No puede estar mirándome a mí. Imposible. Será la novedad. A lo mejor en este bar los parroquianos son fijos y, claro, como yo es la primera vez que entro…
… deja de pensar tonterías, Paco. ¿Mirarte a ti? Anda, paga y lárgate ya…
Vale, Cabeza, vale. Vámonos. Seguro que el sábado que viene ni siquiera estará…
*****
¡Qué larga se me está haciendo la semana…! Tengo que acordarme de comprar colonia…
… Paco, ¡no seas gilipollas! Aunque la mona se vista de seda…
De todos modos, me hacía falta colonia. Así que ¡toma chorreón, Cabeza! A ver si así te ahogas y te callas. Vamos a ir al bar. Hoy mando yo, ¿te enteras?
¿Y si está cerrado? ¡Qué nervios!
Uf, abierto… ¿Entro o doy media vuelta?
… Paco…
¡Cállate, Cabeza! Vamos a entrar. Y hueles muy bien. Por favor, por una vez, no me fastidies.
Mira, ahí está, y es tan guapa… Y yo tengo un poco de barriga y tú poco pelo, ¿y qué? Me mira a mí, ¡nos está mirando!
*****
–Francisco, ¡Francisco! –La voz de la abogada interrumpe el monólogo de Paco, que mira a su alrededor extrañado. Había olvidado que estaba en la celda–. Le decía que si puedo grabar su declaración.
–Claro, grabe, grabe.
La abogada saca una grabadora del bolso, la pone sobre la mesa y pulsa un botón. Un diminuto punto rojo empieza a parpadear. Los ojos de su cliente vuelven a nublarse. Un hilo de baba chorrea por la comisura izquierda de su boca. La letrada se estremece, aunque en la celda no hay aire acondicionado y el ambiente está cargado de olor a sudor y a otras cosas que prefiere no identificar. Se siente invisible. Su cliente la mira, pero no parece verla. Habla como si ella no estuviera allí. Pero necesita conocer los detalles, las circunstancias, el móvil, si quiere preparar una defensa aceptable. Tendría que haber puesto la grabadora en marcha al principio de la entrevista. ¡Maldito turno de oficio! Le tocan todos los locos. Pero hay muchos recibos que pagar a fin de mes.
–¿Por qué lo hizo?
–En defensa propia. Ella tenía el arma más poderosa del mundo, y yo era su objetivo. Tenía demasiado amor. Me quería demasiado…
… Paco, eres una causa perdida…
¡Que te calles, Cabeza! Tú eras la que estaba equivocada, acuérdate. Al final todo fue bien, no me dejó en ridículo delante de nadie, no había ninguna apuesta de esas de cómo enamorar a un tonto en una semana ni nada de eso…
Qué guapa eras, María, ¡tan guapa…!
Y me querías de verdad, con toda tu alma. ¡Qué pena que toda tu alma fuera demasiado! Al principio me gustaba que sonrieras así, con la boca abierta, cuando entrabas adonde yo estaba. Me morí de gusto cuando comprendí que tenías que hacerlo porque necesitabas suspirar al verme, y yo nunca había inspirado unos suspiros tan profundos, tan intensos, tan…
… dilo, Paco, dilo de una vez, ¡cojones!…
Eran suspiros absorbentes. Como tú. Creo que como no podías respirarme a mí lo intentabas con mi espacio, con mi olor, como si mis ideas y mis sentimientos me rodearan y así, respirando hondo, pudieras quedártelos solo para ti. Sin compartirme con nadie. Me querías demasiado. Tenías demasiado amor…
La abogada ha estado en mil celdas antes, pero esta le parece la más pequeña de todas. La porra de un vigilante golpea de refilón un barrote y el ruido le suena como la nota desafinada de una canción de amor obsesiva y extraña en la que su cliente es el autor de la partitura. Aun así, esos argumentos no van a sacarlo de la cárcel. Él podía haberle dicho algo, piensa la letrada.
–Le dije cómo me sentía.
La mujer da un respingo. “¿Lo habré dicho en voz alta?”, piensa. No, no lo ha hecho. Seguro. Él continúa hablando y su mirada se pierde de nuevo.
¡Eras tan buena, María! Me dejaste espacio. Ir de pesca con mis amigos, cañas en el bar, todo. Sin whatsapps, sin mensajes. Y cuando volvía a verte no había reproches, ni preguntas, ni suspiros ni ojeras. Y todo marchó bien hasta que fuiste a aquella despedida de soltera. Fue la noche más larga de mi vida. Al día siguiente tú estabas igual que siempre, pero supe que no podría pasar otra noche así en mi vida, y te pedí matrimonio y aceptaste. Y nos casamos.
… acuérdate de los niños, Paco…
¡Cállate, Cabeza!
Ay, María, si no hubieras tenido aquellos abortos, si yo hubiera podido repartir el peso de tu amor con uno o dos niños…
No debiste decirme que era tonto seguir intentándolo, que te los seguirías quitando y que lo hacías por mí, para que nadie me robara tu cariño, que era y sería siempre solo mío…
La abogada se estremece. Consulta sus notas. Según los vecinos eran el matrimonio ideal, con mala suerte en los embarazos. El dato cobra ahora un significado macabro. Mira a su cliente y se echa hacia atrás en la silla con fuerza. Sus ojos no son opacos. Ahora son dos puñales. Y la taladran.
–La maté para no faltar al juramento que le hice cuando nos casamos –la voz del acusado ha bajado una octava–: que nunca estaría con otra mujer mientras ella viviera. Me acostumbré a vivir casi sin aire, y cuando ella se dio cuenta me quiso devolver lo que era mío. Me hablaba a todas horas, me hablaba sin parar. Me envolvía con su aliento, con sus mimos. El forense dijo que María murió porque le reventó el corazón, pero lo que le reventaron por dentro fueron todas las palabras que no pudo soltar cuando le tapé la cabeza con el cojín. Si las hubiera dejado salir habrían terminado por robarme el poco aire que me quedaba.
Paco mira a la letrada, y termina su declaración:
–María murió por culpa del amor. Fue una sobredosis. Tenía demasiado amor. Me quería demasiado.
Mi publicación de hoy no es una reseña de un libro en sentido estricto. Tampoco es un artículo. Ni un relato. Si pretendiera hacer con esta entrada cualquiera de esas tres cosas, no le haría justicia a la historia que Iciar de Alfredo comparte con todos nosotros en su primera novela: Por qué lloras. Así que lo que voy a contaros es otra historia, o una parte de ella: la parte que conozco personalmente. Porque creo que vosotros, lectores, quizá podáis saborear todavía más el libro si tenéis acceso a los preliminares que rodearon su gestación. Será un poco como esas películas en las que, a veces, se añaden simpáticas tomas falsas que las enriquecen sin lugar a dudas. Así que vamos al lío.
Mis motivos
No sé hacer reseñas de libros. Es más, creo que sería una pésima reseñadora porque tengo el inoportuno don de hacer spoilers a las primeras de cambio. Tampoco me he esforzado nunca en explicar los puntos fuertes por los que me gusta o me deja de gustar una novela. Me limito a disfrutar, o no, de su lectura, si bien es cierto que desde hace unos años, de manera inconsciente, se me sube al hombro un pequeño diablillo crítico que, a veces, solo a veces, me señala algún fallo en la coherencia de la historia, o en el narrador, o en la técnica. Por suerte no es lo habitual, y sigo siendo capaz de saborear una historia sin tener que ponerme unas “gafas de bruja” de las que os hablaré luego.
Entonces, me preguntaréis, si no sé hacer reseñas, ¿qué es lo que os voy a contar, y por qué quiero contarlo? La respuesta es bien sencilla. He tenido la inmensa alegría y el honor de haber sido lectora cero de la novela de mi amiga Iciar. Y, como he visto de cerca el crecimiento de la historia, de sus capítulos, como la he visto crecer hasta convertirse en el precioso libro del que os hablo, necesito que sepáis cómo y por qué se gestó. Así. Sin más.
La autora. Iciar de Alfredo
Conocí a Iciar en 2016. Las dos nos habíamos matriculado en el segundo curso del Itinerario de Novela de la Escuela de Escritores. Por aquel entonces, el itinerario eran tres cursos; ahora son dos que se complementan con un curso adicional pero independiente, el Laboratorio de Novela. El nuestro fue un conocimiento virtual, ya que la Escuela está en Madrid y todos los cursos que he hecho, y ya van unos cuantos, han sido online. Tengo de ese curso, como de casi todos los cursos de la Escuela, un recuerdo maravilloso. El profesor, Fernando Maremar, se dejaba la piel en los comentarios que nos hacía, en sus explicaciones, y no solo era eso; consiguió, al menos en mi caso, y creo que en el de otros compañeros, que nos enamorásemos de lo que es “escribir”, del mundo que nos ofrece un folio en blanco cuando se entrega sin reservas para que volquemos en él lo que queramos. Iciar estaba repitiendo ese curso y recuerdo que eso me llamó mucho la atención. No negaré que, al principio, compartí esa extrañeza con Carmen, Carla y Mónica, compañeras de cursos anteriores que también estaban matriculadas en ese, pero pronto comprendí sus motivos: había repetido por el profesor, y lo cierto es que valía la pena. Ya lo he dicho, pero lo repetiré: Fernando Maremar no solo sabía enseñar. Sabía también transmitir el amor por la escritura.
Iciar y yo pronto empezamos a llamarnos entre nosotras “gemelilla”. Nuestra manera de escribir, nuestros estilos, eran de una similitud alucinante. A las dos se nos escapaban los adjetivos como churros, por no hablar de las explicaciones innecesarias. Éramos incapaces de sacrificar una palabra bonita, una aclaración de algo, y nos costaba la misma vida sacar las tijeras de podar para mejorar nuestros textos y despojarlos de toda floritura superflua que no les aportara nada. ¡Cómo dolía eso!
Mi gemela literaria y yo teníamos otra cosa en común: las dos éramos madres de unos seres especiales. Para mí, mi Javi, con su autismo y su alegría de vivir. Para ella, su Ici, protagonista de Por qué lloras, con la misma alegría de vivir que conservó hasta el final y que dejó, como regalo increíble, a su familia.
Iciar y yo nos conocimos en el segundo año de los tres que formaban entonces el Itinerario de Novela y me extrañó que, a finales del curso, ella dejara de entregar los ejercicios. En mi experiencia, los abandonos de alumnos se suelen dar al principio, pero tampoco teníamos entonces confianza como para preguntar. La eché de menos también al comienzo del curso siguiente. Me había acostumbrado a sus acertados comentarios a mis ejercicios y admito que también yo disfrutaba lo mío comentando sus tareas. Nos parecíamos tanto que, creo yo, las dos detectábamos en la otra los fallos que no sabíamos ver cuando los cometíamos al escribir. Éramos a veces tan exhaustivas en buscarnos los errores que acuñamos esa expresión, la de ponernos “las gafas de bruja”, para referirnos a esas críticas que podrían parecer despiadadas a quien no nos conociera, pero que nosotras adorábamos porque siempre iban repletas de cariño y de afán constructivo.
A poco de empezar el tercer año del itinerario de novela, Iciar volvió a aparecer por los foros. Todos nos quedamos destrozados cuando supimos el motivo por el que había estado ausente: su niña, su Ici, ya era un ángel.
Mentiría si dijera cómo me sentí al saberlo. De aquello solo recuerdo mi pena. Una pena enorme y una admiración sin fin por mi amiga, por esa amiga que volvía a buscar en las letras un consuelo que su alma necesitaba. Creo que lo encontró, y la prueba es la imagen que acompaña a este texto: empezó a escribir, y escribió, y escribió. Y llegamos a Por qué lloras.
El libro. Por qué lloras
Terminamos el tercer año del itinerario de novela. En junio de ese año, 2018, varios alumnos fuimos a la fiesta de la Escuela de Escritores en Madrid, y allí nos pusimos cara y voz. Mis amigas de Letras desde Mocade, Carmen, Carla y Mónica, y yo misma, ya nos habíamos conocido físicamente en la fiesta de dos años antes. Pero ese año fue todavía más especial. Iciar, que vive en Madrid, se encargó de organizar una cena para todo el grupo después de la fiesta de la Escuela de Escritores. Aparte de las cuatro “mocadianas” estuvo también nuestro profe de ese año, Ismael Martínez Biurrun, otro “crack” que pasó con nota la prueba de superar el listón tan alto que había dejado Fernando Maremar. Carmen llegó desde Zaragoza, Carla desde Barcelona, Mónica nada menos que desde Bogotá, ¡era la segunda vez que nuestra Moni cruzaba el charco, y para asistir de nuevo a una reunión mágica! Y, además, estuvo Mila, nuestra compañera y artista polifacética, que ya ha publicado su novela, Mukimono, que podéis conseguir y disfrutar aquí, y que, además, se ha alzado hace pocos días como ganadora del premio Latino Best Book Award, en la categoría libros de misterio. Ahí es nada, ¡ganar un premio entre todos los libros escritos en español en los Estados Unidos!
Cena de amigos después de la fiesta de la Escuela de Escritores
Recuerdo la jornada con un cariño especial. Mi hijo, Javi, me había acompañado, y pasar el día con él, con mi profe y con mis amigas, fue aún mejor de lo que esperaba, ¡y esperaba mucho! La química entre el grupo fue perfecta. Y cuando nos separamos todos nos sentíamos más unidos, si era posible.
Iciar nos comentó entonces que estaba escribiendo un libro porque necesitaba contar la historia de Ici. Yo andaba también entonces hilvanando lo que sería el borrador de mi primera novela, ¡a la que estoy poniendo ya el punto final de la fase de corrección!, y las demás, Carmen, Carla, Moni y Mila, también compartieron con nosotros sus proyectos. Mila ha sido la primera en publicar, y su Mukimono ocupa hoy un puesto de honor en mi biblioteca.
La cosa podría haber quedado ahí, pero poco después Iciar se puso en contacto conmigo para pedirme un favor: quería que fuese su lectora cero y que le ayudara a corregir su novela.
A mí me hizo mucha ilusión porque, entre otras cosas, yo no sabía lo que era eso de “lector cero” hasta que me metí en estos fregados de escritura. Y lo de meterme a correctora, pues casi que tres cuartos de lo mismo. Pero que mi gemelilla me pidiera eso me llegó al alma y le dije que sí, sin darle más vueltas y con una alegría tonta y loca. Creo que no pensé bien en dónde me metía. Aunque os digo una cosa: me alegro de no haberlo meditado y de haber aceptado del tirón. Me hubiera perdido una experiencia de vida maravillosa.
El caso es que Iciar fue muy clara al decirme lo que esperaba de mí. Si mal no recuerdo, sus palabras fueron algo así como “Mira, gemelilla, tú sabes de qué va mi novela de sobra, se la he dado a leer a mi familia y amigos, y todos me dicen que está genial porque, claro, ¿qué van a decir? Pero yo quiero contar una historia, no escribir un folletín al estilo de “La casa de la pradera” (una serie de televisión de hace más años de los que quiero acordarme, en los que raro era el episodio en que los telespectadores no acabábamos nadando en llanto ante los dramones de la familia Ingalls). La historia de Ici, su vida, está llena de momentos muy duros, pero también de luz, de alegrías, de batallas ganadas, y yo quiero contar eso”. Comprendí enseguida lo que Iciar me pedía: que me calara las gafas de bruja y que le corrigiera todo lo que quisiera sin reparos. Y yo, inconsciente y con un subidón de autoestima por lo que se me pedía, dije que sí, hale, que me tiraba a la piscina.
Y vaya si me tiré. Es más, en cierto sentido, casi casi hasta lo hice en sentido literal. Que ya lo vais a entender cuando pase al siguiente apartado:
Orcas en la piscina
Al principio, mi labor de correctora fue sobre ruedas. Al tener un estilo tan parecido, no me costaba trabajo descubrir, por ejemplo, los adjetivos sobrantes o las explicaciones de más. Recuerdo uno de los primeros capítulos, cuando Iciar escribió que volvía de la cocina al dormitorio de Ici con el dalsy y el termómetro en una mano, y un vaso de agua en la otra, o algo así. Le dije entonces que bastaba con decir que volvió de la cocina con esas cosas, y que no hacía falta que dijera que las llevaba en la mano, que el lector sería capaz de suponer que no se había puesto el vaso sobre la cabeza ni que llevaría el termómetro en la boca. En fin, esos comentarios con vena humorística creo que nos salvaron a las dos a lo largo de los meses que duró nuestro trabajo en común. Cuando llegaban los momentos duros solo teníamos que recordar cualquier chorrada de esas para sonreír y seguir avanzando. Y os voy a contar aquí cuál fue el momento cumbre de esa labor de corrección, porque el chascarrillo nos hizo reír tanto que me apetece compartirlo con todos vosotros.
Veréis, en un capítulo Iciar cuenta que Ici se está bañando con amigas y primos en la piscina, y explica que alrededor de los niños revoloteaban pequeños insectos de un tamaño así, y asá, y que esos bichitos abundaban en esa época del año, y que era por la humedad, y que se llamaban “aclaraguas”, creo recordar, y no sé cuántas cosas más que no sé si las buscaría en algún artículo de Wikipedia de zoología de insectos piscineros. El caso es que el párrafo, porque era todo un párrafo, zumbaba en mis oídos lectores como debían zumbar los dichosos bichejos aquella tarde. Y, para no andarme por las ramas, creo que lo señalé entero y, al margen, puse algo así como comentario: “Mira, gemelilla, ya puedes quitar todo esto. Basta que digas que por la piscina revoloteaban unos insectos incordiosos, aclaraguas, y punto pelota. Aunque elimines esa explicación no corres el peligro de que el lector piense que lo que había en tu piscina eran orcas”.
Bueno, todavía hoy, cuando nos acordamos de aquello, a las dos nos entra la risa floja. A veces hemos llegado incluso a bromear con escribir algún relato de humor que se titule así, “Orcas en la piscina”.
Para terminar, o casi, que todavía queda algo más
Iciar me mandó hace unos días por Whatsapp la foto de los ejemplares de su libro que, por fin, ha recibido. Y me entró tanta alegría que le dije que me apetecía escribir una reseña de su libro, aunque, como advertí al principio, esto no es propiamente una reseña, pero me da igual.
Hace poco publiqué una entrada compartiendo con vosotros, lectores, la noticia de que mi novela está también ya cerca del canal del parto. Quizá por eso soy ahora más capaz de entender cómo ha debido sentirse mi querida Iciar durante estos meses de espera. Es una sensación que, al menos a mí, me recuerda a los últimos meses de embarazo. Siento que mi criatura ya tiene forma y sé que se acerca el momento en que dejará de pertenecerme para ser propiedad de los lectores, para formar parte de ellos, que volará lejos de mí. Y ahora, al ver que Por qué lloras llega a mis manos, esa sensación de duelo extraño se desvanece, se convierte en una alegría compartida y en un estímulo para ese último empujón que me queda hasta conseguir ver mi historia igual que he visto ya las de Mila e Iciar.
Y por eso, porque adoro escribir, porque he tenido los mejores profesores y compañeros en mi aprendizaje, y porque estos cursos no solo me enriquecen como escritora, sino también como persona, quería contaros lo que os he contado.
Y aquí viene el algo más
Terminé de escribir esta reseña y me acordé de todas esas personas maravillosas que he mencionado, de todos los que hemos acompañado a Iciar en su viaje por la escritura, y pensé que ahora se sentirían felices al saber que Por qué lloras ha visto la luz. Así que se me ocurrió preguntarles si querrían aprovechar este artículo para decirle algo. Por supuesto hay muchos más de los que aquí menciono, y a todos ellos también les dedico un cariñoso recuerdo. No están aquí por razones de espacio, porque solo he convocado a los que escriben a continuación. Quiero aclararlo para que nadie piense que hay ausencias voluntarias. Sé que, si me hubiera puesto en contacto con más personas, este artículo tendría, como mínimo, la extensión de una novela. Por eso tuve que conformarme con elegir una pequeña muestra de ese gran mundo de amigos de letras.
Así que, Iciar, aquí hay algunas personas que tienen algo que decirte. Te dejo con ellas:
TUS AMIGAS
Carla Campos
Desde siempre se ha dicho que los novelistas deben escribir sobre lo que conocen. Si nos guiamos por ese consejo, se supone que lo más sencillo sería escribir sobre tu propia vida. Sencillo. Pero para mí es una de las tareas más arduas que hay. Pocas cosas son más complicadas que ponerle palabras al amor por un hijo, a la calidez de una mirada, al sabor de un abrazo espontáneo. Tan difícil y, sin embargo, Iciar lo hace con soltura, con un amor que supura en cada palabra, que baila con cada letra. Ha sido un honor ver crecer esta historia y, sobre todo, compartir un pedacito de la vida de Ici.
Carmen Romeo Pemán
No siempre la verdad de los hechos coincide con la verosimilitud literaria. Si esto sucede estamos ante un texto excepcional, por su calidad literaria y por la fuerza de la verdad.
Pues este es el caso de Por qué lloras de Iciar de Alfredo. Ha conseguido contar con distancia, y con desgarro, las vivencias de una enfermedad incurable que se llevó muy pronto a su hija Ici. Lo realmente impactante son el tono sereno y la invitación a celebrar la vida. Por qué lloras, además es un libro de ayuda, no de autoayuda. La Ici que aparece en estas páginas puede ayudar a otras Icis a llevar mejor su problema y a aceptar con alegría el paso de convertirse en ángeles.
Solo un alma grande y generosa, con una inteligencia fuera de lo común, es capaz de sobreponerse a un dolor trascendente y ofrecer en unas páginas, muy bien escritas, una invitación a seguir celebrando la vida. Gracias a una madre coraje, gracias a Iciar de Alfredo, Ici ha conseguido entrar en la inmortalidad. Porque esa es una de las virtudes de la literatura, convertir en inmortal lo que celebra en sus páginas.
Os invito a leer una novela hermosa, bien escrita y bien construida. Os invito a descubrir como del mayor dolor humano pueden surgir las páginas más bellas.
Gracias, Iciar de Alfredo, por este regalo. Gracias por escribir tan bien. Gracias por ser como eres.
Mónica Solano
Cuando Iciar nos compartió que su novela estaba lista, me dio un salto en el corazón y todos lo vellitos de los brazos se me erizaron, como si una corriente eléctrica me inundará todo el cuerpo de repente. Era una noticia maravillosa, porque había tenido la oportunidad de compartir una parte importante de la gestación de su obra y enterarme de que había salido a la luz me llenó de felicidad. Ver nacer esta historia y ser testigo de cómo Iciar nos deleitaba con la dulzura de sus palabras en cada avance de Por qué lloras, fue algo muy especial para mí. Siempre me ha costado montones mostrarle al mundo mis textos, porque temo que en mis palabras se desnude demasiado mi alma y ver como Iciar en cada párrafo se entregaba por completo, entregaba lo mejor de ella, de su historia, de esa parte tan intima de su vida, me hizo recordar, muchas veces, por qué me gusta tanto escribir. El tiempo pasa y a veces es inevitable volver de nuevo a la oscuridad en donde los miedos abrazan como un corsé victoriano. Por fortuna, llegan a nuestras vidas obras como Por qué lloras que nos devuelven a la luz, que nos llenan de amor y nos inspiran. Solo resta decir: gracias, hermosa Iciar, por regalarnos tanta luz con tu novela y por recordarme la importancia de la escritura como herramienta de sanación.
Mila Tapperi Hajjar
En noviembre del 2019, en la mesa de un restaurante de Madrid, los comensales hablaban y decidían entusiasmados qué comer. Todos menos dos mujeres. Ellas estaban extasiadas, una al lado de la otra, viendo la pantalla de un celular. Esas mujeres éramos Iciar y yo y en la pantalla estaba el boceto de la portada y la contraportada de «Por qué lloras». Ella veía a su bebé y yo a mi «sobrino».
No es fácil explicar lo que me une a Iciar y a ese grupo tan especial que menciona Adela. Creo que escribir y dejarnos leer por la otra ha sido un poco salir de nuestra zona de confort y mostrar nuestro yo más vulnerable. Nos hemos expuesto y, por lo menos para mí, ha sido liberador. Por eso, a pesar de la distancia física, se ha creado una forma de intimidad profunda que no se siente con cualquiera.
Esa noche me sentía honrada de haber recorrido junto a Iciar una parte del camino que la llevó a transformar su pena en un acto de amor.
No veo la hora de tener ese «sobrino» en mis manos, reconocer parte de sus páginas y descubrir otras. Sé que a este se sumarán los otros bebés del grupo, los espero con los brazos abiertos y los lentes puestos.
TUS PROFESORES
Fernando Maremar
Como ocurre a menudo con las personas que merecen la pena, Iciar cambió mi vida. Ella fue la primera alumna a distancia a la que conocí en persona. Tras varios años impartiendo cursos en internet para la Escuela de Escritores, rechazaba una y otra vez las propuestas de encuentros que me proponían los alumnos. Pero Iciar, además de apuntar buenas maneras como escritora y de ser una persona ejemplar, poseía ese suave tesón, franco, inocente, hermoso en su pureza, parecido al de una niña cuando insiste en tirar de tu camiseta para que, sí o sí, pruebes su helado de frambuesa.
Así que allá fui, a tomar un café con Iciar.
Y lo que hallé fue, efectivamente, una persona maravillosa, que me hizo ver a mis alumnos, para siempre, de una forma muy distinta a cómo los había concebido hasta entonces. Sin que ella dijese mucho, porque como buena escritora escucha más que habla, el brillo de sus ojos oscuros me confirmó su pasión por las palabras, así como su compromiso con el camino de la escritura, que a mi parecer empieza y acaba en uno mismo, aunque pase por numerosos lectores.
Tiempo después, tras los muchos vericuetos de la vida y de la literatura, me dijo que iba a escribir sobre su hija, Ici, que nos había dejado hacía unos meses tras una larga enfermedad. Entonces comprendí que lo lograría. Que por fin traduciría esa suave insistencia suya en el libro con el que soñaba, y que hallaría en la escritura lo que siempre sentí que buscaba en ella: un camino de aprendizaje, verdadero, que te abre la consciencia a la vez que te revela los misterios del universo.
Ese es el libro que ahora me ofrece, con su elegante inocencia, tirándome otra vez de la camiseta. Y me vuelvo hacia ella y lo recibo con las palmas abiertas y una sonrisa plena, como quien va a acoger en sus brazos, por primera vez, a uno de sus nietos.
Su hija, convertida en ángel, bate las alas desde el cielo. Se la ve encantada de que su madre también haya aprendido a volar, y de que ella, Ici, haya ejercido como instructora principal durante las lecciones finales de vuelo.
Ismael Martínez Biurrun
Cuando alguien pone un trozo de su alma en lo que escribe se nota inmediatamente. No importa si la historia tiene forma de thriller y todos los personajes llevan nombres inventados: la verdad está ahí. Con una serenidad insólita para una primera novela, Iciar ha sabido plasmar en estas páginas el vértigo y la luz, la emoción y el dolor del simple acto de vivir…, sobre todo cuando ese vivir supone sobrevivir a quienes más amamos. Fue un privilegio ser testigo de la gestación de esta historia, y estoy seguro de que sus lectores encontrarán en ella la misma autenticidad. Te deseo toda la suerte del mundo, Iciar.
Despedida
Por qué lloras tiene una historia detrás. Y os he dejado entrever un trocito de ella.
Pero no os engañéis. Lo mejor de todo, sin lugar a dudas, es dejaros ganar por la historia. Si queréis disfrutar de Por qué lloras, podéis obtenerla aquí. Y para conocer un poco más a la autora, podéis asomaros a esta entrevista con ella.
Dos joyas en mi biblioteca
Adela Castañón
Imágenes: cedidas por Iciar de Alfredo, Mila Tapperi Hajjar y Adela Castañón
A Inmaculada Martín, que me lo inspiró con su cuaderno de dibujos
Estaban dando las nueve de la mañana en el reloj de la audiencia cuando llegué a la Facultad de Filosofía muy sofocada. Acababa de tocar el timbre de entrada a clase, pero algunas de mis compañeras se habían quedado rezagadas en la escalinata principal.
—Chicas, esperadme, que ya llego.
Subí las escaleras de dos en dos y me uní al grupo.
—¡Menos mal que me habéis esperado! Así mejor. —Tomé aliento—. Este profesor es muy raro y no le gusta que lleguemos tarde. Si abrimos la puerta todas juntas yo creo que nos dejará pasar
—Pues no lo sé —me contestó la de la cazadora vaquera—. Ya sabéis que no quiere que nadie entre detrás de él.
—Y luego se pasa la clase charra que te charra con los alumnos. Siempre nos cuenta las mismas batallas —dijo otra, que ese día se había puesto tacones. Las demás llevábamos deportivas.
Como yo llegaba muy excitada, comencé a hablar sin parar.
—Perdonad el retraso. Pero no he podido correr más. ¿A qué no sabéis qué me acaba de pasar? ¡Jo, qué fuerte!
Cuenta, cuenta, dijo la de mi izquierda.
—Pues nada. Que venía en el tranvía, de repente ha frenado en seco y nos ha tirado al suelo. Todo el mundo ha empezado a gritar. El tranvía se ha parado y hemos bajado a ver qué pasaba. Y, justo delante, había una señora temblando de miedo. No la ha atropellado. Pero le ha ido por los pelos. ¡Menos mal! El tranvía ni la ha rozado.
Un ¡oh! generalizado me animó a seguir.
—Entonces, al ver que estaba bien, la gente ha comenzado a gritarle y he oído a uno que decía: “Una vieja tenía que ser. Y además mujer. No hay derecho que no respeten los semáforos y pongan en peligro la vida de los demás”.
—¡Joder! Siempre lo mismo —terció la que tenía justo enfrente de mí—. Estas cosas me encorajinan.
—Pues espera —continué—. Me he acercado a ver a la vieja. Y resulta que no era tan vieja. Mirad qué casualidad, era mi amiga Pilar, que tiene unos treinta años.
—Esa que nos contaste que la habían operado de un pecho —volvió a intervenir la de los tacones.
—Sí, esa. Lo que pasa es que con eso de la quimio la han dejado hecha una piltrafa. A mí también me ha parecido muy mayor.
—¡Pobre! —me contestó la misma
—Es que llevaba un pañuelo que le tapaba toda la cabeza y un sujetador que, como se le adaptaba mal a la teta que le queda, la inclinaba hacia adelante.
Les conté que cuando me acerqué a ella me quedé de una pieza. Que casi no me atrevía a decirle nada. Que había desaparecido la universitaria que hacía unos meses solo pensaba en mejorar su inglés y hacer varios másteres. También les dije que supe reaccionar a tiempo. Cuando le pregunté:
—Pilar, ¿qué te ha pasado?
Se volvió hacia mí y me reconoció.
—Pues, nada. Estaba en las musarañas y no me he dado cuenta de que pasaba por delante del tranvía. Yo creía que los males siempre les ocurrían a los demás. Nunca hubiera pensado que un cáncer me podría tocar a mí. Y ¿sabes que es lo peor? Pues que no me he dado cuenta de que cruzaba la calle. Que siempre, siempre, voy por el paso de peatones.
Mis compañeras miraron sus relojes y yo abrevié:
—Así que la he acompañado hasta su casa, un par de calles más arriba. Por el camino me ha dicho que eso le ha pasado en el momento en que se acababa de enamorar y había encontrado trabajo. Al despedirnos me ha soltado: “La vida no es justa. ¡Tantos años estudiando y luchando para conseguir un trabajo! Y ahora, de repente, todo se me viene abajo”.
La de la cazadora vaquera me apretó el brazo y dijo.
—¡Vaya putada! No sabes cómo lo siento.
Yo me pasé las manos por la cara, ajusté los papeles de la carpeta y comenzamos a caminar hacia el aula. Cuando íbamos a llamar a la puerta, les dije:
—Bueno, el caso es que con todo este barullo se me ha hecho tarde. Y ¡vaya susto que llevo! Aunque esto es solo un aviso, cualquier día nos puede pasar a nosotras.
—¡Anda ya! No pienses en eso. Ya veremos qué nos toca. De momento carpe diem, como dice el profesor de Latín —contestó una que había estado escuchando sin decir nada.
Mientas tanto la de los tacones golpeó con los nudillos y salió el profesor con cara de pocos amigos. De repente oí una voz ronca:
—Que sea la última vez. La próxima, aunque vengáis en grupo, no os dejaré pasar.
Cuando dieron las seis en el reloj de la torre, me levanté de un salto y me quité las legañas con el agua que quedaba en el barreño de fregar las cazuelas. Me asomé a la ventana y vi que el humo de las chimeneas ya se disolvía en la luz clara de la mañana. Así que, sin perder tiempo, cogí la escoba y bajé a barrer la calle. Aproveché que aún no había salido mi vecina y me asomé a la barbacana del Terrao. Achiqué los ojos y miré el camino de Valzargas. Como teníamos miedo a los maquis, me puse a mirar a ver si venía algún hombre por la Collada de San Jorge. En esas estaba, cuando Andresa, la que teníamos por muda, me tocó en el hombro.
—Buenos días, Andresa.
Pronuncié despacio y claro, por tenía que leer en los labios. Pero oía bien, que sin mirarme, levantó el puño.
—A mí no me saludes así, hijaputa.
Como yo no era de las que levantaba el puño ni me gustaban broncas, me puse a barrer rezongando: “Si ya lo digo yo, con eso de que todos dicen que es muda, parece que no se entera de nada. Y es la más alcahueta del pueblo. Que ninguno sabemos si era muda antes de llegar al pueblo. Que ya era moza cuando vino con unos arrieros y aquí la dejaron sola”.
Mientras tanto ella se metió al patio y salió con una hoz roñosa. Avanzó hasta la pared del huerto y cortó las hierbas que asomaban. Cuando acabó recogió la hoz en su casa.
Al poco volvió a salir y me soltó un gruñido. Como la noté más alborotada que otros días, le pregunté:
—Oye, ¿has oído el barullo que se ha montado esta noche con el caballo negro de casa Fontabanas?
Movió la cabeza de un lado a otro, como cuando se niega algo con fuerza.
—Pues verás, a eso de las doce nos han despertado unos relinchos y unas coces en la pared.
Andresa se acercó un poco. Se sujetaba la cara con las manos.
—No te hagas la tonta. Que tú también los has tenido que oír. Desde mi ventana se veía una sombra en tu ventanuco. Seguro que estabas escuchando.
Se tapó la boca como si fuera a dar un grito. Yo seguí hablando.
—Al principio creímos que José había muerto en el monte y que el caballo volvía enloquecido.
Las muecas de Andresa le estaban deformando la cara por momentos.
—Además la madre de José nos dijo que sabía que le iba a pasar algo, que ese día se había ido al monte sin santiguarse ni tocar el San Cristóbal de la puerta.
Andresa se tapó la cara con las manos, como si fuera a llorar. Pero yo no me amilané con sus gestos.
—Mira, la vieja se equivocó. José no está muerto. O por lo menos eso dijeron unos embozados que llegaron corriendo detrás del caballo.
Se quitó las manos de la cara y se me acercó aún más. Ahora no se perdía ni un detalle de lo que le contaba.
—Tú sabías lo que iba a pasar. Por eso no te asomaste por la mañana, cuando la vieja salió a la calle rogándole a su hijo que no fuera a Valzargas.
Sin dejarme acabar, se dio media vuelta. Por debajo del delantal le asomaban unas zapatillas agujeradas y una saya pardusca que le llegaba hasta los tobillos.
—Me da igual lo que hagas. Sé que tú avisaste a los de la Resistencia, a los que iban buscando a José. Sé que tú les dijiste que ese día iba a ir a segar a la partida de Valzargas.
Cuando estaba entrando en el patio, levanté la voz un poco más.
—No te vayas, mala pécora. Tienes que escucharme.
Se volvió con los ojos encendidos.
—Llegaron dos embozados y nos contaron que lo tenían preso en el corral de Valzargas. Que si los del pueblo no les mandaban panes, le pegarían un tiro. ¡Ah! Y que tú sabías por qué.
Se persignó varias veces y se besó las manos.
—Mira lleva toda la noche echando humo la chimenea de casa el hornero. Esta tarde ya estarán listos los panes
Andresa se metió en su casa. Y yo seguí hablándole. En realidad quería que me oyeran todas las vecinas.
—Anda, que pareces una mosca muerta, pero todos sabemos que eres la chivata. Que si no les hubieras contado tantos cuentos ellos no se habrían ensañado con la gente de este pueblo. ¿Se puede saber a qué vas contando tantas mentiras?
Es que Andresa lo revolvió todo. En el pueblo siempre habíamos tratado bien a los maquis. Nunca los habíamos denunciado a la autoridad.
—Menuda trifulca has montado. Y por tu culpa han cazado a José. Para que desembuche. Por eso han soltado al caballo.
Ella seguía sin aparecer. Y yo dale que te pego.
—Lianta. Eres una lianta. Ya verás, ya. Cuando se corra la voz, entre todos te vamos a dar una somanta de palos.
Entonces bajó corriendo las escaleras. Me dio un empujón y casi me tiró al suelo. Con paso ligero tomó el camino que lleva a Valzargas. Yo volví a la barbacana y achiqué los ojos. Al poco rato la vi que desaparecía por la Collada de San Jorge. Seguro que encontró pronto a sus compañeros.
A la mañana siguiente un grupo de hombres armados pasó la Collada. Venían hacia el pueblo. Cerré la puerta y las ventanas. Y no tardé en oír el tiroteo en la calle.
Muchos años perduró el recuerdo de los muertos inocentes. En los carasoles se siguió hablando de la desaparición de José y de una mujer muda que se fue por la Collada.
Carmen Romeo Pemán
Las fotos publicadas por Lorien La Hoz en su página de Facebook.
La Retaguardia. El Diario de todos. Domingo 28 junio 2015. AÑO XXII. Edición Nacional. 2,50 €
FALLECE ANOCHE EN SU DOMICILIO LA HIJA DEL PRESIDENTE DE GOBIERNO EN MISTERIOSAS CIRCUNSTANCIAS
Exclusiva de L. Redrum
Foto de archivo. Laura Crowning baila un vals en su aristocrática fiesta de puesta de largo con el hombre que, dos años después, se convertiría en su esposo
La noticia del hallazgo del cuerpo sin vida de Laura Crowning, descubierto esta mañana por la empleada de hogar a su llegada a la villa, ha causado un profundo estupor en todos cuántos la conocían. “Me extrañó que la señora no bajara a desayunar, y subí a la habitación. No contestó cuando llamé a la puerta, y por eso abrí. Y allí estaba la pobre señora, tendida en la cama, completamente vestida”, ha declarado la mujer entre sollozos.
Esta muerte inesperada ha desatado rumores que chocan con un muro de silencio por parte de sus familiares, que han rehusado hacer declaraciones. No obstante, personas cercanas al círculo familiar, que prefieren permanecer en el anonimato, han comentado que la fallecida pasaba por una delicada situación personal y estaba en tratamiento médico por un cuadro depresivo atribuido a los rumores de crisis en su matrimonio, rumores desmentidos por parte de su esposo.
Fuentes policiales han confirmado que la cerradura del domicilio no mostraba signos de violencia, pero se mantienen abiertas varias líneas de investigación. No se puede descartar aún la hipótesis del robo, muerte accidental o natural, e incluso se baraja la posibilidad del suicidio como causa del fallecimiento. A las 12.00 horas tuvo lugar el levantamiento del cadáver. El cuerpo ha sido trasladado a las dependencias forenses para practicarle la autopsia. Por el momento no hay más información acerca de lo sucedido, aunque este periódico se mantiene a la espera de nuevas noticias, que podrán seguir en directo en nuestra cadena televisiva.
***** Raymond Black sujetaba el periódico sin poder apartar la vista de la cara de Laura en la foto. Casi le parecía oír las notas de aquel vals, que luego habían bailado juntos tantas veces a lo largo de sus cinco años de matrimonio. Hundió los hombros y agachó la cabeza al recordar las preguntas absurdas que Laura le planteó cuando se enteró de su aventura: “¿Por qué has tenido que bailar con ella precisamente ese vals? ¿No podías haberme dejado algún recuerdo sin mancillar?” Parecía que a Laura le había dolido más un simple baile, que el hecho de que él se hubiera acostado con otra. Nunca entendería a las mujeres, y a la suya menos que a ninguna. El imprevisto embarazo de su amante había sido tan inoportuno, como oportuno el fallecimiento de su esposa. Frunció el ceño al pensar que los trámites para heredar a Laura podrían retrasarse debido a las circunstancias de la muerte. Se rascó la nuca y empezó a sudar un poco. La paciencia no era el punto fuerte de sus acreedores. Y además el esposo era siempre el primer sospechoso en estos casos. Pero él tenía una coartada perfecta. O no tan perfecta. ¡Mira que ir a morirse Laura mientras él echaba el polvo del siglo! Pero para convencer a su amante de que el aborto era la salida más conveniente, utilizó su mejor argumento: el sexo. ¡Joder, joder, joder…! A ver si ahora, al cambiar su estado civil de casado a viudo, se empeñaba la otra en tener el crío… Raymond se permitió una carcajada a solas. ¡Precisamente por joder tanto y sin precauciones, ahora era él el que estaba bien jodido! Había metido la pata –y lo que no era la pata– hasta el fondo. ¡Maldita suerte…! Los nervios aguzaron la parte más cínica de su sentido del humor. “Raymond Black”, pensó para sí, “la cosa se te puede poner muy negra…”
***** Helen Fall sujetaba el periódico sin poder apartar la vista de la cara de Laura en la foto. Recordaba el día de la puesta de largo de su mejor amiga, y la boda donde ella fue dama de honor. Derramó una lágrima que nada tenía que ver con la pequeña punzada en el vientre que la hizo encogerse un poco. ¡Pobre Laura! Tanto dinero, y no poder comprar ni un gramo de felicidad. La vida, en sus planes para Laura, olvidó decirle que su nombre no era el único en la agenda de Raymond. La lágrima solitaria dejó de serlo; los ojos de Helen se convirtieron en un manantial cuando evocó los ratos de conversaciones bobas entre Laura y ella. “Lauri, mi querida y pobre Lauri, si aún vivieras me verías llorar por ambas. Y me soltarías una chorrada de esas tuyas, dirías algo tan tonto como que mi ojo izquierdo llora por ti, y el derecho por mí. Y daría lo que fuera porque pudiéramos las dos compartir las carcajadas”. El rímel se le había corrido a Helen; y no sólo el rímel. Helen pasó revista a las juergas que se había corrido, a sus deslices, a sus caídas en las tentaciones de la carne, y se preguntó por primera vez cómo iba a vivir con sus recuerdos a cuestas. Lo sucedido había sido inevitable; ella no lo había hecho a propósito. Y todos los días ocurrían accidentes, ¿o no?
***** El policía sujetaba el periódico sin poder apartar la vista de la cara de Laura en la foto. Ojeaba el ejemplar mientras se afeitaba. Su teléfono echaba humo. Las primeras investigaciones prometían complicar el tema. Las finanzas del marido no eran todo lo boyantes que parecían, y estaban a punto de descubrir la identidad de la mujer misteriosa que había torpedeado la navegación del matrimonio por debajo de la línea de flotación. Y algo le decía que el resultado no le iba a agradar ni lo más mínimo. Su móvil sonó, y en la pantalla apareció el número del médico forense. El inspector escuchó en silencio las novedades, mientras se rasuraba con la otra mano. Cuando colgó, le habló a su reflejo en el espejo: “Andrew Thorpe, más te vale andar listo en este caso si no quieres que el comisario haga rodar cabezas, empezando por la tuya si cometes un solo error…”. A ese tipo de personajes encumbrados, que siempre parece que mean colonia, había que cogérsela con papel de fumar. Uno no podía meter la pata con gente así.
***** El periodista sujetaba el periódico sin poder apartar la vista de la cara de Laura en la foto. Posiblemente le ofrecieran un ascenso por el artículo, aunque no lo iba a poder disfrutar. Había tenido un acceso privilegiado a la información. Laura Crowning lo había enamorado desde el día en que la coronaron reina del papel couché. Él fue el primer sorprendido de que aquella princesa de la alta sociedad le abriera años después las puertas de su corazón. El camarero del restaurante se acercó a tomar la comanda y Lionel encargó, como siempre, un plato único, bebida y postre. Se aseguró de que nadie lo estuviera observando y sacó de su bolsillo el móvil de Laura. Era lo único que se había llevado de la casa. Necesitaba disfrutar por última vez de las imágenes de su amada. La única foto en que ambos aparecían juntos la habían tomado dos días antes, con el móvil de Laura, como única concesión por parte de ella para compensarle el daño que le estaba ocasionando con su ruptura. El periodista soportó con cara de poker la confesión de Laura. Tuvo que escuchar de sus labios cómo lo había utilizado para averiguar que la amante de Raymond no era otra que Helen, su amiga, su confidente, a la que había confiado sus temores más ocultos. ¡Qué sensación de ridículo al enterarse de que era con ella, precisamente con ella, con quién la estaba engañando su marido! ¡Cómo le había dolido a ella el papel vejatorio que le tocó representar! ¡Lo que debería haberse reído Helen con Raymond a sus espaldas! Con la misma inmovilidad de estatua recibió el periodista las disculpas de una Laura ruborizada y cabizbaja; lo había utilizado también para intentar darle celos a Raymond, pero ella quería realmente a su marido. Y Raymond le había prometido que dejaría a Helen, se lo había prometido esa misma tarde. Por eso, le explicó Laura entre tartamudeos, tenía que poner fin a su relación con él.
El camarero le sirvió la comida. Saboreó el plato único, el vino, el postre. Pagó, salió del restaurante y borró del móvil la foto donde aparecían Laura y él juntos. El parking estaba desierto; colocó con cuidado el teléfono detrás de la rueda trasera del coche, y los mil cien kilos de su Ford fiesta aplastaron el aparato cuando salió marcha atrás. Llegó a su casa y sacó del bolsillo del pantalón el bote de pastillas. Después de haber puesto algunas en el vino de Laura, que no pudo negarle ese brindis final de despedida, ella se había quedado adormilada, y ni siquiera se enteró cuando él le clavó la jeringuilla en la flexura del codo, en esa piel de alabastro que días antes había besado. Si, posiblemente le ofrecieran un ascenso. Tal vez, incluso, volvieran a darle su antiguo puesto en la cadena televisiva. Aún se preguntaba el motivo por el que su jefe y sus compañeros lo miraban de modo extraño algunas veces. Como la vez que sugirió que la retransmisión en directo de la primera ejecución de una sentencia de muerte se hiciera con un ligero desfase de unos siete minutos como medida de precaución por si se presentaba algún imprevisto en la retransmisión. Y cuando le preguntaron por el tipo de imprevisto que podía surgir, dijo lo primero que se le ocurrió: que si el condenado sufría en los minutos previos una relajación de esfínteres, sería mejor cortar ese plano para no ofender la sensibilidad de los espectadores. Todos lo habían mirado de modo extraño, y cuando se lo contó a Laura vio reflejada en sus preciosos ojos verdes la misma expresión de desconcierto. Finalmente la dirección había decidido no retransmitir la ejecución, pero una semana después el periodista se vio catapultado al vagón de cola de la empresa, la sección de sucesos del periódico propiedad de la poderosa multinacional, y que era como el hermano pobre de toda la corporación.
El periodista pensó que el mundo se había vuelto del revés. Nadie lo comprendía; todos lo miraban como si estuviera loco. Incluso Laura. Sin embargo se sentía satisfecho de haberse mantenido fiel a sus principios. “Nunca tomo un segundo plato. Ni soy ni seré jamás un segundo plato para ninguna mujer”, pensó. Se tomó tres o cuatro pastillas, más por compartir con Laura sus últimos actos que por necesitar tranquilizarse. Jamás se había sentido tan calmado. Se arremangó la camisa, y desinfectó su piel; sonrió al seguir el mismo ritual que había ejecutado con su princesa, y se esmeró con el betadine a pesar de saber que no tendría tiempo de contagiarse de ninguna hipotética enfermedad. Lionel Redrum no sintió nada cuando el émbolo de la jeringa se deshizo de su carga letal impulsándola por sus venas. Levantó la mirada y vio reflejada en el espejo la portada del periódico. Pensó con ironía que no solo el mundo se había vuelto del revés: el artículo firmado por L. Redrum se reflejaba de forma invertida en el espejo de manera profética. Su firma lo decía todo. Había sido su destino: “murdeR . L”
La Retaguardia. El Diario de todos. Martes 30 junio 2015. AÑO XXII. Edición Nacional. 2,50 €
SORPRENDENTES NOVEDADES EN LA INVESTIGACIÓN DEL FALLECIMIENTO DE LAURA CROWNING
El caso Laura Crowning sufre un giro inesperado al descubrirse hoy en su domicilio el cadáver del periodista que publicó la exclusiva del suceso. La policía abre nuevas líneas de investigación, y no ha emitido ningún comunicado para los medios de comunicación. El juez encargado del caso ha decretado secreto de sumario.
Llamas a mi vida después de treinta años de silencio y tumbas mis defensas con un simple rectángulo de papel, el de una fotografía en blanco y negro que me mandas al email.
Pero ya no tenemos dieciséis años.
Salgo de mi cuerpo de mujer adulta, de abogada de éxito, y se invierten los mundos. La foto fija es ahora mi despacho, los libros alineados a mi espalda, en la biblioteca. El ruido del mar no es ya el de la playa de la costa de Cádiz que escucho desde mi casa, sino otro, el de las olas rompiendo en la arena del Cabo de Gata, una melodía nostálgica que pone música a la voz del muchacho rubio que eras y que se acerca a la muchacha con coletas en la que yo me he vuelto a convertir. El despacho, la letrada, se difuminan. Una brisa con olor a algas se los lleva muy lejos y dejan de existir.
Estoy en Cabo de Gata, posando cerca de la orilla mientras mi hermano trata de enfocar la cámara para hacerme una foto de recuerdo de nuestra primera excursión con el grupo Scout. Te veo venir con el rabillo del ojo, sin moverme. El carrete tiene veinticuatro fotos y no es cuestión de desperdiciar ninguna. Antes de que Pablo apriete el botón, te escucho pronunciar unas palabras imposibles:
–¿Puedo ponerme, o se enfadará Rafa?
Trago saliva sin saber qué contestar. Bebo los vientos por ti, pero me moriría de vergüenza si lo supieras. Por eso, y porque Rafa me regala piropos que yo no sabía ni que existían, he dejado que se sentara a mi lado en el autobús y permito que me acompañe a casa a la salida de las reuniones. Y por eso hablo tanto con él, para obligar a mis ojos a no girarse cada vez que tú entras en los salones, o cuando llegas a los ensayos con la guitarra. Y no sé qué hacer para que no parezca que Rafa y yo estamos saliendo. Cuando entré en el grupo, Chari me dijo que te arrimabas a mí porque te daba pena verme como la “nueva”, la que, recién mudada a la ciudad, todavía no había sido capaz de hacer ni un amigo. Y yo, que no sabía que el cielo existía hasta que te vi, sé que podré soportarlo todo, cualquier cosa, excepto tu compasión. Y Rafa es mi armadura, pero en lugar de sentirme defendida me oprime, me asfixia, me roba el aire que te pertenece a ti, y no a él.
Y eso cambia de pronto allí, de pie, en la arena de la playa, cuando tú, sin esperar respuesta, te pones a mi lado y dices dos frases que son todavía más imposibles:
–Si se enfada, que se enfade. Vale la pena.
Y ahora, después de treinta años, me has buscado en internet, me has llamado y, cuando me has pedido mi dirección de email y te la he dado, (¡cómo no dártela!), lo primero que me mandas es esa foto escaneada.
Y me toco las yemas de los dedos. Ya no hay callos, los surcos que dejaban las cuerdas de tu guitarra cuando me la prestabas se borraron hace mucho. Recuerdo que mis dedos se empeñaban en dibujar acordes para que la huella de tus dedos se alojara en los míos que luego, a solas, besaba mil veces. ¿Qué habrá sido de aquella guitarra tuya, cómplice silenciosa de mis ritos de amor adolescente?
Abro los ojos, salgo de la foto y me pregunto por qué me buscas ahora.
Estás jugando con ventaja, lo sabes y lo sé, y sé que no me importa. La foto en blanco y negro lo ha trastocado todo. El color está allí, en Cabo de Gata, en la orilla del mar. En ese cosquilleo que me subía desde los pies y que yo achacaba a la arena que se coló en mis zapatos, con tal de no admitir que alguien con ojos como el mar y con trigo por pelo se había adueñado de todo lo que yo era. De todo lo que soy. Y mi trabajo fijo, mi vida, mis logros de estos años no son más que cenizas si los comparo con esa foto nuestra.
Me escribes. Te respondo. Me vuelves a escribir. Vienes a verme aprovechando un viaje que haces por otra causa. Tu pelo ya no es trigo. Ahora es nieve. Tus ojos son los mismos, eso sí. Mojamos los recuerdos en dos o tres cafés, toda una tarde hablando sin parar. Ahora no hay ningún Rafa entre nosotros, el tiempo se ha encargado de que ya no haga falta. Nos sobra con tu vida, con la mía. En tu cara hay arrugas y quisiera besarlas para beber en ellas las historias que has escrito y en las que yo no he estado. Y me muero de ganas de entregarte el tiempo que me quede.
Las horas del reloj se nos escapan. Nos levantamos y te acompaño al autobús. Pero antes de llegar me paro en una esquina y, por sorpresa, se abre el baúl de todo aquello que no hice. Y hoy soy yo la de las frases imposibles:
–¿Te enfadas si te pido un solo beso para decirte adiós?
Y, antes de que reacciones, mis labios rozan los tuyos casi sin tocarlos. No me respondes, tampoco me rechazas. Te quedas quieto, pero veo o quiero ver una sonrisa. Da igual. El autobús no espera. Te mando por whatsapp cuatro folios que me entretuve en escribir anoche, por si no me atrevía a decirte todo lo que te he escrito.
Y, después, solo ausencia. No hay respuesta.
De adolescente te perdí por callar. Y ahora creo que te he vuelto a perder por hablar demasiado. Es la vida, supongo. Pero tengo ese beso robado y ahora me quiero más por haberme atrevido a terminar mi escrito con las dos palabras que te debo desde hace treinta años: Te quiero.
Y paso del orgullo y te vuelvo a escribir. Y tu respuesta ya no me cosquillea: ahora somos “amigos”, eso soy para ti. Dices que me buscaste por curiosidad.
¿Después de treinta años? Permite que lo dude.
Y entonces me doy cuenta de que, a pesar de todo, he salido ganando. Porque si lo nuestro hubiera seguido, si hubiera siquiera empezado, entonces o ahora, a lo mejor ya estaríamos hartos uno del otro. Pero, como nunca llegó a ser nada, se quedó congelado en el tiempo, convertido en un milagro de eterna juventud donde la magia del futuro sigue estando a salvo de la monotonía y la desilusión del pasado, de un pasado que no llegó a existir porque no hubo presente. Solo sueños.
Esa foto, ahora lo veo, siempre dejó la puerta abierta a la esperanza, al millón de historias que pudimos tener y no tuvimos.
Y no sé qué creer, pero no importa. Porque tal vez estaba equivocada.
Y no quiero entregarte ya mi vida, la quiero para mí.
Y ya no os necesito ni a ti ni a tu guitarra. Me basta con la chica de la imagen, aunque ya no me peine con coletas.
La foto me ha devuelto mil historias que algún día escribiré. Y, pensándolo bien, quizá, solo quizá, acabo de ponerle la palabra “fin” a la primera de ellas.
Porque, a pesar del tiempo, hay puertas que nunca se podrán cerrar del todo.
Llevo años dando vueltas a una foto familiar del álbum de mi madre Mejor dicho, daba vueltas a las anotaciones de su hermano Jesús treinta años después de la foto. Cuando él las escribió, muchos ya habían muerto.
En mi casa, mi madre no me habló de todos. Unos, como los Cardesa, se habían alejado de nuestras vidas, por razones que desconozco. Y otros desaparecieron para siempre envueltos en un halo de misterio.
No fue fácil encontrar la clave de una reunión tan variopinta el año 1923 en casa Machín, la casa de mis abuelos maternos.
Desempolvé documentos en los archivos, revolví las cajas de mi madre, pregunte a las gentes cercanas. Nada. Solo noticias aisladas y algunas innombrables.
Un día, sin venir a cuento, alguien me habló de la quebrada salud de mi abuela Pascuala. La única que no sale en la foto. Mi abuela, la gran ausente, dio un nuevo sentido a esta historia, como lo hubiera dado a la vida de su familia si no hubiera muerto demasiado pronto.
Pascuala Marco Castán
Pascuala Marco Castán (Biel, 27/10/1877-26/10/1926), Foto propiedad de la autora.
En 1923, tres años antes de su muerte, sufrió otra de sus crisis de corazón. Acudieron a verla familiares de fuera que posaron delante de su alcoba. Se ve la puerta cuidadosamente cerrada. Que las alcobas de casa Machín tenían, y tienen, puertas en lugar de cortinas.
En 1877 la llegada de Pascuala, con sus correteos, alegró una casa llena de gente mayor que guardaba luto por una hija adolescente, otra Pascuala.
La niña nació en la Caudevilla 28, donde vivían: su bisabuela, Josefa Luna Marco, de 72 años, viuda de Manuel Castán Giménez, que si hubiera vivido tendría 76 años. Con sus abuelos José Castán Luna, de 52, y Salvadora Aguas Iriarte, de 54. Con sus padres, Pedro Marco Dueso, de 32, sumadre Ana María Castán Aguas, de 19. Y con su tío José Castán Aguas, de 22, que en ese momento era cura regente de Biel
Mosén José Aguas, el tío que bajó de Petilla, la bautizó, igual que, diecinueve años antes, había bautizado a su madre. Le puso el nombre de una tía recién fallecida, Pascuala Castán Aguas (Biel, 1861-1876).
Yo. José Aguas, párroco de Biel, bautice a una niña que había nacido a las cinco de la mañana del mismo día y le puse por nombre Pascuala. Hija de Pedro Marco y Ana María Castán, naturales y vecinos de Biel. Abuelos paternos, Juan Marco de Biel y Blasa Dueso de San Felices, vecinos de Biel. Abuelos maternos, José Castán y Salvadora Aguas de Petilla. Fueron padrinos, don José Castán, coadjutor, y María Cardesa Aguas. Testigos Mariano Vives, sacristán, y María Salias, partera.
En el bautizo iba envuelta en ricas mantillas, cubierta por un manto de seda blanca, el mismo con el que habían bautizado a su bisabuela en Isuerre. Toda la mañana se oyó el alegre tañido de las campanas pequeñas que decían: “no es niño que es niña”. La bisabuela Josefa se asomó al balcón y llenó la Caudevilla de peladillas, de esas que fabricaban los confiteros de Biel.
A los festejos llegaron puntuales todos los Cardesa Aguas y los parientes de Petilla. Es decir, acudieron los abuelos, los padres, los tíos y los hermanos de los que vemos en la fotografía de 1923.
A los dos años, me imagino a la niña Pascuala, nerviosa y vivaracha, con un vestido blanco de volantes, como los que después ella misma le cosería a su niña Asunción. La veo cogida de la mano de su tío José Castán, subiendo por la calle San Juan. Irían a ver a a mosén José Aguas que pasó sus últimos años en casa Plaza con su hermana Manuela. Allí Pascuala se sentiría la reina entre sus tías las Cardesa Aguas.
Unos años más tarde, se le acabaron los mimos de hija, nieta y bisnieta única, con el nacimiento de sus hermanos. José (Biel, 1882-1918), el único varón, llamado a ser el heredero. Elena (Biel, 1885-1949), de salud quebradiza, que necesitó muchas atenciones. Y Emilia (Biel, 1892-Villalonga, Valencia, 1971), una benjamina muy avispada.
Mi abuela y sus hermanas, aprendieron las primeras letras en la escuela de Biel con doña Gala Cenarro Córdoba (Ablitas, Navarra, 1842-Orense, 1912). Su hermano José fue alumno de don Manuel Marco Bonaluque (El Frago, 1858-Biel, 1927).
Más tarde, en Jaca, de nuevo de la mano de su tío, recibió una formación refinada en el arte de bordar y decorar la casa. Manejaba con soltura una sombrilla blanca que hacía juego con los encajes de sus enaguas. Y fue una alumna aventajada en los estudios. Se examinó de Magisterio en Huesca como alumna libre. Estudiaba en Jaca con una una profesora particular.
En 1895, Antonia Claver avalaba las solicitudes de su hermana Ana y la de Pascuala para ingresar en la Escuela de Maestras de Huesca, donde ella misma había estudiado hacía pocos años.
La Infrascrita que abajo firma, Maestra en propiedad de la Escuela Municipal de Niñas de esta ciudad de Jaca, certifica: Que doña Pascuala Marco Castán, aspirante a la profesión de Maestra de Primera Enseñanza, se ha ejercitado en la práctica de la enseñanza durante el presente curso en la Escuela de mi cargo. Y para que conste en donde más convenga, y a petición de la interesada, firmo la presente en Jaca 6 de Mayo de 1895. La Maestra. Antonia Claver.
Estudió Magisterio como alumna libre en Huesca. La preparó Antonia Claver Pascual (Lanuza,1871-1896), una hija del maestro de Lanuza que había llegado de maestra a la Escuela de Niñas de Jaca en 1891.
Don José eligió a Antonia, una brillante maestra, que en esos momentos estaba preparando para el ingreso de Magisterio a su propia hermana, Ana Concepción (Lanuza, 1877-¿?).
La muerte de Antonia, justo al segundo año de hacer las prácticas con ella, fue un golpe duro para Pascuala y Ana. Dos compañeras y amigas que se separaron cuando Pascuala volvió a Biel y Ana se incorporó a su destino como maestra. Pasó casi toda su vida de maestra en Pina de Ebro. Se jubiló en 1948.
Ilma. Sra: Pascuala Marco Castán, natural de Biel, provincia de Zaragoza, de quince años de edad, con cédula personal nº. 1936, con el debido respeto expone: que desea abrazar la honrosa profesión de Maestra de Primera Enseñanza, y creyéndose con aptitud bastante para poder seguir con fruto las lecciones de esa Escuela. A V.S. encarecidamente suplica: que teniendo esta por presentada con las demás documentos necesarios al efecto, se digne admitirla en la matrícula de primer año, previo el examen de ingreso, según se acredita por certificación que se acompaña y pago de los derechos señalados. Gracia que espera merecer de la bondad de V.S. cuya vida guarde Dios muchos años. Jaca 6 de mayo de 1895.
Mi abuela era hija de una familia de posibles muy influenciada por el clero. Era sobrina mosén José Aguas y hermana de José, que, en 1885, llegó a ser canónigo penitenciario de Jaca.
Le afectó mucho la temprana muerte de su madre, cuando Emilia tenía solo 10 años. Se la llevó a Jaca, donde hacía varios años que ella residía con su tío. Pero la muerte de José Castán dos años después, impidió que Emilia realizara estudios superiores en Jaca.
El día 5 de junio de 1902, Pedro Marco Dueso, labrador de 56 años labrador, compareció a declarar la muerte de su esposa Ana María Castán Aguas, por bronconeumonía. Hija de José Castán Luna y Salvadora Aguas Iriarte. Dejó cuatro hijos: Pascuala, Elena, José y Emilia Marco Castán. Otorgó testamento el día de su fallecimiento ante el cura ecónomo don Vicente Esco.
Tres años después de la foto que me movió a reconstruir la historia familiar, Pascuala falleció a los cuarenta y siete años, dejó cuatro niños huérfanos y un viudo más joven que ella.
Como era costumbre en nuestras tierras, mi abuelo Constantino, a los dos años de morir su esposa, en 1928, se volvió a casar con Elena, la hermana soltera de Pascuala que se había quedado en casa. De tiona, decían en el pueblo, y por eso los hijos de Pascuala la llamaban «tía Elena».
Pero antes, los dos clérigos
Las dos personas más influyentes en la evolución de mi familia materna fueron, mosén José Aguas Iriarte y José Castán Aguas, dos tíos de mi abuela Pascuala.
Mosén José Aguas Iriarte
José Aguas Iriarte (Petilla, 1817-Biel, 1881).
Año 1881, día 4 de enero. Yo, José Castán, coadjutor de esta Parroquia, mandé dar sepultura eclesiástica al cadáver de don José Aguas, cura párroco de Biel, natural de Petilla de Aragón, de sesenta y tres años. Hijo legítimo de José Pascual Aguas Arilla y Ana María Iriarte Puyal vecinos que fueron de Petilla. Se le hizo entierro mayor. Tenía hecho testamento nombrando heredera de sus bienes a su alma. Fueron testigos del sepelio don Mateo Echeverría, cura párroco de Castiliscar, y don Mariano Alamán, párroco de Luesia.
Sus abuelos maternos fueron don José Ramón Iriarte Lampérez, de Ruesta, y Paula Puyal Nicuesa, de Isuerre, una de las familias de mayor abolengo en la diócesis de Jaca, de esas que influían en el nombramiento de los abades de San Juan de la Peña.
A los 32 años lo nombraron cura párroco a Biel y allí ejerció casi otros 32 años, hasta su muerte. Llegó ya maduro. No sé dónde había estado hasta 1849. En mis delirios familiares he pensado que en mis venas corre sangre de un cura guerrillero carlista.
Antes de su llegada a Biel fueron tiempos revueltos en la Val de Onsella, donde mosén José vivió en primera persona la Primera Guerra Carlista (1833-1840).
Estos dos curas paseando me recuerdan a mosén José Aguas con su sobrino José Castán.
El joven cura de Petilla pudo estar muy cerca, o a las órdenes, de los Iriarte. Sobre todo, de León Iriarte (Pamplona, 1790-1837), el coronel carlista fusilado en 1837. Y de Remigio Iriarte Ugalde (Pamplona, 1820-1880), su hijo, uno de los soldados de la revolución contra Isabel II, sentenciado a muerte y exiliado a Francia.
Precisamente, en Petilla vivía Casiano Zugasti Iriarte. (Petilla, 1850-Zaragoza, 1895), nieto de León Iriarte y sobrino Remigio Iriarte Ugalde (Pamplona, 1821-1828), por parte de madre.
Es fácil suponer que mosén José mantuvo relaciones de vecindario, y quizá de parentesco, con estos Iriarte. Al final de la guerra, todos fueron perseguidos. Y a mitad de la Segunda Guerra Carlista (1846.1859), en septiembre de 1849, mosén José se incorporó a la parroquia de Biel.
¿Se refugió con su familia en un pueblo que ya conocía, alejado de las tensiones carlistas?
Su madre, Salvadora Iriarte Puyal, tenía primos hermanos en Biel con los que mantenía buenas relaciones. Sobre todo, con los hijos de su tía Ángela: Joaquina y Matías Iriarte Idoipe. Y también con los Otal Idoipe, los hijos del primer matrimonio de su tía.
Es que, en 1797, su tío abuelo, Antonio Iriarte Lampérez, de Ruesta, se casó con Ángela Idoype Miguel, de Biel, viuda de Francisco Otal. El primer Otal, que llegó a Biel desde de Aniés.
Como vemos, Mosén José contaba con suficientes lazos familiares en Biel para colocar a sus hermanos y a sus sobrinos en buenas casas de labradores.
Según el padrón de 1859, vivía en la abadía una sobrina, Agustina Aguas, de 12 años, y con su madre Ana María, viuda de José Pascual Aguas Arilla. En 1873 murió su madre, pero él continuó en la abadía con sus sobrinos Antonia Aguas Aguas y Juan Aguas Arilla.
Ana María Iriarte Puyal (Isuerre, 1792-Biel, 1873) Como acabamos de ver, era hija de José Ramón Iriarte Lampérez, de Ruesta, y Paula Puyal Nicuesa, de Isuerre. Fueron sus padrinos Manuel Sánchez de Longás y Fermina Asa de Ochagavía.
Era una mujer de gran prestigio en toda la Val de Onsella. Su abuela Manuela Nicuesa era de casa Nicuesa de Undués Pintano, de la misma casa que Miguel Nicuesa, abad de San Juan de la Peña desde 1793, el que recogió los restos del Conde Aranda.
Y ella misma fue elegida como madrina de bautismo de Santiago Ramón y Cajal.
El original está en el Archivo Parroquial de Petilla.
Año de 1852. Santiago Felipe Ramón y Cajal. A las nueve de la noche del día primero de mayo de mil ochocientos cincuenta y dos nació y al día siguiente fue bautizado solemnemente por mí en infrascripto Vicario un niño que se llamó Santiago Felipe: hijo legítimo de Justo Ramón, cirujano y de Antonia Cajal naturales de Larrés provincia de Huesca y residentes en esta Villa. Abuelos paternos Esteban Ramón, labrador, natural de Isin provincia de Huesca y Rosa Casasús natural de Larrés provincia de Huesca. Abuelos maternos, Lorenzo Cajal, tejedor, natural de Asso provincia de Huesca e Isabel Puente, natural de Larrés provincia de Huesca. Fueron padrinos Franco Sánchez, labrador natural de Petilla provincia de Navarra y Ana María Iriarte, natural de Isuerre provincia de Zaragoza, a quienes advertí el parentesco espiritual y obligaciones. Y para que conste, firmé en Petilla a dos de mayo de mil ochocientos cincuenta y dos. Toribio Barrecha Vicario de Petilla. (Archivo Parroquial de Petilla).
Mi bisabuela Ana María, con los bienes materiales, también heredó el nombre de su bisabuela de Isuerre, la madrina de Ramón y Cajal. Y a mí, su bisnieta fragolina, ¿por qué no me llamaron Ana María si mi madre se puso de parto el día de Santa Ana?
Con el nuevo ambiente religioso, la casa se llenó de velas y arraigaron las viejas tradiciones. Pero, por debajo del aceite de las lamparillas, corrían las aguas de otras pulsiones que el cura de Petilla nunca sospechó.
Con los arreglos matrimoniales de sus familiares, mosén José se convirtió en un personaje importante entre las casas hacendadas del pueblo. Este cura casamentero, pronto consiguió que dos de sus hermanas, Salvadora y Manuela, fueran dueñas de casa Machín y de casa Plaza, la de los Cardesa. También casó en Biel a su hermano Antonio y a sus sobrinas Antonia y Manuela Aguas Aguas.
1943. Altar mayor de la iglesia de Biel donde se celebraban todas las bodas. En este caso los novios eran Asunción Pemán Marco, de casa Machín, (Biel, 1916-Zaragoza, 2003) y Gregorio Romeo Berges (El Frago, 1912-1969), los dos maestros de Biel.
A los cinco años de su estancia en Biel, en 1854, casó a su hermana mayor, Salvadora Aguas Iriarte (Petilla, 1823-Biel, 1899), con José Castán Luna (Biel, 1825-1901), de casa Machín.
Y cuatro años más tarde, en 1858, concertó un matrimonio de cambio, o cambeo, entre sus hermanos y dos hijos de los Cardesa de casa Plaza. Ese mismo día casó a su hermana Manuela con Juan José Cardesa, que fueron los padres de los Cardesa Aguas. Y a su hermano Antonio, que era viudo de Francisca Arilla, con Francisca Cardesa, y se fueron a vivir a Petilla. Eran los padres de los Aguas Cardesa de Petilla.
En estas bodas de cambio las familias se libraban de grandes gastos. Con ellas se ahorraban la comida de la fiesta y la dote de la novia.
En 1878, tres años antes de su muerte, mosén José volvió a pactar dos matrimonios, pero esta vez sin cambio. Casó a dos hermanos Otal Castán, de casa la Morena. A Mariano con su sobrina Antonia Aguas Aguas, la que vivía con él en la abadía. Y a Marcos Otal con Juana Aibar Burguete, la heredera de casa Suesa.
Con esta última maniobra, entraba en juego casa La Morena, la de la madre de mi abuelo Constantino. Así nació un nuevo hilo que ayudó a consolidar la trama de este tupido tapiz de los Aguas, Castanes, Cardesas y Otales. Y una parte de ese tejido asoma en la fotografía del verano de 1923.
José Castán Aguas
José Castán Aguas (Biel, 1855-Jaca, 1905)
En 1899 Pedro Marco Dueso (Biel, 1847-1917) declaraba que había fallecido Salvadora Aguas Iriarte, su madre política.
Que estaba casada en el momento de su fallecimiento con D. José Castán Luna natural y vecino de esta villa, de oficio labrador, de cuyo matrimonio tienen dos hijos llamados don José y doña Ana María Castán Aguas; el primero se encuentra en Jaca de Canónigo y la segunda en Biel en compañía de sus padres. Que no otorgó testamento y que a su cadáver se habrá de dar sepultura en el cementerio de la parroquia de esta villa. (Archivo del Ayuntamiento de Biel).
Desde que acabó los estudios hasta 1883, José Castán fue regente en Biel. Compareció en el juzgado para comunicar la muerte de su tío José Aguas y acabó los conciertos matrimoniales que el cura de Petilla había preparado.
Casó a Gregorio Otal Callau (1850-1929), hermano de mi bisabuela Manuela (1846-1918), la madre de mi abuelo Constantino (1882-1968). Así el cerco de las relaciones familiares se estrechó aún más.
En la Villa de Biel, provincia de Zaragoza y obispado de Jaca,el día 14 de junio de 1883, yo, don José Castán, regente parroquial, con la intervención expresa del señor párroco de Petilla, desposé y casé por palabra y de presente a Gregorio Otal Callau, viudo de Tomasa Charles, natural y vecino de Biel, de oficio labrador de 33 años de edad, hijo legitimo de Francisco Otal y María Callau, naturales y vecinos de Biel, y a Manuela Aguas Aguas, soltera natural y vecina de Petilla de 21 años, de edad hija legitima de Francisco Aguas y Francisca Aguas, actuales vecinos de Petilla. Y acto continuo oyeron la misa nupcial.
Cuando José Castán subió al Seminario de Jaca, dejó de heredera a su hermana Ana María Castán (Biel, 1853-1902), tres años más joven que él.
Aunque la nueva heredera era una mujer, la casa sería gobernada por un varón. Primero seguiría su padre, José Castán Luna (1831-1901). Después su marido Pedro Marco Dueso (1847-1917) y, finalmente, su hijo, José Marco Castán (1882-1918), que murió con la gripe del 18. Con su fallecimiento la herencia volvía a las mujeres, a sus hermanas Pascuala, Elena y Emilia. Pero, la casa, más fuerte que los deseos de las personas, encontró nuevos recovecos para sobrevivir. A la muerte de José Marco, se hizo cargo del patrimonio su cuñado, mi abuelo Constantino Pemán Otal (1881-1968), el marido de mi abuela Pascuala. Después tomó las riendas su hijo, mi tío José Pemán Marco (1914-1996) y, finalmente, su nieto, mi primo Pedro Pemán Dieste (Biel, 1944).
Ahora, los descendientes de casa Machín, somos los nietos de Pascuala y Constantino. Los cinco hijos de José y Eulalia Dieste Añañós (Biel, 1914–2002): Concepción, Pedro, Pilar, Carmen y Maria Jesús Pemàn Dieste. Las dos hijas de Asunción y Gregorio Romeo Berges (El Frago, 1912–1969): Maruja y Carmen Romeo Pemán. Y los cuatro hijos de Jesús y María Nieves García de la Haza (Madrid, 1926-2017): Salvador, José María, Javier y Jesús Pemán García.
Los años de Jaca
En 1881 sucedió a su tío, y tuvo como auxiliar a Mateo Echeverría. Desde 1893 hasta 1895 fue párroco de Biota. Ese año se presentó a las oposiciones a canónigo penitenciario. Cuando se incorporó lo nombraron profesor del Seminario. Al principio vivió en la calle del Carmen, 2. Con el tiempo se trasladó a la calle Bellido, 24.
A los pocos años se llevó con él a sus sobrinas Pascuala y Emilia. Les procuró una educación esmerada en las monjas de Santa Ana, de las que él mismo era predicador.
Pascuala estudió Magisterio desde Jaca, con preceptoras privadas, y se examinó libre en Huesca. En 1897 obtuvo el título de Maestra Superior.
Algunos documentos del expediente de Pascuala Marco
Un examen de caligrafía, realizado con primor y esmero.
Una muestra de sus calificaciones.
Y una de las muchas instancias que escribió
En 1905 las hermanas volvieron a Biel
Necrológica. El penitenciario de Jaca. ¡Ha muerto! Dos palabras son estas que condensan amargamente todo nuestro sentir y llenan de pena el corazón de todos cuantos conocieron y trataron al dignísimo canónigo don José Castán y Aguas. (Cfr. El Pirineo Aragonés, 10/06/1905)
El temprano e inesperado derrame cerebral que se llevó a su tío a los 50 años, frustró la carrera y la vida social de Pascuala y Emilia. Levantaron la casa de la calle Bellido, 24, y volvieron a Biel. Desde entonces, el tresillo dorado en el que recibían a las visitas ilustres, la vajilla de la Cartuja de Sevilla y la cubertería de plata, con las que comían todos los días, se convirtieron en objetos de culto. Y don José en un mito familiar.
La boda de mis abuelos
Constantino Pemán Otal (Biel, 1881-1968)
Mariano Pemán Alvarado (Biel, 1843-ca. 1899), de casa Loy, y Manuela Otal Callau (Biel, 1846-1918), de casa la Morena, fueron los padres de Mariano, Pabla y Constantino.
Mariano Pemán Otal (Biel, 1872-1930), casado con Teresa Biesa Dieste (Biel, 1874-1939). Pabla Pemán Otal (Biel, 1879-1913), que se casó con Gregorio Lanzarote Lasheras (Biel, 1878-¿?).
Constantino que se casó con Pascuala, a los tres años de su regreso de Jaca. La novia estaba de luto, hacía seis años que se había muerto su madre, a los 41, años y tres su tío José Castán, a los 50. En esos años el luto por un familiar directo duraba por lo menos cinco años.
En 1908, Pascuala abandonó casa y hacienda, y acompañó a su marido, que ya era maestro de Larraga por oposición. En 1912 volvió a Biel, donde nació su hijo Pedro. En su casa se sentía acompañada por su padre y sus dos hermanas solteras.
Constantino realizó los estudios primarios en Biel y heredó la vocación de su maestro don Manuel Marco Bonaluque (El Frago, 1858-Biel, 1927). En 1906 obtuvo el título de Maestro Superior en la Escuela Normal de Zaragoza. En una hoja de servicios consta como Grado Bachiller, del plan de 1901.
En 1907 aprobó las oposiciones y lo destinaron a Larraga. En 1912, el año que nació su hijo Pedro, reclamó contra el anuncio del concurso de traslados que no incluía la escuela de Luna, pero su reclamación fue desestimada Era clara su intención de acercarse a Biel.
En 1913, gracias a una real orden, pudo salir de Navarra y, por concurso de traslado, llegó a Aguarón, donde estuvo unos ocho meses. Ese mismo año lo obligaron concursar de nuevo y le concedieron Blesa (Teruel), pero no se llegó a incorporar, porque entre tanto había conseguido una permuta con Ricardo Luna Carné (Alhama de Aragón, 1877-Tarragona, 1930), maestro de Biel.
Desde 1913 hasta que se jubiló en 1952 ejerció en la escuela unitaria de Biel. En esos 39 años pasaron muchas generaciones por sus manos.
Fue un maestro de referencia y prestigio entre los maestros de la provincia. En 1935 fue uno de los elegidos para los Cursillos de perfeccionamiento del Magisterio, que tuvieron lugar en la Escuela Normal de Maestros de Zaragoza. Y en la jubilación de don Juan Lanzarote, el inspector comparó a don Juan con don Constantino. Dos alumnos brillantes, los dos alumnos de Manuel Marco.
Llegó a Biel en 1913, en un momento en que se estaban consiguiendo importante mejoras para el pueblo, en las que participó. Se construyeron las escuelas nuevas, las carreteras de Ayerbe y Sádaba y se llevó la luz eléctrica. Primero la llevaban desde Sibirana y después desde Murillo. Por esas fechas llegó el agua corriente al pueblo y comenzó a funcionar la Fábrica de Harinas. En 1923 creó la Mutualidad Escolar.
Cuando llegaron a Biel, mis abuelos y su hijo Pedro se instalaron en casa el Bastero, calle La Torre 20. Allí nacieron José, Asunción y Jesús. Con la epidemia de gripe de 1918, murió José Marco Castán, el heredero de casa Machín. Entonces Constantino, Pascuala y sus cuatro hijos se trasladaron a la Caudevilla 28 y vivieron con Elena y Emilia, las dos hermanas solteras de Pascuala.
Y así, de la noche a la mañana, mi abuelo se convirtió en maestro-labrador con una gran hacienda que administrar.
Mi abuela nunca fue maestra titular de Biel, pero hizo las sustituciones necesarias, de soltera y de casada. Era una mujer delicada y sensible. Una gran lectora que inculcó en sus niños unos valores emocionales intensos, una moral severa, de tradición senequista, y unos sólidos principios cristianos. Junto al amor por el estudio, los preparó para afrontar una orfandad que ella intuía cercana.
Pedro (Biel, 1911-Balaguer, Lérida 1938), José (Biel, 1914-1996), Asunción (Biel, 1916-Zaragoza, 2002) y Jesús (Biel, 1918-Madrid, 1991). Los cuatro hijos de Constantino y Pascuala.
En el centro de la foto de 1923, la que da entrada a este artículo, mi abuelo está rodeado de sus dos hijos mayores, Pedro y José. Sentado en sus rodillas, Jesús, el pequeño. Y Asunción, con un vestido blanco, está sentada en una silla, al lado de Felisín.
Emilia Marco Castán
Emilia (Biel, 1892-Villalonga, Valencia, 1971).
Emilia es otra ausente en la foto de 1923. En 1922 se metió monja de Santa Ana, con las que ya estaba familiarizada desde su estancia en Jaca. La regla de la orden era estricta y no las dejaba volver a sus casas ni para la muerte de los padres. Así que no pudo acompañar a su hermana, con la que había tenido un convivencia muy estrecha, ni pudo asistir a su entierro.
Ocupó cargos importantes en la congregación. No sabemos dónde adquirió el buen acento de su francés, seguramente en su estancia Jaca, una ciudad casi fronteriza, donde no era difícil conseguir profesoras nativas. También era fácil pasar temporadas en algún colegio de Pau. Todo esto correría por cuenta de su tío.
En 1929, se llevó a Valencia a su sobrina Asunción, mi madre, que vivió con ella en el Colegio del Parque, en Valencia, donde era directora, hasta que acabó Magisterio.
1929. Valencia. Asunción Pemán Marco (Biel, 1916-Zaragoza, 2003), Recién llegada a Valencia. Pasó un curso en el colegio de Santa Ana, antes de comenzar Magisterio en la Escuela Normal de Valencia. Realizo los estudios en la época de la II República. Foto propiedad de la autora.
Aunque mi madre pudo haber hecho los estudios de la iglesia en el Colegio, su tía, demostró un talante liberal y la matriculó en la Escuela Normal de Valencia, en los tiempos de la República. Mi madre obtuvo el título de maestrarepublicana. En esos años se quitó la religión como asignatura. Por eso, cuando en 1940 se quiso presentar a oposiciones, tuvo que trasladar su expediente a Huesca y cursar las asignaturas de religión, obligatorias para las oposiciones en ese momento.
1932, Valencia. Asunción, a nuestra derecha. Saliendo de la Escuela Normal, con una compañera.
Elena Marco Castán
1948. Día 2 de septiembre. Altar en la puerta de casa Machín para recibir a la Virgen de Fátima. Asomada al balcón Elena Marco Castán (Biel, 1885-1949). En la calle, entre otros, Juliana de Tintau, Eulalia Dieste, Gregorio Romeo, Jesús Pemán. Las niñas: Alicia y Rosario Pemán, de luto. Conchita Pemán y Ester, sobrina de Juliana, de blanco.
Elena Marco (Biel, 1885-1949), y Antonio Cardesa (Biel, 1908-Huesca, 1993). Delante, Constantino Pemán (Biel, 1881-1968).
Elena, aquejada de epilepsia, no fue a Jaca con sus hermanas, ni se le conoció ningún novio. Nunca salió de Biel y siempre vivió en casa Machín. Era una de esas mujeres solteras y abnegadas que entregó la vida a sus sobrinos. Era la madrina de bautismo de su sobrino Antonio Cardesa Remón, el joven que está junto a ella en la foto. Y de su sobrino, el malogrado Pedro Pemán, justo delante de Antonio.
Antonio Cardesa Remón (Biel, 1908-Huesca, 1993), en la foto es un adolescente contento al lado de su madrina. Llegó a ser ilustre médico de Huesca. Se casó con Pilar García Bragado y tuvieron una larga descendencia.
Perfecto Cardesa y las otras personas de la foto
Seguramente, Perfecto Cardesa Cardesa, en realidad Perfecto Cardesa Aguas, con su familia, acudió a Biel el verano de 1923 a visitar a su tía Pascuala, y quiso hacerse una foto como recuerdo. Los otros Cardesa de la foto acompañaron a Perfecto, a su mujer y a su hija, que en esos momentos eran personas relevantes en la sociedad zaragozana.
Perfecto, con sombreo, Marino Sampietro, con bigote, Pablo Arenaz y Felisa Arambillet. Las niñas, Felisín Cardesa y Asunción Pemán.
Perfecto Cardesa Cardesa (Biel, 1890-Zaragoza, 1925). Era hijo de María Cardesa Aguas, la madrina de mi abuela. El 14 de febrero de 1921 se casó en la Seo de Zaragoza con Felisa Arambillet. Había sido maestro de El Frago, de Erpiol y de las Escuelas Anejas a la Normal de Maestros de Zaragoza.
Según sus partidas de nacimiento y bautismo, sus orígenes nos resultan un poco liosos. En el juzgado lo inscribió la partera, María Salias, con el nombre de Perfecto Cardesa, como un niño de padres desconocidos. Adelantándonos al futuro, esta partera, hija de Ramona Gastón, también partera fue una abuela lejana del que con el tiempo sería el famoso en la pandemia del coronavirus, el doctor Fernando Simón.
En cambio, en la partida de bautismo primero se identifica a la madrina y, después, en otra partida añadida, a su madre y a sus padres.
En la Villa de Biel, el día 11 de marzo de 1890, yo, José Les, presbítero coadjutor de esta iglesia, bautice a un niño de padres desconocidos y le puse el nombre de Perfecto. Siendo madrina Bibiana Lanzarote.
Esta primera declaración estaba sin firmar y con un barreado //////. A continuación en la misma hoja se repite la misma partida de bautismo con más datos.
En la villa de Biel el día 11 de marzo de 1890, yo, José Les, presbítero coadjutor de esta iglesia, bautice a un niño, hijo natural de María Cardesa, soltera natural y vecina de esta villa. Siendo sus abuelos maternos Juan José Cardesa y Manuela Aguas . Se llamo el bautizado Perfecto y fue su madrina Bibiana Lanzarote. Fueron testigos Mariano Vives, sacristán, y María Salias, partera. Firmado por José Les, presbítero
En 1913, María Cardesa Aguas acudió al juzgado de Biel, se identificó como la madre de Perfecto y le dio sus dos apellidos. Este cambio solo constó en el expediente de Magisterio. Él siguió firmando como Perfecto Cardesa Cardesa, y así aparecía en los nombramientos de maestro y en el cementerio de Torrero. (Cf. Archivos de Biel,de la Universidad y del Cementerio de Zaragoza).
En 1976, 41 años después de su muerte, su mujer solicitó un nuevo cambio en la partida de nacimiento: Perfecto Cardesa Aguas hijo de Perfecto y de María.
La temprana muerte de Perfecto y el empeño de Felisa por aclarar los orígenes de su marido, ciernen sobre su vida un halo de misterio. Misterio que me asombró cuando consulté el árbol genealógico de los Arambillet Oficialdegui. Felisa, a diferencia de sus hermanos, no consta ni como casada ni como madre de una hija.
Felisa Arambillet Oficialdegui (Artajona, 1893-Zaragoza, 1992), pertenecía a una linajuda familia navarra. Era maestra del grupo escolar Buen Pastor de Zaragoza y hermana de Delfina, la mujer de Pedro Arnal Cavero, un famoso maestro de Zaragoza nacido en Huesca. Gozó de gran fama entre los maestros de su época.
Felisa Cardesa Arambillet, «Felisín» (Zaragoza, 1922). En la foto, con menos de dos años, está sentada encima de su madre. Realizó los estudios primarios en la escuela del Buen Pastor, donde ejercía su madre.
En la asamblea anual de la Mutualidad Escolar de El Buen Pastor, las niñas Carmen Panzano y Felisa Cardesa recitaron el diálogo «Sucursal del Manicomio». (Cfr. La Voz de Aragón, 27/05/1930)
Cursó el bachillerato en el Instituto Miguel Servet y los estudios superiores en la Universidad de Zaragoza.
De izquierda a derecha. Marcelina Serrano, Ramira Cardesa, monja, Felisa Cardesa Arambillet y María Serrano. De «Fotos antiguas de Lobera de Onsella». Sin fecha.
Fue religiosa Escolapia: madre general, directora del colegio y profesora de Matemáticas. También daba Ciencias Naturales. El año 2013 residía con las monjas de su congregación en Chile. Sus alumnas la recuerdan como una excelente profesora con grandes cualidades humanas. También recuerdan a su madre como una señora de mucho estilo que vivía en un pequeño apartamento dentro del colegio del Arco de San Roque, en Zaragoza. El año 2022, a su 191 años sigue viviendo en Zaragoza, con buena salud.
Los novios del Solano
Pascual Samper (Biel, 1896-1924) e Irene Cardesa (Biel, 1898- 1924).
Irene y Pascual murieron juntos cerca de la casa de Irene. Su presencia en esta foto me hace pensar que era un noviazgo avanzado y aceptado por la familia.
En las anotaciones de mi tío, esta pareja está sin nombre. O no los recordaba al cabo de tantos años, o no quiso nombrarlos. En Biel, Irene y Pascual estaban estigmatizados. Después de su muerte, nadie habló de ellos en público. Circularon los hechos de boca en boca, pero nunca en en voz alta, porque nadie sabía a ciencia cierta qué había sucedido. No se sabe quién disparó. Las gentes dijeron que habían sonado dos tiros de pistola. De las actas de defunción no se deduce nada.
Samper Bagüés Pascual. 21 de julio. En la Villa de Biel a las once de la mañana del día veintitrés de Julio de mil novecientos veinticuatro D. Manuel Marco Bonaluque Juez municipal y D. Pablo Arenaz Arenaz habilitado Secretario. El señor Juez municipal dispuso que se extendiese la presente acta de inscripción del cadáver de Pascual Samper Bagüés soltero de 28 años de edad de oficio Comerciante hijo legítimo de Francisco y de Leonor, fallecido a las 23 del día 21 de julio actual por disparo de arma de fuego en la plaza del Solano de esta Villa. Según dictamen de autopsia verificada por orden judicial por los Profesores Médicos D. Donato Emiliano Ladrero y D. Amado Mínguez Biel aquel médico forense del partido y este titular de esta Villa.
Cardesa Lanzarote, Irene. 21 de julio. En la Villa de Biel a las once de la mañana del día veintitrés de Julio de mil novecientos veinticuatro D. Manuel Marco Bonaluque Juez municipal y D. Pablo Arenaz Arenaz habilitado Secretario. El Señor Juez municipal dispuso que se extendiese la presente acta de inscripción del cadáver de Irene Cardesa Lanzarote, soltera, dedicada a sus labores, de 26 años de edad, hija legítima de Juan José y Viviana, fallecida a las 23 del día 21 del corriente mes, por disparo de arma de fuego, en la plaza del Solano de esta Villa, según dictamen de autopsia, verificada por orden judicial, por los Profesores Médicos don Donato Emiliano Ladrero, médico forense del partido y don Amado Minguez Biel, titular de esta Villa. (Archivo del Ayuntamiento de Biel).
Isabelita, don Amado, Marino y Pablo
A nuestra izquierda, Isabel Marco Sampietro, «Isabelita», (Biel, 1895-Alagón, 1974). Y a nuestra derecha, Amado Mínguez Biel (Sos, 1897-Biel, 1984)
¿Me he preguntado muchas veces qué hace en el centro de la foto un médico recién llegado? Pues muy fácil, su presencia era casi continua en casa Machín para atender a mi abuela.
Amado Minguez Biel. Su segundo apellido era como una premonición. Con su llegada a Biel, su vida cambió. Estaba llamado a ser una figura importante en el pueblo. En 1926 se casó con Luisa Pemán Coiduras (Zaragoza, 1905-1981), de casa Mauricio, una de las casas más prósperas. De este matrimonio nacieron ocho hijos
¿Y a qué se debía la presencia de Isabelita y Marino?
Eran los hijos Manuel Marco Bonaluque (El Frago, 1858-Biel, 1927), el maestro que había formado a mi abuelo y a otros maestros de Biel.
Marino Marco Sampietro era fotógrafo. Hizo la foto con un trípode y dio un poco de tiempo antes de que se disparara automáticamente. Se dejó un sitio preparado. Por eso aparece detrás, entre el hueco de Perfecto y Pablo.
Isabelita Marco Sampietro era hermana de Marino y visitaba con frecuencia a mi abuela. En 1923 ya debía ser la novia de Juan Lanzarote(Biel, 1895-Alagón, 1992), un reconocido maestro en Alagón.
¿Qué hacía Pablo entre tantos Cardesas?
Pablo Arenaz Arenaz (1895-?) era el organista de Biel. Aprendió su oficio con don Amado Cardesa Remón (Biel, 1890-Zaragoza, 1991), que llegó a ser canónigo del Pilar. Pablo siempre conservó su amistad y su gratitud con los Cardesa.
Tras la aparente calma de aquel verano fijado en el papel couché, latían grandes pulsiones que condujeron las vidas.
Unos estaban destinados a ser triunfadores y a otros ya los había elegido el fatuum de la tragedia. Sus vidas estaban tejidas con hilos de la misma madeja, pero los tapices resultaron muy diferentes.
He conseguido identificar a las personas, pero sus vidas me han dejado un mar de dudas.
¿Fue don José Aguas Iriarte un cura guerrillero que acabo buscando refugio para él y su familia en Biel, en unos tiempos revueltos en la Val de Onsella? ¿Quiso mantener los principios tradicionales arraigados en casas de buena hacienda? ¿Por su influencia llegó a ser Biel un pueblo más carlista que isabelino?
¿A quién ocultaba María Cardesa Aguas cuando mando inscribir a su hijo como hijo de padres desconocidos? ¿Qué la movió a reconocer a su hijo darle sus apellido cuando Perfecto ya tenía 23 años? ¿Que movió a Felisa Arambillet, su esposa, a volver a cambiar la partida de nacimiento cuando Perfecto llevaba más de cincuenta años muerto?
¿A qué se debió la muerte trágica de Irene y Pascual?
Con estas semblanzas me he acercado un poco a las vidas de algunas personas relacionadas con mi familia, pero mi versión nunca será la misma que ellos vivieron. Todos, como los personajes de don Ramón del Valle Inclán, se han paseado por la deformación de mis espejos cóncavos. Y en la distorsión de las figuras se adivina lo que un día pudieron ser.
En la reconstrucción de mi estirpe, como en todas las familias de la montaña aragonesa, por encima de las personas, prima la casa y la hacienda. Lo más importante era mantener un heredero que conservara, o aumentara, el patrimonio y que protegiera a la casa y a sus padres.
Biel, 2016. Casa Machín
En casa Machín, los nombres de los herederos fueron cambiando con los años, pero el nombre de la casa ha permanecido desde que se lo diera Machín de Villarreal en 1495. Según mi profesor Antonio Serrano Montalvo, en el fogaje de aquel año, Machín de Villarreal, jurado, era dueño de uno de los 113 fuegos de Biel, que en esos momentos pertenecía al Arzobispado de Zaragoza. Los jurados, dos infanzones y uno del estado llano, encabezaban a los hombres principales de la villa. No pudo comenzar mi estirpe con mejores augurios.
Todas las fotos son propiedad de la autora y estás sujetas a los derechos de imagen.
ADENDA
CASA MACHÍN DE BIEL: 1459
La casa permanece, las personas cambian.
1459. Miguel de Machín Villarreal. Regidor en los fogajes de 1459.
1569. María Machín (¿? -1569.). Murió pobre.
1575. Miguel de Machín = Lacascanesa o Catalina Cascante.
Cristóbal (de Machín) Villarreal (1575- ¿?). Después tachó, se quitó el Machín.
1590. Martín Villarreal (1573 -1618) = En 1590, María Samper (1575 – 1625)
1596. Miguel Villarreal Samper. = En 1596, María Tarragual Longás (¿? -1621). Infanzón.
1693. Juan Marco Visus (1661 -1715) = En 1693, Catalina Campos Villarreal (1662-1715)
1759. Andrés Marco Romeo (1730-1792) = En 1759, 1ª, María Ena Estachod (Fuencalderas, 1730-1760). En 1762, 2ª, Teresa Monguilán Acín (Longás, 1745-1771).
1792. Andrés Marco Ena (1760 – 1803) = En 1792, Isabel Estaún López (1760-1811)-
1802. Valentín Luna Regalés (Fuencalderas, 1758- 1837) = En 1802, Francisca Marco Estaún (1788-1837).
1824 Manuel Castán Jiménez (1801-1879) = En 1824, Josefa Luna Marco (1806-1897).
1854. José Castán Luna (1825-1901) = En 1854, Salvadora Aguas Iriarte (Petilla, 1823-1899).
1875. Pedro Marco Dueso (1845-1917) = En 1875, Ana María Castán Aguas (1858-1902).
1919. Constantino Pemán Otal (1881-1968) = En 1910, 1ª, Pascuala Marco Castán (1879-1926). En 1928, 2ª, Elena Marco Castán (1885-1949).
968. José Pemán Marco (1914-1996) = En 1841, Eulalia Dieste Añaños (1914-2002).
1991. Pedro Pemán Dieste (1944) = En 1973, María Pilar Castillo Otal (1947)
ENTRADA DE LOS APELLIDOS
Aunque las herederas fueran mujeres, los dueños, los que daban el apellido a la casa, eran siempre los varones.
COMIENZA CON MACHÍN-VILLARREAL. 1459. Miguel de Machín Villarreal. Regidor. 1569. María Machín (¿? -1569.). Pobre. 1575. Miguel de Machín = Lacascanesa o Catalina Cascante. Cristóbal (de Machín) Villarreal, hijo de Lacastanesa, (1575- ¿?). Después tachó, se quitó el Machín. 1590. Martín Villarreal (1573 -1618) = En 1590, María Samper (1575 – 1625). 1596. Miguel Villarreal Samper = En 1596, María Tarragual Longás (¿? -1621).Infanzón 1637. Francisco Villarreal Tarragual. (Biel, 1598- ¿?) = En 1637, Teresa Ena Longás. Infanzón. LOS SIGUIENTES VILLARREAL NO VIVIERON EN BIEL Cristóbal Villarreal Tarragual (Biel, 1612-¿?), A Zaragoza Francisco Villarreal Samper, natural de Biel. A ZaragozA. Miguel Villarreal, hijo de Fco. Villarreal Samper (1598- ¿?) Infanzón, notario de caja y diputado el reino. José Cristóbal Villarreal, hijo de Fco. Villarreal Samper. Infanzón, notario, insaculado en 1647, y diputado del reino = Francisca de Liarte. Josefa Villarreal Liarte, nieta de Fco Villarreal Samper (1658-¿?) = En 1677, José Antonio Ondeano Mazparroza, de Tauste. Infanzón y diputado del reino. Fr. Manuel Villarreal Liarte, nieto de Fco Villarreal Samper, profesó en el Convento de San Agustín (1671). ENTRA EL CAMPOS,DE VILLANÚA (HUECA). 1672. Blas Campos(Villanúa, ¿? -1681) = En 1672, Catalina Villarreal Tarragual. ENTRA EL MARCO, DE CASA DÁMASO DE BIEL. 1693. Juan Marco Visus (1661 -1715) = En 1693, Catalina Campos Villarreal (1662-1715). 1729. Miguel Marco Campos (1698-1782) = En 1729, Ana María Romeo Beamonte, de El Frago. 1759. Andrés Marco Romeo (1730-1792) = En 1759, 1ª, María Ena Estachod. (Fuencalderas, 1730-1760). En 1762, 2ª, Teresa Monguilán Acín (Longás, 1745-1771). 1792. Andrés Marco Ena (1760 – 1803) = En 1792, Isabel Estaún López (1760-1811). ENTRA1EL LUNA, DE FUENCALDERAS (ZARAGOZA). 1802. Valentín Luna Regalés (Fuencalderas, 1758- 1837) = En 1802, Francisca Marco Estaún (1788-1837). ENTRA ELCASTAN, DE CASA MOSEN AHUSTIN DE BIEL. 1924 Manuel Castán Jiménez (1801-1879) = En 1824, Josefa Luna Marco (1806-1897). 1854. José Castán Luna (1825-1901) = En 1854, Salvadora Aguas Iriarte (Petilla, 1823-1899). VUELVE EL MARCO DE CASA MACHÍN, Había pervivido con los descendientes de Antonio Marco Romeo (1732-1807), Un segundón. 1875. Pedro Marco Dueso (1845-1917) = En 1875, Ana María Castán Aguas (1858-1902). ENTRA EL PEMÁN, DE CASA LOY. El herdero, José Marco Castán,(1891-1918), soltero, murió de la gripe. 1919. Constantino Pemán Otal (1881-1968) = En 1910, 1ª, Pascuala Marco Castán (1879-1926). En 1928, 2ª, Elena Marco Castán (1885-1949) 1968. José Pemán Marco (1914-1996) = En 1841, Eulalia Dieste Añaños (1914-2002) 1991. Pedro Pemán Dieste (1944) = En 1973, María Pilar Castillo Otal (1947)
Hoy mi entrada no va de poesía, ni de cuentos, ni de relatos. O, al menos, no de relatos en el sentido tradicional. Porque, en realidad, sí que es un relato basado, como suele decirse, en hechos reales. Y, si me apuráis, afinaré un poco más: es un relato propio, absolutamente cierto, sobre una experiencia personal:
He terminado de escribir y corregir el borrador de mi primera novela.
Una docena de palabras que podrían ser el principio y el final de mi artículo. Y os lo digo así de claro porque, como lectores, os debo un respeto y un agradecimiento que crece día a día y merecéis que sea sincera con vosotros. Estaba haciendo otras cosas y, de pronto, me he dado cuenta de que anoche, por fin, había terminado de crear algo. ¡Uf! Ha sido una sensación comparable a la que tuve cuando aprobé la última asignatura de la carrera. Recuerdo que llegué a mí casa exultante y feliz y le dije a mi padre, médico también, «¡Papá, ya soy médico!». Entonces él, después de darme un abrazo, me contestó algo que hoy, muchos años después, me sigue pareciendo uno de los mejores consejos de mi vida: «Enhorabuena, hija, estoy orgulloso de ti, pero no te confundas. No eres médico. Tienes un título de licenciada en medicina que significa que sabes manejar síntomas, diagnósticos, tratamientos y cosas así. Pero eso es solo el primer paso. Serás de verdad médico cuando pienses en primer lugar que, en la camilla, o al otro lado de la mesa de la consulta, tienes a una persona. Ni siquiera un enfermo, fíjate bien. Una persona que necesita algo de ti. Si tienes eso siempre presente, entonces, solo entonces, serás médico”.
Bueno, pues esta mañana, como os decía, he vuelto a sentirme igual como escritora. No quiero menospreciar mis relatos, mis poemas, mis artículos, ni que se sientan ninguneados si los comparo con mi primera novela, porque no van por ahí los tiros. Ellos han sido y seguirán siendo siempre mi primer amor en el sentido literario, ¿y quién de nosotros no sabe que el primer amor es algo inigualable y único? Pues eso: cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa. Porque si mis escritos previos han sido las herramientas que me han ayudado a escribir un cuento, ahora, con mi novela, me adentro en un terreno desconocido que es, ni más ni menos, que lo que viene detrás de “Y fueron felices y comieron perdices”. Ese es el final de los cuentos clásicos. Y, en la vida, cuando los novios salen de la iglesia o del juzgado pletóricos de felicidad, no son perdices lo que aguardan en la calle. Son las hipotecas, los hijos, el levantarse con los pelos de punta y mal aliento, y también, claro está, el detalle de un desayuno en la cama, o el placer de compartir un café en bata y zapatillas sin salir de casa en un día de lluvia.
Por eso he dejado de hacer lo que estaba haciendo y me he puesto a escribir como loca esta entrada. Porque acabo de bajar los escalones del templo del brazo de mi novela, jeje.
Me siento, a partes iguales, feliz y asustada. Y necesito compartirlo con vosotros.
Mi libro de cuentos seguirá creciendo sin límite. Durante todo este tiempo he repartido las horas, como una buena madre, entre mi novela y los demás. Y así pienso seguir. Pero le he mandado mi borrador a mi hija, a mi hermana, a mis primas, a tres amigas y a un amigo, y a mi correctora, que se lo va a pasar a su lector cero. Y siento muchas cosas.
Uno de mis talones de Aquiles como escritora es mi amor desmesurado por las metáforas. Lo saben los magníficos compañeros de mis cursos de escritura a los que tanto debo y que ahora sonreirán cuando lean que me siento como un piloto en su primer vuelo, cuando toma conciencia de que ahora es aire, y no suelo, lo que tiene debajo de los pies.
Y es que, como dice el título, que he cambiado varias veces, dicho sea de paso, acabo de darme cuenta de que mi novela ha alzado el vuelo. Y me toca quedarme en tierra, esperando a que regrese con anotaciones al margen, con críticas constructivas y cariñosas que me ayudarán a dar ese último retoque. Pero es que, y sigo con las metáforas, es igual que si se hubiera casado un hijo o una hija: mi novela, mi criatura, ya no me pertenece del todo. Va a conocer a otras personas, va a cambiar, a evolucionar… y eso me da tanta alegría como miedo, ¿verdad que me comprendéis?
En fin, todo este artículo no es más que para eso, para contaros que he terminado de escribir mi primera novela. Que ahora me encuentro en un punto de inflexión y me adentro en territorio desconocido después de salir de la zona de confort que eran y siguen siendo mi ordenador y mi sillón. Y que, como en los cuentos, la protagonista se enfrenta mejor al bosque si se siente acompañada.
Me encantará contaros lo que queráis saber, responder a cualquier pregunta, por superficial o intrascendente que parezca, recibir vuestros comentarios, vuestras aportaciones, que me deis ideas o sugerencias. Estoy abierta a todo.
Porque solo saber que habéis leído hasta aquí, ya me ha hecho sentirme arropada. Y ha aumentado mi alegría y ha disminuido un poco mi miedo. Que por algo el título lo he puesto con puntos suspensivos, porque representan la incertidumbre de lo que pasará a partir de aquí.
Mi novela ha despegado, empieza a alzar el vuelo, aunque todavía nos faltan algunos pasos para llegar al destino. Y sin vosotros, lectores, yo no escribiría, así que gracias por haber sido y seguir siendo el combustible que impulsa mis dedos sobre el teclado.
A mí me gustaba escaparme de casa y llegar hasta Las Cheblas. Allí los niños se pasaban todo el día correteando por las calles. Con ellos aprendí a pescar renacuajos y a acorralar a los escorpiones en un círculo de fuego hasta que se suicidaban. Nos gustaba ver cómo se clavaban el aguijón de su veneno en la nuca. No querían morir asados. No querían ser el manjar de unos niños crueles. Estas y otras correrías se nos acabaron el día que los del Gobierno obligaron a los cheblinos a llevar a sus hijos a la escuela. Los padres los mandaron por miedo a las amenazas y a multas.
Pero esto también se acabó el día que se juntaron los labradores en la plaza. Iban armados con horcas y hoces y acusaron a los del Gobierno de traicionar sus costumbres ancestrales. Les dijeron que no pagarían más multas ni mandarían a sus hijos a la escuela. Querían que fueran labradores como ellos. Es más, acusaron a los maestros de corruptos. Con sus soflamas convencían a los jóvenes, que desertaban de las tareas del campo. De repente oímos un vozarrón:
—Nuestros hijos no huirán del arado, como ha dicho el representante del Gobierno.
Ese día me fui de La Cheblas con la cabeza baja. Ya no volvería a corretear por las calles ni pescaría barbos en el río. Además sabía que mis padres sí que me obligarían a ir a la escuela.
Poco a poco me fui olvidando de las ranas y de sus renacuajos. Salí a estudiar a la ciudad. Al cabo de unos años, un día que volví a mi casa, me senté a leer en una piedra del camino que llevaba a Las Cheblas. Debajo vivía un escorpión. Y, sin darme tiempo a reaccionar, me clavó su aguijón en el tobillo. Yo me hice un torniquete con un pañuelo y él se puso a tomar el sol entre las peñas. Los dos nos quedamos muy quietos y nos miramos como dos viejos enemigos.
La niña nunca había tenido un abrigo negro. Le extrañó que se lo pusieran, pero cuando llegó al cementerio no se encontró rara. Había poco más de una docena de personas, todas vestidas de negro, que sujetaban paraguas del mismo color. Hasta el día llevaba ropas oscuras. Una lluvia cansina se descolgaba del cielo, plomizo y cubierto de nubarrones enfadados. Las únicas notas de color la ponían dos o tres ramos de flores bastante mustias que yacían desmayadas sobre las lápidas, casi todas de un tono gris ceniciento y sucio, incluso las más cuidadas. Algunas tenían en la cabecera ángeles de piedra que parecían llorar cuando la lluvia resbalaba por sus rostros.
La pequeña iba de la mano de su madre. Al acercarse a la gente sintió que los dedos maternos apretaban más los suyos hasta casi hacerle daño. Levantó la cara para protestar, pero no se atrevió a decir nada. La mirada de su madre estaba fija en una mujer que aguardaba de pie junto a un agujero negro abierto en la tierra, solitaria y despegada del grupo que formaban los demás. La niña reconoció entonces aquella cara llena de ángulos, la boca apretada en una línea tan estrecha que parecía que no tuviera labios, y unos ojos tan grises como las lápidas y el cielo. Era su abuela. Aquella abuela a la que había visto pocas veces en su corta vida. Su madre casi nunca hablaba de ella y, cuando lo hacía, no decía nunca “tu abuela”, sino “la madre de tu padre”. Esa mañana, cuando su madre la vistió de negro, solo le dijo que tenía que ser buena y portarse bien, porque iban a ir al entierro de su abuelo.
Su madre empezó a caminar un poco más despacio hasta que se colocó junto a la anciana, pero sin rozarla. Hacía frío. La chiquilla metió la mano que tenía libre en el bolsillo de su abrigo y sus dedos se encontraron con un agujero que le resultaba familiar. Pensó que a lo mejor lo habían comprado en la misma tienda que el abrigo rojo que su padre le había regalado en su último cumpleaños, un mes antes de irse al cielo. Había sido el último regalo y el último secreto compartido con él. Su madre había protestado ese día y dijo que no podían permitirse tantos gastos, pero papá contestó que había sido un chollo. Luego, a solas, después de apagar las velas y de comer la tarta, cuando ella le preguntó que qué significaba lo de chollo, él le explicó que un chollo era algo así como un golpe de suerte.
–Verás, Isabel, el abrigo no me ha costado nada. En realidad, es un regalo de tu abuela porque lo ha pagado ella, pero mejor que no se lo cuentes a mamá.
–¿Por qué no, papi?
–Bueno, mamá y la abuela son buenas. Las dos. Pero no han sabido hacerse amigas, ¿vale? Y la abuela sabía que yo quería regalarte algo, y ha sido ella la que me ha dado el dinero.
Isabel había guardado ese secreto, igual que guardaba otros. El abrigo rojo se había convertido en su prenda favorita. Y ahora, al ver que su dedo encajaba perfectamente en el agujero del que llevaba puesto, sintió que en su interior se instalaba una terrible sospecha. Se fijó en los botones, con una flor pequeña grabada en el centro de cada uno de ellos, en la suavidad familiar de la solapa, y la tela empezó a picarle. Quiso preguntarle a su madre si tardarían mucho en volver a casa, pero no se atrevió. Necesitaba subir a su cuarto y abrir el armario para acariciar su abrigo rojo. Porque seguro que estaría allí. Tenía que estar. «Por favor, Señor», rezó en silencio, «que esté colgado en su sitio».
No prestó atención a las palabras del sacerdote. No le hacía falta. Ya sabía de sobra todo lo que le había pasado al abuelo. A estas alturas estaría en el cielo con papá y con Blacky. Cuando Blacky murió y lo enterraron en el jardín, papá le había explicado que en el cielo todos eran felices. Ella se sintió mejor al saberlo y preguntó si, mientras llegaba la hora de encontrarse con Blacky, podría tener otro perro, pero mamá dijo que no, y papá le dio la razón. Un perrito, le explicó, daba mucho trabajo, había que sacarlo, darle de comer, y ella tenía que ir al colegio durante muchas horas. Y ahora que él ya no trabajaba no podía ayudarle. Cada vez se cansaba más y apenas salía de casa, como no fuera para ir a sus revisiones en el hospital. Y, además, su padre le dijo que ella era ahora su mejor enfermera y que él se sentía bien cuando estaban juntos, así que aprovecharían el tiempo y él le leería todas las noches varios cuentos para compensarla de la falta de un perrito. Y había cumplido su promesa hasta que se fue al cielo con Blacky.
Poco tiempo después de que papá se reuniera con Blacky, Esteban empezó a ir de visita casi todas las tardes. La madre de Isabel sonreía de nuevo y la chiquilla volvió a pedirle un cachorrito, pero mamá le dijo que un cariño no se podía sustituir por otro y continuó sin tener una mascota. Isabel aceptó la explicación porque venía de su madre, aunque estuvo a punto de preguntarle por qué dejaba que Esteban pasara cada vez más tiempo con ella. Si a su madre no le parecía bien que ella tuviera otro perro, Isabel no entendía que ahora quisiera meter en casa a otro padre. Y, además, Esteban no se parecía en nada a su papá. Para empezar, se había adueñado del cuarto que papá le había construido a ella en el garaje, el cuarto donde había un montón de estanterías en las que vivían todas sus muñecas. Mamá le dijo que era mejor que se quedara solo con algunas y que se las llevara a su cuarto, y al poco tiempo todo el garaje quedó habilitado como una enorme pajarera para las aves que Esteban criaba. Cuando estaban los tres juntos, Esteban le decía cosas bonitas y le sonreía, pero si su madre no estaba en la habitación era como si ella, de pronto, se volviera invisible. Isabel sabía que Esteban no la quería, y pensaba que tampoco quería a su madre o, al menos, que la quería menos que a sus pájaros. Pero cuando pensaba en decirle eso a ella nunca encontraba el momento. Mamá, desde que Esteban acabó por mudarse a la casa, estaba bastante rara.
La ventana del cuarto de la pequeña daba a la parte de atrás de la casa, donde estaba el garaje, y muchas noches se despertaba varias veces por culpa de los ruidos que hacían los pájaros. Escuchaba los aleteos, el piar de algunos, y pensaba que quizá le habrían gustado si los hubiera visto volando en libertad. Pero verlos allí así, tan apelotonados, solo le producía pena.
El graznido de unas aves que revoloteaban en círculos sobre el cementerio, y el apretón de la mano de su madre para que empezara a caminar, la sacaron de su ensoñación. Mientras ella se perdía en sus recuerdos, habían tapado el agujero, y ahora estaba todo cubierto de tierra. Las demás personas se dispersaron y ellas dos volvieron a la casa caminando al lado de la abuela, pero sin llegar a tocarla. Entraron, y la chiquilla se soltó y empezó a subir corriendo las escaleras hasta que la detuvo la voz de su madre.
–¡No corras, Isabel! Ten un poco de respeto.
Terminó de subir y abrió el armario. El abrigo rojo no estaba allí. Vio sobre la cama una maleta abierta en la que había parte de su ropa, pero no el abrigo. Empezó a hacer pucheros, cogió su muñeca favorita y salió de la habitación sin hacer ruido. Desde lo alto de la escalera escuchó las voces. Sujetó la mano de la muñeca y se asomó a la barandilla.
–…no tiene corazón. Pero veo que no ha cambiado de opinión. –La que hablaba era su madre–. Sabe de sobra que su marido me ayudaba con los gastos de Isabel, y pensé que usted tendría la decencia de seguir haciéndolo.
–Mi marido era un santo, igual que mi hijo, que no sé lo que vio en ti.
–No tiene derecho a…
–Tengo todo el derecho del mundo. Mi marido, que en paz descanse, os dio esta casa como regalo de bodas. La casa donde ha vivido su familia desde hace muchas generaciones, así que dale gracias al cielo de que yo respete su voluntad y deje que sigas aquí con ese inútil que te has buscado y…
–¡No le consiento que me falte al respeto!
–Más le has faltado tú a mi hijo. Que a saber si ya andabas con ese novio antes incluso antes de enterrarlo. Y llamarlo inútil es hacerle un favor. Que el que ni es rico ni trabaja y vive así de una mujer tiene otro nombre más feo. Mi marido quería a mi hijo y a mi nieta con toda su alma, y por eso no quise amargarle lo que le quedara de vida malmetiendo cizaña y dejé que siguiera dándote dinero todos los meses. Pero tú sabes de sobra lo que yo pensaba de eso. Y lo sigo pensando. Tú y ese novio tuyo vivís a cuerpo de rey mientras que, a la niña, si le llega algo, serán las sobras.
–¡Eso es mentira…!
–Puede que sí, o puede que no. A lo mejor de momento tu chulo está adorando al santo por la peana, pero eso no durará siempre.
–Su marido se revolvería en la tumba si supiera lo que pretende hacernos a Isabel y a mí. Sé que nos quería y no le hubiera gustado que…
–La única que se está revolviendo eres tú, Mercedes. Le prometí a mi marido que cuidaría de nuestra nieta, y eso es lo que voy a hacer. Si no quieres que se cierre el grifo del dinero, Isabel vivirá conmigo. Te puedes quedar con la casa. Y podrás venir a visitarla cuando quieras. Por supuesto, sola.
Isabel dio media vuelta y volvió a su cuarto. Se sentó sin quitarse siquiera el abrigo. Empezó a rascar la tela con la uña, tratando de ver aunque fuera una hebra roja, pero no lo consiguió. Escuchó en la escalera unos pasos y su madre entró en la habitación
–Vamos, nena. –Empujó la ropa y metió un par de prendas más en la maleta–. Vas a pasar unos días con la m… con tu abuela.
Mercedes cerró la cremallera y volvió a bajar la escalera con la maleta en una mano y la niña cogida con la otra. Se agachó para besar a Isabel.
–Hazle caso y sé buena, ¿de acuerdo?
Se levantó y abrió la puerta de la calle sin mirar atrás. La anciana cogió la maleta y salió, seguida de la niña. Isabel esperó a que la puerta se cerrara, y miró hacia el garaje. Su abuela se dio cuenta.
–¿Hay algo ahí que quieras coger? –le preguntó.
Isabel negó con la cabeza. La voz de la anciana tenía un tono distinto, nuevo, que impulsó a la niña a contestar.
–Ahí no hay nada mío.
Isabel volvió a rascar el abrigo sin darse cuenta. La anciana, entonces, se fijó en los botones, en la solapa, y en el luto que llevaba su nieta en los ojos, y no solo en el abrigo. Sintió que el corazón se le retorcía dentro del pecho, pero se forzó a sonreír.
Dejó la maleta en el suelo y, por primera vez, le dio la mano a su nieta, que no la rechazó. Era cálida y suave, igual que la de su hijo cuando era un bebé. La abuela y la nieta se acercaron al garaje. La puerta no tenía llave y una algarabía de aleteos y piar de pájaros las recibió.
Isabel y la anciana se miraron. La niña acarició uno de los botones de su abrigo y escuchó a su abuela decirle algo que la sorprendió:
–Tengo una idea, Isabel. Mañana, si quieres, tú y yo iremos de compras. Sé de una tienda donde tienen los abrigos rojos más bonitos del mundo.
Ella sonrió por primera vez desde que salió de la cama esa mañana. Entonces su abuela la soltó, avanzó dos pasos y abrió de par en par la puerta de la pajarera. Dio media vuelta, volvió a darle la mano, cogió la maleta, y echaron a andar.
Y, cuando Isabel levantó la mirada, su abuela le guiñó un ojo. Y sonreía.
Adela Castañón
Imagen: tomada de Internet. Fotograma de «La lista de Schindler»
A don Fernando Simón Soria, portavoz del Ministerio de Sanidad en esta pandemia de coronavirus.
Estimado doctor Simón:
Hemos estado confinados, como nunca lo estuvimos antes. Ya, desconfinados. Y aún seguimos dando vueltas por nuestras casas sin saber qué hacer. Todavía nos sentimos atemorizados por la cólera de los dioses. Durante la cuarentena, de forma automática encendíamos las televisiones con ansias de conocer algo del virus que nos azotaba sin piedad. Cuando aparecía usted en la pantalla, nuestra actividad se paralizaba y nuestra esperanza pendía del hilo de su quebrada voz.
Detrás de esa voz, ronca y pausada, se escondía la figura de un hombre que quería pasar desapercibido. Pero ya no era posible. Usted se había convertido en un personaje público, se había metido en nuestras mesas de comedor. Y ya que había llegado hasta nuestras cocinas, queríamos saber quién era usted. Las noticias de su familia han cundido en blogs y revistas. Los periodistas afanaron en reconstruir su genealogía y su trayectoria profesional.
Biel, años 20. Vista desde la Corraliza, encima de los lavaderos de la Mina. Foto de la familia Marco, publicadas en FB. Abajo a la izquierda, cerca del Arba, casa Mariquita junto a otra blanqueada. Delante se aprecia el antiguo hospital.
Pues aquí entro yo. No voy a repetir los artículos de prensa ni voy a glosar su currículum. Solo traigo una notas mal hilvanadas de sus ancestros relacionados con la villa de Biel. Me refiero a los antecedentes de su bisabuela Carmen Muñoz Salias, hija y hermana de las dos parteras más famosas de Biel. Carmen, a su vez, era nieta de un maestro de Biel, nacido en Ferrol, Galicia, hijo de un Salias de Cádiz y de una Miguel de Burgos.
Hace años que conocí a sus familiares cuando desempolvaba legajos en los ayuntamientos de El Frago y Biel. Buscaba maestros. Mis abuelos y mis padres habían sido maestros de Biel. Y quería reconstruir la vida de unas escuelas, ya desaparecidas, en las que estudié hasta mis trece años.
Como los archivos son adictivos, a la vez que iba descubriendo maestros, seguí algunas sagas familiares, entre otras, la mía. Me cautivaron dos parteras, María Salias y Dionisia Muñoz Salias, madre e hija. María Salias fue partera y testigo del bautismo de mi abuela Pascuala Marco Castán. Me encariñé con ella y quise saber más.
Mariquita, como entonces se llamaba a las Marías, ayudó a venir al mundo a muchos niños y niñas de Biel, inscribió en el registro a los hijos naturales o de padres desconocidos, que no fueron pocos. Y siempre luchó con los párrocos. Los persuadía para que inscribieran a los “hijos del pecado” en los libros parroquiales y para que los bautizaran.
Estas parteras me sedujeron tanto que les escribí un relato. Como entonces yo no lo conocía a usted, por reglas de convención literaria, las unifiqué en un solo nombre y me las bajé a El Frago, donde ya habitan Las fragolinas de mis ayeres. Así nació Gregoria la partera, una fragolina que en realidad era de Biel, como mi madre. Si hoy volviera a escribir ese relato lo llamaría Mariquita la partera, la bisabuela que el doctor Simón no conoció.
Casa Mariquita, detras del hospital.
Mariquita tuvo una personalidad tan destacada que dio nombre a su casa. Lo normal era que llevaran el nombren de los varones.
Hoy todavía existe casa Mariquita y pocos saben que debe su nombre a una mujer popular y muy querida. La casa sigue en el barrio de la Torre, 14, entre la torre y el Arba, está junto al hospital. Aunque las mujeres y los animales domésticos, a los que también atendían las parteras, daban a luz en las casas, Mariquita quiso estar cerca de los enfermos.
El hospital de Biel
En Biel, desde el siglo XII hasta el XIV hubo un hospital de peregrinos relacionado con el de Santa Cristina de Somport, en el que sus rectores pusieron en funcionamiento un sistema de cofradías que ayudaban en la financiación del hospital. La cofradía de Biel existía ya en 1314. Los cofrades, en vida, ofrecían su apoyo y bienes materiales a cambio de los servicios perpetuos y espirituales que esperaban después de la muerte.
Con el desuso y el paso del tiempo el edificio se deterioró. Lo restauraron en la segunda mitad de siglo XIX, aprovechando el momento en que se construian dos obras de nueva creación: el lavadero y la de la fuente los caños, al otro lado del Arba.
Hospital reconstruido en el siglo XIX.
Quizá es soñar un poco, pero la puesta en marcha del viejo hospital pudo estar motivada por las calamidades del siglo XIX. En 1812 y, después, se pasó hambruna y murieron muchas personas, sobre todo casadas. Se refleja en la frecuencia de matrimonios de viudos y viudas en el registro civil.
En la epidemias, sobre todo en la del cólera de 1885, resultó muy importante como sala para aislar a los enfermos
—¿Que cómo llegue hasta usted? Pues por azar
Mariquita era hija de uno de los primeros maestros de Biel y de Ramona Gastón, natural de Ansó. Su padre, Francisco de Paula de Salias, fue el padrino de bautismo de José Castán Luna, uno de mis antepasados. Y María Salias, la madrina de mi abuela Pascuala Marco Castán (Biel, 1877-1926).
José Castán Luna, nació el 6 de febrero de 1825. Era hijo de Manuel Castán y Juana Luna. Sus abuelos paternos, Manuel Castán y Josefa Giménez. Y los maternos, Valentín Luna, de Fuencalderas, y Francisca Marco de esta villa. Fueron sus padrinos de Bautismo, Francisco de Paula de Salias Natural de El Ferrol y Francisca Marco, su abuela. (Archivo Diocesano de Jaca).
Más tarde, en 1854, José Castán Luna (Biel, 1825-1901) se casó con Salvadora Aguas Iriarte (Petilla, 1823-Biel, 1899), una hija de Ana María Iriarte (Isuerre, 1792-Biel, 1873), la madrina de bautismo de don Santiago Ramón y Cajal (Petilla, 1852-Madrid, 1934). Cfr. partida de nacimiento de Santiago Felipe Ramón y Cajal en el Archivo diocesano de Jaca.
Con esta sobredosis, seguí estudiando las conexiones de mis ancestros con los de este maestro de El Ferrol. Y, un día, por casualidad, al final de la cuarentena del coronavirus, leí en el grupo de Facebook Pelaires de Biel que usted era descendiente de Carmen Muñoz Salinas. Entonces caí. Había una errata en el apellido, no era Salinas, era Salias. Y ese nombre me resultaba muy familiar. Carmen era hija de Juan Muñoz Arenaz y María Salias Gastón.
De sus antepasados de Biel
Pues, bien, partiendo de esos datos, intentaré reconstruir esta rama a la que también llegué por casualidad. En un documento de 1820 encontré a Francisco Salias, que ejercía de maestro en Biel, y que además era el secretario de la Casa de Ganaderos de Biel.
Según dos documentos del Archivo Histórico de Zaragoza, su padre, Inocencio Salias, natural de Burgos, en 1801 era notario de Uncastillo y solicitaba poder formar parte de la curia. En 1819, estaba destinado en Jaca y tuvo un pleito por su conducta política.
En 1828 se abrió el libro de la Casa de Ganaderos de Biel y Francisco de Paula Salías figuraba como primer secretario. En 1833 dejó de escribir, quizá fue el año que murió. Tenía cuarenta cabezas de ganado, de la dote ansotana de su mujer.
Primera página del libro en la que firma Francisco Salias.
En 1820 llegó a Biel con su muj con su hijo Fermín, que más tarde sería maestro de Salinas.
Al año siguiente nació en Biel su hija María de la Merced, la que llegaría a ser una de las parteras más famosas de la redolada.
Le siguieron Matea y Petra, que, según el padrón de 1857, estaba casada en Ejea de los Caballeros.
Segundas nupcias de Ramona Gastón
Francisco Salias falleció joven y su mujer se volvió a casar con el viudo Ramón Arenaz. Así consta en un listado del Archivo de Biel que transcribo a continuación.
En 1839, Ramona y su nueva familia vivían en la calle San Juan, 18. Al lado de la Casa de la Villa. En reformas posteriores la puerta se cambió de sitio.
Ramón Arenaz, de 45 años, casado, natural de Biel, de oficio pelaire. Ramona Gastón de 38 años, casada, natural de Ansó. María Salias, de 16 años, soltera, natural de Biel. Matea Salias, de 14 años, soltera, natural de Biel. Petra Salias, de 12 años, natural de Biel. Fermín Salias, de 19 años, natural de Ansó y maestro de Salinas Jaca.
Nuestra partera
Según el decir de las gentes, Ramona aprendió el oficio cuando se quedó viuda. Pero yo no lo he podido documentar. En cambió sí que sigue viva en la memoria de algunas gentes, su hija Mariquita. Y he podido localizar sus partidas de nacimiento, matrimonio y defunción.
María de las Mercedes Salias Gastón, (1814-1904) conocida como María Salias y Mariquita, era hija de Francisco de Paula Salias y de Ramona Gastón. Aquel de El Ferrol de Galicia, maestro, y esta de Ansó. Sus abuelos paternos: Inocencio Salias, de Cádiz, y Petra Miguel, esta de Burgos. Y los maternos: Joaquín Gastón y Engracia Añaños,naturales y vecinos de Hecho. Sus padrinos eran los dueños de casa el Marqués. Miguel Ramón Acín Jiménez, y Ana Navarro Longás. (Archivo Diocesano de Jaca).
El 22 de septiembre de 1843, en la iglesia de San Martín de Biel, se casaron el viudo Juan Muñoz Arenaz y la viuda María Salias Gastón.
Casa Mariquita hoy. Ha cambiado de propietarios y los actuales quizá desconozcan el origen del nombre y la historia de la casa.
En el censo de 1869 en la calle La Torre, 14, en casa Mariquita, vivían: Juan Muñoz Arenaz de 46 años, casado. María Salias, de 46 años, su mujer. Y sus hijos: Francisco Muñoz, de 17 años. Ramón Muñoz, de 12 años. Carmen Muñoz, de 10 años. Y Mónica, de 7 años.
El día 29 de septiembre de 1894, falleció María Salias Gastón a los 80 años. Compareció su hija Dionisia Muñoz Salias casada, que vivía con sus madre en la calle La Torre 14. Su señora madre María Salias Gastón falleció en el referido domicilio de una hemorragia cerebral. Era hija legítima de los difuntos Francisco Salias, maestro de instrucción primaria, y Ramona Gastón. Era viuda de Juan Muñoz de oficio labrador de cuyo matrimonio tuvieron cinco hijos llamados Francisco, Ramona, Carmen, Mónica y Dionisia Muñoz Salias. (Archivo Diocesano de Jaca).
El nueve de septiembre de 1885, hubo un accidente que conmovió a todos los vecinos de Biel. Juan, un hijo de María Salias murió ahogado en el Arba. Por eso no consta entre los descendientes de la partida de defunción.
Juan Muñoz Arenaz, labrador, calle La Torre 14, manifestó que su hijo Juan Muñoz Salias, natural y vecino de esta villa de Biel, se había caído a un pozo. La autoridad lo encontró ya cadáver en el sitio llamado el Taconar, término y jurisdición de esta villa y partida de la Arbolera de Raimundo Longá. (Archivo de Biel)
Dionisia se quedó en Biel y siguió el oficio de su madre. Pero pronto se trasladó a Ejea de los Caballeros, donde viven sus bisnietos, entre otros Fernando Ciudad Lacima, nieto de Jorja, hija de Dionisia.
Y Carmen, la bisabuela del doctor Simón, se fue a Zaragoza.
Y llegamos a nuestra pista inicial
Carmen Muñoz Salias, (Biel, 1859-Zaragoza, 05/03/1942) era nieta, hija y hermana de las parteras de Biel. En 1886 se casó en Zaragoza con Ángel Simón San Clemente (Zaragoza, 1855-1924), de oficio dorador. En 1890 vivian en la calle de la Verónica, 29; en 1892, en la plaza de Santa Marta y en 1910 en la plaza del Pilar 13. Están enterrados juntos en el mismo nicho de Torrero.
José Simón Muñoz (Zaragoza, 29/10/1896-19/02/1989), de profesión veterinario, se casó con Antonia Ramiro Lancina (Zaragoza, 06/11/1899-27/01/2000). Regentaron un comercio en la calle Heroísmo, 25. Con ellos vivía Ángeles Simón Muñoz, soltera, de 40 años, que falleció en Zaragoza en 1974.
Antonio Simón Ramiro (Zaragoza 1931) y la primera de sus tres mujeres, María Luz Soria Ruiz (Vera de Moncayo, ¿?-Zaragoza, 18/04/1972), fueron los padres del doctor Fernando Simón Soria (Zaragoza, 1963), casado con María Romay-Barja. Son padres de tres hijos.
Para terminar
María Salias, la bisabuela del doctor Simón, fue la partera más famosa de Biel. Todas eran mujeres sabias y bien experimentadas que acompañaban, o sustituían, a los médicos en los partos. Solía ser un oficio heredado de madres a hijas. Eran las que inscribían a los expósitos y a los hijos de padres desconocidos en el registro. En 1898, a los ochenta años, falleció Mariquita, la primera de la que tenemos noticia en el Registro Civil. En 1892, su hija Dionisia Muñoz Salias ya figuraba en algunos partos como sustituta de su madre. Y en los años cuarenta, una de las últimas fue Melchora de Matiero.
A finales de marzo llevábamos encerrados casi un mes en casa por culpa del coronavirus. Cerraron la escuela y la maestra se marchó a Zaragoza. Los mayores hablaban en voz baja para que los niños no nos enteráramos. Al anochecer apagaban las televisiones y todas las luces de las casas, por si aquel bicho era como las mariposas.
Una noche, ya estaba acostada con mis hermanas en el cuarto de arriba cuando oí el susurro de la conversación de mis padres. Noté que subía por las grietas de la tarima.
Me arrastré hasta la rendija que caía encima del hogar y ajusté la oreja para escuchar lo que decían.
—Mira, Antonia, ya has oído al alcalde. Aquí el peligro está en los niños, que no enferman, pero nos contagian a todos.
—¿Qué quieres decir, Martín?
—Pues eso. Que les van a buscar un sitio seguro lejos del pueblo. Y, como son listos, se las arreglarán.
Entonces pensé que igual era una trampa. Que a lo mejor nos llevarían a un sitio donde moriríamos muchos, como pasó con los animales del Arca de Noe.
Me esperé hasta que se fueron a la cama. Y, a tientas, me puse las sayas y el abrigo, cogí los zapatos en la mano, bajé las escaleras y, sin hacer ruido, salí a la calle. Casi no podía respirar, no me entraba el aire en los pulmones y se me nubló la cabeza. Al llegar al Terrao, me dirigí a la ermita de las Cheblas, en la que había estado algunas veces cuando íbamos a segar espliego. Ese sí que era un lugar escondido. Como estaba cerca del Arba, no me faltaría agua. Además, siempre había algo que comer en los huertos cercanos.
Caminé por las trochas a la luz de la luna. Cada vez que volaba una lechuza o se movían los árboles me acurrucaba en el suelo. Cuando vi la ermita eché a correr, pero de repente desapareció. Y para no perder el rumbo, caminé por el lecho del río. Al poco, volvió a aparecer la misma ermita en lo alto de otra colina.
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Era como una iglesia fantasma colgada del cielo. Al final, subí por una ladera en la que los enebros y las zarzas no me dejaban avanzar. Llegué con los pies destrozados y me tumbé en un banco de piedra, justo debajo de un capitel en el que sobresalía un monstruo con cuerpo de hombre y cabeza de pájaro.
Me estaba venciendo el sueño, cuando la cabeza del capitel se me acerco y yo comencé a gritar:
—¡Chist!; ¡chiss!; ¡chsss —Cruzó el dedo índice delante del pico.
—¿No eres el monstruo del capitel? —Me incorporé temblando
—Tú lo has dicho. Llevaba esperándote más de quinientos años.
—¿Qué dices? No entiendo nada.
—No te preocupes. Pronto lo entenderás. —Me acercó un botijo—. Anda, bebe un poco que te hará bien.
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Antes de sentarse a mi lado, se quitó un abrigo de cuero encerado que le llegaba hasta los pies, lo dobló y lo dejo en el banco. Encima colocó una vara que acababa en tiras de badana, como si fuera un látigo. Se quedó en mangas de camisa. Era una camisa de piel fina, arremetida en unos pantalones de la misma piel. Unas calzas altas, de cuero marroquí, le recogían los pantalones, de tal forma que no quedaba ninguna parte de su cuerpo al descubierto.
Con parsimonia se quitó unos guantes de cabritilla y el sombrero. En la parte de la nuca le sobresalían las hebillas que sujetaban una mascarilla hecha por un guarnicionero. Llevaba incorporados unos anteojos y debajo dos orificios, tapados con una especie de gasa, que le permitían respirar. Encima de la boca le salía una nariz, larga, larga, como la de Pinocho, y puntiaguda como el pico de un ave. Cuando se la quitó se le cayeron unas hierbas que rellenaban el pico. La guardó entre sus manos y me llegó un aroma tan intenso que me hizo estornudar.
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Me contó que lo llamaban el médico de la peste. Porque solo él, y los que iban vestidos como él, atendían a los enfermos contagiosos, a los que era muy peligroso acercarse. Y los que se acercaban morían antes de una semana.
—Anda, pues eso mismo dicen ahora. Que los médicos necesitan trajes y mascarillas para defenderse del coronavirus.
—Lo sé, lo sé. Y más cosas que te iré contando. Ahora tenéis mucha suerte los niños. En cambio la peste se cebó con ellos.
—Sí, pero ahora se quieren deshacer de nosotros. —Me quedé un momento pensando—. Dicen que los pequeños somos los culpables de que todos se pongan malos.
—¿Por ese te has escapado?
—Sí, claro.
Se echó a reír, acercó un poco más a mí y me contó que cada vez que un cometa se acerca mucho a la Tierra, su cola deja grandes desgracias. Que desde hacía quinientos años ninguno se había acercado tanto. Y que justo antes de llegar el coronavirus pasó un cometa que tenía una cola. Como la estrella que guió a los Reyes Magos que venían de Oriente.
—¿De allí viene lo de la corona? —Me di una palmada en la frente—. ¡Anda! El coronavirus también viene del Lejano Oriente.
Antes de dormirnos, hicimos un pacto. Por el día, él se ocuparía de los enfermos y de cómo sacar a los niños del pueblo. Mientras tanto, yo tendría que esperar allí y encargarme de buscar agua en el río y comida en los huertos cercanos.
—Mira —me dijo—, somos muchos médicos, pero por las noches cada uno se va a su casa, menos los que se quedan de guardia. —Señaló con el dedo los huecos de los capiteles—. Yo vivo allí desde que se construyó la ermita. Uno de los canteros me hizo un sitio y me concedió el don de convertirme en piedra cuando no tuviera que acudir a ninguna desgracia.
—¿Y por eso has dejado de ser piedra ahora?
—Veo que lo has entendido muy bien. Cuando todo termine volveré a mi sitio hasta que se acerque otro cometa a la Tierra.
Me cubrí con el abrigo y me dormí profundamente junto al rescoldo de las brasas de la hoguera, recién apagada.
Los días siguientes, en un rincón junto al altar, fue guardando bellotas que encontraba por el monte, patatas y acelgas de los huertos. Un atardecer oí un griterío que subía del Arba. Por si acaso, me escondí en una grieta de la pared. Estaba muy encogida, conteniendo la respiración, cuando entraron todos los niños del pueblo seguidos del médico con cara de pájaro.
Hace mucho tiempo, en una isla de China, vivía Ishiro, un joven pescador, que soñaba con conocer tierras lejanas desde que era un niño. Pero su padre falleció pronto y él tuvo que seguir pescando para mantener a su madre y a sus hermanas. A menudo pensaba que la juventud se le escapaba entre los dedos como el agua del mar por los agujeros de su red, y suspiraba mientras se decía que ojalá hubiera alguna manera de seguir siendo siempre joven para tener tiempo de alcanzar sus sueños.
Todos los habitantes del pueblo querían a Ishiro. El joven siempre estaba dispuesto a ayudar a arreglar una red, o a reparar un tejado, o a compartir algo de su pesca cuando algún padre de familia regresaba a la playa con su barca vacía. Pero el cariño de todos ellos no era suficiente para calmar sus anhelos de aventuras.
Un día regresó a tierra más tarde que el resto de los pescadores. Se había alejado bastante mar adentro porque los peces escaseaban. Y, además de volver casi de vacío, se le había enganchado la red en unas rocas y se había agujereado hasta el punto de quedar casi inservible. Cuando llegó a la orilla de la playa vio que unos muchachos maltrataban a una tortuga a la que habían volteado sobre su caparazón. Ishiro sintió lástima del pobre animal y echó mano de las últimas monedas que tenía, y que le hubieran servido para comprar una red nueva. Total, se dijo, podría remendar la vieja para que aguantara un poco más, y era una pena que una criatura tan hermosa tuviera ese triste final. Los muchachos aceptaron venderle el animal, y las monedas y la tortuga cambiaron de manos. Ishiro la cogió en brazos, le dio la vuelta y la depositó en la orilla, donde rompían las olas. Y, cuando la vio alejarse mar adentro, regresó a su casa.
La pesca seguía escaseando e Ishiro se alejaba cada vez más del poblado para buscar nuevos bancos de peces. Un día, cuando estaba en alta mar, un vendaval lo sorprendió. Las olas movían su barca como si fuera una brizna de paja y una de ellas la hizo zozobrar. Nadó durante un rato y cuando estaba a punto de ahogarse sintió que algo duro le levantaba el pecho y lo mantenía a flote. Giró el cuello y descubrió que era una tortuga.
–Ishiro, ¿me reconoces?
El pescador, asombrado, recordó lo que había ocurrido hacía varias semanas y, sin fuerzas para hablar, afirmó con la cabeza. Entonces la tortuga volvió a dirigirse a él.
–Tengo una deuda contigo y ha llegado el momento de pagarla. Si quieres, puedo llevarte directamente hasta la playa de tu poblado. Pero también podrías acompañarme al fondo del mar. Soy la consejera del rey del mar, y sé que estaría encantado de agradecerte en persona que me salvaras la vida.
–Eso es imposible, amiga tortuga –dijo Ishiro. Iba recuperando las fuerzas y la voz–. Nada me gustaría más, porque siempre soñé con conocer otros lugares y vivir alguna aventura antes de llegar a viejo, pero no puede ser. Aún soy joven y aguanto mucho la respiración, pero dudo que lograra resistir tanto tiempo bajo el agua. Terminaría ahogado, ¿y quién cuidaría entonces de mi madre y mis hermanas?
–Te equivocas, Ishiro. La magia de mi rey es poderosa y sus invitados pueden respirar bajo el agua sin problemas. Además, mientras seas su huésped, nada le faltará a los tuyos. Él puede hacer eso y mucho más, pero tú eres libre de elegir. Te llevaré donde me ordenes, a la playa o a ver a mi rey. ¿Qué decides?
Ishiro no lo pensó más. No tenía motivos para desconfiar de la tortuga que, al fin y al cabo, le había salvado la vida como él hizo con ella, así que aprovechó la oportunidad.
–Vayamos con tu príncipe.
Se agarró al caparazón y contuvo la respiración. Al poco de sumergirse notó que respiraba como si estuviera en tierra. Se relajó, abrió mucho los ojos y descubrió maravillas increíbles: bosques de corales de todos los colores que despedían un brillo mágico cuando algunas medusas luminosas pasaban entre ellos, caballitos de mar jugando a perseguirse, un coro de sirenas de voces armoniosas… Y la tortuga seguía su ruta hacia el fondo, con él a las espaldas.
Después de un viaje que tanto pudo durar horas como segundos, la tortuga se detuvo por fin. En un coral gigantesco con forma de trono se sentaba un hombre de elevada estatura. Tenía barba y bigote, y el pelo no se le veía porque sobre la cabeza llevaba una enorme corona dorada que se apoyaba sobre dos orejas puntiagudas. Un camino recto, hecho de estrellas de mar, avanzaba hasta el trono. El rey hizo una seña a Ishiro para que bajara de la tortuga y se acercara a él. El pescador miró hacia el suelo y, en lugar de andar, se aproximó al trono nadando para no pisar a las estrellas, que se apartaron cuando él llegó junto al rey.
–Veo que mi consejera no me engañó al hablarme de tu bondad, Ishiro –dijo el príncipe, y señaló la alfombra de estrellas–. No has querido lastimar a mis pequeñas amigas. Sé bienvenido a mi reino.
El rey, visto de cerca, impresionaba todavía más. En la mano derecha tenía un tridente y en la izquierda sujetaba un escudo que parecía hecho de espuma de mar mezclada con estrellas y corales. Ishiro, abrumado, pensó si no habría sido una locura aceptar la invitación de la tortuga. Recordó entonces a su madre y sus hermanas y se preguntó que pensarían al ver que no regresaba. El rey volvió a hablarle:
–No temas por tu familia ni por tus amigos. Mi consejera no mentía cuando te dijo que velo por mis invitados y por los suyos.
Ishiro, asombrado, se preguntó cómo había sabido el rey lo que él estaba pensando. Entonces el rey se levantó, caminó hasta aproximarse al pescador y dio dos golpes en el suelo con el tridente. Las aguas parecieron separarse y el joven vio al fondo una imagen de su poblado. Los habitantes, incluidas su madre y sus hermanas, parecían felices. Se sintió algo más tranquilo y la imagen se disolvió.
–En agradecimiento por lo que hiciste, te invito a permanecer con nosotros todo el tiempo que quieras y a que explores mi reino todo cuanto desees. Y, cuando tú lo pidas, mi consejera te llevará de nuevo a tu pueblo.
Ishiro aceptó la invitación y el tiempo pasó volando. Todas las criaturas marinas lo amaban y se mostraban siempre deseosas de complacerlo. Pero llegó el día en que Ishiro empezó a echar de menos su mundo, y así se lo dijo al rey del mar.
–Majestad, habéis sido muy generoso conmigo. No quiero ofenderos, pero creo que debería volver con los míos. Estoy seguro de que me habrán echado de menos.
–No temas por eso, Ishiro –contestó el rey–. Nadie ha sufrido por tu ausencia. Cuando viniste a mi reino lancé un hechizo sobre tu poblado para que se olvidaran de que habías existido. No todos los mortales tienen la oportunidad de vivir dos vidas, pero eres libre de elegir. Si te marchas, todos te echaremos de menos, pero no puedo negarme a tus deseos, amigo mío. Mi consejera te llevará a la superficie.
El rey, entonces, se puso en pie y arrancó algo de su escudo. Se acercó a Ishiro llevando en la mano una fina cadena de oro con una joya ovalada.
–He llegado a quererte como a un hijo, Ishiro, así que deseo hacerte un regalo antes de que te marches. –El rey colgó la joya alrededor del cuello de su amigo, y añadió–: Todos volverán a recordarte y será como si nunca hubieras estado lejos de allí. Y, si algún día quieres volver a mi reino, serás bienvenido. Solo te pido que nunca abras esta joya.
–No lo haré, majestad. Os lo prometo. –Ishiro miró la joya por todos lados, y no logró ver ninguna cerradura, pero tampoco le importó porque pensaba cumplir su promesa y el estuche ya era hermoso por sí solo.
Así Ishiro regresó a su pueblo. Al principio todo fue bien, pero pronto la gente empezó a envidiar aquella joya que nunca se quitaba del cuello. Murmuraban que con el dinero que valía se podría alimentar a todo el poblado durante mucho tiempo. Pero, cuando un grupo de pescadores le propusieron venderla, Ishiro no quiso desprenderse de ella.
–Es el regalo de un amigo querido. Pedidme el fruto de mi pesca, mi trabajo, lo que queráis, pero no puedo daros esto.
La envidia creció y una noche algunos hombres entraron en la choza de Ishiro para intentar apoderarse de la joya. El pescador, que tenía el sueño ligero, los oyó acercarse y trató de huir hacia la playa. Pensó en la tortuga y, como si su mente la hubiera invocado, la vio en la orilla. Pero antes de llegar junto a ella unas manos lo agarraron del cuello, la cadena se rompió y la joya quedó en tierra. Ishiro quiso dar media vuelta, pero la tortuga lo llamó.
–¡Sube a mi caparazón, Ishiro, o será demasiado tarde!
El pescador no vaciló, e hizo lo que su amiga le pedía. Mientras se adentraban en el mar, Ishiro volvió la vista atrás y lo que vio hizo que se olvidara hasta de respirar. Los hombres habían abierto la joya, y un pájaro de mil colores había escapado de su interior y estaba alzando el vuelo en ese momento.
Ishiro vio entonces cómo las chozas del poblado empezaban a deshacerse como si fueran polvo, y los hombres que lo habían perseguido comenzaron a encorvarse a la vez que su pelo se volvía blanco. Los árboles perdieron las hojas y lo que había sido hasta entonces un vergel se convirtió en una playa escabrosa llena de piedras y de troncos muertos. Entonces la tortuga volvió a hablar:
–Ishiro, el regalo de mi rey fue la eterna juventud. Él sabía que era uno de tus deseos más preciados y, cuando quisiste marcharte, la encerró en esa joya para que fuera contigo. La única condición era que se mantuviera a salvo dentro del estuche.
Ishiro se preguntó cómo había podido escapar el pájaro maravilloso, y la tortuga le dio la respuesta sin necesidad de que él se lo preguntara.
–La llave para abrir el estuche no era otra que la envidia y la maldad. Y tus vecinos la han usado. Por eso vine a buscarte, para ponerte a salvo y que no siguieras su triste destino. Y no temas por tu madre y tus hermanas. Durante su sueño, mi rey ha enviado a otras compañeras mías para ponerlas a salvo, y te están esperando en mi mundo.
Ishiro miró sus manos y vio que seguían siendo jóvenes. Entonces volvió la vista hacia el mar, se abrazó con más fuerza al cuello de su amiga y sonrió mientras se sumergían juntos.
Hola, Javier, Juan, Alejandro, Ana, Paula, Estefanía, o como te llames. Tengo delante una foto, un selfie, en el que estás dando clase online. Las pantuflas y el chándal de andar por casa contrastan con la camisa de lino recién planchada. La sonrisa y los ojos radiantes que se reflejan en la pantalla del ordenador no pueden ocultar unas ojeras que hablan de muchas noches en blanco.
Con los dedos de tu mano izquierda tamborileas la mesa. Al otro lado del teclado, junto a una humeante taza de café, están los paracetamoles que te mantienen en pie.
Yo también fui profesora. Me gustaba entrar al barro y, a veces, sueño que estoy en el aula. Mis alumnos inmigrantes me escribían un email todas las noches buscando calor en mis palabras. Poco a poco fuimos moldeando su capacidad de escritura.
Y, ¿qué tiene que ver esto contigo? Pues mucho. Más de lo que te piensas.
Cuando leí: “se cierran las clases sine díe”, me acordé de ti. La noticia me sacudió. “No, no se cierran las clases ni los centros”, pensé. Todo seguirá funcionando de forma bastante natural con tu esfuerzo y el de todos tus compañeros. Se mantendrán el horario de las clases, las reuniones de profesores, las tutorías con los alumnos y con los padres.
En pocas horas, a marchas forzadas, magnis itineribus, como contaba César en Laguerra de las Galias, tienes que aprender nuevas aplicaciones informáticas. Con gran esfuerzo te pones al día. Pero te resulta duro cambiar la pizarra por la pantalla del ordenador y la vida del aula por fotografías fijas. Ahora sí que te sientes solo ante el peligro.
En los días que llevamos de cuarentena, tenemos abundante tinta de periódico sobre los efectos de la nueva forma de enseñar. Se pone el acento en la “brecha social” que provoca la enseñanza a distancia entre los alumnos. ¿Acaso no existía una brecha mayor cuando yo iba a la escuela y cuando estudié Bachillerato como alumna libre desde un pueblo de la España rural? Muchas de mis compañeras acabaron sirviendo en familias de ricos. Sin hablar de todos los alumnos que, por sus problemas de salud, tuvieron que hacer todos los estudios a distancia, por correo.
Después, con el nuevo Estado de Bienestar y con la emigración a las ciudades, nos pareció que esa distancia se había acortado. Y se acuño el término “fracaso escolar”. Un nuevo punto de vista para acercase al mismo problema. Pero, con el fracaso, el dedo acusador apuntaba hacia los profesores. Era nuestra culpa, no sabíamos motivar a unos alumnos que venían desmotivados de fuera. Con los nuevos inmigrantes extranjeros se volvió a hablar de “brecha social” y con la pandemia del coronavirus se ha añadido un matiz a esa brecha: las dificultades de muchas familias para adquirir las tabletas que exigen las clases online. En mis tiempos, esas mismas dificultades eran para comprar la Enciclopedia Álvarez.
No es que con estas comparaciones quiera quitar hierro a los fenómenos actuales. Tan importantes siguen siendo hoy como lo fueron en su día.
Simplemente quiero subrayar que en todos los casos se olvidan de nosotros, de los maestros y profesores, que nos dejamos la piel para sacar a nuestros alumnos de las brechas y fracasos.
Sé que hoy tu esfuerzo es extraordinario. No es fácil aguantar el tipo, vencer el miedo propio y abrir una plataforma en la que unos niños, o unos adolescentes, esperan tus palabras de aliento. Porque ellos también sufren en silencio. Porque con el aislamiento se les ha despertado una nueva sensibilidad y unas nuevas ganas de aprender.
Sé que no te resulta fácil nadar por esas endiabladas aguas de las redes en las que, dando bocanadas como los peces atrapados, buscas la manera de salir y sacar contigo a tus alumnos.
—Buenos días, por la mañana. Todo va a salir bien. —Son las primeras palabras que pronuncias desde la noche anterior.
Te has pasado gran parte de la noche buscando nuevas formas de llegar a todos y telenseñar con éxito. Esta reclusión te pesa más por tus alumnos que por ti. Eso te motiva y das las clases con mucha rasmia. Además, te pasas horas muertas chateando con tus pupilos y les abres un camino a la esperanza.
En la soledad y en la distancia física, has llorado las muertes que han flagelado a las familias y tus palabras son el mejor consuelo que han recibido.
Te podría despedir con grandes epítetos. Te podría decir que eres un héroe, un ángel de la guarda, una estrella que ilumina el camino. Pero no. Es algo más sencillo y más grande. Esta pandemia ha sacado lo mejor de ti y nos has demostrado que eres un enseñante de pura raza. Que eres capaz de desafiar a las bolitas rojas que llenan las calles como los vilanos de la primavera.
Cuando llegué a Narvil, una pardina cerca de El Frago, conocí a los narvileños, una tribu de sedientos que se irritaban si se encontraban con un extraño.
Vivían en un terreno enlodado y pantanoso, con abundantes charcas de aguas cenagosas. Las llamaban balsas, si eran grandes, y balsones, si eran pequeñas. Todas estaban cubiertas con pan de rana de un verde brillante. Por encima sobrevolaban las libélulas a sus anchas y el zumbido de los mosquitos resultaba ensordecedor.
Intenté cruzar la balsa que había a la entrada. Metí los pies en el agua, se me hundieron en el barro y apenas pude avanzar. Estaba en plena lucha titánica con el fango cuando se me acercó un narvileño. Tenía la piel resquebrajada y le faltaban todos los dientes. Me pareció un leproso. Pero, cuando le vi sacar la lengua, como hacen los perros, me di cuenta de que estaba sediento. Se me acercó mucho y noté el calor del fuego que salía de sus ojos. Intenté retroceder. A duras penas pude salir de aquel balsón y alejarme de aquella mirada que amenazaba con abrasarme.
Envuelta en légamo y rodeada por una nube de abejorros, tomé el camino del pinar. Era más pedregoso y el lodo desaparecía a medida que ascendía por la ladera del monte. No pude avanzar mucho. De los troncos de los árboles salían unos brazos sarmentosos que acababan en ganchos. Todos intentaban arrancarme la cantimplora que colgaba de mi espalda. Si me la quitaban, yo me volvería un sediento como ellos.
De repente sentí mucha sed, se me nublaron los ojos y me caí de bruces. Oí cómo rodaba la cantimplora por el suelo. Con el estruendo de mi cuerpo al chocar contra una roca, desaparecieron todos. Se esfumaron entre las sombras de los pinos. Si no lograba alcanzar la cantimplora, yo también desaparecía como el humo en el aire.
Regresé de Haití ligero de equipaje. Había viajado solo con la maleta de cabina, y lo único nuevo a mi vuelta era el muñeco. Un souvenir inofensivo en apariencia. Había pagado por él una buena parte de mis ahorros y esperaba que el precio hubiera valido la pena.
Vicente y yo nos despedimos al salir del aeropuerto de Barajas con un abrazo y le agradecí una vez más que me hubiera acompañado en el viaje. Era mi mejor amigo y, a pesar de que me había repetido una y mil veces que estaba cometiendo una locura, no quiso dejarme ir solo. Pero yo llevaba años enamorado de Elena y cada día soportaba peor nuestra relación de “solo amigos”, así que había decidido cruzar una línea sin retorno y buscar ayuda en la magia.
Subí a un taxi para llegar a mi casa cuanto antes. Y, antes de subir al piso, entré en el súper del barrio y compré todo lo necesario. Las instrucciones que me había dado en Haití aquel personaje apergaminado estaban grabadas a fuego en mi mente. Solo tenía que cerrar los ojos para recordar aquellos iris tan negros que no se distinguían de las pupilas, la boca medio desdentada y la abundante melena, tan chocante en ese ser sin edad, cuya blancura se notaba más por el contraste con el color chocolate de una piel arrugada que cubría un esqueleto descarnado.
Cerré la puerta con llave, corté la luz, apagué el móvil y entré a tientas en mi dormitorio. Encendí una de las velas que había comprado y, antes de prender las otras, bajé la persiana y corrí las cortinas. Entonces di comienzo al ritual.
En el centro del círculo de velas puse en un cuenco el coletero que le había robado a Elena en un descuido. A ella le gustaba juguetear con su pelo. A menudo, cuando Vicente, ella y yo salíamos, llevaba el pelo recogido y, de vez en cuando, se soltaba la melena y usaba los coleteros como pulseras para dejarlos luego en cualquier sitio sin acordarse de ellos. Abrí el colgante que llevaba al cuello y que me había servido para pasar en su interior el polvo que me había entregado el brujo. Vertí apenas dos granos sobre el coletero y le prendí fuego. El muñeco tenía en su interior unas hebras del pelo de Elena que habían quedado enganchadas en su coletero. Lo cogí con mucha suavidad y empecé a pasarlo despacio sobre el humo que se desprendía del cuenco mientras recitaba el ensalmo que había memorizado.
Hice lo mismo durante varios días. Mi espíritu se elevaba al ver cómo Elena me hacía cada vez más caso cuando salíamos los tres. Sentía tal felicidad que el corazón me dolía de puro gozo. Algo, una dicha increíble, un sentimiento desconocido, oprimía mi pecho tanto que a veces hasta me costaba trabajo respirar.
Todo iba de acuerdo con mis planes hasta una noche en la que los tres estábamos cenando. Le había dicho a Vicente que esa noche me lanzaría y le declararía a Elena mi amor. A los postres, mi amigo me dedicó una mirada cómplice y dijo que tenía que marcharse, que habían convocado una reunión on line de su empresa con carácter de urgencia, pero no había querido fastidiarnos la cena. Se levantó de la mesa, se despidió de nosotros y vi cómo caminaba en dirección al baño. El pelo de Elena brillaba casi tanto como sus ojos y su perfume me embriagaba más que el vino que habíamos pedido y que yo apenas había probado. Me incliné hacia delante y, antes de poder cogerle la mano, sentí como si un hierro candente me atravesara desde la espalda hasta el pecho.
Mi rostro se estampó contra la fuente de ensalada que había en el centro de la mesa. Al caer golpeé la botella de vino, que se estrelló contra el suelo con un ruido de cristales rotos que hizo que toda la sala guardara silencio. Después, vino la algarabía. Escuché, como en sueños, gritos y carreras. Vicente volvió del baño y lo vi sacar el teléfono y hacer una llamada. Al cabo de un rato, no sé si fueron horas o segundos, entraron unos desconocidos y me pusieron sobre una camilla que se bamboleó inmisericorde en su breve recorrido hasta el interior de la ambulancia.
En el hospital siguieron las carreras, aunque con un silencio más profesional. Me metieron en un box y, desde la camilla, me quedó en la retina la imagen de Vicente que rodeaba a Elena con un abrazo protector, mientras las puertas del box se cerraban y nos separaban.
Hurgaron en mis venas, me hicieron toda clase de pruebas y, por fin, me llevaron a una habitación. Al entrar, vi que Elena y Vicente me estaban esperando y se pusieron de pie para recibirme. Ella estaba medio desmadejada en un sofá y él se había sentado a los pies de la cama. La auxiliar me ayudó a acostarme y Elena fue la primera que se aproximó a mí para dejar en mi frente un beso miedoso. Se sentó en el filo de la cama, donde antes había estado Vicente, y él tomó asiento en el sofá.
–¡Qué susto nos has dado, Mario! Los médicos no saben qué es lo que te ha pasado; creíamos que era un infarto, pero todas las pruebas han salido bien.
Sonreí sin saber qué decir. Me sentía a gusto con Elena tan pendiente de mí, y el dolor había desaparecido por completo. Ella siguió hablando.
–Menos mal que lo que sea te ha pasado cenando en el restaurante. Si hubieras estado solo en tu casa, igual ni lo cuentas. Y suerte también de que Vicente no hubiera llegado a marcharse todavía, porque creo que ha sido el único que ha conservado la calma, ¿sabes? Llamó a la ambulancia en seguida y no ha querido dejarme sola ni un momento. Y eso que su reunión era muy importante, ha tenido que llamar a sus jefes y pedir disculpas, pero mira, aquí está, como cada vez que lo necesito. No sé cómo voy a pagarle todo lo que hace por mí.
Las palabras de Elena me desconcertaron y fruncí un poco el ceño. Yo sabía que Vicente no tenía ninguna reunión aquella noche. Es más, incluso le había dicho que llamaría a Elena para cenar los dos solos, pero él me sugirió que saliéramos los tres, como siempre, para que ella no sospechara nada. Y me dijo que pondría una reunión como excusa para marcharse en el momento oportuno. ¿Y qué era eso de estar al lado de Elena cada vez que ella lo necesitaba? Ella sonrió y continuó con sus caricias. Sus ojos estaban fijos en los míos.
Elena le daba la espalda a Vicente. Desde mi cama lo vi levantarse y sacar del bolsillo un muñeco parecido al que yo tenía en mi casa. Tenía un cinturón hecho con la correa de un viejo reloj mío que había echado en falta.
Sus ojos y mis ojos se encontraron. Me dedicó una sonrisa impersonal, levantó una ceja y empezó a apretar el pecho del muñeco entre el índice y el pulgar.
El dolor, mucho más fuerte, me atravesó de nuevo.
Y, entonces, antes de que mi pecho estallara, comprendí por qué había querido acompañarme a Haití.
Mi color es el gris. Se me subió a la espalda el primer día de trabajo en la oficina y, desde entonces, lo llevo puesto como una segunda piel, aunque en mi armario no exista ni una sola prenda de ese color.
Me casé hace siete años. Mi marido y yo compramos un piso y lo arreglamos entre los dos. Elegimos en la tienda una pintura que allí se veía dorada, luminosa y cálida, pero que se convirtió en color humo sobre las paredes del dormitorio. Parecía que los tabiques se la tragaban y convertían los rayos de luz que se colaban incautos en brochazos de cenizas.
De lunes a viernes voy a la oficina andando. Los días que hace mal tiempo, cuando camino por la tercera avenida, tiendo a inclinarme y encojo un poco los hombros sin llegar a caerme mientras peleo con el viento que me empuja y me grita al oído que vuelva atrás, que cambie el rumbo. Pero nunca le hago caso. Ni a los plásticos de las bolsas de basura que me susurran lo mismo con su triste soniquete. Mis pasos se acompasan al ritmo metálico de las tapas de los cubos abollados, que resuenan como campanas con un eterno y cansino repique a muerto.
Mi historia no es solo monocromática. También es plana, como los folios que sufren cadena perpetua en los archivadores de nuestra oficina, con sus mesas colocadas en hileras en un gran salón central, simétricas, ordenadas, nuestro propio cementerio de Arlington con mobiliario de formica.
Casi a diario veo a una mosca que es parte de la plantilla, o quizá son varias y se turnan, no sé. Choca con la ventana una vez, y otra, y otra más. El concepto de cristal no debe de existir en su cerebro de alfiler. El zumbido de sus alas me atraviesa el tímpano y se superpone al del aparato de aire acondicionado, que desafina y suelta vaharadas de calor cuando debería refrescarnos, y al revés.
Desde que despidieron al botones sudo cada vez que me acerco al ascensor. Si estoy sola tendré tocar con los dedos esa placa grasienta, donde los números se adivinan más que se ven, para pulsar el número 14. Y, si entra alguien más, me tocará aguantar la respiración para que el olor a ajo del aliento de algunos no me haga lagrimear y me provoque arcadas. Eso contando con que me pregunte a qué piso voy y lo pulse.
Sea como sea entro en la oficina con los labios apretados, en una batalla perdida contra el olor a tinta y a polvo milenario. Intento no abrir la boca para no vomitar el desayuno que tomo en casa. Aquí, aunque me ofrecieran champán francés, lo rechazaría. A mi estómago solo llega el tufo de la chaqueta de mi vecino de mesa, colgada junto a nuestros bolsos de plástico barato y bufandas ajadas en un perchero de madera a punto de quebrarse bajo su carga. A veces desayuna en su mesa un perrito caliente, y yo parpadeo para espantar la imagen de una salchicha que escapa del pan y se convierte en serpiente para abrazarse a mi cuello hasta asfixiarme.
Mi vida es una tontería sin sentido, pero cuesta trabajo querer morirse solo a golpes de fuerza de voluntad. Salgo de casa. Llego a la oficina. Trabajo. Salgo de la oficina. Llego a casa. Mi marido y yo cenamos. Vemos la televisión. Algunas noches, nos acoplamos. Llamar a eso hacer el amor le viene grande. Dormimos. Despertamos. Desayunamos. Salgo de casa. Llego a la oficina…
Hasta que, un buen día, internet lo cambia todo. Mi historia deja de escribirse y empieza a esculpirse en tres dimensiones, en un arcoíris que borra el anonimato de todo lo que me rodea. Organizo muy bien mi trabajo y resuelvo pronto mis tareas, así que tengo tiempo para navegar en busca de no sé qué. El teclado de mi ordenador se convierte en los mandos de una nave espacial, mi sillón es ahora la alfombra de Aladino. El “clac-clac-clac” de mis dedos sobre las teclas ha tropezado con las palabras mágicas, “¡Ábrete, sésamo!”, y al otro lado del monitor, un buen día, aparece “ÉL”. Nos conocemos por azar en ese mundo virtual. Sus palabras están vivas: atraviesan la pantalla de mi ordenador, erizan el vello de mis brazos y me producen escalofríos que contrastan con el calor de mi sangre, convertida en lava cuando chateamos.
Nuestra relación virtual gana fuerza. Una tarde, aparece en el monitor una frase que me golpea como una bala: “Quiero que nos encontremos”. Esas cuatro palabras se me enroscan en las papilas gustativas, me roban la saliva. Mi boca se seca, y rompo a sudar, aunque tengo los pies como dos bloques de hielo. Nunca hemos intercambiado fotos. Me dice que él pondrá las condiciones para el encuentro. Y acepto.
A veces, por mi trabajo, tengo que acompañar a algunos jefes a otras ciudades para asistirlos en reuniones de negocios. Pasar una noche fuera de casa no me supone ningún problema.
Voy a la habitación del hotel, y sigo sus instrucciones. Me siento en el sofá, apago la luz, y espero con los ojos cerrados. Me llega un aroma a jazmín y siento el frío de lo que puede ser el tapón de cristal de un bote de perfume que roza los dos lados de mi cuello. El olor se intensifica. Cierro aún más los ojos e inhalo con fuerza. Desde atrás, unas manos suaves tapan mis ojos con un tejido de seda, un pañuelo, supongo, que me ata en la nuca. El frío del tejido es bienvenido, pero me acalora en lugar de refrescarme. Abro la boca para hablar, y algo con tacto de terciopelo presiona apenas mis labios suplicándome silencio. El olor ha cambiado. ¿Podría ser una rosa? Sí, creo que sí. Y, mientras roza mi boca, escucho un siseo casi inaudible, o quizá lo estoy soñando. No importa.
La cordura intenta hablarme, pero la encierro en un baúl y tiro la llave lejos, muy lejos. Unas manos invisibles me quitan el abrigo. Mi desconocido fantasma me pone de pie, y empieza a desabrocharme la blusa. Al llegar al tercer botón se detiene. Coge mis manos y las guía hacia su pecho. Imito sus movimientos y despacio, muy despacio, botones y ojales empiezan a separarse. Se detiene unos segundos. Cuando empiezo a preguntarme si algo va mal, unas notas invaden el aire. Comienza a sonar el tema de una de mis películas favoritas, “Picnic”. Él es William Holden, y yo una sexy Kim Novak que nada tiene que ver con la mujer que protagoniza la película de mi triste vida de oficinista. Sus manos me rozan casi sin tocarme. Me llega el calor de su cuerpo, que presiento a pocos milímetros del mío, y empiezo a almacenar recuerdos para después. Cuando vuelva a casa, día tras día, hora tras hora, podré reconstruir cada instante de esa mágica noche: el frío de las fresas con champán, mi lengua descubriendo sobre su piel sabores tan antiguos como el mundo, el olor de jazmines y de rosas, “Picnic”, Ravel y su bolero… Todos esos recuerdos los atesoro envueltos en el pañuelo de seda que en ningún momento abandonó mis ojos. Es lo único que, según sus condiciones, podré llevarme cuando nuestro encuentro acabe.
Al día siguiente regreso a mi vida. Camino, erguida por la tercera avenida, con el abrigo desabrochado, sin sentir frío. Hoy la basura huele a jazmines y a rosas, los cubos han cambiado de partitura y me regalan melodías hechas de campanitas navideñas y villancicos. No me había dado cuenta de que estamos casi en Navidad.
Cuando llego a mi mesa lo primero que hago es encender el monitor. El chat está desierto. Mi ordenador se ha quedado ciego, sordo y mudo. Se burla de mí, una y otra vez, con la misma frase abúlica: «Mail delivery failed: returning message to sender”. La mosca sigue chocando contra el cristal. Trabajo. Vuelvo a casa.
Pongo la mesa de manera mecánica. Me siento delante de la comida. De pronto me doy cuenta de que todo está oscuro. Se ha hecho de noche y ni siquiera lo he notado. Mi marido debería haber llegado hace rato, siempre vuelve a casa antes que yo. Estoy tan cansada que me deja indiferente su retraso. Entro al dormitorio. Solo quiero derramar mi desesperación en la almohada. Enciendo la luz para cambiarme de ropa y me quedo parada en la puerta.
Hay una maleta pequeña abierta sobre la cama. Me acerco a ella, y los ojos se me enrasan.
En el interior hay un pañuelo de seda rojo, copia exacta del que llevo conmigo en el bolso desde ayer. Un frasco de perfume de jazmín, una rosa roja, que parece recién cortada, y un CD con la banda sonora de Picnic. Todo eso ocupa uno de los lados de la maleta. En el otro lado solo hay un papel, una tarjeta con la dirección del hotel de ayer, y la llave de la misma habitación. Y en el folio, solo cuatro palabras escritas: