Los cuentos de la luna

Ríete, niño, que te traigo la luna cuando es preciso.
Miguel Hernández

Desde su cama del hospital el pequeño se conforma con el brillo que queda atrapado en la pared de su habitación. Sabe que, por la noche, la luna le envía un manto de plata, tan tenue que el ojo humano no puede apreciarlo. Pero los ojos del niño son diferentes. Ojos sabios, con mirada de eternidad. Ojos que saben que van a vivir toda una vida en cinco años, seis a lo sumo, si la quimio funciona en esta última intentona. Y ese vivir acelerado dota a sus pupilas de una percepción que va más allá de los sentidos.

Por eso el niño, desde su cama, ve todas las noches un trocito de la luna en la pared de su habitación. Y se enamora de ella. Aunque no sepa que lo que siente se llama amor, porque sus cinco años no manejan todavía esos términos del diccionario. Si pudiera llegar a adulto, lo sabría. Pero el amor y la muerte tampoco entienden de calendarios.

La madre, día tras día y noche tras noche, le da medicinas que ningún médico ha prescrito. Enjuga con sus besos el sudor frío que las drogas hacen nacer en la frente de su pequeño. Deja un reguero de mariposas en forma de caricias que se van posando en esas venas castigadas, venas de soldado veterano que sabe que está perdiendo su última batalla. Rastrilla con sus dedos el cráneo de su ángel, que antes era un mar de trigo rubio con tacto de seda y ahora es un erial reseco. Arropa una piel, frágil como un papel de fumar, que deja adivinar bajo ella ríos azules por los que viajan veloces microscópicas partículas, mensajeras de la muerte.

Y la mejor medicina de su madre, la que él prefiere, es la anestesia. La que noche tras noche pone en fuga al dolor. Llega como la lluvia, en forma de una voz que va desgranando en sus oídos historias dulces como la miel, cálidas como el sol en una mañana de verano, perfumadas como el algodón que le compraron en la última feria. La música de los cuentos le recuerda el eco de su risa y la de su madre cada vez que jugaban en el campo a tirarse en la hierba para hacerse cosquillas. La madre habla y habla, noche tras noche. Entra en la habitación, cuelga la rebeca en la percha que hay detrás de la puerta, y recoge las historias que teje hora a hora durante su espera. De día, la madre permanece muda. Pero por la noche las palabras escapan desde su alma hasta su boca, para llevarle a su pequeño los cuentos de la luna.

Y así miden el tiempo. En hojas de los árboles que cambian de color. En hojas de almanaque que van cayendo al suelo.

Una tarde el enfermo recibe una visita. Dos o tres compañeros de su clase llegan con la maestra. Es una chica joven. Lleva un ramo de flores y la madre, confusa, se queda con él entre las manos, sin saber qué hacer. El pequeño la observa y le sonríe. Se miran y se hablan sin hablar. Los dos piensan lo mismo: esas flores, mensajeras de un futuro de luto, llegan antes de tiempo. Son una avanzadilla del ejército que, meses o semanas después, acudirá con retraso a la batalla final. A esa última batalla, perdida de antemano. La que se librará, cuando sea tarde, sobre la tierra gris de un camposanto sembrado de lápidas torcidas en memoria de los que ya lucharon y perdieron.

Cuando por fin se marchan, la madre se levanta de la silla. Coge el ramo de flores, que le quema en los dedos, y se lo lleva fuera. Cuando regresa, trae las manos vacías y la boca rebosante de historias. Se sienta en el sillón y lo acerca a la cama para hablarle a su hijo.

–¿Qué te apetece, vida mía? ¿Qué quieres que te traiga?

El niño le sonríe y la sonrisa hace brotar una minúscula gota de sangre de sus labios resecos.

–Ahora no quiero nada, mamá. –Mirando a la pared, suspira. Y el suspiro suena a felicidad–. Ya tengo lo que quiero. Mira. –Los dos comparten el secreto de la luz de la luna en la pared–. Nuestro trozo de luna, el de todas las noches. Ese es nuestro regalo, tuyo y mío.

Rayos de plata entran por la ventana. El niño hace una pausa, y luego sigue hablando.

–Ahora no quiero nada. Pero cuando me muera…

La madre abre la boca, pero no puede hablar. Su voz, horrorizada, ha huido por la ventana a lomos de los rayos.

–Mamá, cuando me muera, conseguiré la luna. Quiero tenerla entera, y no solo un trocito.

***

No ha pasado ni un mes desde esa charla cuando se cierra el libro de una vida. La vida de su niño. Por fin se han ido todos. “Por fin”, piensa la madre, “podré cerrar los ojos”. Es la primera noche de una serie de noches en las que ya no harán más falta sus historias. Sale del cuarto de su hijo, ese cuarto que lleva tanto tiempo con eco, a falta de la risa del diablillo travieso que dormía entre sus cuatro paredes tiempo atrás. Cierra la puerta con cuidado, como hacía noche a noche para no despertarlo cada vez que el sueño lo rendía. Antes de aquel vacío. Antes de que sus sueños se cobijaran en las sábanas sin dibujos infantiles de una cama de hospital.

Se quita los zapatos. Sube muy despacito hasta el último piso. Abre la puerta y sale a la azotea. Allí, en el tendedero, unas sábanas blancas se agitan suavemente. Cierra los ojos para no ver esos sudarios, pero sigue oyendo sus susurros. Abre la puerta de un pequeño trastero y saca una escalera. La apoya en el pretil de la terraza y, lentamente, empieza a ascender peldaño tras peldaño. Sus rodillas llegan a la altura del muro. Levanta la mirada. Hay luna llena. Alza los brazos, las manos y los dedos extendidos, pero aún le faltan unos pocos centímetros para alcanzar la luna. Sube un peldaño más. Otra vez intenta elevarse, y casi lo consigue. Se pone de puntillas, ¡está llegando a esa bola brillante!

Inclina su cuerpo hacia delante. Por fin puede rodear la luna con sus manos. Cuando la tiene atrapada sonríe. Y justo antes de inclinarse oye una voz a su espalda:

–Mami, yo también quiero poder coger la luna.

La madre siente que la luna se derrite entre sus dedos. Se convierte en helados ríos de plata que bajan por sus brazos.

–Ayúdame, mamá.

La voz de su pequeña convierte en fuego el hielo que la invade. La madre siente que la sangre, esa sangre que ha quedado empapando la tumba de su hijo, vuelve a correr por sus venas, y al llegar a los ojos se desborda. Su amor se le derrama en lágrimas de culpa, de una culpa caliente que le escuece y le duele. Baja de la escalera, la pliega, la deja sobre el suelo y se aleja de ella igual que debió hacerlo Eva con la serpiente. Se acerca a su pequeña y se agacha a su lado. Con sus manos abraza las de ella para formar un círculo, y en su interior encierran a la luna.

La chiquilla se vuelve y le da un beso.

–Mamá, ¿no tienes frío? –Le rodea el cuello con los brazos–. Anda, vamos abajo. Me dijo el hermanito que cuidara de ti. Y me dijo también que te pidiera los cuentos de la luna. ¿Me acuestas y me arropas, y me cuentas un cuento?

La madre respira hondo. El pelo de su niña huele a hierba. En el cielo, donde antes estaba la luna, la cara de su hijo le manda una sonrisa.

–Claro, princesa.

Y con su niña en brazos, vuelve a entrar en su casa. De su boca se va el sabor a tierra y el aliento infantil le devuelve la vida. Y el alma de su niño las abraza y regresa con ellas.

Adela Castañón

Foto: Pixabay

En la sala de los tapices de la Seo de Zaragoza

Una noticia que revolucionó las Altas Cinco Villas.

Don José Iriarte, canónigo penitenciario de Zaragoza, era natural de Biel (Zaragoza) y don Felipe Sánchez estaba de maestro de El Frago, un pueblo vecino.

Salvadora, menos mal que nos tenemos para poder hablar entre nosotras, que, si no, sería muy dura esta vida de sirvientas diciendo amén, amén a nuestros amos. ¿Qué haría sin ti y con don José recién enterrado?

Ya te decía que aquel asunto nos seguiría trayendo desgracias. La culpa la tuvieron aquellas habladurías de que don José protegía a un sobrino que no llevaba buenos pasos. Y claro, esos chismes tenían que llegar hasta el obispo, que encima se los creyó. ¡Mira que quitarle al pobre la canonjía y mandarlo al destierro! Y eso de que llevara una vida discreta y se dejara ver poco se lo tendría que haber dicho al sobrino, digo yo. En fin, que fue un mazazo para un hombre de su talla.

Y créete lo que te diga yo. Antes de que se desataran la lenguas, buena culpa tuvo don Felipe, que sin ningún miramiento se plantó en la puerta de la casa y le pidió que le ayudara a meter a su hijo en el Seminario. ¡Claro, como era el maestro de El Frago estaba seguro que don José le atendería su ruego! Y yo que no lo había visto nunca ni sabía cómo era no lo dejaba entrar. Pero me insistió mucho. Me dijo que era un pariente cercano y que sus familias vivían en pueblos vecinos. Al final lo pasé al cuarto de estar, los dejé hablando y me quedé escuchando detrás de la puerta.

—Échale una mano, José, que no te arrepentirás —le decía con voz lastimera—. Ya verás cómo mi Mariano será un buen cura y presumirá de ser tu sobrino. —Se acercó un poco y subió el tono—. Eres el orgullo de toda la familia. Muy pocos tienen el honor de tener un tío que sea canónigo penitenciario.

A mí no me gustaron aquellas zalamerías de don Felipe. Si no, mira con qué nos ha salido su hijo.

El tiempo me ha dado la razón. Don José estuvo muy alterado los últimos meses, sobre todo, cada vez que recibía visitas de su sobrino, Algunas veces hasta los oía pelearse. Después don José andaba con un humor de perros y no quería probar bocado. Hasta el punto de que la semana pasada, de un manotazo, me tiró una bandeja de plata con una jícara de chocolate humeante y unos churros recién hechos.

Que tuviste que oír el ruido, Salvadora, que vuestro comedor está pared con pared con el nuestro. Y no me digas que no oíste mis gritos. Es que me pudieron los nervios y no tuve más remedio que contestarle.

—Pero bueno, don José, ¿a qué vienen estos modales? ¡Si usted nunca me había perdido el respeto!

Salvadora, tú y yo sabemos que estaba fuera de sus casillas desde que se había hecho público el caso del Mariano. Era normal que le afectara. A fin y al cabo era su sobrino protegido. Pero no me pude contener. Y él, sorprendido de que le levantara la voz, me contestó como un niño al que coges con las manos en la masa.

—Perdona, pero es que he visto esta bola de papel amarillento y he curioseado.

—Don José, usted nunca se había atrevido a revolver mi cestillo de costura.

Es que sabes, sin que él se enterara, había hecho un rebujo con la página de El Imparcial y lo había escondido entre los ovillos. Yo sabía que a él no le gustaba ese periódico de tufillo liberal, que se regodeaba en los asuntos anticlericales. Y, mira, ¡qué casualidad!, en un descuido me dejé el costurero abierto.

Bueno, el caso es que, cuando lo vi con la bola de papel en las manos, me puse tan nerviosa que le solté una parrafada sin respirar.

—Mire, don José, que yo entiendo que tenga miedo a lo que diga la prensa, pero tiene motivos para estar tranquilo. Si alguien creyera que usted tiene algo que ver con el asesinato, con esta noticia lo desmentiríamos. Si habla de usted como una persona de gran cultura, y solo dice que don Mariano Sánchez era sobrino del canónigo penitenciario de la Seo de Zaragoza.

Don José se me quedó mirando sin decir nada. Y yo, aprovechando que tenía la palabra, continué.

—A mí me parece que, cuando usted vio los titulares, le entró tal soponcio que ya no leyó más. —Entonces cogí más aliento—. Así que ahora, quiera o no quiera, se la voy a leer entera, aunque sea a trompicones, porque a mí eso de la lectura no se me da bien.

El Imparcial. Madrid, 3 de agosto de 1900. Doble asesinato en la Sala de los Tapices de la Catedral de la Seo de Zaragoza. La prensa de Zaragoza trae los detalles de uno de los crímenes más espeluznantes que se recuerdan.

El criminal. Don Mariano Sánchez, sacerdote, natural de El Frago, había cursado Magisterio. Más tarde estudió en el Seminario de Zaragoza, donde llegó a secretario del Cabildo. Es hijo de don Felipe Sánchez, maestro de El Frago, y sobrino de don José Iriarte, natural de Biel y canónigo penitenciario de Zaragoza, persona de gran virtud y mucha ilustración.

Las víctimas. Josefa Salas, de veintisiete años, natural de El Frago, y su hija de tres meses, sin registrar ni bautizar. Mariano Sánchez les pasaba una pensión mensual de treinta pesetas. Josefa la completaba confeccionando blondas. El juzgado encontró un marco de plata con un retrato del sacerdote en la mesilla de Josefa.

La autopsia. El médico forense tuvo que trasladar los cadáveres al aire libre, por el insoportable hedor que exhalaban, dada su avanzada descomposición. Tenían las piernas cruzadas y los tobillos atados. La muerte se produjo por estrangulación. Cada uno llevaba alrededor del cuello siete vueltas de un cordel de seda dorado, procedente del tapiz de la “Degollación de los Inocentes”. El criminal metió los dos cuerpos en un saco y lo escondió en la sala de los tapices de la Catedral, detrás del tapiz de la “Decapitación de Holofernes”.

Salvadora, no quieras saber la cara que ponía y cómo se sujetaba la oreja con la mano para que no se le perdiera ni una palabra. Así que, ya puesta, y como lo vi más tranquilo, me atreví a acabar de decirle todo lo que pensaba.

—Lo que yo digo, don José, este crimen me produce náuseas. ¡Mire que descubrir los cadáveres por la pestilencia! Al principio pensaron que el tufo venía de las cloacas que bajan al Ebro. ¡Qué zopencos! No se puede llegar a más, confundir el olor de cloaca con el de cadaverina.

Mientras le echaba esta perorata, no le quitaba ojo de encima. De repente vi cómo empezaba a farfullar y a temblar. Por la boca echaba unos borbotones de espuma, como los de los endemoniados de Santa Orosia cuando él los rociaba con agua bendita. Entre sus balbuceos oí algo como cobarde. Y no me extrañó porque siempre pensé que don José se sentía avergonzado de haber metido a Mariano en el Seminario.

Cuando lo vi caer al suelo, me entraron escalofríos y me quedé como alelada, pensando en aquellas gentes de El Frago y en el pobre don José.

Masacre inocentes. 2

León Cogniet, Masacre de los Inocentes, (1824). Museo de Bellas Artes, Rennes (Francia)

Este es un relato ficticio, inspirado en personas reales, en los hechos que se publicaron en El Imparcial de Madrid (03/08/1900) y en los recuerdos que conserva la memoria de las gentes.

Todos los personajes, nombres, biografías, hechos, documentos y diálogos se han utilizado de manera ficticia o son producto de la imaginación de la autora.

Carmen Romeo Pemán

Imagen principal: Catedral de San Salvador de Zaragoza, conocida popularmente como La Seo.

 

Y, ¿si es una niña?

—Mami, ¿mi hermanito cuándo va a salir de ahí? —preguntó Mariano y acarició la barriga de Alicia.

—¿Hermanito? ¿Por qué crees que será un niño?

—No va a ser una niña mamá. ¡A ver! —el tono de voz de Mariano aumentó ligeramente.

—Pero, ¿y si es una niña?

—Mira mamá, no va a ser una niña, porque yo le pedí al Niño Dios que, para navidad, me trajera un hermanito. Un hermanito con el que voy a jugar fútbol y nos va a gustar lo mismo. Por eso no va a ser una niña.

—Bueno, pero, ¿y si es una niña?

—Una niña no, mamá. ¡Qué asco! Las niñas son aburridas, lloronas y fastidiosas. No, no, no. ¡Es un niño!

—Muy bien, pero deberías pensar qué pasaría si fuera una hermosa niñita.

—¡Sería horrible!

Mariano dio media vuelta y caminó hasta su habitación. Alicia se quedó pensativa en medio del corredor. Su hijo estaba empecinado en que tendría un hermanito, pero la última ecografía había confirmado que sería una niña. ¿Y ahora? ¿Cómo se lo iba a decir? Y, sobre todo, se preguntó cómo le haría entender que, hiciera lo que hiciera, no dejaría de ser una niña.

Pasaron los días y Mariano seguía con los planes para la llegada de su hermanito. Tenía preparada una bolsa de juguetes con carros, balones, figuras de acción y juegos de hombres, como solía llamar a todo lo que, según él, solo les gusta jugar a los niños. Detrás de la puerta tenía pegado un calendario, que le había regalado su padre, en el que marcaba los días que iban pasando. Una tarde se paró enfrente de él y se dio cuenta de que había muchos días marcados.

—¿Cuántos días faltan, mami? He marcado muchos, muchos días y mi hermanito nada que sale de ahí —afirmó Mariano señalando la prominente barriga de Alicia.

—Falta poco. No te preocupes —respondió Alicia y le sacudió los cabellos dorados.

El veintitrés de diciembre, por la mañana, Alicia sintió una fuerte punzada en el vientre bajo. Caminó hasta la cocina, donde había dejado su celular y le marcó a Julián.

—Ya es hora. Corre que me duele mucho.

Julián salió del trabajo sin fijarse en todos los pendientes que tenía que resolver, se subió al auto y transitó por la avenida a más de cien kilómetros por hora. Recogió a Alicia en la casa y la llevo a la clínica. Antes de entrar al quirófano, llamó a su madre para que recogiera a Mariano en el jardín de niños.

Cuando Mariano llegó a la clínica, Alicia ya había dado a luz y estaba en una habitación, llena de flores, globos y osos de felpa. Mariano se acercó a su madre y vio que entre sus brazos había un pequeño bebé que tenía en la cabeza un gorro rosado.

—Mamá, ¿por qué mi hermanito tiene un gorro rosado?

—Porque no es un niño, es una niña. Acércate para que conozcas a tu hermanita.

Mariano retrocedió unos pasos.

—No mamá, ese no es mi hermanito. Recuerda que te dije que el Niño Dios me iba a traer un hermanito.

Julián miró a Alicia, antes de que ella pronunciara alguna palabra y con la mirada le dejó claro que él se haría cargo de la situación.

—Mariano, tener una hermanita también es genial, también podrán hacer muchas cosas juntos. Yo tengo una hermana y es la mejor del mundo. O ¿no te parece genial tu tía Aida?

—No papá, es que… —Mariano se detuvo y empezó a llorar— es que las niñas son horribles. Lloran por todo, ponen quejas… En el jardín… tú no sabes cómo son de fastidiosas.

—Pero esta niña es tu hermana, eso la hace la niña más especial de todas las niñas del mundo. También podrán jugar las cosas que te gustan, compartir secretos y hacer pijamadas. Y cuando seas más grande descubrirás que las mujeres son maravillosas.

Mariano se limpió la nariz con la manga de la camisa, hizo un esfuerzo por contener los sollozos y miró de reojo a la bebé. Julián lo tomó de la mano y se acercaron a la cama donde estaba Alicia. Julian cargó a su hija y se sentó en el sofá que estaba a un lado de la cama. Mariano se acercó con cautela y miró a su hermanita. Cuando sus miradas se encontraron una sonrisa se dibujó en el rostro de la bebé. En ese momento Mariano pensó que no estaba tan mal tener una hermanita.

—Papi, ¿puedo escoger el nombre?

 

Mónica Solano 

 

Imagen de Virvoreanu Laurentiu

Mi última carta de amor

María:

(Sonrío, porque no sé cómo empezar. –Suelto el bolígrafo y miro tu foto–. ¿Querida María? ¿Hola, María? ¿Qué tal, María?)

A lo largo de mi vida he maldecido y bendecido Internet a partes iguales, pero nunca tanto como cuando se ha tratado de ti.

En nuestra época de críos,

(sí, críos, esa rara especie, hoy en peligro de extinción porque se van convirtiendo en adultos en miniatura que a los diez años ya están de vuelta de tantas cosas –Miro tu foto otra vez y me parece verte sonreír.)

no podíamos imaginarnos que el futuro derribaría barreras que creíamos eternas, como el tiempo o el espacio, y que surgirían nuevas tecnologías como las de hoy. Cuando la vida nos separó, no podíamos soñar con que Internet, como una varita mágica, sería capaz de poner en contacto a personas muy distantes. En aquella época trasladaron a tu padre a otra ciudad, y tu partida nos supuso el adiós definitivo. Entonces solo existía Correos o, en contadas ocasiones, el teléfono. Y tú y yo, con lo cortos de genio que éramos, ni siquiera contábamos con esos recursos. ¡Cómo iba a pensar en llamarte o escribirte cuando te mudaste con tus padres a casi mil kilómetros de mí! Si yo era tímido, tú lo eras más. Con quince años nuestra timidez era tan extrema

(porque quiero pensar que a ti te ocurría lo mismo que a mí)

que apenas nos mirábamos cuando estábamos en la misma habitación. Me daba terror pensar que pudieras adivinar mis sentimientos, que mi amor por ti, ese amor primero, irrepetible, quedara expuesto, desnudo…

María…

Si lo nuestro hubiera empezado alguna vez, si al menos te hubiera pedido salir contigo, a lo mejor a estas alturas estaríamos ya hasta los pelos el uno del otro. Pero nuestra historia nunca llegó a ser nada, no pasó de ser un sueño, un deseo, una fantasía. Y se quedó fuera del tiempo, congelada en un milagro de eterna juventud, de ilusión imperecedera, donde la magia del futuro vive a salvo de la monotonía y de la desilusión del pasado. De un pasado que es solo un folio en blanco porque la vida no escribió nada en él. Separarnos, sin habernos llegado a juntar, me ha dejado

(¿y a ti? ¡Ojalá lo supiera!)

siempre abierta una puerta a la esperanza, al millón de historias que podríamos haber vivido. Y no importa lo que pase porque, en cada instante y en cada segundo, mi mente y mi corazón pueden echar a volar sin ataduras, y pueden construir un universo cuyo punto de partida hubiéramos sido, ¡cómo no!, tú y yo…

María…

Me haces desbarrar. Da igual que hayan pasado treinta años. Pero esta vez no puedo callarme, María. Después de tanto tiempo, has usado la llave de Internet para volver a abrir la puerta de mi alma y entrar en mi vida sin invitación.

(¿Te duele esto último? ¿Temes que no te guste lo que te voy a decir? –La mente me gasta una broma cuando miro tu foto. Ahora veo una arruga vertical en mitad de tu frente.)

Te iba a decir que lo siento. Iba a tachar esas dos palabras, “sin invitación”, pero no voy a hacerlo. Porque yo también te he buscado en Google. He intentado seguir tu estela, pero no a costa de romperla, como has hecho tú con la mía. Lo mío ha sido un ir detrás, igual que una mascota, sabiendo que tú siempre mirabas hacia delante y ni siquiera me veías. Lo tuyo ha sido otra cosa. Tú me has buscado, te has plantado delante de mi cara. Eres un fueraborda y has revuelto esas aguas tranquilas por las que mi vida transcurría. Y no tenías derecho. Al menos, no de esa forma.

(Sé lo que vas a decirme. –Tus labios parece que se mueven, y tapo la imagen de tu boca con mis dedos–.  Pero deja que lo diga yo por ti.)

Ahora me dirás que no hay nada de malo en localizar viejas amistades por Internet para saber de ellas. Cierto. Yo también quise agarrarme a esa frase y estuve a punto de teclear más de una vez para ponerme en contacto contigo. Pero al final, me pudo la prudencia. O el cariño. O el respeto. Porque siempre me frenaba el mismo pensamiento: no sé nada de ella. Si está casada, o divorciada, si es feliz, si se acuerda o no de mí, si… si puedo hacerle daño. Hasta ahí llegaba yo, María. Y por eso, por no querer arriesgarme a lastimarte, me llevaba las manos a la boca, y me mordía las uñas, y me tragaba las lágrimas haciendo un llamamiento a la razón para pedirle que esas lágrimas bajaran a mi estómago. Y que allí ahogaran a esas mariposas tan tópicas y típicas de las novelas rosas que, a mis años, volvían a hacer su nido en ese sitio.

María… ¡ah, María!…

En este último año has hecho de mi vida un torbellino. Los WhatsApp, los emails, ese encuentro improbable pero que, por milagro, fue posible, a mitad de camino entre nuestras ciudades. A mitad de camino de ese año. Esa tarde delante de un café, desgranando recuerdos…

(Dos encuentros en treinta años no son muchos ¿verdad? Pero pueden ser casi toda una vida. –Ahora, desde tu foto, me llega desvaído el olor del perfume que usabas–. Deberías leer la novela de “Los puentes de Madison County”. Tal vez así me entenderías)

María…

Esa tarde de hace solo seis meses es para mí un antes y un después. Un café compartido que iba a durar apenas media hora, que al final fueron cuatro. No me lo podía creer. Tú y yo hablando sin parar, dejando salir a borbotones, disfrazadas de anécdotas de críos, todas aquellas cosas que nunca nos dijimos. Yo, riendo y bromeando, envalentonado con la risa que bailaba en tus ojos, y diciéndote cómo bebía los vientos por tus huesos. Y tú… y tú, María, callando y asintiendo. Y yo, pobre de mí, alimentando la hoguera de tu vanidad

(o eso creo ahora)

con el único combustible de mi cariño eterno…

Y luego, al darnos cuenta de lo tarde que era, tuviste que irte a toda prisa. Perdías el autobús. Y entonces, a punto de subirte, ya con la mano puesta en la barra de la puerta, me robaste lo que habías venido a buscar: un solo beso. Que casi ni fue un beso. Un roce de un segundo. Pero no en la mejilla. Tus labios en mis labios.

(Te llevaste contigo ese momento, lo mismo que un ladrón. Y no tenías derecho).

Sé que somos adultos, María, pero eso no se hace. Has jugado conmigo. Has dejado que yo, cegado por el brillo del pasado, me haya planteado incluso tirar por la borda mi vida de ahora, ¡qué locura!

Esta vez no he callado. No he querido callar. Tú has dado el primer paso y, como un náufrago, me he agarrado a ese cabo que has lanzado desde tu altura. Pero me has engañado. No me querías a bordo de tu barco. Has dejado que ponga mi alma al descubierto, que te escriba, que te cuente lo mucho que te quise, lo mucho que te quiero.

Pero eso ha sido todo.

Y cuando has comprendido lo que habías desatado, has dado marcha atrás. Me dices que lo único que querías era tener noticias de tu amigo de infancia, que eso soy para ti, un simple amigo…

María…

No sé si ha sido el miedo. Posiblemente, yo me haya equivocado al juzgar tus acciones. Pero tus actos, lo que has hecho, y mucho peor aún, lo que no has hecho, lo que no has dicho… Me has herido de muerte.

Pero no te preocupes. Que ya estoy terminando de contártelo todo.

Mi amigo más querido se ha negado a dejarme en la estacada. Le duelen mis heridas,

(no como a ti, a pesar de ser tú quien me las ha causado. –Ahora en tu foto, sin poder evitarlo, escondes tu vergüenza tras tu pelo y agachas la cabeza.)

ha pasado a mi lado, día tras día, el duelo que he tenido que vivir por ese amor que ha muerto. ¡Mataste tantas cosas, María! Convertiste en cenizas algo que yo tenía, algo que era inmortal. Arrasaste mi rincón más privado, el altar que mantenía viva mi fe, mis esperanzas, mis sueños, ¡sí, mis sueños!, porque ya se encargaba la razón de decirme que de nada me iban a servir todas mis fantasías. Todo eso lo rompiste, María. Lo que vivía en tu ausencia ha muerto por culpa de tu presencia. ¡Y me da tanta pena…!

Eso quería decirte, María. Después de treinta años de silencio, tú has abierto la caja de Pandora, y eso me da derecho.

Y yo no estoy dispuesto a pasar otra vez la misma historia, ni a aguantar un segundo silencio durante otros treinta años.

Te debía estas palabras. Me las debía a mí mismo.

No he tirado mi vida por la borda. Y sigo vivo.

Puedo escribir todo lo que te he escrito, y el pulso no me tiembla.

Hoy mi único regalo para ti es esta indiferencia. Ni amor, ni odio, María.

(Por si quieres saberlo. –No debería seguir. Esta carta debería acabar aquí. Y, sin embargo…)

Pero anoche soñé que tenía otra vez quince años. Que estabas a mi lado. Desperté con el murmullo de mi mujer dormida junto a mí, como todas las noches.

Sin embargo… ¡era tan vivo el sueño, que ni siquiera supe al principio donde estaba!

La razón me abrazó con su manto, volví a cerrar los ojos para intentar recuperar el sueño. Para dejarte ir, y que tú me dejaras.

(Mi mano tocó entonces la almohada. Y su humedad, allí donde había estado mi cara, convirtió en un borrón toda esta carta.)

 

Adela Castañón

Imagen: Pixabay

Nueva maestra para El Frago

De las fragolinas de mis ayeres

Simona llegó sudorosa al salón de la Normal donde se estaban eligiendo las plazas.

—¿Adónde va usted, señorita? Ya ha comenzado el reparto y no se puede interrumpir. –Los botones dorados brillaban sobre el azul impecable del uniforme del ujier y su potente voz paralizaba a los jóvenes opositores.

— Es que, mire usted, vengo desde Zaragoza en el Canfranero. ¿Qué le voy a contar que usted no sepa? Hoy ha llegado con más retraso del habitual. Se lo pido, por favor, ¡déjeme pasar! ¡Me va la vida en esto! Además, como estoy al final de la lista, seguro que aún no me ha tocado el turno. –Mientras hablaba, Simona le enseñó su cédula de identificación personal para convencerlo de que su apellido era de los últimos.

—¡Ande, pase! ¡Ah! Y si le preguntan, dígale al presidente que se ha colado sin mi permiso. Que yo no la he visto, ¿estamos?

Sus pasos resonaron en el silencio del anfiteatro y, cuando se volvieron las cabezas de los más de treinta opositores, notó que le ardían las mejillas. Avanzó hasta la última fila, se sentó en la esquina de un banco y se recogió la falda debajo de las rodillas. Aún no se había acomodado cuando oyó su nombre.

—¡Presente! ––dijo con una voz entrecortada que apenas le salía de la garganta.

—Como llegue al pueblo con esa falta de autoridad, pronto será el hazmerreír de todo el mundo. Sepa que en un pueblo hay que entrar pisando fuerte. —El ambiente se inundó de carcajadas nerviosas. Y, tras una pausa para recuperar el silencio, el presidente continuó: Simona Uhalte. Destino definitivo: El Frago.

195650107. El Frago

El Frago, 1965. Foto: Carmen Romeo Pemán

Aún no había amanecido, cuando Lorenzo reconoció a Simona, que andaba un poco perdida por el andén de la estación de Ayerbe. La maestra se paseaba mirando a un lado y a otro entre los pasajeros que acababan de bajar del tren de Zaragoza

—¿Usted, no será la nueva maestra de El Frago?

—Sí, la misma. Entonces, ¿usted es Lorenzo, el mozo que me iba a mandar el alcalde?

—Lorenzo Luna, para servirla —y se inclinó a coger los bultos que Simona había dejado en el suelo–. Si no le importa, pu-puede seguirme, que tengo la ye-yegua atada en un árbol cercano.

Siempre que tenía que dar conversación a viajeros nuevos, se le acentuaba la tartamudez.

Lorenzo dobló la rodilla en forma de escalera y la ayudó subir a la silla. Antes de coger el desvío del camino, ya la vio cabecear, como les pasaba a todas esas señoritas poco acostumbradas a los madrugones. Por eso la había atado bien, que no quería sustos.

Cuando llegaron al recodo de las Eras del Palomar, apareció el pueblo encaramado en una roca y presidido por un gran ábside románico. Lorenzo sabía que allí estarían el alcalde y la gente que habría salido a esperarlos. Achicó los ojos, pero no pudo distinguir a nadie. Con el contraluz sus figuras se recortaban en el horizonte y se confundían con las siluetas de los pinos que llegaban hasta la iglesia. Entonces se volvió a Simona. La cabeza le colgaba hacia un lado, pero las manos sujetaban con fuerza el ronzal.

—Oiga, señorita, despierte, que ya estamos llegando.

No entendía cómo había cogido semejante sueño sentada encima de una yegua que iba dando traspiés en las piedras del camino. De las cuatro horas de viaje, llevaba dos con los ojos cerrados, como desmayada.

—Perdone que no le haya servido de compañía. Es que, como el tren iba lleno, he tenido que venir de pie todo el tiempo y he llegado hecha polvo.

—No, no se pre-preocupe —Lorenzo se puso rojo. No esperaba que una maestra le pidiera disculpas.

Simona que, más que durmiendo, había ido haciendo un balance de su vida, no sabía muy bien adónde la llevaba su tozudez por enseñar. Cuando Lorenzo le señaló el ábside de la iglesia, pensó en la parroquia de san Pablo y sintió una punzada en la boca del estómago. En sus oídos todavía resonaban los gritos de los tenderos mezclados con el tañido de las campanas. Acostumbrada al bullicio de la ciudad, no sabía cómo soportaría el silencio del pueblo. ¡Por nada del mundo querría volver a vivir con su tío! Aquí nadie se atrevería a gritarle ni a darle órdenes. Y no pensaba abandonar los zapatos de tacón, ni las medias con costura, ni las faldas de tubo. En la maleta traía polvos de colorete, bigudíes y unas tenacillas para arreglarse el pelo. En el bolso, se había guardado unas cuartillas y unos sobres para ponerse a escribir en cuanto se acomodara en la posada.

Mientras Lorenzo la desataba y la ayudaba a descabalgar, se le acercó un hombre que vestía calzones y llevaba una vara en la mano.

—¡Buenas, señora maestra! Yo soy el alcalde. Aquí me tiene para todo lo que usted necesite, siempre que yo lo considere bueno para el pueblo, claro está. Que por algo soy aquí el representante de la autoridad.

A Simona le sudaron las manos. De repente había notado que el alcalde la miraba como solía hacerlo su tío, el canónigo de la Seo de Zaragoza.

Carmen Romeo Pemán

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Imagen destacada. El Frago desde el Coto Escolar, 1945. Foto de Gregorio Romeo Berges.

2911. Torre y pajar

El Frago. Pajar y era de Melchor, donde recibieron a la nueva maestra. Detrás, iglesia, torre y las escuelas por la parte trasera. Foto: Carmen Romeo Pemán.

Prejuicios

Carmen dejó caer sobre el platillo dos monedas de diez céntimos. El resto del billete lo había pagado con un muestrario de piezas de níquel pescadas una a una de su monedero. El gesto con el que el conductor cogió el dinero y le tendió el tique arrancó una tímida ovación entre los que estaban esperando para subir al autobús.

Sintió la tentación de sentarse ahí mismo y así silenciar los bufidos y aspavientos que se oían a su espalda pero lo descartó. Aquel sitio auguraba la cháchara de un hombre canoso, cuyo vello del pecho sobresalía por el cuello del polo y las bolsas de piel enrojecida se pegaban a sus gafas. La miraba anhelante, como si llevara todo el día esperando ese momento para poder entablar conversación con alguien. Carmen avanzó un poco, ante el evidente alivio del resto de viajeros, y se sentó al lado de una chica que le pareció demasiado joven para estar embarazada. Sin contestar a su saludo, Carmen juntó mucho las piernas y colocó el bolso sobre la falda para evitar que se le subiera y mostrara el dobladillo de sus medias calcetín.

Tres paradas más tarde la muchacha se levantó sin despedirse, y Carmen arrugó los labios. Un chico joven, con el pelo hacia atrás y una barba cerrada, ocupó el sitio que había dejado vacante. Su traje gris parecía bueno, de esos que caen con gracia y se ajustan ahí donde tienen que hacerlo.

—Buenas tardes —Le deseó Carmen, y relajó la presión de sus manos sobre el bolso.

—Hola —contestó él con voz profunda, como si estuviera hueco por dentro.

Sacó el móvil del interior de la americana, y empezó a mover lo dedos con agilidad por la superficie. Pasaba fotos rápidamente y de vez en cuando aparecían letras más o menos grandes que Carmen no llegaba a leer. Sacó las gafas de ver del bolso y se las ajustó sobre el puente de la nariz.

Segundos después se abanicaba con furia, primero con la mano y, cuando vio que no tenía suficiente, con un folleto del supermercado que rescató de su abrigo. Desvió la vista de la pantalla, donde seguía la  progresión de imágenes de úlceras y otras heridas supurantes, y observó al chico con una mueca de asco. Además de las uñas mordidas y rodeadas de pieles secas y arrancadas, lo que más llamaba su atención por encima de aquella barba espesa eran sus ojos, redondos y salidos como los de un sapo. El accesorio perfecto a su nariz grande y curva.

El teléfono del chico sonó con una melodía que invitaba a la audiencia a alzarse en armas y conquistar un país pequeño.

—¡Juan! —exclamó el chico. Carmen agudizó el oído—. Sí, mejor que bien. Las pocas preguntas que me han hecho han sido muy sencillas.

Carmen suspiró. Después de cinco minutos de espionaje casero había descubierto que el chico acababa de presentar un proyecto de doctorado, así que supuso que aquellas fotos tan extrañas debían formar parte de su tesis. No entendió las palabras técnicas pero estaba claro que el muchacho era médico.

Carmen se soltó el último botón de la blusa al imaginárselo ante ella en la consulta, con la bata blanca abierta sobre una camisa de raya diplomática y una corbata verde, a juego con sus ojos. El estetoscopio colgaría de aquel cuello ancho y masculino y le dedicaría una sonrisa, que quizá no haría zarpar barcos pero sí subir la fiebre cuando firmara sus recetas. Casi podía ver un destello de película en sus dientes. Casi podía oír el “clinc”.

—Podríamos ir a celebrarlo a nuestro restaurante. Yo invito— Continuó el doctor.

Carmen echó para atrás los hombros, esperando el desenlace de la conversación y el momento en el que pudiera preguntarle dónde pasaba consulta o cuándo podrían volver a verse.

—Te cuelgo, que estoy a punto de bajar del bus. Te quiero, vida mía.

El muchacho se despidió de Carmen. Ella ni siquiera lo miró.

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

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Imagen de Matthew Henry

Hoy es un buen día para ceder ante los caprichos

Dejas de teclear en el celular y tomas el libro que te está esperando desde hace días. Lo abres y notas cómo se escapa un poco de arena. Acaricias una de las hojas y los granos que estaban escondidos se te pegan en la piel. Entonces te pasas la mano por la nariz y aspiras el olor del papel. Cierras los ojos y te transportas a aquel instante en el que leías el libro, sentada en la playa. De repente puedes ver el mar agitándose y escuchar el sonido de las olas golpeando contra la arena. Te estremeces al sentir los pies sumergidos en el agua. Se te escapa el aire de los pulmones, se te secan los labios y ahuyentas el estupor que te embarga con una sonrisa. Cuando abres los ojos, te decides a leer unas páginas y te encuentras la frase que tanto te emocionó en aquel momento: “Amanece y el tiempo transcurre despacio y silencioso entre la bruma. Mis pies eligen el destino, no tengo prisa, solo curiosidad”. Sientes cómo revolotean las ideas en tu mente, y piensas que hoy es un buen día para ceder ante los caprichos, para abandonarte al deseo de vivir a tu manera, sin prejuicios ni temores. Cierras el libro, te levantas de la silla, sales a la calle y dejas que el viento te despeine.

 

Mónica Solano

 

Imagen de StockSnap

La vida sigue igual

Rosa escuchaba la discusión desde la cocina. Su hija y su nieta estaban tan enzarzadas en la disputa que no se daban cuenta de cómo estaban levantando la voz. Y eso que el salón estaba al otro lado del pasillo. Aun así, las palabras se oían con total claridad. La anciana agachó la cabeza y siguió pelando las patatas. Solo detenía el movimiento para enjugarse alguna lágrima furtiva con la punta del delantal. No pudo evitar un pensamiento obsesivo: “La historia se repite”. Suspiró, y con el pelador de patatas como vehículo de su memoria, emprendió un viaje de cuarenta años hacia su pasado. De espaldas a la puerta del patio, y perdida entre recuerdos y mondaduras de patatas, no se enteró de la entrada de Luis, su compañero desde hacía casi cincuenta años.

Luis supo por el movimiento de los hombros que su mujer estaba llorando. Comprendió que lo que hacía sufrir a Rosa era la discusión que mantenían su hija y su nieta en la habitación de al lado. Las voces de Laura y de Estrella llegaban con claridad, porque las dos hablaban casi a gritos. Prestó atención a lo que decían, y lo entendió todo. Estrella, su nieta, su Estrellita, se había hecho una mujer. Y Laura le repetía una y otra vez que, como madre suya, no podía aceptar que quisiera irse a vivir con su novio. El anciano sonrió. Se acordó de cuando “el novio” era él, con casi cincuenta años menos, mucho antes de soñar con su actual estado de “el abuelo”. Y miró con ternura la silueta encorvada que pelaba las patatas.

***

Rosa y Luis se habían conocido en una escuela de baile, cuando ella tenía veinte años y él no llegaba a los treinta. Las amigas habían apuntado a Rosa a unas clases de baile de salón para sacudirle la morriña en la que la había sumido el abandono de su novio. Todas le decían que había sido una suerte que ese bala perdida la hubiera dejado, porque jamás habría sido feliz con él. Y Rosa, por no oírlas y porque quería dejar de llevar esa pena a cuestas, se dejó arrastrar a las clases de baile con ese profesor extranjero tan guapo y buen bailarín. Pronto surgió una química especial entre la novia abandonada y el maestro de danza. Empezaron a salir, y él le contó que se había divorciado hacía poco y que tenía dos hijas de corta edad. Y ahí estuvo a punto de terminar la historia de amor de la pareja. Porque don Ramón, el padre de Rosa, se negaba a que su hija se juntara con un hombre que, como él decía, ya le había destrozado la vida a otra, y encima después de hacerle dos barrigas. Además, su hija tenía que casarse de blanco y delante de un cura. Luis había iniciado los trámites para solicitar la nulidad, pero nadie se esperaba que, ante la oposición paterna y ante el retraso del proceso de anular el matrimonio de Luis, la tímida y ejemplar Rosa se liara la manta a la cabeza y se fuera a vivir con él incluso antes de que pudieran casarse por la Iglesia.

***

En la cocina, Luis se pasó la mano por la cabeza, con bastante menos pelo de lo que tenía el día de su boda. El roce de los dedos con su calva y la visión de la espalda vencida de Rosa, coronada por su eterno rodete de pelo blanco recogido en un moño apretado, le devolvieron al presente. Dio un paso adelante y a Rosa le llegó el olor de su hombre antes de sentir su mano sobre el hombro. Llevaban casados medio siglo y se seguían presintiendo el uno al otro incluso antes de verse. Luis cogió la punta del delantal para secar las lágrimas de su mujer.

–Rosiña, no llores.

–¡Ay, Luis! Que no sé cómo nos ha salido una hija tan intransigente. Laura tiene que entender que Estrella se ha hecho mayor. Al fin y al cabo, cuando Laura tenía su edad ya estaba casada y embarazada de ella.

–Ya, Rosa, ya lo sé. ¡Pero es que nuestra Laura ha sido siempre tan conservadora…! No sé a quién habrá salido.

–¡Bobo! ¿A quién va a salir? ¡Si es igualita que tú! Anda que no me costó trabajo convencerte para que me dejaras irme a vivir en pecado contigo, Luis… Pero valió la pena. No entiendo que Laura se ponga así ahora. Ya sé que ella lo hizo todo bien. Que se casó como Dios manda y que Estrella no nació hasta después de un año de la boda, pero…

Rosa dejó la frase sin terminar y suspiró. Luis acercó un taburete y se sentó al lado de su mujer.

–¿Pero qué, Rosa?

–Acuérdate de nosotros, Luis. Y eso que eran otros tiempos y se vivía chapado a la antigua. Y mira, aquí estamos, tan felices.

Luis se inclinó para besar a Rosa en la frente, y los dos guardaron silencio recordando su pasado, cuando el principio de su noviazgo pareció una misión imposible.

***

Cuando el padre de Rosa supo que a su hija la pretendía un divorciado, puso el grito en el cielo. Le prohibió que se viera con ese hombre. Y Rosa, la tímida y callada Rosa, le plantó cara a su progenitor por primera vez en su vida. Luis no quería separar a Rosa de su familia e intentó poner fin al noviazgo, pero ella lo amenazó con escaparse de su casa a donde nadie, ni siquiera él, pudiera encontrarla. La solución, sin embargo, llegó por donde menos se esperaba. En medio de la tormenta familiar, la hermana de Rosa dio a luz, y cuando le pidió a Rosa que fuera la madrina del bautizo de su sobrina, porque era algo que las dos hermanas se habían prometido desde la infancia, Luis tuvo la ocasión de ganarse a su suegro. Rosa se negaba a ir al bautizo si Luis no iba también. Y don Ramón decía que no pensaba estar en la misma habitación que ese hombre, del que se negaba incluso a pronunciar el nombre. El bautizo se celebraría en el pueblo vecino, en casa de su hija y de su yerno, y el patriarca juró y perjuró que, si Luis asistía a la celebración en casa de su otra hija, él no aparecería por allí. Rosa y su padre estaban empecinados en sus respectivas posturas, y Luis dio con la solución.

–Rosa, escúchame. Viajaré contigo. Tú vas a la iglesia y amadrinas a tu sobrina, como está mandado. Y yo te espero en la urbanización de tu hermana. Me has enseñado fotos de la piscina, y debe ser un sitio precioso, así que me llevo un libro y aprovecho para tostarme un ratito –Rosa abrió la boca para protestar, pero Luis no le dio tiempo–. Y no pongas excusas. No tienes derecho a amargarle la fiesta a tu hermana. De vez en cuando, si quieres, te escapas cinco minutos y te acercas a darme un beso por buen comportamiento. ¡Rosiña! Que ni tu hermana ni la niña tienen la culpa de nada. Por no hablar de tu santa madre, que tampoco se merece que le des ese disgusto, mujer.

La hermana y la madre de Rosa querían comerse a besos a Luis cuando ofreció esa salida. Y de toda la familia, Rosa fue la más difícil de convencer. Su padre, cogido entre el fuego de su otra hija y su mujer, no quiso estropear el bautizo de su nieta y transigió puesto que no tendría que verle la cara a su futuro yerno. Y Rosa, a la que la solución no le convencía, cedió ante los argumentos y arrumacos de su Luis para que no aguara la fiesta familiar. Y todavía quiso más a su novio cuando lo escuchó defender al que sería luego su suegro: “Rosiña, no seas así. Tu padre tiene unos principios morales firmes, los está defendiendo, aunque le cueste enfrentarse a ti, y lo admiro por eso. ¡Que ya hace falta valor!  ¿O es que te crees que no sufre al pelear contigo, que eres la niña de sus ojos? Anda, mujer. Ya verás cómo cambia todo cuando me den la nulidad”.

Y vaya si cambió, porque Rosa no estaba dispuesta a esperar quién sabía cuánto tiempo.  Después del bautizo de su sobrina, Rosa y Luis se fueron a vivir juntos. Y don Ramón tragó bilis y mantuvo las distancias hasta que llegó la esperada nulidad del anterior matrimonio de Luis, pero el tiempo acabó por limar asperezas.

Cuando Luis y Rosa pudieron casarse por la iglesia, casi tres años después, nadie dio importancia al modo en que el novio había llegado a formar parte del clan. El día de la boda, los botones del traje de don Ramón amenazaban con estallar cuando pudo llevar por fin a su hija de blanco al altar, para entregarla a ese hombre que, hacía tiempo, se había convertido en Luis.

***

Medio siglo después, en la cocina de su casa, vestidos de canas, Rosa y Luis se miraron a los ojos. Y sus miradas se decían que los dos recordaban los mismos hechos.

–Anda, Rosa –Luis le quitó el cuchillo de la mano para ponerlo en la mesa–, deja de pelar patatas, que a este paso vamos a tener que comer lo mismo todo el mes. Va siendo hora de que le contemos a nuestra hija un poquito de la historia familiar.

 

Adela Castañón

Foto: Pinterest.

Y SE LO COMIÓ EL TABARDILLO

En la noche de ánimas.

De la tradición fragolina, en las Altas Cinco Villas.

Acababan de dar las doce en el reloj de la torre, cuando unos aldabonazos, que casi echaban la puerta abajo, me hicieron saltar de la cama. Como era el tiempo de las heladas, me había acostado con calzoncillos marianos y camiseta de felpa. Cogí el tapabocas que guardaba en una silla de enea, me lo eché por los hombros y bajé las escaleras con cuidado para que los crujidos de la madera carcomida no despertaran a los huéspedes. Dejé el candil en el suelo y quité la tranca con las dos manos. El golpe del vendaval abrió la puerta y me dejó a oscuras.

A través de los carámbanos, la luna iluminaba una silueta apoyada en el quicio. Me costó reconocer a Eustaquio, un tratante de carbón vegetal que solía hospedarse aquí. Llevaba unas greñas que le tapaban la cara y tenía los brazos cruzados delante de la boca del estómago, como si quisiera atemperar los temblores que lo sacudían.

—¿Qué horas son estas, señor Eustaquio?

—Ya ve, desde que salí de aquí, y ya va para dos semanas, no pude pasar del puente de Cervera. Y eso que está a menos de una legua.

—La verdad, pensábamos que ya estaba usted en otros pueblos.

—Cada vez que intentaba ponerme en camino, una gran desazón me corroía por dentro y el dolor de cabeza me taladraba los sesos. —Sin acabar la frase, vomitó un líquido verduzco que me salpicó en las abarcas.

—Pues podía haber venido antes —le dije, mientras lo sostenía del brazo.

—Es que no me podía poner de pie. Y menos andar —me contestó entre estertores.

—Ande, pase, que por esta noche le daremos cobijo. No tengo ninguna cama libre, pero el veterinario duerme en una de matrimonio y, en un caso así, no creo que le incomode compartirla. Además, si se acuesta en una orilla, igual no se entera, que ha venido un poco aguardentoso y lleva un sueño muy profundo.

Como conocía bien a don Gregorio, sabía que no le iba a sentar mal, al contrario, era un buen hombre, amigo de hacer favores a todo el mundo.

—¡Bien! Además, como los que andamos por los montes tenemos algo de animales, igual se le ocurre algún remedio para estas calenturas —me contestó con sorna, a la vez que se apoyaba en mi hombro para entrar.

Con gran apuro subimos hasta la cocina, cuando le estaba sirviendo unas sopas de ajo que nos habían sobrado de la cena, me percaté de que tenía los ojos rojos, como de conejo, y unas pintas negruzcas en el cuello, igual a las que me contaba mi padre que se habían llevado a la tumba a muchos soldados de Cuba y Filipinas.

—¡Ay, señor Eustaquio! Igual le ha entrado el tabardillo. Yo no he visto a ninguno, pero todos los soldados que han vuelto vivos de las colonias dicen que mataba más que la pólvora.

—¡Por Dios, Ignacio! ¡Qué dices de soldados! Si yo solo me junto con carboneros que viven en el monte —me dijo haciendo un gran esfuerzo.

Seguimos hablando un poco mientras entraba en calor, y, en tono cómplice, como quien cuanta una vergüenza, me dijo que él nunca se había juntado con gentes de otras tierras. Ni siquiera se había mezclado con los carboneros. Que, aunque le había tocado dormir alguna noche con ellos en las parideras, cada uno dormía envuelto en su manta. Que esas gentes eran muy austeras y no compartían nada. Ni el pan ni la ropa, que siempre usaban la misma y no la lavaban

Cuando estábamos charlando, vi que no se quitaba ojo de las ronchas rojas que le habían salido en los brazos. Mientras me daba esas explicaciones, tenía la mandíbula apretada.

—Señor Eustaquio, igual le ha picado algún piojo o alguna chinche, que cuando tienen hambre son peores que las pulgas. Pero, no me haga mucho caso, porque, ¡qué sabré yo de tabardillos! Si no he salido del pueblo en mi vida —le dije.

En el momento que se terminó la sopa, recogí la escudilla y apagué las brasas que se habían avivado con el aire que bajaba por la chimenea.

—Bueno, ahora a la cama. Mañana será otro día —le dije mientras le ayudaba a levantarse de la cadiera.

Lo acompañé hasta la alcoba de don Gregorio, apreté la mecha del candil con los dedos y lo colgué junto a la chimenea. Sabía que Bernarda me esperaba con las sábanas calientes.

A la mañana siguiente, me desperté sobresaltado. Había soñado con un mozo que hacía pocos días que se había muerto en una paridera. Se corrió por el pueblo que se lo había comido el tabardillo.

Fui corriendo a la alcoba de don Gregorio, que aún dormía la mona. El señor Eustaquio tenía los ojos muy abiertos y la cara llena de ronchas. Por la comisura del labio inferior le salía un hilillo como de hiel. También a él se lo había comido el tabardillo.

Tabardillo. Instrucciones.jpg

El Frago, 1871. El tabardillo pintado, que así se llamaba entonces al tifus exantemático, se llevó a ochenta y siete personas. Murieron el maestro don José Sánchez, el veterinario don Gregorio Sampietro y el posadero Ignacio Beamonte, que andaban todo el día atendiendo a los enfermos.

Durante muchos años se creyó que volverían en una noche de ánimas, un día dos de noviembre, con un saco lleno de piojos de tabardillo.

Carmen Romeo Pemán

 

Imagen principal. Dibujo de Inmaculada Martín Catalán (Teruel, 1949). Profesora, escultora, dibujante y pintora. Comenzó su preparación inicial en Zaragoza, con Alejandro Cañada. Estudió Bellas Artes en Barcelona y Madrid, donde se licenció en la especialidad de Escultura.

Además de su reconocida carrera artística, es una experta en carteles y trabaja con varios grupos de dibujo: Urban Sketchers, Flickr, Group Portraits in your art, Group with Experience.

Inmaculada es una colaboradora importante de Letras desde Mocade.

20170209. Inmaculada en el Pablo Gargallo

Inmaculada Martín dibujando en el museo Pablo Gargallo de Zaragoza

 

 

El espejo

Lo primero que le dio problemas fue la barba. Los cortes de la cuchilla y la cara de espanto de sus compañeros al verlo aparecer en la oficina con aquellas heridas le habían convencido para que se dejara crecer el vello de la cara. Más adelante tuvo un encontronazo con su jefe, que lo convocó en su despacho y le dijo que parecía un animal sucio y piojoso. Decidió ir a un barbero dos veces al mes para que se la arreglara. Escogió uno que había visto centenares de ocasiones de camino a casa de Victoria. Apenas tenía espejos. El peluquero, además, parecía tener la mente abierta para aceptar, sin hacer muchas preguntas, que Marcos no quería verse. Y es que las superficies de vidrio transparente no eran problemáticas, no. Lo peor eran los reflejos traicioneros que acechaban en cualquier lugar. Una cuchara, un escaparate… Incluso la pantalla del ordenador cuando se ennegrecía de improvisto y, pensaba él, con alevosía, devolviéndole una mirada acusadora que se columpiaba entre el asco y la decepción.

Convencer a Lola, su esposa, había sido sencillo. Ella no solía oponerse a sus ocurrencias. Marcos cogía una idea, le tomaba las medidas y la vestía con las mejores sedas para ofrecerla como buena. Además, era capaz de hacer creer a la otra persona que la idea había sido suya, algo que había querido toda la vida. Por eso, cuando él habló a Lola de la dictadura de la imagen en la sociedad moderna y lo beneficioso que sería para su estado de ánimo y para su relación hacer el experimento de verse únicamente reflejados en los ojos de sus seres queridos, Lola, la niña de pueblo que nunca había crecido del todo, se tiró a sus brazos y le prometió que esa misma tarde descolgarían todos los espejos de la casa, incluido el del baño.

Por las noches, cuando la vejiga le apretaba o un movimiento de Lola lo despertaba, le asaltaba la imagen que el espejo del ascensor de Victoria le había devuelto después de acostarse con ella por primera vez. En aquel momento, fue tal la impresión que le dio la espalda. Después atribuyó aquella visión al cansancio de una tarde llena de sexo y se enfrentó de nuevo a sí mismo con su ensayada mueca de soberbia. De nuevo se encontró con una mirada de odio tan violenta que casi podía esperar que su doble saliera de su prisión de cristal y se abalanzara sobre él.

En algún momento durante todo aquel tiempo pensó en dejar a su amante y contarle toda la verdad a Lola. Quería volver a ser él mismo, ver cómo le quedaba el traje o mirarse a los ojos que, antes, sonreían orgullosos. Pero la cama de Victoria era demasiado caliente y acogedora. Y a ella no le picaba su barba.

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

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Imagen de Erik Eastman

 

El circo espacial

El 25 de julio, a las trece horas de la Tierra, el ingeniero biomédico Toulouse arribó a la estación espacial Ícaro. Después de veinte años de trabajo en el laboratorio de genética de la NASA le habían asignado su primera misión. Una de las que se clasificaban en el rango más alto de confidencialidad. En plena euforia, decidió embriagarse con su esposa y no leyó el Manual de Contacto Kyvos que le había entregado la teniente Smith. “Ya tendré tiempo para leerlo cuando esté en la estación”, pensó.

El estómago se le retorcía en una ruidosa sinfonía. El dolor era tan intenso que el sudor se le escurría por la frente. Cuando la cápsula espacial tocó la superficie del planeta se tomó unos minutos. Respiró hondo, se ajustó el traje y armado de valor descendió por las escaleras. Cuando pisó el terreno arenoso con sus botas espaciales sintió que la bilis le destrozaba la garganta.

Al principio no estaba seguro de si lo que veía era una alucinación por el alcohol, de la noche anterior, o si de verdad estaba enfrente de una comunidad circense, a miles de millones de kilómetros de la Tierra. En ese momento se arrepintió de haber aceptado la misión sin conocer más detalles.

Movió la cabeza de un lado a otro, pero la imagen no se desvaneció. Fijó la mirada y vio con claridad las carpas puntiagudas, con rayas rojas y blancas, que se alzaban en el horizonte. Banderines de colores rojo y azul se agitaban en lo alto de los toldos. Estaba en un planeta habitado por un circo espacial. “De tantas especies que hay en el universo, por qué tengo que recolectar muestras de un maldito circo”, pensó. Y renegó una vez más por su mala suerte. Regresó a la cápsula, organizó el maletín con el equipo de recolección y se acomodó el traje. Con la mirada fija en el tablero de la manga derecha revisó la provisión de oxígeno. En el panel titilaba una cifra: siete horas.

—Tiempo suficiente para recoger las muestras y abandonar el planeta —dijo mientras cerraba el casco y oprimía el botón para liberar el oxígeno. Activó la grabadora en su cuello y emprendió la caminata.

—Bitácora tres cuatro tres. Día uno. Hace cuarenta y cinco minutos arribé al planeta Kyvos. Lo primero que vi fue una estación espacial con la forma de un espectáculo de circo. Espero no encontrarme con un maldito payaso. ¡Juro que no volveré a beber! ¡Maldición! Borrar. Borrar. Bitácora tres cuatro tres. Día uno. Hace cuarenta y cinco minutos que arribé a la estación espacial Ícaro. Estoy listo para recolectar las muestras de tejidos. Según la teniente Smith, los kyvosi tienen propiedades que facilitarán el desarrollo de órganos artificiales para preservar la raza humana. A las trece horas con cincuenta y cinco minutos de la Tierra no he visto ningún habitante. Caminaré hasta la carpa principal del circo. Nuevo reporte a las catorce horas con treinta minutos. Grabar.

De repente, mientras desactivaba la grabadora, Toulouse vio una figura mediana que se aproximaba hacía él. Una vez más sintió que la bilis se le atoraba en la garganta. Con una respiración controlada reprimió las náuseas, no quería vomitar en el traje. Contó de diez hasta uno y juró, por milésima vez, no volver a beber.

El pequeño ser se detuvo frente a él. Toulouse parpadeó un par de veces para observarlo mejor. Un tejido metálico lo cubría. Aunque estaba desnudo, a simple vista, parecía un ser asexuado. Dos cuernos que formaban un sombrero de arlequín le salían de la cabeza. Hacían juego con las marcas que le adornaban el rostro por debajo y por encima de las cuencas vacías. Alrededor de la boca unas líneas negras dibujaban una sonrisa perpetua. Aunque no tenía ojos, Toulouse podía sentir que el kyvosi lo miraba fijamente. ¿Cómo podrá verme?, pensó.

El pequeño arlequín extendió el brazo derecho y uno de los dedos de metal dibujó símbolos en el aire. Una luz roja formó la frase “Bienvenido al planeta Kyvos, terrícola”. Toulouse comprendió que el kyvosi conocía el lenguaje de la Tierra y podía comunicarse con él. Sacó el láser del maletín y escribió en el aire “Gracias. Soy el ingeniero biomédico Toulouse, encargado de recoger las muestras”. El kyvosi le indicó que lo siguiera. Mientras caminaban, mantuvieron una corta charla técnica, en la que le indicó la zona de trabajo, horarios y todo lo referente a la expedición. Al final del recorrido le invitó a una cena especial de bienvenida.

Toulouse, complacido por la invitación, hizo una reverencia como una muestra de gratitud. Cuando se incorporó, una tropa de soldados con lanzas de fuego lo tenían rodeado. En ese momento sintió que todo se movía a su alrededor y que el aire le faltaba. Maldijo entre dientes y recordó la advertencia de la doctora Smith “no entres a la cápsula sin leer el manual”.

“Manual de contacto Kyvos. Doctora Alied Smith. Inciso uno. Las reverencias son consideradas una falta grave en la comunidad kyvosi. Absténganse de realizarlas si no quiere morir desintegrado”.

 

Mónica Solano

Imagen de Rheo

Sublime absurdo

Mario estaba emocionado. ¡Su primer trabajo! Distaba mucho de parecerse a los sueños de futuro que había ido forjando a lo largo de su carrera; “pero menos da una piedra” –solía decirse cuando el pesimismo amenazaba con invadirlo– “al fin y al cabo, estrenarme en un medio rural tiene sus ventajas”. La carrera de Medicina se le había hecho eterna. Pensaba que en los últimos años lo único que le había librado de tirar la toalla había sido la pereza de tener que empezar otra licenciatura. Total, la duración iba a ser la misma. Y no debía confundir el hastío y el cansancio de tantos años de facultad, con la pérdida de su vocación.

Por increíble que pareciera, llegó el día en que se licenció. Y le ocurrió como en los cuentos de hadas: lo que parecía ser la meta, en el fondo, solo era el principio de un nuevo peregrinar. El final de las historias, con la boda del príncipe y la princesa y el consabido: “y colorín, colorado, este cuento se ha acabado”, en realidad no era un fin, sino un comienzo. El aterrizaje en la vida real se lo procuraron algunas indirectas paternas cuando insinuó algo sobre una especialidad: “hijo, estamos orgullosos de ti y encantados de los sacrificios que hemos hecho para que estudiaras, pero ¿no deberías empezar a buscar un trabajillo? No es que tu madre y yo no queramos que sigas aprendiendo. Lo que pasa es que tienes más hermanos estudiando, y mi sueldo no da para tanto”.

Las reflexiones de sus progenitores y la paciencia de su eterna novia le ayudaron a decidirse. En vez de preparar una especialidad, como hubiera sido su sueño, se quedó en médico de cabecera y aceptó la oportunidad de estrenarse en el medio rural. Inició la convivencia en pareja con su novia –ahora flamante esposa–, con cuestiones tan prosaicas como “¿qué te parece, Chelo? ¿alquilamos de momento algo, o nos metemos en una pensión? ¿seguro que no te importará vivir tan lejos de tus padres?”

Y Chelo, primero novia fiel desde que tenían doce años, y luego esposa ejemplar y paciente como la que más, estaba dispuesta a seguir a su Mario al fin del mundo. Y casi, casi fueron literales sus palabras, porque aquel pueblecito ni siquiera aparecía en muchos mapas. Escondido en mitad de una sierra, solo se podía llegar por una carretera de acceso compuesta de curvas encadenadas que terminaba en la plaza principal. Bueno, principal y secundaria, porque era la única plaza del lugar. El pueblo no era ruta de paso a ninguna parte, y Mario incluso creyó ver algunas briznas de hierba asomar por el centro del asfalto conforme se iban acercando a su destino. La flamante pareja, sin hablar entre ellos, rezaba para que su coche de segunda mano sobreviviera a la ascensión. Ninguno quería poner voz a sus miedos, aunque compartían pensamientos parecidos. Tal vez habrían debido pensarlo mejor, antes de aceptar ese destino sin siquiera visitarlo previamente. ¡Si por allí debía pasar una media de tres vehículos al año!

Pero si algo llevaban en su equipaje era optimismo. Y la llegada supuso un alivio, cuando vieron en la plaza un comité de recepción que, dedujo Mario, debía estar allí esperándolos a ellos, a juzgar por la escasez de tráfico local. La bienvenida fue efusiva: el cura, el boticario, el maestro, y el alcalde los acompañaron a la casa del médico, donde los dejaron instalados.

Al día siguiente Mario debutó solemnemente en la consulta. Su primer paciente fue, nada más y nada menos, que el señor alcalde. Tenía unas anginas de caballo, de esas que hacían que tragar fuera poco más o menos que una misión imposible, y así se lo hizo saber su Excelencia al Señor Doctor. Mario se vio invadido por el pánico cuando, tras manifestar el alcalde que la vía oral quedaba descartada por el intenso dolor, aclaró que, por principio, las agujas e inyecciones le daban alergia. “¡A ver qué hago ahora, pensó Mario!”. Pero su ángel de la guarda vino en su ayuda. Llevaba en su maletín unos supositorios de sulfamidas, novedad en aquellos años cincuenta, y ni corto ni perezoso entregó el medicamento al regidor, explicando con delicadeza y todo lujo de detalles la forma y manera de administración.

Al cabo de pocos meses, Mario había adquirido una seguridad en sí mismo que superaba sus mejores sueños. El pueblo lo adoraba, y rápidamente se convirtió en el quinto personaje de las celebridades locales. Le gustaba decirle a su Chelo, en un tono doctoral impropio de sus pocos años, lo orgulloso que estaba de que todos los convecinos se hubieran dado cuenta de su excelente preparación profesional.

Y su Chelo asentía y callaba, dándole la razón en todo y agradeciendo al cielo el modo como se habían desarrollado los hechos. Porque Chelo tuvo el buen tino de no confesarle jamás el sublime absurdo sobre el que se había basado su impoluta reputación. Y el hecho, celosamente guardado en secreto, no fue otro que una confidencia de la señora alcaldesa. En una visita de cortesía a la esposa del doctor, y tras unas copitas de vino dulce, que todo hay que decirlo, la primera dama del pueblo le contó a Chelo que, a los dos días de ponerse los supositorios, la garganta de su esposo empezó a mejorar. Y el alcalde hizo a su alcaldesa un comentario, que luego recorrió el pueblo elevando hasta cotas insospechadas la admiración de los vecinos ante la sapiencia del nuevo galeno local:

–Micaela, ¡lo que hemos ganado con el médico nuevo! ¡Hay que joderse! El otro doctor no consiguió arreglarme nunca la garganta a base de “pildoricas”. ¡Y éste hay que ver la ciencia que tiene! ¡Qué de libros habrá tenido que estudiar! ¡Porque quién iba a pensar que la raíz de mi mal –y aquí señalaba primero a su garganta, y luego a sus posaderas– estaba tan lejos y tan honda!

Adela Castañón

Foto: Pixabay

Siempre saludaba

Empiezo este reportaje hablando con Oliver en su pequeño estudio del barrio barcelonés de Gracia. El piso que compartía la pareja está lleno de fotos. En el lienzo de la pared en la que se apoya el sofá, nos recibe una Claudia a tamaño real. Los hombros sin cubrir y la cama deshecha insinúan su completa desnudez. Mira sonriente a la cámara mientras sujeta una rosa.

—Es de nuestro último aniversario —dice Oliver. Calla emocionado.

Claudia M. S. fue hallada sin vida el pasado diez de junio en este mismo apartamento. Apenas hacía una semana que había perdido a su madre por una larga enfermedad. Las primeras investigaciones apuntaron a un suicidio.

—Desde el primer momento le dije a la policía que se equivocaba —recuerda—. Por supuesto que estaba triste por la muerte de Georgina. ¡Era su madre! Pero lo teníamos asumido. Llevaba tanto tiempo luchando que casi fue un alivio que dejara de sufrir. Además, teníamos planes. Habíamos encontrado trabajo en Londres y nos íbamos en septiembre. A Claudia le ilusionaba dejar atrás Barcelona y empezar una nueva vida. No tenía sentido que se suicidara, y así se lo dije a los Mossos.

La primera autopsia reveló que Claudia había sufrido una sobredosis de amitriptilina, el componente de un antidepresivo con abundantes efectos secundarios que solo se dan en casos puntuales. La primera labor de los Mossos d’Esquadra fue averiguar de dónde lo había sacado. El Institut Català de Salut, que registra las recetas de este tipo de fármacos, confirmó que Blanca, la hermana de Claudia, tenía acceso a ellos. Nos reunimos con ella en los días posteriores a la muerte de su hermana.

—Me dijo que no podía dormir, que lo de mamá la estaba torturando —confesó Blanca sin parar de retorcerse las manos—. Ya le advertí que eran muy fuertes, que no debía pasarse con la dosis. Pero no me escuchó. Nunca lo hizo. Ella siempre llevó su vida como quiso, ¿sabe?

A la pregunta de por qué creía que Claudia no le había contado nada sobre su depresión a Oliver, su pareja, Blanca me contestó:

—Mi hermana siempre fue así —meneó la mano para acompañar sus palabras, como si con eso solo ya dejara claro a lo que se refería. Ante mi cara de estupefacción, continuó—. Siempre se había hecho la fuerte y le costaba mucho abrirse a los demás, incluso a él. Me lo contó a mí porque sabía que yo llevaba tiempo en tratamiento por depresión y la podía ayudar.

La policía tenía ya las pruebas necesarias para cerrar el caso pero la obstinación de Oliver no lo permitió. Él mismo encargó y pagó por una segunda opinión. Así fue como Ángela Martín, la jefa forense del Hospital Vall d’Ebron, puso en duda la primera autopsia: algunas de las nuevas pruebas podrían contradecir el suicidio.

—En el primer examen forense se hizo un análisis de sangre que confirmó la sobredosis. En ningún momento se revisó el contenido del estómago —nos cuenta la doctora Martín por teléfono—. Si lo hubieran hecho, habrían descubierto trazas de comida y medicamento, demostrando que la víctima los había consumido juntos. Por el estado de la digestión parece que la ingesta había sido a la hora de la comida, horas antes del fallecimiento.

La doctora Martín envió sin demora su informe al juzgado y a la comisaría encargada del caso. La policía sabía por la agenda de Claudia que aquel día había comido en casa de su hermana. ¿Había, pues, tomado el medicamento en casa de Blanca o había sido su hermana quien se lo había suministrado? Era imposible saberlo, así que solo les quedaba ponerla bajo vigilancia. Pero casi no hizo falta: empezó a mostrarse ansiosa por enterrar a su hermana y, según fuentes policiales, ella misma acudía cada mañana a la comisaría de Vallcarca para averiguar cuándo podría hacerlo. Llegó incluso a amenazar a un secretario que no quiso dejarla pasar al despacho del comisario Antúnez.

—Algo no iba bien —nos contó el Comisario—. Sabíamos que la mujer estaba supuestamente desequilibrada pero esa angustia por enterrar a su hermana no era normal. Le pedimos permiso a Oliver para hacer un paripé. Necesitábamos saber si el entierro tenía algo que ver con la muerte de Claudia.

Oliver accedió a un plan propio de película de Hollywood.  Lo planearon todo para enterrar una caja vacía bajo la atenta mirada del comisario y hombres y mujeres infiltrados como supuestos amigos de la pareja.

—Nunca en mis treinta años de profesión me había encontrado con algo así —nos relata el Comisario Antúnez—. Blanca apareció en el entierro como una viuda negra. Llevaba un vestido negro escotadísimo, tacones de aguja, los labios pintados de rojo. Parecía que fuera a una cita en vez de a un sepelio. Por si eso fuera poco, su actitud nos impactó. Despachaba con una palabra, si no con un gesto desdeñoso, a las personas que se le acercaban a darle el pésame y se movía de un lado a otro sin parar de mirar aquí y allá. Como si estuviera buscando o esperando a alguien.

»No se inmutó cuando los operarios introdujeron el ataúd en el nicho, aunque este estaba junto al que contenía los restos mortales de su madre desde hacía unas semanas—continuó Antúnez—. Ni siquiera miraba: ella seguía buscando por entre las hileras de tumbas del cementerio y siguió haciéndolo hasta que solo quedamos ella, Oliver y yo. Y se derrumbó. Acabó tirada en el suelo, llorando desconsolada. Cuando nos la llevamos a comisaría solo tuvimos que presionarla un poco para que nos lo confesara todo.

Blanca ya está en Wad-ras, el penal de mujeres, a la espera de juicio. Mientras tanto, Oliver me muestra fotografías de Claudia con su hermana. No quiere volver a ver la cara de su cuñada pero le duele perder las imágenes de su pareja.

—Blanca le explicó a la policía que en el entierro de su madre conoció a un hombre —me dice cabizbajo—. Intentó dar con él de nuevo pero solo sabía su nombre y no lo consiguió. Se obsesionó. Quería, necesitaba estar con él. Llegó a la conclusión de que, si había ido al entierro de su madre, iría también al de otro miembro de la familia.

—Y la única familia que le quedaba era Claudia.

—Sí. No podía esperar a que su hermana muriera de forma natural así que decidió acelerar las cosas. La invitó a comer, mezcló sus antidepresivos con la comida que le sirvió, y la mató.

Oigo salir el aire lentamente por la nariz de Oliver. Parece que esté contando hasta diez antes de continuar.

—Mató a su hermana para volver a ver a aquel desconocido.

Dejo a Oliver mirando las fotografías de Claudia. Antes de despedirnos, me confiesa que no cree que pueda recuperarse de un golpe como este. Yo tampoco creo que Barcelona olvide fácilmente este asesinato. Y, mientras tanto, en el barrio de Blanca siguen sin podérselo creer. Sus vecinos mantienen que era una chica cariñosa, educada. Normal. Y que siempre saludaba.

Carla Campos

@SoyCarlaC

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Imagen de Roman Kraft en Unsplash

Cuando los recuerdos te desgarran por dentro

A los músicos que guardan en sus notas los momentos más memorables de mi vida.

 

Los recuerdos navegan por mis venas. Como exploradores perdidos se deslizan por mi cuerpo y recorren cada parte del sistema circulatorio. Se me acelera el corazón. Cada latido es un rugido que me desgarra por dentro. Estoy rodeada de personas que cantan efusivas y se deshacen en ovaciones. El eco de las voces de miles de fanáticos me envuelve. Cierro los ojos y puedo verme ahí, de rodillas en el viejo rincón, donde el tiempo no tiene principio ni fin. Pensé que jamás volvería a ese lugar donde las emociones te atacan y te dejan indefenso.

Inhalo una bocanada de humo y me dejo llevar por el sonido agudo de las guitarras. La música de mi juventud me golpea en lo más profundo de mi ser. Los recuerdos siguen viajando por mi piel, danzan inquietos y se arremolinan en mi oído. Me susurran desdichas. Quieren que los deje ir, pero no tengo el valor para ver cómo se alejan de mi vida.

El sudor se me escurre por las manos mientras se forma un nudo alrededor de la garganta y las lágrimas que se amontonan en mis ojos me nublan la visión. Estoy al borde de un colapso, de caer desmayada encima de las personas que gritan y aplauden con frenesí.

Unos brazos me sujetan con fuerza. En ese instante perfecto me siento protegida. Seco mis lágrimas mientras sumerjo el rostro en una chaqueta de jean desgastada. El estallido de emociones contrariadas ha cesado en mi interior. Los latidos han disminuido su ímpetu.

Aún abrazada a mi novio, miro al escenario por encima de su hombro y ahí está él, de pie, imponente, comiéndose el mundo. Luce fantástico con sus pantalones de cuero, la camisa de jean ajustada al cuerpo y la guitarra que reposa sobre su cintura.

Con una reverencia agita su cabello ensortijado ante el público que sigue gritando enloquecido. En ese instante, nuestras miradas se encuentran y con una sonrisa sincera me devuelve a la Tierra.

 Mónica Solano

Imagen de Matteo Zambrano

¿Y si la historia hubiera sido otra?

La cara del conductor me resultaba familiar. Todavía no sé muy bien por qué detuvo su coche. Quizá me vio como un autoestopista necesitado e inofensivo. Viajaba solo, sin rumbo definido, con un macuto que se caía de viejo y una pequeña mochila de mano. Cuando algún vehículo se detenía para preguntarme adónde iba, respondía siempre lo mismo: “voy hacia delante”. Y allí estaba yo: casi en mitad de la nada. Subí al asiento del copiloto, y el conductor arrancó. De todos los que me habían cogido fue el único que no me preguntó por mi rumbo.

–Se avecina una tormenta –me dijo.

–Ajá –no supe que otra cosa contestarle.

–No podré llevarlo muy lejos, aunque en cualquier sitio estará mejor que en medio de esta carretera desierta cuando empiece a diluviar. Sé lo que me digo. Llevo viviendo aquí toda la vida.

Guardé silencio y giré el cuerpo para echar mi macuto a la trasera del coche. Sobre el plástico barato del asiento, reposaba la chaqueta de un uniforme indefinido. En el bolsillo derecho, una chapa cogida con un imperdible tenía grabado el nombre de Norman. Dejé la mochila pequeña entre mis piernas y continué sobre ruedas con mi huida hacia delante. Desde el principio de mi viaje, los kilómetros, lejos de alejarme de mis demonios internos, parecían querer acercarme a ellos. Recosté la cabeza en el asiento y tuve la sensación de que mi destino había cambiado de rumbo. Norman volvió a hablarme.

–Mi madre me espera. No le gusta quedarse sola de noche en nuestro motel cuando hay tormenta, pero no nos quedaba casi comida. No he tenido más remedio que salir a comprar –suspiró–. Cuando hace bueno, alguna vez me ha dejado quedarme a pasar la noche en el pueblo, ¿sabe? Aunque no sé bien por qué –suspiró de nuevo–. Luego está dos o tres días con la cara larga. Yo le digo siempre que no hago nada malo, y que de vez en cuando un hombre necesita un poco de espacio, ¿no cree?

Norman hablaba como si me conociera. O tal vez hablaba para sí mismo. A pesar de llevar toda su vida viviendo en esa zona desértica de Arizona, donde la media de curvas de la carretera era de una cada cien millas, o aún menos, conducía mirando al frente. Tuve la impresión de que, aunque cerrara los ojos, el coche llegaría solo hasta su motel. Pensé en su madre. Pensé en la mía. Me restregué los párpados con fuerza para dejar de pensar, pero la veía con la misma claridad que si la tuviera delante. A mi madre le habría gustado Norman. El único problema es que ninguno de los dos dejaría hablar al otro durante demasiado tiempo. Añoré el silencio, una vez más.

–El otro día recogí a otro autoestopista. A mi madre no le gusta que suba en mi coche a extraños. ¡Me mataría si se enterara de que a veces llevo a gente! Pero no tengo muchas ocasiones de hablar con alguien que no sea ella. Por eso le dije al hombre que no podía llevarlo conmigo hasta el motel, y que tendría que bajarse un poco antes de llegar. Era un tipo bajito, regordete y calvo, que estaba buscando exteriores para rodar una película, ¿sabe? Resulta que había pasado por esa carretera hacía un tiempo, y había visto nuestro motel. ¡Y había un asesinato en la película! Debía estar un poco loco, y por un momento casi pensé que mi madre tiene razón al decirme que el mundo está lleno de gente mala. ¡Imagínese! El tipo incluso me preguntó si no me importaría alquilarle nuestra casa y el motel para el rodaje. Hablaba por los codos.

–Ya.

Solté lo primero que me vino a la cabeza, que empezaba a dolerme. “No creo que hablara más que tú”, pensé. Me pregunté cómo habría logrado contar su historia ese tipo, con Norman encadenando frases a toda velocidad.

–Era bastante curioso, oiga. No paraba de soltar indirectas sobre su proyecto. Quiso saber si el motel Bates era rentable, y cuánto tiempo llevaba viviendo con mi madre. ¡Se notaba que no la conocía! ¡Ja! ¡Dejar su casa para rodar una película! ¡Ni en sueños! Y menos una como esa, con un crimen horrible por medio.

Miré por el retrovisor. Una tormenta de arena se acercaba a nuestro coche por detrás. Me pareció ver mis miedos acercándose a toda velocidad, a lomos de bolas de espino que rodaban casi sin tocar el suelo en brazos de la ventisca. Tragué saliva y me supo a tierra. Y Norman seguía hablando. Creo que le incomodaba el silencio.

–¿Sabe una cosa? El tipo ese, no me acuerdo de su nombre, quería rodar una historia en la que un hijo mata a su madre, pero luego no puede hacerse a la idea de su crimen y se vuelve majareta. Tiene su cadáver en el desván durante un montón de años… ¡Uf!… Una verdadera asquerosidad, ¿no le parece?

Observé a Norman con el rabillo del ojo. Era imposible que supiera nada. Me tranquilicé al ver que ni siquiera me miraba, pero me sentí obligado a decir algo.

–Suena horrible, sí.

La arena se nos acercaba por detrás, mientras que delante del coche se acumulaban nubarrones negros que oscurecieron el cielo en pocos minutos. Tuve la sensación de que me faltaba el aire. Me vino a la cabeza un pensamiento disparatado que aumentó mi dolor de cabeza: “mi vieja se reiría de mí si me viera ahora mismo muerto de miedo. Pero no creo que pueda ya reírse mucho con la boca llena de tierra. Y todo por tan poca cosa. Solo tendría que haberse ido a la residencia…”

–Convencí al tipo para que buscara otro sitio donde dormir. Incluso pasé de largo por el motel para llevarlo al pueblo que hay varias millas más lejos, aunque me supuso perder casi una hora entre la ida y la vuelta. Pero no quería bajo mi techo a alguien con la cabeza tan ida. ¡Hacer una película donde un hijo es capaz de matar a su madre!

Me devané los sesos buscando una respuesta, sin encontrarla. Pero Norman pareció hallarla dentro de su mente y siguió hablando.

–¿Sabe una cosa? No he tenido nunca novia. Y creo que me hubiera gustado casarme, pero no puedo hacerle eso a mamá. Al fin y al cabo, ella lo dio todo por mí. No. Ninguna madre se merece recibir de sus hijos nada más que amor –Norman empezó a frenar y detuvo el vehículo en el arcén. Tosió un poco–. Detrás de un par de curvas hay una gasolinera y tienen algunas habitaciones para alquilar. No puedo llevarlo más lejos. El motel queda a cinco minutos de aquí. Espere, le daré su macuto

Norman paró el motor y se giró hacia la izquierda para colgar bien el cinturón de seguridad antes de bajar del coche.

La mochila pequeña estaba a mis pies. Tenía abierta la cremallera. Me agaché, saqué el cuchillo de monte de su funda, y giré mi cuerpo hacia la izquierda para clavárselo en el costado.

En ese momento la arena nos alcanzó, las nubes estallaron y el cristal del coche comenzó a llenarse de goterones de barro. Empecé a verlo todo borroso. Miré la sangre que salía de la herida de Norman. En la oscuridad, tenía el color de la noche.

Adela Castañón

Imagen: Photopin

En el molino del Arba

De las fragolinas de mis ayeres

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Negra sombra que me asombras, vuelves haciéndome burla.
Rosalía de Castro

Orosia se quedó tan atolondrada que estuvo varios días sin reaccionar. Aquello le parecía imposible. “¿Cómo me lo han podido ocultar durante tantos años? Tengo que saberlo todo. ¡Todo!”.
Entonces, se arrebujaba entre unas mantas blanquecinas, como aquellas con las que un día sacaron a escondidas a una niña que acababa de nacer en el viejo molino de El Frago, en la orilla del Arba, mientras su cabeza no paraba de dar vueltas como las ruedas del molino.”
Todo había comenzado cuando el conde de Luna y su secretario llegaron para apalabrar el precio de la molienda de los quinientos cahíces de trigo que esperaban cosechar ese año. “¡Vaya fortuna!” —pensó el molinero—. “Estos no se me van a escapar. Ya me las arreglaré como sea”.
Estaban en tratos cuando apareció Candelaria, la hija pequeña del molinero, que se encargaba de servir aguardiente a los parroquianos. Esa adolescente, de carnes prietas y andar menudo, enloqueció al conde, que echaba la culpa de su fogosidad a lo rojizo de sus cabellos. Durante un buen tiempo la cortejó y la acosó. Y un día la violó.
A los tres meses, volvió el conde con los cahíces de trigo y el molinero le pidió un precio más elevado por la molienda como recompensa al silencio por el embarazo de su hija. El conde no aceptó el trato y el molinero lo amenazó con difamarlo entre las gentes de la ribera del Arba que acudían a moler. En ese tiempo, Candelaria había visitado a varias sanadoras pero, a pesar de sus pócimas, no había conseguido abortar.
Cuando su padre le comunicó la reacción del conde, como no estaba dispuesta a perder su honra, aparejó la yegua, tomo el camino de Luna y se presentó en el palacio condal. Después de una larga espera y muchas discusiones con los criados, consiguió hablar con el conde. Cuando lo vio, de un tirón le espetó lo que tantas veces había ensayado.
—Sepa, vuestra merced, que, si usted no repara lo que me ha hecho, divulgaré mi afrenta por las plazas y mercados. Yo misma me encargaré de que sea noticia en todos los molinos de la redolada. Sepa que los comerciantes lo llevarán en lenguas, que será un escándalo en las casas señoriales y que se le pudrirá el trigo en los graneros.
Candelaria, con sus gritos y sus ojos desorbitados, consiguió amilanarlo. Cuando ella abandonó el palacio, él buscó a su secretario y le ordenó que fuera al molino.
—Busca al molinero y proponle el siguiente trato. Dile que, como Candelaria es todavía muy niña, tú te casarás con su hermana mayor, antes de un mes. Y que cuando nazca mi vástago, lo adoptaréis y lo inscribiréis como vuestro.
El secretario se resistió y protestó, pero de nada le sirvió. A los pocos meses, el nuevo matrimonio de conveniencia condil se hizo cargo de la recién nacida Orosia. La envolvieron en una manta, blanquecina por el polvo de la molienda, y se marcharon a tierras lejanas, donde montaron una posada. Era una niña pelirroja, con un lunar en la nuca, igual que su progenitor. Con los años se convirtió en una de las posaderas más famosas de su entorno.
En la ribera del Arba se fueron olvidando estos hechos, pero quedaron en la memoria de algunas gentes que los divulgaron como conseja.
Y, un día, mientras Orosia servía a unos arrieros, les oyó contar una leyenda de las Altas Cinco Villas. Hablaba de un conde, de la hija de un molinero y de la niña que tuvieron en secreto. Una niña pelirroja con un lunar en la nuca. A medida que la iba oyendo volaba sobre su cabeza la negra sombra que la había perseguido desde que le había preguntado a su madre por el color de sus cabellos.

Carmen Romeo Peman

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Corral de la Fábrica de harinas de El Frago en la ribera del Arba

Imagen destacada: Fachada principal de la Fábrica de harinas de El Frago. Fotos de Carmen Romeo Pemán.

Porque aún puedo

Decía un sabio que escribir es lo más divertido que se puede hacer sin ayuda. Desde que descubrí la escritura, no ha habido un solo día, durante 80 años, que no la haya practicado.

Empecé, como otras chicas de mi edad, escribiendo en mi diario. Fue un regalo que se hizo de rogar pues, aunque lo pedí durante muchos años, mi madre no aceptó que tuviera uno hasta que hiciera la primera comunión. Nunca le pregunté por qué, ante mis súplicas, se negaba alegando que era demasiado pequeña para tener uno. Por qué una ceremonia religiosa tenía que marcar el paso a la edad adulta. ¡Ojalá pudiera preguntárselo!

En todo caso, cuando me regalaron aquel librito de cubiertas blancas y caramelizadas con un angelito en la tapa, me hicieron la niña más feliz del mundo. Superaba a cualquier otro regalo, así que nada más llegar a casa me lancé a escribir sobre mi comunión, mis cumpleaños, mi familia y mi vida. Quién me iba a decir que eso sería el impulso que necesitaba para escribir sobre otras vidas, otras familias, otros cumpleaños y otras comuniones.

En el colegio se metían conmigo porque me gustaba más quedarme leyendo que jugar a la comba con el resto de compañeras. Cuando llegaba a casa escribía sobre niñas decididas que pronto se convirtieron en adolescentes, y cambié las luchas contra dragones con nombres de matón de colegio por citas en parques solitarios a la luz de la luna. Y mi madre, cada vez que me veía atacando el papel con el bolígrafo, que siempre tenía que ser azul y, a veces, verde, me preguntaba: “¿Por qué escribes?” Y yo le respondía: “porque puedo”

Recuerdo mi primer relato. Por aquellos tiempos estaba perdidamente enamorada de un chico que no me hacía caso. Esto ponía el colofón a una adolescencia llena de hormonas, granos e inseguridades. Así que escribí sobre una chica de pelo largo y rasgos interesantes que quería ser sacerdotisa de Amón. Era una manera una manera de hablar de la aceptación de una misma así como de la búsqueda de reconocimiento por parte de los demás. Lo presenté a los juegos florales de aquel año y gané un premio que fue muy importante para mí. Mi profesor de literatura dejó de suspenderme por sistema, pues nunca le gustó el género que elegía en mis redacciones. Lo consideraba demasiado infantil. Pero lo más importante es que en casa dejaron de preguntarme por qué escribía.

Más adelante me matriculé en periodismo. Era una excusa perfecta para seguir dando rienda suelta a mi imaginación y escribir relatos entre noticia y noticia. Según mi ayudante, Sara, parí mi primera novela durante mi tercer año de carrera. Era una tragedia griega modernizada en la que había heroínas, muchachos inquietos y ancianos que llevaban toda la vida luchando por sus ideales. Disfruté todas y cada una de aquellas vidas tanto como la mía, y lo seguí haciendo con cada novela que escribí, incluso cuando, ya siendo reportera, me mandaron a lugares tan dispares como Sri Lanka o Nueva York. Mi marido, que en paz descanse, leía todo lo que escribía y me animaba a mandar mis textos a las editoriales. Con cada negativa me sentía como la sacerdotisa de mi primer relato, buscando ser aceptada en un selecto club en el que no había sitio para mí. Hasta que lo hubo.

No sé en qué año apareció una antología que recogía todas mis obras. No hace mucho, pero recuerdo a aquella gente a los pies del escenario y los flashes de las fotos titilando. Terence ya había muerto y me acompañaron nuestros hijos, que respondían por mí en la rueda de preguntas cuando yo no estaba segura de cuál era la respuesta. Al final tomé la palabra para explicar por qué llevaba tanto tiempo sin publicar.

Algunos me dicen que ya no debo escribir. Que mi mente no da para más porque hay algo ahí dentro que va apagando una a una las neuronas igual que se apagan las estancias de una casa abandonada. He olvidado muchas cosas, pero lo que más me duele es no recordar cómo se sujeta un bolígrafo que me ayude a plasmar con su tinta lo que aún burbujea en mi cabeza. La opción de abandonarme a placeres que no supongan ningún esfuerzo mental, y así dejar que mi cerebro se marchite sin oponer resistencia, es tentadora. Dicen que llega un momento en que ya no te sientes impotente por perder tus facultades. Dicen que eso pasa porque ya no solo olvidas a tu familia y a tus amigos sino que te olvidas a ti misma.

Pero cada día me siento con mi ayudante, mi querida Sara, que sujeta con paciencia mi bolígrafo. Escribe lo que le dicto, obvia lo que repito, ordena lo que le digo. Hay días que, con todo el tacto del que es capaz, me recomienda parar, pues no recuerdo cómo sigue el borrador en el que trabajamos por mucho que me concentro e intento encender luces ahí dentro. Y esos días siento que tengo que ir deprisa, acabar rápido con lo que estoy trabajando, porque podría llegar el día en el que no sepa nunca más qué es lo que viene a continuación.

Pero, ya lo decía un sabio, escribir es lo más divertido que se puede hacer sin ayuda. Y con ella.

Todavía hoy me preguntan por qué escribo. Y yo solo contesto: “Porque aún puedo”.

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

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Imagen de Coqueambrosoli0 en Pixabay

El día que llegaste a mi vida

A veces me pregunto cómo sería mi vida si no fuera madre. Si hubiera dedicado esa parte de mi existencia a navegar por el mundo. No les voy a mentir. Ser madre no me ha resultado una tarea fácil. El tiempo se ha convertido en un lujo. La palabra privacidad ha desaparecido de mi diccionario personal. Estoy en el último lugar de la lista para cumplir mis más profundos anhelos, porque esa pequeña personita por la que estoy dispuesta a dar la vida, y hasta a jurar en falso, encabeza mis prioridades. Y eso es así desde el 24 de agosto de 2004. El instante en el que mis manos tocaron la vida de una forma que no había creído posible. Ese día todo cambió para mí.

23 de agosto, 8:00 AM. Se han cumplido las cuarenta semanas. Han sido meses en los que la barriga ha crecido hasta el punto en que las rodillas soportan el peso con dificultad. Las manos están hinchadas y la cara se ha puesto un poquito regordeta. Cuando te miras en el espejo ves a una mujer diferente, a una desconocida. Pero, a pesar de las ojeras, el dolor en las articulaciones y las noches de insomnio, anhelas con todas las fuerzas ver al bebé que te está creciendo en el vientre.

Te atas el cabello con una coleta, te pones el vestido de maternidad y sales de casa directo a la clínica. Cuando llegas al consultorio, el médico te dice que no puede dejarte internada porque no hay señales de que el bebé vaya a nacer ese día. Te recomienda caminar. “Eso ayudará a que el bebé llegue pronto” te dice, mientras te aprieta la mano contra el hombro. Te sientes un poco frustrada, querías ver esa carita y tener el pequeño cuerpecito entre los brazos. No hay nada que hacer por el momento, así que vas a trabajar.

Es un día normal en la oficina. Clientes molestos, largas filas, los gruñidos de tu jefe que se escuchan por todo el pasillo. Nada extraordinario sucede mientras pasan las horas. Termina la jornada laboral y regresas a casa. Te pones unos zapatos cómodos y sales a caminar con tu esposo, como te sugirió el médico. Pasadas unas cuadras, sientes unas leves punzadas en el vientre. Recuerdas todo lo que te indicaron en el curso psicoprofiláctico, y empiezas a hacer una lista en la mente: la pañalera está preparada desde los siete meses de gestación, la carpeta con todos los exámenes médicos está en el armario de la habitación. “¿Qué más necesito?” No tienes idea. El dolor se hace más fuerte y se te nubla el juicio. Caminas de un lado a otro para mitigar un poco el dolor que viene y va, mientras tu esposo toma el tiempo de cada contracción con su reloj de pulsera. Cada vez son más frecuentes, entonces toma el teléfono y llama al doctor.

En menos de una hora una ambulancia se estaciona en la puerta de tu casa. El médico entra en la habitación y realiza los exámenes de rutina. Después de un tacto muy incómodo y algunos apuntes en su libreta decide llevarte a la clínica. No habías estado dentro de una ambulancia. Te sientes extraña. La sirena suena, pero no estás de muerte. Llevas una nueva vida en el vientre y quizás eso también sea tan importante como para detener el tráfico en las calles.

Cuando llegas a la clínica te recibe una enfermera con uniforme azul y zapatos blancos. Te realizan un examen físico integral y luego te acomodan en una camilla junto con otras madres que también están esperando para dar a luz. Algunas gritan, otras lloran, unas pocas, como tú, emiten quejidos moderados.

Llevas horas en la clínica, pero te parecen segundos. Ya es de madrugada y aún no te dicen nada. Estás ansiosa, agotada y, aunque quisieras dormir, el sueño se escapa de las posibilidades. Te frotas la barriga y le hablas al bebé. Le susurras cuánto deseas verlo, y en ese momento se acerca la enfermera y te dice que estás lista para entrar en el quirófano. Un escalofrío te recorre el cuerpo. Por fin vas a conocerlo.

La imagen del reloj colgado en la pared, enfrente de la silla de parto, te revuelve la bilis. Marca más de las siete de la mañana. “Llevo muchas horas en este hospital”, piensas. La blancura de la sala, el frío que te carcome los huesos y el olor a químicos aumentan la ansiedad, y te ponen los pelos de punta. La enfermera te ayuda a acomodarte en la silla y te da las indicaciones. Una vez más recuerdas el curso. Haces una inhalación profunda y a continuación, exhalas. Lo haces varias veces para contener el dolor y prepararte para pujar. Ya estás lista. Pujas con todas tus fuerzas, pero el bebé no quiere salir. Inhalas una vez más y pujas como si tu vida dependiera de ello. Y es en ese momento que ves en las manos del médico a un pequeño humano cubierto de fluidos y te preguntas: “¿Cómo algo tan maravilloso salió de mi cuerpo?”. Cuando el doctor te lo pone sobre el pecho te sientes aliviada. Cuentas sus deditos, inspeccionas sus brazos y piernas, lo miras directamente a los ojos y memorizas cada rasgo de su carita. No quieres que te lo cambien a la salida. Cierras los ojos y das gracias por vivir ese momento, luego miras el reloj en la pared. Marca las 8:40 AM del 24 de agosto. Es un día para no olvidar. Has conocido el amor en todas sus dimensiones. Tienes entre los brazos a la persona que te cambiará el mundo y todo lo que conoces y crees saber de la vida.

Dejo el lápiz sobre la mesa y miro el reloj. Marca las 8:40 AM. El corazón me da un salto. Durante trece años, el pequeño ser que cargué en mi vientre por nueve meses ha conmocionado mi mundo. Sigo mirándolo con la misma emoción, con el mismo fulgor en el corazón. Y cada día que tengo la oportunidad de abrir los ojos, me sigo sintiendo afortunada por tenerlo a mi lado y por verlo crecer. Después de todos estos años, cuando me pregunto cómo sería mi vida si no fuera madre, sigo teniendo la misma respuesta: no sería mi vida.

Mónica Solano

 

Imagen de Guillermo Cardona

 

Una historia vital y azul

Hoy os voy a contar un relato verídico, basado en hechos reales. Y no vulnera ninguna ley de protección de datos porque la protagonista soy yo misma.

Estoy matriculada en uno de los muchos cursos de escritura a los que suelo engancharme. El curso, “A la manera de”, consiste en escribir cada semana imitando el estilo de algún autor famoso. Hace poco le llegó el turno a Francisco Umbral (escritor español, 1932-2007), y en el material teórico correspondiente descubrí su libro “Mortal y Rosa”. Es el dolor hecho poesía. Es un llanto derramado en cada renglón por la muerte de su hijo, “Pincho”, que falleció de leucemia con solo seis años. Un libro único.

Soy madre de una persona especial. Aunque supongo que, para todos, nuestros hijos son personas especiales. Pero sentir tan dentro ese dolor del escritor por la pérdida del suyo me provocó las reflexiones que os quiero compartir. Aquí os las dejo.

Me despierto un buen día dentro de un curso. Me toca ser el mimo de un escritor famoso. El material incluye algún fragmento de su obra, y su lectura me atrapa sin remedio. La música del texto es tal que incluso compro el libro. Un libro que, tan solo por el título, “Mortal y Rosa”, ya quiero conocer. Me enredo entre sus líneas porque me hace pensar en cosas importantes. Y pienso mucho. Escamoteo minutos de mi tiempo porque la prosa de Francisco Umbral me atrapa, me enreda entre sus líneas. Y, cuando me doy cuenta, descubro muchas cosas.

Ese darme de bruces con un Mortal y Rosa me estremece. Me hace entender, de un golpe, que mi vida, que ahora siento tan plena, tampoco en el pasado fue el vacío absoluto donde yo creí estar. Y me arrepiento. Porque hace mucho tiempo, al principio de todo, me sentí estafada por la vida. Mi niño era mi niño, y no lo era. Y nadie lo entendía. ¡Tan solos, él y yo! ¡Qué triste soledad, vivida en compañía! Es duro comparar lo que ahora tengo con lo que se me muestra en ese libro. Pero no puedo evitarlo, y lo comparo.

Y ese Mortal y Rosa baja por mi garganta y me hace daño. Escuece, como debió escocer la hiel en la boca de Cristo al ser crucificado. Porque eso sí es vacío. Ese mortal, que me roba hasta el aire. Ese rosa, con aroma a corona, pero a corona fúnebre.

Lo mío no era eso. Mi vida, incluso entonces, tenía mucho sentido. Aunque no lo supiera. Porque esa vida, lo mismo que un buen maître, me dejaba elegir el plato que quisiera. Yo, todavía, sentada en esa mesa, tenía la potestad de decidir. De escoger entre miles de platos: dulces los unos, otros bien amargos. Ligeros o pesados. Pero en todo momento yo tuve libertad. Y todavía la tengo, y continúo eligiendo. No como Umbral. Su pena irreversible, la ausencia de ese hijo…

Vuelvo la vista atrás. Y me doy cuenta. Hubo un momento, cuando dejé de manotear en el mar de las lágrimas y comencé a remar. Y el barco se movió, aunque más que un navío era una humilde barca. Y solo con un par de tripulantes. Mi pequeño. Yo misma. Timonel y grumete, sin saber quién era quién en ese dúo. Empecé a creer que el mundo se movía, pero me equivocaba. Éramos nosotros dos los que avanzábamos.

Le doy gracias a Dios porque mi pluma escribe todavía con la sangre que corre por mis venas y por las de mi hijo. Mi escritura se nutre de la vida. Y la del pobre Umbral, porque nadie es más pobre que aquel que pierde un hijo, va escrita en color negro, igual que la ceniza, y vestida de un luto irrevocable.

Porque un hijo nos duele en los hijos de otros que aún alientan. En risas infantiles que se siguen oyendo. En unos gritos. En saltos, chapoteos en la piscina que alteran esas siestas de verano. En una bicicleta con la rueda pinchada, cuyo dueño no puede ni podrá reclamarnos su arreglo.

¡En qué cosas tan nimias puede doler esa ausencia del hijo!

Me pierdo nuevamente en mis recuerdos. Vuelvo a ver a ese niño, mi niño, oculto tras sus ojos de pequeño. Cautivo de sus brazos que ni abrazar sabían. Prisionero de una boca hecha de dientes mudos, obligada a un silencio impuesto y obligado. Me recuerdo muriendo de deseo, doliendo en mis entrañas esa necesidad de encontrar un camino, de buscar una puerta, o algún modo, para poder cruzar esa muralla. Para encontrarlo a él al otro lado.

Pero mi niño vive. Mi niño vivía entonces. Y, otra vez, se me clava en la carne ese Mortal y Rosa.

El nuestro es un camino que ha llegado a buen puerto. A través de baldosas amarillas, nos condujo a la tierra de Oz. Porque la magia existe. La magia es una hermana, es un amigo. Es una profesora experta en esa asignatura del amor, que imparte a manos llenas. Es mucha gente buena que, en todo ese trayecto, nos va ofreciendo asilo.

Mi niño se hace un hombre. Encuentra las palabras. Ahora sus brazos saben estrecharme. Los dos, en algún punto, ganamos la partida. La soledad ya solo es un recuerdo que no tiene cabida en nuestra vida.

Y tiene que llegar este momento. Un curso de escritura. Un minuto distinto, para una reflexión en un instante eterno.

¡Qué lleno de poesía ese mortal y rosa! ¡Y qué vacío tan grande sentimos derramarse en cada línea!

¡Qué equivocada estuve! Que nunca fue el vacío lo que yo tuve. Que mi niño, que lo era y no lo era, estuvo siempre allí. Y yo encontré el camino que me llevó hasta él. Y ahora es mi niño.

Y me duele pensar que cometí un error. Doy gracias a la vida, porque lo único que he llegado a saber sobre Mortal y Rosa se limita a las páginas leídas. Lo que yo tuve y tengo es otra cosa.

Porque es vital y de color azul. Como el autismo.

Adela Castañón

Foto: Unsplash. Frank Mckenna,

La traducción

Viendo el suceso en retrospectiva, sé que podría haber evitado todo aquello. Sin embargo, en aquel momento, el hangar de la nave aduanera me aterraba demasiado como para encontrar mi voz e imponerme a mi superior. Cuando bajé por la escalerilla del carguero con la tableta de registro en la mano y vi todos aquellos navíos interestelares rodeándonos, a tantos seres de cientos de lugares diferentes de la galaxia discutiendo con los burócratas y, aún peor, a los guardias armados hasta los dientes, solo fui capaz de esconderme detrás de mi capitán.

También tenéis que entender que el Capitan Riuk era un hombre peculiar. Criado en los bajos fondos de la Tierra, su intelecto pronto despuntó. Entró en el Cuerpo del Aire, donde tuvo que demostrar cada día que sus orígenes humildes no influían en su valía. En ese momento yo no lo sabía pero, con el tiempo, me explicó que aprendió a esconder sus debilidades y descubrí que, cuando se sentía inseguro o no sabía hacer algo, lo disimulaba con una determinación feroz, casi violenta.

Por eso, cuando lo vi al final de la escalerilla con la espalda recta, el traje azul de capitán tirante en la zona de la barriga y la cabeza plateada bien alta, pensé que parecía vivir aquel trámite cada día. La verdad, sin embargo, era que solo llevaba unos meses como capitán civil y nunca se le había dado bien el idioma de los comerciantes.

Y por eso estaba yo allí.

—El problema, señor, es que este idioma no está hecho para nosotros —le había dicho en una de nuestras primeras clases particulares de lengua. Con un puntero, señalé la laringe y la estructura del pico de los nusitanos, la raza que controlaba los vuelos interestelares comerciales. Ellos descubrieron y aseguraron los agujeros de gusano que permitían viajar con rapidez de una galaxia a otra y, al surgir la Mancomunidad de Mercados Galácticos y la necesidad de abarcar grandes distancias para el comercio, su lengua y su burocracia se impusieron sobre el resto—. Latiguean con la lengua contra los dientes, el pico y la garganta. Nosotros no la  tenemos tan larga y afilada por lo que nos limitamos a imitarlos lo mejor que podamos.

Cinco horas de clase cada día durante tres meses habían dado para mucho, pero no suficiente. Yo, que he pasado estudiándolo toda mi vida, lo sabía. Y él también, pero no parecía importarle. Cuando se le acercó el agente nusitano, Riuk inclinó la cabeza a modo de saludo y le dedicó una sonrisa confiada.

El burócrata sacó un ala de debajo de la capa gruesa y pesada que cubría todo su cuerpo. De entre las plumas pequeñas y puntiagudas de color petróleo surgió una extremidad delgada y nervuda que acababa en cuatro garras prensiles. Sostenía una tableta electrónica.

Respiré hondo. Empezaba el interrogatorio.

El burócrata dejó que su lengua repiqueteara contra el pico y, con una frase plagada de ces, jotas y erres, preguntó por la nave y el número de registro. “Vamos bien”, pensé. El capitán estaba contestando correctamente. Yo ya estaba descorchando mentalmente la botella de Hidrovodka cuando oí al capitán explicar cuál era nuestro cargamento y nuestro destino.

El nusitano levantó la cabeza, miró fijamente a Riuk con una expresión imposible de identificar y apuntó con agilidad en su tableta lo que acababa de oír. Yo, que me había quedado paralizada con la última respuesta de mi capitán, conseguí salir de mi estado y me acerqué a él.

—Señor, se ha equiv…

—Chiyo, calla —me interrumpió.

—Pero es que…

—No. Me. Desautorices.

Ahí. En ese momento. Habría sido todo tan fácil si hubiera vencido mi miedo a los enfrentamientos… Solo tendría que haber llamado la atención del nusitano y haberle dicho que mi capitán se había equivocado. Que nuestro destino era Khsmilo, el nombre por el que el resto de la galaxia conocía a Encélado, una de las lunas de Saturno. Khsmilo, no Khxmul, que en boca del capitán sonaba demasiado parecido.

Pero no pude, así que me limité a coger con fuerza la tableta de registro con manos temblorosas y ver cómo, en el formulario de registro, aparecía la información que el nusitano acaba de introducir y aprobar:

Mercancía: 1.800 humanos.

Destino: Khxmul, planta incineradora de residuos comerciales.

Itinerario aconsejado: Agujero de gusano 53.

Otros comentarios: La Mancomunidad de Mercados Galácticos le agradece su compromiso con el reciclaje.

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

Imagen de Torley