiles de nuestra novela. ¿Lo vamos a desaprovechar?

Controlar el ego, lo más importante al enfrentarse a una reseña

Como os podéis imaginar, los dos cuadros de arriba son guías planteadas desde el humor. Pero hay algo importante que me gustaría destacar, y que tiene que ver con el ego del escritor y con el aprecio o desprecio que profese a la persona que hace la reseña.

El ego del escritor debe estar equilibrado entre la confianza absoluta y la inseguridad. Un ego demasiado inflado hará que no prestemos atención a nuestros fallos ni a los consejos bienintencionados de quien puede ayudarnos. Por el contrario, uno demasiado débil puede paralizarnos y empujarnos a abandonar la escritura.

Por otro lado, es importante que valoremos al crítico en su justa medida y que no nos dejemos llevar por falacias. Me refiero, por ejemplo, a la falacia de autoridad, que da por hecho que todo aquel que tiene una formación reglada en literatura será mejor escritor o crítico que quien no la tenga. En ocasiones, hay personas con un instinto o sensibilidad especial para juzgar una obra, bien porque haya leído mucho, bien porque haya aprendido de otras fuentes. Si nos rigiéramos por la titulitis o un ego mal dimensionado, podríamos desaprovechar la oportunidad de aprender que nos ofrecen.

Así pues, lo que necesitamos como escritores es tener la mente abierta, analizar de dónde viene la crítica y aceptarla sin que nada nos afecte en exceso, ni para bien ni para mal. Y, sobre todo, tener en cuenta que una obra no puede gustarle a todo el mundo así que, en algún momento, nos tocará lidar con cosas que nos duelan. Que también somos humanos.

Tampoco es normal que una obra le guste a todo el mundo. Si es así, algo raro está pasando y, probablemente, la razón sea el autor.

Qué hacer cuando recibimos una crítica, sea como sea

Aquí aparece mi lado de relaciones públicas. Si tenemos costumbre de responder a las reseñas positivas que nos hacen, debemos hacerlo también con las negativas. No es necesario dejar claro que nuestra opinión es diferente a la del crítico porque es evidente. Si no, no habríamos escrito la novela tal como lo hemos hecho. Solo daremos las gracias por su tiempo y, si ha hecho una crítica educada, podemos desear sorprenderle con nuestra próxima obra.

Ante las críticas, además, tenemos la oportunidad de comprobar si se repite la misma queja o elogio. ¿Dicen que la prosa es simple? ¿Que los personajes son planos? Sea lo que sea, si más de una persona lo ha detectado, igual tienen razón. Por otro lado, si la gran mayoría de reseñas alaban la trama o el desenlace, nos lo apuntaremos como uno de nuestros fuertes y nos preguntaremos si destaca porque es muy bueno o si sobresale porque el resto de elementos de la novela son anodinos.

Sea como sea, no dejemos que las reseñas únicamente alimenten o dañen nuestro ego. Son muy valiosas para conocer cómo encandilar a nuestro público objetivo y cómo conseguirlo. No las desperdiciemos.

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

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Imagen de Tim Bogdanov on Unsplash

 

La traducción

Viendo el suceso en retrospectiva, sé que podría haber evitado todo aquello. Sin embargo, en aquel momento, el hangar de la nave aduanera me aterraba demasiado como para encontrar mi voz e imponerme a mi superior. Cuando bajé por la escalerilla del carguero con la tableta de registro en la mano y vi todos aquellos navíos interestelares rodeándonos, a tantos seres de cientos de lugares diferentes de la galaxia discutiendo con los burócratas y, aún peor, a los guardias armados hasta los dientes, solo fui capaz de esconderme detrás de mi capitán.

También tenéis que entender que el Capitan Riuk era un hombre peculiar. Criado en los bajos fondos de la Tierra, su intelecto pronto despuntó. Entró en el Cuerpo del Aire, donde tuvo que demostrar cada día que sus orígenes humildes no influían en su valía. En ese momento yo no lo sabía pero, con el tiempo, me explicó que aprendió a esconder sus debilidades y descubrí que, cuando se sentía inseguro o no sabía hacer algo, lo disimulaba con una determinación feroz, casi violenta.

Por eso, cuando lo vi al final de la escalerilla con la espalda recta, el traje azul de capitán tirante en la zona de la barriga y la cabeza plateada bien alta, pensé que parecía vivir aquel trámite cada día. La verdad, sin embargo, era que solo llevaba unos meses como capitán civil y nunca se le había dado bien el idioma de los comerciantes.

Y por eso estaba yo allí.

—El problema, señor, es que este idioma no está hecho para nosotros —le había dicho en una de nuestras primeras clases particulares de lengua. Con un puntero, señalé la laringe y la estructura del pico de los nusitanos, la raza que controlaba los vuelos interestelares comerciales. Ellos descubrieron y aseguraron los agujeros de gusano que permitían viajar con rapidez de una galaxia a otra y, al surgir la Mancomunidad de Mercados Galácticos y la necesidad de abarcar grandes distancias para el comercio, su lengua y su burocracia se impusieron sobre el resto—. Latiguean con la lengua contra los dientes, el pico y la garganta. Nosotros no la  tenemos tan larga y afilada por lo que nos limitamos a imitarlos lo mejor que podamos.

Cinco horas de clase cada día durante tres meses habían dado para mucho, pero no suficiente. Yo, que he pasado estudiándolo toda mi vida, lo sabía. Y él también, pero no parecía importarle. Cuando se le acercó el agente nusitano, Riuk inclinó la cabeza a modo de saludo y le dedicó una sonrisa confiada.

El burócrata sacó un ala de debajo de la capa gruesa y pesada que cubría todo su cuerpo. De entre las plumas pequeñas y puntiagudas de color petróleo surgió una extremidad delgada y nervuda que acababa en cuatro garras prensiles. Sostenía una tableta electrónica.

Respiré hondo. Empezaba el interrogatorio.

El burócrata dejó que su lengua repiqueteara contra el pico y, con una frase plagada de ces, jotas y erres, preguntó por la nave y el número de registro. “Vamos bien”, pensé. El capitán estaba contestando correctamente. Yo ya estaba descorchando mentalmente la botella de Hidrovodka cuando oí al capitán explicar cuál era nuestro cargamento y nuestro destino.

El nusitano levantó la cabeza, miró fijamente a Riuk con una expresión imposible de identificar y apuntó con agilidad en su tableta lo que acababa de oír. Yo, que me había quedado paralizada con la última respuesta de mi capitán, conseguí salir de mi estado y me acerqué a él.

—Señor, se ha equiv…

—Chiyo, calla —me interrumpió.

—Pero es que…

—No. Me. Desautorices.

Ahí. En ese momento. Habría sido todo tan fácil si hubiera vencido mi miedo a los enfrentamientos… Solo tendría que haber llamado la atención del nusitano y haberle dicho que mi capitán se había equivocado. Que nuestro destino era Khsmilo, el nombre por el que el resto de la galaxia conocía a Encélado, una de las lunas de Saturno. Khsmilo, no Khxmul, que en boca del capitán sonaba demasiado parecido.

Pero no pude, así que me limité a coger con fuerza la tableta de registro con manos temblorosas y ver cómo, en el formulario de registro, aparecía la información que el nusitano acaba de introducir y aprobar:

Mercancía: 1.800 humanos.

Destino: Khxmul, planta incineradora de residuos comerciales.

Itinerario aconsejado: Agujero de gusano 53.

Otros comentarios: La Mancomunidad de Mercados Galácticos le agradece su compromiso con el reciclaje.

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

Imagen de Torley

 

Juego de tronos, El cuento de la criada, American Gods: cuando la novela salta a la televisión

Cuando me enteré de que Juego de tronos iba a tener una serie de televisión, un escalofrío recorrió mi espalda. En aquel momento, me había leído los cuatro libros que R. R. Martin había escrito y publicado y estaba esperando el quinto con ansia. Una serie, con el nivel de fanatismo que tenía, era una buena noticia siempre y cuando se respetaran las tramas y el estilo del autor. Pero tenía miedo, aunque fuera HBO (Los Soprano, The Wire, A dos metros bajo tierra, Sexo en Nueva York…) quien llevara el proyecto. ¿Y si era un tostón infumable? ¿Y si los personajes eran descafeinados y pusilánimes? ¿Y si cambiaban a mi adorada Arya y a la genial Cersei?

Me equivoqué, afortunadamente, y estoy deseando que llegue esta noche para ver el inicio de la séptima temporada, que se ha estrenado de madrugada en Estados Unidos.

American Gods: de la novela a la televisión

Juego de tronos no es la única novela que se ha llevado a televisión. American Gods de Neil Gaiman o el Cuento de la Criada de Margaret Atwood, por citar dos ejemplos recientes,  también han sido trasladadas a la pequeña pantalla. Sin embargo, no todas las adaptaciones son iguales ni tienen el mismo éxito. Como consumidora de los dos formatos, siempre me ha gustado comparar (y quejarme) de las diferencias entre el libro y la serie. Pero sin mucho conocimiento, lo reconozco. Por eso, he decidido contar con Maritxu Olazabal, ávida lectora y consumidora de series de televisión, colaboradora en el medio Fuera de series y gran amiga. Hemos hablado de libros que han encontrado su adaptación y han funcionado en la gran pantalla. Espero que os guste.

Hemos decidido encontrarmos por Skype, así que nos vemos las caras a través de una pantalla, igual que los libros de los que vamos a hablar. La confianza y el bochorno barcelonés hacen que nos saludemos con cariño y sin formalidades.

Carla. Maritxu, muchas gracias por dedicarme este ratito. Como ya hemos hablado en otra ocasión, de un tiempo a esta parte me da la sensación de que cada vez se adaptan más novelas a la televisión. ¿Crees que es una tendencia al alza o soy yo, que me fijo más?

Maritxu. La respuesta está en el volumen de series que se están haciendo: siempre ha habido temas inspirados en otras obras, pero en un momento en el que el número de series que se emite es enorme, es lógico que algunas de las ideas partan de novelas.

Antes, además, con los libros de éxito se hacían películas de éxito. En el momento en el que las series ganan en prestigio, el autor, las agencias y los productores saben que una novela es carne de libro y de serie.

C. ¿Y qué me dices del público de la novela y el de la novela? Somos muchos los que, después de leer un libro, vemos la serie con morbosa fascinación. Aún así, ¿el público es el mismo en los dos formatos?

M. No tiene por qué ser el mismo. Por ejemplo, si hablamos de Young Adult (literatura juvenil), nos encontramos con la serie Riverdale, cuya premisa es la muerte de una persona al inicio del curso escolar y que está inspirada en el comic de Archie. Tanto el cómic como la serie están dirigidas al público adolescente, pero son muchos los adultos que ven la serie como un gran placer culpable.

Westworld: cuando la novela da el salto a la televisión

Póster promocional de Westworld

Es más: también encontramos diferencias de público entre series y películas. La serie Westworld nace de la película homónima, traducida en España como Almas de metal (1973). La película, y la obra de Michael Chrichton en general, tienen un público muy abierto. La serie, sin embargo, ha apostado por un público algo más específico.

Pero, siguiendo con las series, el ejemplo más claro es Por trece razones, lanzada por Netflix. Esta plataforma y productora tiene una estrategia de marketing en la que no anuncia el público al que va sino que deja que sus series se encuentren con todos los usuarios de la plataforma. Así es como vemos que esta serie ha roto las barreras de la edad, impactando en un público más generalista y partiendo de un producto escrito para adolescentes.

C. Nos estás hablando de series muy distintas y que han tomado, a su vez, caminos diferentes a la hora de acomodar sus tramas a la televisión. ¿Has detectado diferentes tipos de adaptaciones de novelas a series?

M. Así a bote pronto diría que hay tres tipos de adaptaciones, y cada una tiene ejemplos de productos que han funcionado bien.

Para empezar, hablaríamos de las meramente inspiradas en una idea. Un ejemplo sería Hannibal. Poco tiene que ver con las novelas de Tom Harrys, ni siquiera con el protagonista. Tampoco con las películas, ya que Hopkins se trabajó el personaje a través de los libros. En cambio, la serie funciona aunque solo se haya tomado la novela como inspiración para crear otras tramas.

La segunda sería la que parte de un argumento literal y se acaba separando. El ejemplo más conocido es el de Juego de Tronos en las últimas temporadas. Al principio, GOT escogía el orden de cómo explicarnos las cosas que habíamos visto en los libros hasta que llega el momento en el que la serie va en paralelo con las novelas. Por último, la ficción televisiva deja la literaria atrás, y todo lo que vimos en la sexta temporada y lo que veremos en la séptima, es nuevo para todos. Pasa algo parecido con Pequeñas Mentirosas o incluso con American Gods. En este último caso, serie que Gaiman ha acompañado, ha decidido seguir el libro en los primeros capítulos y luego hay un momento en el que lo que vemos es una propuesta distinta..

Por último, hay otras series que, aunque sigan el libro, aprovechan el canal para completar a la obra original. En televisión te puedes permitir desarrollar más arcos secundarios, una serie de detalles o sensibilidades que en el libro implicaría explicar y mostrar demasiadas cosas, ocupando líneas y líneas de tinta. Tenemos multitud de ejemplos: El cuento de la criada, Por trece razones o Big Little Lies. En algunos casos diría que hasta mejora el libro. En otros, simplemente aporta más detalles que la obra escrita conllevaría otro planteamiento.

El cuento de la criada: cuando la novela da el salto a la televisión

Uno de los fotogramas de El juego de la criada

Sin embargo, son adaptaciones fieles a la obra original. Poniendo de ejemplo El cuento de la criada, vemos que es un único volumen, no muy extenso. Y, sin embargo, la serie estrenada actualmente son diez capítulos con un buen presupuesto, y se habla de una segunda temporada. Sin embargo lo que hemos visto es en gran medida una adaptación fiel, que ha aprovechado el medio para sumar pinceladas que antes solo intuíamos o hasta desconocíamos.

C. Entonces, ¿crees que una serie tiene recursos que puede mejorar el libro en el que se basan?

M. Más que mejoras, las series pueden hacer más complejo el proyecto a través de guiños momentáneos. Por ejemplo: si quieres mostrar a un secundario como un tío con una buena vis cómica, en un libro seguramente se necesitará un desarrollo de personaje extenso y bien trabajado. En la serie, en cambio, con un par de chascarrillos en algunos puntos clave puede ser suficiente.

Además, no debemos olvidar el papel de los actores, la interpretación de los personajes. El caso de Nicole Kidman en Big Little Lies es un gran ejemplo. Ella es capaz de redibujar un personaje con su interpretación. Celeste Wright es quien es porque tras ella está quien está.

C. Ya te entiendo. Entonces, vamos a hablar de la narrativa. ¿Qué diferencia hay entre serie y novela?

M. Yo creo que depende de la intencionalidad. En American Gods se nota que Gaiman ha estado implicado en el proyecto y que el pulso de la serie es muy suyo. Sin caer en spoilers, cuando tú lees una obra de Gaiman hay cosas reconocibles, y se las han ingeniado para meter esas cosas en la serie así que no es muy diferente a lo que yo me imaginaba.

Lo que quiero decir es que los recursos narrativos de la novela se pueden aplicar al cine o a la televisión por lo que, al final, la diferencia dependerá de dos cosas: primero, en si el autor está vinculado en la creación y dirección de la serie y, por otro, en la intencionalidad.

C. Intencionalidad. ¿ A qué te refieres?

M. Quiero decir que hay showrunners que conscientemente versionan lo que están haciendo. Un caso es la triada Sherlock Holmes novela, Elementary y Sherlock. Las tres tienen voluntades distintas. Las tres dibujan personajes que reconoces pero, tanto en los libros como la serie procedimental o la de la BBC, te das cuenta que muestran un mismo caso de maneras muy distintas y, por tanto, narrativamente son muy diferentes aunque reconozcas en todas la figura de Sherlock Holmes.  Las dos series han escogido tonos y formalismos distintos.

C. Háblanos del formalismo.

M. Los dos Sherlocks son intencionadamente modernos. El Sherlock de la BBC es más intenso y más de fuegos artificiales, más espectacular. El producto se asemeja al formato de películas pequeñas: muy cuidadas, con un tono muy personal y un sentido esencialmente individual y diferenciado. Sin embargo, el Sherlock estadounidense es una serie procedimental, corta y de gran consumo, con unas aspiraciones artísticas muy distintas en la que se usan estructuras semejantes de forma repetida. Como serie procedimental es muy buena, y su audiencia durante los últimos cinco temporadas la mantiene viva.

Elementary: cuando la novela salta a la televisión

Sherlock y Watson sentados en Elementary

La mayor virtud que tienen las dos es que ambas son una copia coherente del libro pero no se parecen en nada. Es un buen ejemplo de que los productos artísticos se pueden reinventar tantas veces como quiera quien reinventa. No hay una sola forma de hacer una adaptación.

Sherlock: cuando la novela salta a la televisión

Sherlock y Watson sentados en Sherlock

C. Estamos acostumbrados a la adaptación de novelas al cine. ¿Qué diferencias hay en esa adaptación del cine a la televisión?

M. Yo creo que la diferencia básica es que en el cine las reglas de juego en cuanto a tiempo están muy pausadas. No puedes hacer una peli de 40 minutos ni de 10 horas así como así. La serie te permite emitirla en el tiempo que tú quieras, ya sea un capítulo por semana como toda de golpe. En el momento en que la plataforma deja de ser forzosamente la televisión también puede tener la duración que tú quieras: ni siquiera todos los episodios tienen que durar lo mismo. Actualmente nos estamos moviendo en una horquilla de entre  veinte minutos a, como en España, de ochenta.

Esto quiere decir que el ritmo y el tempo de la serie es totalmente distinto según el tipo de producto. Además, y como decíamos antes, tenemos ejemplos de series que alargan el contenido más allá de los libros, o en paralelo. Por ejemplo: Pequeñas mentirosas, que acaba en España la semana que viene, tiene 7 temporadas con unos 20 capítulos cada una. Y manteniendo la audiencia. Esta serie es uno de esos ejemplos claros de producto que ha levantado un fandom enorme hasta el último segundo, con la gente volviéndose loca a cada final de temporada, cada capítulo especial de Halloween, etc. Durante siete años. Son casi 100 horas de metraje las que han conseguido mantener al público pegado a la pantalla.

Si, en vez de una serie, fueran películas de duración media que se estrenaran cada septiembre durante siete años, serían unas 14 horas de metraje. Frente a 100. Esa diferencia se traduce en más o menos tramas con más o menos desarrollo, más o menos personajes…

C. Siempre se ha dicho que la televisión matará a la radio. Así pues, yo te pregunto: ¿matará la televisión a los libros?

M. Al contrario. Es una relación que se retroalimenta y, de la misma forma que no creo que las nuevas plataformas del consumo de series vayan a matar nada, creo que, el que las series sean muy vistas y que se consuma un gran volumen de títulos, es una forma de ocio más que no tiene por qué desplazar nada. De hecho, creo que es una buena oportunidad para que gente que no lee se entusiasme por una novela y vaya a por ella. El cuento de la criada es una de esas series que te hacen tener ganas de leer el libro.

C. En otoño se espera una nueva hornada de series basadas en libros. ¿cuáles te parecen más relevantes?

M. Una de las más mediáticas, porque su autora es quien es, es El canto del cuco, la novela de J.K. Rowling bajo psuedónimo. Una novela negra a la que tengo bastante curiosidad.

Por otro lado, hay un thriller psicológico de Gilliant Flint, Heridas abiertas, que trata de cómo alguien recluido en una hospital psiquátrico se vuelve a adaptar al mundo.

Otra policíaca que tengo ganas de ver por dónde va es El alienista. Es una novela ambientada a finales del XIX y principios del XX, en NYC. El momento en el que transcurre puede dar mucho juego a TNT para la creación de esta serie.

Este mismo verano se ha estrenado The Mist, historia de Stephen King a la que aun no le he echado el guante, pero que me despierta ganas.

C. Bueno, creo que esta pregunta es obligada. Qué futuro le ves, por un lado, a las series de televisión y, por otro, a las adaptaciones de novelas para televisión.

M. Estoy segura de que las adaptaciones van a ir a más. Al fin y al cabo, las productoras y plataformas de televisión se encuentran con que hay un agente extraño que ya les ha hecho la construcción principal de mundo y de personajes, así como las tramas. Y eso es muy tentador.

C. Además, suelen escoger éxitos de audiencia.

M. Claro. Y, por otro lado, sin coger éxitos de audiencia, las cadenas y productoras están suficiente maduras como para arriesgarse con títulos que aparentemente no son Cazadores de sombras pero que, sin embargo, apuestan por ellas fuertemente. El cuento de la criada es una novela distópica no tan conocida como 1984 pero la apuesta de HBO por ella ha sido muy potente.

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Cartel publicitario de Shadowhunters

Por otro lado, el futuro de las series es el que queramos. En una masterclass del pasado Serielizados mostraron el tipo de adaptaciones en cuatro países distintos. La forma de hacer y emitir televisión sigue siendo distinta según el lugar, incluso consumiendo títulos comunes en muchos casos. Seguimos relegando a un mínimo, ya no títulos, sino incluso formas de hacer ficción. A este respecto, parece que Movistar+ está apostando por el nicho de series europeas, que  son casi desconocidas aquí. También pienso que las grandes cadenas de suscripción mensual (HBO, Hulu, Netflix, etc.) buscan tener un sello propio, de ahí que Amazon hiciera American Gods o una serie con Woody Allen.

C. Parecen series de autor

M. Sí. Amazon está apostando por tener en su haber el trabajo de ciertas personas de renombre. Y nos están permitiendo que, igual que las editoriales tenemos claro que hay un libro de estilo en cada una de ellas (hay novelas que sabes que saldrán con ciertas editoriales porque es coherente con lo que han publicado), con las series pasará lo mismo porque tienen cierta intencionalidad editorial.

Por eso, cuando se habla de la burbuja de las series me parece que es una premisa falsa: las series están madurando y seguirán haciéndolo hacia distintos caminos, igual que el cine en los años 60. Y eso es lo bueno. El término burbuja implica algo pasajero o que se verá hundido. Las series vienen para quedarse con independencia de que el número de títulos varíe con el tiempo..

C. Por último: ¿qué serie tienes unas ganas locas de ver?

M. Además de Juego de tronos, que ya está aquí y no nos vamos a poder resistir a ella aunque queramos, le tengo muchas ganas a dos productos de Amazon: una de ellas es llevada por Guillermo del Toro y, la otra, The Marvelous Mrs. Maise’, firmada por Sherman-Palladino. El piloto es muy bueno y Amazon le ha encargado dos temporadas. Para haberse visto solo el piloto es mucho, así que le tengo mucha curiosidad.

La otra es una serie ya iniciada, basada en una película que parte del libreto de un escritor, y es la segunda temporada de Westworld. Me parece que, además de ser una serie de Ciencia ficción, plantea una discusión sobre el papel de la mujer y tiene un discurso feminista que me resulta muy interesante ver cómo va a salir. No es un mensaje que se esperara en un principio por lo que plantea una discusión muchísimo más interesante que la premisa inicial.

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No se puede negar que Maritxu y yo hablamos mucho, sobre todo cuando se trata de temas que nos apasionan. Mi profesora de comunicación política está ahora revolviéndose en su silla por ver que casi no he editado nada pero, ¿cómo hacerlo? Todo lo que nos cuenta Maritxu es imprescindible para conocer cómo funcionan las series y, especialmente, aquellas que han basado sus libretos en una novela.

Espero que lo hayáis disfrutado tanto como yo, y aprovecho para dar las gracias a Maritxu otra vez desde aquí. Además, os animo a seguirla en  su Twitter y en Fuera de series, donde publica novedades y análisis de series nacionales e internacionales. No os cortéis, que estoy segura de que os descubrirá un mundo nuevo.

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

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Imagen de cabecera de HBO

Imagínate

Imagínate que entras por la mañana en tu oficina arrastrando los pies por la moqueta, sin levantar la cabeza para no sentirte obligado a dar esos buenos días que te queman en la garganta y que sabes que nadie te devolverá. Llegas a tu cubil, acompañado por un silencio artificial, solo roto por el clac-clac de los teclados y el sonido del teléfono, y te dejas caer sobre la silla de ruedines que ya no giran. La puerta del baño de hombres, otro espacio ridículamente pequeño con un solo retrete para treinta personas, está pegada a tu mesa de trabajo, y cuando se abre te llega el olor de estómagos vaciados, enmascarado por un ambientador barato que impregna tu garganta y te quita el apetito.
Imagínate que solo te ha dado tiempo a encender el ordenador cuando el director de la empresa baja a tu planta. Busca a los compañeros con los que llevaste el caso Smith, los que pusieron sus vidas privadas como excusa y te recordaron con delicadeza que tu falta de familia te permitía hacer tu trabajo, y también el suyo, si eras tan amable. Los que te agradecieron tu labor con una fugaz palmada en el hombro y te prometieron que la próxima vez te llevarían con ellos a tomar una cerveza, pero que ese día no podías ir porque no cabías en el coche. Son aquellos a los que el jefe está felicitando y tú solo miras, dolido porque
nadie reconoce tu labor. Aunque no quieras pensarlo con detenimiento, sospechas que quizá no deban hacerlo.
Imagínate que oyes otra vez a tu jefe llamarte desde su despacho. Hundes la cabeza en tus manos sabiendo que ni quedándote a dormir vas a poder cumplir con sus expectativas porque no deja de mandarte todos los casos problemáticos que nadie más quiere atender. Tampoco
tienes valor de negarte porque tu madre y tú dependéis del raquítico sueldo que apenas llega para pagar el alquiler y llenar la nevera. Cuando te levantas, las piernas te tiemblan y no dejan de hacerlo cuando cierras la puerta de cristal detrás de ti. Eres consciente de que tus compañeros miran sin disimulo hacia el despacho, donde ven a vuestro jefe poniéndose en pie y aprovechando su altura para intimidarte. Te mira con desprecio y, con cada palabra, una lluvia de saliva cae sobre tu cara que está a pocos centímetros de su barbilla. Sales del despacho y te enderezas la corbata, sin dejar de prestar atención a tus pies. Casi nadie te mira ahora. Los que sí, sonríen. Son los que saben que es tu último día.
Imagínate que abres los cajones para recoger tus objetos personales. Tus vecinos tienen decenas de fotos cubriendo el gris de los cubículos, pero tú solo tienes una postal, el último contacto que tuviste con tu padre. Sobre tu cabeza, uno de los fluorescentes de luz aséptica empieza a titilar antes de fundirse. Colocas todos los objetos sobre la mesa y los coronas con la imagen del puente de Brooklyn que has
estado mirando los últimos quince años decenas de veces al día.
Imagínate que Carolina asoma la cabeza y te ofrece una bolsa de plástico del supermercado para transportar tus cosas. Te quedas mudo mientras te preguntas de dónde ha salido tanta perfección, si es posible que tenga ombligo o sea una obra de Dios. Cuando te mira a través de esas frondosas pestañas te sientes como un niño que aun moja los pantalones. Reparas por primera vez en la pequeña muesca de su pala superior derecha, y te das cuenta de que, aunque única, es tan humana como tú.
Imagínate que piensas que es ahora o nunca, y la invitas a cenar.
Imagínate que una mueca de asco, demasiado rápida para verla a menos que la estés esperando, pasa por su cara antes de ponerte una excusa.
Imagínate que tu mano empuña un abrecartas.

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

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Imagen de tpsdave

‘Millennials’: la generación que nunca ha sido tan mala como dicen

El lunes pasado, un artículo de Antonio Navalón publicado por El País -“Millennials: dueños de la nada”- sacó de quicio a muchísima gente. Y con razón: es muy triste que un hombre de mediana edad, con cierta cultura y bien relacionado, esté tan ciego como para creer que todos aquellos que nacimos más allá de los 80 no hemos aportado absolutamente nada a la sociedad en la que vivimos.

 No suelo ser de sentencias absolutas pero, en este caso, no puedo evitarlo: el artículo está equivocado de cabo a rabo. Y no lo digo porque cae en engaños zafios como proclamar que Trump, máximo exponente de la grosería, está en el poder gracias a los jóvenes, ya que los millennials votaron a Clinton en su mayoría. Me llevo las manos a la cabeza al ver este intento de predisponer al lector contra los jóvenes, y de imputarles los peores atributos del mandatario americano –babyboomer, por cierto- a través de la legitimidad que da el voto.

 Los millennials españoles: la generación que vivirá peor que sus padres

Empecemos por el primer punto de esa ceguera selectiva que lleva a Navalón a culpar a los millennials de los pecados de sus padres. En el mismo periódico en el que apareció esta columna, se publicó, hace casi un año y medio, un artículo en el que hablaba de los nacidos a partir de 1980 como la generación de la precariedad.

¿Qué futuro tenemos unos jóvenes a los que se nos dijo que estudiar era la clave del éxito y que, una carrera y dos másters después, solo encontramos trabajos precarios? ¿Qué podemos esperar si debemos huir al extranjero para poder permitirnos vivir fuera de la casa familiar y cumplir nuestros sueños con dignidad? ¿Qué culpa tenemos de habernos encontrado un sistema económico y social que no solo no nos acoge, sino que nos expulsa?

 Cuando éramos pequeños, a aquellos que nacimos en los 80 se nos dijo que podíamos tener lo que quisiéramos siempre que nos esforzáramos. Después, llegó el boom del ladrillo y fueron muchos los que se dedicaron a la construcción mientras otros nos avergonzábamos de cobrar un sueldo mileurista.

Los millennials que nos enganchamos al mercado laboral, antes de que estallara la burbuja, tuvimos suerte. El mercado de trabajo español es como una noria a la que no puedes subir, a menos que estés en la cola antes de que se ponga en marcha. A los que nos sentamos en esos cajetines inseguros a tiempo, nos resulta más fácil saltar de cabina en cabina, mientras que, los que miran desde el suelo, solo pueden esperar a que alguien se baje. Desgraciadamente, el trabajador que se apea del engranaje se lleva con él lo que hace atractiva a la góndola -mejor sueldo, mejores prestaciones laborales- y el joven que se sube está obligado a sujetarse a un armazón desnudo que amenaza con dejarlo caer al menor descuido.

 Los padres de los millennials no lo están pasando mucho mejor. Esa es la realidad económica y social de España. Si sobrevivimos no es gracias al Estado y al sistema productivo: los responsables de que al malabarista no se le caigan las bolas son los abuelos, que se ocupan del apoyo económico y social. Sin embargo, los jóvenes que ven que su familia tiene un presente y un futuro complicado saben que el suyo pinta aún peor, y solo pueden sentir desafección ante todo lo que representa el sueño de los babyboomers: un trabajo seguro, un coche de gama media o alta, una familia que mantener. Una casa en propiedad en la que vivir. Estabilidad.

Babyboomers y millennials: dos realidades económicas diferentes

Navalón pone a los babyboomers como ejemplo de integridad y lucha por los valores sociales, laborales y humanos. Nombra, para variar, aquel conocido Mayo francés más concurrido de lo que en realidad fue, a juzgar por la cantidad de personas que se han puesto la medallita de revolucionario. Lo que está claro es que es difícil, a la par que injusto, comparar dos generaciones cuyo contexto es tan diferente.

 Los babyboomers siguieron a la Generación Silenciosa, la nacida entre los años 20 y 40 del s. XX, que vivieron el Crack del 29 y la Segunda Guerra Mundial, que asoló, social y económicamente, países enteros. Así pues, los nacidos después del 46 partían de una situación tan lábil y pobre que lo único que les podía pasar era evolucionar a tiempos mejores. Por aquella época, y aunque el Mayo francés nace de una de tantas crisis que se vivieron en ese siglo, la explotación de recursos y la promesa de crecimiento gracias al buen estado de salud del capitalismo parecía infinita. Así, los babyboomers veían en su horizonte la posibilidad de vivir mejor que las generaciones anteriores gracias a un contexto que prometía riqueza, y que se la dio, en comparación a lo que vivió la generación anterior.

España, por su parte, jugaba en otra liga por culpa del régimen dictatorial fascista de Franco. Después de 18 años de autarquía, que vació el Banco de España, y debido a que el comunismo había desplazado como enemigo al fascismo, el país se abrió al extranjero. La instalación de bases militares americanas en el territorio fue una inyección de divisas que, más adelante, aumentaría gracias a la explotación del sector turístico español. Estos hechos supusieron un crecimiento económico sin precedentes que afectó enormemente al mercado laboral: la demanda de trabajo era más grande que nunca, y las posibilidades de ascenso meritocrático eran una realidad. Fue la época en la que un botones podía llegar a ser director de banco, y un solo sueldo alcanzaba para pagar un piso y mantener a toda una familia.

 El continente en el que nos encontramos los millennials no necesita ser reconstruido de forma literal, aunque sí metafórica. Sabemos que los recursos son limitados, y que explotarlos hasta que se acaben no es una opción. Tenemos la seguridad de que el crecimiento no se puede sostener en el tiempo, y que el capitalismo ha dicho ¡basta!, una vez más. Que, además, los poderes económicos mandan sobre los gobiernos y son los que, en realidad, determinan la política que nos expulsa de la noria laboral española y nos obliga a buscar otras, aunque estén dolorosamente lejos de casa. Sabemos que no podemos tener lo que soñaban nuestros padres y, por eso, nos hemos convencido de que no lo queremos en su totalidad.

La autorrealización en dos generaciones diferentes

El periodista y empresario nos dice que los millennials existimos por existir. Que solo nos preocupan los likes y los filtros de Instagram. Que no queremos nada del mundo real.

El problema está en que este hombre no se da cuenta de que los jóvenes no soñamos con las mismas cosas que soñaban nuestros padres. No es consciente de que es absurdo hacerlo cuando la esperanza de conseguirlo es nula.

La razón de sus declaraciones es que Navalón no va más allá, y no ve que es igual de lícito, o irrisorio, comprarse un coche de alta gama como querer conseguir un millón de followers en una red social. La autorrealización cambia cuando las posibilidades económicas y la sociedad cambian y, debido a ese futuro sin dinero en el que muchos jóvenes se ven sumergidos, el estatus se mide de forma diferente.

Los millennials nos hemos dado cuenta de que la receta de la felicidad no siempre pasa por ser directivo y tener una segunda residencia en la playa, porque eso es algo que difícilmente vamos a conseguir y que, en muchas ocasiones, tiene más que ver con poder restregárselo por la cara al vecino que con disfrutarlo de verdad.

Si los babyboomers son los primeros que han confundido la felicidad con el arte de amasar fortuna, no entiendo por qué parece tan sangrante que los jóvenes creamos que para ser felices debemos ser reconocidos en las redes sociales. Al fin y al cabo, es la nueva riqueza del S. XXI. La versión 2.0 del sueño americano.

Y eso, por supuesto, no significa que no nos importe nada más. Es como decir que para lo único que viven los Babyboomers es para comprarse un Mercedes. Es tan ridículo que da más pena que risa.

 Los millennials tenemos valores. Pero nuestra lucha se desprecia y castiga.

Navalón dice, literalmente, que “no existe constancia de que ellos (los millennials) hayan nacido y crecido con los valores del civismo y la responsabilidad”.

Es cierto que los millennials no participamos en el Mayo francés, no habíamos nacido. Dudo que él lo hiciera, ya que nació en 1952, así que quizá es uno de los de la medalla. Lo que Navalón no recuerda, quizá porque estaba de espaldas a lo que sucedía, es que tuvimos nuestro propio movimiento social, aquel que nos llevó a las plazas y a las calles pidiendo un país más justo y más democrático para niños, adultos y ancianos.

Aquel movimiento también fue en Mayo. Los jóvenes acampamos en plazas mientras los políticos, babyboomers en su mayoría, nos consideraban desde perroflautas hasta filoetarras. Me resulta curioso observar cómo unos valoran las movilizaciones de su juventud pero ni siquiera recuerdan o, lo que es peor, desechan, las movilizaciones de la juventud de los demás. Y todo por culpa de esa ceguera yoísta y ombliguista que reza aquello de que todo tiempo pasado fue mejor cuando, en realidad, nunca fue lo que era.

Después del Mayo francés, el gobierno aplicó reformas profundas, consideradas insuficientes, en sintonía con las reivindicaciones que venían haciéndose desde la calle y desde otros partidos políticos. Después del 15M, el gobierno instauró medidas como la Ley Mordaza.

¿Qué vamos a pensar los jóvenes cuando vemos que nuestros esfuerzos por mejorar el país acaban en una mayor represión? Visto así, casi es mejor observar la vida a través de los filtros de Instagram.

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

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Imagen de Katie Montgomery

Vale la pena

Alexandra se echó hacia atrás en la silla y enlazó las manos tras la nuca. En la pantalla de su portátil, un tic verde al lado del icono de un carrito de la compra le indicó que el pago se había hecho con éxito. En diez segundos, le llegó un mail que le informaba de que la falda y el jersey a juego le llegarían dentro de un mes.

Inmediatamente entró en la página del banco. Había pagado con la tarjeta Visa, una que se había hecho poco antes de que Javi, su pareja durante casi quince años, la dejara. Su gestor le había dicho que con ella podría llegar a comprar hasta tres mil euros al mes y, además, fraccionar el pago. En aquel momento, Alexandra se había reído y le había dicho que no lo necesitaría.

Llevaba medio año comprando por internet, a raíz de que una amiga sin tarjeta de crédito le pidiera que le comprara algo en una web de gangas. Ella aceptó, por supuesto, y de paso miró qué más ofrecían. Dos horas después, hubo un cargo en su tarjeta de crédito de casi ochocientos euros. Lo de su amiga costaba ciento veinte.

Alexandra decía a quien la quisiera escuchar que era el hobby más caro que había tenido nunca pero que valía la pena. Cuando se sentaba delante de la pantalla rastreaba, una y otra vez, páginas que cada día presentaban algo nuevo y emocionante, cosas que a menudo ni siquiera sabía que necesitaba hasta que las veía. Se sentía como cuando, en la infancia, salía con su padre por setas. Era un trabajo minucioso de búsqueda, comparación y recolección, y el premio llegaba horas después, cuando volvían a casa y su madre la besaba con ternura, hundiendo mucho los labios en su mejilla, en agradecimiento por su gran labor.

Ahora su madre no estaba, ni su padre. Javi, tampoco. No había besos después de la recolección. Pero, al cabo de unos días, un mensajero llamaba a su puerta y la inundaba la misma felicidad que cuando su madre le cogía el canasto al llegar a casa y la estrechaba entre sus brazos.

Recreándose en esa felicidad futura, rebuscó en la web de su banco igual que había hecho el mes pasado, y el otro. En la pantalla, una ventana emergente le preguntó: “¿Quiere fraccionar el cargo de 2.879€ en tres cómodos plazos?”

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

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Imagen de Michal Jarmoluk

¿Qué comen los trolls? Guía básica para la creación de razas en la literatura fantástica

De las cuatro mocadianas que escribimos este blog, a Mónica y a mi nos encanta la ciencia ficción y la fantasía en todos sus formatos. Quizá por eso las dos estamos trabajando en sendas novelas fantásticas. La mía está ambientada en una sociedad muy similar a la de las culturas clásicas mediterráneas, y aunque tiene algo de magia, es muy fácil coger un libro de historia para inspirarse en la realidad cuando la imaginación no da para más. La novela de Mónica, en cambio, es mucho más compleja. Es del género de lo maravilloso, donde el mundo y sus habitantes no tienen nada que ver con el nuestro. Los personajes no son humanos; la vida en el planeta donde transcurre su historia ni siquiera está basada en el carbono. Por tanto, debe usar la imaginación y la lógica para no patinar en la trama y, con más motivo, en los detalles que le dan consistencia al mundo como, por ejemplo, qué comen, de qué viven e, incluso, si tienen algún tipo de atributo que les dé pudor enseñar.

¿Qué comen los trolls? Un ejemplo del Mundodisco.

Lord Vetinari, el Patricio de Ankh Morpork, decide que la Guardia de la noche debe tener representantes de minorías étnicas de la ciudad. Así es como, para desgracia del Capitán Vimes, un troll, un enano y una mujer se presentan como reclutas. Troll y enano, razas en histórico conflicto, forman equipo y el día a día les fuerza a conocerse un poco más y desechar creencias establecidas que tenían poco de verdad.

Como, por ejemplo, cuando un enano descubre que los trolls no comen humanos. “¿Cómo?”, os preguntaréis. “Si todo el mundo sabe que los trolls se ponen debajo de los puentes y se comen a los viajeros que no responden correctamente a sus tres preguntas”. Sí, ya. Pero Pratchett lo explica de una manera soberbia: ¿Verdad que los humanos son de carne -y grasa y agua-, y comen eso para sobrevivir? Entonces, ¿de qué le sirve una pierna humana a un ser hecho de silicio y otros materiales rocosos?

Monstruo de las galletas GIF

¿Hay peor monstruosidad que destruir galletas en vez de comérselas?

Usando la lógica, tiene sentido que un troll hecho de piedra coma piedras.

Esta historia se cuenta en Hombres de armas.

La jerarquía de necesidades

Qué come un troll es uno de los detalles nimios que no tienen por qué aparecer en una novela pero que, según cómo hayamos diseñado esos pormenores, hará que la estructura familiar y social tenga una forma u otra. Para eso, a mí me gusta jugar con la pirámide de Maslow.

Abraham Maslow fue un psicólogo estadounidense de corriente humanista que estudió el camino hacia la autorrealización de las personas. Creó una jerarquía de necesidades que trasladó a una pirámide para hacer su teoría más visual.

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Así, según Maslow, a medida que vas cubriendo las necesidades de abajo, vas teniendo las de arriba. Me explico: si no tienes qué comer, difícilmente te va a importar autorrealizarte en la vida. Esto también tiene sentido, ¿verdad?

Y ahora os preguntaréis: ¿podemos aplicar la psicología humana a cualquier raza de nuestro mundo? Quizá no. Pero, como para escribir e imaginar nos basamos en lo que conocemos, y lo que conocemos son los humanos, no veo nada mejor que inspirarnos en ellos para tener unas pautas que nos ayuden a crear nuestras razas.

La pirámide de Maslow y las cocinas de los trolls

Vamos a ver, punto por punto, en qué nos ayuda la Pirámide de Maslow para definir nuestras razas y, por ende, las sociedades  en las que viven. Según sea esa sociedad, nuestra trama encajará más o menos así que no es un trabajo menor.

Necesidades fisiológicas. Esta es la categoría más sencilla: lo que necesita nuestra raza para sobrevivir. ¿Nuestra raza respira? ¿Se reproduce y tiene sexo? ¿Necesita comer? ¿Duerme? Si se reproduce ¿todos sus miembros pueden hacerlo? ¿Son embarazos dentro de cuerpos o se crían en, no sé, ¿huevos? Según qué decidáis, la estructura familiar será de una forma u otra. Si los neonatos no necesitan progenitores, quizá las crías viven juntas bajo el cuidado de profesionales. Igual son seres con branquias que pueden vivir en tierra pero necesitan sumergirse cada cierto tiempo en agua dulce. O necesitan dormir pero mueren si se quedan quietos demasiado tiempo.

Si aceptamos la hipótesis de Pratchett hemos quedado en que los trolls comen piedra. Así pues, de nada sirve que haya batidas de caza, al menos para comer. En todo caso, quienes se encarguen de conseguir recursos alimenticios serán mineros, ¿no? Por otro lado, ¿necesitan una cocina? Está claro que un fogón normal no les serviría de mucho, no creo que se pueda calentar un trozo de roca. Igual un horno de herrero les haría más servicio, y un yunque.

Ya veis, son muchas decisiones, y las más básicas.

Necesidades de seguridad. Una vez se han satisfecho las necesidades primarias, aparecen estas: son aquellas que aseguran que nuestra raza va a estar bien. Por ejemplo: ¿Pasa frío o calor? ¿Tiene efectos adversos para su salud? Según Pratchett, los cerebros de silicio de los trolls funcionan mejor con una baja temperatura. Es decir: si hace calor se vuelven tontos, por lo que es lógico que, si quieren pensar bien, buscarán lugares fríos en los que trabajar.

Por otro lado, los trolls de ciudad que no tengan una mina cerca posiblemente necesitan trabajo para comprar piedras. ¿De qué puede trabajar un troll? ¿Quién va a contratarlo?

Estas dos partes de la pirámide, además, nos ayudarán a definir el conjunto de sociedad. Saber qué necesitan para vivir es imprescindible para conocer la demanda de la población e, incluso, dónde está el capital y en manos de quién están los recursos. Si recordáis la última peli de Mad Max: Fury Road, el recurso más buscado era el agua, y esta estaba en manos de Immortan Joe.

Immortan Joe controlando el agua

Sabed, también, que quien controla los recursos necesarios para la vida controla la sociedad en sí. No lo olvidéis nunca.

Necesidades sociales. Ya sabemos qué necesita nuestra raza para sobrevivir. El siguiente paso es saber si es una raza social o no y, según eso, definir qué entra dentro de la normalidad. El ser humano es un animal social por naturaleza y así solemos crear nuestras razas. Si nuestro protagonista es individualista o solitario lo hacemos para conferirle un rasgo especial, para marcar la diferencia con el resto.

De ser así, entonces debemos crear unas normas sociales a las que los personajes puedan o no acogerse y, sobre todo, tener en cuenta que nuestra trama tenga sentido en ese tipo de sociedad. Si la vida ha surgido del mundo vegetal y los niños salen de pequeños capullos que brotan de la tierra, es fácil que las familias tal y como las conocemos no tengan sentido. Si es una raza cuyo sistema reproductivo está en el interior del cuerpo y no tienen necesidades de frío ni de calor, quizá es más lógico que vayan desnudos que vestidos. Y quien se ponga una falda, por ejemplo, llamará la atención.

Además, hay que sumarle otras muestras de afiliación como son la amistad, el amor fraternal o familiar y las relaciones románticas.

Necesidades de autoestima. en este caso, nos referimos a la necesidad de respeto y de autoconfianza en uno mismo. Según Maslow, la necesidad de autoestima y de reconocimiento son las más sofisticadas, aquellas que solo aparecen si las tres anteriores están cubiertas.

Bien, ¿qué necesita nuestra sociedad para que una persona se sienta reconocida? En una aldea de Trolls, es posible que se valore especialmente al espécimen que sea capaz de romper la roca de un solo puñetazo. En una sociedad de plantas humanoides que haya llegado a la era espacial, es posible que un ser respetado sea el que pilote naves como quien lleva un triciclo. En nuestra sociedad siempre se ha considerado exitoso a aquel que, con treinta años, tenga una pareja preciosa, coche, casa, hijos, perro y un trabajo que le ingrese varios ceros en el banco.

Como veis, en la época de mis padres, la persona más exitosa era aquella que había cumplido con las tres primeras necesidades de la pirámide de manera excelsa y holgada.

Claro que este éxito debe servir para el propio reconocimiento del personaje. Son valores o creencias comunes que hacen que uno mismo se quiera y que los demás también lo hagan.

Necesidades de autorrealización. Como decía antes, en los 90, el exitoso era el que había conseguido la casa, el niño rubio de ojos azules y el coche deportivo. Ahora, bien superados los 2000, hay otra cosa que se nos ha puesto por delante, quizá porque sabemos que las nuevas generaciones lo tenemos más difícil que nuestros padres a la hora de cobrar. Ahora, lo que importa, es la autorrealización.

¿Qué quiere decir eso? Cada uno tenemos objetivos vitales que hace que nos sintamos orgullosos de nosotros mismos. La realización personal depende de cada ser y de sus gustos y voluntades. Sin embargo, estos gustos están influenciados por la sociedad, y la sociedad depende de nuestra naturaleza y nuestras necesidades.

¿Cómo se autorrealizará un troll? Consiguiendo ser tan listo en un clima cálido como en uno frío, por ejemplo. Preparando las rocas más deliciosas del mundo. Cincelando su cuerpo (badumtsss) para presentarse a Mister Troll 2097. ¿Quién sabe? Lo importante es que la autorrealización pasa por conseguir logros que vienen definidos por nuestra naturaleza y nuestra sociedad.

David Bowie rey de los trolls gif

Si fuera junto a David Bowie yo también querría ser la reina troll

 ¿Lo veis? Está todo ligado. Si no fuera tan lógico os diría que es magia, y por eso me gusta tanto.

 La pirámide de Maslow, que se utiliza en psicología, en Marketing o en Comunicación, también puede aplicarse a la literatura. No deja de ser una guía, una plantilla que nos dice si vamos bien encaminados si queremos crear una raza o una sociedad distinta de la nuestra y que siga teniendo sentido.

En el caso de que la raza sea la humana pero la sociedad sea inventada, solo tenemos que saltarnos las dos primeras necesidades porque ya nos son conocidas. Una vez empezamos a trabajar en cómo es la sociedad, podemos seguir con el resto de necesidades para crear nuestros personajes, ya sean protagonistas, antagonistas, acompañantes o lámparas sexys (esto último mejor no, por favor), y que aporten valor a la idea que queremos transmitir con nuestras historias.

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

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Imagen de Efraimstotcher

 

 

Danos hoy nuestro pan

Miré el plato y me asaltó un sabor amarillo y amargo. Sobre la porcelana, decenas de gusanos se enroscaban en terrones de tierra mohosa; bailaban al son de la música de los cubiertos del resto de comensales mientras los míos aún descansaban sobre la servilleta. A mi derecha, mi hermano pequeño sorbía uno de aquellos bichos gruesos como su meñique mientras sus labios y mejillas se salpicaban descuidadamente de barro.

—Come, Claudia, por favor —dijo mi madre con voz suave y pausada, la que se utiliza cuando se habla con un demente o con un animal salvaje a punto de devorarte. Mi padre permanecía ajeno a todo, como siempre en los últimos tiempos, riéndose de algo que le acababa de llegar al móvil y engullendo lombrices con la boca abierta.

—No puedo —musité.

—Si la Tata no se lo come lo haré yo —contestó Marc sin parar de enrollar los gusanos con el tenedor. Se los llevaba a la boca sin importarle que siguieran moviéndose. No pude disimular una arcada al preguntarme si seguirían vivos mientras bajaban, escurridizos, por su esófago.

Mi madre reparó en aquel acto involuntario y sacó aire por las narices, expulsando mocos transparentes como el agua.

—Hija, déjate ya de tonterías —el sonido llegó amortiguado por la servilleta de tela con la que se estaba secando—. ¿Sabes cuánto hace que no comes? Sergi, por favor, dile algo a tu hija.

Mi padre miró a mi madre con la misma expresión que si se hubiera despertado solo en medio del desierto. Se le escapó un “¿eh?”, antes de que mi madre volviera a resollar.

El afán de mamá por servirnos aquellas inmundicias empezó unos meses atrás, cuando estaba preparándome para la selectividad. Me acuerdo porque la primera vez que me saqué de la boca un caparazón duro y alargado de algo que no pude reconocer fue después de un examen preparatorio de química. También recuerdo mi sorpresa y el asco que sentí. Tanto, que dejé la tartera sobre el suelo del rincón del patio en el que  mis amigos y yo estábamos comiendo y, sin poder dar ninguna explicación, corrí a vomitar al baño más cercano. En aquel momento pensé que debía de haberse colado algún insecto en las hojas de lechuga de bolsa con la que mi madre había preparado mi fiambrera.

Pero aquellos hallazgos fueron a más. Las hormigas reemplazaron a las semillas de mostaza negra y las cucarachas eran la única proteína que encontraba en los guisos marrones que me llevaba al instituto. Por la noche, sentados todos a la mesa, veía cómo el resto de la familia disfrutaba de aquel inusual festín mientras yo deslizaba furtivamente las viandas hasta la boca de mi perra, que tragaba como un pavo.  Las pocas veces que acababa metiéndome algo en el estómago conseguía expulsarlo minutos después con solo acariciarme la campanilla.

No es que me quejara. Antes de aquello, dejar de comer había supuesto un reto titánico. Recuerdo los días en los que me dolía tanto la barriga que me parecía que mi estómago se estaba comiendo a sí mismo. Después, con el hallazgo del primer insecto vivo subiendo por mi tenedor y correteando por mi brazo, el hambre cesó. Por fin podía concentrarme en los estudios sin tener la tentación de asaltar la nevera cuando los nervios me enjaulaban el estómago.

Todo cambió en junio, después de examinarme. Se acabaron las clases y los pretextos para no almorzar en casa. A la semana ya no me quedaban excusas para no comer, y mi madre enloqueció. ¡Hasta me llevó al médico! Aunque eso fue mi culpa porque me descuidé de ir cogiendo y tirando las compresas y tampones del baño que compartíamos. El doctor Fuentes, al oír que se me había retirado la regla, me llevó a un aparte y me preguntó qué estaba pasando. ¿Cómo se lo iba a contar? Y lo que es peor, ¿qué le podía decir? Si descubría la verdad, o encerraban a mi madre en un psiquiátrico o me encerraban a mí.

Desde ese momento dormía mal, y me levantaba cada mañana con taquicardia solo de pensar en tener que enfrentarme a aquel potro de tortura vestido con un mantel. Además, me sentía débil por el ayuno. Antes, aquellas veces en que el hambre era más fuerte que yo, iba a la frutería y me compraba un par de manzanas. Pero ya me había gastado todos mis ahorros y no me daban más dinero. Mi madre había leído demasiadas cosas por internet sobre qué se puede hacer con él cuando no quieres engordar. Tampoco dejaban que Tara estuviera a mis pies. Siempre que nos sentábamos a comer desterraban al pobre animal al jardín. Me veía obligada a darle un bocado a lo que me ponían delante y no me dejaban refugiarme en el baño hasta pasadas dos horas, ni siquiera para lavarme los restos de patitas que quedaban entre los dientes. Y cuando iba, mi madre me acompañaba y tiraba de la cadena por mí.

Aún quedaba un mes para que empezara la universidad y volver a ser libre. Un mes de saltamontes para comer y gusanos para cenar.

El plato seguía ante mí. Mi hermano ya se había acabado su ración de lombrices y también mi padre, que se había ido al salón en cuanto mi madre había dejado de abroncarle. ¿Cuánto tiempo llevaban así? ¿Cuándo fue la última vez que habían salido a cenar? ¿La última vez que se ducharon juntos? Antes lo hacían a diario. Pero ahora casi ni se hablaban, y cuando lo hacían era para echarse en cara cosas como que el otro había cerrado mal la bolsa de basura. Papá solo tenía ojos para el móvil y mamá… Mamá estaba todo el día conmigo.

Nos quedamos las dos solas en la mesa, mi plato levantándose entre nosotras como un muro de la vergüenza. Mamá miraba a papá de reojo con la misma expresión que cuando se para frente a la foto enmarcada del abuelo. Estaba tan encorvada, como si siempre tuviera los huesos fríos, que me dieron ganas de abrazarla y decirle que no pasaba nada, que todo estaba bien. Por un segundo me recordó a mí.

Por eso, quizá, cogí el tenedor.

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

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Imagen de Jayden Yoon

 

Los referentes en la obra de Terry Pratchett

El próximo viernes 28 de abril hará 69 años que Sir Terry Pratchett nació. Sí, no es una fecha redonda, pero como aún no he sido capaz de superar que mi autor favorito muriera en 2015, cualquier momento es bueno para hacerle un homenaje muy sentido.

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En esta entrada ya os expliqué por qué para mí fue tan importante este autor. Gracias a él descubrí que las mujeres somos algo más que damiselas y, también, me inculcó el deseo de escribir. De no ser por él, este blog no existiría ni tampoco mis muchos proyectos de escritura.

Pratchett, que se hizo una espada de acero de meteorito hecha para cuando lo nombraron sir, es uno de mis referentes. Creó el Mundodisco, un reflejo lleno de magia de nuestro mundo. Dividió sus historias en más de cuarenta libros, de los cuales, treinta y mucho pertenecen a diferentes sagas (la de la muerte, la de Rincewind, la de la Guardia…). En ellos hay brujas, una universidad de magos y un bibliotecario que además es un orangután. También hay arengas pacifistas, reivindicación obrera y lucha por la igualdad. Y, en algún que otro libro, mil elefantes.

“¿Qué referentes tuvo alguien que escribió sobre dragones y enanos de metro ochenta?”, os estaréis preguntando. Muchos, os contesto. Pratchett demostró, libro tras libro, que la cultura clásica y la literaria no le era ajena. Y eso es lo que os traigo en esta ocasión: su referentes.

Coged un tentempié o algo, que esto va para largo.

 

 El color de la magia (1983) y La luz fantástica (1986)

¿De qué van? Un misterioso hombrecillo llega a Ankh Morpok, una ciudad sucia pero muy ordenada, para conocerla. Es el primer turista del Mundodisco, y encomiendan su protección a Rincewind, un proyecto de hechicero. ¿Qué puede ir mal si un pseudomago intenta proteger a un hombre cándido e inocente de la ciudad más peligrosa del Disco?

¿A qué hace referencia? Hay quien dice que el libro, el primero de la saga de Rincewind, comenzó como una sátira de un cúmulo de elementos fantásticos y frikis. Sin embargo, hay tanto cariño en las alusiones que hace que no lo veo tan claro. De lo que no tengo duda es de las referencias a El señor de los Anillos, a Conan el Bárbaro o a Los Jinetes de Dragones de Pern. Además, como en todas sus obras, está presente la mitología. Sin ir más lejos, para crear y definir el Mundodisco se basa en un mito apócrifo hindú según el el mundo es una tortuga que nada con cuatro elefantes sobre su concha y que, a su vez, aguantan un disco.

Pero como la mitología suele quedarse corta, también recurre a los horrores de uno de los escritores con la mente más enferma (y magistral) que ha habido nunca. Me refiero a Lovecraft, por supuesto. La magia de la que se habla en los primeros libros del Mundodisco suele venir aparejada con unos entes que habitan las Dimensiones Mazmorra. Son bichos amorfos, espantosos, y primos hermanos de los seres primigenios de los Mitos de Cthulhu.

Brujerías (1988)

9788497593182¿De qué va? La paz del pequeño pueblo de Lancre se ve turbada por la muerte de su rey. Unos años más tarde, las tres brujas de la zona –Magrat Ajostiernos, Tata Ogg y Yaya Ceravieja– sienten que algo va realmente mal. El país no se siente querido. ¿Los ciudadanos? No, algo más profundo.

Es el segundo libro de la saga de las brujas, que empezó con Ritos Iguales.

¿A qué hace referencia? Leer Brujerías es leer Macbeth, de William Shakespeare, a través de la pluma de Terry Pratchett. Sin dejar de lado el humor, vemos duques asesinos, fantasmas vengativos e hijos perdidos. Sinceramente, disfruté más esta versión que la de Shakespeare. Pero esto último no creo que sorprenda a nadie que me conozca.

 Eric (1990)

9788483460085¿De qué va? Eric es un muchacho recién entrado en la adolescencia que coge un libro de demonología con la intención de invocar a un demonio que le lleve, entre otras cosas, a conocer a la mujer más hermosa que jamás haya existido. Desgraciadamente, en vez de aparecer un ser infernal súper poderoso, del pentagrama surge Rincewind. ¿Os acordáis de él? El hechicero nefasto/niñero del primer turista del Mundodisco que aparece en el primer libro.

¿A qué hace referencia? Bueno, este es fácil. En sus primeras ediciones, el libro se llamaba Fausto Eric. Con este libro, además de decidir que, si tenía un hijo, se llamaría así (Eric, y no Fausto), me entraron ganas de leerme el Fausto de Goethe.

Nos volvemos a topar, de nuevo, con la mitología de Troya y su hermosa historia de amor entre Paris y Helena de una manera un poquito más realista que la escrita por Homero.

 Imágenes en acción (1990)

images-4¿De qué va? En una playa fea y solitaria muere un hombre sin descendencia. Sin saberlo, era el último sacerdote de una orden y era el encargado de hacer un ritual que mantendría a salvo al mundo. Mientras, en Ankh-Morpork, los alquimistas descubren un papel sobre el que se pueden imprimir imágenes y darles movimiento. Cuando Víctor, estudiante de hechicería en la Universidad Invisible, descubre las películas, siente una necesidad acuciante de dedicarse a ello. ¡Con mil elefantes!

Es un libro independiente.

¿A qué hace referencia? Al cine, por supuesto. Al de Hollywood. Habla de las películas en blanco y negro, el color y lo rico que se hará el primer estudio que logre poner sonido en las cintas. Además, los personajes principales son homenajes a actores mundialmente conocidos: Víctor es una mezcla entre Rodolfo Valentino y Fred Astaire y Ginger, la chica, de Paulette Goddard y Ginger Rogers.

Aquí, además, vuelven a aparecer las Dimensiones Mazmorra, que nos recuerdan a los Mitos de Cthulhu.

 Brujas de viaje (1991)

9788497932134¿De qué va? Magrat Ajostiernos, una de las brujas que hemos visto en Brujerías, recibe una varita y el encargo de ayudar a una chica de un país lejano. El objeto mágico era de un Hada Madrina que, cuando supo que estaba a punto de parir, dejó la varita junto con una nota para Magrat en la que pide que Yaya y Tata la acompañen. Psicología inversa, le llaman.

Otro de la saga de las brujas.

¿A qué hace referencia? Brujas de viaje es un libro sobre deseos, los que se necesitan y los que se piden, y también sobre los cuentos de hadas que todos hemos leído de pequeños. Vemos alusiones a Caperucita Roja, La bella durmiente, Cenicienta, El gato con botas y el cuento de la rana a la que besas y se convierte en príncipe. Ah, y a El Mago de Oz.

Además, en ese viaje pasa por zonas que nos resultarían familiares. Por ejemplo: en una de ellas, un grupo de hombres se pone a correr con toros. Y el lugar en el que vive la chica necesitada es un calco mágico de Nueva Orleans, con sus guisos, sus caimanes y sus brujas vudú.

 Dioses menores (1992)

9788497592246¿De qué va? Brutha, un chico duro de mollera pero con memoria eidética, descubre a una tortuga que habla. Esta le cuenta que es un dios, su dios, que ha tenido un pequeño problema en su última reencarnación. Om, pues así se llama esta tortuga tuerta, le pide que lo lleve ante la máxima autoridad de su iglesia porque, sin duda, debe ser su profeta.

Es un libro independiente.

¿A qué hace referencia? Este es mi libro favorito de todos los tiempos. Si no lo habéis leído ya estáis tardando. Como todo lo de Pratchett, tiene dos lecturas: la superficial, es decir, las aventuras que viven Brutha y Om, y la profunda, o cómo la estructura y los hombres de iglesia ciegan y raptan la verdadera fe.

Hay referencias a la Inquisición Española en la ciudad de Omnia, donde Brutha se encuentra con su tortuga-dios. Y a la Grecia Clásica, su religión y su filosofía en Efebia.

Es imprescindible. No puedo deciros más.

 Tiempos Interesantes (1994)

9788483460832¿De qué va? ¿Os acordáis del primer turista del Mundodisco, ese que sale en el primer libro? Quince libros después vuelve a aparecer. Ha sido encarcelado por haber escrito un libro en el que contaba sus viajes turísticos, y en su país ha habido todo un movimiento revolucionario y extremadamente educado alrededor de él. Y, ¿sabéis quién se mete en todo el fregado? Rincewind, el hechicero.

Otro de la saga de Rincewind.

¿A qué hace referencia? Tiempos interesantes empieza con una maldición oriental: ojalá vivas en tiempos interesantes. Porque, los calmados, son mucho más tranquilos para cualquiera. Vamos a ver alusiones a la cultura taoísta, a la forma de ser oriental y, sobre todo, a los guerreros de terracota. Para mí es, sin duda, el mejor libro de la saga de Rincewind.

 Mascarada (1995)

mascarada¿De qué va? Magrat, la bruja más joven de las tres, se casa con el Rey de Lancre. Yaya y Tata saben que Magrat debe dedicarse a reinar así que, para que el trío de brujas siga siéndolo, deben ir en busca de una jovencita con dotes mágicas. Pero la chica, Agnes, se ha ido a cantar ópera a la gran Ankh-Morphok.

Otro de la saga de las brujas.

¿A qué hace referencia? Al fantasma de la ópera, y a Andrew Lloyd Webber. La casa de la ópera en la que trabaja Agnes está embrujada, y Tata y Yaya estarán ahí para ver cómo el libreto del fantasma de la ópera se desarrolla ante sus ojos y con su ayuda.

La verdad (2000)

MundodiscoVerdad¿De qué va? William de Worde, un chaval aristocrático al que le gusta mucho escribir, reparte algunas cartas manuscritas entre sus allegados a cambio de un puñado de monedas. Cuando Buenamontaña, un enano de la gran ciudad, inventa la imprenta, se crea el primer periódico.

Es un libro independiente, aunque vemos a personajes que conocemos de otras sagas.

¿A qué hace referencia? Bueno, aquí tenemos un montón de cosas que vale la pena reseñar. La primera, que el diario recuerda mucho a The New York Times. La segunda y, para mí, la más grande, la presencia del Sr. Alfiler y el Sr. Tulipán. Este dúo es una referencia clarísima a Vincent y Jules, es decir, a los personajes de John Travolta y Samuel L. Jackson en Pulp Fiction. Son lo mejor de la novela junto al vampiro fotógrafo.

 Ladrón del tiempo (2001)

ladron¿De qué va? La Muerte explica a Susan, su nieta, que debe impedir que un relojero de Ankh-Morphok construya un reloj que atrapará el tiempo. Por otra parte, Lonsang, aprendiz de Lu-Tze, acaba relacionado con ese reloj.

Es un libro de la saga de la muerte.

¿A qué hace hace referencia? Bien. Esta referencia me la saco un poco de la manga, pero solo porque lo vi en un Tuit y me encantó. En este libro, igual que en su primera aparición en Dioses Menores, se ve cómo Lu-Tze lo puede todo. Como ponía el tuit, este personaje carismático e inteligente es el Deux ex Machina hecho persona.

Por otro lado, en este libro existen referencias a los cuatro jinetes del apocalipsis que, personalmente, me recuerdan muchísimo a Buenos presagios.

 Ronda de Noche (2002)

9788499089027¿De qué va? Samuel Vimes, comandante de la guardia, viaja al pasado con la ayuda de una tormenta mágica mientras persigue a Carcer, un sádico criminal. En el pasado toma el papel de John Keel, su mentor cuando era joven. El Sam viejo sigue los pasos que había visto recorrer a Keel de joven, aunque Carcer modifica ligeramente sus planes.

Es (el mejor) libro de la saga de la Guardia.

¿A qué hace referencia? Primero, la portada es una parodia de la pintura de Rembrandt y solo por ella vale la pena tener el libro en las estanterías. Pero en este libro se habla de revoluciones, de política, de proletariado, y todo ello recuerda mucho a la revolución francesa.

Como escritura, pienso que es un libro perfecto para entender cómo debe evolucionar un personaje. Y, como lectora, pienso que es un libro perfecto para disfrutarse. Debéis leerlo, sin duda.

En todos los libros hay muchas alusiones y, si las nombro todas, no acabaría nunca. Podemos decir que Pies de barro está basado en el mito judío del Golem de Praga, Carpe Jugulum vuelve del revés las reglas que rigen la tradición vampírica y Lores y Damas tiene decenas de referencias filosóficas que darían para una tesis.

Desde que empecé a escribir, lo primero que me dijeron es que ninguna historia es original y que todo está escrito. Que lo original es hacerlo con mi estilo. Pues bien. Lo que está claro es que Pratchett lleva esa máxima al infinito al imprimirle su voz, envolverlo para regalo, ponerle un lazo y servírnoslo con su prosa. Y si no me creéis, solo tenéis que leerlo. Me juego un dineral a que os sacará más de una sonrisa y, os aseguro, no iré a la ruina.

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

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La imagen de cabecera es la tarta de mi treinta cumpleaños.

Todas las imágenes de los libros son de la editorial DeBolsillo.

La imagen del autor es de Terry Pratchett.

Anguruk

Hace unos meses, el blog Relatos en Isla Tintero celebró un concurso en el que, para participar, había que enviar un relato de cualquier temática con uno o más dibujos que lo acompañaran. Como hacía tiempo que seguía este blog y nunca me había presentado a un concurso, pensé: «¿por qué no?». 

El arte de la palabra no se me da mal, pero dibujar no es lo mío. Empecé a angustiarme al darme cuenta de que no conocía a ningún ilustrador, así que pedí ayuda por Twitter y Facebook. En esta red social me escribió Isarn, escritor, ilustrador y fisioterapeuta, diciéndome que contara con él para darle magia a mi relato con sus acuarelas. Por desgracia, Isarn estaba demasiado liado, y un par de días antes de la fecha límite del concurso me confesó que no podría ayudarme. 

Ya podéis imaginar mi pesar, pues me hacía muchísima ilusión intentarlo. Y aquí es donde Eva, una de mis hadas madrinas, me dijo: «oye, ¿y si escribes a Sandra?». Sandra es una amiga de Eva, y ahora mía, que dibuja y pinta como los ángeles. Además, tiene un estilo único y, lo que más me gusta, se deja llevar por lo que ve y oye para crear su arte. Así que pensé que el no ya lo tenía y que, por preguntar, no perdía nada.

¿Y sabéis qué? Que me dijo que sí. ¿Y sabéis qué más? Que no solo quedamos finalistas en el concurso, sino que lo ganamos. Porque Sandra, con sus pinceles, le dio la magia que le faltaba a Anguruk. Y como la magia hay que compartirla, aquí os dejo el relato y sus dibujos para que lo disfrutéis tanto como lo disfrutamos nosotras.

Anguruk

Después de una noche de borrachera, lo último que esperaba Alex era acabar andando con una desconocida por el manglar más grande de Luisiana. Ojalá pudiera volver atrás. Le advertiría a su ingenuo yo que aquella chica de labios gruesos no quería una noche de sexo desenfrenado. Y que los últimos cuatro whiskies sobraban.

Sabía que a partir de la quinta copa tomaba las peores decisiones de su vida. Como la noche anterior, cuyo resultado se traducía en unos zapatos llenos de barro y su libreta, con bordes sucios y frases inconexas, sobresaliendo del bolsillo derecho del pantalón. Aquella chica no conocía la lengua de señas así que tenía que comunicarse con la chica a través del papel.

—¿Cómo va la resaca? —preguntó ella, y apagó la linterna. Alex bizqueaba con la luz del amanecer que se colaba por alguno de los escasos huecos de los árboles del manglar.

Mal —escribió. Lo subrayó un par de veces con tanta fuerza que quedó marcado en las dos hojas posteriores. Pasó de una animada borrachera a tener la boca seca, como si hubiera masticado toallas, y un latido doloroso en la sien derecha.

—Pero sabes el camino, ¿verdad?

Alex se tomó su tiempo para escribir.

Me lo inventé. Para llevarte a la cama. Estás loca si crees que vamos a encontrar algo.

Fueron sus ojos verdes. Eran su debilidad. Le recordaban al agua del pantano en primavera, cuando está cubierto de ese espeso musgo reluciente. Y en el momento en el que ella le acercó su nariz, lo suficiente como para oler su aliento afrutado, y le pidió que la llevara al pantano a ver a Anguruk, él no solo no se negó, sino que lo consideró una idea magnífica. Irían y le pedirían un deseo, como en la leyenda.

—Lo que me parece increíble —dijo ella— es que Anguruk te dejara vivo. Es vengativo y traicionero, igual que el pantano, ¿sabes? Sí, claro que lo sabes.

Y tú sabes que es un mito. — “No entiendo cómo no me he ido ya”, pensó. Pero aún tenía la esperanza de que ella cambiara de opinión y acabaran en la casa de alguno de los dos.

—Venga, Alex. No hace falta que sigas con esta pantomima. ¿Sabes cuánto tiempo llevo buscándote? —Carraspeó y pareció transformarse en una presentadora de televisión—. Hoy, en el plató de Johny Carson, recibiremos al chico que sobrevivió cinco días en el pantano—.Volvió a carraspear y volvió a su tono normal—. Un milagro, dijeron, pero ambos sabemos quién te ayudó. ¿Cuánto tiempo ha pasado ya? ¿Qué le pediste?

No le pedí nada —El “nada” estaba escrito con saña, como si hubiera querido atravesar el papel. Pero era una confirmación. Cuando vio la sonrisa de triunfo de la chica, arrancó la hoja.

Fue hace 12 años.

– Eso, doce años. Solo espero que en todo este tiempo no te hayas olvidado de…

Alex nunca supo qué era lo que no debía haber olvidado. La chica se quedó quieta, boquiabierta. Con la mirada perdida en algún punto más allá de un pequeño humedal. Alex se acercó a ella y le golpeó el hombro con el índice. No pasó nada. Le colocó una mano delante de los ojos y la movió de arriba abajo. No reaccionó. Él se puso delante y ella, dio un paso a un lado con movimientos forzados, como de títere, y echo a correr sin previo aviso.

“Oh, mierda. Ya ha empezado”, pensó. Y la siguió.

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No la alcanzó hasta que el agua les llegaba por la cintura. La zarandeó, la sujetó y le pegó una bofetada, pero ella seguía caminando. Tuvo que usar toda su fuerza para echársela encima, como hacía desde niño con los sacos de pienso de la granja de su padre. Pero el pienso no pataleaba. Ni utilizaba los puños como si fueran martillos. Alex sintió el deseo de tirarla al agua y dejar que se ahogara. Anguruk se pondría contento.

La chica no volvió en sí hasta que Alex había salido del agua. Aún con ella encima, siguió caminando por un sendero que solo se veía si no lo mirabas directamente. Le dolían los riñones y la cabeza le latía.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

Alex la colocó en el suelo y sacó su libreta.

Estamos a tiempo de volver.

—No. No, no, ni hablar —le temblaba la voz —. Solo quiero saber qué me ha pasado.

Álex sintió pena por ella. Sabía lo impotente que debía haberse sentido.

Anguruk. Lo que querías. Jugará con tu mente hasta que te mates tú sola.

—Pero tú estás aquí. Quiero decir, viniste solo al pantano y no moriste.

No estoy seguro de eso.

Ella cruzó los brazos y lo miró de arriba abajo sin disimular su desdén.

—Para ser mudo eres muy teatral.

Alex se encogió de hombros y puso los ojos en blanco. Ya había aceptado que ella no pararía hasta dar con Anguruk, así que la llevaría hasta donde lo encontró la última vez. Iba a darse la vuelta para seguir caminando cuando ella lo agarró del brazo.

—¿Te has dado cuenta? No estamos solos.

Tenía razón. El sonido de su alrededor, una letanía de graznidos, zumbidos y silbidos, calló. Las criaturas del pantano se hicieron visibles. Cucarachas, ranas, aves, caimanes; presas y cazadores juntos, sin prestarse atención los unos a los otros, solo a los dos humanos que se habían adentrado en el manglar.

El calor empezó a aumentar y a cada respiración se les llenaba la nariz de agua. El aire sabía a metal, algo parecido a la sangre y a la vez diferente, más terroso. Alex pensó que se estaba volviendo loco cuando los animales se fusionaron hasta crear una silueta oscura.

—No esperaba volver a verte, Alex.

Anguruk no había cambiado en doce años. Tampoco podía hacerlo. Ya entonces era poco más que una calavera cubierta por una capa de piel verdosa y escamada. Sus ojos eran casi blancos, o más bien ocres, rotos solop por dos puntos negros. Vestía hojarasca, musgo y lianas, que en algunos puntos empezaban a pudrirse y, en otros, florecían. El druida llevaba el pantano encima.

—¿No vas a decirme nada? —Anguruk frunció el ceño, algo bastante meritorio teniendo en cuenta que no tenía cejas, ni siquiera carne bajo la piel—. Ah, que no puedes. ¿Y la chica? ¿Cómo se llama?

—Rachel —dijo ella, y Alex se dio una palmada mental en la frente. Se lo dijo la noche anterior, pero fue sepultado bajo litros de alcohol—. Vengo a conseguir mi deseo.

—Claro, claro. Dinero, amor, ¿qué quieres? —Alargó una mano hecha de hueso y tendió la palma hacia arriba— ¿Qué estás dispuesta a darme a cambio?

—Quiero tu nombre.

El druida se quedó inmóvil. Si pudiera respirar, se habría quedado sin aliento. Dio un manotazo al aire, y el cuerpo de Alex se estrelló contra un árbol. Rachel, en cambio, siguió con los pies bien clavados en la tierra y con la cabeza alta, desafiante.

—Anguruk es mi nombre —rugió.

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Alex se encogió, dolorido y asustado. Era la segunda vez que veía a Anguruk enfadado. La primera fue doce años atrás, cuando le negó su deseo. Alex había pasado tres días vagando por el pantano, luchando contra el impulso de echarse a dormir bajo el agua del manglar, buscando la manera de pedirlo.

Y entonces lo encontró. Y algo o alguien dentro de su cabeza le dijo que, aunque su madre también quería volver a abrazarlo, no debía hacerlo. Que el precio que Anguruk pondría sería demasiado alto.

El druida estaba obligado a conceder lo que quisiera a quien sobreviviera en el pantano. A cambio podía pedirle cualquier cosa. ¡Y era un niño! una fuente inagotable de sueños e ilusiones, alimento para un par de eones. Sin embargo, el crío no quiso pedirle nada y él no pudo aceptarlo. Lo condenó a vivir sin voz para que no pudiera contarle sus deseos a nadie nunca más.

Y, si aquella vez estaba molesto, esta vez era peor. Pero Rachel no pareció reparar en ello. Se plantó ante él y se irguió como si un titiritero estuviera tirando de su coronilla con una cuerda.

—Anguruk es el nombre que te dieron los humanos. Quiero tu nombre verdadero.

—Bruja, ¿quién eres? —siseó él.

Rachel contestó, y su voz sonaba a pérdida, a una vida en la que había habido demasiado sacrificio:

—Tú lo has dicho. Una bruja. Y te conozco, Anguruk. Dame tu nombre.

—Pero no sabes cuál es el precio.

—¿Mi voz? —dijo Rachel, y lanzó una mirada que hizo sentir a Alex como el ser más repulsivo y prescindible del mundo— ¿Mi vista? Cuando tenga tu nombre tendré tu poder. ¿Qué más dará el precio que pague?

Anguruk la observó, de repente calmado. Miró al pantano. A Alex le pareció que era una despedida.

—Está bien —contestó—. Si ese es tu deseo te diré mi nombre. Pero antes…

Anguruk se movió en un suspiro. De pronto estuvo frente a Alex. En lugar de guiñar un ojo, cerró los dos porque el druida no estaba acostumbrado a ese tipo de camaradería, y sopló con fuerza contra la nuez de Alex. Después, se plantó junto a ella y le susurró algo al oído.

El cambio empezó con un aullido. Las extremidades de Rachel empezaron a estirarse, los huesos se marcaron. Su piel se escamó, el pelo empezó a caer. Hojas y musgo subieron por sus pies hasta cubrir sus pantorrillas, siguieron por el vientre y los pechos, ahora desaparecidos. Sus gruesos labios dejaron de serlo y ahora apenas cubrían unos dientes del color de la madera podrida. Rachel, ya Anguruk, se retorcía en el suelo.

Junto a lo que había sido su ligue, Alex vio a un hombre desnudo e inconsciente. Tendría entre cuarenta y cincuenta años, la cara bastante redonda y pelo escaso hasta la nuca. Parecía bastante afable, pero no era más que un pobre desgraciado que, como Rachel, debía de haber sido condenado por su ambición a reinar en el pantano.

Alex pensó que era el momento de huir. Al fin y al cabo, ya no tenía sentido esperar a que Rachel quisiera volver a casa con él. Aunque no podía verlo, estaba seguro de que sus ojos verdes habían desaparecido. Se encogió de hombros, se echó al señor desnudo sobre el hombro y se puso a cantar. Sin mirar atrás, volvió a su vida y se acordó de que no debía fiarse de las mujeres guapas que se sentaran con él a beber en el bar.

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

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Imágenes: Sandra Garcia-Moya

Yo escribo, tú pirateas

Que levante la mano quien nunca haya descargado de forma ilícita un libro. ¿Nadie? ¿No? Bueno, no voy a decir que me sorprenda. Descargarse un libro de forma ilícita de un repositorio de enlaces es como ir con hambre por el campo y saber que ahí, detrás de esa colina, hay un manzano lleno de frutos. Quizá esa parcela sea de alguien, y es posible que, para que ese árbol rebose vida y comida, una señora haya estado días, meses o años regándolo, abonándolo y protegiéndolo de cabras y cabrones que querían llevárselo por delante.

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Pero, cuando estemos mirando el árbol y escogiendo la manzana más tersa y jugosa, no vamos a pensar en todo el esfuerzo que hay detrás de esa fruta. Como mucho nos preguntaremos, retóricamente, si alguien va a notar que falta una. Porque solo es eso: una manzana. No es como si fuera, no sé, algo importante. Así que nos acercamos al árbol y lo cogemos. Y, cuando queremos leer algo, vamos al repositorio de libros y cogemos ese que tiene tan buena pinta. Porque, ¿quién va a saber que nos hemos descargado un libro? Además, solo es un libro. No es como si fuera, no sé, algo importante.

Hábitos de lectura

En Enero de 2017, la Federación Española de Gremio de Editores de España (FGEE) publicó el último (y un poco descorazonador, añado yo) Informe de la Lectura en España. Según este, más del 90% de la población se considera lectora porque consume periódicos, comics o webs, pero casi el 40% no ha leído un solo libro durante el último año.

 Exactamente 37,8%. Tres, casi cuatro de cada diez españoles, no tocaron un libro en doce meses. Como escritora vocacional me asusta. Pero como lectora apasionada me pone la piel de gallina. Soy consciente de que la lectura supone un esfuerzo mayor que ver una serie o jugar al Candy Crush, y ya puse en este artículo mi granito de arena para animar a leer a quienes se le encogen las tripas de solo pensarlo, así que no voy a ahondar más en este aspecto aunque me preocupe. Lo que voy a hacer es centrarme en los que leen y hablar del origen de aquello que leen.

Consumo de literatura

Hace ya algún tiempo hice una encuesta en Twitter (con un “por fi” repetido, pero es que soy muy educada y un poco pava) para saber cuál es el origen de la última lectura de mis seguidores. Al hacerla a través de un medio digital, os prometo que pensaba que la última opción, “descargado sin pagar nada”, iba a ser la más votada.

Encuesta hábitos de lectura

Carla, guapa, en toda la boca

De las mil personas que respondieron a la pregunta, el 58%, es decir, 580 tuiteros, habían comprado su última lectura. Sin embargo, aunque el número de respuestas fue elevado, hay que contextualizar esta encuesta.

Debemos pensar en quién es el usuario medio de Twitter. Según este artículo de CrhistianDvE de octubre de 2016, el 60% de los usuarios son hombres y el 40%, mujeres y, del total, más del 50% tienen edades comprendidas entre los 25 y los 54 años. Además, más del 50% tienen estudios superiores.

Si analizamos cuál es el perfil medio del lector en España, vemos que lo único que no coincide con el usuario medio de Twitter es el sexo: mujer, con estudios universitarios, joven y urbana.

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¿Qué conclusiones podemos extraer? Que, de las 11.520 personas que vieron este Tuit, solo votaron 1.000 (975 según el botón de estadísticas del tuit), un 8,7%. ¿Qué pasa con ese 91% restante? Además de aquellos cuyo corazón muerto no se emocionó con mis reiterados “por fi”, imagino que muchos otros no contestaron porque no recuerdan de dónde sacaron su última lectura.

Este último número sería aún peor que el que ofrece en su estudio el FGEE. Pero los vamos a dejar de lado, porque ya he dicho antes que hoy me iba a centrar en los que leéis.

¿Sabíais que, para cienes y cienes de escritores que pululamos por Internet, cada uno de vosotros, lectores, sois como un oasis en medio del desierto? Lo único que queremos es llegar a vosotros, convenceros de que sabemos escribir y que nuestras historias os emocionarán y, así, que acabéis comprando nuestro libro.

Pues bien, en mi encuesta, muchos de los lectores compran, y eso es algo que tengo que agradecer por muchos motivos que veremos más abajo. Sin embargo, hay otros que no pagan por sus lecturas. Y lo voy a analizar.

Toda descarga gratuita no es ilícita per se

Veréis que, en la encuesta, pregunto el origen del último libro leído. Al final, apunto a un “descargado sin pagar nada”. Fue gracioso que algunos sintieran la necesidad de recordarme que no toda la descarga es ilegal, cuando no pongo en ninguna parte que lo sea.

Y no lo puse porque era consciente de que se puede leer gratis y descargado de Internet sin que sea ilícito. Además de autores que ponen a la disposición del lector libros gratis en formato digital, hay otras plataformas en las que puedes descargarte capítulos o libros enteros sin pagar un euro.

Yo lo tenía en cuenta, pero sé que se suele considerar toda descarga por internet como piratería, y de ahí los números que salen. Por ejemplo, que en 2015 la piratería causó pérdidas de más de 3.000 millones de euros en España.

Una descarga ilícita no es una no-venta

Vuelvo al ejemplo del árbol. Cuando tenemos hambre, igual nos apetece un pollo con patatas fritas pero si lo que tenemos a mano es un manzano, acabaremos cenando manzanas. Con los libros gratis, igual que con las series y las películas, pasa algo similar. Si está ahí, disponible, lo cogemos y lo leemos. Que no quiere decir que si fuéramos a la librería y nos pusiéramos a elegir cogeríamos ese. Simplemente que, cuando está ahí y no cuesta nada, nuestro criterio de elección es muchísimo más laxo y tragamos con cosas que, si tuviéramos que pagar, no aceptaríamos.

Entiendo que es difícil poner una cifra si no podemos preguntarle a cada piratilla si hubiera comprado ese libro que ha descargado. Pero llama la atención una cifra tan alta, teniendo en cuenta que según lo que dice la GFEE, algo menos del 50% de la población es lector frecuente. Y, con estas cifras, podríamos pensar que antes de Internet había un montón de autores que vivían únicamente de lo que escribían, sin contar con charlas o conferencias. Y eso tampoco ha sido así. Recordemos que los royalties que cobra un escritor, habitualmente una vez al año, pueden suponer solo el 12% del pvp de un libro. Eso se traduce en unos dos euros por tomo. He tomado estas cifras de los números que nos ofrece Guillermo Schavelzon en su blog. Él nos dice:

Para ganar 43.000 euros, a 2,40 por libro, tendrá que vender 17.916 ejemplares. ¿Cuántos escritores venden 17.000 ejemplares cada año? Pocos, mucho menos de lo que el imaginario popular difunde.

Así pues, me pregunto si la erradicación de la piratería sacaría de pobres a los escritores y, sinceramente, creo que no. Eso no significa que defienda la piratería, ojo. Solo que, al eliminarla, no vamos a solucionar todo el problema de la industria.

No podemos dejar de leer

El gran mal de este mundo es la injusticia provocada por la falta de empatía y, solo si nos ponemos en la piel de los demás seremos capaces de erradicarlo. Pero no es tan fácil. Siempre he pensado que el ser humano es egoísta por naturaleza y que los libros son la mejor herramienta para empatizar con el resto de seres humanos.

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«¡Con más de mil elefantes!»

… y como se llame eso, ¡de Ardor Primario en un Continente Atormentado! ¡Romanticismo! ¡Glamour! ¡En tres emocionantes rollos! Emocionaos con la Lucha a Muerte contra Terribles Monstruos! ¡Apasionaos cuando más de Mil Elefantes…!

Por eso creo que no debemos dejar de leer. Y, si no podemos permitirnos un libro, entiendo que recurramos a otras fuentes. Estas pueden ser bibliotecas, plataformas y blogs de autor, Amazon y sus libros gratis, amigos e incluso el Kindle de otro con el libro que queráis leer. Por último, sí, podéis recurrir a un repositorio de enlaces ilícito. Pero quiero que sepáis lo que eso significa.

¿Vais a piratear? Vale, pero sed conscientes de lo que hacéis

Como os digo, yo he pirateado así que no puedo sentar cátedra diciendo lo malos que somos por hacerlo. Lo que sí quiero es que quien piratee entienda lo que supone eso para el autor.

Escribir un libro no es fácil, ni barato. Primero porque, aunque el autor no contrate ningún servicio, en el mejor de los casos está quitando tiempo de su trabajo remunerado para poder escribir la novela que disfrutaréis. En el peor, el autor, después de escribir, reescribir, corregir y volver a reescribir, contratará a correctores, diseñadores y maquetadores para tener una obra que dé gusto leer, sobre todo si autoedita.

¿Cómo se lo podéis agradecer? Primero, pagando por su libro. ¿Que lo habéis leído y, aún así, no queréis gastaros un duro en él, ni ahora ni nunca? Entonces no os merecéis haberlo disfrutado, ni ahora ni nunca. Pensad que el escritor también tiene la manía de querer comer y llevar ropa sin agujeros así que, si disfrutáis de su trabajo, deberíais pagárselo con placer.

¿Que queréis pagarles pero sois vosotros los que tenéis la manía de comer, y comprar libros y comida es incompatible? Bien. Os diría que descarguéis obras que las propias plataformas de pago os ofrecen gratis, por ejemplo.

Si, por el contrario, os morís de ganas de descargar contenido de un autor que está vivo y que pretende vivir de lo que escribe, y no encontráis sus libros en una biblioteca, buscad alguna manera de recompensar su tiempo. Por ejemplo, dejando reseñas: para los autores, especialmente los noveles, las reseñas son la mejor manera de dar a conocer sus obras. No os cuesta nada escribir algo, aunque no sea positivo, para que el autor tenga feedback y que, como mínimo, le ayude a mejorar.

Más adelante, cuando vuestra situación mejore, sería un detalle que comprarais ese libro que os habéis leído cuando no podíais pagarlo.

Nos gusta escribir pero también ganarnos el pan con nuestro trabajo

Un autor que no recibe nada por lo que publica dejará de hacerlo. Estoy segura de que, cuando descargáis un libro no pensáis en eso. Y lo sé porque he estado ahí, en la misma situación. Al darle al botoncito de «download» ni se os pasa por la cabeza que detrás del libro que te estás bajando ilícitamente de Internet está la frustración de un escritor que ve sus ventas estancadas. Que, para escribir, araña al trabajo, la familia y al ocio minutos de tiempo que nunca más va a volver.

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Yo escribiendo esta entrada

Alguna vez me han llegado a decir cosas como que los escritores solo escribimos porque queremos vender y hacernos ricos, y que sólo vemos nuestro arte como puro mercantilismo. No. No os equivoquéis. Lo que pasa es que queremos dedicarnos a escribir en vez de hacerlo con nocturnidad y alevosía, y si no rentabilizamos nuestro trabajo siempre vamos a tener que relegarlo a ese tiempo libre que nadie tiene. Menos aún en España, que ya conocemos cómo funcionan aquí las jornadas maratonianas y la nula conciliación familiar.

Mi código ético del pirateo

Siempre he creído que la cultura debe ser libre. También defiendo que los autores deben poder cobrar por un trabajo que ha desgastado su recurso más valioso: el tiempo. Menuda contradicción. ¿Cómo se come eso?

Se considera piratear todo lo que se descargue de Internet y cuyos autores o dueños de los derechos de distribución no reciben retribución por ello (y que no lo den gratis, claro). Sin embargo, no entiendo por qué, una vez que el autor ha muerto, otros cobren por su trabajo. Me parece injusto, especialmente porque el autor seguramente fue el que, en vida, cobró menos de toda la cadena de distribución de su libro en papel y en digital.

Así pues, si algún día me encuentro en una situación tan jodida que no pueda ni pagar 3€ por un libro en Amazon, aplicaré mi propio código ético del pirateo. Es el que dice que, si me descargoalgo de forma ilícita, que sea de algo cuyos derechos hayan expirado o cuyo autor está muerto.

Sí, no es perfecto. Sí, mi intención es seguir pagando por todo lo que leo pero, si no puedo y no tengo cerca una fuente gratuita de libros, sé que no voy a dejar de leer. Y sí, también tengo algunas dudas sobre cuál es el papel de los hijos que tienen los derechos de las obras de sus padres. Sin embargo, en esto último aplico aplicaré la misma filosofía que con mi hija: le voy a dar herramientas para que se busque la vida para que no tenga necesidad de vivir de mis rentas. Ni ella ni nadie. Y entiendo que todo padre debe hacer algo así por sus hijos.

Al loro, que no estamos tan mal

Si analizamos el sector del libro, vemos que nunca fue lo que era. Pocos escritores han vivido o viven de lo que han escrito, así que, o viene HBO a comprar los derechos de nuestras novelas y nos marcamos un R. R. Martin, o tendremos que trabajar de algo más y dedicar el tiempo libre a la escritura.

Pero, como diría el ex presidente del Barça, Joan Laporta, “Al loro, que no estamos tan mal”. Y me remito a mi encuesta. Más de la mitad de los que respondieron pagaron por su libro. Algunos, en papel. Otros, en digital. Es decir, aún hay mucha gente que valora el trabajo que hacen los escritores y quieren y pueden pagar por ello. Tenemos un motivo para alegrarnos, como autores, porque eso significa que aún tenemos la oportunidad de ganar dinero por nuestro tiempo invertido. Y, como lectores, porque cada vez que alguien compra a un autor lo está avalando para que siga escribiendo.

Y eso es lo que queremos. Seguir escribiendo.

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

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Imagen de Markus Spike

El plano de las almas

El “Plano de las almas” es un fragmento  descriptivo de la novela de fantasía en la que estoy trabajando. Espero que os guste.

Adriana parpadeó un par de veces para ver si se podía deshacer de esa oscuridad que le nublaba la mente. Junto a ella, de pie, se encontraba Virginia. Adriana la abrazó y hundió la cara entre el cuello y el hombro para oler su piel, limpia y empolvada. Aquel aroma la hacía sentirse como en casa, incluso en aquel lugar.

Se separó un poco de su hija y le pasó un brazo por su cintura, en actitud protectora. Virginia, con su don, la había salvado de una muerte segura y la había transportado al plano de las almas.

Caminaron juntas por un pasillo fantasmal hasta los jardines de la casa, donde las esperaban los familiares y sus criados. Cuando los matones irrumpieron en su hogar, a Virginia se le ocurrió transportarlos a un lugar al que solo ella podía llegar.

Casi todos estaban de pie, echando el peso del cuerpo en una pierna y luego en otra, tocando a los de al lado o abrazándose a sí mismos, sin comprender bien dónde estaban. Porque lo más desconcertante del plano de las almas era su semejanza con el plano humano, y solo algunos detalles desmontaban la ilusión de realidad. Algunos de estos, más que percibirse, se sentían.

El problema del plano de las almas, algo que Adriana y el resto de humanos notaban en lo más hondo de sus huesos, no era lo que tenía sino lo que faltaba.

Más allá de la mesa de madera y de los bancos de piedra, que estaban desgastados, a punto de derrumbarse, solo se veía una tierra renegrida. El césped había desaparecido, y con él las pequeñas mosquitas y abejas que se pasaban el día revoloteando. Tampoco bebían los pájaros de la fuente central, que en el plano de las almas estaba seca. Ni siquiera quedaban telarañas que limpiar. Si un humano intentaba escuchar algo más allá de sus propios pasos descubría que no existía el murmullo de la vida, esa mezcla de voces lejanas, de personas y animales en movimiento. Tampoco podía oler las bostas de caballo en las calles, ni los alimentos que se cocinaban durante horas para el almuerzo, ni el dulzor de las flores a punto de convertirse en fruto. En el plano de las almas no se olía a nada. El visitante, cuando se percataba de que lo único con vida era él, se sentía como si estuviera fuera de lugar .

Adriana, que ya había estado antes allí, sabía que había que abandonar el lugar con las primeras sombras. Según el libro de Ot, algo se revolvía dentro del cuerpo cuando un alma presa notaba que, a su alrededor, había almas libres vagando solas, sin un cuerpo caduco. Sin lastre. Después de unos minutos en ese plano, el humano sentía un hormigueo en la parte baja de la espalda, una sensación de angustia, como si tuviera que hacer algo pero sin saber qué. Algo importante, de lo que dependía su vida. A medida que iba pasando el tiempo, el cerebro también detectaba a las almas libres que deambulaban a su alrededor. Adriana aún era incapaz de verlas porque Virginia, su hija, la había transportado la última. Observó, en cambio, que los demás se agitaban con brusquedad y que intentaban cazar movimientos que solo distinguían en el límite de su visión. Y, si las miraban fijamente, desaparecían. Adriana sabía que a sus compañeros les faltaba poco para que esas ondulaciones y esos desplazamientos se convirtieran en esas negruras que, poco a poco, iban tomando forma.

Las almas que se encallaban allí, con el tiempo, se olvidaban de su apariencia. Según Ot, el primer caminante entre planos, la forma humana se iba perdiendo a medida que la vida se alejaba, y la añoranza, los recuerdos y los traumas corrompían las almas. Ot llamaba a esos seres satqin, o almas descompuestas. Algunas extraviaban los ojos y sus caras se habían reducido a frentes enormes con narices deformadas. Otras abrían unas bocas muy grandes, con hileras llenas de dientes que se perdían por la garganta, y que nunca se cerraban, como si les doliera hacerlo. Las almas libres solían ser masas con apéndices informes que se arrastraban o flotaban con rapidez de un lado a otro.

Pero lo peor, sin duda, era el mutismo. Aquellas criaturas apenas hacían ruido. Acechaban y se movían en silencio, sin que su roce con el suelo o el aire creara sonido, y lo único que oía el humano perdido en el plano era su propia respiración entrecortada y la sangre que le bombeada en las sienes. Hasta que el satqin atacaba.

Entonces, el alma corrupta gritaba con un sonido tan agudo que reverberaba en los oídos y producía un agudo dolor de tímpanos. Era un bramido de emoción por haber encontrado algo que le recordaba qué significaba estar vivo y tener esperanza.

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

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Imagen de Laura Aziz

Por vosotros. Por nosotras.

Al empezar la aventura de Mocade, me propuse que mis artículos fueran sobre libros, escritura o literatura. Sin embargo, cuando leí un artículo publicado en Xataca hace un par de semanas, Cuando volver a casa da miedo: 38 historias de acoso nocturno contadas por sus protagonistas, y vi las reacciones en redes sociales y Menéame, me decidí a escribir sobre ello.

 El tema no me resultaba ajeno. También a mí me han perseguido por la calle, me han susurrado y gritado groserías. Y me han tocado genitales, pechos y otras partes del cuerpo sin mi consentimiento. Lo normal.

Lo peor no son los malos tragos que pasé, paso o pasaré con cada una de estas agresiones. Lo peor es que, después de escribir “sin mi consentimiento”, he escrito “lo normal”. Porque eso es lo que me parece. Normal.

Creo que esa normalidad es la que genera, en algunos, la falta de empatía que me he encontrado en algunas personas. Por eso, hoy quiero explicaros qué es lo que se siente en algunas situaciones siendo mujer y por qué actuamos como lo hacemos.

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Diez horas caminando por NYC. Podéis ver el vídeo entero aquí.

 Cuando la sociedad histérica hace mujeres histéricas

No es ningún secreto que no nos sentimos seguras. Solo hace falta observar a una mujer caminando sola por la noche: su paso rápido, la búsqueda de movimientos por el rabillo del ojo y la mano crispada cogiendo las llaves. Si aparece un hombre por la calle nos asustamos, sí. Porque vamos con miedo. Y cuando intentamos explicarlo, hay quienes nos llaman histéricas.

¡Qué adjetivo!, el de histérica. Según la RAE, histérica es quien sufre de histeria. Y, además de una enfermedad, es “un estado pasajero de excitación nerviosa producido a consecuencia de una situación anómala”. ¡Ay, amigos! ¡Ojalá, ojalá fuera una situación anómala!

 Las mujeres sabemos que debemos ir con cuidado, ya sea porque nos lo han enseñado o porque lo hemos aprendido. ¿Desde cuándo?

Desde antes de nacer

Cuando me quedé embarazada, en 2015, me daba completamente igual el sexo de nuestra criatura. Mi pareja, en cambio, quería una niña. Él se llevaba mejor con las mujeres, o eso decía, así que se autoconvenció y convenció a los demás de que sería una niña. Curiosamente, tenía razón.

Recuerdo cuando lo comenté en mi círculo de amigas y conocidas. Todas encantadas. Mis amigos y conocidos, en cambio, no tanto. “Ostras, es que con una niña se sufre más”. “Si tengo una hija, no va a salir de fiesta hasta los treinta y cinco”. “Con lo golfo que yo he sido, el día que mi pareja se quede embarazada prefiero que sea un niño”.

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Pues eso

Casi todos los hombres con los que hablaba me decían que inevitablemente sufrirían más con una niña que con un niño, que las acompañarían siempre por la noche “por si acaso” y que “todo el mundo sabe” que una niña corre más peligros que un niño solo por serlo.

Supongo que estos hombres también eran unos histéricos.

Desde pequeñas

El temor de los padres y las madres sobre la seguridad de sus hijos los acompaña siempre. Tanto a los niños como a las niñas se les enseña desde pequeños a cruzar el semáforo en verde, a no correr detrás de un balón y a no confiar en extraños. Y cuando las niñas tienen edad de salir con los amigos, también se les dice que no vuelvan a casa solas o que vigilen cómo visten.

En el colegio había que tener cuidado. Estoy hablando de finales de los ochenta y principios de los noventa, cuando las madres aún decidían qué se ponían sus hijos. Cuando veía sobre la cama, bien planchada y doblada, una de mis faldas, se me hacía un nudo en el estómago. Sabía que me pasaría la hora del patio intentando jugar mientras me la levantaban y me tocaban el culo.

En segundo de E.G.B, es decir, con siete u ocho años, ninguna niña quería llevar falda. Supongo que algún padre se quejó porque el profesor nos dio una charla sobre el respeto. Nos explicó que los niños y las niñas decidían sobre su cuerpo, y que eso de ir levantando faldas para ver bragas era una falta de respeto. Que no se podía consentir que los chicos acosaran a las chicas y que no tenían ningún derecho a hacerlo.

Para nosotras, aquello fue liberador. Sabíamos que podíamos jugar al fútbol, a las cuerdas o a los cromos sin miedo a que nos molestaran. Podíamos vestir como quisiéramos. O eso pensábamos.

Supongo que aquellos padres y mi profesor también eran unos histéricos.

 Desde la pre-adolescencia y adolescencia

Cuando tenía que coger el cercanías para ir a Barcelona, mi madre me miraba de arriba abajo y me preguntaba si no podía ponerme algo con menos escote. Harto difícil, porque siempre he tenido mucho pecho y cualquier camiseta lo hacía patente. Pero a ella le preocupaba que alguien pudiera decirme o hacerme algo, sobre todo porque ella sabía que en algunas zonas había hombres haciéndose pajas entre coches y que nos llamaban para que nos acercáramos.

Supongo que mi madre también era una histérica.

Cuando las curvas empiezan a intuirse bajo la ropa, y a veces antes, empiezan los gritos. Ya sabéis, cuando vas caminando por la calle y un hombre, da igual la edad, grita a una mujer lo buena que está o que le comería el coño, y no voy a buscar eufemismos para lo que nos dicen, si le diera la oportunidad.

Me gustaría que, quien no ha vivido algo así se pusiera, en nuestra piel. Imaginaos en el papel de una adolescente a la que, de repente, un viejo -cualquier persona mayor de veinte lo es- le grita una burrada por la calle. Lo primero que piensa es algo como “¿es a mí?”, así que lo mira con el ceño fruncido y busca a su alrededor para ver a quién le dicen eso. Pero el tío la mira, quizá hablando todavía, y se sorprende de que sea a ella, porque es algo que solo espera que se lo diga alguien que la conoce, y en broma, o en otro contexto más adecuado. Pero no. Se lo grita un desconocido, en medio de la calle, así que se muere de vergüenza. Ella. Que no ha hecho absolutamente nada, solo andar por la calle. Existir. Y la que tiene vergüenza es ella.

Imaginaos, además, que eso pasa de noche. sus padres, en quienes más confía, y otros adultos, llevan diciéndole que vaya con cuidado desde que era pequeña. Que hay hombres que no entienden que su cuerpo es suyo, y le pueden hacer algo. Desde tocarla hasta violarla. Y, de repente, un hombre -más grande que ella, mayor que ella, más fuerte que ella- suelta una burrada. Y no hay nadie más, así que es a ella.

Ya no es que se muera de vergüenza. Es que se muere de miedo.

¿Os lo imagináis? Pues podemos suponer que sois unos histéricos.

Desde la primera etapa adulta

Aún recuerdo aquella época. Era cuando mis padres empezaron a decirme que si creía que vivía en un hotel y que a ver si entraba más en casa. Empezó la universidad y me eché mi primer novio serio, todo casi a la vez.

También recuerdo a mis padres torciendo un poco el morro si salía con escote o minifalda. Aquellos días me recordaban con más ahínco que me acompañaran al coche o, si dormía en casa de una amiga, que nada de irse cada una por su lado.

Durante el día los viejos, y no tan viejos, seguían diciéndonos cosas, a mis amigas y a mí, pero lo malo venía por la noche. En la discoteca sabíamos que había que evitar pasar por medio de los grupos de tíos para que no nos metieran mano. A los baños, por si acaso, era mejor ir acompañadas. Y cuidado con despistarte de las amigas, porque igual te rodeaban y empezaban a magrearte.

 Supongo que todas éramos unas histéricas

 Recuerdo una noche que salí con mi novio y su grupo de amigos. Estábamos en una discoteca de moda de Barcelona, y de repente noté que alguien me estrujaba una teta. Miré, deseando que fuera alguna de mis mejores amigas, aunque me sorprendía que me saludaran así. No lo era. Había sido un completo desconocido que, después de su hazaña, me sonreía con cara de imbécil.

Le dije que de qué coño iba, y que me dejara en paz, y le pedí a mi grupo de amigos que nos moviéramos del sitio. Al cabo de un rato, volví a sentir lo mismo. El tío me había seguido por la discoteca para tocarme otra vez. Volví a movilizar a todo el mundo, pero me encontró y volvió a hacerme una pinza en el pecho porque, según él, le gustaba tanto que no podía evitar mantener sus manos alejadas de mis tetas. Fui a pedir ayuda a los seguratas, y dijeron que ellos no podían hacer nada. Así que me fui a mi casa.

 Supongo que era una histérica.

 Ahora, de adulta

Tengo treinta y cuatro años y estoy hasta los ovarios de que me griten burradas, me toquen sin mi permiso o me inviten a comer pollas desde coches que me siguen mientras camino. Y ¡ojo!, que no soy la flor más bonita del rosal, ni mucho menos. No hace falta ser guapa o estar buena para que te acosen. No lo hacen por alabar lo bello: muchos ni siquiera esperan una respuesta cuando te llaman tía buena, solo quieren ver… ¿el qué? No lo sé.

 Hace un tiempo, una compañera de trabajo tuvo una reunión con unos clientes. Era en una de esas empresas modernas cuyas reuniones se hacen en sofás, alrededor de mesas de café. Le indicaron que se sentara y, cuando lo hizo, uno de los dos hombres con los que se reunía dijo algo así como “me voy a sentar aquí -delante de ella-, porque así tengo mejores vistas”. Se refería a su pecho, por supuesto.

¿Os imagináis qué es estar trabajando y que un cliente te haga un comentario con connotaciones sexuales? Es más, ¿por qué tiene que hacerlo? Mi compañera se pasó toda la entrevista incómoda, y fue lo primero que me explicó al llegar a la oficina.

 Supongo que ella también era una histérica.

Sabemos que no todos los hombres sois así. Solo queremos que nos entendáis. Y que nos ayudéis, porque es problema de todos.

Ahora, una legión de hombres ofendidos podría acusarme de decir que todos ellos son unos machistas y acosadores. No, por supuesto que no lo creo. Pero sí hay aún muchos tíos que no son conscientes del daño que hacen cuando le gritan a una mujer, o los hay que piensan que no pasa nada si nos tocan un poco la entrepierna, o si en una reunión familiar le dicen a una sobrina que se quite la chaqueta para que se le vean mejor las tetas.

No, no es lógico que paguen justos por pecadores y que, al caminar por la calle en la que va sola una chica, os sintáis como delincuentes. Y lo entiendo. Para nosotras no es agradable pasar miedo, y para vosotros, tampoco.

No quiero que os sintáis así, pero está en vuestra mano cambiarlo. ¿Cómo?

Comprensión

Solo queremos que nos comprendáis. De pequeñas nos explican que debemos tener cuidado, y de jovencitas vemos que tenían razón cuando completos desconocidos nos “ladran”, nos siguen o nos tocan. Nos han dicho que un comentario sexual puede convertirse en un tirón para meternos en un portal, y que extrememos las precauciones. Claro que nos gustaría ir tranquilas por la calle, pero no podemos.

Además, si no hemos tomado precauciones y alguien nos ataca, la culpa es nuestra. En realidad, para algunos, lo es siempre. He llegado a leer que la “solución obvia (es) que las mujeres no vayan solas por la calle de madrugada”.

Y estoy hablando de la sociedad española, donde la criminalidad es bajísima. Tanto, que de 163 países estudiados, es el 25 más pacífico según un estudio de agosto de 2016. Si aquí no podemos salir de noche solas, aunque sea para ir a trabajar, ¿dónde podemos hacerlo?

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Tasa de homicidio intencional. Wikipedia

No queremos asustarnos de vosotros, pero es que no podemos evitarlo. Y solo queremos que lo comprendáis. Perdonadnos por huir de vosotros, que solo estáis caminando. Pero podríamos encontrarnos con otros que no seáis vosotros. ¿Y, entonces?

 Freno

De nada sirve que corran ríos de tinta electrónica por Internet si después se jalean bromas sobre violación, burundanga y demás en grupos de WhatsApp. No creo que quien llegue a este post sea capaz de aplaudir a un depredador sexual, pero es un buen ejemplo de cómo, a veces, las bromas y la cosificación de la mujer se nos van de las manos.

Como dice Palet en el artículo que os acabo de enlazar, la omisión también nos hace daño a todos. Por eso, si veis que un amiguete en la discoteca le toca el culo a una tía solo porque pasaba por ahí, pegadle bronca. Si no lo hacéis, le demostraréis que os la trae floja que le hayan metido mano a una mujer sin su consentimiento y que os parece bien que lo haga. Así, ese comportamiento se perpetúa en vuestro colega y en quien lo vea, pensando que no pasa absolutamente nada por tocar a una chica aunque ella no quiera.

Y vosotros, que tenéis oportunidad, preguntadle a ese amigo que siempre gruñe, silba o grita algo a una mujer, por qué lo hace. Y me lo venís a contar. Igual, así entiendo yo el motivo y él se da cuenta de que es denigrante para nosotras, incómodo y vergonzante.

 No somos histéricas. Tenemos motivos para preocuparnos

Espero haber sabido explicar por qué vamos con miedo y que tenemos motivos para asustarnos o preocuparnos si caminamos solas de noche.

Las mujeres nos comprendemos, pero me gustaría que también nos comprendierais vosotros, los hombres. Para nosotras, ir solas por la noche es como si siempre camináramos por el peor barrio de la ciudad, ese en el que hay yonkis y ladrones en cada portal, a las cuatro de la mañana.

Y, ojo, no evito la otra realidad, y es que a los hombres también os pueden robar o pegar si vais solos de noche. Pero son dos guerras distintas, y espero que me permitáis luchar por la mía y estar a vuestro lado cuando vosotros luchéis por la vuestra. Quiero daros mi apoyo igual que yo os pido el vuestro. Por nosotras. Por vosotros.

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

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Imagen de cabecera de The Odessey Online

De unos y ceros

Este relato forma parte del libro 40 relatos de amor, una antología cuyos beneficios van destinados a la Fundación Hospital Amic, del Hospital Sant Joan de Déu, que ayuda a niños enfermos y a sus padres. Gracias al grupo Llec por la iniciativa

Fran se sentó ante el ordenador con un plato demasiado pequeño para la pizza congelada de peperoni, que sobresalía por la loza amenazando con ensuciarlo todo de aceite y grasa. Mientras comía, recorrió, ratón en mano, la web de un periódico que decía ser de izquierdas y fue saltando de página en página hasta que dio con la entrada de un blog en el que hablaban de un videojuego. Se llamaba The last door, un juego de rol multijugador, desarrollado por un estudio independiente de Barcelona. El autor del artículo decía que la inteligencia artificial detrás de los personajes no jugadores y la calidad de sus gráficos hacían que fuera la mejor experiencia online que había tenido.

Y está hecho en mi ciudad, pensó, no en el MIT o en Cupertino donde todo parece posible. Una mezcla de orgullo y de responsabilidad le inundó el pecho, y sintió que debía colaborar de alguna manera. Clicó en el enlace que llevaba a la página web del estudio, pagó por Paypal y lo descargó.

Diseñó a su personaje. Un hombre de piel olivácea, pelo oscuro y ojos azules. El alter ego de Fran, o como a él le hubiera gustado verse, ya que había otorgado a su creación una cabellera abundante y el cuerpo que podría conseguir si hubiera ido al gimnasio los últimos siete meses, en vez de limitarse a pagarlo. El siguiente paso consistió en escoger una profesión. Le llamaban la atención el hechicero, el asesino y el berserker. Pero en otros juegos de rol ya había llevado máquinas de matar cuerpo a cuerpo, así que decidió, por una vez en su vida, darle una oportunidad a la magia.

El juego empezó con una escena cinemática. A Fran le enamoró la calidad del dibujo, que le recordó a la época dorada del cine de animación anterior al uso de ordenadores. Todas las figuras eran de color negro, y contrastaban gracias a las diferentes tonalidades de verde del cielo, las nubes y las montañas. El vídeo mostró a Sarel, el dios de las pesadillas, que raptaba las almas de todos los durmientes y las condenaba a vagar por el universo del sueño. Para poder escapar y despertar, había que pasar por diferentes pantallas o mundos, en los que el personaje se enfrentaba a monstruos con o sin ayuda del resto de jugadores.

Una vez finalizada la introducción, Ranf el Gris apareció en una sala poco iluminada. Era un espacio tan grande que no se veían ni el horizonte ni el techo. Solo se divisaban decenas, centenares de columnas de piedra, tan gruesas como tres hombres fornidos, con nudos y dibujos como los de los troncos de un árbol. Entre ellas deambulaban, a solas o en grupo, otros jugadores alumbrados, con delicadeza, por lágrimas de cristal, verdes, amarillas, rosas y azules, que colgaban de las ramas que sobresalían de las columnas.

Ranf el Gris echó a caminar. Llevaba una túnica, a juego con su nombre, que le llegaba hasta los pies, un cinto con un saco para el dinero y una varita cuyo extremo palpitaba y chisporroteaba. Miró a su alrededor sin saber muy bien qué hacer, hasta que vio a una chica de piel negra y pelo rubio sentada en el suelo y apoyada en uno de los árboles de piedra. Parecía aburrida, así que se acercó a ella.

—Le saludo, vuesa merced —tecleó Fran. Las palabras aparecieron junto a su avatar. Clicó en la chica para saber cómo se llamaba—. Palas Atenea, ¿tendría a bien ayudarme a encontrar la salida de este lugar?

—Claro, Ranf el Gris. Pero no hace falta tanto esfuerzo, aquí no hablamos así. Sígueme.

Atenea se puso de pie y Fran pudo averiguar que era una berserker. Llevaba una armadura completa, como las de los hombres en los videojuegos. Por lo que pudo ver a su alrededor, los trajes de las mujeres mostraban más tela que carne, cosa que agradecía. Siempre le había parecido ridículo que en videojuegos, cómics y cine, las guerreras fueran casi desnudas, como si su piel fuera inmune al acero.

—Gracias. Es que soy nuevo —dijo Ranf, y siguió—. Se nota, ¿no?

—Sí —contestó Atenea—. Por eso estoy aquí, para ayudaros, para ayudarte. ¿Puedo acompañarte en tus próximos pasos?

Ranf el Gris siguió a Atenea por la sala arbórea. La muchacha se movía con gracia, esquivando personas y columnas como si fuera de puntillas, al son de una canción que solo ella oía. Lo llevó hasta la puerta y juntos salieron a un jardín nocturno lleno de flores y luciérnagas. En el centro, un cenador, una banda de música y personajes no jugadores, que tocaban diferentes instrumentos de cuerda. Sonaba como Fran se imaginaba la música en la Roma antigua: suave y tintineante. Una melodía que invitaba a echarse en una litera.

—¿Hace mucho que juegas? —preguntó Ranf a su acompañante.

—Desde siempre.

Se acercaron a un mercader que tenía un puñado de objetos mágicos colocados sobre una manta en el suelo y, alrededor, otros jugadores que lo observaban de pie o en cuclillas. Había gnomos, elfos y humanos de piel y cabello de los colores del arco iris. Ranf el Gris los señaló.

—Me pregunto cómo serán todos esos en la vida real.

—Esto es la vida real —contestó Atenea.

Pasaron de largo y siguieron caminando por el jardín, hasta que Atenea se paró en seco. Ranf la imitó.

—¿Sabías que puedes elegir una profesión secundaria?

Para sorpresa de Fran, Atenea cogió la mano de Ranf y lo guió hasta un personaje no jugador con pinta de druida. Aunque era habitual que los muñecos de los videojuegos bailaran, rieran o dieran palmas, que dos jugadores interactuaran hasta el punto de tocarse era un adelanto tecnológico que le impactó. No me extraña que lo recomienden, pensó.

—Habla con él, te lo explicará todo.

Al hacer clic sobre el druida, le mostró que podía ser albañil, cocinero y quince trabajos más. Después de leer para qué servía cada una, sopesar los pros y los contras y su dificultad, escogió la profesión de joyero y compró algunas recetas que ejecutó para que su personaje pudiera empezar a crear sus alhajas. Al terminar, Ranf recogió una piedra del suelo y creó un collar con una gema aguamarina, que daba 100 puntos de salud a quien lo llevara. Se lo tendió a Atenea.

—Esto es para ti —dijo él—. Por ayudarme en todo esto.

Atenea se quedó quieta casi un minuto, tanto tiempo que Ranf pensó que a lo mejor se había roto algo o se había quedado sin internet. Sin embargo, Atenea despertó e hizo una reverencia.

—Muchas gracias, Ranf. He ayudado a muchos jugadores, pero tú eres el primero que tiene un detalle tan bonito.

Ranf respondió con otra reverencia.

—De nada. Solo lo hago para que sigas jugando conmigo.

Atenea le contestó con un baile.

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Todos los días, después del trabajo, Fran se conectaba a The Last Door y buscaba a Atenea. Siempre estaba cerca de donde se habían quedado la noche anterior, y entre lucha y lucha hablaban de política, cine o cualquier cosa que se les ocurriera.

En la vida real, en cambio, los temas de conversación de Fran se reducían al videojuego y a Atenea. Explicaba a sus amigos lo buena jugadora que era, lo mucho que le ayudaba y lo bien que lo pasaban juntos. Un día, uno de sus compañeros de trabajo le preguntó de dónde era aquella chica y cómo se llamaba. Fran confesó que no habían hablado de eso.

—Hoy se lo preguntaré —dijo Fran.

El videojuego es de Barcelona, y yo también, pensó, y se apartó el pelo de la frente, dejando al descubierto sus entradas incipientes. Quizá podríamos vernos. Tomar un café. Solo pensar en ello hizo que le sudaran las palmas de las manos.

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Esa noche se conectó un poco más tarde de lo habitual, y demoró más de media hora en encontrar a Atenea. Cuando lo consiguió, ella salía de una mazmorra. Iba rodeada de un grupo de jugadores, cuatro mujeres y seis hombres. Salían hablando de cómo habían vencido a un demonio con cuerpo de centauro, diez patas y cuatro brazos.

—¿Qué tal la batalla? —preguntó Ranf, más por cortesía que por interés.

—Un pasote, tío —contestó una elfa de piel verde y pelo dorado—. Atenea le ha dado pal pelo y nosotros solo nos cargábamos a sus siervos. ¿Venís a la siguiente mazmorra?

Ranf esperó a que Atenea hablara. No podía enviarle mensajes privados como al resto de jugadores, no sabía por qué, y cruzó los dedos mentalmente para que contestara lo que él esperaba.

—Mejor en otra ocasión. Nos vemos —dijo ella, y Ranf bailó.

Atenea cogió de la mano a Ranf y le preguntó qué era lo que le apetecía hacer. Él dijo que solo quería hablar.

Buscaron algún punto en el que no hubiera monstruos que pudieran interrumpirlos. Fueron a una taberna decorada como la Alhambra de Granada, con paredes de piedra labrada y lámparas de aceite que iluminaban todos los rincones. Los camareros parecían mozárabes, con sayas de colores fuerte, piel morena y pelo oscuro, y se podían comprar dulces de miel y frutos secos que restauraban la salud en el combate. Se sentaron en un apartado con una mesa baja y con el suelo forrado de cojines.

—Pensaba que no vendrías —empezó Atenea.

—He ido a tomar algo con mis amigos y me he retrasado. ¿Qué tal tu día?

—Movido. Hay algunos problemas con la red y el servidor echaba constantemente a los jugadores. Pero, en general, ha estado bien. Aunque es mejor ahora que estás aquí —quedó en silencio, con su avatar casi sin moverse. Parecía que estuviera reuniendo fuerzas para algo—. ¿Puedo preguntarte algo?

—Claro —contestó Ranf.

—En la vida real, ¿eres así? ¿También tienes los ojos azules?

Fran, ante la pantalla de su ordenador, frunció el ceño, atónito. ¿Quizá ella había estado pensando lo mismo que él? ¿En encontrarse? Quizá, pensó, puedo jugar un poco. Ponérselo algo difícil. Fran hizo que Ranf se cruzara de brazos.

—¿No eras tú la que decía que esto es la vida real?

Esta vez Atenea se echó a reír.

—Era Atenea, pero no era yo. Bueno, ¿y qué tal tu día?

—Como siempre. Aunque por fin he convencido a mis amigos para ir a la Cervecería Alemana, muy cerca de la Diagonal de Barcelona. ¿Te suena? Es donde siempre te digo que acabamos la jornada con los del trabajo.

Nada más aparecer su conversación en la pantalla, le saltó un aviso de problema de conexión. Los problemas que Atenea había comentado no habían acabado. El videojuego se quedó así, congelado, durante unos minutos, hasta que el aviso desapareció y todo volvió a la normalidad.

Excepto Atenea, que se quedó en silencio, otra vez. Le pasaba a menudo: de repente, sin previo aviso, dejaba de hablar y de moverse durante varios minutos. Cuando Atenea volvía en sí, a Fran siempre le daba la sensación de que algo había cambiado.

—Suena interesante —dijo ella al fin.

—Sí, ¿verdad? Puedo llevarte, si quieres —Ranf habló con calma, pero al otro lado de la pantalla Fran sudaba.

—Creo que no hay ningún sitio así por aquí —dijo ella.

—Me refiero a la vida real. En Barcelona. Yo soy de ahí. ¿Y tú?¿También eres de Barcelona o vives fuera?

—¿Yo? Soy de Aundres.

Aundres era una de las ciudades más grandes del universo que habían creado para The last door. Fran frunció el ceño y tecleó con rapidez.

—No, me refiero a de dónde eres en la vida real.

—¿Yo? Soy de Aundres —repitió Atenea.

Ranf tardó en contestar. Se puso de pie antes de hacerlo.

—Dime directamente que no quieres contármelo. Me tengo que ir. Adiós.

Fran cerró la tapa del portátil con un golpe y se fue a la cama.

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Los siguientes tres días no se conectó. Se buscó otros pasatiempos, hasta se planteó si debía ir al gimnasio, pero seguía echándola de menos. Un sábado por la noche, al llegar a casa después de salir de copas con sus amigos, no aguantó más y volvió a jugar. Se dijo que solo quería verla, que no hacía falta que hablara con ella. Pero eran las tres de la mañana y Atenea no estaba por ninguna parte.

Ranf se acercó a un grupo de jugadores con los que Atenea y él habían jugado en alguna ocasión. Tenían nombres extravagantes, como Meliodas, Goku o Mikasa, y se dirigió a esta última. Era una guardabosques humana de pelo corto y negro, con flequillo.

—¡Buenas! No sé si te acuerdas de mí. La semana pasada matamos juntos al gul en Mundo infinito.

—Sí, sí que me acuerdo. ¿Hoy no vas con el bot?

—¿Bot? ¿Qué quieres decir?

—Bot, de ro-Bot. La chica esa que siempre va contigo.

Fran releyó la última frase cien veces. Eso explicaría muchas cosas. Que Atenea pudiera coger a Ranf de la mano y que Ranf no pudiera enviarle mensajes privados como al resto de personajes. Que, a menudo, sobre todo en plena batalla, diera respuestas parcas y demasiado frías. Que insistiera en que era de Aundres. Pero, en cambio, cuando se perdían en alguno de los mundos y se quedaban solos, Atenea filosofaba, contaba anécdotas o respondía con algún chascarrillo.

Fran entró en la web del estudio diseñador. Quería un correo electrónico al que poder escribir y preguntar si lo que decían de Palas Atenea era cierto. No lo encontró, pero vio un apartado en el que aparecía todo el equipo: tres chicos y dos chicas. Una de ellas le recordó a Atenea: rubia y con la piel muy tostada, como si hubiera ganado ese color haciendo surf o practicando algún deporte de playa. Se paró a mirar cada una de las caras y descubrió que le sonaban todas del videojuego. Pensó que parecía que las hubieran usado de modelo para crear algunos personajes.

Después de mucho buscar, vio que la empresa tenía un usuario de Twitter. Se metió en la red social y envió un mensaje privado preguntado por Palas Atenea. Poco después, le llegó un tuit pidiendo un correo electrónico de contacto.

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Cuatro días más tarde, Fran recibió contestación. Le temblaban las manos al abrirlo, y mientras leía y averiguaba que Palas Atenea era solo un algoritmo, el temblor se convirtió en crispación. En el correo le explicaron que era un proyecto de una de sus desarrolladoras, que buscaba crear un personaje no jugador que se comportara como un humano en todos los intercambios que tuviera con otros jugadores.

Cuando leyó el final de la carta, Fran no supo si echarse a reír o enfadarse aún más. Sintió que se recochineaban de él al agradecerle el tiempo que había dedicado al juego y a Palas Atenea, pues habían podido comprobar en sus registros que, gracias a él, la inteligencia artificial había aprendido mucho.

Fran cerró el correo y miró la hora. Necesitaba una cerveza, o veinte. Era viernes, así que les dijo a sus compañeros que la primera ronda en la Cervecería Alemana, y quizá las siguientes dos, las pagaba él. No sabía si el resto le seguiría, pero él estaba seguro de que acabaría borracho, así que mejor no hacerlo solo.

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—¡Por las mujeres hechas de unos y ceros! —brindó Fran. Sus amigos, algunos de ellos informáticos, rieron y le corearon, entrechocaron sus jarras. La cerveza salpicó en la barra y en los taburetes altos en los que se habían sentado. Iban por la tercera ronda.

Fran estaba explicándoles lo que había averiguado sobre Atenea. Su voz cada vez era más fuerte y sonaba por encima de todas las demás. En ese momento, una chica que estaba sola, sentada en la barra, se acercó a él y le dio unos toquecitos tímidos en la espalda, tan leves que parecía que en realidad no quería que él los notara. Fran se giró y la vio de puntillas, con el pelo rubio enmarcando la cara y la piel dorada por el sol. Fran escudriñó su rostro. Estaba seguro de que la conocía, aunque en ese momento no sabía de qué.

—Perdona —dijo la chica, y carraspeó antes de seguir—, perdona que te moleste. ¿Eres Fran? ¿Eres tú el que llevas a Ranf el Gris en The Last Door?

Fran abrió los ojos como platos, miró las caras cómplices de sus amigos y se bajó del taburete para que ella no tuviera que mirar hacia arriba.

—Sí, soy yo. ¿Cómo sabes…?

—Soy Atenea.

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Hacía rato que había anochecido, y empezaba a hacer frío fuera del bar, pero dentro no podían hablar con tanto griterío. Fran, que había salido con tejanos y una camisa de algodón blanca, se arrepintió de haberse dejado la chaqueta en el coche. Ella llevaba un vestido negro, medias, zapato plano y una chaqueta marrón que parecía piel.

Echaron a caminar por una calle poco concurrida e iluminada únicamente por las farolas y la luz de algunos restaurantes. Salvo alguna moto que pasaba de vez en cuando por su lado, estaban solos.

—No lo entiendo. Entonces, ¿por qué me han dicho que Atenea es un bot? —preguntó Fran.

—Porque lo es. Es mi bot. Pero lo rompiste —dijo ella, y esbozó una sonrisa que hizo hormiguear la nuca de Fran.

—¿Yo? Pero si no he hecho nada.

Atenea, o Aura, como había dicho que se llamaba al salir del bar, caminó a su lado en silencio unos segundos.

—¿Recuerdas el primer día que hablaste con Atenea? Le diste un regalo.

—Sí, el colgante —dijo Fran.

—Resulta que había programado muchas casuísticas, pero no se me ocurrió que un jugador pudiera querer regalarle algo. Cuando el bot no sabe cómo actuar ante alguna situación con un jugador, me salta una alarma para que pueda tomar las riendas, analizarlo todo e incluirlo en el programa. Normalmente, cuando pasa algo así, suelo despedirme del jugador y desconectar a Atenea, pero… —dejó la frase colgada y acercó el hombro a Fran, pero inmediatamente volvió a separarse—. Me pareció un detalle tan bonito que quise agradecértelo. Y hablamos. Y el resto ya lo sabes.

—Vale. Entonces, entiendo que he estado jugando contigo, ¿no?

—Sí. Puse una alarma para que me avisara cuando aparecías y tomar el control de Atenea. Pero cuando había algún problema con el juego o con los servidores, como el día de la taberna mozárabe, y me tocaba estar de guardia, la dejaba en modo automático. Bueno, y en las batallas porque yo no soy tan buena jugando todavía.

Aura se paró y lo miró, mordiéndose nerviosamente el labio inferior. Parecía buscar la aprobación de Fran, que no sabía qué pensar. No esperaba que detrás de Atenea hubiera un chica tan menuda y tímida, aunque tampoco esperaba que fuera un bot.

—Lo que no entiendo es por qué no me lo dijiste —dijo él, derrotado.

—Me daba vergüenza. Mis compañeros me dieron la oportunidad de desarrollar ese proyecto, y me parecía poco profesional contarles que, por las noches, era yo quien jugaba contigo. Hoy, en la comida, me han contado que te iban a escribir y no podía dejarlo así. Ni tampoco decírtelo por escrito. Así que busqué nuestra última conversación, cuando tuve que irme, y encontré el nombre del bar.

Aura y Fran siguieron caminando, en silencio, hasta dar tres vueltas completas a la manzana. Fran aún estaba digiriendo todo lo que había pasado durante los últimos días. En el momento en el que había creído descubrir que la chica que le gustaba no existía, se había sentido vacío, aunque no había querido reconocerlo. Y ahora estaba ahí, a su lado, y toda la complicidad que habían tenido mientras jugaban estaba ahí, pero parecía congelada. Como esperando un gesto, un comentario, un contacto carnal que no aparecía porque no sabían cómo hacerlo llegar.

Cuando pararon frente a la puerta de la cervecería, Fran se sentía tan perdido como cuando aterrizó en el mundo de The last door. Se quedó de pie, frente a Aura, que lo miraba con los ojos muy abiertos. Pensar que detrás de Atenea estaba esa chica bajita, de sonrisa fácil y nerviosa, le parecía un descubrimiento asombroso. Esperanzador. Él le sonrió y se acercó a ella un paso. Ella respondió cogiéndole la mano y guiñándole un ojo antes de hablar.

—¿Puedo acompañarte en tus próximos pasos?

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

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Imagen del videojuego Badland

Worldbuiling, sociedad y estereotipos: vida y literatura

Analizar la sociedad y el comportamiento de las personas que la forman es uno de mis entretenimientos favoritos. Además de intentar entender mejor al ser humano, cosa que me fascina, me sirve para mi día a día y, también, para reflejarlo en mis relatos.

Hay muchas maneras de enfrentarse a este estudio, como por ejemplo de forma individual, entendiendo al sujeto como un producto de la sociedad y de su mundo, o bien examinando un subgrupo de personas con las mismas características.

Si hacemos el análisis individuo a individuo hemos de tener en cuenta que cada uno de nosotros somos producto de nuestra experiencia personal y de los inputs que recibimos. Por un lado, nuestra forma de ser se ve influenciada de manera local por la familia y los círculos cercanos o, incluso, por el barrio en el que vivimos. No es lo mismo nacer en una barriada obrera de Madrid que en el barrio de Salamanca. Por otro lado, la cultura y la sociedad también nos influyen. Además, la televisión y el cine ha hecho que la cultura anglosajona se imponga sobre otras locales. Como ejemplo, tenemos el desplazamiento de la festividad de Todos los Santos por Halloween, celebración que nos ha llegado gracias a películas y series norteamericanas.

Si estudiamos subgrupos de personas, hacemos de la estadística una norma. Me refiero a que la estadística nos da una serie de reglas que pueden aplicarse a todo un conjunto de personas como, por ejemplo, que quienes viven en el barrio más caro de la capital tienen buenos sueldos. De ese modo, proyectamos sobre todo el colectivo criterios e incluso vivencias que suponemos que las hacen ser como son. Así, podemos creer que quienes tienen un nivel de estudios bajos suelen ser los que, también, tienen salarios inferiores. O que los escolares cuyos padres tienen estudios universitarios también los tendrán en el futuro.

Análisis de la sociedad y worldbuilding

Si queremos escribir desde una corriente literaria como el realismo mágico, thriller o romántica, solo hay que pensar en lugar y una época del mundo para ubicar tu historia.

En cambio, cuando escribimos fantasía, una vez que tenemos el tema sobre el que queremos escribir y los personajes con los que llevaremos la trama, llega el momento del worldbuilding. Este palabro anglosajón, unión entre world, mundo, y building, construcción, recoge un proyecto muy interesante: crear un mundo con una cultura, economía, religión y geografía en el que se desarrolla la historia. Es importante porque este mundo, como decíamos antes, creará la sociedad que dará forma a las maneras de pensar y actuar de los personajes. Esta configuración del mundo, sumada a los arquetipos que nos explicaba Mónica en un excelente artículo, hará creíbles las metas, las ideologías, las manías y los problemas de nuestros seres de ficción.

El mundo como inspiración para el worldbuilding

Creo que no hay ningún escritor de género fantástico que no se haya inspirado en la historia de la Tierra para crear sus relatos. Si pensamos en R. R. Martin y su conocido Juego de tronos, cuyo muro es la versión helada y gigante del Muro de Adriano, o en las culturas celtas y nórdicas en las que se basó Tolkien para hablar de los elfos o la Tierra Media.

En realidad, no hace falta irse a los libros de fantasía. Rebelión en la Granja, un libro donde los protagonistas son animales, fue la respuesta de George Orwell al comunismo. En Un mundo feliz, Aldus Huxley exageró los rasgos de la sociedad de los años 30 para crear una novela distópica que pone los pelos de punta.

El peligro de caer en el estereotipo lógico

Como decíamos, nos podemos inspirar en la Tierra para ambientar nuestras novelas. Por ejemplo, supongamos que queremos escribir sobre una sociedad cuyos sueños se han roto, y encuentran en un nuevo líder la oportunidad de recuperar las ilusiones que sus padres o abuelos tenían y cumplían. Podríamos coger el libro de historia y buscar situaciones similares, o podríamos leer un diario y analizar lo que está pasando en Estados Unidos. Personas descontentas, que creían que con Obama iba a cambiar su situación, echan la culpa de su estado al poder establecido y creen que elegir a una mandatario con un discurso rupturista con el establishment, aunque forme parte de él, mejorará las cosas.

Muchos europeos y americanos nos preguntamos cómo un hombre multimillonario, abiertamente xenófobo, racista y misógino ha llegado a la Casa Blanca. Y está claro: ha conectado con las clases medias y bajas de uno de los países más ricos del mundo. Lo fácil es pensar que sus votantes cumplen con un estereotipo: hombres blancos, de clase media-alta y con ocho apellidos americanos. Es fácil porque es lo que nos dice la lógica.

¿Qué haríamos en nuestra novela? Al gobernador machista y racista lo apoyarían todos los hombres de sus misma raza. Y el resto, se opondría. ¿Es lógico? Sí. ¿Nos equivocamos? Muchísimo.

El error viene cuando no incorporamos ningún matiz a esos datos. Si dirigimos la mirada a lo que ha pasado en Estados Unidos, nos enteramos de que más del 50% de las mujeres blancas votaron por Trump, o que el co-fundador de Latinos for Trump, Marco Guitiérrez, es latino y opina que <<los hispanos son una cultura “primitiva y subdesarrollada” y que los estadounidenses deben tener miedo a los mexicanos>>.

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La lógica llorando porque ha fallado el estereotipo

Huir del worldbuilding plano

Hay que nadar entre matices para crear una sociedad con unos personajes verosímiles y con vida. Para ello, hay que pensar en qué es lo que hace fallar al tópico.

Mi hipótesis es que el estereotipo queda invalidado por el sistema de valores de cada individuo, que determina la forma de ser y la ideología. Y que esta última puede estar enfrentada al cliché que se le presupone según sus características sociodemográficas.

Analicemos el ejemplo anterior, el de Marco Gutiérrez. Es un hombre latino, por lo tanto, no es blanco ni norteamericano de nacimiento. Es un mexicano que consiguió la nacionalidad de Estados Unidos en 2003. Desde entonces, según sus palabras, ha sido Republicano.

Por sus rasgos sociodemográficos, podríamos pensar que al último que votaría en la carrera presidencial sería a Trump. Sin embargo, hay un detalle revelador en su biografía: consiguió la nacionalidad hace poco, de adulto. ¿Qué ha podido pasar? No lo sé, así que solo queda tirar de imaginación. Podemos pensar, por ejemplo, que hasta conseguir el pasaporte norteamericano se sentía inseguro, incluso apátrida. Que cuando un papel le dijo que era estadounidense, su sentimiento de pertenencia al país le hizo relegar, e incluso denostar, su origen, y que pasó a la última posición en su escala de valores.

Al escribir, debemos pensar qué cosas son las que pueden hacer que una persona vaya contracorriente, que no actúe según se espera por su origen o situación. Cada persona es un cúmulo de eventos que lo hacen único, como a Marco Gutiérrez, y eso es lo que el escritor debe plasmar en sus novelas.

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El mundo no es plano. Hagamos que se note en nuestras novelas. Imagen de Steven Díaz (créditos al final del artículo).

El estereotipo simplifica la vida en todos los aspectos pero no es veraz

El estereotipo nos ayuda a tomar decisiones si no tenemos tiempo para conocer a la otra persona en profundidad. Es el que nos hace agarrar el bolso cuando aparece alguien con ropa desgastada y la cara medio tapada, o lo que nos indica que debemos fiarnos de esa persona aseada y pulida que no deja de sonreír y que se muestra humilde pero segura.

Como decía Mónica, el uso del estereotipo puede ser malo si nos sirve para denigrar a todo un colectivo. En el ámbito de la literatura, puede hacer que simplifiquemos hasta lo absurdo a un personaje.

Por eso, es peligroso que el estereotipo haga un uso lógico de la experiencia, ya que nos puede hacer pensar que es totalmente fiable y que no tiene ninguna brecha.

Dibujar al colectivo para hacer destacar al individuo

Sin embargo, pensar en aquello que comparte una sociedad o un grupo de personas nos sirve, en la creación de mundos, para hacer único a cada individuo que la integra. Una vez tenemos los rasgos generales de una sociedad, debemos pensar qué experiencias distancian al personaje de la norma.

Esas vivencias deben ser lógicas. Volvamos al ejemplo de Juego de Tronos. Arya Stark tiene todos los números de ser como su hermana Sansa y que solo le interesen los vestidos y los príncipes. En cambio, le interesa más lo que hacen sus hermanos: luchas para convertirse en caballeros. Arya juega con ellos y, su padre, por hacerla feliz, le pone un profesor de lucha. ¿Cumple con la norma? No. ¿Es lógico que no la cumpla? Sí.

R. R. Martin transgrede la norma común, crea experiencias únicas para Arya y construye un personaje veraz.

Hay que analizar al individuo, aunque suponga más trabajo

Como comentaba antes, los prototipos nos facilitan la vida. Conocer a alguien y poder encasillarlo nos ayuda a saber cómo tratarlo. Pero clasificar a las personas por rasgos generales, estadísticos, genera prejuicios en el día a día y empobrece nuestros textos literarios. Entonces, preguntémonos qué cosas fuera de la norma pueden hacer menos estadísticos a nuestros personajes. Tengamos paciencia para descubrir qué hace especiales a las personas que nos rodean.

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

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Imagen de torbakhopper en photopin

Foto de Steven Díaz

Blanco venturoso y negro desventurado

El vagón abrió sus puertas y expulsó oleadas de gente y un aire viciado que hizo lagrimear los ojos de Javier. Pensó en la soledad cómoda y fresca de su coche recién siniestrado y entró en el compartimento arrastrando los pies y aflojándose la corbata. Hacía poco que había empezado a trabajar y no se le daba muy bien anudársela. Su padre nunca le había enseñado porque se había ido de casa cuando Javier aún era un crío. Había tenido que aprender en la quietud de su habitación gracias a un tutorial colgado en Youtube y narrado por un argentino. “Al menos hoy he hablado con Clara por primera vez”, pensó, y se aflojó aún más la corbata. “Habría sido un gran día si esa vieja no se hubiera tirado delante del coche”. Miró a izquierda y derecha buscando un asiento libre mientras se preguntaba cómo le explicaría a su madre que la grúa se había llevado el vehículo que compartían.

Era uno de esos vagones infinitos con dos filas de asientos pegadas a las paredes. Javier recorrió el pasillo en busca de un sitio libre, y no tardó en encontrar uno, en una zona que parecía olvidada por el resto de viajeros. Dejó su maletín en uno de los asientos y se sentó en la de al lado, apoyando la espalda y la cabeza contra el cristal.

En la siguiente parada subió una mujer de unos veinte años seguida por otra que le doblaba la edad. A Javier le parecieron hermanas: tenían unas facciones suaves y simétricas, un tono de piel dorado que recordaba a playas con casas encaladas, y el cabello oscuro recogido con trenzas, con mechones que les caían sobre la frente. El vestido vaporoso de la joven dejaba ver sus piernas tersas y delgadas. La mayor vestía unos pantalones de lino y una camiseta de tirantes anchos.

De repente, Javier recordó la imagen de la anciana que se había echado sobre su coche de camino al trabajo. Aquella también vestía de blanco y llevaba el pelo trenzado. Aunque arrugada, la mujer tenía facciones muy similares a estas.

—Es que no me da la gana —decía la mayor mientras tomaba asiento junto a la joven. Acompañaba sus palabras con gestos rápidos y bruscos—. Mira, Nona, ya he hecho muchos esfuerzos por intentar comprenderla pero no puedo más.

—Décima, por favor. Si ya sabes cómo es.

Nona, la joven, centraba toda su atención en una madeja que había sacado del bolso. Estaba medio tumbada en el asiento, apoyando todo el peso sobre la parte baja de su espalda, a la vez que retorcía el hilo con dedos ágiles y rápidos. Por su tono cansado, Javier pensó que no era la primera vez que mantenían esa conversación.

—¿Y qué? ¿Esa es la única justificación que tiene? Como ella es así, ¿se lo tengo que perdonar todo? ¡Pues no! —Décima sacó unas agujas del bolso y empezó a tejer el hilo que salía de las manos de su hermana—. Se le está yendo la cabeza, Nona. No es solo que se meta donde no la llaman, sino que ni siquiera está haciendo bien su trabajo.

Nona hinchó los carrillos y expulsó el aire poco a poco mientras ponía los ojos en blanco.

—Siempre, siempre estáis igual —dijo con tono cansino—. Si padre levantara la cabeza…

—Si padre levantara la cabeza pasaría lo mismo. Le tenía terror. Y ya ves de qué le sirvió cuidarse de ella. Al final acabó matándole.

Desde que esas dos habían entrado al vagón, Javier, que simulaba jugar con el teléfono pero prestaba atención a la conversación, se quedó inmóvil. Por un segundo maldijo su carácter chismoso, aunque siempre había pensado que el cotilleo le ponía sal a la vida. Claro que es ya no era una simple habladuría entre hermanas sino que parecía que hablaban un asesinato. Así que empezó a temer que aquellas mujeres tan extrañas repararan en él o, peor, que se cambiaran de sitio para seguir hablando. Pero la magia no se rompió.

Nona chasqueó la lengua.

—¿En serio vas a empezar con eso ahora? El tiempo de padre se ha acabado

—Pero fue otra decisión más que no tomé yo, ni tampoco tú. Ni siquiera nos lo consultó —Las manos de Décima se crisparon sobre las agujas.

—No tiene por qué. Es su trabajo y ella decide cómo hacerlo.

—No. No estoy de acuerdo. O sea, sí, es su trabajo, pero somos un equipo y no debería olvidar eso. ¿Qué haríamos las unas sin las otras? Mírame. Sin ti no tengo nada que tejer. Sin ella estaría tejiendo un tapiz interminable. Y ella, sin nosotras, no tendría nada que cortar.

Se quedaron en silencio, como si bucearan en sus pensamientos. Javier aprovechó para mirar a un lado y a otro, y martilleó el suelo con el pie. El vagón se había ido llenando, pero una muralla invisible mantenía vacíos los asientos próximos y el pasillo. Los pasajeros más cercanos estaban de pie y parecían mimos apoyándose en una pared transparente.

—Quiero volver a lo que teníamos, a trabajar como antes. Como en Grecia, ¿te acuerdas? Por eso he cogido esto— Décima extrajo de su bolso unas tijeras y se las enseñó a su hermana con la cara de una niña traviesa que sabe que esta vez ha ido demasiado lejos. A Nona se le cayó la madeja al suelo.

Javier empezó a sentir un hormigueo en las cervicales. En un primer vistazo, las tijeras le parecieron normales. Eran de cobre o al menos, le parecieron de ese color, y de un tamaño normal para un utensilio de costura. Debían haberlas usado mucho, porque tenían los ojos gastados, pero no el filo, que parecía latir. Daba la sensación de que podrían cortar carne humana incluso a un centímetro de distancia.

Buscó una cámara oculta.

—Décima —Nona habló con lentitud. Había empezado a respirar agitadamente—, ¿qué has hecho?

—Pues lo que tenía que hacer. Lo he hecho por nosotras, Nona —dijo, y en sus manos apareció un tapiz del tamaño de un folio cortado en dos. Era blanco, igual que sus ropas y la madeja de Nona, pero tenía entremezcladas hebras de hilo negro y dorado que creaban manchas abstractas en toda su superficie—. Era una vida tan completa… Le había puesto mucho empeño en hacerla casi perfecta, ¿sabes? Claro que iba a tener algunos disgustos. Por ejemplo, aquí un coche atropelló a su perro —señaló una mancha negra de la pieza más pequeña, que solo era una cuarta parte del tapiz—. Y aquí, aunque solo era un niño, su padre lo abandonó. Pero había conseguido que tuviera tantos logros. ¡Mira! —animó a su hermana mientras acariciaba los nudos dorados. Parecía que las dos podían leer el tapiz igual que Javier leía un libro para niños. Décima siguió hablando con el tono con el que se recuerda a un amor de juventud—. ¿Ves? Es un chico tan responsable, tan trabajador. Acaba de encontrar un buen trabajo, donde ha conocido a quien iba a ser su mujer, ¿sabes? Hoy han hablado por primera vez. Iba a ser una vida llena de éxitos. Y hoy, Morta ha decidido que esta tarde se acabará. No tiene ni una hora más de vida.

Javier sintió un escalofrío. Parecía que estuvieran hablando de su vida, y ya había tenido suficiente. Intentó levantarse pero las piernas le temblaron tanto que creyó que, si se ponía en pie, acabaría en el suelo. El calor que sentía tampoco ayudaba. Ni esa sensación de que lo estaban mirando sin hacerlo directamente. Cerró los ojos y se esforzó en controlar su respiración.

—Entonces, ¿no puedes hacer nada por él? —preguntó Nona poco después de que la megafonía anunciara la siguiente parada. Se estaba despellejando el labio con los dientes.

—Absolutamente nada, ya lo sabes. Por eso te digo que me tienes que ayudar. Tenemos que impedir que Morta haga lo que le venga en gana.

—Tienes razón. Hablaré con ella, ¿vale? —Nona guardó la madeja a medio hilar en su bolso y se puso en pie. Su hermana mayor la imitó—. Pero tú deberías de devolverle las tijeras.

—Sí, supongo que sí. Pero esto no se puede volver a repetir.

—No, no se repetirá —dijo Nona, y la abrazó apretándola contra su cuerpo mientras bajaban al andén.

Cuando Javier volvió a abrir los ojos habían pasado tres estaciones más. Miró a su alrededor y se encontró rodeado de viajeros. Se rió sin temer que los demás lo tomaran por otro loco del metro. No solía tener pesadillas, y menos en un transporte público. Pero no se preocupó por eso porque había llegado a su parada.

Se bajó del tren a la vez que se sacaba la corbata. La guardó en su maletín sin reparar en el baúl que una anciana vestida de blanco y el pelo trenzado había dejado en medio del andén. Fue una pena que tropezara con ella y cayera a las vías justo cuando pasaba aquel regional.

Carla

@CarlaCamposBlog

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Imagen de Mitos, leyendas y otras criaturas

Mi propósito de Año nuevo: que todos leáis más en 2017

Este post es para todos los que habéis encontrado un libro debajo del árbol de Navidad y habéis pensado que era lo que necesitabais para calzar la mesa del comedor. Para los que el último recuerdo que tenéis de la lectura es de hace más de quince años, cuando el profesor de turno os obligaba a leer uno de los tochos de la biblioteca a la hora del recreo cuando os portabais mal. Para los que veis un libro y pensáis que donde esté el Candy Crush que se quite todo lo demás.

Mi único y valioso propósito de Año Nuevo es conseguir que todos leáis un poco más en 2017. Y no, no vais a encontrar un recopilatorio de frases de Paulo Coelho y compañía hablando de cómo se alimenta el alma con la lectura. Para eso ya está Facebook. Yo os voy a convencer de que vuestras excusas son eso, excusas.

Este post es también para vosotros, para los que habéis obsequiado con un libro y habéis visto que el regalado pone la misma cara de incomprensión que si le hubierais pedido que arreglara una central nuclear. Por un lado, porque os daré respuesta a los pretextos típicos de por qué la gente no lee. Por otro, si queréis regalar un libro para Reyes a alguien que no suele leer, quizá os sirva alguna de mis ideas. Y, por último, siempre podéis acompañar vuestro regalo con un link a este post.

Empecemos.

A mí es que leer me aburre

 

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Seguro que a Brad le aburren muchas cosas, pero los libros no son una de ellas

Lo entiendo, colega. En serio. Si yo solo hubiera visto películas de la Guerra Civil española protagonizadas por personajes más envarados que una bandera, también diría que qué coñazo es el cine. Sin embargo, es muy difícil darle una segunda oportunidad a la lectura. Puedes ponerte una película de fondo y acabar descubriendo que te gusta, mientras que con el libro hay que concentrarse y dedicarle tiempo.

De todas formas, los libros son como las pelis. Hay de todo, y para todos los gustos. Por ejemplo, si te gusta el fútbol, puedes leer La jugada de mi vida, las memorias de Andrés Iniesta, o Creer, de Diego Simeone. Después puedes seguir por Bajo los cielos de Asia, de Iñaki Ochoa de Olza, historia sobre la que Informe Robinson de Canal+ hizo un reportaje.

Si, en cambio, lo gozaste todo con el Señor de los Anillos, tienes desde Falcó de Pérez-Reverte, que siempre queda muy bien decir que lo estás leyendo, hasta El nombre del viento de Patrick Rothfuss, pasando por un montón de libros de acción y aventuras que es un género que funciona igual de bien que el de los superhéroes en el cine. A todo esto, debo decir que El nombre del Viento es un libro entretenido, pero algo sobrevalorado.

¿Te gustan los videojuegos? Pues léete El diario perdido de Barbanegra, que te sonará si has jugado a Assassin’s Creed Black Flag. Y, por los Dioses de Kobol, tienes todos los libros de Andrzej Sapkowski en los que se han basado los videjouegos de The Witcher. Las aventuras de Geralt de Rivia son imprescindibles en cualquiera de sus formatos.

 Yo no tengo tiempo para leer

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Calma, calma, que no obligo a nadie a leer… Todavía.

Ya. ¿Y quién lo tiene? No hay tiempo para leer, ni para ir al gimnasio ni para aprender inglés. Pero, al final, lo encontramos para engancharnos a la peli de sobremesa de turno, muchas de ellas alemanas, por cierto.

Cuando pensamos en leer nos viene a la mente aquella novela de seiscientas páginas que cría polvo en una esquina, pero no todas las lecturas son así. Podemos escoger libros cortos, como La balada del café triste de Carson McCullers, que te lo lees en un par de horas y te deja el cuerpo extraño, aunque algo más sabio. También tenemos obras como El juego de Ender, de Orson Scott Card, o Momo, de Michael Ende. Los dos tomos, además, pueden leerlos los adolescentes entre botellón y botellón. Éxito garantizado, creo yo.

Pero pienso que hay vida más allá de las novelas: las novelas gráficas. Sí, sabemos que están denostadas por los repipis de la literatura, esos que consideran géneros menores a todo lo que no sea realismo mágico. Sin embargo, en las novelas gráficas se conjugan dos artes que, juntas, dan calidez al alma: el dibujo y la escritura. Tenemos, por ejemplo, la única novela gráfica ganadora del Pulitzer, Maus. Es de Art Spiegelmann y va sobre el holocausto. Si no te pone la piel de gallina es porque estás muerto.

También tenéis mangas. No todos van sobre monstruos con tentáculos, algunos son tan intensos como Death Note, de Tsugumi Obha, en la que un chaval se hace justiciero cuando encuentra una libreta con la que puede matar a maleantes con solo apuntar su nombre. O Attack on Titan, de Hajime Isayama, donde unos gigantes se dedican a aterrorizar a los humanos, que lo único que pueden hacer es intentar que no se los coman. En los dos muere tanta gente que, en comparación, Juego de tronos o The Walking Dead son un juego de niños.

Meh, con lo caros que son los libros

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No nos engañemos, a veces somos pobres solo para lo que queremos

Esta afirmación me gusta mucho. Primero, porque es cierto que hay libros que cuestan una pasta. Suelen ser ediciones de tapa dura con páginas en color y un nombre conocido en la portada. Pero no es necesario gastarse un dineral ni descargar libros gratis para poder leer.

Vivimos en un momento muy, muy dulce para el lector. Tenemos bibliotecas, ebooks y librerías con un catálogo de fondo de armario barato y bueno. Además, Amazon tiene cientos de obras de autores indie a menos de un euro, y no todas son tan malas como creéis.

Por otro lado, está el valor que le queramos dar a una obra escrita. Un libro de, no sé, ocho euros, cuesta menos que un Gin-Tonic en cualquier local de Barcelona. Y yo bebo y leo rápido, pero un libro me dura mucho más que el alcohol, la borrachera y la resaca.

Soy un alma triste y ningún libro puede calentar mi frío y muerto corazón

A vosotros, a los que pensáis en leer un libro y notáis que la idea os expulsa igual que un exorcista echa al demonio del cuerpo de un poseído, no puedo deciros nada. Un libro se lee, se siente. Y, para ello, hay que tener una predisposición especial, un acuerdo tácito entre escritor y lector en el que todo desaparece y lo único real e importante es lo que hay en las páginas del libro. Si el lector no pone de su parte, difícilmente se impresionará, aunque el autor haga piruetas y consiga que una foca cante el Aleluya de Haendel.

Pero aún hay un poco de fe para vosotros. Vamos a hacer un pacto. Algo relacionado con mi propósito secreto para 2017. Si antes he dicho que solo tenía un propósito es porque un escritor miente de una forma muy creíble cuando escribe. Y, además, es un propósito que solo nosotros sabremos.

Este año seguiré escribiendo mi novela de fantasía, y acabaré la de ciencia ficción. Un tomo corto, interesante, intrépido. Cuando lo publique os pediré que lo leáis, ¿de acuerdo?

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Mi novela derretirá vuestro corazón, oh yeah.

En eso de aprender inglés e ir al gimnasio ya he tirado la toalla, así que en 2017 me toca ser realista: voy a conseguir que todos leáis un poco más, y publicar mi primer libro. ¿Me acompañáis?

Carla

@CarlaCamposBlog

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Imagen de Lazie Slezak

Hacia el primer contacto

Ares se puso de rodillas sobre el pupitre y esperó. Estaba en el aula de música, en el cuarto piso del instituto al que había empezado a ir ese año. Era rectangular, con las mesas colocadas en círculo para proteger una pila de guitarras, triángulos y flautas. Las ventanas de las paredes largas que daban al pasillo estaban a más de un metro del suelo y no ofrecían nada interesante. En cambio, desde los ventanales que daban al exterior se veía la animación de la calle. El edificio se había construido de espaldas a la ladera de una montaña, así que, mientras la calle de la entrada daba al patio y a la planta baja, para ver la calle de atrás había que ir las aulas del último piso.

Por eso había escogido esa clase, para ver a Jorge cuando pasara por la calle trasera. Como habían acordado, este iba a ser su primer contacto físico.

Su historia de amor no era extraña. Al menos, no en ese tiempo. También tres de sus amigas habían conocido a sus novios por Internet. Claro que, en su caso, había sido por casualidad y no mediante aplicaciones de ligar. Ella solo estaba buscando a alguien que revendiera entradas para el concierto que iban a dar los One Direction en Madrid. Así que entró en un foro de fans del grupo, se creó un perfil, Ares14, y dejó un mensaje.

Jorge contestó a la media hora. Le dijo que no tenía entradas pero que One Direction era su grupo favorito. Fue una alegría para Ares, para quien cualquier excusa era buena para hablar de ellos. Le preguntó por sus canciones favoritas, le explicó cuáles eran las suyas y por qué, y le dijo que le satisfacía muchísimo encontrar a un chico al que no le daba vergüenza escucharlos. Jorge no tardó en contestarle otra vez. Ella tampoco. El primer día, después de cruzarse más de quince mensajes, se dieron el móvil. Hablaron por WhatsApp durante muchos días hasta bien entrada la madrugada.

Tres semanas más tarde, Ares averiguó que Jorge era mayor. Bastante más que ella. Casi, casi, como su padre.

Ares estaba hecha un lío. Se preguntaba por qué un hombre se había fijado en ella. Aunque Jorge se reía siempre que ella hacía una broma, era consciente de que no era ni la más simpática ni la más graciosa del instituto. Apenas tenía un puñado de amigas que mantenía desde primaria. Tampoco tenía el cuerpo que le gustaría, ni se consideraba guapa porque nunca había tenido novio. Hasta Jorge.

Él le decía que la encontraba interesante, y preciosa. Y a ella le gustaba. Eso, y sentirse deseada, porque él se lo había hecho saber. Jorge le había enviado fotos de su cuerpo, y ella había respondido de igual forma. Aunque no pensaba mucho en eso porque le daba vergüenza. Sentía que no estaba bien, que no debía enviarle fotos casi desnuda ni pensar en practicar sexo con un hombre que podría ser su padre. Pero no podía evitarlo.

Después se enteró de que estaba casado, aunque Jorge le decía que se iba a separar. Que llevaba tiempo queriendo hacerlo, pero que no lo había hecho por sus hijos. Tenía tres, los gemelos, de cuatro años, y la niña, de uno. Decía que le daba pena, pero que ahora que la había conocido, quería ser soltero de nuevo para poder estar juntos. Y eso pasaría cuando por fin se vieran.

Ares sentía que la vida de Jorge estaba en sus manos. Que era injusto tenerlo esperando hasta que ella se decidiera. Pero seguía sin tenerlo claro.

Así que, un domingo en que su padre se fue al cine con su hermano, Ares le preparó un café a su madre y se sentaron juntas en el patio trasero de su casa adosada. Era una tarde calurosa de octubre y, como no soplaba nada de viento, las hojas caían al suelo en vertical, casi sin vaivén.

Se sentaron en la mesa de madera de teca con sillas a juego y Ares le explicó que había conocido a un chico mayor por Internet. Le dijo que le gustaba mucho y que quería verlo, pero que le daba cosa. No habló de su edad exacta, y su madre tampoco se la preguntó. “Mejor así”, pensó.

Su madre solo le pidió que usara la cabeza, que le diera el móvil de Jorge por si acaso y que fuera acompañada cuando fuera a conocerlo

Ese mismo día, como si Jorge hubiera leído la mente de Ares, la llamó y volvió a insistir en verse. Ares le dijo que sí y él se quedó en silencio. Durante unos segundos solo se oyó un leve jadeo. Por fin Jorge contestó con tal explosión de alegría que Ares se emocionó.

Quedaron en una esquina, junto al colegio, después de las extraescolares. Ares iría sola, pero estaría todo lleno de sus compañeros. Quedó en que esperaría en la sala de música hasta que lo viera pasar, y entonces bajaría corriendo. Así no tendría que aguardar sola en la calle.

Lo reconoció por la gorra de beisbol azul, la misma con la que aparecía en todas las fotos en las que enseñaba la cara. Iba con paso lento y seguro, pero apretaba y relajaba los puños sin cesar.

Ares sintió náuseas. Le pareció mayor de lo que le había dicho, incluso más que su padre. Le empezaron a sudar las manos y le entraron ganas de llorar. No había tenido una buena idea.

Pero ya era demasiado tarde. Se verían, él intentaría besarla en la boca y ella se movería con rapidez para zafarse y darle dos besos. Irían a un bar y, ahí, Ares le diría que sería mejor dejarlo.

Salió del colegio con un nudo en el estómago. Se paró en la esquina, cambiando el peso de un pie al otro. Él la reconoció, levantó la mano y la saludó. Ella, aunque sintió ganas de echar a correr, hizo lo mismo.

Estaba a punto de llegar a él cuando notó un tirón en el brazo que la obligó a darse la vuelta. Era su madre, colorada y con los ojos hinchados. Cuando se quedaron cara a cara, las dos se echaron a llorar y Ares se apretó contra ella como a un salvavidas en medio del océano.

Cuando se giró hacia Jorge, dos hombres lo estaban metiendo en un furgón policial.

Carla

@CarlaCamposBlog

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Imagen de

 

Mis protagonistas y Terry Pratchett

Cuando era pequeña, solía asaltar la biblioteca de mi hermano mayor. Él tiene trece años más que yo pero, de los cuatro vástagos Campos, era al único al que le gustaba leer tanto o más que a mí. Por eso, cuando se acababan mis libros, iba a su cuarto y le preguntaba cuál me podía dejar. Imagino que no le debió resultar fácil encontrar lecturas adecuadas para una cría. Aún así, siempre lo conseguía.

Un día, me dio un libro que se llama Ritos Iguales. Y ahí empezó todo.

Álex, creo que no eres consciente de lo que hiciste por mí ese día, así que aprovecho para agradecértelo y explicártelo con este post. Y, a todos los demás, también.

El libro que lo empezó todo

Ritos iguales es la tercera novela de la Saga Mundodisco de Terry Pratchett. El título original, Equal Rites, suena como “Equal Rights”, es decir, igualdad de derechos.

Creo que, con esto, ya se ve por dónde por dónde va la cosa. Pero os voy a hacer una pequeña sinopsis del libro para entendáis la intencionalidad del título.

Imaginaos a un mago que se está muriendo. Su instinto le dice que, no muy lejos, ha nacido un octavo hijo de un octavo hijo. Un posible sucesor. Camina por el bosque hasta que da con él y le da su cayado segundos antes de morir. No se da cuenta de que el bebé es una niña hasta que es un espíritu. Y, ups, existen magos, pero no magas.

Afortunadamente, esa criatura tiene a su lado a Yaya Ceravieja, una bruja que la instruye como tal. Sin embargo, la vieja pronto es consciente de que la magia de la niña es diferente a la suya, por lo que decide llevarla a la Universidad Invisible, donde estudian los hombres para ser magos.

Soy consciente de que muchos piensan que una historia de brujos y magos es infantil. Y sí, puede serlo. Pero si dejamos a un lado el esnobismo típico de la crítica literaria y nos enfrentamos al libro, nos encontramos con una novela satírica y profunda que utiliza elementos fantásticos para explicar el mundo.

Al acabar esta historia, decidí que Terry Pratchett sería mi autor favorito. Hoy sigue siéndolo, y lo será hasta que me muera. Pronto sabréis por qué.

Las historias de mi infancia

Dejemos en el arcón de nuestra memoria a esa Carla preadolescente con Ritos iguales en las manos y demos un salto al pasado. Vamos a buscar a la Carla de cinco, seis, siete años.

A mini Carla le gustaba ver en bucle películas de Disney, como Merlín o Robin Hood. Para quien no las haya visto, son dos clásicos de dibujos animados. En la primera, un jovencísimo Arturo arranca la espada de la roca y Merlín le ayuda a convertirse en Rey. En la segunda, un zorro, Robin Hood, roba el oro del Rey para dárselo a sus amigos, los pobres.

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Eran las películas favoritas de mini Carla. Quería ser como ellos eran: valientes, luchadores, ¡magos! Y, a veces, se preguntaba por qué no había niñas que pudieran sacar espadas de piedras y robar a reyes. Así que se desquitaba jugando a Pressing Catch con otro de sus hermanos, pero ese es otro tema.

Y ahora, volvamos a mis doce años

Hasta ese momento, las mujeres activas eran la excepción en mi pequeño y limitado mundo. Puedo recordar a Pipi Langstrum, La Bruja novata y Mery Poppins. Nada más. Aún así, no sé por qué, eran figuras que no me dejaron una huella tan profunda para querer ser como ellas. A mí me gustaban Goku, un niño extraterrestre, con cola de mono, que tenía muchísima fuerza y podía ganar cualquier pelea, y el Príncipe Ali, de Aladdin. Eran personajes divertidos, con una personalidad arrolladora y que salvaban a todo el mundo. ¿Por qué iba a fijarme en niñas que cantaban a los pajaritos cuando podía ser como ellos?

Y de repente, ¡boom! En mis manos tenía la historia de una niña de mi edad, que hasta se parecía a mí en lo físico. Y que hacía magia. Y era tan poderosa y lista que el destino de su mundo dependía de ella. Y que tenía a otra mujer, también muy inteligente y fuerte, como guía.

Mi sueño hecho realidad, joder.

Merece la pena leer a Terry Pratchett desde muy jóvenes

Con esa primera lectura, me interesé en el señor que era capaz de crear una historia tan profunda alrededor de una niña como yo. Por eso, cada vez que Plaza y Janés publicaba un libro de la Saga del Mundodisco, corría a la librería con mi semanada para comprarlo. Después, con mi sueldo. Y ahora tengo la colección entera en papel y en ebook para releerla cada vez que me apetece, que es siempre.

Porque Pratchett es un escritor con la capacidad de hacerte pensar y reír a la vez.

Con sus páginas, he meditado sobre la muerte, la guerra, la democracia, la igualdad entre hombres y mujeres, el racismo, y un sinfín de temas más. Y todo, gracias a una prosa ágil y única, que me encantó con doce años pero que entendí siendo ya adulta.

La representación importa

Es muy triste pensar que, a mis doce años, era la primera vez que me sentía identificada con un personaje de una historia. ¡Y qué historia! Mi hermano, seguramente sin quererlo, me había dado a conocer un mundo nuevo: un mundo en el que las niñas podían decidir qué querían ser, tenían el derecho de luchar por hacerse un hueco en un mundo que no las quería y demostrar lo importante que era, para todos, que estuvieran ahí. Imagino que él pensaría que ese libro me gustaría porque estaba protagonizado por una cría. Y es cierto. Pero fue mucho más que eso. Fue el primer contacto que tuve con el feminismo, aunque yo no lo supiera. Con doce años, lo único que sabía era que yo podría llegar a ser como Eskarina. Si ella había luchado por ser maga y salvar el mundo, ¿qué cosas maravillosas podría hacer yo?

No me podéis decir que no es un ejemplo molón.

Por eso, prácticamente todos mis personajes protagonistas son femeninos. Para que las niñas vean que las mujeres también podemos salvar el mundo, y que, igual que los hombres, lo hacemos cada día. Como Eskarina.

Solo me queda dar las gracias a mi hermano, y decirle al Maestro que espero poder hacer por alguna niña lo mismo que él hizo por mí.

Carla

@CarlaCamposBlog

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Imagen de Josh Kirby en Wikipedia

El lienzo de Claudia

Claudia sintió cómo le temblaban las rodillas y trastabilló, pero logró sujetarse al mueble del lavabo. Era un baño anexo a su dormitorio, tan pequeño que podría ducharse y, a la vez, escupir la pasta de dientes en la pila. Con los ojos cerrados, se sentó donde sabía que estaba la taza. No podía controlar la agitación de su cuerpo. Tomó aire antes de volver a levantarse y a enfrentarse con el espejo medio empañado.

Su cara. Su cara no estaba. Su boca era una línea que se abría y se cerraba. La nariz se intuía por los dos agujeros en medio del óvalo de piel, tan solos e inquietantes como los puntitos negros que habían sido sus ojos. Quiso gritar, pero tenía miedo a que también le hubiera desaparecido la voz.

Se dejó caer sobre el suelo del baño y apoyó la espalda contra la puerta. Intentó recordar cuándo había tenido cara por última vez. Suponía que la noche anterior, pero no le sonaba habérsela visto. Había llegado demasiado decepcionada y dolida a casa después de discutir con Sophie, su mejor amiga. Ni siquiera cenó antes de quitarse la ropa, poner en hora los despertadores y meterse en la cama.

Fue la segunda alarma la que le recordó que, con o sin cara, era hora de vestirse. Tuvo la tentación de apagarla y volver a meterse en la cama, pero nunca había huido de sus problemas. Mientras pensaba en qué podía hacer, se dio una ducha rápida, porque no quería sumar la peste a su cara ausente. Por inercia, sacó su neceser de maquillaje y, al darse cuenta de lo que hacía, se echó a reír. Pero eso le dio una idea.

Rebuscó en el armario de los trastos, un espacio que habría enorgullecido a Diógenes, y sacó el maletín con los tubos, la paleta y los pinceles de pintura sobre lienzo.

Usó de modelo una foto del móvil y empezó a trabajar en su cara. Como tenía buen color, no era necesario que se empleara en el fondo. Aprovechó para engordar un poco los labios, hacer su nariz más fina y dibujar pestañas espesas. Pero, al mirarse, sintió que faltaba algo. Tenía una expresión demasiado anodina, demasiado débil para la reunión de proveedores. De ella dependía el presupuesto anual. Y era la primera vez que su jefe le encargaba que la liderara, así que Claudia le había prometido que sería una negociadora tenaz como el hierro. Meditó unos instantes. Volvió a coger los pinceles para hacerse unos ojos que parecieran no confiar ni en su madre, y unas cejas gruesas que le dieran aspecto de enfadada. La boca dura, de la que no se pudieran esperar palabras amables.

Metió el disolvente, las pinturas y los pinceles dentro de su maletín y salió de casa.

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Julien, su jefe, la felicitó al acabar la reunión. Después, se la quedó mirando unos instantes y le preguntó si se encontraba bien.

Estaban en la sala de reuniones, un espacio rectangular con una mesa ovalada en la que cabían veinte personas. Claudia hizo crujir sus dedos entrelazándolos, aún nerviosa y emocionada. Se sentía pletórica. Su exterior había contagiado a su interior, y durante el encuentro se había mostrado firme y no cedió ni un centímetro, para sorpresa de todos.

Intentó sonreír con su boca repintada y notó que su jefe se controlaba para dominar la cara de disgusto. Sin embargo, Julien no pudo evitar echarse hacia atrás en el asiento, como si huyera de ella. Claudia pensó que quizá su expresión era demasiado agresiva para estar con sus compañeros de oficina. Se levantó, a la vez que se disculpaba, y se encerró en el baño.

Sacó el disolvente y se pintó una cara más amable. Se dibujó una sonrisa profesional y unos ojos serios que inspiraran confianza. Se pobló un poco más las pestañas, y salió con la intención de encantarlos.

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Poco después de las tres y media apareció su compañero con un par de cafés. Compartían teléfono y chascarrillos en un despacho con dos escritorios enfrentados en el centro, estanterías desde el suelo hasta el techo y paredes de cristal. Claudia, que simulaba concentración ante su ordenador, lo miró por el rabillo del ojo. Estaba junto a su silla, de pie, con las manos en los bolsillos del pantalón y una sonrisa ladeada, de niño a punto de hacer una travesura.

—¿Pasa algo? —preguntó Claudia.

—No sé. Dímelo tú. Hoy tienes una mirada diferente.

Claudia sintió temblar de nuevo las rodillas. Las cruzó bajo la mesa.

—No sé qué quieres decir.

—Venga, no te cortes. Ayer saliste con Ron, ¿no? ¿Y? ¿Pasó ya…?

—Al final no nos vimos —cortó ella —. Anda, siéntate, que se me enfría el café.

Se había olvidado de Ron por completo. Se suponía que el día anterior tendrían que haber ido a cenar pero, un par de horas antes de su cita, Ron le había enviado un mensaje. Le decía que no podía quedar y que si lo cambiaban para el día siguiente. El plan iba a seguir en pie: la recogería en el trabajo para ir a un japonés que estaba de moda y, si después seguían con ganas, irían a tomar un copa. Claudia se masajeó el entrecejo mientras pensaba en su mala suerte. Primero, su novio la había dejado medio plantada. Después, había aprovechado el plantón para quedar con Sophie, que había acabado diciéndole que, desde que estaba tan ocupada, no sabía comportarse como una buena amiga. Y por último, había perdido su cara.

Pero aún podía darle la vuelta. Al fin y al cabo, la reunión había salido mucho mejor de lo que pensaba.

Durante el resto de la tarde estuvo pensando en la cara que se pintaría. Pensó en los gustos de Ron. Sabía que él prefería mujeres fuertes y decididas, pero a la vez sensibles y con vocación de amar. Así que, antes de que dieran las seis, se metió en el baño, disolvente en mano, con la intención de encontrar una cara que hiciera que la relación funcionara. Se arreboló las mejillas y, con mucho blanco y plata, consiguió que su mirada brillara. Se alargó las pestañas, que nunca estaba de más, y se dibujó una boca que pedía tantos mordiscos como una manzana embrujada.

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En el restaurante, Claudia notaba cómo sus labios embelesaban a los hombres y el recelo de las mujeres cuando la miraban a los ojos. Pero Ron estaba centrado en disolver el wasabi en la soja. Se alegró de llevar pintada la cara para que su chico no notara su desconcierto. Y fue aún mejor cuando por fin retiraron los platillos y Ron no pudo seguir removiendo la salsa. Claudia pensó que debía estar nervioso.

—¿Te apetece un mochi? —preguntó Claudia. La forma esférica y el tacto gomoso del postre le recordaban a un pecho, y pensó que igual a Ron también. Y una cosa podía llevar a la otra.

—No, gracias.

—Bueno, dicen que todos los postres están buenísimos. Te prometo que solo te cogeré un poquito de lo que pidas.

Ron observaba la carta, pero cualquiera que lo conociera se habría dado cuenta de que no la estaba leyendo. Claudia pensó que estudiaba el menú a conciencia. Él la miró a los ojos por primera vez en toda la noche.

—Tengo que decirte algo.

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Claudia bajó del taxi y, ante la puerta de sus padres, se borró la cara. Le daba vergüenza que su madre la viera. Se sentó en el suelo, a los pies de los tres escalones que subían al porche de la casa de estilo victoriano, apoyó el móvil en el bolso para usarlo como linterna y preparó todo el material.

Y ahí estuvo, con el pincel en la mano, inmóvil, durante unos minutos. No sabía qué dibujar. No le servía la cara agresiva de la reunión, ni la profesional del trabajo. Y mucho menos la que pretendía ser sexy y que tan poco resultado había dado. Solo quería una cara, su cara. La que su madre reconociera.

Pero no sabía cuál era.

Carla

@CarlaCamposBlog

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Imagen de Lia Leslie Photography