Todo es relativo

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Nuria duda entre colgar o dejar el mensaje. Ha tenido un día horrible en el trabajo, al coche se le ha encendido un chivato que amenaza con una visita al taller nada barata y, para colmo, le acaba de bajar la regla. Si no habla explotará allí mismo, y opta por desahogarse.

–Macarena –emplea el nombre completo de su hija, en lugar del diminutivo habitual–, llámame cuando oigas mi mensaje. O no me llames si no quieres, pero procura no volver tarde porque tenemos que hablar –inspira y continúa–. Te he dicho mil veces que cuando cojas mis cosas las guardes después de usarlas. Te has dejado otra vez el secador al lado del lavabo. Y ha debido de mojarse porque cuando he ido a secarme el pelo me ha soltado un chispazo que por poco me mata del susto. –Nuria toma aliento de nuevo, incapaz de parar de hablar–. Lo peor es que nos hemos quedado sin luz en casi toda la casa. Acaba de irse el electricista y por tu culpa nos hemos quedado sin frigorífico, sin lavadora, sin microondas, y sin la mitad de los aparatos que dependían de no sé qué fase. Así que vete preparando porque vamos a tener una conversación seria. Esta vez te has pasado.

Nuria vuelve a respirar hondo y cuelga. Es la primera vez que no se despide de su hija con un “besitos”, “te quiero”, o una frase similar. Pero en esta ocasión la irresponsabilidad de Maca ha tenido consecuencias desastrosas. Deja el móvil sobre la mesa y pulsa de modo mecánico el mando de la tele del salón, con un resultado nulo porque también la televisión ha muerto víctima de la sobrecarga eléctrica. “¡Mierda!”, piensa. Se va a la cocina, tampoco enciende la luz allí, y sube la persiana para aprovechar lo que quede de luz del día. Mira con el ceño fruncido a su vecina, ajena a todo en el jardín, cortando el césped, y envidia su frigorífico, la tele de su salón, su secador de pelo… La invade el desaliento. A saber si el seguro se hará responsable del desaguisado.

Nuria lleva casi medio año sin fumar, pero empieza a revolver como una loca los cajones de la cocina y da con un paquete olvidado donde quedan dos cigarrillos. Enciende uno de ellos y da una calada profunda que le provoca un ataque de tos después de tanto tiempo de abstinencia. La tele pequeña que tienen en la cocina parece burlarse de ella con su pantalla de color negro, como un luto riguroso. Nuria mueve la cabeza en un gesto de resignación, y pulsa por pulsar el botón de encendido del mando. Deja el cigarrillo en un plato de café, ni se acuerda de donde puso los ceniceros, y se da la vuelta para empezar a fregar. Un tenedor se le cae de las manos cuando oye una voz a su espalda. Se vuelve asustada, y comprueba que, por esos misterios de la tecnología del siglo XXI, la tele de la cocina funciona. Debe de estar en la fase buena de la casa donde, seguro, están conectados los electrodomésticos y trastos más inútiles de todo el bagaje hogareño. Mira por la ventana mientras enjabona cubiertos y platos, y sigue envidiando a la vecina.

La voz del locutor llega a sus oídos como un ruido de fondo, y algo que escucha le hace darse la vuelta para mirar las imágenes. Parpadea sin dar crédito a lo que está viendo en pantalla, pero la voz en off la sacude confirmando lo que muestra el pequeño televisor. La asalta un pensamiento absurdo: una catástrofe de tal magnitud no puede tener cabida en esas pocas pulgadas. Coge el mando, y sube el volumen.

“…en la capital nepalí, millares de personas han pasado la noche al raso, pese a la lluvia que cae sobre la ciudad, debido al derrumbe de numerosos edificios y al temor de que se produzcan nuevos temblores. Más de una veintena de réplicas han sacudido el país tras el primer seísmo. Según han confirmado fuentes oficiales, en la zona del epicentro, en Barpak Larpak, un noventa por ciento de aproximadamente un millar de casas y cabañas han quedado destruidas…”

Nuria mira de nuevo por la ventana y sigue viendo a su vecina, cuyos electrodomésticos envidiaba hace unos segundos. Vuelve la vista a la pantalla. Allí no hay ningún aparato eléctrico reconocible entre los escombros. Las imágenes hacen que su estómago se encoja con un dolor desconocido que le recuerda las contracciones del parto de Macarena. Oye la voz del locutor, pero deja de entender lo que dice. Los subtítulos son estremecedores. El primer plano de una mujer joven llena la diminuta pantalla, y el pie de imagen dice que ha perdido a su marido, a sus dos hijas, y a su madre.

Nuria parpadea de nuevo varias veces. Como cuando rompió aguas en el parto, siente que algo se hace añicos en su interior. La pena baja por sus mejillas como arañazos, y le deja un regusto de sal al llegar a los labios. No siente las gotas que caen sobre su muñeca, donde el mando de la tele parece mirarla y rogarle que pulse el botón de “off”. El dolor que le llega a través de sus dedos los deja helados e inútiles.

El sonido del móvil, que se ha dejado en el salón, la saca de su trance. Suelta el mando de la tele, se restriega las manos en los vaqueros y va en busca del teléfono. La llamada entrante es de su hija. Se seca las lágrimas con el dorso de la mano y descuelga. La voz de Maca le llega antes de que pueda decir nada:

–Mami, ¡perdóname! Lo siento mucho. Llego en diez minutos, acabo de oír tu mensaje. ¡Lo siento mucho, mami! –repite.

–Maca…

–No digas nada, mamá –su hija la interrumpe; le tiembla la voz al hablar, y puede oír que está llorando–. Solo he llamado para decirte que ya voy para casa. ¡Te prometo que ha sido sin querer!

–Hija… –Nuria quiere hablar, pero Maca no le deja.

–¡Trabajaré este verano, mamá! Y no me des mi paga hasta que esté todo pagado, mami. Te prometo que…

–¡Maca! ¡Escúchame!

Nuria ha subido el volumen, y logra por fin que su hija le preste atención.

–Hija…

Ahora que puede hablar, no sabe bien qué decirle a su pequeña. A su niña del alma, que está viva, hablando y llorando a pocos metros de su casa, y a la que podrá dar un abrazo de oso en unos minutos. Esa niña que va camino de su hogar, un hogar cuyas paredes y techo se asientan con firmeza sobre el suelo, rodeado de otros hogares igual de sólidos y firmes.

–Anda, nena, no digas nada más, y ven a casa. Hablaremos tranquilamente ¿vale? –De pronto es Nuria la que se pone a llorar–. Te quiero mucho, mi vida. No tardes. Te quiero mucho.

Adela Castañón

Imagen: Gerd Altmann en Pixabay

Nieve y noche

Mis ojos ven la nieve en ese folio blanco, impoluto,

y tan helado que su frío invade mis retinas,

llegando hasta mi alma en un grito que es mudo y que, por eso,

duele más todavía, y desata mis lágrimas.

Llega el ocaso.

La noche, desde el cielo, dirige su mirada hacia mi casa

y ve mi llanto.

Ve lágrimas que quieren fundir con su calor

esa nieve tan cruel del folio en blanco.

La noche siente pena.

Es buena, compasiva.

Y vigila mi sueño sin descanso.

Tal vez por eso une su llanto al mío cuando despierto

y empieza a derramar sobre la nieve esas lágrimas negras que se funden

y riegan con palabras ese níveo sudario,

que estaba tan callado, mudo y muerto,

que estaba tan helado.

Trozos de amor llueven desde la noche.

Y mi mano, coge rauda la pluma, y los atrapa

para sembrarlos en ese campo blanco.

Recojo al vuelo las gotas de negrura para formar palabras.

Iré tarde al trabajo. No me importa. La noche ya se acaba.

Si la dejo marchar, se llevará con ella la esperanza

de que sus lágrimas de amor se queden para siempre aquí grabadas.

Y entonces, ¡ay, qué pena! su llanto compasivo, su amor tan generoso,

no habrían servido a nadie y para nada.

Y ella no lo merece…

…me gusta más la nieve si no es blanca.

Adela Castañón

Imagen: Dale Forbes en Pixabay 

Camping de las Nieves

Desde entonces tengo pesadillas todas las noches y la imagen del barro sobre la piel me provoca arcadas. Todo empezó la semana que acabamos el último curso de la carrera y cuatro amigos nos fuimos a pasar una semana en los ibones del Pririneo.

Como estábamos cansados del viaje desde Madrid, nos dimos prisa en montar la tienda en el primer camping en el que encontramos plazas libres. Comimos unos bocatas y nos acostamos. A las cinco de la mañana ya estábamos en ruta. Dejamos el coche en el parking del Balneario de Panticosa. Con el resuello del último repecho nos tumbamos en la orilla del ibón de Oridicuso, debajo de un nevero y cerca de un acantilado rocoso desde donde se veían ríos que discurrían por los valles y las carreteras que, como sogas metidas en un saco, salvaban los grandes desniveles. Me sentí muy pequeño, con ganas de volar y saltar al abismo que me separaba de los sueños de mi infancia. Caminé como flotando por el borde de las rocas. No notaba el peso del cuerpo y tenía la cabeza llena de algodones. Me entró un sopor placentero mirando a las nubes que bajaban por las laderas. Pero, en pocos minutos, el cielo se ennegreció, oí los rugidos de la montaña que nos amenazaba y salí de mi ensimismamiento.

Nos pusimos los chubasqueros, y con pintas de pájaros asustados, bajamos corriendo por unas trochas de cabras. No nos dio tiempo a llegar al coche. Cuando estábamos delante de la escalinata principal del balneario, se desató una tromba de agua y nos refugiamos en el vestíbulo del hotel. Por delante de los ventanales pasaban a gran velocidad las mesas y las sillas de la terraza. Con un estruendo, como el que hacen los aludes, se desprendieron los pinos y los abetos de las laderas. Algunos coches flotaban con las ruedas hacia arriba.

Más de un centenar de montañeros nos apiñamos en el hall. A eso de las siete se fue la luz y las agitadas conversaciones del principio se convirtieron en gritos. Todos pensamos que el agua se iba a llevar el hotel. Como estábamos atrapados, nos dispusimos a pasar allí la noche. Poco a poco nos fuimos acomodando en el suelo y los bisbiseos convivían con respiraciones entrecortadas. A mi lado, uno de mis amigos me abrazaba intentando contener el temblor de su cuerpo. Y yo no podía aguantar el tembleque de mis piernas. Intentaba respirar profundamente pero solo me llegaban bocanadas de pánico, que se hicieron más intensas cuando, antes de las once de la noche, sonaron las alarmas del hotel.

—Se ha desbordado el barranco de Arás y ha arrasado el camping de las Nieves. Es una catástrofe de enormes dimensiones. Casi todos los ocupantes estaban descansando. El aluvión apenas ha durado unos minutos, pero ha arrastrado caravanas, coches y tiendas. También ha arrancado los postes de la luz y muchos árboles. Se necesitan voluntarios para el rescate. —Esta noticia se repetía sin cesar en todos los altavoces.

En unos minutos nos encontramos en medio de una larga fila de coches que serpenteaba la bajada del valle. Los cuatro hablábamos sin parar, como si con las palabras quisiéramos sacar el miedo de nuestros cuerpos.

Con la luz de las linternas y el agua a la cintura arañábamos el barro y quitábamos las piedras que habían llenado la piscina. Sacamos a cuatro niños sin vida. Sus padres habían desaparecido. Yo me quedé paralizado, agarrado a una niña inerte, envuelta en barro. No sé cuánto tiempo llevaba así cuando oí  una voz que me gritaba:

—Déjala en la entrada para que se la lleven a la morgue. Tenemos que darnos prisa, hay  demasiados cadáveres.

Acabamos en la piscina y nos dirigimos al cauce del río. A las tres de la madrugada,  habíamos sacado más de veinte personas muertas, retenidas entre las marañas de troncos y ramas. Una chica que intentaba agarrarse a unos matojos sin éxito, me cogió el cuello vomitando barro. Entre los cuatro tiramos de ella con fuerza y la metimos en el coche de uno de los voluntarios.

Uno de mis amigos se desmayó y lo llevamos al polideportivo del pueblo, donde habían montado una pantalla de televisión gigante para coordinar nuestros trabajos. De repente, en medio de un torbellino neveras, cantimploras, zapatos y personas que sacaban medio cuerpo entre el ramaje y los troncos que el agua se llevaba a la deriva, vi flotando La reina de las nieves, la novela que estaba leyendo, en la que había guardado mi documentación.

Por un momento la portada del libro ocupó toda la pantalla de la televisión. En un primer plano se veía una mujer contemplaba una gran tormenta desatada en el mar. Todo se lo tragaban aquellas olas gigantes que rompían contra el acantilado. El mar estaba a punto de tragase en barco del que solo se veía el velamen. Esa mujer contemplando la tormenta me recordó a los que se llevó el barranco de Arrás mientras miraban al cielo esperando que dejara de llover. Es que en Biescas, una tarde del siete de agosto de mil novecientos noventa y seis, una ola gigantesca de piedras, fango, maleza arrasó el camping.

Yo estaba impactado, pero tenía remordimientos de no sentirme peor. Los cadáveres se apilaban en la entrada, debajo del rótulo del camping de Nuestra Señora de las Nieves, y los coches no daban abasto para transportar heridos. El paisaje idílico de un prado del Pirineo se había convertido en un depósito de chatarra. Era como si hubiera llegado el Apocalipsis. En esos momentos tenía el corazón frío, como la nieve engañosa de esas montañas, que me hacía sentir bien porque dejaba de sentir.

Entonces supe que, como el del protagonista de La reina de las nieves, mi corazón se descongelaría cuando llegara a casa y que el recuerdo de la primera niña que saqué del barro me acompañaría el resto de mi vida. Esa niña me lanzó al abismo que me separaba de los sueños de mi infancia.

Todo sucedió en Biescas el 7 de agosto de 1996.

Carmen Romeo Pemán

El cuento sin fin

Invéntame un cuento, hijo, inventa una historia para mí, ahora soy yo la que te lo pide, ahora entiendo tu necesidad cuando me pedías eso, ahora te toca, te toca a ti, mi niño. Inventa algo para mí, yo lo dejaba todo para crearte una historia, la plancha, la comida, todo pasaba a un segundo plano, te contaba mil cuentos aunque nunca te los escribía, ahora tienes que hacerlo tú por mí, volver de dónde quiera que estés, da igual tu cuerpo en esa caja forrada de blanco, ese eres tú y no eres tú, tú no eres eso, o sí, eres eso, eres más que eso, eres el cuento que flota invisible entre las cuatro velas, cuéntame ese cuento, mi niño, sopla para que llegue a mi piel, solo eso puede mantener a raya a la muerte, ladrona de hijos, muerte, criatura sin alma, sin útero, que quiere robarte, mi niño, no la dejes, no me dejes, quédate conmigo, hijo, quédate conmigo, cuéntame un cuento, cuéntame el cuento del árbol que quería ser inmortal, que quería moverse, y ver el mundo, como tú y como yo, que hemos visto el mundo, este mundo, muchos mundos, sin movernos del sofá.

No me acuerdo de cómo era ese cuento, hijo mío, tengo que acordarme. Si no me acuerdo te irás del todo, te irás y yo me moriré y me iré también, pero no quiero irme sin saber si llegaré al mismo sitio, no te vayas, mi niño, no te vayas todavía, yo soy el tronco, no puedo vivir sin las ramas, no puedo vivir sin ti. Las ramas, eso era, gracias, tesoro, era eso, claro, era eso, las ramas que cortaba un hombre, y hacía con ellas una cuna, la cuna en la que te mecía de pequeño, y el árbol era árbol y era cuna y era las dos cosas, y quería más, quería ser más, como tú, mi niño, querías ser muchas cosas, querías ser pirata, y el árbol te daba la madera para el palo mayor de tu barco, y me llevabas a tierras lejanas, y entonces naufragábamos en una isla, eso era, cómo he podido olvidarlo, eso era mi niño, te quiero, te quiero tanto, tantísimo, qué bueno eres quedándote conmigo, estabas perdido con tanta gente alrededor, pobre niño mío, todos mirando sin verte dentro de esa caja forrada de blanco, y tú buscándome, y no me veías con tanta gente, ya se han ido todos, tesoro, ya solo estamos tú y yo, y tú no me veías entre tanta gente y yo no te podía escuchar con tanto ruido, y por qué lloran, no saben, me miran raro, qué saben ellos, no saben nada de nosotros, de ti y de mí y de nuestras historias inventadas, ni saben nada del árbol que quería vivir para siempre, y tú eres ese árbol y eres tu cuna y mi palo mayor. Y en la isla de nuestro cuento cae la noche y hace frío, y los dos nos reímos con el cuento inventado, y quemamos el palo para hacer una hoguera y vivimos en la isla comiendo cocos y plátanos, y con la ceniza de la hoguera nos acordamos del árbol y tú coges la ceniza, y arena y agua y hojas de palmera porque en la isla te has hecho un hombre y lo conviertes todo en papel y yo sigo a tu lado y estoy igual que ahora y tú eres más alto que yo y eres mi niño y te cojo en brazos porque en nuestro cuento cambiamos de tamaño porque sabemos hacerlo como Alicia en el país de las maravillas, y espera, no te vayas, son solo pasos, tesoro mío, son pasos, de tu padre o de la abuela o del abuelo y no te vayas, mi niño, no te marches, no puedo decirles que no entren, ellos también quieren verte, rey mío, pero no inventaron cuentos contigo y por eso no encuentran el camino.

No dejes que me levanten de aquí, no los dejes, no quiero dejarte solo, no quiero quedarme sola, no sé que me están diciendo, no entiendo las palabras, diles que me dejen, mi niño, diles que me dejen aquí contigo, hace frío, no quiero marcharme, tenemos que terminar el cuento, o ya lo terminamos aquel día, no me acuerdo, no puedo acordarme, si no me acuerdo te irás del todo no te vayas, no te vayas todavía, no te vayas sin mí, llévame contigo si te vas, no me dejes sola, no te quedes solo, y eso era, en la isla hacíamos papel con las cenizas y tú te reías y decías que el árbol había sido muchas cosas, árbol, rama, cuna, palo mayor, leña, papel, y que ese cuento sería un cuento inacabado porque no querías ponerle fin, y qué listo eras, mi niño, qué listo eres, siempre has sido muy listo y tenías razón, ese cuento no puede acabar, y quiero que dejen de decirme que me vaya a dormir, que tengo que descansar, es que no lo ven, que mi descanso es escribir contigo el cuento del árbol que quería ser inmortal, y no nos dejan en paz, y no puedo acordarme de cómo sigue y me estás escribiendo con tu dedo de aire las palabras en mi piel y se me pone la carne de gallina y te estoy sintiendo y ya no hay hielo en el centro de mi pecho y estás soplando la hoguera de la isla que ahora me calienta por dentro y me estás diciendo que cierre los ojos para verte, que puedo hacerlo, y lo hago y te veo, y veo el papel que has fabricado en la isla y me estás contando el cuento, mi niño, ese cuento que no se acabó y ahora sé por qué no se acabó porque mientras ese cuento no esté terminado tú no te irás, te vas a quedar conmigo, te quiero, hijo, te quiero tantísimo, qué bien que la gente se fue, que ya me ves, que ya te siento, y pobre abuelo, mira cómo llora, el abuelo te leía cuentos, él decía que los inventores somos tú y yo y lo haré por ti y le contaré al abuelo el cuento del árbol, y a la abuela y a papá, y lo escribiré en un papel que brillará cuando escriba sobre él porque será el papel que antes fue ceniza y palo y cuna y árbol y cuento y tú sigues aquí, mi niño, y ahora entiendo que nuestro cuento inventado no tenía final y yo voy a seguir escribiendo, hijo mío, y escribiré hasta que la vista me abandone y escribiré porque tú y yo somos la rama y el árbol del cuento que nunca se acaba y por eso no te vas a morir nunca, y qué torpe he sido, que no lo entendí hasta ahora, y eres tan bueno, mi niño, eres un ángel, y te prometo que voy a seguir escribiendo y que nuestro cuento inventado y tú y yo seremos inmortales y esto no es un adiós, mi niño, y cerraré los ojos y tú me soplarás en la piel cuando quieras hablarme y estaremos los dos en nuestra isla y te diré todos los días que te quiero, mi niño vivo, mi cuento inacabado, mi vida, te quiero.

Adela Castañón

Imagen: Yuri_B en Pixabay

¡Oh bella, ciao!

Al rayar el alba dos pastores llegaron a la frontera francesa. Parecían dos fantasmas salidos de la niebla que bajaba de las montañas.

A lo lejos oyeron las voces de los gendarmes que se dirigían a sus puestos cantando Lili Marleen. Más cerca sonaban las esquilas de las vacas que pasaban de un país a otro, indiferentes a los movimientos de los hombres.

Francisco, de unos cincuenta años, y Juan, de unos cuarenta, estaban llegando a los mojones que separaban España de Francia. Justo cuando iban a entrar a la paridera, se encontraron con un joven que andaba como perdido. A Juan le llamaron la atención la barba y la coleta sebosa que le caían por encima de una manta de cuadros. Llevaba un morral en la espalda y por debajo del hombro derecho le asomaba la punta de un fusil.

—Buenos días —le dijo Francisco.

El mozo respondió con una especie de gruñido.

—Pues sí que estamos bien. Este trae malas pulgas —replicó Juan.

—Aunque no seas del pueblo, no tienes que ser tan desconfiado —terció Francisco—. Mira, chaval, aquí todos somos gente honrada y tratamos bien a los forasteros

El joven los miró de arriba abajo. Y Francisco siguió:

—Seguro que has pasado la noche en algún corral y que alguien te ha ayudado a conseguir el recado que llevas.

Le señaló el morral y le dio una palmada en la espalda. Entonces el joven reaccionó:

—Pues aunque abulta mucho, llevo poca comida. Sólo algunos panes que conseguí robar a media noche. Los tenía el panadero en la parte trasera de la tahona. No creo que los eche en falta, que están duros y ratonados.

—Hombre, no te pongas así —dijo Francisco.

—Nosotros podemos compartir el almuerzo. Aunque es un poco escaso, que los malos tiempos son para todos —dijo Juan.

—El almuerzo precisamente no. Que ya he comido un poco de cecina con pan. Pero si me dieran una cabra, no vendríamos a importunarlos.

—¡Una cabra! —Juan se quedó parado un momento.

—Sí, una cabra.

Se hizo un silencio. Francisco le dijo que eso de la cabra era desmedido. Entonces el joven les contó que era el encargado de conseguir comida para una partida de maquis. Juan dio un paso atrás con cara de susto. Pero Francisco le dijo a lo mejor podrían hacer algo.

—Es que, verán. Si me dieran una cabra por las buenas, les diría a mis compañeros que no atacaran el corral.

—¿Pensabais atacar el corral? Pero si no os hemos hecho nada —A Juan le temblaba la voz.

—Es que ya va para medio año que no probamos la carne.

—Pues tendréis carne, pero no por la amenaza. Tendréis carne porque sois de los nuestros —contestó Francisco.

—Bueno, Francisco, no te pases. Tanto como de los nuestros no diría yo —replicó Juan.

Francisco se dirigió a la puerta de las cabras con paso lento y a Juan se le soltó la lengua.

—Francisco, en el fondo tú y yo no somos de nadie. Somos pastores y sólo nos debemos al monte. Aquí todos vienen a pedir, pero a echarnos una mano no viene ni Dios. Y todos los que se nos acercan llegan con la misma cantinela: “Hombre, que una cabra no es para tanto”. Y vaya si lo es. Que a ver cómo le digo a mi Manuela que cada día hay menos leche y que de carne, nada de nada. Que esta temporada ni siquiera malparen las ovejas. Que antes de que malparan ya nos las han robado. Este, como todos, mucho cuando vienen a buscar, pero luego si te he visto no me acuerdo.

—No te pongas así, Juan. Este no es de la pasta de los del tricornio. Basta con mirarlo a los ojos.

—Lo que tú digas, Francisco. Ya sabes que no me gusta llevarte la contraria. Pero también sabes que no pensamos igual.

Cuando llegaron al corral, Francisco mató una cabra. Entre los tres la desollaron, la partieron en cuartos y la metieron en un saco. El joven se echó el fardo al hombro y les dijo:

—Esto de la cabra es de mucho agradecer. Pero aún les querría pedir otro favor.

—¿Otro favor? Si es que ya te caté en cuanto te vi —Juan hizo el ademán de meterse en el aprisco.

—Escúcheme, por favor—suplicó el joven.

—Venga, desembucha, que tenemos que soltar el ganado y se nos está haciendo tarde.

Les contó que iban huyendo de un destacamento de la guardia civil y que sabían que ese día iban a dar la batida por los montes.

—No les pido que hagan nada. Solo que, cuando les pregunten no digan que me han visto. ¡Ah! Y que los encaminen en dirección contraria a la mía.

Lo vieron alejarse por el alto de la collada. Entonces Juan se encaró a Francisco.

—Eres demasiado blando con estas gentes. Se nos comen el pan de nuestros hijos y tú, encima, les regalas una cabra. Y, si no me equivoco, ahora estás pensando en mentir a la guardia civil.

—Juan, ¿es que no te das cuenta de que no se quieren encontrar? ¿No ves que llevan muchos meses jugando al ratón y al gato? ¿No has notado que se tienen tanto miedo los unos como los otros? ¿No ves que son todos unos críos?

—Pues por las tardes bien que te las das de tipo duro en la taberna. Se conoce que el vino hace sus efectos. Me gustaría que los del pueblo te vieran acojonado delante de los que tú llamas críos. Y encima me vienes a mí con monsergas de padrazo.

—Juan, ¿es que no te das cuenta? ¿Dónde te crees que está mi hijo? ¿Nunca lo has sospechado? Hace más medio año que se fue a trabajar a Francia y no hemos vuelto a tener noticias.

Se hizo un silencio embarazoso. Mientras sacaban el rebaño, sólo se oía la voz ronca de Francisco que, por lo bajo, tarareaba:

¡O bella, ciao! ¡Bella, ciao! ¡Bella ciao, ciao, ciao!

Esta mañana me he despertado y he encontrado al invasor.

Carmen Romeo Pemán

Foto del comienzo. Ricardo Compairé, 1934. Pastores en Formigal, Sallent de Gállego. Fuente: Heraldo de Aragón. La canción italiana y esta foto en la frontera con Francia me inspiraron el relato.

Mujeres azules

Ese martes amanece nublado.

­­—Mami —dice Lucía—, ¿por qué no me tocó a mí ser como Ángel? —La pregunta coge desprevenida a Alicia.

—¿Por qué me preguntas eso, chiquitina?

La niña ladea un poco la cabeza, igual que hace su perrita cuando la ve comer chocolate. Señala el panel de corcho que hay en una pared del salón, se pone en pie, se acerca y toca con el índice extendido el letrero que hay escrito con rotulador grueso en el marco superior: “CALENDARIO DE ANGEL”. Al lado de esas tres palabras está pegada una etiqueta con el día de la semana, que su mamá cambia todos los días. 

—Yo también quiero tener una agenda con muchas clases para que me tengas que llevar.

Alicia no sabe qué responder. Besa a Lucía en el pelo y le empuja con suavidad la espalda.

—Ea, bonita, lávate los dientes y dibujamos un ratito si quieres.

En el corcho, pegadas con velcro, se alinean las imágenes plastificadas de las actividades que le tocan a Ángel los martes. Lucía y él terminaron de comer hace un rato. Alicia los recoge de la guardería porque, aunque hay comedor escolar, prefiere que almuercen en casa. Así es más fácil o, para no mentir, menos difícil. Ángel acabó el postre, se levantó, quitó del corcho la foto correspondiente a la comida y la guardó en la caja que hay junto al tablero. En esa caja están todas las fotografías y dibujos que le ayudan a organizar su día a día. Luego se cepilló los dientes y volvió al tablero para quitar la foto de la pasta y del cepillo, siguiendo su ritual. Ahora el pequeño duerme la siesta antes de empezar con las terapias de apoyo de esa tarde que aguardan su turno en la fila de imágenes del corcho: logopedia, piscina y fisioterapia.

Alicia ve como Lucía entra en el cuarto de baño y echa un vistazo a la caja. Se queda quieta y se le escapa un suspiro, entre el miedo y la esperanza, al ver que la foto del cepillo ha quedado un poco torcida. Sabe que Ángel ha debido notar ese pequeño desorden, a su hijo no se le escapa nada, y, pese a ello, no ha protestado por esa alteración del ritual. “Dios mío, ¡ojalá sea señal de que las terapias van sirviendo de algo!”, piensa Alicia. Hace unos meses, ese desplazamiento de un par de milímetros entre las dos cartulinas hubiera provocado una rabieta más, y de las gordas. “¡Qué pasos de gigante está dando mi pequeño!”.

Hace casi un mes que Ángel toma parte activa en la organización de su agenda. Ya va siendo capaz de quitar y poner las fotos correspondientes, aunque para ello necesite ayuda. Ese sistema de agenda visual que les aconsejó el psicólogo está consiguiendo que la vida en casa empiece a ser más llevadera para todos. El milagro de la comunicación va surgiendo poco a poco.

En el butacón, la abuela finge dormir. Se alegra de haber cerrado los ojos. Aún recuerda la tensa conversación con su hija hace unos días; es más, le asalta la duda de si su nieta habría estado escuchando cuando discutieron. “No puede ser. Lucía es muy pequeña y, además, en ese momento estaba jugando en el jardín. A lo mejor fui demasiado dura con Alicia, pero… ¡hija de mi vida! ¿No te das cuenta de que tienes DOS hijos? ¡Que también has parido a esa niña! ¡Que la has traído al mundo con los mismos dolores!”

Lucía vuelve al salón y la abuela sigue haciéndose la dormida mientras escucha a su nieta.

—Mami —la niña habla bajito—, ¿se puede ser azafata, aunque se tenga un hermano que esté malito?

Los puños de la abuela agarran con fuerza los brazos de la butaca en un burdo intento de no apretar más los ojos. Pero si no los cierra con fuerza, las lágrimas acabarán por delatarla. El silencio es tal, que la anciana puede oír el ruido que hace su hija Alicia al tragar. A ella, sin embargo, la boca se le ha quedado como si la tuviera llena de arena. Sus párpados cerrados no impiden que su mente vuelva a ver, con la misma intensidad del primer día, aquel párrafo del informe del psicólogo: “Juicio clínico: trastorno de espectro autista, con retraso mental asociado”.

A partir de aquella fecha, Jaime, su yerno, tiró la toalla. Y ya puede Alicia decir misa, que el niño, desde ese momento, ha pasado de tener un problema a convertirse en el principal problema de su padre. “¡Pobre hija mía! ¡Pobre Alicia! La más callada y tímida de mis hijos… y te toca el premio gordo de la lotería”. Ahora la abuela, al pensar en sus nietos, tiene que esforzarse para no sonreír. Aunque, si abriera los ojos, vería que ni su hija ni su nieta le prestan atención. Porque esos niños son ni más ni menos que eso: dos premios del gordo de Navidad. Y, si no, que se lo digan a ella. Y el imbécil de su yerno, sordo y ciego, sin disfrutar esos dos diamantes que la vida le ha regalado. “¡Señor, Señor! ¡Nunca entenderé cómo, en Tu infinita sabiduría, les regalas margaritas a los cerdos! No sé quién es más autista, si mi Ángel, o ese majadero de Jaime…”

Otra vez se ha perdido la memoria de la abuela por los caminos del amor a sus chiquillos. Un toque en su mano derecha le hace abrir los ojos. Su hija está de pie, junto a la butaca. La mujer mira alrededor.

—¿Dónde está Lucia, Ali?

—Se ha ido al jardín a jugar, mamá.

Alicia, más que sentarse, se deja caer al suelo a los pies de su madre. Igual que cuando era pequeña, apoya la cabeza en el regazo materno para sentir los dedos de la anciana acariciando su cabello. Nada en el mundo la relaja tanto. Ese suave masaje actúa como un bálsamo sobre la tormenta de pensamientos que no deja en paz a su cerebro. “Mi pobre niña”, piensa la abuela, “mi Ali, que no sabe que bajo su piel de cordero tiene un corazón de león”. Pero la abuela se equivoca. Alicia lo acaba de descubrir.      

—Mamá, voy a dejar a Jaime.

Alicia no le dice “¿qué te parece que deje a Jaime?”, ni “estoy pensando en dejar a Jaime”. Su voz y su rostro irradian seguridad. La abuela, sin poder creer lo que ocurre, se da cuenta de que los labios de su hija se han curvado en una sonrisa. La cara de Alicia es, a sus ojos, un arcoíris de esperanza.

Para Alicia, a partir de ahora, sus hijos y su madre serán su motor. Jaime, su marido, es, y ha sido, su ancla. O eso creía ella. Pero la vida no es una nave varada, y ella tiene que deshacerse de lo que le impide avanzar. Jaime, con su egoísmo maquillado de falsa seguridad e interés paternal, ha sido, en realidad, un lastre. ¡Cómo ha podido estar tan ciega!          

Alicia no le contará a su madre la conversación que mantuvo la noche anterior con su marido. No le dirá que Jaime le propuso ingresar a Ángel en una institución para niños discapacitados. Tampoco le dirá que más que una conversación fue un monólogo. Que Jaime hablaba y ella escuchaba. Alicia sabe que no hace falta contarle nada de eso.

En el jardín, Lucía juega con sus muñecas. Una en cada uno de sus bracitos. En ese momento está hablando con su favorita, la que tiene el pie roto: “No tengas miedo, Ariel. Mamá me ha dicho que puedo ser azafata, aunque Ángel esté malito. Que da igual que papá me dijera que lo tengo que cuidar toda la vida. Ella lo arreglará todo. También me dijo que puedo ser piloto, o astronauta, o lo que yo quiera ser. ¿Verdad que mami es un hada?”

En ese instante un rayo de sol encuentra hueco entre las nubes. Alicia gira el cuello. Ángel se ha despertado de su siesta y, en lugar de empezar a hacer los ruidos de costumbre, se ha levantado solito e irrumpe en el salón iluminándolo más que ese rayo despistado. La abuela sigue la dirección de la mirada de Alicia, y las dos se amarran con un hilo invisible a los ojos de Lucía, que acaba de entrar con sus muñecas en brazos, y también contempla a su hermano con arrobo. Las tres mujeres sonríen. No necesitan hablarse. Ángel, por primera vez en su vida, responde con otra sonrisa. Y, cada uno de ellos, a su manera, piensa lo mismo: “A partir de ahora, todo va a ir mejor”.

Adela Castañón

Imagen: Gerd Altmann en Pixabay 

El canto de Melusina

De las fragolinas de mis ayeres

Lamento haber deseado tu belleza. “Romance de Melusina”, Jean d’Arras.

Cuando comenzaba el recreo de la mañana, atravesábamos un antiguo fosal y llegábamos al pórtico de la iglesia románica. Aunque Inés tenía una cojera de la pierna derecha desde que nació, nunca se quedaba atrás. Unos decían que era por culpa de la partera que, como venía de nalgas, había tirado muy fuerte y se la había desencajado. Otros, que le habían echado un mal de ojo y que ya no tendría suerte con los hombres. El caso es que, por la cojera de Inés y por mi asma, a nuestros trece años no nos gustaba saltar a la comba y nos quedábamos mirando los capiteles. Nos llamaban la atención las mujeres petrificadas. Todas estaban mudas, pero sus ojos parlantes eran justo la rendija que necesitábamos para entrar en sus vidas. Inés esos días andaba loca con el capitel de Melusina, la de los ojos almendrados, con boca muy grande y cola de serpiente en lugar de piernas. Es que, desde que salía con un repatán que cuidaba el ganado en Monte Alto, solo pensaba en contar historias de amores contrariadas. Llevaba mal eso de estar tantos meses sin su novio.

—Seguro que Melusina podría correr y nadar, y les gustaba a los chicos. Si no, ¿de dónde ha sacado ese ramo de flores que lleva en la mano derecha? —me dijo sujetándose la pierna, como siempre que corríamos poco.

Un día le contamos nuestras aventuras a doña Simona y nos dijo que Melusina era un hada muy famosa. Que había muchos cantares y cuentos sobre su vida.

—¿Por qué no nos cuenta alguno? —le pedí yo, juntando las manos como los angelitos del cuadro de la Virgen del Pilar.

—Esperad a que entren las chicas del recreo.

Cuando estuvimos todas acomodadas, comenzamos la sesión de labores en silencio. Solo se oía la voz de la maestra.

Mirad, chicas, Melusina era un hada buena que tuvo mala suerte con los hombres. Y todo por proteger a su madre. Se enteró de que su padre la engañaba con otras mujeres y lo encerró en un sótano del castillo. Entonces la madre se sintió herida en su amor propio. Era ella, y no su hija, la que tenía que haber castigado a su marido. Pero no lo había hecho ella, porque no se atrevió a mover un dedo contra aquel hombre que llevaba un hacha colgada al hombro.

La madre, para contentar a su marido, la castigó. Desde ese día, Melusina llevaría vida normal, pero los sábados por la noche se convertiría en un monstruo, mitad mujer y mitad serpiente. Pero, si un día se casaba, el marido no podría verla cuando estuviera transfigurada. Si eso sucedía tendría que abandonar su hogar y vagar por los cielos cantando su desgracia.

Y así fue. Se casó. El marido intrigado por sus encierros de los sábados y un día la espió por la cerradura de la puerta. Vio cómo arrastraba su cola de serpiente por el suelo y al notar su mirada con un impulso de la cola alzó el vuelo y salió por la ventana. Desde entonces vive en el campanario de Lusignan y muchas noches se oye su canto por los tejados. Es un lamento melodioso y triste que anuncia las desgracias que les esperan a las enamoradas.

Cuando doña Simona acabó la historia seguimos bordando en silencio. Al día siguiente fuimos todas a ver el capitel. Inés nos dijo que era un hada buena, porque hacía que los chicos se fijaran en las cojas y patosas. Si no, ¿de qué se iba a fijar en ella el repatán de Monte Alto?

Pero Inés, según decía su abuela, era una niña demasiado curiosa, y eso no era bueno. Solo ella quiso conocer los romances y los cuentos de Melusina. Le pidió permiso a la maestra para quedarse con ella y no salir al recreo. También le pidió que la dejara consultar la enciclopedia del armario grande. Entre las dos encontraron la verdadera historia y el castillo en el que había vivido.

—Mira, Inés, aquí está el pueblo. —La maestra no movía el dedo de la página—. Apúntate el nombre que es muy raro.

—LUSIGNAN —Lo deletreó en voz alta, Y lo volvió a repetir—, EL CASTILLO DE LUSIGNAN

—¿Te has dado cuenta; Inés? Es como El Frago. Está encaramado en un cerro y tiene una iglesia románica. Seguramente tendrá un capitel de Melusina como el nuestro. —La maestra cerró el libro—. Ahora mira a ver si lo encuentras en el mapa. Estará por el centro de Francia.

Inés se puso de puntillas delante de un mapa descolorido. Estaba colgado de un clavo y ocupaba toda la pared de la derecha. No tardó en localizarlo.

—Oiga, ¿cómo puede ser que en un pueblo tan lejos del nuestro haya un capitel igual?

—¡Ay, Inés! Me parece andas un poco despistada. ¡Ni que estuvieras enamorada! —Inés se puso roja—. Precisamente os lo expliqué la semana pasada cuando hablamos del Camino de Santiago. Recuerda que os dije que nuestro pueblo está en el Camino Francés y que con los peregrinos que pasaban por aquí nos llegaban las leyendas, las modas del arte y más cosas.

A la mañana siguiente, antes de entrar a la escuela me dijo que quería que fuéramos otra vez a ver a Melusina. Me contó todo lo que había hablado con la maestra. Cuando llegamos, se encaramó hasta el capitel y metió la mano en el agujero que hacía de boca.

—Mira, está cantando. ¿No la oyes? Canta tan fuerte que se le ve hasta la campanilla.

Se quedó un rato callada. Seguramente pensaba en su repatán. Después se volvió hacia mí:

—¿Crees que las niñas francesas también le pedirán ayuda a Melusina si están en apuros?

—¡Anda, claro! Si es un hada buena ayudará a encontrar novio a las que tengan la cara picada de viruelas —le contesté haciéndome la marisabidilla.

—Pues igual en Lousignan le está pidiendo ayuda una Agnes, que así se llaman en Francia a las Ineses. Seguramente será una niña con pelo rubio rizado y revuelto por el viento. —Se rascó debajo de los rodetes como si tuviera piojos—. Y la seguirán unos gansos esperando las migas que lleva en el bolsillo.

Entonces pensé que Inés me podría ganar en muchas cosas, pero a inventarse historias jamás. Pese a todo, merecía la pena intentarlo.

—Pues, mira, yo conozco personalmente a la bruja Melusina. —Me callé un momento para hacerme aún más interesante—. Se pasa la vida volando por los tejados y cuando nace una niña con un defecto se convierte en su hada madrina. Por las noches entra por el balcón, echa sal dentro de la cuna y coloca unas tijeras abiertas encima de la ceniza caliente del brasero de la habitación. Así, esa niña se sentirá atraída por los hombres que bajen de las montañas.

—Anda, pues eso me pasa a mí —exclamó Inés con sobresalto.

—¡No digas tonterías! ¿A ti nunca te ha mirado ningún chico en serio?

—¿Qué cosas dices? Ya te dije que hace un año que soy novia del repatán de Monte Alto, aunque no lo saben mis padres.

—Pues ahora cuéntame un secreto. ¿Ya tienes la regla? Te lo pregunto porque a mí acaba de llegarme y no sé qué hacer.

Inés bajó la cabeza como si no la hubiera oído. Se calló que hacía más de un año que le había venido por primera vez y que hacía más de tres meses que se le había retirado, justo después del último encuentro con Pablo, el repatán de Monte Alto. Que ese día estaba como alelado y se despidió sin abrazarla ni besarla en la boca.  Solo le dijo que tenía que abandonar el valle para siempre.

A los pocos días, me enteré que se había levantado al amanecer y que bajó al corral de las gallinas y les echó unas migas de pan, para que picotearan dejaron de cacarear. En silencio, sin que nadie la oyera, llegó al cobertizo. Se subió a un taburete que estaba debajo del tendedor, se puso encima de un tronco para llegar a la cuerda más alta. En ese momento, el viento arremolinó las hojas secas y por los tejados se oyó un canto melodioso y triste, como el de Melusina.

Carmen Romeo Pemán

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Fotografía de Antonio García Omedes. Capitel de la iglesia de Santa María de Uncastillo

Camino del internado

Nos levantamos antes de rayar el alba y, por unas trochas de cabras, llegamos a Ayerbe con tiempo suficiente para coger el tren. Dejamos la burra en casa de un posadero conocido y le pedimos que nos la guardara. Así, al día siguiente, cuando mi madre volviera no tendría que hacer las siete leguas a pie.

En la estación, mientras esperábamos el Canfranero, nos encontramos con una mujer de otro pueblo que también llevaba a su hija a un internado. Por debajo de la toquilla le asomaban unas manos con quebrazas, como las de mi madre.

Subimos al tren y nos sentamos las cuatro juntas. Enseguida nos pusimos al corriente. La otra chica tenía mi edad y se llamaba Petronila. Su padre y el mío habían muerto hacía unos años.

—¡Qué bonito! Tienes nombre de reina aragonesa —le dije.

—¿A qué es bonito? Pero a ella no le gusta —terció su madre.

Y habla que te habla nos fuimos tomando confianza, tanta que la madre de Petronila nos enseñó un sobre manoseado.

—Con esta carta de recomendación de mosén Pedro, las monjas tratarán a mi hija mejor que si fuera la misma reina Petronila.

En ese momento sentí una arcada, como si me hubiera metido los dedos hasta la campanilla, y pensé: “Ese cura debe ser tan cabrón como el que se acostó con mi madre. Seguro que también intentó cepillársela. Y luego, ¡hala!, nos quitan de en medio con una carta de recomendación. ¡Anda a saber si estos curas no habrán tenido también aventuras con las monjas! ¡No me extrañaría nada!”

Íbamos en un vagón de tercera, de esos con compartimentos y bancos de madera. Encima, en el portaequipajes de enfrente, una señora había dejado dos gallinas vivas, atadas por las patas, que se pasaron todo el viaje cacareando y sin parar de aletear. Cuando llegamos a Zaragoza estábamos envueltas en el plumón que habían ido soltando. Antes de bajarnos, mi madre se encaró a la pobre mujer:

—¿No se da cuenta de la faena que nos acaba de hacer? ¿Cómo nos vamos a presentar así en el colegio? ¡Qué pintas, Dios mío! Por su culpa igual no aceptan a nuestras hijas, que las llevamos a un colegio de postín.

Nos sacudimos las ropas, pero no pudimos quitarnos todas aquellas plumas. Con esa facha, nos plantamos delante una puerta de madera de caoba y herrajes de bronce. Más que la de un internado parecía la de un palacio renacentista. Llamamos al timbre y nos acercamos al torno las cuatro a la vez. Al ver semejante tumulto, salió la hermana portera, que nos había abierto tirando de una cuerda. Miró de arriba abajo las sayas, los delantales de nuestras madres, los pañuelos que llevaban anudados debajo de la barbilla y los piojuelos de las gallinas que corrían por la tela.

—¡Buenos días! —dijo mi madre, tomando la delantera—. Venimos a traer a nuestras hijas con buenas cartas de recomendación.

—¡Lo siento! Pero las que vienen recomendadas no entran por aquí. Miren, tienen que salir a la calle y, en la esquina de la izquierda, verán un portal pequeño, de esos por los que entra el servicio.

1929. Valencia. Entrada principal del Colegio de Santa Ana. Propiedad de la autora.

Estaba claro que no nos iban a tratar como a unas colegialas normales. Ni siquiera nos dejaban entrar por la misma puerta.

Antes de pasar a unos cobertizos, donde estaban nuestras habitaciones, una monja gorda, con pelos en la barbilla, se presentó como nuestra encargada. A continuación despidió a nuestras madres y nos leyó la cartilla. Nos dejaría asistir a las clases pero tendríamos que entrar las últimas y salir las primeras. Y sin hacer ruido. Nos había reservado dos sitios en la última fila, en una clase de primero de bachiller. También nos advirtió que tendríamos estar muy atentas porque dispondríamos de poco tiempo para estudiar. Sólo de algún rato libre de los fines de semana.

Luego, nos entregó a cada una un uniforme negro, con cuello blanco. Así nos distinguiríamos de las internas de pago, que lo llevaban gris. Entonces caí en la cuenta: éramos escolanas, o fámulas. Tendríamos que servir a las niñas ricas.

Me compré una linterna con unos dinerillos que me había dado mi abuela. Cuando apagaban las luces del dormitorio, hacía una especie de tienda de campaña con las sábanas y las mantas. Sentada, me ponía el libro en las piernas cruzadas y lo alumbraba con la luz mortecina de la linterna. Así conseguí sacar buenas notas hasta que acabé Magisterio. De esa época, me queda la sensación de estar siempre durmiéndome por los rincones.

El día que fui a buscar el título me ofrecieron una plaza de maestra en un pueblo del Pirineo Aragonés. Llegué en burra y me alojé en casa el Bastero, en una alcoba muy parecida a la mía. Cuando entré en la escuela pensé en mi maestra, y sonreí como lo hacía ella.

Una tarde, pasadas las Navidades, vino a verme la hija de la viuda de casa Satué. Había dejado la escuela cuando cumplió catorce años, unos días ante de que yo llegara.

Me contó que por las mañanas me espiaba por la cerradura de la puerta y le gustaban mucho mis clases. Luego, se quedó un rato sin hablar, dando vueltas alrededor de la estufa. Ya se marchaba, pero se dio la vuelta y me dijo que en realidad había venido a pedirme que la ayudara a salir de aquel agujero.

A los pocos días, en la estación de Zaragoza, la viuda de Satué y su hija no lograron quitarse todas las plumas de gallina que se les habían adherido a las ropas.

Carmen Romeo Pemán

Imagen del comienzo. Dormitorio de internas del Colegio de Santa Ana de Zaragoza. Propiedad de la autora.

Uno más uno igual a tres

El traqueteo del vagón de metro siempre me da sueño. Esas cabezadas diarias, camino de mi trabajo, son las que más disfruto en todo el día. Pero hoy se han interrumpido por culpa de un golpe en mi cadera. Entreabro apenas un párpado; dos chicas jóvenes, muy concentradas en su charla, se han sentado justo enfrente de mí. Una de ellas me ha dado un rodillazo al pasar. Debe de ser la que está hablando con las cejas fruncidas, y creo que no se ha dado cuenta porque está enfrascada en la conversación y ni siquiera ha hecho un gesto de disculpa. Entorno otra vez los párpados, y continúo en la misma postura, con el bolso apretado entre mis brazos y mi cuerpo, pero el sueño se ha bajado en la parada donde se han subido las muchachas.

—…pues créetelo, Toñi.

El ruido de una cremallera tira de mi párpado, que se despega del otro unos milímetros, arrastrado por la curiosidad. La que está hablando saca de su mochila una bolsa con el logotipo de una farmacia.

—¡Mira, no puede estar más claro!

—¡Joé, tía! —Toñi abre mucho los ojos—. ¡Me cago en tó lo que se menea! ¿Se lo has dicho ya? Porque pa mí que le va a sentá como una patá en los guevos. —Las dos cabezas, muy juntas, se inclinan sobre el misterioso contenido de la bolsa.

—¿Tú crees? —La que habló primero se lleva el pulgar a la boca, y muerde la piel del dedo.

—O sea, que no le has dicho ná entoavía. Pos pa mí que lo tiés claro, Loles. —Aprieta los labios y se calla.

—¡Ay, Toñi! ¡Que no me llames Loles, joder! Que llevamos ya dos años en Madrid y sigues hablando igual de cateto que si acabaras de llegar del pueblo. ¿Qué trabajo te cuesta decirme Dolores?

—¿Pos y a ti qué más da? Yo hablo como me da la gana, bonita. Y tú habrás aprendío a hablar finolis, pero eso no te ha librao de meter la pata hasta el fondo. —Toñi se ablanda al ver que Loles hace un puchero—. No llores, tonta. ¿Y cuándo piensas decírselo?

Toñi obtiene el silencio por toda respuesta. Las cejas de Loles se elevan en el centro de la frente, como el tejado de una casa. Su nombre es un fiel reflejo de la expresión de su cara, mientras sigue tirando del padrastro con los dientes. “Como siga así, esta chica va a morir despellejada”, pienso.

—¡Ay, Toñi! ¡Que no me atrevo! Le va a sentar como un tiro. ¿Y si me dice que me lo quite? ¡Con lo que quiero a mi Lucas… y ahora esto! Si es que tampoco hemos hablado nunca de este tema y…

Toñi abre mucho la boca y agarra la mano de Loles con tanta fuerza, que su amiga se para a mitad de la frase. En vista de que Toñi no dice nada, Loles le sacude el brazo.

—¿Toñi? ¡Toñi! ¡Que parece que te ha dao un pasmo!

“Vaya, vaya”. Al oír la pronunciación de la última frase tengo que hacer un esfuerzo para no reír. Desde luego los nervios se han cargado la capa de barniz de chica de capital que luce la tal Loles.

—¡Loles, tía! Ya lo tengo. ¡Mándale un guasa!

—¿Quéeee? —Loles deja de morderse la piel del pulgar.

—Que le mandes un guasa, alelá. Échale una foto ar cacharro ese, y se la mandas.

—¿Estás tonta, o qué? —Ahora las cejas siguen oblicuas, pero en sentido inverso. Les faltan dos milímetros para juntarse en el entrecejo formando una “V” mayúscula.

Yo las sigo espiando con disimulo. Toñi calla. Las cejas de Loles deciden de una vez quedarse en horizontal. Deja de morderse el padrastro y manosea su mochila con las dos manos.

—¿Mandarle un WhatsApp?  ¿Tú crees…?

Toñi sonríe con ganas. Tiene una dentadura preciosa del primer molar al último. Por toda respuesta, mete mano en la mochila de su amiga y saca el móvil. Veo a las dos manipular el teléfono y el contenido del paquete de la farmacia. Tengo que esforzarme para no inclinar mi cuerpo hacia delante y cotillear yo también. Mi otro párpado se levantó hace rato para imitar al primero, y puedo disfrutar del duelo de miradas de mis vecinas de asiento. Por suerte para mí, sigo siendo la mujer invisible.

—¡Hala! ¡Ya está!

La tregua del padrastro toca a su fin. Se suspende el indulto, Loles vuelve a las andadas, muerde que te muerde, y el pobre trozo de piel vuelve a sufrir el ataque de los dientes mientras su longitud va menguando. Por la cara de Loles pasa todo un muestrario de expresiones, que Toñi observa en silencio mientras suspira y espera a que su amiga asimile lo que ha hecho. Después de un minuto que parece eterno, Loles despega los labios del pulgar y habla por fin:

—¡Ay, Toñi! ¡Yo te mato! ¿Pero qué he hecho, Dios mío? ¿Cómo se te ha ocurrido darme esa idea? ¿Y tú dices que eres mi amiga?

—Pos claro que sí, tontarra, que eres una tontarra. Por eso, porque soy tu amiga, te he tenío que empujá. Si fuera sío yo, otro gallo cantaría. A ti se te va toa la fuersa por la boca, tía, pero a la hora de la verdá te fartan ovario. Además, ¿qué es lo peó que pué pasá? ¿Qué te mande a tomá por culo? ¡Pos que se joda, que tú no te quéas sola, leñe, que pa eso tiés a tu familia en el pueblo, me tiés a mí aquí…! —Toñi le da un pellizco cariñoso en la mejilla a su amiga y sonríe con media boca solamente—. Aunque entre porvo y porvo ya podíais haber hablao un poquito de los posibles ¿no? ¿Qué pasa? ¿Qué no había tiempo de hablá, ni tiempo pa ponerse un condón…?

El timbre del móvil las hace dar un respingo. Mejor dicho, el respingo lo damos las tres, aunque del mío ni se enteran. Loles todavía tiene el móvil en la mano, y por poco no se le cae al suelo del vagón.

—¡Toñi! ¡Ay, madre…!

 —¡Contesta, tonta!

Loles atiende la llamada con un “¿Si?” y yo abro del todo los ojos aún a riesgo de perder mi incógnito. Veo cómo se chupa los labios y parpadea, sin dejar de morderse el padrastro. Empieza a respirar hondo y los botones de su blusa se tensan. No dice nada en todo el rato, y se despide con un “Vale”. Si Toñi no le pregunta en cinco segundos, lo haré yo aunque me mande a la mierda. Pero Toñi la interroga en ese instante. Nuestras rodillas se tocan, pero ni ella ni yo nos damos cuenta de que nos hemos echado hacia delante.

—¿Qué? ¿Era el Lucas? ¿Qué te ha dicho?

La sonrisa de Loles habla por sí sola. Le brillan los ojos.

—Que si es niña, Carmela. Como su madre.

Adela Castañón

Imagen: Nick Walker en Pixabay 

Nocturnos para Xiaowei. De su amiga Miaoli

A mis alumnas chinas

1

Cuando Xiaowei se despertó entre pilas de cajas de un almacén, en un colchón en el suelo. Junto a ella, se hacinaban su abuelo, su padre y su hermano. El aire era denso y olía a cloaca. Se restregó los ojos y recordó que el día anterior había llegado a Barcelona desde China. También recordó que su madre, los había despedido con los ojos enrasados.

—Xiaowei, hija mía, cuídate mucho. En cuanto me operen del corazón iré a reunirme con vosotros.

Desde que le llegó la regla, hacía menos de un año, su madre le advertía de los nuevos peligros. Y ella dejó de soñar con los ositos de peluche. Esa mañana, de repente, comprendió las palabras de su madre.

2

El ojo de la cerradura estaba tapado y yo no podía ver qué ocurría dentro. Desde la habitación de al lado oí los gemidos de Xiaowei.

Al día siguiente supe que se había quedado malherida al intentar saltar por la ventana. Con una mirada muy triste me dijo que tenía que contentar a todos los hombres de su familia. Y que fue el abuelo el que había puesto la cera en la cerradura.

3

Todos nos lamentamos de no haberlo visto venir, aunque era una crónica anunciada. Xiaowei llevaba dos años encerrada en el almacén de nuestra tienda de todo a cien cuando su padre decidió mandarla a la escuela.

La semana pasada faltó a clase y aproveché para decirle a la maestra que el padre le pegaba y la obligaba a dormir con él. La maestra lo denunció. Ayer, al sacar los libros de la mochila, se le cayó un pañuelo anudado en el que vi las marcas de sus dientes.

Hoy, en el silencio de la noche, sólo se oía una fina lluvia de estrellas.

Carmen Romeo Pemán

Foto. Dos amigas chinas. Publicada en Freepick.

Heraldo de Aragón, 11 de junio de 2021
El silencio de la nieve, la columna de Irene Vallejo, también alumna del Goya, es un excelente colofón para este relato de incestos y violaciones. Casandra, por no ceder a los caprichos de Apolo, fue condenada a que nadie creería sus palabras. Así fue, y así es. Hoy somos todas casandras.

Una copa más

Marcos, acodado en la barra del bar, mira a su alrededor. En el extremo del mostrador el camarero está secando vasos y suspira de vez en cuando echando miradas de reojo a los pocos clientes que quedan. La pareja que hay en una mesa de la esquina quizá se marche pronto, porque ella no para de mirar el reloj. Y el vigilante de seguridad que casi ha terminado el bocadillo y la cerveza tiene aspecto de estar a punto de comenzar un turno de noche. Todos parecen personas normales, piensa Marcos, con vidas normales, como la suya hasta hace poco tiempo. Las horas que lleva en ese bar le van pesando, pero tampoco tiene ganas de marcharse, ¿para qué? Espera a que el camarero mire hacia donde está él y, cuando lo hace, levanta la mano.

—Camarero, otro vodka, por favor. —Al ver que el hombre vacila, intenta sonreír sin conseguirlo del todo—. Me marcharé pronto, oiga, pero póngame otra, amigo —susurra dos palabras, más para sí que para el otro—. La necesito.

El camarero le sirve otro vodka y vuelve a su tarea. Marcos sujeta el vaso con la mano derecha y se inclina como si se asomara al interior de un pozo. El alcohol que circula por sus venas le juega una mala pasada, la misma que le han jugado las copas anteriores. Parpadea al ver que el líquido transparente del cubilete se agranda y toma la forma de un espejo circular que abarca todo su campo visual. Eso le recuerda los cuentos de hadas que le lee a su hija. En ellos existen criaturas fantásticas que ven el pasado y el futuro en piletas de piedra llenas de líquidos con extraños poderes, que suelen estar escondidas en cuevas misteriosas. Los dragones de esas historias son fáciles de identificar, siempre tienen alas y echan fuego por la boca, no como los monstruos de la vida real, esos que se camuflan bajo la piel de tu mejor amigo, con el que compartes cervezas y confidencias muchos sábados en el campo de golf.

Ahora la cueva de Marcos es el bar, y los vasos de vodka son su pasaporte para viajar en el tiempo.

Cuando apuró la primera copa, hace ya un par de horas, contempló ensimismado el fondo como si, en vez de contener restos de vodka, fueran los posos de una taza de té. Allí, en ese círculo mágico, se reencontró con las imágenes del día en que empezó todo. El día en el que su vida comenzó a escurrirse cuesta abajo con la misma determinación irrevocable del alcohol que baja hoy por su gaznate.

Conducía de camino a una cita de trabajo y, al parar en un semáforo, vio salir a su mujer de un hotel en compañía de Eugenio. Ellos no se dieron ni cuenta. Caminaban con las cabezas muy juntas, como conspiradores, ajenos a todo lo que no fuera su conversación. Ni siquiera levantaron la vista al escuchar la pitada que le dio el coche de atrás al ver que él no arrancaba cuando el semáforo cambió a verde. Mercedes y Eugenio se conocían desde mucho antes. Los dos eran ya parte de la plantilla de la oficina cuando él entró a trabajar allí. Estaba claro que su puesto siempre era el último, aunque hasta entonces no se hubiera dado cuenta.

El ruido de una silla al arrastrarse atrae la atención de Marcos. El vigilante ha terminado de cenar, se ha acercado a la barra y está pidiendo la cuenta.

Con la segunda copa, Marcos recordó su alegría y su incredulidad de diez años atrás cuando Mercedes, la chica más guapa de la oficina, quince años menor que él, aceptó su propuesta de matrimonio. Y no es que a ella le faltaran pretendientes, que había muchos con más pelo y menos barriga que él. Se armó de valor y le pidió una cita al notar que ella casi siempre sonreía cuando sus miradas se cruzaban. Él le hacía muchos favores, claro, pero igual que se los hacía al resto de compañeros, a los que siempre estaba dispuesto a ayudar. La secretaria del director, Encarna, una mujer casi de la edad de Marcos, siempre decía que, si él faltara, la oficina haría aguas. Encarna también le sonreía a menudo, pero sus muestras de simpatía, en comparación con las de Mercedes, tenían el brillo de una bombilla de cuarenta vatios que no podía competir con la luz del sol. Marcos se casó con su Mercedes dispuesto a apurar la copa de su felicidad mientras durase, porque tenía el convencimiento de que antes o después, posiblemente más temprano que tarde, llegaría alguien que lo desbancaría en el corazón de su mujer. Y no se equivocó. Alguien llegó, recordó Marcos mientras daba sorbos al tercer chupito, pero no fue como él esperaba. Su hija le demostró que el corazón de Mercedes tenía sitio para una persona más, y él se sintió feliz al compartirlo con su niña.

Un suspiro del camarero lo arranca de sus recuerdos. La pareja de la mesa se ha marchado y Marcos no se ha dado ni cuenta.

El cuarto vodka encendió un fuego ardiente y negro en su garganta y en su cabeza. La felicidad tenía la culpa de que él hubiera bajado la guardia. El día que descubrió lo de los cuernos se tragó su rabia y disimuló al llegar a su casa. Aquella noche no pudo dormir, y le pareció increíble que su mujer fuera capaz de conciliar el sueño con esa facilidad. Ni siquiera se despertó cada vez que él se removía en la cama. De madrugada, Marcos tuvo la sensación de haber pasado mil horas tendido sobre un colchón de clavos. Le ardía la cabeza. Reuniría pruebas, seguiría a ese par de traidores, y cuando lo tuviera todo atado pensaría cómo vengarse. Contrataría a un detective. Acusaría a Eugenio delante de los compañeros, aunque él quedara como un pobre cornudo. Le diría a Mercedes que se veía con otra mujer. Cualquier cosa. Ninguna. Todas. Era como si todo lo que imaginaba lo viera a través de un velo rojo, deformado, como cuando uno se mira en los espejos de la feria y no se reconoce al enfrentarse a unas imágenes desproporcionadas y absurdas.

El camarero ha terminado de secar los vasos y mueve las botellas de sitio haciendo un poco más de ruido de lo necesario. Marcos finge que no se da cuenta.

En el reflejo del quinto vodka se vio a sí mismo en el coche de alquiler, vigilando a su mujer los días posteriores al de su descubrimiento. Le invadió una satisfacción amarga al confirmar que Eugenio y Mercedes se veían varias veces. Una mañana se atrevió incluso a seguir a su mujer cuando caminaba. Ella entró en una tienda de artículos deportivos y, desde un portal cercano, Marcos observó cómo pagaba un juego de palos de golf de una marca bastante cara. La pena se le agarró a la garganta y le robó el aire cuando vio acercarse a su rival a la puerta de la tienda, y recibir de manos de su mujer el regalo primorosamente envuelto. 

Una mosca estúpida choca una y otra vez con una botella de cristal, y rebota contra el vidrio igual que los recuerdos de Marcos dentro de su cerebro.

Ahora, con el sexto vodka delante, acaricia el borde del vaso con la yema de su dedo índice. No quiere terminarlo. Mira a su alrededor y confirma que los demás clientes se han marchado. El camarero, prudente y resignado, se ha sentado en un taburete que hay tras la esquina de la barra y desliza los ojos por la pantalla de su móvil. Marcos comprende que, si no se levanta y se marcha ya, terminará por perder la poca dignidad que le queda y se echará a llorar. Saca un billete de la cartera.

—Cóbreme, ¿quiere?

Al ver la sonrisa agradecida del hombre, y la presteza con la que se levanta del taburete, una lágrima escapa de su ojo derecho. Al menos esa noche ha hecho feliz a alguien. Aunque sea mínimamente, y se trate de un simple camarero.

Paga, se pone de pie con vacilación y camina hacia su casa. Durante el trayecto, va pasando revista a todo lo que ha evocado con cada copa. Deja salir una carcajada solitaria, rota como él. Al fin y al cabo, admite, desde que se casó con Mercedes estaba esperando que pasara lo que ha pasado. No debería ponerse así, no tendría que estar sorprendido. Y diez años ha sido mucho más tiempo del que imaginaba. Además, está Sonia, su niña, ese regalo inesperado. Y fue Mercedes la que planteó lo de convertirse en padres. Él, aunque lo deseaba, no se atrevía a pedirlo, no fuera a ser que con eso asustara a su joven esposa y acelerara su marcha.

Tropieza y está a punto de caerse. Menos mal que al alcance de su brazo hay una farola y se puede agarrar a ella antes de dar con la cara en el suelo. Las gafas se le resbalan, pero frenan de milagro al llegar a la punta de la nariz. Menos mal. Son nuevas y los cristales cuestan un dineral. Él se hubiera comprado unas gafas menos caras, pero Mercedes se negó. Ahora, con una sonrisa torcida, Marcos piensa que seguramente lo hizo porque así, de alguna manera mitigaría su culpabilidad. Las gafas son caras, sí, pero seguro que los palos de golf lo son todavía más.

Si lleva a cabo cualquiera de las burradas que ha estado planeando desde que descubrió el secreto de su mujer, ¿qué pasará con su hija? Sonia hace el año que viene la primera comunión y está igual de unida a su padre que a su madre. Con una lucidez inesperada se da cuenta de que no puede lastimar a su pequeña. Las lágrimas se le escapan ahora sin control. Al doblar una esquina choca con alguien y pierde el equilibrio. Queda sentado en el suelo de culo, con la cabeza gacha y las piernas abiertas, en una postura muy poco digna. La persona con la que ha tropezado extiende la mano y le ayuda a levantarse. Sus caras quedan a un palmo de distancia y la sorpresa es mutua:

—¡Pero… Marcos! —Eugenio tiene las cejas levantadas—. ¿Estás bien?

Marcos restriega la manga de su chaqueta por la cara y solo consigue extender los mocos. Menea la cabeza de lado a lado. No puede hablar. Eso es demasiado para una noche. Eugenio tiene todo lo que a él le falta: mejor sueldo, menos años, diez centímetros más de altura… Y Mercedes, su Mercedes, ¡es tan guapa y vale tanto! Quizá le permitan seguir estando en sus vidas, tendrán que hacerlo, porque a lo que no está dispuesto es a renunciar a Sonia.

Marcos se siente liberado. Por una vez en su vida va a ser el protagonista. Con esfuerzo, levanta el brazo derecho, que le pesa como nunca, y pone la mano en el hombro de Eugenio:

—Eugggeniooo… —Las sílabas se le alargan sin que lo pueda evitar. Tose un poco. Las seis copas le pasan factura y la garganta le arde—. Lo sé todo, pero no me importa.

—¿Que sabes qué?

—Lo tuyo con mi mujerrr. Os llevo vigilando varios diasss. Os he visssto. Sé en qué hotel os, os citáis. Y te, te ha regalado los palos de golf, os vi también ese día…

Eugenio se quita del hombro la mano de su amigo como si fuera una cagada de paloma. Las comisuras de su boca se tuercen hacia abajo y da un paso atrás. Empieza a lloviznar, pero ninguno se mueve. Por fin, Eugenio rompe el silencio.

—Eres un mierda, Marcos. Un mierda con suerte. Dile a Mercedes que me quite de la lista de invitados del día 30 y que avise al hotel que pongan un cubierto menos. O igual la llamo yo para decirle que le mandaré los putos palos a vuestra casa; ya no hace falta que se los guarde en mi piso. Total, le has jodido la sorpresa…

—¿Qué?

—Ya me has oído. ¿No es tu cumpleaños el 30? —La nuez de Eugenio sube y baja un par de veces—. ¡Ojalá las cosas fueran como tú piensas, cabrón! No sé qué coño vio Mercedes en ti. —Da media vuelta para marcharse, pero antes murmura—: Ya quisiera yo estar en tu pellejo…

De pronto Marcos siente que el alcohol ha dejado de quemarle. Le invade un frío hecho de mil cuchillas de hielo. A pesar de sus gafas caras, lo ha estado mirando todo con el cristal equivocado. Saber que Mercedes no le engaña le consuela solo unos segundos. Los mismos que tarda en pensar qué hará ella al enterarse de lo que ha pasado.

Marcos vuelve a tener miedo. En un reflejo de lucidez comprende que el peor rival, el que al final puede dar al traste con su matrimonio, lleva su nombre y su cara. Y no sabe cómo va a poder lidiar con eso.

La lluvia arrecia. Y el llanto de Marcos lo hace a la vez.

Adela Castañón

Imagen: Anastasia Zhenina en Unsplash

Alfonso Gracia Saz, “Alfonsito”, en el Goya

Aún recuerdo el día que Carmen Valenzuela nos contó en la sala de profesores que un niño de unos tres años, que lo llevaban a la consulta pediátrica de su marido, en una celebración navideña, recitó completo un soneto de Lope de Vega: Pues andáis entre las palmas. Dejó mudos y asombrados a todos los asistentes.

Diez años después, ese niño se matriculó en el Instituto Goya. Era un niño ávido de conocimientos que siguió creciendo en nuestras manos. Cuando se fue seguimos hablando y hablando de él. Alfonso nos había ganado a todos y se convirtió en una leyenda de inteligencia.

Hoy en el Club de Lectura del Instituto hemos compartido nuestros recuerdos de «Alfonsito», Alfonso Gracia Saz, con motivo de su fallecimiento por covid. Sé que otros compañeros tendréis más. Dejaré abierta la conversación para incorporar las nuevas voces que me vayan llegando.

—Carmen, no recordaba quien era hasta que lo has llamado Alfonsito. Otro alumno único. Yo no fui profesora suya, pero era imposible no saber de su existencia en el Goya. Empezando por su hermosa imagen con gran melena rubia. Cubría con sus andanzas todos los espacios del centro y las bocas de muchos profesores hablaban comentando y celebrando sus andanzas. Siento mucha tristeza por su muerte siendo tan joven y tan gran persona. El currículum que ha publicado la Universidad de Toronto es impresionante. Sólo me ha fallado que su imagen ya no estuviera culminada por su inolvidable melena rubia —Inocencia Torres Martínez.

Inocencia, catedrática de Filosofía, es una de las pocas del Departamento que queda de aquellos tiempos. Este es un momento oportuno para recordar a Bernardo Bayona, Jesús Mir y José Mari Pellitero, tres filósofos, y amigos, que también se nos fueron muy pronto. A Alfonso le dieron Filosofía: Carmen Garcés en Tercero de BUP y Javier García Valiño en COU.

—A estas alturas nadie cuestiona que era superdotado. Yo además de darle Filosofía fui su tutor en COU. Me entregó brillantísimo trabajo sobre Platón. Después lo vi una vez en el café Levante y me contó muchas cosas de su vida — Javier García Valiño.

—¡Cómo no acordarme de Alfonsito! Fue siempre un excelente alumno, no solo por sus resultados. También por su manera de estar y colaborar cuando hacía falta —Cristina Baselga Mantecón, catedrática de Inglés, fue su profesora en COU:

—Recuerdo perfectamente a Alfonso —interviene Charo Royo Valdearcos—. Hizo los dos bachilleratos a la par: Ciencias y Letras. Yo le daba música y unas actividades de danza. Bailaba muy bien y estaba muy enfadado porque quería aprender más danzas. Y no podía ser. No había tiempo. Fue un genio. Estoy muy impactada. Ha muerto demasiado joven.

—Estoy impresionado. Solo digo que fue el alumno más brillante de mi etapa en el Goya —Jesús Oliver Domingo, exdirector del Goya.

—Los que lo conocimos lo llamábamos “Alfonsito” y seguro que no lo habéis olvidado. Al resto de compañeros, quiero deciros que ha sido uno de los más brillantes alumnos que hemos tenido durante nuestra etapa en el Goya —en un email, nos cuenta José Antonio Ruiz Llop, catedrático de Física y Química, que fue director después de marcharse Alfonso. Y continúa—: Yo no le di clase porque era compañero de mi hija Elena, pero siempre le he seguido la pista. Me enorgullece que uno de nuestros alumnos consiguiera unos éxitos tan brillantes. José Ramón Blasco fue su profesor de Física en COU. Y, en las otras tres asignaturas de Ciencias le dieron clase, los añorados Carlos Garcés de Matemáticas, Mari Cruz González de Química, y Eugenio Estrada de Dibujo Técnico.

Con Carmen Valenzuela y conmigo inició sus viajes al extranjero. El año que él hacía Tercero de Bachillerato, preparamos un encuentro con jóvenes europeos, promovido por la Fundación Rickevelde, Tomamos el avión en Barcelona y a todos nos sorprendió su nerviosismo en el viaje. Se desabrochaba el cinturón y corría de una ventanilla a otra. Nos llamaba ilusionado para compartir con nosotros lo que veía. Era la primera vez que volaba.

—Lo señalaban con el dedo. Los demás nada teníamos que hacer frente a Alfonso en la convocatoria a premio extraordinario de Bachillerato por aquel año 94. Lo conocí ese día y al poco tiempo lo encontré en la Facultad. Cursaba las carreras de Físicas y Matemáticas al mismo tiempo, impensable para los comunes mortales que a duras penas podíamos con una. «No tendrá vida social», decíamos. Burdo consuelo de envidiosos. Pero sí la tenía, sí. Alfonso podía con todo. Un día, por azares de la vida, terminamos en su casa viendo Gran Hermano. La amabilidad de su madre y sus risas inundaron el salón —Esther García Giménez, una de sus compañeras de carrera.

—Alfonso formó parte de una etapa muy bonita de mi vida. En el Goya era de un curso superior al mío. Pero todos lo conocíamos: era muy famoso. Coincidí con él en muchas clases de la carrera de Físicas y en las charlas de pasillo. De aquellos momentos solo tengo buenos recuerdos. Como persona diría que era inteligente, bueno y divertido. Cuando acabamos seguimos distintos caminos. Hoy, al conocer su muerte, he sentido una tristeza enorme. Es injusto que se lo haya llevado la covid cuando parece que estamos tocando el fin de la pandemia. Alfonso, te echaremos de menos —María Villarroya Gaudó.

—Fuimos compañeros de curso en el Instituto y en la Facultad de Matemáticas. El que no lo haya conocido no puede hacerse a la idea de su mente prodigiosa. Se planteaba y solucionaba problemas que los demás no llegábamos a intuir. Mientras algunos sudábamos para sacar la carrera de Matemáticas, a Alfonso le sobraba tiempo para ser el mejor de nuestra promoción y, a la vez, el mejor de la la carrera de Físicas, En las dos obtuvo Premio Extraordinario. Al mismo tiempo ganaba torneos de ajedrez. El covid se lo ha llevado demasiado pronto. Alfonso estaba destinado a hacer grandes cosas y contribuir al avance de la Matemáticas —Javier Arenzana Romeo.

Una Inteligencia en estado puro, una memoria prodigiosa y una brillantez científica tejían su personalidad, que no dejaba a nadie indiferente. Y menos a mí cuando, en una de las estancias cerca de Bruselas, a media noche irrumpió en mi habitación y me despertó de un sueño profundo:

—Carmen, dime una palabra francesa que comience por X.

—¿Y para qué la quieres?

—Para el trabajo sobre la paz. Yo voy a participar con un poema que lleve como versos acrósticos PAIX. Ya tengo escritos los tres primeros y me falta el último.

—Anda, mira el diccionario y mañana hablaremos.

—Es que ya lo he mirado. Si quieres te recito todas las palabras francesas que empiezan por X. Y me las recitó, menos mal que no eran demasiadas. —A pesar del sueño no salía de mi asombro.

A la mañana siguiente, cuando llegue a la mesa del comedor, debajo de mi servilleta tenía un excelente poema de Alfonso.

—¿Y ahora explícame por qué lo has hecho en francés si podías hacerlo también en inglés y en español? —le pregunté.

—Porque es la lengua que aún me cuesta esfuerzo. Y a mí me gustan los retos.

Cumpliendo retos, con una cabeza y unos sentimientos sin igual, llegó a las altas cimas de las Matemáticas. El día seis de mayo, el covid se lo llevó hasta las estrellas, cuyas distancias calculó muchas veces en su vida.

Carmen Romeo Pemán

Alfonso Gracia Saz (Zaragoza, 13 de marzo de 1976-Toronto, Canadá, 6 de mayo de 2021)

ALGUNOS ENLACES DE INTERÉS.

http://www.math.toronto.edu/cms/alfonso-memorial/

En esta página del Departamento de Matemáticas de Toronto, además del In Memoriam y las condolencias de sus compañeros y alumnos, podéis dejar las vuestras. Y les enviaré este artículo con todos los comentarios de los lectores.

In Memoriam: Professor Aflonso Gracia-Saz, 13 de marzo de 1976 – 6 de mayo de 2021

Estamos profundamente entristecidos por el fallecimiento del profesor Alfonso Gracia-Saz, quien ha estado enseñando en el Departamento de Matemáticas de la Universidad de Toronto desde 2013. Alfonso era un maestro muy querido e innovador que estaba a punto de recibir la Excelencia en la Enseñanza 2021 Premio de la Sociedad Matemática Canadiense.

Nacido en Zaragoza, España, el 13 de marzo de 1976, Alfonso ha vivido y trabajado en España, América, Japón y Canadá. El interés de Alfonso por las matemáticas y la física se remonta a su adolescencia, cuando fue ganador de la V Olimpiada Española de Física, lo que le llevó a participar en el Concurso Internacional de Pekín en 1994. Obtuvo una Licenciatura (BSc) tanto en Física como en Matemáticas de la Universidad de Zaragoza (España), en 2000-2001, y Doctor en Matemáticas de la Universidad de California en Berkeley en 2006 (donde fue supervisado por el profesor Alan Weinstein). Ocupó puestos postdoctorales en la Universidad de Keio (Japón) y la Universidad de Toronto antes de ocupar puestos docentes, primero en la Universidad de Victoria y luego en la Universidad de Toronto, donde fue profesor asociado (Teaching Stream).

Alfonso creía en el poder de la educación más allá de su labor de enseñar matemáticas en la universidad. Su canal de YouTube de cálculo con 200 videos tiene más de 10,000 suscriptores y más de 3 millones de visitas. Participó activamente en el alcance de las matemáticas a través de concursos, campamentos de matemáticas, ferias de ciencias e investigación de pregrado. Codirigió el reclutamiento y la capacitación del equipo de la Competencia de Matemáticas Putnam de la Universidad de Toronto, que ocupó el cuarto lugar en 2017. Durante más de 10 años, fue Asesor Académico e instructor para el Mathcamp de Canadá / EE. UU. También se ofreció como instructor para el Proyecto de la Universidad de Prisiones en la Prisión Estatal de San Quentin (ahora Mount Tamalpais College).

Deja atrás a su amado compañero de seis años, Nick Remedios. Alfonso y Nick disfrutaron de los contra bailes y los complejos juegos de mesa. Les encantaba cocinar juntos. En España están de luto por Alfonso: su madre, Carmen; su padre, Antonio; su hermana Rebeca y sus hijos Mario y Carla.

Departamento de Matemáticas de la Universidad de Toronto.

https://espanadiario.net/actualidad/fallece-profesor-matematicas-alfonso-gracia-saz

La Universidad de Toronto ha puesto a disposición de la familia y amigos de Alfonso la siguiente dirección en la que se pueden colgar recuerdos.https://www.gatheringus.com/memorial/alfonso-gracia-saz/7329

¡Gracias a todos!

Hoy mi artículo tiene los mejores protagonistas del mundo: vosotros.

Porque todos y cada uno de los que estáis leyendo esto sois mis héroes.

Porque no es fácil ganar una batalla en soledad.

Porque si he podido vencer a los demonios del cansancio, del desaliento, de la inseguridad y muchos otros, y he conseguido escribir y publicar mi primera novela, Dame mi nombre, ha sido gracias a vuestro apoyo.

Por esas y por mil razones más, hoy, como os digo en este artículo, merecéis brillar uno por uno y recibir mi más sincero y emocionado agradecimiento.

Cuando era pequeña, recuerdo que muchos cuentos terminaban con aquello de «y se casaron, fueron felices y comieron perdices». Si trasladamos eso a la vida real, ahora que ya no soy una niña, sonrío y me digo con amor y con humor que ningún autor añadió a esos cuentos un capítulo más que dijera: «Y, por cierto, también vinieron la hipoteca, los niños, levantarse con los pelos de punta, y alguna que otra cosita así que olvidé mencionar». Y no es que me queje, eso nunca, y menos ahora que estoy en una nube.

Porque lo que ha conseguido que estos días mis pies no parezcan tocar el suelo es como un cuento escrito al revés, y ahora os lo explico:

Empecé a trabajar en mi novela y comenzaron los tropezones, los ratos de bajón, las ganas de tirar la toalla, los bloqueos, los pensamientos de «ay, madre, qué birria de historia me está saliendo» y, luego, vinieron nuevas batallas cuando llegó el turno de corregir, revisar, buscar portada, booktrailer, pensar la frase gancho, redactar una sinopsis que no fuera un spoiler total… En fin, como si eso fuera la parte nunca escrita de la cruda realidad que va detrás del final feliz de un cuento.

Y, cuando pensé que la publicación de mi novela pondría la palabra «Fin» en mi cuento de escritora, resulta que descubro que no es un fin, sino un principio: ahora estoy en la página esa en la que toca ser feliz y comer perdices. La parte difícil, la más dura, ha venido antes que esta otra parte de ilusión y de felicidad. Y eso es, en buena parte, porque mi criatura ya no es solo mía, ahora es vuestra, os pertenece, es del mundo, de los lectores, y no podía soñar ni de lejos con la acogida que ha recibido, que hemos recibido, tanto la novela como la autora.

Estoy abrumada, ilusionada, asustada, emocionada y podría escribir muchos más adjetivos aunque seguro que me quedaría corta. Pero, sobre todo, hay uno que destaca sobre los demás: me siento infinitamente agradecida. Gracias por vuestras palabras de apoyo, por vuestros comentarios, por vuestro cariño que son para mí como el mejor Premio Planeta.

Quiero pediros, además, un favor: si leéis mi historia, me encantará saber qué os ha parecido. Sobre todo me gustaría que compartierais conmigo lo que no os haya gustado, lo que os haya dejado con las cejas fruncidas, lo que echéis en falta. Todo lo que se os ocurra. ¡Y sin anestesia, jeje! Tengo ya otro borrador en el horno, y aunque el «embarazo» será largo (Dame mi nombre ha tardado tres años en ver la luz), quiero seguir aprendiendo a mejorar. Y os necesito para eso. Todos los comentarios serán bienvenidos y agradecidos, porque, como escritora, considero que aprender de los errores es una herramienta que no se debe desaprovechar. Gracias también por eso.

La felicidad no tiene precio, y vosotros, todos vosotros, me habéis regalado felicidad a manos llenas.

Por eso, hoy, merecéis ser los protagonistas de este cuento mío que habéis contribuido a crear y a hacerse realidad. El cuento de alguien que soñó con ser escritora y que lo consiguió gracias a que muchas personas la auparon hasta hacerla tocar el cielo con las manos.

Os quiero.

Adela Castañón

Foto: de la autora y de su novela

Irene Vallejo: Discurso del Premio Aragón

Irene, yo fui una de las que te escuché pegada a la pantalla del televisor de mi casa. Y no estaba en mis cosas, no. Estaba en las tuyas. En tu vestido blanco cual túnica griega, en el marco de lacerías trenzadas que te cobijaba. En todo momento me sentí arropada y acunada por tus palabras aladas que traspasaban muros, cristales y fronteras.

¡Qué delicadeza! Nunca había escuchado nada igual. Cada frase superaba la anterior en un tono cálido que iba in crescendo. Te ibas apoderando de mí de tal forma que en un momento me desapareció toda la puesta en escena. Las cadencias de tu voz y tus ojos parlanchines me hicieron entrar en éxtasis.

Me habían dicho que Aragón te premiaba con su más alta condecoración. Pero yo sentí lo contrario. Sentí que tú premiabas a Aragón y que contigo caminábamos hacia lo universal sin dejar de pisar el suelo aragonés.

Aunque no es lo mismo la palabra oral que la escrita, y de eso tú eres la maestra, he querido recoger en mi biblioteca este discurso para que algún día vengan a rescatarlo los corceles del cierzo y, quizá, ¿por qué no?, alguna bibliotecaria lo lleve a rincones inesperados.

1917. Instituto Goya de Zaragoza. María Moliner, con coletas, abajo a la derecha, la quinta de la segunda fila. Luis Buñuel, arriba a la izquierda, el segundo de la segunda fila. Ramón J. Sender, abajo, a la derecha, el segundo de la tercera fila. Con el profesor Miguel Allué Salvador.

Buenas tardes autoridades, autores,  público autorizado. A quienes nos escuchan en sus casas en sus cosas, mi abrazo prudente y cariñoso.

Aunque este día de San Jorge, como se decía en los cuentos de los mapas antiguos, “aquí hay dragones”, seguimos celebrando el Día de Aragón y del Libro que muy simbólicamente coinciden y confluyen en la misma fecha. Frente a la amenaza cierta de las fieras, volvemos a reunirnos en esta fiesta primaveral, nuestro día de acción de gracias a las palabras, a nuestras raíces y a nuestras alas.

Hoy, me gustaría encontrar en la biblioteca secreta de un antiguo palacio un diccionario que albergara mil formas posibles de expresar gratitud.

Gracias al presidente, Javier Lambán, por su confianza generosa. Al jurado, personas que considero maestras y referentes, por haber contemplado mis posibilidades más que mis realidades, por premiar la esperanza más que la experiencia. A quienes me abrieron las puertas del periodismo –Guillermo Fatás, Encarna Samitier-, y a las Artes y las Letras –Antón Castro, José Luis Melero-. Pienso que esta es una tierra de cierzo bondadoso y, a veces, desmesurado.

Debo estar a la altura de este espléndido regalo –quizás-merecerlo en los años venideros. En los caminos inciertos del porvenir, este regalo será siempre un respaldo, un impulso cuando tiemble el pulso sobre el papel, una mano tendida. Me emociona que esta dulce exageración suceda aquí, en mi tierra. Recuerdo un mito griego que retrata este misterioso cordón umbilical que nos une al lugar donde nacimos. Anteo era un gigante, hijo de la diosa Tierra, y con solo tocarla sacaba de ella una fuerza extraordinaria: se llenaba de vida.

Su madre le transmitía una corriente invisible de vigor. Igual que el secreto poder de Sansón era su melena, el de Anteo era su arraigo. Cierta vez luchó cuerpo a cuerpo con Hércules. El gran forzudo griego solo pudo vencerlo levantándolo en vilo y separando sus pies del suelo. Hasta el último aliento, cuenta la leyenda, Anteo buscó agónicamente la caricia de su tierra materna. Sí, en la antigua mitología aprendí que hasta los gigantes agradecen jugar en casa y que todo gran viaje necesita una Ítaca añorada.

En la última década, he recorrido los caminos y las comarcas de Aragón, trazando rutas zigzagueantes por una recóndita geografía de institutos y bibliotecas rurales, allí donde los clubes de lectura desembocan en el ritual de la tortilla de patata y las croquetas compartidas. Desde los Pirineos al Maestrazgo, entre maestros y bibliotecarias, he conocido a los herederos contemporáneos de los antiguos bardos al amor del fuego. La lectura puede parecer una actividad sedentaria, pero en realidad nos devuelve a la condición nómada y andariega de las buenas historias. 

Durante estas peregrinaciones he aprendido que se hace camino al leer, y, a veces, en las carreteras azuladas al atardecer, me he sentido hechizada por las brujas de Trasmoz, o descendiente de aquel viajero somarda, Pedro Saputo, oriundo de Almudévar. En nuestros pueblos, en nuestros barrios, he conocido la hospitalidad desbordante de quienes aman los libros: a cada empanada, mis bocados de gratitud. Por eso, me gustaría que este premio se lea como una reivindicación de la cultura aragonesa

Vivimos en una tierra de viento, huellas, desierto y cimas. Lugar de paso y de pasión artística. De gente que resiste, bromea, viaja y crea. Es imposible olvidarlo en esta Aljafería de yeserías trenzadas y cielos de oro, arquitectura bilingüe, vivienda de poderosos y hoy palacio de nuestras convicciones democráticas.  La primera idea, la semilla inicial para escribir El infinito en un junco brotó precisamente aquí, en este palacio, en esas conversaciones literarias que organiza nuestro querido Fernando Sanmartín.  El lugar justo: un edificio que, tras una larga historia conflictiva, acoge la esperanza de forjar acuerdos.

Nuestras palabras aprendieron a volar con el cierzo, son viajeras, buenas conversadoras. Nos lo recuerdan los artistas mudéjares, que inventaron una belleza mestiza en el umbral de dos civilizaciones. Goya, que pintó las sombras del siglo de las luces. Y la irreverencia de Buñuel, que revolucionó nuestros sueños a ambas orillas del océano. Por esas mágicas alineaciones que a veces suceden en una misma época en un territorio de pronto favorecido, hay una increíble foto del año 1917 que retrata a los alumnos del Instituto General y Técnico de Zaragoza –hoy Instituto Goya, donde yo estudiaría décadas más tarde–. 

En esa imagen posan Buñuel, Sender y María Moliner. De Buñuel y Sender se sabe que no se llevaban bien. Los dos eran rebeldes, pero cada uno a su manera. El de Calanda era peleón y pendenciero, mientras que Ramón escribía ya sus primeros pensamientos anarquistas. Todos se vieron obligados a viajar: unas veces, demasiado lejos; otras, en rincones de profundo silencio.

Nuestros vientos desenterraron incluso antiguas ciudades. Pompeya, Herculano y Estabia, vivían olvidadas en su burbuja de tiempo, ceniza y lava, hasta que un Zaragozano excavó ese mundo petrificado. El ingeniero Roque Joaquín de Alcubierre pidió permiso al rey para investigar unos eriales donde se habían hallado algunas esculturas. Tuvo que insistir fervientemente para emprender una excavación a gran escala, dada la escasez de herramientas y de personal disponible. Y, así, un fragmento de la antigua Roma emergió ante los ojos maravillados del mundo.  La terquedad aragonesa, motivo de infinitas bromas, también es madera de descubrimientos.

Precisamente, ya desde tiempos romanos fue Bílbilis capital de la poesía. Marcial, el poeta con más sorna e ingenio tuitero del antiguo imperio nació aquí. Y también fue bilbilitana la viuda Marcela, su mecenas. Cuando el maduro poeta regresó a su tierra natal después de décadas en Roma, ella le regaló una finca con prados, rosales, hortalizas, acequia, anguilas y un blanco palomar, para que viviera y escribiese. Y Marcial cuenta en su último libro, escrito en Hispania, que se dedicó a holgazanear, levantarse tarde, retozar con Marcela, comer a dos carrillos y hacer rabiar a los envidiosos. Un hechizo de palabras debió quedar flotando en el aire, pues a poca distancia de allí, en Belmonte de Calatayud, nacería otro mago del ingenio, Baltasar Gracián.

Aragón fue pronto paisaje de imprentas y librerías. Zaragoza se cuenta entre las primeras capitales europeas en albergar el invento que cambiaría el mundo.  Desembarcaron en la ciudad artesanos flamencos y alemanes, como Mateo Flandro y Jorge Cocci, que editó aquí algunos de los libros más bellos del siglo XVI. Más de ciento cincuenta incunables nacieron de las manos de aquellos maestros, que hicieron arte con láminas iluminadas y el delicado encaje de los tipos, igual que antes los constructores mudéjares escribieron renglones de ladrillo y cerámica en sus muros. 

Además, las imprentas aragonesas publicaban obras prohibidas en el Reino de Castilla, donde regían normas de censura que no se aplicaron hasta mucho después en la Corona de Aragón. Los libros eran más libres entre nosotros. A estos pagos hospitalarios con las páginas, han acudido innumerables personajes literarios. Y nosotros, acogedores, les hemos dado incluso lo que no tenemos: siendo tierra interior, regalamos a Sancho Panza una ínsula Barataria en Alcalá de Ebro-

En nuestras calles empieza El manuscrito encontrado en Zaragoza, una de las novelas europeas más fascinantes, poblada por bandidos, enamorados endemoniados, almas en pena, conspiradores, impíos y peregrinos.


Librerías, escritores y tejedoras de relatos nunca han faltado en esta tierra. Crecen tenaces, como esas flores que brotan cada primavera en las grietas de los peñascos, destellos en rebelión contra la piedra y contra el invierno. 

Así revivimos en sus libros los monstruos amables de Javier Tomeo, el duelo amarillo del añorado Félix Romeo, los versos de los hermanos Labordeta y del exiliado Ildefonso Manuel Gil que, en un hermoso poema, pidió a quien lo leyese: “cobíjame en tus sueños/ donde yo velaré mientras tú duermes”. 


Si cerramos los ojos, escucharemos esas voces que acunan nuestros sueños, esas palabras que no se lleva el viento.

En este Día del Libro y de la gente de palabra, quisiera evocar nuestro idilio con los jardineros de la lengua –Moliner, Blecua, Alvar, Lázaro Carreter, Egido, Mainer, Sánchez Vidal–. Del apasionado deseo de hablarnos unos a otras nace, por ejemplo, ese sonoro verbo “charrar”, que ruge en la boca, o esos irresistibles capazos que cogemos en la calle, sin quererlo ni planearlo, de pie, estoicamente bajo un sol justiciero o los mordiscos del frío, por puro amor a la conversación. 

Sí, las palabras son aire movido por los labios, y aquí somos expertos en besar el cierzo. Me atrevo a soñar un capazo imaginario con el fantasma de María Moliner. María, sigilosa hilandera de palabras, bibliotecaria, amazona de los libros en las Misiones Pedagógicas, siempre admiraré el telar de tu mente que tejió un diccionario entero, el mejor. 

Estudié en tu mismo instituto, en tu misma universidad. Tu casa estuvo en la calle Central, hoy Zumalacárregui, muy cerca del piso de mi infancia. Pensar en tu labor original, renovadora y tenaz frente a los obstáculos y las represalias siempre me ha insuflado fuerzas e ilusión: así es como el pasado nos impulsa hacia el futuro. María, gracias.

Sé que te preocupan esos discursos agoreros que susurran a los jóvenes humanistas que es inútil este oficio tejido de arte, palabras y memoria. Con esa terca y suave convicción que siembre te caracterizó, tú, que tanto sabes de derrotas transformadas en logros, les dirías que persigan sus sueños. El futuro les necesita. Os necesita.

En esta época de temibles dragones, no quiero dejar de mencionar a nuestros mayores, que hoy recibís un merecido reconocimiento. 

Los libros son cofres de palabras que salvaguardan la memoria de quienes nos preceden, invitaciones a escuchar las palabras de quienes albergáis el tesoro de la experiencia. Ojalá aprendamos algo de estos tiempos ásperos: cuidar a nuestros padres y abuelos, significa también cuidar sus palabras y su recuerdo.

Y para cuidarnos, unas a otros, protejamos la conversación común y el lenguaje, esta fabulosa herramienta con que edificamos hallazgos tan felices como los derechos, la justicia y la democracia, que son palabras mayores. 


Durante la terrible peste de Atenas, Pericles edificó sus mejores discursos ensalzando la ayuda mutua.  No es extraño que de la palabra lector derive el término elector: nuestras decisiones se sostienen en las letras, los discursos, el diálogo compartido. 

Tal vez por eso, llamamos parlamento al espacio parlanchín de la palabra, el lugar donde se celebra esa sorprendente ceremonia que engendra los debates y las leyes, los textos que hilan el tapiz de lo que somos.


No me extiendo más. Don Quijote nos enseñó que la justicia, la aventura, la bondad y la utopía hay que inventarlas primero para vivir en ellas, como se vive en las páginas de un libro. 

Por eso, quiero terminar con unas palabras de gratitud a los oficios que, cada día, nos acercan a la utopía: la educación y la sanidad.

Gracias infinitas al Servicio de Neonatología del Hospital Miguel Servet, al doctor Segundo Rite y su equipo, que salvaron la vida a mi hijo.  Y a las maestras del Colegio Tomás Alvira, que hoy le acompañan en su pequeña aventura.  Mi homenaje a los hospitales, a los colegios y a la sociedad que los soñó para todos.

Junto a la tierra materna de Anteo, el humor somarda de Marcial, la generosidad de Marcela, las brujas de Trasmoz, la magia de la imprenta, el desencanto lúcido de Goya, los exilios de Sender y Buñuel, la silenciosa rebeldía de María Moliner, la cárcel de Félix Romeo y los dragones contra los que hoy luchamos, el futuro está todavía por escribir. 

En los libros, donde vive y sueña nuestra familia de papel, nos aguardan las ideas y las palabras que tejerán el relato que seremos. 

Contra cierzo y marea. 

Con cuidados, con consensos, con capazos, con cuentos. 

Contra cierzo y marea. Agua y viento en el barrio de Miralbueno. Infografía de Paseos por la Zaragoza de las mujeres.

Irene, gracias, por este hermoso discurso. Hoy me he sentido un poco vanidosilla por el privilegio de haberte tenido en mis clases del Instituto Goya. Como no podía ser de otra manera, has desplegado tus alas de diosa y, con una grandeza sin igual, nos has impregnado de la sabiduría que atesoras.

Gracias por ser tan universal y tan aragonesa. Gracias por ser tan cosmopolita con los pies en esta tierra, como te enseñó el gigante Anteo.

Gracias por incluirnos, incluirme, en tu familia de papel y ayudarnos a tejer el relato de lo que ya estamos siendo y de lo que seremos.

Marzo de 2021 en la biblioteca del Paraninfo de la Universidad de Zaragoza. Irene Vallejo con tres de sus profesoras, catedráticas del Instituto Goya. De ida. a dcha.: Inocencia Torres Martínez de Filosofía; Carmen Romeo Pemán de Lengua y literatura; Irene Vallejo Moreu, escritora; y Cristina Baselga Mantecón de Inglés.

El discurso completo con el video en:

https://www.cartv.es/aragonnoticias/noticias/discurso-integro-de-irene-vallejo-en-la-aljaferia

Carmen Romeo Pemán

#50añoscuidandodeti

50 aniversario Hospital Materno Infantil y traumatología

Hoy quiero ampliar mi biblioteca añadiendo otro discurso de Irene. El discurso de Acción de Gracias al Hospital Infantil. Sus palabras arrullan a los bebés y a sus cuidadores. Son palabras que nos emocionan hasta la lágrima.

“Cuando nace un bebé, depositamos en su vida, aún minúscula, todas las promesas, todas las esperanzas. Los familiares que reciben a un recién nacido desearían ser murallas salvadoras contra la enfermedad y el dolor, quisieran proteger al nuevo huésped del mundo frente al más leve roce de la desgracia.

Según una antigua leyenda griega, la diosa Tetis emprendió junto a su hijo mortal, el pequeño Aquiles, un aventurado viaje hasta el río del Más Allá. Esas aguas tenían el don de volver invulnerables a quienes se zambullían en ellas. Afrontando todos los peligros, Tetis sumergió al bebé en la corriente mágica sosteniéndolo por el talón y, sin darse cuenta, impidió que las aguas milagrosas bañasen esa parte de su cuerpo. Los dedos de la madre dejaron desprotegido un recoveco del pie, carne desvalida que podía ser herida o sufrir.

Desde entonces, el talón de Aquiles encarna la secreta flaqueza que acompaña nuestras vidas, es un símbolo del imposible sueño de ser invencibles. Los niños son frágiles, especialmente frágiles. Los padres desearíamos conocer el sortilegio para detener el daño, para impedir el paso al dolor. La poeta Sylvia Plath, madre y enferma ella misma, escribió: “¿Cuánto más podré ser el muro/ que mantiene al viento fuera?/ Las voces de la soledad, las voces de tristeza/ lamen mi espalda inevitablemente./ ¿Cómo podría suavizarlas esta cancioncita de cuna?/ ¿Cuánto más podrán ser mis manos/ vendaje para su daño, y mis palabras/ pájaros brillantes en el cielo, un consuelo, un consuelo?”

No podemos evitar que los pequeños enfermen. Nuestras manos de madre, padre, abuela, tío, no son capaces de conjurar todas las amenazas. Las aguas que nos vuelven invulnerables solo existen en los mitos. Ser fuerte significa aceptar la fragilidad. Sin embargo, sobre esa capa de hielo quebradizo, nuestra sociedad ha erigido un logro fabuloso: atendemos a todos los niños, cuidamos todos los talones de Aquiles, sin fijarnos en el talonario de sus padres. Este Hospital Infantil de Zaragoza, como cada rincón de la sanidad pública, abre sus puertas a quien necesita ayuda, sin excepción, sin exclusión. Sabemos hacer hospitales hospitalarios. Aquí lo hemos querido y lo hemos logrado. Juntos.

Érase una vez, en un país lejano, una niña que tenía un tozudo sueño: contar cuentos, escribir historias. Esa niña, voraz lectora, creció y creció, y trató de salir adelante tocando muchas teclas, emborronando papeles con sus fantasías. El camino del bosque no era sencillo: letra a letra, paso a paso, fue subiendo peldaños: de simple precaria, buhonera de palabras y parlanchina ambulante, a autónoma de la literatura. Con el tiempo, aquella joven tuvo un hijo. A causa de un perverso maleficio, el bebé llegó al mundo con una extraña enfermedad: no podía respirar. La pócima mágica para curarlo costaba cien cofres de oro, un precio inalcanzable para una juntaletras y su familia. En ese país lejano, las deudas hubieran asfixiado su futuro.
Aquí, una noche de invierno de hace siete años, este hospital salvó la vida de mi hijo. Y yo, sin más deudas que mil cofres de gratitud, pude cumplir el temerario deseo de mi infancia. La sanidad pública me hizo libre, me permitió hacer realidad el sueño. Gracias al esfuerzo de todos, al trabajo de muchos, aquel síndrome raro no encadenó nuestras vidas. Hoy, mi hijo respira y yo escribo.

La primera vez que entré supe que no lo olvidaría nunca. La puerta se abrió a una jungla eléctrica con sus lianas de cables y sus palmeras de goteros. Como animales encaramados en ramas, los monitores silbaban alarmas agudas y parpadeaban. Los bebés –pequeñísimos– descansaban en sus burbujas. En la selva de la UCI Neonatal, esos niños diminutos centelleaban como orquídeas rojas. Y no lo he olvidado.

Viví en este hospital. Donde está la cuna de tu niño, está tu casa. Aprendí palabras desconocidas y nuevos sentidos de palabras corrientes: ‘coma’ dejó de ser solo un signo de puntuación. Aspiré el olor a desinfectante, esperé mi turno en el lactario, clavé los ojos en el monitor durante horas suplicando a aquellos dígitos feroces que mi hijo no volviese a desaturar.

Aunque yo no estaba enferma, me sentí constantemente cuidada: recibí en vena palabras terapéuticas contra la angustia, miradas amables, regalos felices como ese transistor que una enfermera trajo de casa para que el niño, aislado, escuchara música, y sus constantes empezaron a bailar a un ritmo más alegre. En el páramo de las noches, si me despertaban las pesadillas, una voz serena confirmaba que el pequeño respiraba y dormía.

Mi hijo conoció la sonda nasogástrica antes que el chupete, los palos de gotero antes que los árboles, la anestesia antes que la luna. Pero superó el peligro, y todas las noches estrelladas y todos los bosques de su vida futura son el regalo de aquellos profesionales y de aquellas máquinas de aspecto hostil. Mis ojos han visto la fabulosa alianza de medios humanos, científicos y tecnológicos para salvar las vidas, minúsculas y frágiles, de niños ricos o pobres. La decisión colectiva de no abandonar a nadie. Y no voy a olvidarlo.

Este es nuestro cuento en bata y zuecos de plástico, con padres cenicientos, niños dormidos en urnas de cristal, mujeres sabias –como llaman los hermanos Grimm a las hadas– y magos Gandalf de guardia. Un relato sin atracón de perdices porque la historia no ha acabado: el futuro está por escribir. Ojalá sepamos proteger estos prodigios.

Duendes y elfos, hadas y magos del Hospital Infantil de Zaragoza a lo largo de estos años: feliz medio siglo. Gracias a todos los equipos, a todos los oficios, desde las tierras de penumbra de las ucis a la psiquiatría o la oncología, desde triaje a quirófano, de laboratorios a paritorios, de radiología a dietética, de consultas a rehabilitación, de las oficinas al voluntariado. Gracias a quienes conducís ambulancias y empujáis camillas, a quienes limpiáis habitaciones, a quienes cocináis en el estrépito de las ollas y a quienes acudís silenciosamente a comprobar un gotero. A la gente que contiene los bostezos de noche, a la que toma decisiones difíciles, a la que escucha con calma preguntas angustiadas, a la que atiende ese terremoto que es un parto, a la que corre para ayudar en una urgencia, a la que anestesia y a la que acude a dar noticias sedantes sobre una operación que se alarga.

Hoy celebramos el aniversario de una ilusión. Cuando el temor nos pisa los talones de Aquiles, sois vosotros –todos y cada una– quienes hacéis realidad el deseo protector de Tetis. Gracias a este empeño común, al sueño imposible de una sociedad generosa, la salud no es patrimonio de héroes ni semidioses. Por primera vez en nuestra historia milenaria, esta esperanza es colectiva. La enfermedad y el miedo nos siguen acompañando, pero aquí nadie está excluido de la protección.
En tiempos de tormentas y fragilidades, no olvidemos defender lo que nos salva. No descuidemos a quienes nos cuidáis. Que la utopía de este Hospital Infantil continúe sanando el futuro; mañana emprendemos camino hacia cien años de hospitalidad.”

Irene Vallejo Moreu
8 de Mayo 2021
Sala Mozart Auditorio de Zaragoza
50 aniversario Hospital Materno Infantil y traumatología.

Punto de ebullición

Andrea lo estuvo meditando durante meses.

Al principio solo era una idea, pero cuando él le pidió una copia del DNI y de la última nómina para firmar otro préstamo pequeño, “solo para nivelar los gastos un poco”, Andrea se atrevió a dar el paso.

—No —susurró más que hablar—. Dijiste hace dos meses que aquel sería el último préstamo que firmaríamos —carraspeó—. No quiero firmar más trampas…

—¿Esas tenemos? —Ramón se encogió de hombros y apretó los puños. La miró, con los ojos entornados—. Pues que sepas que algo hay que hacer. Si no piensas firmar, entonces habrá que reducir gastos…

—Vale…

—Pues tú misma, Andrea. Ya puedes ir avisando a la logopeda y al fisio de Tere, que la niña no necesita tantas tonterías y esos cabrones cobran un huevo. Así que el mes que viene no me pidas ni un euro para eso.

Desde que se casaron, las nóminas de los dos están domiciliadas en el Banco Popular, donde Ramón trabaja desde hace años. Andrea ni siquiera tiene tarjeta de crédito, ¿para qué? Cuando necesita dinero para la compra, o para las terapias de Tere, se lo dice a Ramón, que lo saca y se lo da.

La conversación terminó ahí, y al día siguiente Ramón ni le preguntó por el tema. Él, como siempre, había dicho la última palabra y ni siquiera se planteaba que no se hiciera lo que había decidido. Así que ella, en su oficina, aprovechó la media hora del desayuno para cruzar la calle y abrirse una cuenta bancaria en el BBVA que veía desde su escritorio. Esa mañana le faltó valor para hacer algo más, pero después de dos días de dolores de cabeza y de dos noches de insomnio, se acercó a la oficina de personal y cambió la domiciliación de su nómina. Si malo era no haber movido un dedo desde hacía tanto tiempo, peor le pareció quedarse a mitad de camino después de abrirse la cuenta.

Ahora, tres semanas después de aquella conversación y de su salto sin red, Andrea traga saliva. Tere ha tenido una mañana mala en el colegio, y la acaba de acostar para que duerma la siesta. Vuelve a la cocina y pone una olla con agua en la vitrocerámica para preparar macarrones. Ya es día 27 y no puede tardar en decirle a Ramón lo que ha hecho. El tiempo ha pasado volando y ella no ha encontrado el momento. Pero, si no se lo confiesa, cuando él vea que no ingresan su sueldo en la cuenta común será peor.

De pronto, como si el pensamiento de Andrea fuera un imán, escucha abrirse y cerrarse la puerta de la casa y, al poco rato, Ramón entra en la cocina. Ni siquiera saluda, hace tiempo que esa costumbre se perdió. Se sienta y la mira sin decir nada. Ella suelta el paquete de macarrones y saca de la nevera una cerveza que coloca en la mesa, delante de él.

—A ver si este mes cobráis pronto —dice Ramón, dando un sorbo—. El mes pasado nos quedamos en descubierto dos días porque cargaron la VISA antes de que te pagaran.

Como Andrea no responde, su marido continúa:

—Siempre os ingresan alrededor del 28 o 29.

Ella se encoge de hombros. Nunca ha sabido qué día le pagan. Bastante tiene con llevar en la cabeza todas las citas y las cosas de Tere.

—Pregúntale mañana a algún compañero si ha cobrado ya. Que necesito organizarme.

—Pero hay saldo, ¿no? —Andrea recuerda que hizo muchas horas extra el mes pasado.

—Ya, pero este mes la VISA viene alta.

Ella lo mira sin decir nada.

—No pongas esa cara de pánfila —resopla Ramón—. Hemos tenido muchos imprevistos.

Ella calla. Por lo visto, el móvil nuevo de él y el canal plus para ver los partidos ahora se llaman imprevistos… Piensa en Tere… Es ahora o nunca… La ocasión está ahí…

—Igual este mes cobro antes.

Él la mira y a su boca, que no a sus ojos, asoma un atisbo de sonrisa.

—¿Y eso? No me habías dicho nada.

—Te lo digo ahora.

—¿Y eso por…? —él repite la pregunta.

—Porque en el BBVA ingresan antes.

—No jodas. Eso ya lo sé. Anda qué… ¡Has descubierto la pólvora…! Pero a los demás bancos nos llega siempre con uno o dos días de retraso. Y te recuerdo que el mío no se llama BBVA.

—Ya. Pero es que van a pagarme por allí.

—¿Qué? Explícate, Andrea, que no me entero. Algunas veces eres tan difícil de entender como la niña.

—He abierto una cuenta en el BBVA y he domiciliado allí la nómina.

—¡Joder! Si al final va a resultar que hasta piensas, ¡se me tenía que haber ocurrido a mí! Mira por dónde has tenido una idea buena por una vez en tu vida. —Ella se envara y él arruga la frente—. Pero… a ver, ¿cómo has abierto la cuenta? Yo no he firmado nada.

—Está a mi nombre.

—¿Qué? ¿Qué está…? ¿Se puede saber qué has hecho?

Ella calla y aprieta los labios. Él se levanta y se pone a dar zancadas por la cocina.

—¡Que me digas qué coño has hecho! ¿Eres tonta o qué?

Ella sigue callada. Los labios se mantienen apretados, pero levanta la barbilla y le sostiene la mirada. Él aprieta los puños y acerca mucho la cara a la de ella, que hace un esfuerzo para no retroceder.

—A ver… Vamos a calmarnos un poco —dice él, con la voz una octava más baja—. Mañana mismo vamos al BBVA de los cojones y me pongo también de titular. Así podré hacer transferencias online cuando vea que te han ingresado, y disponemos antes del dinero. Todo tiene remedio.

—No —ella lo dice en voz baja, pero no tanto como para que él no la oiga.

—¿Qué? ¿Que no qué?

—Que no…

—¿A qué juegas?

—A nada… Cobraré antes… Y el mismo día que cobre, sacaré el dinero y te lo daré. Y tú lo ingresas en tu banco.

Dice “tu banco”, no “nuestro banco”, y los dos se dan cuenta, aunque ninguno lo dice. Durante unos instantes, el único ruido es el borboteo del agua, que está empezando a hervir. Ramón bebe otro sorbo de cerveza antes de hacer otra pregunta:

—¿Y entonces para qué has hecho esa gilipollez? No tiene sentido. 

—Para mí, sí.

—¡Habrase visto…! Mira, más vale que me lo expliques, que no me chupo el dedo. Hasta tú, con tus cortas luces, sabes que eso es liar las cosas para nada. —Como ella calla, él se rasca la frente y repite—: Más vale que me lo expliques, porque no me creo que hayas hecho eso así porque sí.

Ella se sienta. Es como si sus piernas no existieran y el suelo se hubiera esfumado debajo de sus pies.

—Todo seguirá igual —Andrea trata de justificarse—. Tendrás el mismo dinero que hasta ahora.

—Que me digas la verdad, coño.

—He pedido hacer más horas extras y me han aceptado la petición.

—Cojonudo. ¿Y qué?

—Que lo que me paguen de más se quedará en esa cuenta. —Él la mira como si no hubiera entendido sus palabras, y ella se obliga a añadir—. Será para gastos extra, pero solo para Tere.

Él pone los brazos en jarras y suelta un gruñido.

—¿Conque esas tenemos? —Rememora la conversación de semanas atrás y no tarda en atar cabos—. Me la tenías guardada, ¿no? Claro, como tú no tienes que preocuparte de controlar los gastos, ni la luz, ni el agua, ni… Manda cojones… ¿Así que tu dinero se va a ir a los bolsillos de unos comecocos, en lugar de servir de ayuda para que no falte agua caliente ni un plato de comida en esta casa?

Ella baja la cabeza, pero se mantiene en un silencio firme.

—Mira —sigue él—, no me cabrees… Todos podemos equivocarnos. Mañana a la hora del desayuno me acerco a tu oficina y…

—No.

—Te digo que mañana vamos los dos al BBVA y arreglamos esto.

—No.

Él da dos o tres vueltas alrededor de la mesa. Ella no levanta los ojos. Solo ve los zapatos de Ramón, que aparecen y desaparecen de su campo visual. Siente las manos de su marido que le masajean el cuello.

—Nena…

El masaje es suave, pero hace que sus hombros se tensen más en lugar de relajarse. Él, aunque lo nota, sigue masajeando. Siempre se le ha dado bien.

—Mira, mujer, no hay que ponerse así. Si quieres que la niña siga con las dichosas clases, pues vale. Ya ahorraremos por otro lado. Pero en la cuenta nos vamos a poner los dos. Piensa un poco. Mis compañeros se preguntarían por qué, de pronto, la nómina de mi mujer deja de estar domiciliada. Y no podría decirles que te has quedado en el paro, porque verían luego el ingreso del dinero.

Ella, efectivamente, se da cuenta de que no ha pensado en eso. Él interpreta mal su silencio y sigue:

—No pasa nada, Andrea. Pero por eso te lo estoy explicando. ¿No comprendes que eso me pondría en ridículo? Piénsalo.

Andrea nota en su estómago el burbujeo de una risa histérica y se muerde la lengua para contenerla. ¡Que lo piense! ¡Pero si lleva un mes en el que su cabeza no para de dar vueltas!

—Tengo mi orgullo, ¿o es que no lo entiendes?

Ella suspira. Claro que lo entiende. ¡Cómo no lo va a entender! Mucho mejor de lo que él cree. Nota en el corazón dos latidos a destiempo y siente como si en su interior se hubiera abierto una jaula y un pajarillo asustado alzara el vuelo. Sacude los hombros y se libera de las manos de él.

—La cuenta se quedará a mi nombre. Y si tu autoestima se cae por los suelos, que salude allí a la mía, que lleva mucho tiempo bajo mínimos…

Andrea no puede creer que haya dicho eso, y se da cuenta de que Ramón también parece incrédulo. Él hace un último intento:

—¿Es que no te has enterado de todo lo que te acabo de explicar?

—Sí. Perfectamente.

—¿Y…?

Ella se encoge de hombros.

—Me da igual.

Se levanta y sale de la cocina. Se da cuenta de que hoy ha sido ella la que ha pronunciado la última palabra. A su espalda escucha el borboteo del agua, que lleva un rato hirviendo y ha empezado a derramarse sobre la vitro. O, quizá, lo que escucha es el nuevo brío con el que la sangre recorre su cuerpo, haciéndola sentir una alegría que se desborda como el agua de los macarrones.

Adela Castañón

Imagen: Holger Schué en Pixabay

La leyenda de las mil luces

Alisha era la mejor danzarina de su poblado y vivía con sus padres en una casa construida sobre pilares altos, como todas las del pueblo, para protegerse así de las inundaciones frecuentes. Siguiendo una antigua tradición hindú, en las semanas en las que había luna llena todos los jóvenes se reunían para bailar en un claro del bosque y Alisha era la primera en llegar y la última en retirarse. Aquello, sin embargo, no le agradaba a su padre.

—Alisha, esto no puede seguir así —le dijo un día—. Volverás a casa a la misma hora que las demás muchachas, o llegará el día en que no podrás ayudarle a tu madre por haber malgastado toda tu energía en el baile. Tenemos que empezar a trabajar en cuanto que sale el sol, porque de noche no hay luz. Y, si regresas con el alba, apenas duermes.

—Pero, padre —respondió ella—, bailar no me cansa. Y es como si la luna me pidiera que no parase jamás.

—¡Respétame, niña! —insistió su padre—. Basta de tonterías. Si vuelves a hacerlo dejarás de pertenecer a esta familia.

La jovencita bajó la cabeza y se propuso no disgustar a su padre. Pero cuando llegó la siguiente luna llena, embriagada por la danza, no se dio cuenta del paso del tiempo y volvió a quedarse sola. Regresó a su casa y vio, con pena y sorpresa, que habían retirado la escalera colgante de cuerda para subir hasta ella. Llamó y suplicó, pero solo obtuvo silencio.

Se alejó sintiendo que el corazón le pesaba como si se hubiera convertido en piedra, se tendió sobre una roca musgosa para pasar allí la noche y miró al cielo rezando para que al día siguiente su familia la perdonara. Entonces le pareció ver en el firmamento una estrella mucho más brillante que las demás: era el carruaje de plata de Yamir, el Príncipe de las Estrellas, que, como todas las noches, realizaba su recorrido por el firmamento. Alisha suspiró y se dijo en silencio: “Ojalá pudiera subir al cielo y danzar entre las estrellas. Si mi familia no me vuelve a aceptar, por lo menos no me sentiré tan sola”.

Nada más pensarlo, vio descender del cielo una sillita de plata, como la de un columpio, con el respaldo y los apoyabrazos forrados de terciopelo brillante, que colgaba de unas cuerdas que parecían hechas con luz de luna. La joven vaciló, su casa tiraba de su mente como un imán, pero su corazón se impuso y ella se subió a la silla, que empezó a ascender. Al llegar a la altura de la puerta de la casa, la silla, como si conociera las dudas de la joven, se detuvo un momento. Alisha miró al interior y vio a su familia dormida. Recordó entonces las duras palabras de su padre, se agarró con fuerza a las cuerdas y, como si esa hubiera sido una señal, la silla empezó a elevarse. Ella no lo sabía, pero su danza era un motivo de admiración para todos los habitantes de las alturas, tanto en el Reino del Sol, gobernado por el Príncipe Pawan, como en el de las Estrellas, donde reinaba su hermano Yamir.

La muchacha cerró los ojos y, cuando los abrió, vio ante ella a un joven muy apuesto que emanaba una luz suave que la envolvió como una caricia. Era Yamir, y le habló con una voz que sonaba a música.

—Alisha —le dijo el príncipe mientras se inclinaba ante ella—, he admirado tu baile en el claro del bosque, y me sentía feliz pensando que, cuando danzabas la noche entera hasta la salida de los primeros rayos de sol, quizá lo hacías para mí. Hace mucho que te amo, presentía que algún día me llamarías y hoy, por fin, he podido reunirme contigo.

El corazón de Alisha comprendió entonces el motivo por el que no podía parar de bailar en las noches de luna. Sin saberlo, ella también se había enamorado de Yamir cuando miraba hacia el cielo, y él, en ese mismo instante, leyó en los ojos de la joven que su amor era correspondido.

Alisha aceptó casarse con Yamir y no hubo ni un habitante en el Reino que no participara en los preparativos de la ceremonia. La boda se celebró con todos los lujos celestiales y aquella noche, en la Tierra, todo el mundo se asombró al ver en el firmamento una cantidad de estrellas brillantes como no habían contemplado jamás.

La vida de los recién casados transcurría dichosa. Alisha danzaba entre las estrellas para deleite de sus súbditos y de su esposo, que seguía recorriendo el cielo las noches de luna llena para llevar a la tierra luz a las criaturas que lo necesitaban. La nueva princesa se ganó el cariño de las estrellas y disfrutaba al saber que no había quien pusiera límites a su baile, que tanto gustaba a todos.

Pero no todo era felicidad. Pawan, el Príncipe del Sol, también amaba a la mujer de su hermano. Solo pudo contemplar los festejos de la boda desde un lugar alejado, en la otra orilla del río Azul, que era la frontera entre el Reino del Sol y el Reino de las Estrellas, pues su cuerpo desprendía un calor mucho más intenso que el de su hermano y nadie podía acercarse demasiado a él si no quería morir abrasado. Además, los celos lo consumían al no poder disfrutar nada más que de unos segundos del baile de Alisha, que siempre se retiraba a su casa con los primeros rayos del alba.

Al cabo de un tiempo, Alisha empezó a echar de menos a su familia, pero no se lo quiso decir a Yamir para que él no se sintiera desgraciado. Y él, al viajar en su carro, escuchaba el llanto del padre de Alisha cuando sobrevolaba su poblado y comprendía que el pobre hombre añoraba a su hija, pero tampoco se lo decía a Alisha para no entristecerla.

Una noche en la que Yamir estaba ausente surcando el cielo, el baile de Alisha la llevó hasta la orilla del Río Azul. Maravillada ante la limpieza y la frescura del agua, la joven estuvo danzando y mojando sus pies en la orilla, hasta que el sueño la rindió.

Pawan, que estaba a punto de cruzar el cielo a bordo de su carro de fuego, tirado por cuatro caballos de oro líquido, divisó a la mujer de su hermano dormida al borde del agua, y su soledad encendió en él una sed de venganza que no pudo resistir. Tomó una flecha incandescente de su carcaj, la disparó con fuerza y vio cómo se clavaba en el corazón de la joven, que murió al instante. La última estrella de la mañana, que fue testigo de todo, corrió a avisar a su príncipe, que regresaba en ese momento, pero nada pudieron hacer por la bailarina.

Todas las estrellas lloraron a Alisha, porque habían aprendido a quererla cuando bailaban con ella, y Yamir, que notaba un hueco en mitad del pecho, lloró abrazado a su esposa. Cuando sus lágrimas tocaron la piel de Alisha, el cuerpo de ella se cubrió de un montón de estrellas que brillaban como la plata. Entonces, pensando en los astros que vivían en los confines de su reino y que apenas habían podido disfrutar de la compañía de Alisha, Yamir tomó en sus manos un puñado de esas nuevas estrellas y las lanzó con fuerza al firmamento. Y así, en la Tierra, los hombres que solo tenían luz en las noches de luna llena vieron nacer en el cielo un resplandor blanco y brillante, formado por constelaciones luminosas que no se ocultaban nunca y que les servían de guía en las noches que antes eran de total oscuridad.  

El príncipe suspiró y pensó que él tendría siempre el consuelo de la presencia de su esposa en las nuevas constelaciones que había creado, pero recordó con pena al padre de Alisha. Entonces tomó en su mano la última estrella que quedaba en el cuerpo de su mujer y la partió en miles de fragmentos muy pequeños. Los tomó en sus manos, sopló sobre ellos, y los dejó caer sobre la Tierra mientras pronunciaba unas palabras:

—¡Volad, pequeñas, volad y llevadle a los padres de mi amada la luz de su alma!

Los fragmentos de luz se posaron en el suelo y se convirtieron en pequeños insectos con luz propia que comenzaron a revolotear. Las amigas de Alisha, que bailaban en el claro del bosque, detuvieron su danza para observar mejor aquellas lucecitas.

—¡Qué hermosas son! —dijo una de ellas.

—¡Y con qué gracia se mueven! Su baile es único —dijo otra.

—Podríamos imitar sus movimientos —sugirió una tercera—, y aprender su danza. ¿No os recuerda a cómo bailaba Alisha?

El padre de Alisha, desde la altura de su casa, vio brillar luces en el bosque y, asombrado, comprobó que se movían y se juntaban formando la figura de su añorada hija. Comprendió que, de alguna manera, Alisha había vuelto a él y, después de tanto tiempo, su corazón encontró algo de consuelo.

Yamir, desde el cielo, sintió que el espíritu de Alisha le daba su bendición y, compadecido de su suegro y de los demás mortales, decidió dejar que aquellos pequeños mensajeros de luz, a los que llamó luciérnagas, se quedaran a vivir en la Tierra.

Pawan, arrepentido de su crimen, intentó acercarse a su hermano para pedirle perdón, pero Yamir, con el alma rota de dolor, le volvió la espalda en el instante en que murió Alisha.  Desde aquel día, el Príncipe del Sol se vio condenado a la soledad más absoluta porque, cuando subía a su carro, su hermano abandonaba el cielo para no coincidir con él. Solo muy de vez en cuando se cruzan los caminos de los príncipes y, cuando se enfrentan, la Tierra se oscurece durante unos minutos porque el dolor de Yamir es capaz de eclipsar al mismo sol por mucho que sea su brillo.

Y, desde entonces, cuando hay un eclipse o en algunas noches sin luna, podemos ver a las luciérnagas que iluminan la oscuridad para recordarnos que la luz volverá a brillar en nuestras vidas.

Adela Castañón

Imagen de Artie_Navarre en Pixabay 

Sor Juana: el ansia libre de saber

A Iris Zabala que nos dejó la Segunda Carta Atenagórica. En una noche oscura se la llevó el coronavirus.

El obispo de Puebla estaba tan sofocado que intentaba abrir el balcón del locutorio de las Jerónimas. Dejó en una silla los papeles con los que se abanicaba. Sin ningún esfuerzo se podía leer: Carta Atenagórica de la madre Juana Inés de la Cruz, escrita en mil seiscientos noventa.

Sentado en un sofá verde, como los cortinones de la sala, el señor Inquisidor tabaleaba los nudillos en la mesita de nogal que tenía a su derecha.

—¿Cuánto tiempo llevamos esperando, Excelencia?

—Ilustrísima, casi dos horas —le contestó el Obispo.

—Esto es un desacato a la autoridad. —El Inquisidor se puso de pie—. ¡La monjita se las trae!

—Seguro que se está acicalando, es un poco presumida. Y ya sabe, ponerse los hábitos con refajos y estolas lleva su tiempo.

—No sea ingenuo, señor Obispo, que anunciamos nuestra visita hace más de quince días. Seguro que Sor Juana se trae alguna trapisonda con sus escritos. —Se ponía y se quitaba el añillo—.Y aún le diré más, no me extrañaría que hubiera venido en su ayuda el obispo de Yucatán. ¡Y de ese sí que no me fío!

—No creo. La autoridad de un inquisidor impone mucho respeto. Estará nerviosa ajustándose el escudo de monja que le regaló la Virreina.

—Allí, allí está el problema. No tuvimos que haberle dado permiso para cambiar de orden. Las Carmelitas tienen una regla más estricta. Estas Jerónimas han convertido el convento en una réplica de la corte virreinal. No tienen medida. Tendremos que llamarlas al orden.

—Perdone, Ilustrísima, pero aquí no se dan saraos. Solo tertulias de sesudos intelectuales a las que acuden muchos clérigos de bonete.

—Pues ese es el peligro. Sor Juana no ha entendido que la pasión desmedida por el conocimiento es el mayor de los pecados. Dios echó al hombre del Paraíso por comer frutos del árbol de la ciencia y expulsó del cielo a Satanás, el ángel más inteligente, por querer ser como Él.

—En esto lleva toda la razón.

—Pues en esos papeles con los que se abanica, Sor Juana ha querido superar a los grandes predicadores, aun a costa de caer en alguna herejía. ¡Qué mujer tan osada! —El Inquisidor se volvió a sentar.

—Ya veo que se refiere a la teoría de los favores negativos que Dios nos da. O mejor dicho, a la postura que defiende que Dios no nos pide que correspondamos a su amor, que nos deja de la mano y así aumenta nuestra libertad de corresponderle o no.

—Exactamente. Me alegra que los prelados estén al día en el molinismo. Y que entiendan que Dios nunca nos abandona. Porque si nos abandonara nos haría un favor negativo.

—El molinismo acecha en las almas más puras —continúo el Obispo.

—Excelencia, esta es una herejía muy corriente en nuestros tiempos y hay que reprimirla. Recuerde que, gracias a los jesuitas, desde que ese Luis de Molina la predicó, no ha dejado de extenderse. Y ahora, un siglo después, estamos en las mismas y la Iglesia no ha conseguido erradicarla.

En ese momento oyeron el frú frú de unos hábitos que rozaban la alfombra roja de la gran escalinata que subía al primer piso. En los primeros peldaños una radiante Sor Juana lucía un hábito marfileño de seda salvaje. Encima llevaba una estola negra, también de seda, que estaba rematada por un escudo de monja: un óvalo de cobre enmarcado en el que destacaban los colores de una Anunciación pintada al óleo.

Cuando la vio, el Inquisidor no pudo reprimir una exclamación.

—¡Cuánta soberbia! Ninguna mujer se atrevería a presentarse ante mí como si fuera a una fiesta.

Sor Juana bajó las escaleras con el porte de una virreina. Se acercó al obispo, le besó el anillo. Después se volvió al Inquisidor.

—¿A qué se debe el honor de que su Ilustrísima venga a visitarme en mi locutorio?

Entonces, el Inquisidor, indignado por el trato, le contestó de forma cortante.

—No soy hombre de tertulias ni de saraos. Represento a la máxima autoridad de la Iglesia y me ha traído un asunto grave.

Sor Juana hizo una reverencia y los invitó a sentarse en torno a una mesa labrada con figuras religiosas.

—Vayamos al grano  —comenzó el Inquisidor.

Hizo una pausa y siguió hablando.

—En este mismo locutorio tuvo lugar un encendido debate sobre el Sermón del Mandato, el que el jesuita Antonio Vieyra pronunció en Lisboa antes de que vuesa merced naciera.

—Así es —contestó Sor Juana.

—¿Y vuesa merced le replicó con estos papeles? —El Inquisidor puso sobre la mesa la Carta Atenagórica— ¿Los reconoce?

—Sí, Ilustrísima. Y estaba muy orgullosa de su éxito. Sin ir más lejos, tanto le gustaron al excelentísimo Obispo de Puebla, aquí presente, que los mandó publicar a su costa.

Entonces el Obispo notó que se le hinchaba la vena del cuello. Sacó la Carta Atenagórica y leyó el prólogo que él había añadido por su cuenta. Lo había escrito con su puño y letra y lo firmaba con el pseudónimo de Sor Filotea de la Cruz.

En ese prólogo reprendía a Sor Juana por escribir tantas letras profanas y le pedía que abandonara la teoría de que Dios nos abandona para hacernos más libres. El Inquisidor, satisfecho con la postura del Obispo, inclinó la cabeza en señal de aprobación. A continuación le dijo a la monja que dejara de escribir y que abandonara las tertulias, en las que parecía que solo le interesaba brillar con su sabiduría.

Sor Juana bajó la cabeza y acató las órdenes, pero se sintió como si llevara un solimán en el pecho que no la dejaba respirar. La habían herido donde más le dolía, en su vocación literaria y en su afán de conocimiento. Eso no se lo pensaba perdonar.

Al cabo de unos meses la monja sorprendió a todos con la publicación de un nuevo libro: Respuesta a Sor Filotea de la Cruz. Una enardecida defensa de las letras profanas, y en particular de las escritas por mujeres.

El Inquisidor interpretó la Respuesta como un acto de rebeldía y dictó una orden contra Sor Juana. Mandó a dos súbitos del Santo Oficio a recoger todos sus libros y objetos.

—Ilustrísima, las estanterías estaban vacías. No hemos encontrado nada en todo el convento —le dijo uno de los súbditos, cuando volvió del convento.

—¿Y no les dieron ninguna explicación?

—Sí, Ilustrísima, la madre Juana nos dijo que los había prestado a personas cultas que tenían sed de conocimiento.

—De este caso me ocuparé personalmente —respondió el Inquisidor—. Tengo que mandar quemar esos libros y darle un buen escarmiento. A partir de ahora la encerraré en el convento y solo podrá salir con otra hermana. ¡Se acabaron las tertulias de las Jerónimas! ¡Qué se dedique a la oración y al cuidado de los enfermos como todas las hermanas!

Eso fue un golpe muy duro para Sor Juana. Hasta entonces había vivido dedicada al estudio y a la escritura. De joven había ingresado en la corte virreinal por su inteligencia y sagacidad. Allí se formó y se hizo famosa con el apoyo de la virreina doña Leonor Carreto. Brilló en las tertulias de la Corte y fue a la universidad vestida de hombre. Después se metió monja porque se sentía más inclinada al estudio que al matrimonio. Y en el convento se lo permitieron porque gracias a sus publicaciones entraban pingües beneficios.

Siempre había deseado verse impresa en letras de molde. En vida consiguió publicar la mejor y la mayor parte de sus escritos. Esos que el Inquisidor deseó mandar a la hoguera, sin contar que en los tejemanejes andaba implicado el obispo de Yucatán. El excelentísimo don Juan Ignacio María de Castorena era muy amigo de Sor Juana supuso que iba a tener problemas con la Inquisición. En unas conversaciones privadas entre obispos se enteró de que el Todopoderoso Arzobispo de Méjico, don Francisco Aguiar y Seijas, se había visto retratado en la Carta Atenagórica. Sin pensárselo, el de Yucatán, mandó ensillar su caballo y se presentó en las Jerónimas unas horas antes que el Inquisidor y el Obispo de Puebla.

—¡Buenos días! —le dijo a la hermana portera—. Si es tan amable, dígale a Sor Juana que la espera Juan Ignacio María de Castorena.

Al poco rato apareció con el hábito de lujo, el que se ponía para asistir a los villancicos de la catedral.

—Perdone, Excelencia, pero no lo puedo atender. Estoy esperando la visita del señor Inquisidor y el obispo de Puebla.

—De eso se trata. —Tomó aliento—. Tenemos que poner a salvo sus libros antes de que lleguen.

La tarea les llevó más tiempo del previsto. Cuando Sor Juana bajó al locutorio el Obispo y el Inquisidor llevaban más de dos horas esperando.

A los pocos años, el obispo de Yucatán, publicó reunidas todas sus obras en España.

Se non è vero, è ben trovato.

Carmen Romeo Pemán

Imagen del comienzo. En Wikipedia y varios puntos de la red.

Soy la pluma de doña Angelita

A los hijos y nietos de doña Angelita, que me regalaron su pluma

Desde que Alodia me sonrió con cara de ratón supe que acabaría robándome. Ese día Alodia estaba castigada a no salir al recreo y vio cómo su maestra me sacó del cajón de su mesa. Y no se perdió detalle cuando abrió el cuaderno, me apretó la panza y yo escupí un cuento por mi plumín.

Estaba a punto de acabarlo cuando oí que las chicas volvían. Como no me gustan los barullos, mi punta se cerró de golpe y una gota de tinta cayó al papel. Doña Angelita la limpió con un papel secante. Me puso el capuchón, me colocó encima de un libro.

 —Hala, a dormir, que se te ha acabado la tinta.

Cerró el cajón con llave. Yo pienso que no quería abrir mis tripas delante de sus alumnas, que estaban hartas de las plumas de mojar en tintero. Esas sí que lo manchaban todo. Y no yo. Aunque se me escapaba algún estornudo, era más limpia y estaba preñada de historias maravillosas.

Pero todo empezó un jueves por la tarde. Como no había clase, las chicas venían a limpiar la escuela. Mientras barrían el suelo y borraban las pizarras, doña Angelita se sentaba en un pupitre al lado de la ventana, sacaba una libreta de tapas de hule, me agitaba un poco. Y yo conseguía que los dragones volaran y los duendes encantaran a las princesas.

Aún siento el cosquilleo que me producía la suavidad de aquellos dedos. Y el frío que me entraba por todos los respiraderos si me quitaba el capuchón. Pero en cuanto me lo ponía detrás y me tapaba el culote, la tinta hervía en mis entrañas y empezaban a reñir los personajes que doña Angelita inventaba para sus alumnas. ¿Quién saldría el primero? Pues el que empujara más fuerte.

Pero ese jueves doña Angelita no vino. Precisamente ese día se olvidó de echar la llave. Nada más entrar, Alodia notó que el cajón estaba mal cerrado:

— Hoy yo limpiaré el polvo —les dijo a sus compañeras.

Como restregaba el trapo con mucho brío por encima de la mesa, yo empecé a dar vueltas y me resbalé al fondo. Al momento, tenía encima unos ojos muy abiertos.

—¡Si estás aquí! ¡Vaya sorpresa!

—No te hagas la tonta —le dije. Y se me escaparon unas babas negras por la ranura del plumín.

—¡Quiero que tus historias sean solo para mí!

Sin darme tiempo a contestar, una de las chicas se acercó y le dijo:

—Ni se te ocurra tocarla, que si la echa en falta doña Angelita nos castigará a todas.

Pero Alodia no le hizo caso. Aprovechó un descuido y me metió en su bolsillo. Cuando llegó a casa se escondió en la habitación. De repente noté que mi punta resbalaba por un papel rugoso. Además, Alodia no me cogía con la suavidad de doña Angelita ni me sujetaba bien. Y yo me sentía incómoda y disgustada. Así que empecé a vomitar personajes sucios de tanto navegar por la tinta. Los sacaba envueltos en una nube de humo y parecían deshollinadores.

—¿Qué te has creído? No me tomes el pelo. Sácame a Supermán o a Pocahontas —me ordenó muy enfadada.

Ella quería historias modernas y yo solo me sabía las antiguas. Creía que si me apretaba más la barriga acabarían saliendo. Y me la apretó tanto que me sentí como un calamar acorralado. Le solté un chorro de tinta y le emborroné las cuartillas. Entonces se echó a llorar, me golpeó contra las tapas de su cuaderno y me metió en un plumier que adornaba una estantería al lado de su cama. Esa noche la oí llorar.

Al día siguiente, estaba muy decepcionada conmigo y le contó todo a doña Angelita. Y le pidió perdón.

—Alodia, lo que pasa es que no la has acariciado como a ella le gusta. Por eso saca los chorros de tinta.

—Pues yo creía que estaba preñada. Que nadie le sabía sacar las historias enteras y que siempre le quedaba algún trozo dentro.

Abrió la cartera y me colocó en las manos de su maestra, que se echó a reír y le acarició las coletas.

—Ya veo que no os habéis entendido. Es que las estilográficas solo nos hacen caso a los mayores. Cuando sea muy mayor, te la regalaré. Entonces os entenderéis bien. —Como Alodia no quería hacerse vieja, esto no le gustó.

Al año siguiente, Alodia cumplió once años y se la llevaron a estudiar a un colegio de monjas, justo el mismo año que yo me fui con doña Angelita a un nuevo destino. Allí seguí enhebrando unas historias con otras. Pero, cuando le entraron temblores en las manos, me escondió en una escribanía. De vez en cuando venía a visitarme. Con sus caricias, las caperucitas y los pulgarcitos se desperezaban. Pero ella ya no tenía fuerza para arrastrarme por el papel.

En los últimos Reyes Magos, uno de sus hijos me envolvió con una nota: “Alodia, mi madre siempre quiso que esta pluma fuera para ti”. Encima escribió la dirección y me mandó al PaísdeNuncaJamás.

Estuve varios meses en una estantería. Alodia me miraba pero se hacía la tonta.Se pasaba las tardes leyendo historias de Harry Potter, hasta que un jueves se acercó con un bote de tinta y me dijo:

—Tengo que arrancarte un cuento maravilloso. Uno como esos de mi maestra. Un cuento largo, muy largo, hasta que no te quede nada en el tintero.

Yo no me pude reprimir. Solté un escupitajo negro y, como antaño, le emborroné todas las hojas de su libreta.

—No te lo contaré nunca. Tú no crees en princesas ni en castillos encantados. Yo no tengo las historias que te gustan. Esas igual las encuentras en los bolígrafos.

A los pocos días me vendió a un anticuario. Mis historias y yo nos habíamos convertido en antiguallas.

Ya llevo mucho tiempo en el escaparate viendo pasar a la gente. Ayer entró una niña que arrastraba una mochila rosa con un dibujo de Mickey Mouse y creí que me sonreía. Aprovechó un despiste del dependiente y metió en la mochila el bolígrafo Parker que estaba a mi lado.

Carmen Romeo Pemán

Fotografía propiedad de la autora. La pluma de doña Angelita. Jerez de la Frontera, 2015.

Los días perdidos

Regresarán los días

en los que sentimientos sin nombre

pugnarán por salir de algún rincón del alma.

Días de letargo erótico

de siestas en la playa,

el color y el calor de los rayos del sol

que visten a mi piel con mil tonos de arena.

Días de una brisa cómplice

que se escapa del mar

porque me quiere,

y quiere susurrarme historias como esta,

la historia de un poema

que surge de un cuerpo en cautiverio

y un alma en libertad.

 

Regresarán los días

y, cuando vuelvan,

serán los mismos días y no serán los mismos,

tal vez porque nosotros

sí que habremos cambiado

y seremos distintos.

 

Regresarán los días

y las tardes nubladas del otoño,

serenas y tan grises,

con ventiscas que entonan melodías

hechas de notas tristes,

mil canciones cantadas

por el crujir de muchas hojas secas,

notas escritas sobre el polvo dorado

de una puesta de sol

que se disfruta a la orilla del mar,

o en la cumbre de un cerro,

o en un campo de trigo,

o en el porche de una casa de pueblo.

 

Regresarán los días

cubiertos por la nieve,

con una blanca capa

que tejerá el olvido.

El frío convertirá los riachuelos en hielo,

y cerraré los ojos

y volveré a acordarme de que tú ya te has ido.

 

Regresarán los días

de flores y de aromas,

y volveré a sentirme primavera.

Y atrás se quedarán esas quimeras

que me hicieron llorar.

Y llevaré de nuevo en mi equipaje

la experiencia, los sueños,

la parte más hermosa de mi vida.

 

Regresarán los días

y dará igual que sea

primavera, verano, otoño o invierno.

Nadie podrá quitarme lo que tuve,

y me siento feliz con lo que tengo.

 

Y, en cualquier estación,

y en cualquier día,

yo seguiré escribiendo.

Adela Castañón

Imagen: Erik Tanghe en Pixabay 

Cadenas de amor

Te veo venir con esos andares de oca que fueron lo primero que me llamó la atención de ti el día que nos conocimos. Aquel día, hace ya de eso seis años, tu hijo Enrique te seguía como un patito y sentí un poco de envidia al verlo caminar suelto, sin que tuvieras que llevarlo cogido de la mano como tenía que hacer yo con mi Jaime. ¡Seis años ya!, ¿te acuerdas, Puri? La psicóloga aquella del colegio nos había reunido a varios padres y allí estábamos todos, perdidos como frikis en la Edad Media y con nuestros niños a cuestas, claro. En aquella época era disparatado pensar en ir a ningún sitio si no era con ellos, porque, ¿a quién se los íbamos a dejar? La Cruz Roja nos había dejado un local para reunirnos, y había dos señoras voluntarias con pinta de abuelitas que se encargaron de cuidar a los pequeños en la sala de al lado, mientras todos nosotros, pobres padres náufragos, hablábamos.

Pero eso fue hace seis años y mil vidas. Hoy he quedado contigo para tomar un café como dos madres “normales”. Volvemos a tener vida propia, Puri. Eso que nunca creímos que podríamos recuperar. Veo que te acercas sonriendo, como siempre, y me levanto para darte un beso porque hace siglos que no nos vemos. Eso no importa, porque cuando nos encontramos siempre parece que nos acabamos de despedir. Es lo que tiene compartir esa experiencia de ser mamás de unos hijos especiales. Me miras y tus ojos me preguntan el motivo de mi llamada, de esta cita para tomar ese café que siempre aplazamos. 

Disfruto un poco con el suspense. Espero a que el camarero venga a tomar nota y, hasta que no pone los cafés sobre la mesa, no entro en materia. Uno con leche y sin azúcar para mí. Para ti, uno con doble azucarillo y tu sempiterna palmera de chocolate.

—Sigo siendo una gordita feliz —me dices al verme levantar las cejas.

Yo me río. Las dos nos acordamos de que cuando nos conocimos yo tenía encima quince kilos más que ahora. Te reíste como una loca cuando te dije que no sabía qué hacer para ayudar a mi hijo, y que tenía el problema añadido de que mi frigorífico no tenía candado y mis visitas a su interior, buscando ahí un consuelo inexistente, superaban a las de los videos de Madona en el Youtube. “El chocolate puede ser terapéutico”, me dijiste entonces. Y por lo que veo, te sigues recetando la misma medicina.

Al final te lo cuento sin que me preguntes nada. Sabes de sobra que si te he hecho venir es por una buena razón y que mi noticia caerá por su peso. Cuando te digo que me ha llamado por teléfono la madre de un niño con autismo, tus ojos empiezan a brillar el doble de lo normal, y eso que no te está dando el sol en ellos. Intuyo que adivinas mi historia, pero ninguna de las dos nos queremos privar del placer de compartirla.

Te confieso que he citado a esa madre en este mismo sitio dentro de media hora, y tu sonrisa me confirma que no te importa lo más mínimo. Yo lo sé. Te digo que necesito que estés conmigo para dar credibilidad a lo que voy a contarle. Si somos dos, será menos difícil que nos crea.

—Mira, Puri —te digo—, tenemos que contarle a esa mamá que tú me llamaste por teléfono para invitarme a ir a tu casa hace seis años, después de aquella primera reunión, ¿te acuerdas? Y contarle también lo que te contesté, que sepa que te dije que no, que, si querías, vinieras tú a la mía. —Te miro y sonrío—. ¡Menuda carcajada soltaste, guapa! Todavía no se me ha olvidado. ¡Anda que…!

—Te tendí una trampa —me interrumpes y no me importa—. Sabía que, tal y como estaba entonces tu Jaime, no te atreverías a salir de tu casa para ir a otro sitio de visita. ¡Eso era impensable!

—Por eso te he llamado, Puri. Me ha costado la misma vida convencer a esta mamá para que venga hoy, y sé que no se va a quedar mucho tiempo. Así que necesitaba refuerzos.

Guardo silencio mientras te veo disfrutar con tu palmera. Una mota de chocolate se queda en la comisura de tu boca y pienso que tu sonrisa es lo más dulce del mundo. Parpadeo de prisa cuando recuerdo que aquella primera vez viniste tú a mi casa, con tu marido y con Enrique. Y al ver que no ponías cara de acelga cuando Jaime empezó con una de sus rabietas y a darse golpes en la cabeza, comprendí que todo iba a salir bien. Mientras yo sujetaba a mi niño, tal y como nos había dicho la psicóloga que había que hacer para extinguir esa conducta autolesiva, tú seguiste hablando como si nada. Y tu marido, igual. A veces pienso que aquella rabieta duró tan poco rato porque hasta el mismo Jaime debió extrañarse de que su comportamiento no atrajera tu atención ni lo más mínimo. ¡Pobrecito! Qué poco sabía yo entonces que esas autoagresiones eran una desesperada llamada de ayuda. La intención de sus golpes era la mejor del mundo: reclamar atención. Pero lo hacía de un modo totalmente equivocado, porque no tenía otras herramientas para comunicarse con nosotros. ¡Cuánto hemos aprendido desde entonces!

Estoy tan perdida en mis reflexiones que no me percato de que me estás mirando. Te ríes con ganas.

—¿Te acuerdas de la cara que pusiste cuando te dije aquello, Alicia?

—¿El qué?

—Lo de que tu Jaime me recordaba una barbaridad a mi Enrique cuando tenía su edad. —Me guiñas un ojo—. Pensaste que te estaba regalando una mentira piadosa, ¿eh, amiga?

—¡Cómo no iba a pensarlo, mujer! Que Enrique tenía entonces doce años, hablaba y se portaba como un hombrecito, ¡y mi Jaime, con seis, no decía ni mú y no podíamos casi ni pisar la calle con él, con aquellas rabietas y aquellos pollos que montaba! —Suspiro, pero es un suspiro feliz porque ahora es un muchachito distinto—. Parece mentira que pudiera formar aquellos espectáculos, con lo chico que era entonces.

—Aquello era la guerra, Alicia.

—Y tanto. ¡Si hasta me peleé un día con un vigilante del Hipercor!

—¡Anda ya! Eso no me lo habías contado nunca.

—Bah, fue una de tantas. El pobre hombre se me acercó cuando estaba yo por el pasillo de los congelados. Jaime había pillado una rabieta y como era enero o febrero, no me acuerdo bien, por esa zona no había casi clientes. Me metí allí para ver si se le pasaba, pero una mujer le dijo al vigilante que había una loca en la zona de los congelados que debía haber raptado a un niño, porque lo llevaba sentado en el carrito de la compra sin hacerle ni puñetero caso…

Las dos rompemos a reír tan fuerte que el camarero nos mira y levanta las cejas. Es normal que yo no te creyera entonces, Puri. Ahora lo sé. Jaime ha cumplido hace poco doce años. Tiene ahora la edad que tenía tu hijo cuando lo conocí, y es un perfecto calco de Enrique en aquella época. Seis años me ha costado convencerme de que no me mentías, de que tu Enrique, a la edad de mi Jaime, también pillaba rabietas y se daba golpe tras golpe, quizá luchando como un jabato contra ese autismo que nos vino a todos sin esperarlo, en lugar de aprender a vivir con él para encontrar su lugar en el mundo.

Puri, tesoro, cuando venga esta madre nueva tienes que ayudarme a contarle todo esto. Seguramente no nos va a creer del todo, pero yo tampoco te creí a ti, y sin embargo conseguiste convencerme de que había luz al final del túnel.

Su niño tiene ahora seis años. El otro día fui a su casa a tomar café con ella, porque la invité a la mía, como hiciste tú, y la respuesta fue la misma: “prefiero que vengas tú a mi casa, si no te importa”. Hay que ver como se repite la historia, amiga.

—¿Cuento contigo? —te pregunto.

Mueves la cabeza en una afirmación que no necesito escuchar. Y levantas la mano y le pides al camarero otra palmera de chocolate.

Adela Castañón

Imagen: Analogicus en Pixabay