El abrigo rojo

La niña nunca había tenido un abrigo negro. Le extrañó que se lo pusieran, pero cuando llegó al cementerio no se encontró rara. Había poco más de una docena de personas, todas vestidas de negro, que sujetaban paraguas del mismo color. Hasta el día llevaba ropas oscuras. Una lluvia cansina se descolgaba del cielo, plomizo y cubierto de nubarrones enfadados. Las únicas notas de color la ponían dos o tres ramos de flores bastante mustias que yacían desmayadas sobre las lápidas, casi todas de un tono gris ceniciento y sucio, incluso las más cuidadas. Algunas tenían en la cabecera ángeles de piedra que parecían llorar cuando la lluvia resbalaba por sus rostros.

La pequeña iba de la mano de su madre. Al acercarse a la gente sintió que los dedos maternos apretaban más los suyos hasta casi hacerle daño. Levantó la cara para protestar, pero no se atrevió a decir nada. La mirada de su madre estaba fija en una mujer que aguardaba de pie junto a un agujero negro abierto en la tierra, solitaria y despegada del grupo que formaban los demás. La niña reconoció entonces aquella cara llena de ángulos, la boca apretada en una línea tan estrecha que parecía que no tuviera labios, y unos ojos tan grises como las lápidas y el cielo. Era su abuela. Aquella abuela a la que había visto pocas veces en su corta vida. Su madre casi nunca hablaba de ella y, cuando lo hacía, no decía nunca “tu abuela”, sino “la madre de tu padre”. Esa mañana, cuando su madre la vistió de negro, solo le dijo que tenía que ser buena y portarse bien, porque iban a ir al entierro de su abuelo.

Su madre empezó a caminar un poco más despacio hasta que se colocó junto a la anciana, pero sin rozarla. Hacía frío. La chiquilla metió la mano que tenía libre en el bolsillo de su abrigo y sus dedos se encontraron con un agujero que le resultaba familiar. Pensó que a lo mejor lo habían comprado en la misma tienda que el abrigo rojo que su padre le había regalado en su último cumpleaños, un mes antes de irse al cielo. Había sido el último regalo y el último secreto compartido con él. Su madre había protestado ese día y dijo que no podían permitirse tantos gastos, pero papá contestó que había sido un chollo. Luego, a solas, después de apagar las velas y de comer la tarta, cuando ella le preguntó que qué significaba lo de chollo, él le explicó que un chollo era algo así como un golpe de suerte.

–Verás, Isabel, el abrigo no me ha costado nada. En realidad, es un regalo de tu abuela porque lo ha pagado ella, pero mejor que no se lo cuentes a mamá.

–¿Por qué no, papi?

–Bueno, mamá y la abuela son buenas. Las dos. Pero no han sabido hacerse amigas, ¿vale? Y la abuela sabía que yo quería regalarte algo, y ha sido ella la que me ha dado el dinero.

Isabel había guardado ese secreto, igual que guardaba otros. El abrigo rojo se había convertido en su prenda favorita. Y ahora, al ver que su dedo encajaba perfectamente en el agujero del que llevaba puesto, sintió que en su interior se instalaba una terrible sospecha. Se fijó en los botones, con una flor pequeña grabada en el centro de cada uno de ellos, en la suavidad familiar de la solapa, y la tela empezó a picarle. Quiso preguntarle a su madre si tardarían mucho en volver a casa, pero no se atrevió. Necesitaba subir a su cuarto y abrir el armario para acariciar su abrigo rojo. Porque seguro que estaría allí. Tenía que estar. «Por favor, Señor», rezó en silencio, «que esté colgado en su sitio».

No prestó atención a las palabras del sacerdote. No le hacía falta. Ya sabía de sobra todo lo que le había pasado al abuelo. A estas alturas estaría en el cielo con papá y con Blacky. Cuando Blacky murió y lo enterraron en el jardín, papá le había explicado que en el cielo todos eran felices. Ella se sintió mejor al saberlo y preguntó si, mientras llegaba la hora de encontrarse con Blacky, podría tener otro perro, pero mamá dijo que no, y papá le dio la razón. Un perrito, le explicó, daba mucho trabajo, había que sacarlo, darle de comer, y ella tenía que ir al colegio durante muchas horas. Y ahora que él ya no trabajaba no podía ayudarle. Cada vez se cansaba más y apenas salía de casa, como no fuera para ir a sus revisiones en el hospital. Y, además, su padre le dijo que ella era ahora su mejor enfermera y que él se sentía bien cuando estaban juntos, así que aprovecharían el tiempo y él le leería todas las noches varios cuentos para compensarla de la falta de un perrito. Y había cumplido su promesa hasta que se fue al cielo con Blacky.

Poco tiempo después de que papá se reuniera con Blacky, Esteban empezó a ir de visita casi todas las tardes. La madre de Isabel sonreía de nuevo y la chiquilla volvió a pedirle un cachorrito, pero mamá le dijo que un cariño no se podía sustituir por otro y continuó sin tener una mascota. Isabel aceptó la explicación porque venía de su madre, aunque estuvo a punto de preguntarle por qué dejaba que Esteban pasara cada vez más tiempo con ella. Si a su madre no le parecía bien que ella tuviera otro perro, Isabel no entendía que ahora quisiera meter en casa a otro padre. Y, además, Esteban no se parecía en nada a su papá. Para empezar, se había adueñado del cuarto que papá le había construido a ella en el garaje, el cuarto donde había un montón de estanterías en las que vivían todas sus muñecas. Mamá le dijo que era mejor que se quedara solo con algunas y que se las llevara a su cuarto, y al poco tiempo todo el garaje quedó habilitado como una enorme pajarera para las aves que Esteban criaba. Cuando estaban los tres juntos, Esteban le decía cosas bonitas y le sonreía, pero si su madre no estaba en la habitación era como si ella, de pronto, se volviera invisible. Isabel sabía que Esteban no la quería, y pensaba que tampoco quería a su madre o, al menos, que la quería menos que a sus pájaros. Pero cuando pensaba en decirle eso a ella nunca encontraba el momento. Mamá, desde que Esteban acabó por mudarse a la casa, estaba bastante rara.

La ventana del cuarto de la pequeña daba a la parte de atrás de la casa, donde estaba el garaje, y muchas noches se despertaba varias veces por culpa de los ruidos que hacían los pájaros. Escuchaba los aleteos, el piar de algunos, y pensaba que quizá le habrían gustado si los hubiera visto volando en libertad. Pero verlos allí así, tan apelotonados, solo le producía pena.

El graznido de unas aves que revoloteaban en círculos sobre el cementerio, y el apretón de la mano de su madre para que empezara a caminar, la sacaron de su ensoñación. Mientras ella se perdía en sus recuerdos, habían tapado el agujero, y ahora estaba todo cubierto de tierra. Las demás personas se dispersaron y ellas dos volvieron a la casa caminando al lado de la abuela, pero sin llegar a tocarla. Entraron, y la chiquilla se soltó y empezó a subir corriendo las escaleras hasta que la detuvo la voz de su madre.

–¡No corras, Isabel! Ten un poco de respeto.

Terminó de subir y abrió el armario. El abrigo rojo no estaba allí. Vio sobre la cama una maleta abierta en la que había parte de su ropa, pero no el abrigo. Empezó a hacer pucheros, cogió su muñeca favorita y salió de la habitación sin hacer ruido. Desde lo alto de la escalera escuchó las voces. Sujetó la mano de la muñeca y se asomó a la barandilla.

–…no tiene corazón. Pero veo que no ha cambiado de opinión. –La que hablaba era su madre–. Sabe de sobra que su marido me ayudaba con los gastos de Isabel, y pensé que usted tendría la decencia de seguir haciéndolo.

–Mi marido era un santo, igual que mi hijo, que no sé lo que vio en ti.

–No tiene derecho a…

–Tengo todo el derecho del mundo. Mi marido, que en paz descanse, os dio esta casa como regalo de bodas. La casa donde ha vivido su familia desde hace muchas generaciones, así que dale gracias al cielo de que yo respete su voluntad y deje que sigas aquí con ese inútil que te has buscado y…

–¡No le consiento que me falte al respeto!

–Más le has faltado tú a mi hijo. Que a saber si ya andabas con ese novio antes incluso antes de enterrarlo. Y llamarlo inútil es hacerle un favor. Que el que ni es rico ni trabaja y vive así de una mujer tiene otro nombre más feo. Mi marido quería a mi hijo y a mi nieta con toda su alma, y por eso no quise amargarle lo que le quedara de vida malmetiendo cizaña y dejé que siguiera dándote dinero todos los meses. Pero tú sabes de sobra lo que yo pensaba de eso. Y lo sigo pensando. Tú y ese novio tuyo vivís a cuerpo de rey mientras que, a la niña, si le llega algo, serán las sobras.

–¡Eso es mentira…!

–Puede que sí, o puede que no. A lo mejor de momento tu chulo está adorando al santo por la peana, pero eso no durará siempre.

–Su marido se revolvería en la tumba si supiera lo que pretende hacernos a Isabel y a mí. Sé que nos quería y no le hubiera gustado que…

–La única que se está revolviendo eres tú, Mercedes. Le prometí a mi marido que cuidaría de nuestra nieta, y eso es lo que voy a hacer. Si no quieres que se cierre el grifo del dinero, Isabel vivirá conmigo. Te puedes quedar con la casa. Y podrás venir a visitarla cuando quieras. Por supuesto, sola.

Isabel dio media vuelta y volvió a su cuarto. Se sentó sin quitarse siquiera el abrigo. Empezó a rascar la tela con la uña, tratando de ver aunque fuera una hebra roja, pero no lo consiguió. Escuchó en la escalera unos pasos y su madre entró en la habitación

–Vamos, nena. –Empujó la ropa y metió un par de prendas más en la maleta–. Vas a pasar unos días con la m… con tu abuela.

Mercedes cerró la cremallera y volvió a bajar la escalera con la maleta en una mano y la niña cogida con la otra. Se agachó para besar a Isabel.

–Hazle caso y sé buena, ¿de acuerdo?

Se levantó y abrió la puerta de la calle sin mirar atrás. La anciana cogió la maleta y salió, seguida de la niña. Isabel esperó a que la puerta se cerrara, y miró hacia el garaje. Su abuela se dio cuenta.

–¿Hay algo ahí que quieras coger? –le preguntó.

Isabel negó con la cabeza. La voz de la anciana tenía un tono distinto, nuevo, que impulsó a la niña a contestar.

–Ahí no hay nada mío.

Isabel volvió a rascar el abrigo sin darse cuenta. La anciana, entonces, se fijó en los botones, en la solapa, y en el luto que llevaba su nieta en los ojos, y no solo en el abrigo. Sintió que el corazón se le retorcía dentro del pecho, pero se forzó a sonreír.

Dejó la maleta en el suelo y, por primera vez, le dio la mano a su nieta, que no la rechazó. Era cálida y suave, igual que la de su hijo cuando era un bebé. La abuela y la nieta se acercaron al garaje. La puerta no tenía llave y una algarabía de aleteos y piar de pájaros las recibió.

Isabel y la anciana se miraron. La niña acarició uno de los botones de su abrigo y escuchó a su abuela decirle algo que la sorprendió:

–Tengo una idea, Isabel. Mañana, si quieres, tú y yo iremos de compras. Sé de una tienda donde tienen los abrigos rojos más bonitos del mundo.

Ella sonrió por primera vez desde que salió de la cama esa mañana. Entonces su abuela la soltó, avanzó dos pasos y abrió de par en par la puerta de la pajarera. Dio media vuelta, volvió a darle la mano, cogió la maleta, y echaron a andar.

Y, cuando Isabel levantó la mirada, su abuela le guiñó un ojo. Y sonreía.

Adela Castañón

Imagen: tomada de Internet. Fotograma de «La lista de Schindler»

El muñeco

Regresé de Haití ligero de equipaje. Había viajado solo con la maleta de cabina, y lo único nuevo a mi vuelta era el muñeco. Un souvenir inofensivo en apariencia. Había pagado por él una buena parte de mis ahorros y esperaba que el precio hubiera valido la pena.

Vicente y yo nos despedimos al salir del aeropuerto de Barajas con un abrazo y le agradecí una vez más que me hubiera acompañado en el viaje. Era mi mejor amigo y, a pesar de que me había repetido una y mil veces que estaba cometiendo una locura, no quiso dejarme ir solo. Pero yo llevaba años enamorado de Elena y cada día soportaba peor nuestra relación de “solo amigos”, así que había decidido cruzar una línea sin retorno y buscar ayuda en la magia.

Subí a un taxi para llegar a mi casa cuanto antes. Y, antes de subir al piso, entré en el súper del barrio y compré todo lo necesario. Las instrucciones que me había dado en Haití aquel personaje apergaminado estaban grabadas a fuego en mi mente. Solo tenía que cerrar los ojos para recordar aquellos iris tan negros que no se distinguían de las pupilas, la boca medio desdentada y la abundante melena, tan chocante en ese ser sin edad, cuya blancura se notaba más por el contraste con el color chocolate de una piel arrugada que cubría un esqueleto descarnado.

Cerré la puerta con llave, corté la luz, apagué el móvil y entré a tientas en mi dormitorio. Encendí una de las velas que había comprado y, antes de prender las otras, bajé la persiana y corrí las cortinas. Entonces di comienzo al ritual.

En el centro del círculo de velas puse en un cuenco el coletero que le había robado a Elena en un descuido. A ella le gustaba juguetear con su pelo. A menudo, cuando Vicente, ella y yo salíamos, llevaba el pelo recogido y, de vez en cuando, se soltaba la melena y usaba los coleteros como pulseras para dejarlos luego en cualquier sitio sin acordarse de ellos. Abrí el colgante que llevaba al cuello y que me había servido para pasar en su interior el polvo que me había entregado el brujo. Vertí apenas dos granos sobre el coletero y le prendí fuego. El muñeco tenía en su interior unas hebras del pelo de Elena que habían quedado enganchadas en su coletero. Lo cogí con mucha suavidad y empecé a pasarlo despacio sobre el humo que se desprendía del cuenco mientras recitaba el ensalmo que había memorizado.

Hice lo mismo durante varios días. Mi espíritu se elevaba al ver cómo Elena me hacía cada vez más caso cuando salíamos los tres. Sentía tal felicidad que el corazón me dolía de puro gozo. Algo, una dicha increíble, un sentimiento desconocido, oprimía mi pecho tanto que a veces hasta me costaba trabajo respirar.

Todo iba de acuerdo con mis planes hasta una noche en la que los tres estábamos cenando. Le había dicho a Vicente que esa noche me lanzaría y le declararía a Elena mi amor. A los postres, mi amigo me dedicó una mirada cómplice y dijo que tenía que marcharse, que habían convocado una reunión on line de su empresa con carácter de urgencia, pero no había querido fastidiarnos la cena. Se levantó de la mesa, se despidió de nosotros y vi cómo caminaba en dirección al baño. El pelo de Elena brillaba casi tanto como sus ojos y su perfume me embriagaba más que el vino que habíamos pedido y que yo apenas había probado. Me incliné hacia delante y, antes de poder cogerle la mano, sentí como si un hierro candente me atravesara desde la espalda hasta el pecho.

Mi rostro se estampó contra la fuente de ensalada que había en el centro de la mesa. Al caer golpeé la botella de vino, que se estrelló contra el suelo con un ruido de cristales rotos que hizo que toda la sala guardara silencio. Después, vino la algarabía. Escuché, como en sueños, gritos y carreras. Vicente volvió del baño y lo vi sacar el teléfono y hacer una llamada. Al cabo de un rato, no sé si fueron horas o segundos, entraron unos desconocidos y me pusieron sobre una camilla que se bamboleó inmisericorde en su breve recorrido hasta el interior de la ambulancia.

En el hospital siguieron las carreras, aunque con un silencio más profesional. Me metieron en un box y, desde la camilla, me quedó en la retina la imagen de Vicente que rodeaba a Elena con un abrazo protector, mientras las puertas del box se cerraban y nos separaban.

Hurgaron en mis venas, me hicieron toda clase de pruebas y, por fin, me llevaron a una habitación. Al entrar, vi que Elena y Vicente me estaban esperando y se pusieron de pie para recibirme. Ella estaba medio desmadejada en un sofá y él se había sentado a los pies de la cama. La auxiliar me ayudó a acostarme y Elena fue la primera que se aproximó a mí para dejar en mi frente un beso miedoso. Se sentó en el filo de la cama, donde antes había estado Vicente, y él tomó asiento en el sofá.

–¡Qué susto nos has dado, Mario! Los médicos no saben qué es lo que te ha pasado; creíamos que era un infarto, pero todas las pruebas han salido bien.

Sonreí sin saber qué decir. Me sentía a gusto con Elena tan pendiente de mí, y el dolor había desaparecido por completo. Ella siguió hablando.

–Menos mal que lo que sea te ha pasado cenando en el restaurante. Si hubieras estado solo en tu casa, igual ni lo cuentas. Y suerte también de que Vicente no hubiera llegado a marcharse todavía, porque creo que ha sido el único que ha conservado la calma, ¿sabes? Llamó a la ambulancia en seguida y no ha querido dejarme sola ni un momento. Y eso que su reunión era muy importante, ha tenido que llamar a sus jefes y pedir disculpas, pero mira, aquí está, como cada vez que lo necesito. No sé cómo voy a pagarle todo lo que hace por mí.

Las palabras de Elena me desconcertaron y fruncí un poco el ceño. Yo sabía que Vicente no tenía ninguna reunión aquella noche. Es más, incluso le había dicho que llamaría a Elena para cenar los dos solos, pero él me sugirió que saliéramos los tres, como siempre, para que ella no sospechara nada. Y me dijo que pondría una reunión como excusa para marcharse en el momento oportuno. ¿Y qué era eso de estar al lado de Elena cada vez que ella lo necesitaba? Ella sonrió y continuó con sus caricias. Sus ojos estaban fijos en los míos.

Elena le daba la espalda a Vicente. Desde mi cama lo vi levantarse y sacar del bolsillo un muñeco parecido al que yo tenía en mi casa. Tenía un cinturón hecho con la correa de un viejo reloj mío que había echado en falta.

Sus ojos y mis ojos se encontraron. Me dedicó una sonrisa impersonal, levantó una ceja y empezó a apretar el pecho del muñeco entre el índice y el pulgar.

El dolor, mucho más fuerte, me atravesó de nuevo.

Y, entonces, antes de que mi pecho estallara, comprendí por qué había querido acompañarme a Haití.

Adela Castañón

Imagen: Nitish Patel en Pixabay

Perseguir un arcoíris

Mi color es el gris. Se me subió a la espalda el primer día de trabajo en la oficina y, desde entonces, lo llevo puesto como una segunda piel, aunque en mi armario no exista ni una sola prenda de ese color.

Me casé hace siete años. Mi marido y yo compramos un piso y lo arreglamos entre los dos. Elegimos en la tienda una pintura que allí se veía dorada, luminosa y cálida, pero que se convirtió en color humo sobre las paredes del dormitorio. Parecía que los tabiques se la tragaban y convertían los rayos de luz que se colaban incautos en brochazos de cenizas.

De lunes a viernes voy a la oficina andando. Los días que hace mal tiempo, cuando camino por la tercera avenida, tiendo a inclinarme y encojo un poco los hombros sin llegar a caerme mientras peleo con el viento que me empuja y me grita al oído que vuelva atrás, que cambie el rumbo. Pero nunca le hago caso. Ni a los plásticos de las bolsas de basura que me susurran lo mismo con su triste soniquete. Mis pasos se acompasan al ritmo metálico de las tapas de los cubos abollados, que resuenan como campanas con un eterno y cansino repique a muerto.

Mi historia no es solo monocromática. También es plana, como los folios que sufren cadena perpetua en los archivadores de nuestra oficina, con sus mesas colocadas en hileras en un gran salón central, simétricas, ordenadas, nuestro propio cementerio de Arlington con mobiliario de formica.

Casi a diario veo a una mosca que es parte de la plantilla, o quizá son varias y se turnan, no sé. Choca con la ventana una vez, y otra, y otra más. El concepto de cristal no debe de existir en su cerebro de alfiler. El zumbido de sus alas me atraviesa el tímpano y se superpone al del aparato de aire acondicionado, que desafina y suelta vaharadas de calor cuando debería refrescarnos, y al revés.

Desde que despidieron al botones sudo cada vez que me acerco al ascensor. Si estoy sola tendré tocar con los dedos esa placa grasienta, donde los números se adivinan más que se ven, para pulsar el número 14. Y, si entra alguien más, me tocará aguantar la respiración para que el olor a ajo del aliento de algunos no me haga lagrimear y me provoque arcadas. Eso contando con que me pregunte a qué piso voy y lo pulse.

Sea como sea entro en la oficina con los labios apretados, en una batalla perdida contra el olor a tinta y a polvo milenario. Intento no abrir la boca para no vomitar el desayuno que tomo en casa. Aquí, aunque me ofrecieran champán francés, lo rechazaría. A mi estómago solo llega el tufo de la chaqueta de mi vecino de mesa, colgada junto a nuestros bolsos de plástico barato y bufandas ajadas en un perchero de madera a punto de quebrarse bajo su carga. A veces desayuna en su mesa un perrito caliente, y yo parpadeo para espantar la imagen de una salchicha que escapa del pan y se convierte en serpiente para abrazarse a mi cuello hasta asfixiarme.

Mi vida es una tontería sin sentido, pero cuesta trabajo querer morirse solo a golpes de fuerza de voluntad. Salgo de casa. Llego a la oficina. Trabajo. Salgo de la oficina. Llego a casa. Mi marido y yo cenamos. Vemos la televisión. Algunas noches, nos acoplamos. Llamar a eso hacer el amor le viene grande. Dormimos. Despertamos. Desayunamos. Salgo de casa. Llego a la oficina…

Hasta que, un buen día, internet lo cambia todo. Mi historia deja de escribirse y empieza a esculpirse en tres dimensiones, en un arcoíris que borra el anonimato de todo lo que me rodea. Organizo muy bien mi trabajo y resuelvo pronto mis tareas, así que tengo tiempo para navegar en busca de no sé qué. El teclado de mi ordenador se convierte en los mandos de una nave espacial, mi sillón es ahora la alfombra de Aladino. El “clac-clac-clac” de mis dedos sobre las teclas ha tropezado con las palabras mágicas, “¡Ábrete, sésamo!”, y al otro lado del monitor, un buen día, aparece “ÉL”. Nos conocemos por azar en ese mundo virtual. Sus palabras están vivas: atraviesan la pantalla de mi ordenador, erizan el vello de mis brazos y me producen escalofríos que contrastan con el calor de mi sangre, convertida en lava cuando chateamos.

Nuestra relación virtual gana fuerza. Una tarde, aparece en el monitor una frase que me golpea como una bala: “Quiero que nos encontremos”. Esas cuatro palabras se me enroscan en las papilas gustativas, me roban la saliva. Mi boca se seca, y rompo a sudar, aunque tengo los pies como dos bloques de hielo. Nunca hemos intercambiado fotos. Me dice que él pondrá las condiciones para el encuentro. Y acepto.

A veces, por mi trabajo, tengo que acompañar a algunos jefes a otras ciudades para asistirlos en reuniones de negocios. Pasar una noche fuera de casa no me supone ningún problema.

Voy a la habitación del hotel, y sigo sus instrucciones. Me siento en el sofá, apago la luz, y espero con los ojos cerrados. Me llega un aroma a jazmín y siento el frío de lo que puede ser el tapón de cristal de un bote de perfume que roza los dos lados de mi cuello. El olor se intensifica. Cierro aún más los ojos e inhalo con fuerza. Desde atrás, unas manos suaves tapan mis ojos con un tejido de seda, un pañuelo, supongo, que me ata en la nuca. El frío del tejido es bienvenido, pero me acalora en lugar de refrescarme. Abro la boca para hablar, y algo con tacto de terciopelo presiona apenas mis labios suplicándome silencio. El olor ha cambiado. ¿Podría ser una rosa? Sí, creo que sí. Y, mientras roza mi boca, escucho un siseo casi inaudible, o quizá lo estoy soñando. No importa.

La cordura intenta hablarme, pero la encierro en un baúl y tiro la llave lejos, muy lejos. Unas manos invisibles me quitan el abrigo. Mi desconocido fantasma me pone de pie, y empieza a desabrocharme la blusa. Al llegar al tercer botón se detiene. Coge mis manos y las guía hacia su pecho. Imito sus movimientos y despacio, muy despacio, botones y ojales empiezan a separarse. Se detiene unos segundos. Cuando empiezo a preguntarme si algo va mal, unas notas invaden el aire. Comienza a sonar el tema de una de mis películas favoritas, “Picnic”. Él es William Holden, y yo una sexy Kim Novak que nada tiene que ver con la mujer que protagoniza la película de mi triste vida de oficinista. Sus manos me rozan casi sin tocarme. Me llega el calor de su cuerpo, que presiento a pocos milímetros del mío, y empiezo a almacenar recuerdos para después. Cuando vuelva a casa, día tras día, hora tras hora, podré reconstruir cada instante de esa mágica noche: el frío de las fresas con champán, mi lengua descubriendo sobre su piel sabores tan antiguos como el mundo, el olor de jazmines y de rosas, “Picnic”, Ravel y su bolero… Todos esos recuerdos los atesoro envueltos en el pañuelo de seda que en ningún momento abandonó mis ojos. Es lo único que, según sus condiciones, podré llevarme cuando nuestro encuentro acabe.

Al día siguiente regreso a mi vida. Camino, erguida por la tercera avenida, con el abrigo desabrochado, sin sentir frío. Hoy la basura huele a jazmines y a rosas, los cubos han cambiado de partitura y me regalan melodías hechas de campanitas navideñas y villancicos. No me había dado cuenta de que estamos casi en Navidad.

Cuando llego a mi mesa lo primero que hago es encender el monitor. El chat está desierto. Mi ordenador se ha quedado ciego, sordo y mudo. Se burla de mí, una y otra vez, con la misma frase abúlica: «Mail delivery failed: returning message to sender”. La mosca sigue chocando contra el cristal. Trabajo. Vuelvo a casa.

Pongo la mesa de manera mecánica. Me siento delante de la comida. De pronto me doy cuenta de que todo está oscuro. Se ha hecho de noche y ni siquiera lo he notado. Mi marido debería haber llegado hace rato, siempre vuelve a casa antes que yo. Estoy tan cansada que me deja indiferente su retraso. Entro al dormitorio. Solo quiero derramar mi desesperación en la almohada. Enciendo la luz para cambiarme de ropa y me quedo parada en la puerta.

Hay una maleta pequeña abierta sobre la cama. Me acerco a ella, y los ojos se me enrasan.

En el interior hay un pañuelo de seda rojo, copia exacta del que llevo conmigo en el bolso desde ayer. Un frasco de perfume de jazmín, una rosa roja, que parece recién cortada, y un CD con la banda sonora de Picnic. Todo eso ocupa uno de los lados de la maleta. En el otro lado solo hay un papel, una tarjeta con la dirección del hotel de ayer, y la llave de la misma habitación. Y en el folio, solo cuatro palabras escritas:

Te quiero. Vuelve conmigo.

Adela Castañón

Imagen: Domenico Cervini en Pixabay

Historias detrás del lienzo

¿No se os ha ocurrido nunca imaginar qué historias se esconden detrás de cada cuadro? Pues a mí se me ocurrió hoy inventar una de esas historias posibles al ver el cuadro de Joaquín Sorolla, Cosiendo las velas. Y aquí os la dejo. 

rayaaaaa

Se reúnen siempre debajo del emparrado, buscando la sombra y el frescor que dan las macetas recién regadas. Además, no se puede coser al sol. La tela perdería ese punto de humedad, y la sal, como un escudo, no dejaría entrar las puntadas con las que las mujeres amarran sus sueños a la vela.

Ellas se quedan siempre en tierra. Esperando. Son sus hombres los que salen a la mar. Y ellos no saben que en los hilos van prendidos los deseos y las historias de esas Penélopes, con sus ojos de arrugas precoces de tanto mirar al horizonte para verlos regresar.

Solo hay dos barcas en el pueblecito. De ellas y de un huerto escuálido comen las pocas familias que viven allí.

Y, si se rompe una vela, hay que arreglarla. Como la vida. Y se zurce y se remienda a base de retales. Porque es mejor sacrificar un pedazo de tela que irse a la cama sin un pescado en el estómago por no haber podido salir a faenar.

Una de las muchachas, Lucía, la del vestido verde y pañuelo blanco al cuello, que cose en la cabecera, está más agachada que las demás para que no la vean llorar. Ha llevado su velo de novia y canta bajito para despedirse de él. Lo dobla varias veces. Así la tela cogerá cuerpo y tendrá la fuerza suficiente para tapar el agujero más gordo, por el que puede colarse un mal aire y hacer volcar la barca. Que de qué le iba a servir el velo si su hombre no regresa de la mar.

A su lado, discutiendo con el marido, está Eugenia. Que ella dice que esa sábana no, que es la de la cuna del niño, y ya se le murieron dos de pulmonía por no dormir bien abrigados. Y, junto a ella, otra cose en silencio, y se pincha sin querer en un dedo porque su mente se ha ido lejos, con el marido que enterró, y que no le dejaron amortajar con la lona que ahora cose en la esquina de la vela. Que ese paño era muy bueno para regalárselo a la tierra, le dijeron. Pero no era un regalo para la tierra, que era para su hombre, y no le dejaron. Y el pinchazo le sirve de excusa para dejar resbalar una lágrima que se mezcla con la sangre. Y ella piensa que en la vela irán su sangre y su llanto, y puede que ahí le lleguen a su hombre, que ahora es brisa, o espuma de mar, y suspira y sigue cosiendo en silencio.

La de la cofia blanca pone más atención en las flores que en la vela, y las demás la dejan hacer y le siguen la corriente. Apareció en el pueblo un buen día y nadie sabe de dónde vino, pero no tiene muy bien la cabeza y la dejan estar allí. Lo único que conocen de ella es su nombre, Mariana. No sabe apenas coser, pero tiene buena mano con las flores y el pequeño huerto comunal está empezando a dar frutos desde que ella lo cuida.

Y frente a ella, como quien no quiere la cosa, Manuel hace como que repasa las costuras. Es el único que quedará soltero en el pueblo cuando Andrés se case con Lucía, y tampoco tiene muchas más luces que Mariana. Todas las mujeres piensan que harían buena pareja, pero ya se sabe que esas cosas llevan su tiempo.

Las puntadas son lentas. El ruido del mar, el canto de los grillos y de las cigarras componen un soniquete que invita a la siesta. Y, del huerto, va llegando un olor a azahar que hace que más de una respire hondo para quedarse con el aroma, pareciendo que suspira pensando en Dios sabe qué.

Por la puerta entreabierta se cuela algo de calor, y es que el sol castiga la arena y la calima se arrastra perezosa buscando la sombra bajo el emparrado. Lucía le dice a Eugenia que cierre la puerta, pero la otra le contesta que no, que sería peor, porque ni una brisa de aire les llegaría entonces.

Yo soy la que aparece en primer plano, aunque nunca he tenido una blusa rosa tan bonita. Me cunde menos que a las demás, pero porque me distraigo mucho. Dicen que tengo la cabeza llena de pájaros, pero a mi marido le da igual y piensa que quienes dicen eso es porque no me conocen bien. Y es verdad, porque el único que sabe cómo soy es él. Sabe que no me distraigo. Al revés, me fijo en todo. Y por eso soy la única que se ha dado cuenta de que hay un hombre a lo lejos que nos mira y se pasea con un caballete debajo del brazo un día sí y otro también. Cuando ya ha ido tantas veces que parece formar parte del paisaje, lo veo sentarse un día algo retirado y empezar a pintar algo en una tela.

Y una tarde que voy a Valencia con mi marido, pasamos por una casa muy grande, con las puertas abiertas, donde se anuncia una exposición de cuadros. Hemos acabado pronto de hacer los mandados, y entramos a curiosear. De pronto me veo frente a una lona donde adivino las caras de mis vecinas en los trazos de pintura. Mi marido coge un folleto y me dice que el autor de los cuadros es un tal Sorolla. En el folleto hay escritas explicaciones de los cuadros, de cómo el autor captura la luz del Mediterráneo en sus colores. Y, por la noche, cuando mi marido se acuesta y se duerme, pienso en la historia que hay debajo de esos trazos de color, en la luz que hay en el cuadro y en las sombras que tapa la vela. Y giro la cabeza, veo sonreír en sueños a mi marido, y cierro los ojos.

Y la vida sigue.

Adela Castañón

Cosiendo_la_vela

Imagen completa. Cosiendo la vela. Joaquín Sorolla

Imagen: tomada de wikipedia

Pido la palabra: #WeChat# ¿Lo entiendes?

Hoy Letras desde Mocade abre sus puertas a una nueva colaboración en nuestro espacio “Pido la Palabra”. Pilar Borraz Rozas nos regala un relato en memoria de alguien que ha jugado un papel importante en la pandemia que asola al mundo. Pilar, maestra y madre, nos cuenta lo siguiente:

“Escribo porque lo necesito para vivir, porque es lo que me permite entenderme y entender la incertidumbre y la angustia que, a veces, me rodean. Aunque siempre me gustó escribir, desde que me jubilé se ha convertido en un reto personal y un alimento esencial para mi salud. Y a él le dedico buena parte de mi tiempo”.

Gracias, Pilar, por acercarte a nosotras y compartir este precioso relato homenaje en nuestro blog. Tienes la palabra.

Mónica, Carmen, Carla y Adela

 

#WeChat# ¿Lo entiendes?

Homenaje a Li Wenliang. In memoriam

 

Desde la única abertura de la celda, el prisionero alcanza a leer un cartel descomunal.

Administración de Orden Público. Estación de policía Zhangnan de la Oficina de Seguridad Pública de Wuhan. Sucursal de Wuchang. Centro de detención. Sección: Investigaciones Lealtad política de los ciudadanos.

Desde que lo detuvieron y aislaron, ese letrero es lo único que puede vislumbrar del exterior. Ostentoso y excesivo, las pomposas letras brillan inconscientes sin saber cuánto desentonan en este lugar. De vez en cuando, amortiguados por el grosor de las paredes, también le llegan ecos de voces lastimeras y gritos.

Abren la puerta de la pulcra mazmorra y da comienzo la ceremonia que precede al primer interrogatorio de la noche:

—Cuarto día del primer mes lunar del año Genzi de la Rata. Lugar: Sala de interrogatorio B.2. Hora: 00:30. Duración: Según obstinación acusado. Interrogado: Zhao Liu. Médico. Acusación: Propagar falsos rumores que perturban severamente el orden social. Policías: Y. H.

—¿A cuántos agitadores has enviado mensajes en WeChat difundiendo los rumores?

—Sólo a mis amigos. Lo juro. No son agitadores. Siguen las normas con honradez. Igual que yo.

—¿Niegas también tus mensajes y cartas en Sina Weibo? ¿Reconoces tus comentarios falsos sobre un nuevo y peligroso virus? Has inventado contagios y pacientes. ¿Por qué has publicado tantas mentiras? ¡Habla!

 —No son mentiras. Es mi responsabilidad. Soy médico, sé reconocer el peligro de contagio. La gente tiene que saber, deben tomar medidas.

—¡Silencio! Te lo advertimos seriamente. Si sigues siendo obstinado, tus padres y tu mujer pueden salir perjudicados por tu terquedad. ¡Admite tus mentiras!

—No, no lo son. Ya en el dos mil tres vi un virus parecido. Entonces murieron demasiadas personas. ¡Demasiadas!

—¡Tapa tu sucia boca! ¡Admite tu culpa y no difundas más bulos! Aún puedes evitar el castigo. Deja tu impertinencia y colabora.

—Soy buen ciudadano. Obedezco las normas. ¿Acaso no llevo la insignia del partido cosida en mis batas? ¿Por qué voy a mentir?

—Eres listo, pero no vas a engañarnos. Declara que los mensajes son ficticios y que nunca debiste escribirlos. Firma tu confesión y solo serás un vulgar chismoso.

—No puedo hacerlo. No son embustes. Es un peligro real. No firmaré.

—Eres demasiado testarudo. No escuchas.

—¿No me corresponde acaso decir la verdad? ¿Qué clase de médico soy si guardo silencio?

—Un buen ciudadano no extiende rumores. Has alterado la estabilidad colectiva.

—¿Habéis pensado en la humillación de mis padres al ver mi detención en televisión?

—Tus infundios se han extendido por todo el país. Hay que apaciguar a la población.

—Es un virus muy contagioso, hay que advertir. Los sanitarios necesitan protegerse.

—¡Cállate de una vez! Tus mentiras alertan innecesariamente ¿Lo entiendes? Debes entenderlo.

—No. No lo entiendo. Solo escribí lo que mis ojos vieron. Nunca antes un contagio…

—¡Que te calles!

—Tengo que hablar. Si no actuamos, pronto será una epidemia fuera de control…

 —¡Deja de engañar! Tienes que cambiar tu forma de pensar. No seas obstinado.

—¡Es verdad lo que escribí en WeChat y en Weibo! Yo no difundo rumores.

—Debes reconocer tu culpabilidad ¿Lo entiendes? ¿Verdad que lo entiendes?

El prisionero, agotado tras horas de interrogatorio, se desmaya. Los dos policías salen para hacer el cambio de turno. Mientras tanto, el acusado se repondrá y continuará la intimidación. A solas de nuevo, Zaho Liu abre los ojos. Las últimas palabras que recuerda son como un martillo golpeando en sus oídos: ¿Lo entiendes? ¿Lo has entendido?

 Necesito combatir el miedo, vencer la ofensa, piensa. ¿Cómo fui tan ingenuo Cuando compartí los mensajes y les dije que eran privados? Les pedí que no los difundieran y que no me implicaran. Nunca quise esto. No hay nada más que yo pueda hacer. Lo entiendo. Sí, ahora lo entiendo.

El acusado solicita un nuevo interrogatorio. Les dará lo que quieran. Los dos policías entran y da comienzo el ritual que precede al sexto interrogatorio de la noche:

Cuarto día del primer mes lunar del año Genzi de la Rata. Lugar: Sala de interrogatorio B.2. Hora: 7:00.  Duración: Según obstinación acusado. Interrogado: Zaho Liu. Médico. Acusación: Propagar falsos rumores que perturban severamente el orden social. Policías interrogadores: K, X.

La CCTV abre el informativo matutino con una noticia de última hora:

 Zaho Liu, el médico de Wuhan ha confesado difundir falsos mensajes y rumores que han alterado gravemente el orden público. Reconoce haber cometido delitos de habla y actos ilegales con intención fraudulenta. En la carta que ha firmado, el acusado entiende la gravedad de la infracción y admite su culpa.

En la comisaría, desde la única abertura de la celda, el joven médico escucha el sonido de la CCTV dando la noticia de su confesión. Y siente como si envejeciera de repente. Tumbado en la fría litera, se incorpora ante el repentino ataque de tos. Otro más en poco rato. La fiebre ha empezado a subir. Y cada vez respira peor.

Pilar Borraz Rozas

Imagen: Diario16.com

Vida

Hoy solo os dejo palabras. Porque la historia la vais a saber escribir vosotros.

A mi hijo.

Mi infancia. La infancia con mis amigas. Cuentos de hadas en los que todas, por turnos o a la vez, somos las protagonistas. Nosotras, de princesas. Los niños, de vaqueros y de indios. Bicicletas para ellos. Futbol. Barbies para nosotras. Jugar a las casitas. El colegio. Algodón rosa en la feria.

Las manillas del reloj. El tiempo medido en segundos.

La universidad. Las muñecas olvidadas. Las bicicletas oxidadas. Maquillajes. Barras de labios compartidas. Fiestas de pijama. La pandilla, numerosa y divertida. Excursiones con los chicos. Los bailes. La pandilla, cada vez más reducida. Las primeras parejas. Los cuentos transformados en novelas rosas. Algodón blanco para desmaquillarse.

Amaneceres y anocheceres. El tiempo medido en días.

Las primeras bodas. Mis amigas, de blanco. Yo, de blanco. Casas propias. Mi casa. Sus casas. Barbacoas compartidas. Mi marido. Sus maridos. Coches. Trabajos. Peluquería. Recetas de cocina de una casa a otra. Sábanas de algodón.

Las hojas del almanaque. El tiempo medido en meses.

El embarazo de la primera. La emoción del resto de nosotras. Sus embarazos. Mi propio embarazo. Tiendas de ropita de bebé. Ecografías. Lista de nombres. Unas, de niña. Otras, de niño, igual que yo. Preparar las canastillas. Partos. Cesáreas. Visitas, regalos. Cajas de bombones. Pañales. Amor. Amor a raudales. Cuentos más olvidados. Novelas llenas de polvo. La vida. La película de la vida. Mil veces mejor que mil cuentos y novelas.

Paseos por el parque con niños abrigados en sus cochecitos en invierno. Primavera. Cochecitos guardados. Sillitas de paseo. Pequeños que empiezan a dar sus primeros pasos. Mi pequeño sentado en el césped. Ropa que se queda pequeña. Niños que se acercan a otros niños para jugar. Niños que sonríen a los niños que se les acercan. Niños acercándose al mío. Mi niño, que llora cuando llegan los otros. Niños que corren. Un niño sentado en el césped. Mi niño. Niños que ríen. Un niño que grita. Mi niño. Las mismas mujeres. Amigas de antes. Vecinas de ahora. Miradas de reojo. Sonrisas forzadas. Palabras amables. Mentiras amables.

Las cuatro estaciones. El tiempo medido en años.

Calendarios en la pared de las cocinas. Fiestas de cumpleaños marcadas en rosa en los suyos. Citas médicas en el mío. Padres que llevan a sus hijos al fútbol. El padre de mi hijo. Partidos en el televisor, con auriculares. La puerta del salón cerrada. Mi casa, que cada vez parece más pequeña. El mundo exterior, que cada vez parece más grande.

Niños de otras llorando por heridas en las rodillas. Peleas y reconciliaciones de chiquillos que duran lo que un suspiro. Mi niño con heridas. Rabietas. Autoagresiones. Vigilar las uñas, que siempre estén cortas. Arañazos. Noches de insomnio. Aullidos a la luna.

Niños comiendo helados. Niños gorditos. Niños inquietos. Niños sudorosos. Mi niño. Percentil bajo de peso. Preocupaciones del pediatra. Soluciones que no lo son.

Supermercado. Carrito de la compra. Madres llenándolos de compresas, de lazos para el pelo, de cuchillas de afeitar. Mi propio carrito. Pañales de bebé. Talla extra grande. Tiritas. Betadine. Farmacia después del supermercado. Vitaminas solubles. Batallas a la hora de comer. Impotencia frente a la báscula. Sus kilos, cada vez menos. Mis kilos, cada vez más. Su ayuno. Su anorexia. Mi gula desesperada.

Actividades extraescolares de los hijos de otras. Clases de inglés. Baile. Kárate. Mis actividades y las de mi niño. Logopeda. Psicólogo. Estimulación. Fisioterapia. Regar las plantas del jardín, aunque no crezcan. Cambiar la hora de la compra. Ir al súper después de comer. Dinero justo. Sin tarjetas de crédito.

Primavera en el barrio. Invierno en mi hogar.

Casas en las que cada vez hay más habitantes. Nuevos bebés. Madres de otros niños sin tiempo para más cosas. Intercambios de recetas de cocina que no llegan a la mía. Mi casa, ahora más vacía desde que nos quedamos solos los dos. Mirada que nunca me corresponde. Música que escapa por las ventanas de otras casas. Cristales cerrados en la mía para mantener presos los gritos, los llantos, las rabietas, las autolesiones. Ambulancias en la puerta de mi casa. Hospitales. Ida y vuelta.

Mujeres del barrio que ahora ven su vida a través de sus hijos. Niños que vuelven a protagonizar cuentos de hadas como los nuestros. Que van al colegio. A la universidad. Mi niño. Internet. Búsquedas. Programas de modificación de conducta. Dietas. Logopeda. Psicólogo. Siempre. Seguir regando las macetas.

El tiempo se detiene. La primera noche de seis horas de sueño sin interrupciones. Salir de casa. Paseos cortos dando la vuelta a la manzana. Viajes al contenedor de basura con bolsas llenas de objetos inútiles. Decoración de la casa. Pizarras en todas las habitaciones. Fotos clavadas con chinchetas en las pizarras. Rutinas. Seguridad. Apoyo en una asociación. Madres como yo. Nuevas amigas.

Ya no hay reloj, ni almanaques, ni estaciones. El tiempo se mide en objetivos alcanzados.

Adolescentes que llegan de madrugada. Reproches. Chicas bebidas. Madres con arrugas y patas de gallo. Divorcios y heridas nuevas en sus vidas. Cicatrices que ya son historia en la mía. Ya no hay luces naranjas giratorias reflejadas en los cristales de mi casa. A veces, luces azules frente a las casas de otros en mitad de la noche. Policía llevando a adolescentes bamboleantes y despeinados.

Gritos y discusiones que escapan a través de las ventanas de otras casas. Silencio que reina dentro de la mía. Sin música. Sin diálogos. Silencio bendito. Silencio anhelado. Silencio sin gritos, sin llantos. Silencio sin rabietas. Paz. Macetas que empiezan a florecer.

Pasar de largo por los pañales del supermercado. Empezar a comprar verduras. Experimentos en la cocina. Sus kilos, que suben. Mis kilos, que bajan. Natación. Descubrimiento del agua. Juegos en la piscina. Reencuentro con músculos de la cara que creíamos perdidos. Sonrisas frente al espejo. Sonrisas frente a frente. Contacto visual.

Ventanas abiertas. Silencio que escapa. Palabras que entran. “Mamá”. “Agua”. “Pelota”. Palabras que se multiplican. Fotos quitadas de las pizarras. Noches sin pesadillas. Noches blancas.

Verano. Calor. Luz. Aunque en el barrio y en el mundo esté nevando.

Programas específicos. Prácticas adaptadas. Más sonrisas. Más palabras. Un viaje en tren. Felicidad. Riesgo. Un viaje en avión. Campeones. Un viaje en barco. Aprender a montar en bicicleta. Besos. Abrazos. Te quiero. Te quiero.

El mismo barrio. Casas que ahora son nidos vacíos. Mi casa, llena.

Mi vida.

Sus ojos en mis ojos.

Su mano en la mía.

Mi niño.

Te quiero.

Adela Castañón

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Diálogo de oficinistas

Luis vio que Pedro se acercaba a su mesa y puso los ojos en blanco. Eso no frenó el avance de su compañero de oficina, que se inclinó para hablarle al oído.

—¿Te has enterado? —le preguntó en susurros.

—¿De qué?

—De lo de mañana.

—¿Qué pasa mañana, si puede saberse?

Luis resopló con fuerza. Le fastidiaban los rodeos de Pedro para darse importancia cada vez que quería contar algo. A pesar del soplido, Pedro siguió hablando con aire conspirador.

—Viene el gran jefe. Va a haber movida en la oficina. Lo sé de muy buena tinta.

—¡Bah! Mientras no nos toquen la nómina, me importa un rábano quién venga.

—No hablarías así si supieras lo que yo sé.

La pausa de Pedro no alcanzó su objetivo. Luis movió su sillón de ruedas y empezó a trastear con el ratón del ordenador. A pesar de eso, Pedro volvió a hablar. Lo que había descubierto era demasiado sabroso como para mantenerlo oculto. Y sabía que, al final, Luis le prestaría atención.

—Las nóminas no creo que las toquen. Que los sindicatos tienen el convenio bien amarrado. Pero va a correr aire en la oficina.

—Pedro, tío, mira que eres pesado. Dime de una vez lo que tengas que decir.

Su compañero se echó hacia atrás con expresión ofendida.

—Aquí no. —Pedro miró a su alrededor. Aunque nadie les prestaba atención, volvió a hablarle a Luis al oído—. Si quieres saberlo, nos tomamos una caña. Total, ya es hora de salir a desayunar.

Luis abrió la boca para negarse y el otro se jugó la última baza.

—Invito yo. Y, cuando sepas lo que voy a contarte, no te arrepentirás de haberme escuchado.

Estaban a fin de mes y la economía de Luis no andaba en su mejor momento. Se levantó y bajó a la cafetería acompañado de Pedro, mientras los demás compañeros le dedicaban con más o menos disimulo miradas compasivas. Al llegar a la cafetería, Pedro pidió un café y Luis una caña.

—A ver, Pedro. Que tengo muchas cosas pendientes y no me sobran horas. —Bebió un sorbo de cerveza—. Que siempre tienes algo que decir, hombre. Parece mentira.

—No, no. Si piensas eso, si crees que lo que digo no tiene interés, me callo. Que ya sé que me tenéis puesto el mote de La Gaceta. Pero luego, a la hora de la verdad, cuando alguien necesita saber algo… ¿eh?… entonces todos os acordáis del cotilla de Pedro.

Pedro enarcó las cejas y Luis se sintió magnánimo. Había pedido una tapa con la cerveza sin que Pedro se opusiera.

—Venga, hombre, no te mosquees. Es que das más vueltas que los burros en las norias de mi pueblo. A ver, ¿qué es eso de que va a correr aire?

—Despidos.

Luis dio un bote. Faltó poco para que se volcara la caña de cerveza. Se atragantó y empezó a toser. Las cejas de Pedro habían vuelto a la horizontal, y una sonrisa se instaló en su cara.

—Ya me figuraba que no te habías enterado. Por eso te he dicho lo de tomarnos algo. Porque si lo hubieras sabido no estarías tan tranquilo.

—¡Despidos!… Pero… ¿quién? ¿Cómo has sabido…?

—Júrame que no se lo dirás a nadie.

—Sí, sí. Te lo juro. ¿Estás seguro, Pedro? Oye, que somos amigos desde hace veinte años. Esta no será una de tus ocurren… —De pronto, a Luis se le erizaron los pelos de la nuca y dejó la frase a medias—¿No será a mí?

—No, hombre, ¡no digas bobadas! ¿Tú crees que si te fueran a echar iba a venir yo a restregártelo en la cara? —Luis pensó que no tendría nada extraño, pero se reservó la opinión. Pedro volvió a acercar la cara, y esta vez Luis se acercó también—. Van a largar a Revilla.

—¡No!

—Espérate a mañana, y ya verás. El pobre no tiene ni idea. De nada le ha servido pasarse el último año como lameculos oficial del gran jefe.

—¡Hombre, Pedro…! ¿Revilla, dices? Vale que sea un pelota, pero es una máquina trabajando. No creo que haya mucha gente capaz de sustituirlo. ¡Si ha conseguido él solo casi la mitad de los objetivos de toda la oficina! ¿Seguro que no te equivocas?

—Y tan seguro, Luis.

—¿Y cómo te has enterado esta vez? Si apenas se oían rumores, y lo que se escucha es que hasta dentro de unos meses no se iban a plantear lo de remodelar la oficina y todo ese rollo. ¿A qué vendrán ahora esas prisas de los jefes? —Revilla ocupaba una mesa junto a la de Luis, y le asaltó el miedo absurdo de que el despido fuera algo contagioso—. Oye, Perico… ¿y sabes si alguien más se irá a la calle?

—Verás… seguro no estoy, pero me parece que solo echarán al pobre de Revilla.

Los dos compañeros quedaron en silencio unos instantes, rumiando los datos.

—Pedro…

—Dime.

—No es que dude de ti, amigo, pero me extraña que echen precisamente a Revilla. Lo lógico sería que se fuera Macarena. Si nos van a dejar solo con un jefe de sección, ella ha sido la última en llegar. Y no le llega a Revilla ni a la altura de los talones. La verdad, no me explico qué criterio habrán seguido.

Pedro volvió a sonreír con la expresión de un gato delante de un plato de leche. Lo que había contado hasta entonces solo había sido el aperitivo del plato principal. Tomó aire y se lanzó:

—Sí que es verdad que Macarena no le llega a Revilla ni a la altura de los talones. Pero llega a donde tiene que llegar.

—Ahora sí que no te entiendo, Perico. ¿Qué quieres decirme con eso?

—Que la mosquita muerta de Macarena, tiene de mosquita lo que yo de chino, Luis. Y, para conservar el puesto, en vez de llegar a los talones de Revilla, ha apuntado más alto, y ha llegado a la bragueta del director.

El labio inferior de Luis descendió en picado como si tuviera vida propia. Los botones de la camisa de Pedro parecían a punto de reventar cuando cogió aire para seguir hablando.

—Luisito, el otro día vi a Macarena entrar en el despacho del director. Llevaba un sobre en la mano. No estuvo dentro ni dos minutos, pero cuando salió, se iba limpiando las gafas.

—¿Las gafas? ¿Qué tienen que ver las gafas con…?

—¡Ay, hijo! ¡Que pareces tonto, leñe! Que, si se iba limpiando las gafas, quiere decir que el sobre lo había dejado en el despacho.

—¿Y…?

—Pues que a los cinco minutos el director salió con la cara como la pared. Y dos minutos después sonó el móvil de Macarena, y dijo que bajaba un momento a la farmacia a comprar gelocatil. Pero se dejó el bolso colgado en su silla. Y cuando subió, no tenía cara de que le doliera ni la cabeza ni nada de nada.

—Pedro, chico… no sé adónde quieres ir a parar.

—Pues prepárate, que lo que voy a decirte es un bombazo. Y verás cómo, cuando te lo diga, no te extraña ver que mañana es Revilla el que se va al paro. —La cara de Luis era toda ojos y boca—. Me entretuve recogiendo para salir el último de la oficina. Y, antes de irme, entré un momento al despacho del director para dejar un expediente encima de su mesa. Hice como que se me caían las llaves, me agaché, y ¡bingo! El sobre estaba en la papelera.

—¿Y tú…?

Pedro asintió con aire de suficiencia.

—Te doy mi palabra. No te lo puedo enseñar, porque no me atreví a llevármelo. Pero…

—¿Pero…?

—Era un sobre de la farmacia. Un análisis de orina a nombre de Macarena. —Pedro se mordió el pulgar, y Luis lo imitó sin darse cuenta. Volvieron a juntar las cabezas—. Luisito, majo, la mosquita muerta está preñada. Los próximos meses vamos a tener un culebrón. Y si no, ya te iré contando, ya…

¡Macarena embarazada! Pedro, una vez más, había acertado. Revilla no tenía nada que hacer ante eso. ¡Pobre hombre!

Adela Castañón

 

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Despedidas

–No te he preguntado por qué, sino para qué.

–No te entiendo. –Fernando curvó los labios en un intento de sonrisa que se quedó a medias–. De todos modos, ¿es importante eso?

–Sí. Mucho. Al menos para mí.

Mercedes miró al que fuera su primer amor cuando los dos rondaban los quince años. Había puesto demasiadas expectativas en el encuentro, comprendió. Se fijó en los pies de Fernando, calzados con unos Gucci. Nunca lo había visto con otra cosa que no fueran tenis. Los zapatos, más que las canas, que las entradas en el pelo o la insinuación de barriga que tensaba el cinturón de sus pantalones, fueron lo que le hizo pensar que tenía frente a ella a un adulto desconocido, a un hombre que, casi con toda seguridad, había ahogado al adolescente que fue para ella el centro de su universo durante un año.

Fernando la miró y supo que ella estaba perdida en sus pensamientos. En ese mundo interior al que él siempre quiso entrar sin conseguirlo. Cuando Mercedes levantó los ojos, se limitó a sonreírle. Ella, por su parte, sintió un ramalazo de nostalgia al recuperar parte del pasado: con nadie habían sido tan cómodos los silencios como con Fernando. Él seguía utilizando la misma estrategia, esperar y callar.

–Mira –ella habló primero–, también yo te he buscado en Google muchas veces durante estos años.

–Pero he sido yo el que te ha escrito, Merche.

–Y por eso te lo pregunto. Imagino que me has buscado por curiosidad, como yo a ti. Hasta ahí no importa, lo admito. Entiendo que solo queríamos saber algo de nuestras vidas, vale. –Mercedes hizo una pausa–. Pero, repito, ¿para qué?

–¿Y qué más da? Yo no veo la diferencia.

–Si yo te hubiera escrito, si me hubiera metido en tu vida, habría sido para algo. –“Para pedirte respuestas que nunca me atreví a pedir”, pensó ella. “Para decirte cosas que no tuve el valor de decirte”–. Pero me quedé en el por qué. Dar ese paso de más, hacer añicos la distancia con un email, con un SMS, con lo que fuera, habría supuesto una especie de compromiso. A ver, no me malinterpretes. Aparecer de pronto, buscarte después de casi treinta años de silencio, al menos te hubiera planteado alguna duda, ¿no? Por lo menos es lo que me ha pasado a mí. Así que la pregunta lógica es, ¿para qué me buscas ahora?

–¿No te vale quedarte en que me apetecía saber cómo te va la vida?

–No. Para eso podías haberle preguntado a Clara, o a Luis, o a cualquiera de nuestros amigos de entonces. Con alguno de ellos sigo en contacto.

–¿Tú lo has hecho?

–¿Hacer? ¿El qué?

–Preguntarles a ellos por mí.

–No, claro que no. –Mercedes se mordió el labio inferior y Fernando, por primera vez en toda la tarde, reconoció en ese gesto a la adolescente que lo enamoró, a pesar de que ahora escondía los labios bajo el carmín–. Si les hubiera preguntado puede que te lo hubieran dicho. Y, por otro lado, me parecía ridículo pedirles que me guardaran el secreto.

–Por eso mismo yo he ido directo a la fuente. A ver, ¿qué tiene de extraño que dos amigos se reencuentren al cabo de los años? Y si eso te molesta, que es lo que parece, ¿por qué has accedido a esta cita?

–Porque…

Mercedes se calló. No quiso poner en el ataúd de sus ilusiones el clavo de una mentira. ¿Qué podría decirle? ¿Que llevaba treinta años añorándolo? ¿Que dormía con un hombre mientras soñaba con otro? ¿Que estaba dispuesta a tirar su vida por la ventana si él chascaba los dedos?

–Mis motivos no importan. Yo no he sido la que te ha buscado. Y si insistes en que da igual el porqué o el para qué… bueno… –Mercedes sonrió y se encogió de hombros–, me vale. Da igual. Tienes razón. Siempre he sido una retorcida.

–Te equivocas, mujer. A mí no me lo has parecido nunca. Yo diría, más bien, que has sido complicada. –Ahora fue Fernando el que sonrió como en el pasado–. Pero eso es lo que me gusta de ti.

Mercedes tomó un trago de su café para intentar deshacer el nudo que se le acababa de formar en la garganta. Fernando, el puñetero Fernando, hablando en presente. ¡Maldita estampa! Siempre había sabido hacerle daño sin tener intención. Fernando, ajeno al efecto de su empleo de los tiempos verbales, removía su té para disimular que se sentía de nuevo como un adolescente inseguro y lleno de granos. Echaba de menos a la Mercedes tímida y callada que se ruborizaba por cualquier cosa.

A los quince años Mercedes vivía sola con su madre, que no pudo rechazar un traslado para mejorar su situación laboral. No había podido despedirse de Fernando. Su primer suspenso, culpa del mal de amores al saber que se iría a vivir muy lejos, le acarreó un castigo sin salir. Fernando, que había ido al parque donde siempre se encontraba con la pandilla durante toda la semana, había visto pasar los días sin que Mercedes apareciera. Y ella se fue antes de poder decirse lo mucho que se gustaban.

–Bueno… –los dos pronunciaron a la vez la misma palabra.

–No me hagas caso, Fer. –El diminutivo en esos labios pintados le sonó a Fernando teñido de nostalgia–. Sigo siendo complicada, lo que pasa es que ahora he perdido la vergüenza. Y tienes razón, le busco siempre seis pies al gato.

Mercedes abrió el bolso, y Fernando la detuvo. Puso su mano sobre la de ella, y el tiempo quedó en suspenso unos segundos. Sus pieles tenían memoria.

–Deja. Invito yo. Para eso fui el que te llamó.

Se pusieron en pie y cambiaron un par de frases banales. Echaron a andar, y las palabras y las frases no dichas se quedaron en la mesa, con los restos del café. Al llegar a la puerta, antes de empezar a caminar en direcciones opuestas, Fernando se fijó en los tacones de Mercedes. Era la primera vez que no la veía con tenis.

Adela Castañón

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Monólogo desde una cornisa

¡Tanto esquivarte durante treinta años para que al final hayas logrado alcanzarme en treinta días y ponerme en esta cornisa en treinta segundos! Te odio, cabrón de mierda. ¡Cobarde! ¡Egoísta!

¡Joder! Malditas rachas de viento, si solo es un quinto piso, maldito viento, no me tires, no seas cabrón tú también, y tú, gorda imbécil, ¿qué haces mirándome con esos ojos de pez?, ¿es que no has visto nunca a una tía normal subida a una cornisa normal de un puto edificio normal?, ¿y si no haces nada, so idiota, para qué miras?, ¿acaso he gritado? Quiero tirarme yo sola, pero esta película no es para ti, gorda, mueve tu culo, que esto es para ti, cabronazo, mi amor, que no tenías derecho, ningún derecho a hacerme esto, que he sabido vivir sin ti estos treinta años, sí, ríete si quieres, pero te jode, te jode escucharlo, o te jodería escucharlo si me oyeras, pero no, cómo iba a joderte, la gilipollas soy yo, que predicando desde este púlpito me cargo mi sermón, porque a ver qué hago aquí, si es verdad que no me importas, Jaime, que paso de ti mil pueblos, y entonces qué coño hago aquí, quién me mandaría hacerte caso ahora, con lo bien que yo he vivido estos treinta años, y tú, capullo, qué narices, quién te manda a ti buscarme en las putas redes sociales, que tampoco tengo tanta actividad y a mí ni siquiera se me pasó por la cabeza hacer lo mismo contigo, total, para qué, si agua pasada no mueve molino.

Y a esta pobre maceta le falta agua, como a mí me faltas tú. Y pensar que hace un mes yo solo abría la ventana para regarla, quién me iba a decir que hoy la iba a estar mirando desde arriba, y hay que ver, que las flores parecen otra cosa desde aquí y nunca me di cuenta de que por dentro son tan rojas que se diría que están llenas de sangre, y como no te quites, gorda de mierda, voy a saltar con más impulso para que mi sangre te ponga perdido ese abrigo tan feísimo que llevas, que te hace más gorda todavía, ¡no, idiota, no saques el teléfono, joder! ¿Por qué todo el mundo se empeña en tomar decisiones por mí, para mí? ¡Jaime, que te folle un pez! Y a otro perro con ese hueso, que no se hace lo que has hecho tú para “saber cómo está una vieja amiga”, que de sobra sabes que yo bebía los vientos por ti, y que el tren de los quince años pasó, se fue, se largó, y nos quedamos en tierra, uno a cada lado de la vía, y yo seguí mi camino y tú el tuyo, y cada uno a su casa y Dios en la de todos, y así treinta años, treinta putos años, treinta felices años, treinta normales años, y vienes tú y en un mes me pones la cabeza en los pies y los pies en la cabeza, y metes el dedo en mi alma y le das la vuelta como si fuera un guante de plástico, y yo, tan lista, con mi éxito como escritora, con mi vida de película, y me dejo llevar y me creo que el tren ha dado marcha atrás, y tú dejas que me lo crea, y te inflas como un pavo cuando babeo porque resulta que no escribo ficción, que lo que escribo es verdad, que la vida puede ser de color rosa y que los príncipes azules pueden llegar y despertar a Blancanieves con un beso, pero tú eres otra cosa, eres malo, no eres el príncipe, eres la manzana envenenada, que sí, que si te pica escuchar eso, te jodes y te aguantas como estoy haciendo yo, que para qué apareces y me comes la oreja con lo mucho que me admiras y que me quieres y luego largas eso que siempre nos atribuyen a las tías del puto “como amigos”.

Y tengo más cojones que tú, más valor que tú, porque ahora te has agarrado a la apuesta segura, a tu Carmencita, tan buena, tan linda, tan perfecta, que hay que tener una piedra por corazón para presentármela como otra buena amiga y ahora sumo dos y dos, que en el whatsapp estáis en línea y os desconectáis a la misma hora, y ha sido una guarrada dejarme que volviera a decirte que te quiero, y déjate de mandangas, que lo de la amistad a mí me la trae floja, y a ti te faltan huevos pero a mí me sobran ovarios y ojalá no se te empine cuando te acuerdes en mitad de un polvo con ella de que yo me tiré por la ventana.

Si me tiro, me harán la autopsia. Pero el forense no sabrá leer la causa de mi muerte en mis tripas ni en mi corazón. Para eso, yo tendría que haber nacido hace siglos, cuando el futuro se leía en las cartas y no en las redes sociales. Y no sé por qué pienso ahora esta gilipollez, como si no tuviera bastante con el presente, como si yo tuviera futuro, que no lo tengo.

¿Y si te juzgo mal? Que igual solo querías aspirar el aroma de la dulce flor de una juventud perdida para devolverle el color a unos recuerdos desvaídos. Y en vez de una flor soy una hiedra empeñada en agarrarme a tu piel, y te asfixio y me asfixio. O igual soy un árbol equivocado y llevo un mes mirando al suelo y he dejado que la boca se me llene de tierra y me he enredado yo en esos putos recuerdos, en esas raíces podridas que has venido a desenterrar, con lo feliz que yo estaba contemplando mis hojas, y el sol, y dejando que el viento me acariciara, el puto viento que ahora se empeña en soplar más fuerte para arrancarme de aquí antes de tiempo.

Pero es mejor mirar al cielo o al suelo porque si miro en mi interior veo un monstruo deshecho de dolor en el que me cuesta reconocerme, a un hada triste que no soy yo.

Y están estirando una lona ahí abajo y se creen que entiendo lo del megáfono, pero con este vendaval no se oye nada, o sí, que oigo a mi corazón que protesta y me grita que no mereces que me tire por ti…

¡Mi sabio y herido corazón! ¡Tiene razón! ¡Quiero ver más amaneceres! ¡Quiero escribir más historias! ¡Quiero vivir! He estado loca, ¡estirad la lona! ¡Ayudadme! ¡No me quiero caer ahora y tengo mucho miedo de moverme!…

Adela Castañón

Imágenes: cabecera, PixabayCierre mujer, StockSnap. Cierre flores, StockSnap.

O mío o de nadie

Cierra la puerta de madera azul silenciosamente y se dirige al salón. Allí están los envoltorios rasgados de los dos paquetes que le han entregado a primera hora de la mañana.

***

Abrió primero el más voluminoso. Había especificado que lo entregaran en ese horario. Así podría abrirlo a solas, cuando Antonio estuviera en el trabajo. Quería probarse su traje de novia sin testigos al menos una vez. Luego lo subiría al piso de Violeta, su mejor amiga, que vivía justo encima, en su mismo bloque. El día anterior las dos habían estado haciendo sitio en el armario de Violeta para guardarlo allí hasta el domingo, el día de la boda. Pero primero necesitaba vérselo puesto sin nadie más opinando a su alrededor. Entró al dormitorio, cerró la puerta azul, y se lo probó absolutamente todo. La ropa interior sin estrenar, la liga azul, los zapatos forrados de satén color blanco roto, a juego con la preciosa mantilla del vestido. Incluso se hizo un moño apresurado para poder ponerse también el tocado del pelo. Y con todo puesto volvió al salón a abrir el otro paquete, el pequeño.

Venía sin remite. Vestida de novia entró a la cocina y regresó con unas tijeras con las que cortó el hilo. Sonrió pensando si serían las primeras invitaciones de boda, las que no llegaron y le costaron un disgusto hasta que en la imprenta hicieron una nueva tirada a mitad de precio. ¡Vaya mal rato que habían pasado Antonio y ella! Estaría bueno que Correos hubiera decidido ahora enmendar la plana. Las guardaría como recuerdo de una anécdota que contar a sus nietos cuando los tuviera. Rasgó el papel sin contemplaciones y sacó lo que venía dentro de un sobre.

No eran invitaciones. Eran fotos. Un portal. Un coche. Un hombre saliendo del coche. Una cara visible en escorzo, a pesar de la capucha de la sudadera subida. Otro coche. Una mujer. Gafas de sol enormes, y unos pendientes que nadie más sería capaz de llevar puestos. El rótulo con el nombre del hotel. La puerta de una habitación. El número 123. Ropa tirada en el interior de la habitación. La sudadera en el respaldo de un sillón. Las gafas en el asiento. Una zapatilla deportiva de hombre. Unos tacones de mujer. La cama. Antonio. Violeta. Sus cuerpos mezclados. Sus ropas mezcladas. Pero sus cuerpos y sus prendas separados. Los unos entrelazados en la cama. Las otras desparramadas, vacías, obscenas.

***

Piensa que al cuadro de esa mañana solo le faltaba su ramo de novia. Nardos blancos. Pero ya no lo necesitará. Por su cara, maquillada solo con una sonrisa vacía, su pérdida se escurre en hilos de sal que escuecen y queman. Ahora el vestido parece aún más brillante por las manchas rojas que lo adornan, de un rojo más vivo que el de cualquier rosa. No soltó las tijeras en ningún momento desde que cortó el cordón del paquete. Ni mientras miraba las fotos, ni cuando se sentó en el sofá durante no sabe cuánto tiempo, ni al escuchar la llave de Antonio en la cerradura, ni cuando Antonio se acercó a ella con los ojos abiertos y asombrados al descubrirla vestida de novia.

Ahora, por fin, deja las tijeras húmedas de dolor y rabia roja sobre la mesa. Coge el móvil y llama a la policía. Tardan poco en llegar. Ella misma les abre. No se ha cambiado de ropa. Los agentes se miran, descubren las tijeras y el móvil sobre la mesa. Y ella, al ver que dan un paso hacia la puerta azul del dormitorio, pronuncia las primeras palabras desde hace varias horas.

–Deberían llamar al forense y esperar en el salón. –Se da cuenta de que los agentes son demasiado jóvenes, se compadece de ellos, y los tutea–. Ya he terminado. Mejor que no entréis ahí.

Adela Castañón

Imagen: Unsplash

La niñez en el desván

Conduje despacio. Doblé el último recodo del camino, detuve el coche, me bajé y abrí la cancela de hierro. Cuando vi la casa al final del sendero de gravilla, acudió a mi memoria la primera frase de Rebeca, una novela de Daphne du Maurier: “Anoche soñé que había vuelto a Manderley”. La imagen de la casa se superpuso a la última que conservaba de ella en mis recuerdos: una mansión que se iba empequeñeciendo ante los ojos del niño de ocho años que yo era, de rodillas sobre el asiento trasero del coche de mi madre mientras nos alejábamos de allí. Aquel día ella me obligó a subir y nos marchamos con tanta prisa que ni siquiera dejó que me despidiera de nadie.

Dejé mi coche aparcado y me acerqué caminando despacio. La casa y las dos esculturas de los leones que flanqueaban la entrada principal fueron aumentando de tamaño a medida que me aproximaba, pero cuando llegué a la escalinata de acceso me sorprendí al encontrar que todo era más pequeño de lo que recordaba. Entonces empezó a soplar el viento y su rumor devolvió a las cosas el tamaño original. La voz del bosque que rodeaba la mansión, esa voz que solo un niño puede escuchar, se coló por mis oídos y violó mis defensas de adulto. Cuando puse el pie en el primer peldaño volví a sentirme sobrecogido por el susurro de unas hojas que me contaban mil historias cuando era un crío.

Metí la mano en el bolsillo de la chaqueta para buscar la llave y mis dedos tropezaron con la carta del despacho de abogados. Me sabía su contenido casi de memoria y podría haberla dejado en el hotel, pero tocarla en ese momento me reconfortó. Era un consuelo absurdo, como si los folios fueran un lastre que impidiera que el viento me arrastrara por aquellos parajes que llevaba tantos años sin pisar. La carta era el recordatorio de que ya era un hombre adulto, el único heredero de la mansión de mi abuela. Suspiré, saqué la llave y terminé de subir los escalones mientras me aflojaba la corbata. Al llegar a la explanada me recibieron las ráfagas de polvo que siempre daban la bienvenida a cualquiera que pisara aquellas tierras en otoño. Miré al cielo. Las nubes se movían a mucha velocidad y me pareció que era la casa la que se desplazaba. El viento cambió y los rumores del bosque y del salto de agua que se escondía detrás de los jardines golpearon sin piedad las puertas de mi memoria.

En el interior todo estaba igual que entonces, aunque la habitación parecía haber encogido, quizá por culpa de las sábanas blancas que cubrían todos los muebles y les daban el aspecto de pequeños fantasmas. Cerré la puerta y abrí las ventanas mientras caminaba hacia la escalera que llevaba al piso superior. Acaricié con el dedo la barandilla de caoba por la que tantas veces me había deslizado cuando los adultos no me veían, me detuve en el descansillo y volví la cabeza. Abajo, los cristales abiertos dejaban pasar motas de polvo en suspensión que parecían bailar al ritmo de los sonidos que se colaban en la casa enganchados a ellas.

Recorrí las habitaciones una por una y llegué al final del pasillo del piso superior. Allí, al fondo, estaba la escalera volante que llevaba al desván. La trampilla estaba cerrada, pero habían dejado la escalera colgando, como una tentación que me llamaba. Tragué saliva, me acerqué y subí despacio. El tercer peldaño seguía crujiendo, igual que en mi niñez. Entonces ese ruido me avisaba cada vez que un adulto se acercaba a mi santuario, y el tiempo que tardaban en subir los cinco peldaños restantes me proporcionaba los segundos justos para preparar un recibimiento modélico. Casi nunca necesitaba hacer nada, pero a veces tenía que esconder a toda prisa algún trozo de chocolate robado de la cocina cuando me castigaban sin cenar, o la barra de labios de la abuela que cogía prestada de vez en cuando para pintar en mis soldados de juguete la sangre que daba verosimilitud a las batallas que libraban en mis manos. Allí, en aquellas alturas, junto a los papeles y cachivaches familiares, se apilaban mis recuerdos. En mi refugio siempre había ruidos. El salto de agua se escuchaba sin parar, y las ramas de los árboles eran allí más habladoras. Supongo que al ser más livianas y estar más altas, no les costaba trabajo hacerse oír.

Di media vuelta y, a punto de bajar, recordé mi escondite secreto. Sonreí, me quité la corbata y me agaché para levantar una tabla suelta que había en el rincón del fondo. No esperaba encontrar nada. Aunque me fui de la casa de modo precipitado, no había dejado escondido ningún tesoro importante. Por eso ahora, al asomarme a ver el hueco, me sorprendió encontrar un montón de cartas cubiertas de polvo y atadas por un lazo.

Me senté en el suelo y crucé las piernas igual que hacían los indios alrededor de una hoguera en las películas de mi infancia. Mi sonrisa se hizo más amplia al darme cuenta de que no adoptaba esa postura desde que salí de la mansión. Deshice con facilidad el lazo y empecé a leer.

Eran cartas de amor. A las voces del viento y del agua se sumó ahora el rumor del papel, de los folios que crujían cuando los sacaba de sus sobres, de sus tumbas de silencio. El sol se fue escondiendo y me acerqué al tragaluz para poder seguir leyendo. Me asomé al exterior y la casita de los botes apareció ante mis ojos. Entonces di un salto, miré la fecha de la primera carta y todo encajó en su lugar.

Las cartas, entre susurros, me estaban contando la verdad después de tantos años.

Reconocí la letra de mi padre en muchas, pero no lo reconocí a él en las palabras del hombre atormentado que asomaba entre las cuartillas apropiándose de su letra, de su forma de hablar. Y sin embargo era él.

De la letra de mi abuela no me acordaba y no la reconocí. Pero me costaba trabajo reconciliar su imagen con la de la autora de la otra parte de la correspondencia. Para mí, la abuela era eso: la abuela. Aunque no llevara moño, ni tuviera el pelo blanco. Aunque me contara los cuentos al volver de cenar con sus amigas sin detenerse ni a quitarse los tacones ni la pintura de labios. Pero la que se carteaba con mi padre era y no era esa mujer.

La primera carta estaba fechada al día siguiente de mi precipitada marcha con mamá. Papá no regresó con nosotros ese día a la ciudad, ni llegó a casa al día siguiente, ni al otro, ni al mes siguiente. Sencillamente, yo me quedé esperándolo, pero nunca regresó.

Y es que ese día, en la buhardilla, mi yo de ocho años solo recordaba lo divertido que estaba mientras espiaba con mis prismáticos a papá y a la abuela. Estaban en la casita de los botes, donde guardábamos todos los aparejos para cuando salíamos a pescar. Papá estaba colocado igual que cuando me enseñaba a lanzar la caña, y abrazaba a la abuela por la espalda. Recuerdo que pensé que era estupendo que le estuviera enseñando también a ella, y que quizá, por fin, la abuela habría decidido acceder a mis continuas peticiones para que viniera con papá y conmigo cuando íbamos de pesca.

Me sentía feliz, y estaba tan concentrado observándolos que no escuché crujir el tercer escalón. Y entonces mamá entró, me vio y me quitó los prismáticos para mirar ella.

Acaricié las cartas. Me llevé el montón de sobres a los labios y, por fin, pude decir adiós a muchas cosas. Me despedí de mi niñez, y la imagen de espejo del lago en el que pescábamos se hizo añicos, dejándome ver ahora la historia del amor culpable que se escondía aquel día en la caseta y que mis ojos de niño vistieron de inocencia. Me despedí también de mi padre y de mi abuela. De mi padre, siempre serio, y de mi abuela, siempre guapa y con su sonrisa como el mejor maquillaje. Y perdoné a mi madre, siempre triste, al comprender que ella fue quien perdió más.

Salí del desván y cerré la trampilla. Y mi infancia, después de tantos años cautiva, encerrada en la buhardilla, escapó por el tragaluz y me dejó marchar.

Adela Castañón

 

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Imágenes: cabecera, Денис Токарь en Unsplash; final, matthew Feeney en Unsplash

Historias encadenadas

Bárbara Gil, mi profesora del curso de Relato Breve en la Escuela de Escritores, me propuso el reto de enlazar tres microrrelatos que entregué en uno de los ejercicios. Acepté su propuesta y escribí este relato breve en el que mezclé esas tres historias con alguna cosa más. Y el resultado han sido mis Historias Encadenadas: 

No sabes con quién has dormido esta noche. He vivido a tu lado treinta años, pero solo he estado viva el último mes. Desde el día que entró el otoño. Desde el último día de vacaciones. Desde que partió tu tren y descubrí que me habías engañado. Desde que lloré por última vez.

Y desde que conocí al hombre de mi vida, aunque todavía no sé su nombre.

Mañana te despertarás al lado de este cuerpo que tanto te gusta, con su piel cuidada y su pelo teñido. Y entonces descubrirás que el alma que vivía encerrada en su interior, llena de costurones mal cicatrizados, ha alzado el vuelo y, esta vez, es para siempre. Porque hoy es el primer día del resto de mi vida y me marcharé de casa al anochecer.

***

Me marcho de casa al anochecer. Porque, por fin, he reunido el valor suficiente para seguir al hombre de mi historia. Camino detrás de él, a una distancia prudente, hasta la boca de metro. Dejo que se interpongan más viajeros trasnochadores para que no me descubra.

Cuando voy a acceder al andén, el torniquete de paso se bloquea.

Él sube al tren, las puertas se cierran, y veo cómo se aleja mi historia dentro del vagón.

***

Dentro del vagón del siguiente tren, mi cuerpo se desplaza persiguiendo mi sueño, pero la distancia entre nosotros no se acorta. Sin moverme del asiento, mi mente se pone en marcha y mis dedos emprenden una ruta de kilómetros de tinta mientras escribo esta historia en un cuadernillo ajado que siempre llevo encima.

***

En el cuadernillo ajado que siempre llevo encima dejo salir mi pena. Al vagón sube una mujer de pelo verde y, en la parada siguiente, una niña de la mano de un hombre. La niña mira el pelo, sonríe y le hace una pregunta a la mujer:

–¿Por qué tienes el pelo de color verde?

La mujer solo lo piensa dos segundos antes de responder:

–Porque soy medio elfa.

Y yo, que he dejado de lado mi dolor, empiezo una hoja nueva del cuadernillo. Allí, sobre el papel, la mujer del pelo verde se sentará frente a un ordenador y empezará a escribir una historia maravillosa sobre una tal Zoila, una chica medio humana y medio elfa.

***

El metro llega a final de trayecto. Cierro el cuadernillo y me bajo. Ahora mi dolor y mis historias pertenecerán a otro día y a otro vagón.

***

Cover Image

 

A veces salen historias sorprendentes cuando se mezcla la realidad con la ficción. Mi relato de hoy es ficticio salvo en un pequeño detalle: la mujer de pelo verde existe. Se llama Chiki Fabregat, es profesora de la Escuela de Escritores y ha escrito una trilogía preciosa cuya protagonista es Zoila, una muchacha medio humana y medio elfa. Os la recomiendo. 

Adela Castañón

 

Imagen de Manuel Alvarez en Pixabay

La campana

No fue capaz de comerse todas las gachas que eran su cena de cada día. Llevaba unas semanas con el estómago revuelto. Le quedaba más de media escudilla y echó el resto en la lumbre. El crepitar de las llamas empezaba a menguar y ella se arrebujó un poco más en la toquilla. Miró hacia la cortina que separaba la habitación de una pequeña despensa donde almacenaba la leña, los calderos y el taburete que usaba para ordeñar a las vacas desde que algún vecino, aún más pobre que ella, entró de noche al establo y le robó el que tenía. Menos mal que Miguel, su Miguel, le había hecho otro poco antes de volver a embarcarse en el ballenero, hacía unos meses.

Dudó si echar otro leño al fuego, pero le pudieron la pereza y el cansancio. Sin quitarse la toquilla levantó la cobija de lana que cubría el jergón donde dormía junto a la lumbre y se sentó para quitarse los zuecos. A punto de sacarse el segundo, un ruido del exterior atrajo su atención. Una de las campañas de la iglesia había empezado a tañer. Supuso que debía ser la grande. Desde que ella había llegado al pueblo era la primera vez que la escuchaba.

Inquieta, removió el fuego con el atizador. Las llamas cobraron vida. Pero, en vez de calentarse, sintió el frio del suelo subir por sus piernas hasta asentarse en su vientre, donde las pocas gachas que había cenado se convirtieron en piedra.

Se puso de pie y se encaminó hacia la ventana. El crepitar de la lumbre se mezcló con el doliente tañido y elevó una plegaria silenciosa a la Virgen de Lourdes, patrona de los balleneros. Se tapó los oídos con las manos para concentrarse en su rezo, y, a pesar de que a mitad de la primera avemaría empezó a recitar en voz alta, cuando separó las manos del cuerpo los repiques, en lugar de detenerse, habían arreciado.

Ella no había escuchado nunca tocar a rebato, pero sus tripas le dijeron que lo que escuchaba era eso. Arrastró los pies por el piso. La suela del zueco derecho parecía quererse pegar a las losetas, mientras que el pie izquierdo, calzado solo con la media de lana, con el otro zueco olvidado junto al jergón, se empeñaba en avanzar. Se dio un golpe en el dedo meñique con la pata de la mesa, pero los tañidos y el rumor del fuego, convertido en un gruñido sordo, no dejaron que sintiera el dolor del golpe. En dos pasos alcanzó la ventana de la casucha.

Levantó la tranca que sujetaba las hojas de madera con las dos manos y a punto estuvo de darse otro golpe en el pie cuando la dejó caer al suelo sin miramientos. Apoyó la frente en el cristal, y alrededor de su boca el vidrio se empañó al instante. Quitó el vaho con el puño de su vestido e hizo visera con las manos a los lados de la frente para poder ver el exterior.

Donde esperaba oscuridad, había un resplandor que procedía de una de las playas del pueblo. Reinició su plegaria con voz temblorosa al comprender que los puntos de luz que confluían hacia ese punto eran los candiles de sus vecinos, alertados por el toque de arrebato. Y la luz más fuerte, la de la playa, no hacía sino aumentar. Ella cerró los ojos como si con eso pudiera hacer desaparecer la imagen de su cerebro. Sabía que era la playa de los muertos. La llamaban así porque casi todos los barcos que naufragaban acababan devolviendo en esa orilla sus despojos, sin importar que fueran cargamentos de aceite, de contrabando, o cuerpos de marineros destrozados por las rocas de las rompientes.

Las gachas en su estómago se removieron como el mar embravecido y el gruñido de sus tripas se mezcló con el del fuego, las campanas y los rezos. Miró al fondo del cuartucho. El zueco solitario parecía llamarla, pero se sentía incapaz de acercarse a la lumbre. Junto a la ventana, entre el resplandor del incendio de fuera y el estruendo de la lumbre de su chimenea, un fuego distinto, el de la bilis subiendo por su garganta, le provocó un escalofrío.

A punto de dar un paso escuchó unos golpes innecesarios. En el pueblo poca gente cerraba sus puertas, y una vecina entró, sin esperar respuesta, arrastrando con ella un revuelo de hojas y copos de nieve. Al ver a la joven parada junto a la ventana, se detuvo y cerró la puerta con el codo sin dejar de mirarla.

–Ay, Lucía, ay…

Se miraron en silencio unos segundos. Lucía quiso decirle que se callara, pero la bilis ocupaba el sitio donde debería haber estado su voz. La vecina se santiguó.

–Es el Princesa de Loreto, hija.

Lucía se tapó la boca con las manos. Maldijo el tañido de las campanas por no ahogar la frase de la pobre mujer, nombrando el barco de Miguel, como si por no escucharlo no hubiera ocurrido. Volvió a mirar afuera. El incendio en la playa había arreciado tanto que creyó que amanecía, aunque sabía que era imposible.

Las piernas se le volvieron agua. Apoyó la espalda en la pared y su cuerpo se deslizó hasta quedar sentada en el suelo donde permaneció varios minutos mientras oía hablar a la otra sin enterarse de lo que le decía. Vomitó sobre el delantal todo su dolor y su miedo, y eso hizo reaccionar a la vecina que acercó y la sujetó por las axilas para ayudarla a llegar al jergón.

Mientras la mujer trajinaba buscando un trapo con el que limpiarle la cara, Lucía notó algo caliente que le corría entre las piernas. Fijó la mirada en el sitio donde había estado sentada. En el suelo había hilillos de sangre mezclados con los restos de bilis.

Lucía puso las manos en su vientre y se echó a llorar. Había perdido lo único que le quedaba de Miguel.

Adela Castañón

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Imagen cabecera: Chris Barbalis on Unsplash

Imagen cierre: czu_czu_PL en Pixabay

Doña Patro

A Natalia Sanmartín, una niña de la guerra

Todos los días me despertaba con la sirena que anunciaba la llegada de los obreros a la fábrica de maderas. Entonces acercaba la máquina de coser al balcón y abría las contraventanas. Sin dejar de darles a los pedales, respondía a los saludos de las vecinas.

—Hala, hala, Patro, que a ti no se te pegan las sábanas —me dijo un día la del piso de arriba.

—Es que corren malos tiempos y tengo tres bocas que alimentar.

Me levanté a cerrar el balcón y me pasé la mano por la frente, como para despejarme, pero en realidad necesitaba sacar fuera todo lo que me torturaba. Entonces acaricié la Singer de forma voluptuosa y comencé a hablarle, como si fuera mi marido.

¡Ay, mi Arturo! ¡Cuánto me ha costado levantar cabeza! Y todo por culpa de aquellos cabrones insaciables. Esos que se creían los dueños del pueblo y si hubieran podido nos habrían arrancado las entrañas. ¿Te puedes creer que a los cuatro años del chandrío seguían mandando malos informes de tu comportamiento como si estuvieras vivo? ¿Para qué? Al principio no me aclaraba, pero luego comprendí que lo que intentaban era destruir tu memoria y aniquilarnos a todos.

—¡Acabaremos con la semilla de Caín! —gritaban con voz engolada.

¿Qué sabían ellos de Caín? Si solo habían visto estampas pintarrajeadas en las que, como una mancha de carmín, yacía al lado de su hermano Abel. Ellos, como las aves carroñeras, lo único que querían era apoderarse de nuestros despojos.

Bueno, Arturo, que de una me voy a otra. Es que me cuesta mucho reconstruir los hechos y aún lo mezclo todo.

Cuando nos fuimos del pueblo se montó mucho alboroto. Lo sé porque un día vino a verme la mujer del alcalde, que también se quedó viuda en el treinta y seis. Unos decían que todos los vecinos confiaban en ti. Y otros que solo te relacionabas con los de la ugeté y que fuiste el verdadero apoyo del Frente Popular. Y que tu carácter reservado aún te hacía más sospechoso. Anda que decir eso. ¡Con lo famoso que eras en las rondas con tu violín!

Intentaba darle al pedal, pero no podía dejar de confesarme con Arturo. ¡Cuántas horas había pasado cosiendo a su lado mientras él preparaba trabajos para la escuela! La Singer era como una prolongación de su cara.

No sé si te conté que el otro día una de las alcahuetas del carasol se presentó en casa a darme el pésame y me dio un soponcio cuando escuché lo que me dijo. Óyelo bien, que no te lo vas a creer.

—Mira, Patro, acabemos de una vez. Tu marido se metió en muchos líos y de una manera tan secretuda que mereció que lo fusilaran.

Le contesté que no tenía entrañas y la puse de vuelta y media.

—¡Sois todos unos mentirosos! —Y la empujé para que saliera de nuestra casa—. Todos sabéis que a mi marido no lo fusilaron. Pero os calláis la verdad y decís que no sabéis nada. ¡Claro que sabéis!

—¡Zorra, eres una zorra! Así agradeces a los que te venimos a compadecer. —Bajaba las escaleras y de vez en cuando volvía la cabeza para escupirme.

Arturo, cuando se llevaron tu cadáver creí que sería para hacerte la autopsia. Pero, cuando tu cuerpo no apareció por ninguna parte, caí en la cuenta de que así serías un desaparecido. Que yo nunca sería tu viuda ni tus hijos huérfanos. Y después, vino la patraña de hacerte un expediente de responsabilidades políticas como si estuvieras vivo. Y todo el pueblo declaró en el juzgado. Unos no se atrevieron a defenderte. Solo dijeron que no sabían si estabas afiliado a la ugeté. Otros fueron más duros y te acusaron de llenar las paredes de la escuela con carteles de propaganda política y de no atender a los alumnos. ¡Menos mal que no te enteraste!

Pero lo que más revuelo montó fue la radio. Dale que te pego con que todos venían a casa a oír los mítines de Indalecio Prieto y las emisoras rojas.

El peor de todos fue el cura. Llamaron al párroco de Salcedo, que no nos conocía de nada. Y no quieras saber lo que largó. Que no aparecíamos por la iglesia y que incitábamos a la gente a que no fuera a misa. Es que me pongo mala, Arturo. Que en los libros parroquiales consta que bautizamos a nuestros tres hijos.

Y, después del proceso contra ti, arremetieron contra los que quedábamos. Como no me encontraron a mí, buscaron a tu madre, que ya se iba de la cabeza y no supo darles razones seguras. En cambio, ellos le dijeron que, al comienzo de la Guerra, nos habíamos escapado por la noche y nos dejamos la puerta abierta. Que por eso entraron los del pueblo y vaciaron la casa.

Pero se callaron lo principal. No le dijeron que a los pocos días de llegar del pueblo nos localizaron en Calcedonia.

Que derribaron la puerta con machetes y te acuchillaron por la espalda, delante de los niños. Yo me quedé alelada. Y tardé más de cuatro años en escribir esta carta:

Patrocinio Cañada, de 32 años, viuda del maestro Arturo Samper, ante el Tribunal de Responsabilidades Políticas, expongo:

Que el Alzamiento Nacional me sorprendió en Aguilar, donde residía con mi difunto esposo y mis hijos.

Que a los pocos días de morir mi marido me embargaron dos mesas y seis sillas, varias camas con los colchones, un violín, un gramófono, un aparato de radio Philips, una máquina de coser Singer y todos los utensilios de la casa.

Ruego que me devuelvan esas pertenencias, el único patrimonio que tienen mis hijos, que ahora se hallan en la indigencia.

Mira, Arturo, todo fue muy difícil. No sabes lo que tardé en recuperar esta máquina que nos regalaron tus padres el día de nuestra boda.

Carmen Romeo Pemán

Imagen principal. Una postal antigua.

El nombre del olvido

A mis pacientes y a sus familias.
Y a mi padre, que me enseñó a amarlos como personas
antes que a verlos como enfermos.

–¡Mamá! ¿Otra vez? –le grita Maribel. Las ganas de llorar y la impotencia la invaden cuando sorprende a su madre con el teléfono pegado a la oreja.

Juana mira a su hija, aprieta los labios y agacha la cabeza. Baja la mano despacio y deja que Maribel le quite el auricular sin ofrecer resistencia. Al otro lado del hilo se ha repetido el mensaje de siempre, aunque Juana no se acuerde de un día a otro: “El número marcado no existe”. Y luego, también como siempre, solo silencio.

Juana se sabe ese número de memoria. Los lunes, miércoles y viernes Andrés, su novio, la llama por teléfono, pero los martes, jueves y sábados es ella la que le telefonea. Los domingos no hace falta. Es el día que se ven y pasean del brazo por la plaza del pueblo. Él camina muy erguido y ella taconea con fuerza. Al fin y al cabo, Andrés ya ha hablado con sus padres y se casarán en verano.

Maribel se muerde el labio. No quería hablarle así a su madre, pero está cansada. No se ha sentado en toda la mañana y ha discutido otra vez con sus hermanos. Vale, ella está soltera y es la única que todavía vive en la casa familiar, pero no le parece justo que toda la tarea recaiga sobre sus hombros. Cuelga el auricular y le acaricia la mejilla.

–¡Ea, vamos! Que, aunque el médico suele llevar retraso, como se nos escape el autobús llegaremos tarde. –Eso último lo dice más para ella. No espera respuesta.

Echa sobre los hombros de su madre una toquilla tan antigua como el teléfono, como los muebles del salón, heredados de los abuelos, como los techos altos de la casa, impensables en cualquier piso moderno. Maribel, a sus cuarenta años no recuerda que su madre haya querido mover ni siquiera un cuadro de la pared. Un novio que tuvo le preguntó una vez cómo era capaz de vivir en un museo, y a ella le dio vergüenza contestarle. Aunque sabe que su madre necesita estar entre sus cosas para sentirse feliz, después de aquello pensó proponerle algún cambio en la decoración. Pero el momento quedó atrás y ahora ni se le pasa por la cabeza.

En la consulta, el doctor les estrecha la mano y empieza a hablar con Maribel como si Juana no estuviera delante. De todos modos, la anciana también lo ignora. Está mirando a la enfermera con su bata blanca mientras se pregunta qué hace ahí esa lagartona en lugar de estar despachando en la tienda de ultramarinos del pueblo. Sabe que tiene los ojos puestos en Andrés, pero su hombre es cabal. Más le vale a esa tipa no hacerse ilusiones, piensa Juana, porque yo seré la que esté junto a Andrés, de blanco delante del altar mayor, el día de la Virgen de Agosto cuando el cura nos eche las bendiciones.

El médico ha cogido unos papeles del cajón, y se los enseña a Maribel, aunque la pobre está más pendiente de la cara del doctor que de sus palabras. Juana, ajena a la conversación, se cansa de mirar a la enfermera y sus ojos se posan sobre el folio que hay encima de todos. De soltera fue maestra, y lee bien al revés. Y entonces la realidad llega en forma de un puñetazo de papel con la dureza del pedernal. La mano de Juana tiembla y busca el brazo de su hija. Maribel y el médico la miran a la vez, ven sus ojos fijos en el folio, y cruzan una mirada. Un segundo después, como niños cogidos en falta, hablan a la par.

–¿Se encuentra bien, Juana?

–¿Mamá? ¿Te pasa algo, mamá?

La anciana nota la boca seca y no responde. La enfermera no habla, pero se acerca y le pone una mano en el hombro. Juana, anclada al brazo de su hija, le dirige una sonrisa desdentada como desagravio por haber pensado que era la pelandusca de la tienda.

–¿Me dice dónde está el servicio, por favor? –Su voz suena cascada.

–Claro, señora. Acompáñeme.

Juana se levanta y camina hasta el baño del brazo de la enfermera. Cuando llegan a la puerta, le habla en tono más firme:

–Puedo volver sola, gracias.

La enfermera vacila, pero acaba por darse la vuelta. Juana entra, cierra con el pestillo y se sienta sobre el váter sin levantar la tapa. Se arrebuja en la toquilla y abre mucho los ojos cuando ve su imagen reflejada en un espejo. Es ella y no lo es. Levanta la mano derecha y su doble en el cristal hace lo mismo con la izquierda para atrapar un mechón de pelo. Al doblar el cuello para mirarlo de cerca comprueba que ya no es como el ala de un cuervo. Entre sus dedos se entrelazan hilos de ceniza y nieve.

Entonces mira de nuevo al espejo y, en un instante de lucidez, sonríe al reconocerse. Su reflejo le devuelve todo lo que ha perdido y piensa que sus cabellos grises son los archivos del pasado, que cada cana guarda una historia, cada arruga el recuerdo de una risa o de una herida. La memoria le duele, pero el dolor dura poco. Solo lo que tarda en regresar el olvido. Quizá mañana Andrés conteste cuando lo llame por teléfono. Aunque tendrá que esperar a que Maribel salga de casa.

En el despacho, el médico rodea la mesa y apoya la mano sobre el hombro de Maribel, que parpadea y traga saliva. Piensa que tendrá que hablar con sus hermanos y suspira. Le vienen a la mente los cuentos que su madre les contaba antes de dormir.

Nunca pensó que ponerle un nombre al olvido pudiera doler tanto. Pero duele.

Adela Castañón

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Imágenes cabecera y cierre: Gerd Altmann en Pixabay

 

Las flores de mamá

Papá se marchó en invierno. Ahora es primavera y mamá se ha vuelto más cuidadosa desde que estamos solos. Ya no se cae tantas veces por la escalera. Tampoco llora casi, y le he preguntado por qué:

–Mami, ¿por qué antes llorabas y ahora no?

–Pues…

Mamá es un poco despistada y se ha quedado pensando, así que le he ayudado.

–¿Es que te daban alergia las flores que te regalaba papá? –Antes de irse, papá traía muchas veces ramos de rosas blancas para mamá.

–¡Qué niño tan listo tengo! –A mamá le han empezado a brillar los ojos, pero ya no hay flores y no ha llorado–. Lo has adivinado, Ángel.

Me ha dado un abrazo, y por poco me estruja. Menos mal que han llamado a la puerta y me ha soltado para abrir. Es mi tita Loli. Antes no venía por casa, pero ahora se pasa muchas veces y le pregunta a mamá que cómo estamos. A mí me divierte porque es otra despistada. Estamos muy bien. ¡Si ya hace meses que mamá no tropieza con los muebles!

***

Todos dicen que he dado un estirón y que ahora, con las vacaciones de verano, seguro que crezco más. Mamá tiene mucho trabajo y he estado quince días en casa de la tita Loli. Me lo he pasado muy bien y cuando he vuelto a mi casa mamá y la tita se han peleado por algo. Espero que hagan pronto las paces, porque no quiero que sea como cuando papá estaba en casa, que la tita no venía, y yo la echaba de menos. De todos modos ya mismo empieza otra vez el cole y volveré a ver a mis amigos.

***

Cada vez que llaman a la puerta voy corriendo a abrir por si es mi tita, pero ha dejado de venir a visitarnos. Casi siempre es Juan, un amigo de mamá. Ya estamos en otoño, hace unos días empezó el colegio, y Juan viene algunas veces con ella cuando me recoge al salir de clase. Y la otra noche me levanté porque estaba lloviendo y me entraron ganas de hacer pis, y creo que a Juan se le olvidó su paraguas, porque lo vi dormido en el cuarto de mamá. Seguro que ella lo invitó a quedarse a dormir para que no se mojara. La cama de mamá es más grande que la mía, y ahí caben los dos, como cuando estaba papá.

***

Mamá empieza a tener otra vez alergia. De vez en cuando le veo la punta de la nariz muy roja y los ojos brillosos. Y a lo mejor no ve bien, porque creo que anoche chocó otra vez con la puerta del baño. También tiene a veces la cara muy sonrosada, aunque otras veces le salen manchas amarillas o moradas.

El otro día pasó una cosa curiosa. Juan, que ahora vive con nosotros y tiene llave de la casa, entró sin hacer ruido en la cocina.

–¡Sorpresa!

Mamá y yo nos dimos la vuelta. Ella estaba preparando un asado y tenía la cara roja porque acababa de abrir el horno. Y cuando vio el ramo de rosas blancas que traía Juan, se puso de golpe igual de blanca que las flores, aunque sonrió enseñando todos los dientes. No sé cómo hace mamá para que su cara tenga tantos colores diferentes. Igual se lo pregunto un día de estos.

***

Hoy he tenido una sorpresa a la hora del recreo. Me ha llamado mi profe para que fuera al despacho del director, y allí estaba la tita Loli con dos policías muy simpáticos que me han estado preguntando muchas cosas. Yo quería volver al recreo para presumir delante de mis amigos, pero no me han dejado acabar la clase. Me he ido con la tita a su casa, y ella me ha dejado con el tito y se ha marchado con los policías.

He pasado varios días en la casa de mi tita. El tito y ella hablan mucho conmigo. Me han dicho que mamá ha tenido un accidente y que hoy vamos a ir a verla al hospital. Yo les he contado que otra vez vuelve a despistarse bastante y que cuando está sola se cae cada dos por tres, y los titos se han mirado a la cara muy serios. La tita también debe tener algo de alergia, porque los ojos le han empezado a lagrimear. Me han dicho que no me asuste cuando vea a mamá, y les he prometido que seré valiente. He cogido el abrigo, porque estamos en invierno y hace frío, y hemos ido al hospital.

Mamá estaba en una cama. Tenía la cara y el cuello con más colorines que nunca. Cuando he entrado en la habitación ha abierto los brazos y yo he ido corriendo a darle un achuchón.

–Dentro de dos días me dejarán volver a casa, Ángel. ¡Te quiero mucho, mi niño! Ya verás que navidades más buenas vamos a pasar.

***

Creo que la tita Loli ha encontrado trabajo porque ya no viene a casa casi nunca. Aunque ha empezado el cole, la echo de menos. Y supongo que mamá también se siente un poco sola y por eso ahora viene algunas veces a casa con un amigo nuevo.

Tengo ganas de que la tita Loli pueda venir un día, porque mamá siempre se vuelve distraída cuando no estamos los dos solos y quiero preguntarle a la tita como podemos ayudarla para que no se lastime cada dos por tres.  El amigo nuevo me caía bien al principio, pero ayer le regaló flores a mamá y ya no me parece tan simpático.

Le he dicho a mamá que le cuente que las flores le dan alergia, pero ella me ha dicho que me quede calladito. Como soy bueno le haré caso, pero ojalá la tita venga pronto. Porque cuando a mamá le entra la alergia, yo siempre acabo muy triste. Como en invierno.

Adela Castañón

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Sospecha

Mi error fue agacharme a mirar por el ojo de la cerradura. Sentía tanta curiosidad que bajé la guardia un segundo. Entonces, por la espalda, alguien me inmovilizó con una mano y me amordazó tan fuerte con la otra que me clavé los dientes en los labios. Intenté girar el cuerpo para defenderme, pero solo conseguí que mi codo golpeara la puerta con estrépito. El movimiento fue tan brusco que mi captor y yo perdimos el equilibrio. Caímos al suelo y ocurrieron varias cosas a la vez: la puerta empezó a abrirse, mi asaltante aprovechó el peso de su cuerpo sobre el mío para mantenerme inmóvil, se sentó sobre mi espalda, aprisionó mis brazos con sus piernas y me tapó los ojos con la mano que le había quedado libre. Intenté patearle la espalda, pero mis talones no alcanzaron a golpearle.

–¡No hable!

Pensé que el tipo se dirigía a mí, pero al escuchar las siguientes palabras comprendí que se lo debía de estar diciendo a quien hubiera abierto la puerta. Siguió hablando:

–Tranquilo. No ha podido ver nada. Ayúdeme a meterla dentro, pero antes traiga algo con que taparle los ojos.

Volví a retorcerme a sabiendas de que no serviría de nada. Si no había podido defenderme de uno, dos se convertían en misión imposible. Pero el miedo no me dejaba pensar. Un trapo sustituyó a la mano que tapaba mis ojos y me ataron las muñecas y los tobillos con algo más grueso que una cuerda, un tela rugosa y gruesa, un poco húmeda. Probablemente era una toalla que habrían cogido del baño. Me agarraron de los brazos y de las piernas y me levantaron del suelo. Traté de revolverme, pero fue inútil.

–¡Estese quieta de una vez! –Era la misma voz de antes–. No queremos hacerle daño, pero si sigue así se lastimará usted sola.

Me dejaron con suavidad encima de algo blando, creo que era un sofá, porque el lado derecho de mi cuerpo y mi espalda estaban en contacto con una superficie mullida.

–¡Socorroooo! –grité.

Escuché el sonido de una puerta que se cerraba y volví a gritar, aunque sabía que era en vano. Había seguido a mi marido hasta allí de una forma temeraria, con la única guía de las luces traseras de su coche mientras las del mío las mantenía apagadas. No sé cómo no me había salido de aquel camino sin asfaltar que parecía la ruta a ninguna parte. Y mis sospechas aumentaron cuando vi que aparcaba delante de un caserón con pinta de estar abandonado en el centro de kilómetros y kilómetros de campo solitario. Por eso esperé a que entrara, y por eso me acerqué a espiar con tan mala fortuna. Podía gritar todo lo que quisiera, pero estaba claro que nadie me escucharía.

Oí que la puerta se abría. Me amordazaron, volvieron a cogerme como si fuera un saco y me metieron en el asiento trasero de un coche. Escuché el click que bloqueaba las cerraduras de las puertas y empecé a llorar y a rezar en silencio. No supe calcular cuánto tiempo duró el trayecto. Cuando el coche se detuvo noté que liberaban mis tobillos. Escuché la misma voz.

–Ahora va a caminar conmigo y no le pasará nada, ¿de acuerdo?

El tono amigable me hizo asentir y, además, no se me ocurrió ninguna otra opción. Una mano me guio con suavidad cogiéndome del codo. Escuché abrirse una cerradura, dimos unos pocos pasos y me sentaron en una silla.

–Voy a aflojar los nudos de las muñecas, ¿vale? Espere un minuto para soltarse. Voy a salir de aquí caminando hacia atrás, de modo que si intenta quitarse la venda de los ojos antes de que me vaya me daré cuenta.

Asentí, aunque no pensaba desviarme ni un milímetro de sus instrucciones. No entendía nada. Conté hasta cien, por si acaso sesenta no era suficiente, y liberé mis manos con facilidad. Levanté la tela que me cubría los ojos y no di crédito a lo que veía. Estaba en el salón de mi casa, sentada en una de las sillas del comedor. Esperé hasta que las piernas dejaron de parecer gelatina y me puse de pie. Caminé como una convaleciente hasta la puerta de la calle y me asomé a la mirilla sin atreverme a abrirla. No había nadie en el porche. A punto de retirarme, algo me llamó la atención. Volví a mirar y mi sorpresa fue en aumento. ¡Mi coche estaba aparcado en la puerta! Comprendí que me habían traído en él, aunque el miedo y mi ceguera no me dejaron darme cuenta. Eché un vistazo a mi alrededor. En el mueble de la entrada reposaban mis llaves; seguramente se me habrían caído durante los forcejeos y el hombre misterioso las habría recuperado. Un vehículo se detuvo y aparcó detrás del mío. Me eché hacia atrás aterrorizada, aunque desde la calle no podían verme. Atisbé por una cortina. Vi bajar a mi marido de su coche y caminé de espaldas hasta tantear el sofá. Me dejé caer en él sin quitar los ojos de la puerta.

–Hola, Elena.

Aurelio encendió la luz. Parpadeé sin saber qué hacer o qué decir.

–Tenías razón, ¿sabes? –Me miró como se mira a una desconocida–. Tu intuición femenina, al final, tenía razón.

–¿Por…? –Tosí. Me costaba trabajo hablar–. ¿Por qué dices eso?

–Porque es verdad que nuestra relación lleva tiempo entre dos aguas, Elena. Hoy lo he visto claro.

Mi mente giraba como una noria sin control. ¿Qué sabía Aurelio? Era evidente que el otro hombre del caserón debía de haber sido él. Y, si lo era, ¿qué significaba todo esto? Pareció que me leía el pensamiento.

–Ya había notado que llevabas tiempo desconfiando de mí. Hasta ahí, llego. Miré en tu bolso y encontré la tarjeta del detective.

Guardé silencio. No supe qué responder. Miles de posibilidades irrumpieron en mi mente como las sucesivas olas de un temporal. Aurelio siguió hablando.

–No creí que llegarías a ese punto, y decidí pagarte con la misma moneda. Llamé a tu detective y te gané por la mano. Lo contraté antes de que tú te pusieras en contacto con él, y le dije que seguramente lo llamarías. Lo único que tenía que hacer era no contarte nada de nuestro trato y mantenerte vigilada.

Por los ojos de Aurelio pasó la sombra del sentimiento que un día compartimos. Duró tan poco que pensé que había sido un espejismo fruto de mi imaginación.

–Te estaba preparando una fiesta sorpresa para tu cumpleaños, ¿sabes? Así que te siguió cuando decidiste espiarme y… –Aurelio suspiró–. ¿Quieres que siga…?

Callé. Intenté tragar saliva, pero tenía la boca seca.

Mis miedos tocaron fondo. “Igual que mi matrimonio”, fue lo último que pensé.

Adela Castañón

Imagen: Tomada de Internet

Estrella

Diana y yo éramos amigos desde que nacimos. Nuestros padres veraneaban en el mismo pueblo y en verano nos gustaba echar carreras en la playa. Diana tenía algo en la pierna izquierda y, a pesar de eso, solía ganarme casi siempre. A mí no me importaba, aunque fuera una chica, porque era un poco mayor que yo. Además, teníamos una norma: el primero que se encontrara algo en la arena tenía que inventarse una historia y las suyas eran mucho mejores que las mías. Durante muchos años seguimos con el mismo juego, sin cansarnos nunca. Pero cuando pasó lo de la estrella todo cambió y el mundo se volvió un lugar diferente.

Ese día hacía mucho viento y el ruido del mar se oía desde nuestras casas. Nos habíamos escapado como los ladrones, casi de puntillas por miedo a que nuestros padres no nos dejaran salir por el mal tiempo. Al llegar a la playa, Diana me sacó ventaja, como siempre. De pronto frenó en seco. Tanto que cayó de rodillas en la arena, creo que sobre la pierna mala, porque se quedó muy quieta. Cuando llegué me daba la espalda y sujetaba algo en las manos.

–¿Qué has encontrado, Diana?

No me contestó y me puse delante de ella. Tenía la boca y los ojos muy abiertos, como si no le entrara aire en el pecho a pesar del vendaval. Levantó las manos con las palmas hacia arriba y entonces la vi.

–¡Anda! ¡Una estrella de mar! –Hice ademán de cogerla. Diana retiró las manos de golpe.

–¡No!

Me quedé quieto al escuchar el grito de Diana. Y me mosqueé.

–¿Qué pasa? ¿Por qué no puedo cogerla?

–Mira. –Diana volvió a acercar sus manos a mi cara muy despacio. Sus ojos grises se clavaron en los míos. Después de las historias, los ojos eran lo que más me gustaba de Diana.

–¡Ostras! ¡Se mueve!

–Está viva. –Mi amiga seguía de rodillas. Al lado de la rodilla izquierda vi una piedra con sangre. Diana siguió hablando para sí misma y dejó de mirarme–. Pobrecita. Seguro que eres una princesa errante en busca de tu príncipe. Y algún mago malvado o una bruja celosa habrá invocado al vendaval para que te arrastre hasta aquí.

–¡Guau! Esa historia sí que es buena ¿Y qué más?

–¡No te enteras!

–¿Qué?

Decididamente Diana estaba rara. No le gustaba dejar una historia a medias y tampoco me había contestado así antes. Suspiró, siguió con los ojos fijos en la estrella y luego me miró con cara de persona mayor. Era una cara que no le había visto nunca hasta ese verano. Aunque era la misma Diana de siempre, le había dado por leer novelitas tontas y aburridas y, a veces, cuando iba a recogerla, la encontraba con la vista fija en un libro y con la misma expresión que ahora. Pensé que no me había escuchado y, cuando iba a preguntarle otra vez, me contestó:

–Tenemos que hacer algo, Ignacio. Está viva. Pero viva de verdad. ¡Necesita ayuda!

–¿Y qué hacemos? ¿Nos la llevamos?

–No, bobo –contestó. Torció la cabeza y sonrió–. Vamos a devolverla.

–¿Devolverla? ¿Adónde?

–A su casa.

Diana se puso de pie. La rodilla le sangraba y sostenía la estrella con las dos manos. Echó a andar hacia la orilla. Yo la seguí, pero me paré cuando una ola enorme casi me moja las deportivas.

–¡Déjala ahí!

Diana volvió la cara para hablarme, pero casi no la oía por el ruido de las olas y del viento.

–No es bastante. Volvería a quedarse encallada en la arena.

Le dije que no avanzara más, pero no me hizo caso. Dio algunos pasos, y de pronto vi que estaba casi en el rompeolas.

–¡Diana! ¡Dianaaaa! –grité con todas mis fuerzas–, ¡vuelve! ¡Te juro que como me dejes solo no te vuelvo a hablar en la vida!

–¡Espera un momento! –me contestó.

Avancé hasta que el agua me llegó a las rodillas. Estaba tan asustado que ni siquiera me acordé de descalzarme. Entre los muslos noté que me corría algo caliente aunque el agua estaba helada. Veía que Diana se acercaba y se alejaba a la velocidad de un tiovivo. Una ola casi me la echó encima. Intenté cogerle la mano, pero otra ola se la llevó antes de que pudiera agarrarla. Diana se zambulló entonces y desapareció entre las olas. Era buena nadadora y pensé que volvería en seguida, pero no lo hizo.

Esperé en la orilla con sal en el cuerpo y sal en mi cara. Esperé con frío en la piel y con hielo dentro de mi cuerpo. Esperé hasta que llegaron mis padres y los de Diana, y más gente del pueblo. Seguí esperando en mi casa, abrazado a mi madre embarazada y notando en mi cara las patadas del bebé. Tenía la tripa tan grande que no logré juntar mis manos en su espalda.

Aunque hice lo que Diana me había pedido, mi espera no sirvió de nada y convertí mi enfado en silencio. Me llevaron al pediatra. Y a más médicos. No sé para qué, porque no se daban cuenta de que lo único que me pasaba era que Diana no estaba. Y todos hacían lo que yo quería sin necesidad de que hablara. Papá, por ejemplo, empezó a venir conmigo a dar paseos por la playa, aunque siempre me llevaba de la mano y no corríamos. Caminábamos, pero lejos de la orilla.

Durante uno de los paseos encontramos una estrella. Y todo volvió a cambiar. Me solté de la mano y di una carrera pequeña para cogerla, pero estaba vacía. Yo sabía que las estrellas tienen el esqueleto por fuera, y esta era solo un esqueleto. Y cuando iba a tirarla sonó el móvil de papá. Habló un poco y de pronto me agarró de la mano y echamos a correr hacia casa. Me sorprendí tanto que ni siquiera me di cuenta de que me había llevado la estrella conmigo.

Llegamos a casa, subimos al coche y fuimos al hospital. Mamá estaba en una cama, y en brazos tenía al bebé. Sonreía.

–Mira, Ignacio. Es una niña. Y es preciosa. Hijo… –Mamá no dejó de sonreír, pero por su cara empezaron a rodar un montón de lágrimas–. ¿No quieres decirle nada a tu hermanita? ¿Ni a mí? Cariño… te echo de menos.

El bebé dio unos grititos. Me acerqué por curiosidad, y entonces abrió los ojos. Eran grises. Enormes. Hermosos. Miré a mamá. Perdoné a Diana. Sonreí también.

–Quiero que se llame Estrella.

Adela Castañón

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Imágenes: Pixabay, Unsplash

Arrepentimiento

Marcos extiende la mano y busca a tientas el móvil en la mesilla. Desliza el dedo para desbloquearlo y, una noche más, los números luminosos se burlan de su insomnio. Son las 02:45. La enfermera ha dejado abierta la puerta de su habitación sin que él lo haya pedido. Lleva tres meses ingresado y todos los turnos conocen sus hábitos.

El pasillo del hospital, visible desde su cama, es un borrón negro roto solo por la luminiscencia verdosa de los monitores del control de oncología, siempre vigilantes. De noche, la única compañía de Marcos es el cadáver de un mosquito aplastado en la esquina superior derecha de la ventana. Piensa que los dos tienen algo en común: no volverán a estar al otro lado del cristal. Marcos hace apuestas consigo mismo sobre cuántos días tardará la auxiliar en limpiar el vidrio incluyendo las esquinas.

Ha creído que esta noche lograría dormir. Sabe que ayer, cuando pudo hablar a solas con Eloísa, la convenció por fin. Ella no ha accedido todavía, pero Marcos conoce la arruga que se le forma en la frente cuando se enfrenta a un conflicto. Sabe que cuando duda se muerde el labio inferior y que entrelaza los dedos cuando toma una decisión. Y anoche, cuando dejó de llorar, los entrelazó. Marcos besa en el móvil la imagen de su chica y rememora la conversación:

–No puedo hacerlo sin ti, preciosa. –Eloísa clavó entonces las uñas en el sillón, y él rectificó–. No sin tu ayuda. Solo tienes que traerme la insulina, nada más. Yo haré el resto.

En ese momento empezó el llanto. Su novia se puso de pie y descorrió las cortinas, aunque era noche cerrada. Arregló las flores que le regalan a Marcos casi a diario y que ahora dejan en una bandeja auxiliar a los pies de la cama. Al principio las colocaban en la mesilla, pero Marcos duerme de lado y no le gusta verlas porque al pasar del sueño a la vigilia cree que está en un jardín. Y al tomar contacto con la realidad le golpea un olor a crisantemos, aunque en el jarrón haya rosas.

La puerta abierta y las flores lejos son rituales que las enfermeras conocen y respetan. Y a Marcos le consuela que el aroma a cementerio huya hacia el pasillo. Es como si pudiera mantener a raya su cita con la muerte hasta que él fije el día y la hora del encuentro. Pero necesita la ayuda de Eloísa. Por eso anoche agotó todos sus argumentos hasta que la convenció. Está cansado. Tiene tanto miedo de la quimio que se escuda en que solo es algo paliativo que, más que la vida, le prolongará la agonía.

Su cáncer es un animal noctámbulo. Elige las horas de la madrugada para cebarse con él mientras alterna una mezcolanza de gases y eructos con los bocados que le van carcomiendo las tripas y la vida. Por eso no quiere compañía de noche. Lo suyo con el monstruo que lo devora es una relación de pareja en la que un tercero como testigo no haría sino estorbar.

Marcos suelta el móvil en la mesilla y cree que lo ha dejado en vibración. El aparato inicia un baile hasta el borde y en dos segundos cae al suelo. Marcos maldice en voz baja aunque está solo. Cuando levanta la mano para pulsar el timbre de llamada, su cama vibra igual que vibraba el móvil un instante antes. Se agarra con las dos manos a los barrotes de la cabecera. El jarrón de los pies de la cama se une al baile y desaparece de su vista cuando cae al suelo. Marcos no oye el ruido que hace al romperse porque un rugido que nace del exterior, del pasillo, de su cama, de sus tripas, ahoga cualquier otro sonido.

Al día siguiente las noticias dirán que la intensidad del terremoto ha sido de 6.9 en la escala de Richter.

No sabe cuánto tiempo ha durado ese viaje a lomos del miedo. Al cabo de varias horas, o de minutos, la enfermera entra y suspira al verlo. Lleva la cofia torcida y le da un vistazo rápido a la habitación. Ignora el jarrón roto y las flores desparramadas. Hay cosas más prioritarias como atender a los heridos.

–¿Se encuentra bien? ¿Necesita algo urgente?

Marcos nunca la ha visto tan desaliñada. Con una lucidez desconocida adivina los pensamientos de la enfermera al ver que aprieta los labios y arruga el ceño. Debe de pensar que es injusto, que hay heridos o muertos que no estaban desahuciados como él. Entonces tiene una epifanía y solo es capaz de responderle a la enfermera con una risa histérica que se transforma en un llanto incontenible. Ella cree que es una reacción normal tras el susto del seísmo. Marcos señala al móvil y la enfermera lo recoge y se lo entrega antes de salir para continuar la ronda.

Busca el nombre de Eloísa en marcación rápida y antes de pulsarlo ve una llamada entrante. Es ella.

–¡Marcos! ¡Gracias a Dios! ¿Estás bien?

–Sí, sí. ¿Y tú? ¿Cómo estás tú?

–Bien, amor. El temblor me pilló por la escalera, pero solo me he torcido un tobillo.

Eloísa no le cuenta que el ascensor se ha descolgado y hay dos vecinos muy graves. Ya habrá tiempo de contárselo. De pronto recuerda la petición de Marcos y se echa a llorar. Puede que no, que no haya tiempo. Marcos aferra el teléfono con fuerza.

–Elo, no me traigas nada.

–¿Qué…?

–Mañana. No traigas nada. Olvida lo de anoche.

Marcos recuerda la melena pelirroja de su novia, sus pecas, las ojeras que últimamente luce como único maquillaje. No quiere dejar de ver todo eso. No quiere poner fechas.

Eloísa, a seis calles de distancia, alza los ojos al cielo lleno de humo y polvo en una muda acción de gracias. Oye a Marcos como si lo tuviese a su lado:

–Quiero seguir aquí contigo, amor.

Adela Castañón

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Foto cabecera: Brandon Holmes en Unsplash

Foto final: Pixabay

Historia de un deseo

Emilia ni siquiera soñaba con ser escritora. Se conformaba con escribir cosas sueltas a escondidas. Cosas que compartía con amigos imaginarios en su otra vida, en la que vivía por las noches cuando estaba en la cama con los ojos cerrados y la imaginación abierta.

De día trabajaba con Paco en el restaurante del que eran dueños. Y por las noches, cuando lograba acostarse sin despertar a su marido, se quedaba muy quieta, apretaba los párpados y se convertía en otra mujer.

Cuando abrieron el restaurante, Emilia aportó el dinero y Paco el cerebro y la autoridad. Sus padres y su marido le dijeron que no necesitaba seguir estudiando después de la boda y ella aceptó, aunque hubiera querido terminar la carrera. Pero se consoló al pensar que, con Paco al frente del negocio, tendría más tiempo para escribir.

De soltera, la benevolente compasión de su familia le paralizaba los dedos cada vez que intentaba dar vida a un relato. Todavía se mordía el labio inferior cuando recordaba el día que les leyó un borrador. Su padre le acarició la mejilla y le dijo:

—Nenita, creo que las únicas letras que puedes digerir son las de los sobres de sopita de letras.

Y una de sus hermanas, llorando de risa, puso otro clavo en el ataúd de sus ilusiones:

—Papi, no le digas eso a Emi. Que seguro que también puede con las sopas de letras de los pasatiempos del periódico.

El resto de su familia ni siquiera se dignó enriquecer la tertulia con sus comentarios. Y Emilia no supo qué le dolió más, si los consejos de unos, que decían que eran por su bien, o la indiferencia de los otros.

Cuando se casó con Paco disfrutó de la boda, pero no fue lo que más ilusión le hizo. Agradeció todos los regalos, más por cortesía que por verdadera emoción. Organizó la decoración, se ocupó de las invitaciones, del banquete y de lo que hizo falta. Pero todo eso no eran más que trámites previos, baldosas amarillas que alfombraban su camino hacia Oz. Porque durante su noviazgo había compartido con Paco su pasión por escribir. Y él la besaba y le decía a todo que sí.

Al regreso del viaje de novios le enseñó un relato sobre ellos dos. Y, cuando Paco le acarició la mejilla, quiso taparse los oídos. Pero no lo hizo y no pudo evitar escucharlo:

—No está mal, nena. Es bonito. Pero ahora eres una mujer casada y no deberías perder el tiempo en niñerías.

Emilia hizo como que lo obedecía. No dejó de escribir, pero no se le ocurrió volver a compartir nada más allá de la lista de la compra o de las cartas de menú del restaurante.

El negocio progresó, la familia creció y llegaron los hijos. Y Emilia seguía escribiendo a escondidas en la cárcel de sus días, y soñando con los ojos cerrados y con la imaginación abierta en la libertad de sus noches.

Y un domingo, a la hora de los postres, su hija pequeña se puso de pie. Les leyó un trabajo escolar con el que había ganado un premio en el colegio y les dijo que, de mayor, quería ser escritora. Emilia creyó que le había puesto al bizcocho sal en lugar de azúcar cuando notó un sabor extraño en los labios sin comprender que era el orgullo materno que le chorreaba por los ojos. Y también creyó que la harina del bizcocho se le había atascado en la garganta cuando escuchó a Paco que le decía a María del Mar que esas bobadas no daban de comer a nadie.

Esa noche Emilia entró en el cuarto de su hija y se sentó en el borde de la cama dispuesta a consolarla. Nunca le importó ser una gatita para Paco, pero, tratándose de las ilusiones de su pequeña, estaba dispuesta a convertirse en una leona. Se agachó y vio que María del Mar tenía los ojos cerrados, pero la traicionaban los hoyuelos que se le formaban cuando se hacía la dormida.

—¿Duermes, mi niña?

—Ya sabes que no, mami.

A Emilia le sorprendió el tamaño de la sonrisa de María del Mar. Se acercó más a su rostro y no encontró las lágrimas que esperaba.

—¿No estás triste por lo que te ha dicho papá?

—¿Yo? —La niña le echó los brazos al cuello—. ¡Qué va! ¿Por qué?

—Pues…

Emilia calló. María del Mar le acarició la mejilla, y ella estuvo a punto de decirle que no lo hiciera. Pero como la caricia venía de su niña, le hizo sitio en su corazón y se dispuso a escuchar las palabras que vendrían detrás.

—Mami, puede que papá tenga razón. Pero escribir no es una bobada. Si me diera para comer, maravilloso. Pero si quiero hacerlo es porque amo la escritura. —Maria del Mar le hizo un guiño a su madre—. El pobre papi no tiene ni idea de lo que se pierde y, además, no me va a frenar. Seguro que, si te lo hubiera dicho a ti, tampoco le habrías hecho caso.

Al día siguiente Emilia le enseñó a su hija tres cajas de zapatos y dos sombrereras llenas con todo lo que había escrito a lo largo de su vida.

Y una semana después, Emilia y María del Mar se apuntaron a un curso de escritura en el que este podría ser el ejercicio de María del Mar, y el de Emilia… bueno, el de Emilia podría ser otra historia.

Adela Castañón

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Fotos: Aaron Burden on UnsplashJohn-Mark Smith on Unsplash