El traqueteo del vagón de metro siempre me da sueño. Esas cabezadas diarias, camino de mi trabajo, son las que más disfruto en todo el día. Pero hoy se han interrumpido por culpa de un golpe en mi cadera. Entreabro apenas un párpado; dos chicas jóvenes, muy concentradas en su charla, se han sentado justo enfrente de mí. Una de ellas me ha dado un rodillazo al pasar. Debe de ser la que está hablando con las cejas fruncidas, y creo que no se ha dado cuenta porque está enfrascada en la conversación y ni siquiera ha hecho un gesto de disculpa. Entorno otra vez los párpados, y continúo en la misma postura, con el bolso apretado entre mis brazos y mi cuerpo, pero el sueño se ha bajado en la parada donde se han subido las muchachas.
—…pues créetelo, Toñi.
El ruido de una cremallera tira de mi párpado, que se despega del otro unos milímetros, arrastrado por la curiosidad. La que está hablando saca de su mochila una bolsa con el logotipo de una farmacia.
—¡Mira, no puede estar más claro!
—¡Joé, tía! —Toñi abre mucho los ojos—. ¡Me cago en tó lo que se menea! ¿Se lo has dicho ya? Porque pa mí que le va a sentá como una patá en los guevos. —Las dos cabezas, muy juntas, se inclinan sobre el misterioso contenido de la bolsa.
—¿Tú crees? —La que habló primero se lleva el pulgar a la boca, y muerde la piel del dedo.
—O sea, que no le has dicho ná entoavía. Pos pa mí que lo tiés claro, Loles. —Aprieta los labios y se calla.
—¡Ay, Toñi! ¡Que no me llames Loles, joder! Que llevamos ya dos años en Madrid y sigues hablando igual de cateto que si acabaras de llegar del pueblo. ¿Qué trabajo te cuesta decirme Dolores?
—¿Pos y a ti qué más da? Yo hablo como me da la gana, bonita. Y tú habrás aprendío a hablar finolis, pero eso no te ha librao de meter la pata hasta el fondo. —Toñi se ablanda al ver que Loles hace un puchero—. No llores, tonta. ¿Y cuándo piensas decírselo?
Toñi obtiene el silencio por toda respuesta. Las cejas de Loles se elevan en el centro de la frente, como el tejado de una casa. Su nombre es un fiel reflejo de la expresión de su cara, mientras sigue tirando del padrastro con los dientes. “Como siga así, esta chica va a morir despellejada”, pienso.
—¡Ay, Toñi! ¡Que no me atrevo! Le va a sentar como un tiro. ¿Y si me dice que me lo quite? ¡Con lo que quiero a mi Lucas… y ahora esto! Si es que tampoco hemos hablado nunca de este tema y…
Toñi abre mucho la boca y agarra la mano de Loles con tanta fuerza, que su amiga se para a mitad de la frase. En vista de que Toñi no dice nada, Loles le sacude el brazo.
—¿Toñi? ¡Toñi! ¡Que parece que te ha dao un pasmo!
“Vaya, vaya”. Al oír la pronunciación de la última frase tengo que hacer un esfuerzo para no reír. Desde luego los nervios se han cargado la capa de barniz de chica de capital que luce la tal Loles.
—¡Loles, tía! Ya lo tengo. ¡Mándale un guasa!
—¿Quéeee? —Loles deja de morderse la piel del pulgar.
—Que le mandes un guasa, alelá. Échale una foto ar cacharro ese, y se la mandas.
—¿Estás tonta, o qué? —Ahora las cejas siguen oblicuas, pero en sentido inverso. Les faltan dos milímetros para juntarse en el entrecejo formando una “V” mayúscula.
Yo las sigo espiando con disimulo. Toñi calla. Las cejas de Loles deciden de una vez quedarse en horizontal. Deja de morderse el padrastro y manosea su mochila con las dos manos.
—¿Mandarle un WhatsApp? ¿Tú crees…?
Toñi sonríe con ganas. Tiene una dentadura preciosa del primer molar al último. Por toda respuesta, mete mano en la mochila de su amiga y saca el móvil. Veo a las dos manipular el teléfono y el contenido del paquete de la farmacia. Tengo que esforzarme para no inclinar mi cuerpo hacia delante y cotillear yo también. Mi otro párpado se levantó hace rato para imitar al primero, y puedo disfrutar del duelo de miradas de mis vecinas de asiento. Por suerte para mí, sigo siendo la mujer invisible.
—¡Hala! ¡Ya está!
La tregua del padrastro toca a su fin. Se suspende el indulto, Loles vuelve a las andadas, muerde que te muerde, y el pobre trozo de piel vuelve a sufrir el ataque de los dientes mientras su longitud va menguando. Por la cara de Loles pasa todo un muestrario de expresiones, que Toñi observa en silencio mientras suspira y espera a que su amiga asimile lo que ha hecho. Después de un minuto que parece eterno, Loles despega los labios del pulgar y habla por fin:
—¡Ay, Toñi! ¡Yo te mato! ¿Pero qué he hecho, Dios mío? ¿Cómo se te ha ocurrido darme esa idea? ¿Y tú dices que eres mi amiga?
—Pos claro que sí, tontarra, que eres una tontarra. Por eso, porque soy tu amiga, te he tenío que empujá. Si fuera sío yo, otro gallo cantaría. A ti se te va toa la fuersa por la boca, tía, pero a la hora de la verdá te fartan ovario. Además, ¿qué es lo peó que pué pasá? ¿Qué te mande a tomá por culo? ¡Pos que se joda, que tú no te quéas sola, leñe, que pa eso tiés a tu familia en el pueblo, me tiés a mí aquí…! —Toñi le da un pellizco cariñoso en la mejilla a su amiga y sonríe con media boca solamente—. Aunque entre porvo y porvo ya podíais haber hablao un poquito de los posibles ¿no? ¿Qué pasa? ¿Qué no había tiempo de hablá, ni tiempo pa ponerse un condón…?
El timbre del móvil las hace dar un respingo. Mejor dicho, el respingo lo damos las tres, aunque del mío ni se enteran. Loles todavía tiene el móvil en la mano, y por poco no se le cae al suelo del vagón.
—¡Toñi! ¡Ay, madre…!
—¡Contesta, tonta!
Loles atiende la llamada con un “¿Si?” y yo abro del todo los ojos aún a riesgo de perder mi incógnito. Veo cómo se chupa los labios y parpadea, sin dejar de morderse el padrastro. Empieza a respirar hondo y los botones de su blusa se tensan. No dice nada en todo el rato, y se despide con un “Vale”. Si Toñi no le pregunta en cinco segundos, lo haré yo aunque me mande a la mierda. Pero Toñi la interroga en ese instante. Nuestras rodillas se tocan, pero ni ella ni yo nos damos cuenta de que nos hemos echado hacia delante.
—¿Qué? ¿Era el Lucas? ¿Qué te ha dicho?
La sonrisa de Loles habla por sí sola. Le brillan los ojos.
Marcos, acodado en la barra del bar, mira a su alrededor. En el extremo del mostrador el camarero está secando vasos y suspira de vez en cuando echando miradas de reojo a los pocos clientes que quedan. La pareja que hay en una mesa de la esquina quizá se marche pronto, porque ella no para de mirar el reloj. Y el vigilante de seguridad que casi ha terminado el bocadillo y la cerveza tiene aspecto de estar a punto de comenzar un turno de noche. Todos parecen personas normales, piensa Marcos, con vidas normales, como la suya hasta hace poco tiempo. Las horas que lleva en ese bar le van pesando, pero tampoco tiene ganas de marcharse, ¿para qué? Espera a que el camarero mire hacia donde está él y, cuando lo hace, levanta la mano.
—Camarero, otro vodka, por favor. —Al ver que el hombre vacila, intenta sonreír sin conseguirlo del todo—. Me marcharé pronto, oiga, pero póngame otra, amigo —susurra dos palabras, más para sí que para el otro—. La necesito.
El camarero le sirve otro vodka y vuelve a su tarea. Marcos sujeta el vaso con la mano derecha y se inclina como si se asomara al interior de un pozo. El alcohol que circula por sus venas le juega una mala pasada, la misma que le han jugado las copas anteriores. Parpadea al ver que el líquido transparente del cubilete se agranda y toma la forma de un espejo circular que abarca todo su campo visual. Eso le recuerda los cuentos de hadas que le lee a su hija. En ellos existen criaturas fantásticas que ven el pasado y el futuro en piletas de piedra llenas de líquidos con extraños poderes, que suelen estar escondidas en cuevas misteriosas. Los dragones de esas historias son fáciles de identificar, siempre tienen alas y echan fuego por la boca, no como los monstruos de la vida real, esos que se camuflan bajo la piel de tu mejor amigo, con el que compartes cervezas y confidencias muchos sábados en el campo de golf.
Ahora la cueva de Marcos es el bar, y los vasos de vodka son su pasaporte para viajar en el tiempo.
Cuando apuró la primera copa, hace ya un par de horas, contempló ensimismado el fondo como si, en vez de contener restos de vodka, fueran los posos de una taza de té. Allí, en ese círculo mágico, se reencontró con las imágenes del día en que empezó todo. El día en el que su vida comenzó a escurrirse cuesta abajo con la misma determinación irrevocable del alcohol que baja hoy por su gaznate.
Conducía de camino a una cita de trabajo y, al parar en un semáforo, vio salir a su mujer de un hotel en compañía de Eugenio. Ellos no se dieron ni cuenta. Caminaban con las cabezas muy juntas, como conspiradores, ajenos a todo lo que no fuera su conversación. Ni siquiera levantaron la vista al escuchar la pitada que le dio el coche de atrás al ver que él no arrancaba cuando el semáforo cambió a verde. Mercedes y Eugenio se conocían desde mucho antes. Los dos eran ya parte de la plantilla de la oficina cuando él entró a trabajar allí. Estaba claro que su puesto siempre era el último, aunque hasta entonces no se hubiera dado cuenta.
El ruido de una silla al arrastrarse atrae la atención de Marcos. El vigilante ha terminado de cenar, se ha acercado a la barra y está pidiendo la cuenta.
Con la segunda copa, Marcos recordó su alegría y su incredulidad de diez años atrás cuando Mercedes, la chica más guapa de la oficina, quince años menor que él, aceptó su propuesta de matrimonio. Y no es que a ella le faltaran pretendientes, que había muchos con más pelo y menos barriga que él. Se armó de valor y le pidió una cita al notar que ella casi siempre sonreía cuando sus miradas se cruzaban. Él le hacía muchos favores, claro, pero igual que se los hacía al resto de compañeros, a los que siempre estaba dispuesto a ayudar. La secretaria del director, Encarna, una mujer casi de la edad de Marcos, siempre decía que, si él faltara, la oficina haría aguas. Encarna también le sonreía a menudo, pero sus muestras de simpatía, en comparación con las de Mercedes, tenían el brillo de una bombilla de cuarenta vatios que no podía competir con la luz del sol. Marcos se casó con su Mercedes dispuesto a apurar la copa de su felicidad mientras durase, porque tenía el convencimiento de que antes o después, posiblemente más temprano que tarde, llegaría alguien que lo desbancaría en el corazón de su mujer. Y no se equivocó. Alguien llegó, recordó Marcos mientras daba sorbos al tercer chupito, pero no fue como él esperaba. Su hija le demostró que el corazón de Mercedes tenía sitio para una persona más, y él se sintió feliz al compartirlo con su niña.
Un suspiro del camarero lo arranca de sus recuerdos. La pareja de la mesa se ha marchado y Marcos no se ha dado ni cuenta.
El cuarto vodka encendió un fuego ardiente y negro en su garganta y en su cabeza. La felicidad tenía la culpa de que él hubiera bajado la guardia. El día que descubrió lo de los cuernos se tragó su rabia y disimuló al llegar a su casa. Aquella noche no pudo dormir, y le pareció increíble que su mujer fuera capaz de conciliar el sueño con esa facilidad. Ni siquiera se despertó cada vez que él se removía en la cama. De madrugada, Marcos tuvo la sensación de haber pasado mil horas tendido sobre un colchón de clavos. Le ardía la cabeza. Reuniría pruebas, seguiría a ese par de traidores, y cuando lo tuviera todo atado pensaría cómo vengarse. Contrataría a un detective. Acusaría a Eugenio delante de los compañeros, aunque él quedara como un pobre cornudo. Le diría a Mercedes que se veía con otra mujer. Cualquier cosa. Ninguna. Todas. Era como si todo lo que imaginaba lo viera a través de un velo rojo, deformado, como cuando uno se mira en los espejos de la feria y no se reconoce al enfrentarse a unas imágenes desproporcionadas y absurdas.
El camarero ha terminado de secar los vasos y mueve las botellas de sitio haciendo un poco más de ruido de lo necesario. Marcos finge que no se da cuenta.
En el reflejo del quinto vodka se vio a sí mismo en el coche de alquiler, vigilando a su mujer los días posteriores al de su descubrimiento. Le invadió una satisfacción amarga al confirmar que Eugenio y Mercedes se veían varias veces. Una mañana se atrevió incluso a seguir a su mujer cuando caminaba. Ella entró en una tienda de artículos deportivos y, desde un portal cercano, Marcos observó cómo pagaba un juego de palos de golf de una marca bastante cara. La pena se le agarró a la garganta y le robó el aire cuando vio acercarse a su rival a la puerta de la tienda, y recibir de manos de su mujer el regalo primorosamente envuelto.
Una mosca estúpida choca una y otra vez con una botella de cristal, y rebota contra el vidrio igual que los recuerdos de Marcos dentro de su cerebro.
Ahora, con el sexto vodka delante, acaricia el borde del vaso con la yema de su dedo índice. No quiere terminarlo. Mira a su alrededor y confirma que los demás clientes se han marchado. El camarero, prudente y resignado, se ha sentado en un taburete que hay tras la esquina de la barra y desliza los ojos por la pantalla de su móvil. Marcos comprende que, si no se levanta y se marcha ya, terminará por perder la poca dignidad que le queda y se echará a llorar. Saca un billete de la cartera.
—Cóbreme, ¿quiere?
Al ver la sonrisa agradecida del hombre, y la presteza con la que se levanta del taburete, una lágrima escapa de su ojo derecho. Al menos esa noche ha hecho feliz a alguien. Aunque sea mínimamente, y se trate de un simple camarero.
Paga, se pone de pie con vacilación y camina hacia su casa. Durante el trayecto, va pasando revista a todo lo que ha evocado con cada copa. Deja salir una carcajada solitaria, rota como él. Al fin y al cabo, admite, desde que se casó con Mercedes estaba esperando que pasara lo que ha pasado. No debería ponerse así, no tendría que estar sorprendido. Y diez años ha sido mucho más tiempo del que imaginaba. Además, está Sonia, su niña, ese regalo inesperado. Y fue Mercedes la que planteó lo de convertirse en padres. Él, aunque lo deseaba, no se atrevía a pedirlo, no fuera a ser que con eso asustara a su joven esposa y acelerara su marcha.
Tropieza y está a punto de caerse. Menos mal que al alcance de su brazo hay una farola y se puede agarrar a ella antes de dar con la cara en el suelo. Las gafas se le resbalan, pero frenan de milagro al llegar a la punta de la nariz. Menos mal. Son nuevas y los cristales cuestan un dineral. Él se hubiera comprado unas gafas menos caras, pero Mercedes se negó. Ahora, con una sonrisa torcida, Marcos piensa que seguramente lo hizo porque así, de alguna manera mitigaría su culpabilidad. Las gafas son caras, sí, pero seguro que los palos de golf lo son todavía más.
Si lleva a cabo cualquiera de las burradas que ha estado planeando desde que descubrió el secreto de su mujer, ¿qué pasará con su hija? Sonia hace el año que viene la primera comunión y está igual de unida a su padre que a su madre. Con una lucidez inesperada se da cuenta de que no puede lastimar a su pequeña. Las lágrimas se le escapan ahora sin control. Al doblar una esquina choca con alguien y pierde el equilibrio. Queda sentado en el suelo de culo, con la cabeza gacha y las piernas abiertas, en una postura muy poco digna. La persona con la que ha tropezado extiende la mano y le ayuda a levantarse. Sus caras quedan a un palmo de distancia y la sorpresa es mutua:
—¡Pero… Marcos! —Eugenio tiene las cejas levantadas—. ¿Estás bien?
Marcos restriega la manga de su chaqueta por la cara y solo consigue extender los mocos. Menea la cabeza de lado a lado. No puede hablar. Eso es demasiado para una noche. Eugenio tiene todo lo que a él le falta: mejor sueldo, menos años, diez centímetros más de altura… Y Mercedes, su Mercedes, ¡es tan guapa y vale tanto! Quizá le permitan seguir estando en sus vidas, tendrán que hacerlo, porque a lo que no está dispuesto es a renunciar a Sonia.
Marcos se siente liberado. Por una vez en su vida va a ser el protagonista. Con esfuerzo, levanta el brazo derecho, que le pesa como nunca, y pone la mano en el hombro de Eugenio:
—Eugggeniooo… —Las sílabas se le alargan sin que lo pueda evitar. Tose un poco. Las seis copas le pasan factura y la garganta le arde—. Lo sé todo, pero no me importa.
—¿Que sabes qué?
—Lo tuyo con mi mujerrr. Os llevo vigilando varios diasss. Os he visssto. Sé en qué hotel os, os citáis. Y te, te ha regalado los palos de golf, os vi también ese día…
Eugenio se quita del hombro la mano de su amigo como si fuera una cagada de paloma. Las comisuras de su boca se tuercen hacia abajo y da un paso atrás. Empieza a lloviznar, pero ninguno se mueve. Por fin, Eugenio rompe el silencio.
—Eres un mierda, Marcos. Un mierda con suerte. Dile a Mercedes que me quite de la lista de invitados del día 30 y que avise al hotel que pongan un cubierto menos. O igual la llamo yo para decirle que le mandaré los putos palos a vuestra casa; ya no hace falta que se los guarde en mi piso. Total, le has jodido la sorpresa…
—¿Qué?
—Ya me has oído. ¿No es tu cumpleaños el 30? —La nuez de Eugenio sube y baja un par de veces—. ¡Ojalá las cosas fueran como tú piensas, cabrón! No sé qué coño vio Mercedes en ti. —Da media vuelta para marcharse, pero antes murmura—: Ya quisiera yo estar en tu pellejo…
De pronto Marcos siente que el alcohol ha dejado de quemarle. Le invade un frío hecho de mil cuchillas de hielo. A pesar de sus gafas caras, lo ha estado mirando todo con el cristal equivocado. Saber que Mercedes no le engaña le consuela solo unos segundos. Los mismos que tarda en pensar qué hará ella al enterarse de lo que ha pasado.
Marcos vuelve a tener miedo. En un reflejo de lucidez comprende que el peor rival, el que al final puede dar al traste con su matrimonio, lleva su nombre y su cara. Y no sabe cómo va a poder lidiar con eso.
La lluvia arrecia. Y el llanto de Marcos lo hace a la vez.
Hoy mi artículo tiene los mejores protagonistas del mundo: vosotros.
Porque todos y cada uno de los que estáis leyendo esto sois mis héroes.
Porque no es fácil ganar una batalla en soledad.
Porque si he podido vencer a los demonios del cansancio, del desaliento, de la inseguridad y muchos otros, y he conseguido escribir y publicar mi primera novela, Dame mi nombre, ha sido gracias a vuestro apoyo.
Por esas y por mil razones más, hoy, como os digo en este artículo, merecéis brillar uno por uno y recibir mi más sincero y emocionado agradecimiento.
Cuando era pequeña, recuerdo que muchos cuentos terminaban con aquello de «y se casaron, fueron felices y comieron perdices». Si trasladamos eso a la vida real, ahora que ya no soy una niña, sonrío y me digo con amor y con humor que ningún autor añadió a esos cuentos un capítulo más que dijera: «Y, por cierto, también vinieron la hipoteca, los niños, levantarse con los pelos de punta, y alguna que otra cosita así que olvidé mencionar». Y no es que me queje, eso nunca, y menos ahora que estoy en una nube.
Porque lo que ha conseguido que estos días mis pies no parezcan tocar el suelo es como un cuento escrito al revés, y ahora os lo explico:
Empecé a trabajar en mi novela y comenzaron los tropezones, los ratos de bajón, las ganas de tirar la toalla, los bloqueos, los pensamientos de «ay, madre, qué birria de historia me está saliendo» y, luego, vinieron nuevas batallas cuando llegó el turno de corregir, revisar, buscar portada, booktrailer, pensar la frase gancho, redactar una sinopsis que no fuera un spoiler total… En fin, como si eso fuera la parte nunca escrita de la cruda realidad que va detrás del final feliz de un cuento.
Y, cuando pensé que la publicación de mi novela pondría la palabra «Fin» en mi cuento de escritora, resulta que descubro que no es un fin, sino un principio: ahora estoy en la página esa en la que toca ser feliz y comer perdices. La parte difícil, la más dura, ha venido antes que esta otra parte de ilusión y de felicidad. Y eso es, en buena parte, porque mi criatura ya no es solo mía, ahora es vuestra, os pertenece, es del mundo, de los lectores, y no podía soñar ni de lejos con la acogida que ha recibido, que hemos recibido, tanto la novela como la autora.
Estoy abrumada, ilusionada, asustada, emocionada y podría escribir muchos más adjetivos aunque seguro que me quedaría corta. Pero, sobre todo, hay uno que destaca sobre los demás: me siento infinitamente agradecida. Gracias por vuestras palabras de apoyo, por vuestros comentarios, por vuestro cariño que son para mí como el mejor Premio Planeta.
Quiero pediros, además, un favor: si leéis mi historia, me encantará saber qué os ha parecido. Sobre todo me gustaría que compartierais conmigo lo que no os haya gustado, lo que os haya dejado con las cejas fruncidas, lo que echéis en falta. Todo lo que se os ocurra. ¡Y sin anestesia, jeje! Tengo ya otro borrador en el horno, y aunque el «embarazo» será largo (Dame mi nombre ha tardado tres años en ver la luz), quiero seguir aprendiendo a mejorar. Y os necesito para eso. Todos los comentarios serán bienvenidos y agradecidos, porque, como escritora, considero que aprender de los errores es una herramienta que no se debe desaprovechar. Gracias también por eso.
La felicidad no tiene precio, y vosotros, todos vosotros, me habéis regalado felicidad a manos llenas.
Por eso, hoy, merecéis ser los protagonistas de este cuento mío que habéis contribuido a crear y a hacerse realidad. El cuento de alguien que soñó con ser escritora y que lo consiguió gracias a que muchas personas la auparon hasta hacerla tocar el cielo con las manos.
Al principio solo era una idea, pero cuando él le pidió una copia del DNI y de la última nómina para firmar otro préstamo pequeño, “solo para nivelar los gastos un poco”, Andrea se atrevió a dar el paso.
—No —susurró más que hablar—. Dijiste hace dos meses que aquel sería el último préstamo que firmaríamos —carraspeó—. No quiero firmar más trampas…
—¿Esas tenemos? —Ramón se encogió de hombros y apretó los puños. La miró, con los ojos entornados—. Pues que sepas que algo hay que hacer. Si no piensas firmar, entonces habrá que reducir gastos…
—Vale…
—Pues tú misma, Andrea. Ya puedes ir avisando a la logopeda y al fisio de Tere, que la niña no necesita tantas tonterías y esos cabrones cobran un huevo. Así que el mes que viene no me pidas ni un euro para eso.
Desde que se casaron, las nóminas de los dos están domiciliadas en el Banco Popular, donde Ramón trabaja desde hace años. Andrea ni siquiera tiene tarjeta de crédito, ¿para qué? Cuando necesita dinero para la compra, o para las terapias de Tere, se lo dice a Ramón, que lo saca y se lo da.
La conversación terminó ahí, y al día siguiente Ramón ni le preguntó por el tema. Él, como siempre, había dicho la última palabra y ni siquiera se planteaba que no se hiciera lo que había decidido. Así que ella, en su oficina, aprovechó la media hora del desayuno para cruzar la calle y abrirse una cuenta bancaria en el BBVA que veía desde su escritorio. Esa mañana le faltó valor para hacer algo más, pero después de dos días de dolores de cabeza y de dos noches de insomnio, se acercó a la oficina de personal y cambió la domiciliación de su nómina. Si malo era no haber movido un dedo desde hacía tanto tiempo, peor le pareció quedarse a mitad de camino después de abrirse la cuenta.
Ahora, tres semanas después de aquella conversación y de su salto sin red, Andrea traga saliva. Tere ha tenido una mañana mala en el colegio, y la acaba de acostar para que duerma la siesta. Vuelve a la cocina y pone una olla con agua en la vitrocerámica para preparar macarrones. Ya es día 27 y no puede tardar en decirle a Ramón lo que ha hecho. El tiempo ha pasado volando y ella no ha encontrado el momento. Pero, si no se lo confiesa, cuando él vea que no ingresan su sueldo en la cuenta común será peor.
De pronto, como si el pensamiento de Andrea fuera un imán, escucha abrirse y cerrarse la puerta de la casa y, al poco rato, Ramón entra en la cocina. Ni siquiera saluda, hace tiempo que esa costumbre se perdió. Se sienta y la mira sin decir nada. Ella suelta el paquete de macarrones y saca de la nevera una cerveza que coloca en la mesa, delante de él.
—A ver si este mes cobráis pronto —dice Ramón, dando un sorbo—. El mes pasado nos quedamos en descubierto dos días porque cargaron la VISA antes de que te pagaran.
Como Andrea no responde, su marido continúa:
—Siempre os ingresan alrededor del 28 o 29.
Ella se encoge de hombros. Nunca ha sabido qué día le pagan. Bastante tiene con llevar en la cabeza todas las citas y las cosas de Tere.
—Pregúntale mañana a algún compañero si ha cobrado ya. Que necesito organizarme.
—Pero hay saldo, ¿no? —Andrea recuerda que hizo muchas horas extra el mes pasado.
—Ya, pero este mes la VISA viene alta.
Ella lo mira sin decir nada.
—No pongas esa cara de pánfila —resopla Ramón—. Hemos tenido muchos imprevistos.
Ella calla. Por lo visto, el móvil nuevo de él y el canal plus para ver los partidos ahora se llaman imprevistos… Piensa en Tere… Es ahora o nunca… La ocasión está ahí…
—Igual este mes cobro antes.
Él la mira y a su boca, que no a sus ojos, asoma un atisbo de sonrisa.
—¿Y eso? No me habías dicho nada.
—Te lo digo ahora.
—¿Y eso por…? —él repite la pregunta.
—Porque en el BBVA ingresan antes.
—No jodas. Eso ya lo sé. Anda qué… ¡Has descubierto la pólvora…! Pero a los demás bancos nos llega siempre con uno o dos días de retraso. Y te recuerdo que el mío no se llama BBVA.
—Ya. Pero es que van a pagarme por allí.
—¿Qué? Explícate, Andrea, que no me entero. Algunas veces eres tan difícil de entender como la niña.
—He abierto una cuenta en el BBVA y he domiciliado allí la nómina.
—¡Joder! Si al final va a resultar que hasta piensas, ¡se me tenía que haber ocurrido a mí! Mira por dónde has tenido una idea buena por una vez en tu vida. —Ella se envara y él arruga la frente—. Pero… a ver, ¿cómo has abierto la cuenta? Yo no he firmado nada.
—Está a mi nombre.
—¿Qué? ¿Qué está…? ¿Se puede saber qué has hecho?
Ella calla y aprieta los labios. Él se levanta y se pone a dar zancadas por la cocina.
—¡Que me digas qué coño has hecho! ¿Eres tonta o qué?
Ella sigue callada. Los labios se mantienen apretados, pero levanta la barbilla y le sostiene la mirada. Él aprieta los puños y acerca mucho la cara a la de ella, que hace un esfuerzo para no retroceder.
—A ver… Vamos a calmarnos un poco —dice él, con la voz una octava más baja—. Mañana mismo vamos al BBVA de los cojones y me pongo también de titular. Así podré hacer transferencias online cuando vea que te han ingresado, y disponemos antes del dinero. Todo tiene remedio.
—No —ella lo dice en voz baja, pero no tanto como para que él no la oiga.
—¿Qué? ¿Que no qué?
—Que no…
—¿A qué juegas?
—A nada… Cobraré antes… Y el mismo día que cobre, sacaré el dinero y te lo daré. Y tú lo ingresas en tu banco.
Dice “tu banco”, no “nuestro banco”, y los dos se dan cuenta, aunque ninguno lo dice. Durante unos instantes, el único ruido es el borboteo del agua, que está empezando a hervir. Ramón bebe otro sorbo de cerveza antes de hacer otra pregunta:
—¿Y entonces para qué has hecho esa gilipollez? No tiene sentido.
—Para mí, sí.
—¡Habrase visto…! Mira, más vale que me lo expliques, que no me chupo el dedo. Hasta tú, con tus cortas luces, sabes que eso es liar las cosas para nada. —Como ella calla, él se rasca la frente y repite—: Más vale que me lo expliques, porque no me creo que hayas hecho eso así porque sí.
Ella se sienta. Es como si sus piernas no existieran y el suelo se hubiera esfumado debajo de sus pies.
—Todo seguirá igual —Andrea trata de justificarse—. Tendrás el mismo dinero que hasta ahora.
—Que me digas la verdad, coño.
—He pedido hacer más horas extras y me han aceptado la petición.
—Cojonudo. ¿Y qué?
—Que lo que me paguen de más se quedará en esa cuenta. —Él la mira como si no hubiera entendido sus palabras, y ella se obliga a añadir—. Será para gastos extra, pero solo para Tere.
Él pone los brazos en jarras y suelta un gruñido.
—¿Conque esas tenemos? —Rememora la conversación de semanas atrás y no tarda en atar cabos—. Me la tenías guardada, ¿no? Claro, como tú no tienes que preocuparte de controlar los gastos, ni la luz, ni el agua, ni… Manda cojones… ¿Así que tu dinero se va a ir a los bolsillos de unos comecocos, en lugar de servir de ayuda para que no falte agua caliente ni un plato de comida en esta casa?
Ella baja la cabeza, pero se mantiene en un silencio firme.
—Mira —sigue él—, no me cabrees… Todos podemos equivocarnos. Mañana a la hora del desayuno me acerco a tu oficina y…
—No.
—Te digo que mañana vamos los dos al BBVA y arreglamos esto.
—No.
Él da dos o tres vueltas alrededor de la mesa. Ella no levanta los ojos. Solo ve los zapatos de Ramón, que aparecen y desaparecen de su campo visual. Siente las manos de su marido que le masajean el cuello.
—Nena…
El masaje es suave, pero hace que sus hombros se tensen más en lugar de relajarse. Él, aunque lo nota, sigue masajeando. Siempre se le ha dado bien.
—Mira, mujer, no hay que ponerse así. Si quieres que la niña siga con las dichosas clases, pues vale. Ya ahorraremos por otro lado. Pero en la cuenta nos vamos a poner los dos. Piensa un poco. Mis compañeros se preguntarían por qué, de pronto, la nómina de mi mujer deja de estar domiciliada. Y no podría decirles que te has quedado en el paro, porque verían luego el ingreso del dinero.
Ella, efectivamente, se da cuenta de que no ha pensado en eso. Él interpreta mal su silencio y sigue:
—No pasa nada, Andrea. Pero por eso te lo estoy explicando. ¿No comprendes que eso me pondría en ridículo? Piénsalo.
Andrea nota en su estómago el burbujeo de una risa histérica y se muerde la lengua para contenerla. ¡Que lo piense! ¡Pero si lleva un mes en el que su cabeza no para de dar vueltas!
—Tengo mi orgullo, ¿o es que no lo entiendes?
Ella suspira. Claro que lo entiende. ¡Cómo no lo va a entender! Mucho mejor de lo que él cree. Nota en el corazón dos latidos a destiempo y siente como si en su interior se hubiera abierto una jaula y un pajarillo asustado alzara el vuelo. Sacude los hombros y se libera de las manos de él.
—La cuenta se quedará a mi nombre. Y si tu autoestima se cae por los suelos, que salude allí a la mía, que lleva mucho tiempo bajo mínimos…
Andrea no puede creer que haya dicho eso, y se da cuenta de que Ramón también parece incrédulo. Él hace un último intento:
—¿Es que no te has enterado de todo lo que te acabo de explicar?
—Sí. Perfectamente.
—¿Y…?
Ella se encoge de hombros.
—Me da igual.
Se levanta y sale de la cocina. Se da cuenta de que hoy ha sido ella la que ha pronunciado la última palabra. A su espalda escucha el borboteo del agua, que lleva un rato hirviendo y ha empezado a derramarse sobre la vitro. O, quizá, lo que escucha es el nuevo brío con el que la sangre recorre su cuerpo, haciéndola sentir una alegría que se desborda como el agua de los macarrones.
Alisha era la mejor danzarina de su poblado y vivía con sus padres en una casa construida sobre pilares altos, como todas las del pueblo, para protegerse así de las inundaciones frecuentes. Siguiendo una antigua tradición hindú, en las semanas en las que había luna llena todos los jóvenes se reunían para bailar en un claro del bosque y Alisha era la primera en llegar y la última en retirarse. Aquello, sin embargo, no le agradaba a su padre.
—Alisha, esto no puede seguir así —le dijo un día—. Volverás a casa a la misma hora que las demás muchachas, o llegará el día en que no podrás ayudarle a tu madre por haber malgastado toda tu energía en el baile. Tenemos que empezar a trabajar en cuanto que sale el sol, porque de noche no hay luz. Y, si regresas con el alba, apenas duermes.
—Pero, padre —respondió ella—, bailar no me cansa. Y es como si la luna me pidiera que no parase jamás.
—¡Respétame, niña! —insistió su padre—. Basta de tonterías. Si vuelves a hacerlo dejarás de pertenecer a esta familia.
La jovencita bajó la cabeza y se propuso no disgustar a su padre. Pero cuando llegó la siguiente luna llena, embriagada por la danza, no se dio cuenta del paso del tiempo y volvió a quedarse sola. Regresó a su casa y vio, con pena y sorpresa, que habían retirado la escalera colgante de cuerda para subir hasta ella. Llamó y suplicó, pero solo obtuvo silencio.
Se alejó sintiendo que el corazón le pesaba como si se hubiera convertido en piedra, se tendió sobre una roca musgosa para pasar allí la noche y miró al cielo rezando para que al día siguiente su familia la perdonara. Entonces le pareció ver en el firmamento una estrella mucho más brillante que las demás: era el carruaje de plata de Yamir, el Príncipe de las Estrellas, que, como todas las noches, realizaba su recorrido por el firmamento. Alisha suspiró y se dijo en silencio: “Ojalá pudiera subir al cielo y danzar entre las estrellas. Si mi familia no me vuelve a aceptar, por lo menos no me sentiré tan sola”.
Nada más pensarlo, vio descender del cielo una sillita de plata, como la de un columpio, con el respaldo y los apoyabrazos forrados de terciopelo brillante, que colgaba de unas cuerdas que parecían hechas con luz de luna. La joven vaciló, su casa tiraba de su mente como un imán, pero su corazón se impuso y ella se subió a la silla, que empezó a ascender. Al llegar a la altura de la puerta de la casa, la silla, como si conociera las dudas de la joven, se detuvo un momento. Alisha miró al interior y vio a su familia dormida. Recordó entonces las duras palabras de su padre, se agarró con fuerza a las cuerdas y, como si esa hubiera sido una señal, la silla empezó a elevarse. Ella no lo sabía, pero su danza era un motivo de admiración para todos los habitantes de las alturas, tanto en el Reino del Sol, gobernado por el Príncipe Pawan, como en el de las Estrellas, donde reinaba su hermano Yamir.
La muchacha cerró los ojos y, cuando los abrió, vio ante ella a un joven muy apuesto que emanaba una luz suave que la envolvió como una caricia. Era Yamir, y le habló con una voz que sonaba a música.
—Alisha —le dijo el príncipe mientras se inclinaba ante ella—, he admirado tu baile en el claro del bosque, y me sentía feliz pensando que, cuando danzabas la noche entera hasta la salida de los primeros rayos de sol, quizá lo hacías para mí. Hace mucho que te amo, presentía que algún día me llamarías y hoy, por fin, he podido reunirme contigo.
El corazón de Alisha comprendió entonces el motivo por el que no podía parar de bailar en las noches de luna. Sin saberlo, ella también se había enamorado de Yamir cuando miraba hacia el cielo, y él, en ese mismo instante, leyó en los ojos de la joven que su amor era correspondido.
Alisha aceptó casarse con Yamir y no hubo ni un habitante en el Reino que no participara en los preparativos de la ceremonia. La boda se celebró con todos los lujos celestiales y aquella noche, en la Tierra, todo el mundo se asombró al ver en el firmamento una cantidad de estrellas brillantes como no habían contemplado jamás.
La vida de los recién casados transcurría dichosa. Alisha danzaba entre las estrellas para deleite de sus súbditos y de su esposo, que seguía recorriendo el cielo las noches de luna llena para llevar a la tierra luz a las criaturas que lo necesitaban. La nueva princesa se ganó el cariño de las estrellas y disfrutaba al saber que no había quien pusiera límites a su baile, que tanto gustaba a todos.
Pero no todo era felicidad. Pawan, el Príncipe del Sol, también amaba a la mujer de su hermano. Solo pudo contemplar los festejos de la boda desde un lugar alejado, en la otra orilla del río Azul, que era la frontera entre el Reino del Sol y el Reino de las Estrellas, pues su cuerpo desprendía un calor mucho más intenso que el de su hermano y nadie podía acercarse demasiado a él si no quería morir abrasado. Además, los celos lo consumían al no poder disfrutar nada más que de unos segundos del baile de Alisha, que siempre se retiraba a su casa con los primeros rayos del alba.
Al cabo de un tiempo, Alisha empezó a echar de menos a su familia, pero no se lo quiso decir a Yamir para que él no se sintiera desgraciado. Y él, al viajar en su carro, escuchaba el llanto del padre de Alisha cuando sobrevolaba su poblado y comprendía que el pobre hombre añoraba a su hija, pero tampoco se lo decía a Alisha para no entristecerla.
Una noche en la que Yamir estaba ausente surcando el cielo, el baile de Alisha la llevó hasta la orilla del Río Azul. Maravillada ante la limpieza y la frescura del agua, la joven estuvo danzando y mojando sus pies en la orilla, hasta que el sueño la rindió.
Pawan, que estaba a punto de cruzar el cielo a bordo de su carro de fuego, tirado por cuatro caballos de oro líquido, divisó a la mujer de su hermano dormida al borde del agua, y su soledad encendió en él una sed de venganza que no pudo resistir. Tomó una flecha incandescente de su carcaj, la disparó con fuerza y vio cómo se clavaba en el corazón de la joven, que murió al instante. La última estrella de la mañana, que fue testigo de todo, corrió a avisar a su príncipe, que regresaba en ese momento, pero nada pudieron hacer por la bailarina.
Todas las estrellas lloraron a Alisha, porque habían aprendido a quererla cuando bailaban con ella, y Yamir, que notaba un hueco en mitad del pecho, lloró abrazado a su esposa. Cuando sus lágrimas tocaron la piel de Alisha, el cuerpo de ella se cubrió de un montón de estrellas que brillaban como la plata. Entonces, pensando en los astros que vivían en los confines de su reino y que apenas habían podido disfrutar de la compañía de Alisha, Yamir tomó en sus manos un puñado de esas nuevas estrellas y las lanzó con fuerza al firmamento. Y así, en la Tierra, los hombres que solo tenían luz en las noches de luna llena vieron nacer en el cielo un resplandor blanco y brillante, formado por constelaciones luminosas que no se ocultaban nunca y que les servían de guía en las noches que antes eran de total oscuridad.
El príncipe suspiró y pensó que él tendría siempre el consuelo de la presencia de su esposa en las nuevas constelaciones que había creado, pero recordó con pena al padre de Alisha. Entonces tomó en su mano la última estrella que quedaba en el cuerpo de su mujer y la partió en miles de fragmentos muy pequeños. Los tomó en sus manos, sopló sobre ellos, y los dejó caer sobre la Tierra mientras pronunciaba unas palabras:
—¡Volad, pequeñas, volad y llevadle a los padres de mi amada la luz de su alma!
Los fragmentos de luz se posaron en el suelo y se convirtieron en pequeños insectos con luz propia que comenzaron a revolotear. Las amigas de Alisha, que bailaban en el claro del bosque, detuvieron su danza para observar mejor aquellas lucecitas.
—¡Qué hermosas son! —dijo una de ellas.
—¡Y con qué gracia se mueven! Su baile es único —dijo otra.
—Podríamos imitar sus movimientos —sugirió una tercera—, y aprender su danza. ¿No os recuerda a cómo bailaba Alisha?
El padre de Alisha, desde la altura de su casa, vio brillar luces en el bosque y, asombrado, comprobó que se movían y se juntaban formando la figura de su añorada hija. Comprendió que, de alguna manera, Alisha había vuelto a él y, después de tanto tiempo, su corazón encontró algo de consuelo.
Yamir, desde el cielo, sintió que el espíritu de Alisha le daba su bendición y, compadecido de su suegro y de los demás mortales, decidió dejar que aquellos pequeños mensajeros de luz, a los que llamó luciérnagas, se quedaran a vivir en la Tierra.
Pawan, arrepentido de su crimen, intentó acercarse a su hermano para pedirle perdón, pero Yamir, con el alma rota de dolor, le volvió la espalda en el instante en que murió Alisha. Desde aquel día, el Príncipe del Sol se vio condenado a la soledad más absoluta porque, cuando subía a su carro, su hermano abandonaba el cielo para no coincidir con él. Solo muy de vez en cuando se cruzan los caminos de los príncipes y, cuando se enfrentan, la Tierra se oscurece durante unos minutos porque el dolor de Yamir es capaz de eclipsar al mismo sol por mucho que sea su brillo.
Y, desde entonces, cuando hay un eclipse o en algunas noches sin luna, podemos ver a las luciérnagas que iluminan la oscuridad para recordarnos que la luz volverá a brillar en nuestras vidas.
Te veo venir con esos andares de oca que fueron lo primero que me llamó la atención de ti el día que nos conocimos. Aquel día, hace ya de eso seis años, tu hijo Enrique te seguía como un patito y sentí un poco de envidia al verlo caminar suelto, sin que tuvieras que llevarlo cogido de la mano como tenía que hacer yo con mi Jaime. ¡Seis años ya!, ¿te acuerdas, Puri? La psicóloga aquella del colegio nos había reunido a varios padres y allí estábamos todos, perdidos como frikis en la Edad Media y con nuestros niños a cuestas, claro. En aquella época era disparatado pensar en ir a ningún sitio si no era con ellos, porque, ¿a quién se los íbamos a dejar? La Cruz Roja nos había dejado un local para reunirnos, y había dos señoras voluntarias con pinta de abuelitas que se encargaron de cuidar a los pequeños en la sala de al lado, mientras todos nosotros, pobres padres náufragos, hablábamos.
Pero eso fue hace seis años y mil vidas. Hoy he quedado contigo para tomar un café como dos madres “normales”. Volvemos a tener vida propia, Puri. Eso que nunca creímos que podríamos recuperar. Veo que te acercas sonriendo, como siempre, y me levanto para darte un beso porque hace siglos que no nos vemos. Eso no importa, porque cuando nos encontramos siempre parece que nos acabamos de despedir. Es lo que tiene compartir esa experiencia de ser mamás de unos hijos especiales. Me miras y tus ojos me preguntan el motivo de mi llamada, de esta cita para tomar ese café que siempre aplazamos.
Disfruto un poco con el suspense. Espero a que el camarero venga a tomar nota y, hasta que no pone los cafés sobre la mesa, no entro en materia. Uno con leche y sin azúcar para mí. Para ti, uno con doble azucarillo y tu sempiterna palmera de chocolate.
—Sigo siendo una gordita feliz —me dices al verme levantar las cejas.
Yo me río. Las dos nos acordamos de que cuando nos conocimos yo tenía encima quince kilos más que ahora. Te reíste como una loca cuando te dije que no sabía qué hacer para ayudar a mi hijo, y que tenía el problema añadido de que mi frigorífico no tenía candado y mis visitas a su interior, buscando ahí un consuelo inexistente, superaban a las de los videos de Madona en el Youtube. “El chocolate puede ser terapéutico”, me dijiste entonces. Y por lo que veo, te sigues recetando la misma medicina.
Al final te lo cuento sin que me preguntes nada. Sabes de sobra que si te he hecho venir es por una buena razón y que mi noticia caerá por su peso. Cuando te digo que me ha llamado por teléfono la madre de un niño con autismo, tus ojos empiezan a brillar el doble de lo normal, y eso que no te está dando el sol en ellos. Intuyo que adivinas mi historia, pero ninguna de las dos nos queremos privar del placer de compartirla.
Te confieso que he citado a esa madre en este mismo sitio dentro de media hora, y tu sonrisa me confirma que no te importa lo más mínimo. Yo lo sé. Te digo que necesito que estés conmigo para dar credibilidad a lo que voy a contarle. Si somos dos, será menos difícil que nos crea.
—Mira, Puri —te digo—, tenemos que contarle a esa mamá que tú me llamaste por teléfono para invitarme a ir a tu casa hace seis años, después de aquella primera reunión, ¿te acuerdas? Y contarle también lo que te contesté, que sepa que te dije que no, que, si querías, vinieras tú a la mía. —Te miro y sonrío—. ¡Menuda carcajada soltaste, guapa! Todavía no se me ha olvidado. ¡Anda que…!
—Te tendí una trampa —me interrumpes y no me importa—. Sabía que, tal y como estaba entonces tu Jaime, no te atreverías a salir de tu casa para ir a otro sitio de visita. ¡Eso era impensable!
—Por eso te he llamado, Puri. Me ha costado la misma vida convencer a esta mamá para que venga hoy, y sé que no se va a quedar mucho tiempo. Así que necesitaba refuerzos.
Guardo silencio mientras te veo disfrutar con tu palmera. Una mota de chocolate se queda en la comisura de tu boca y pienso que tu sonrisa es lo más dulce del mundo. Parpadeo de prisa cuando recuerdo que aquella primera vez viniste tú a mi casa, con tu marido y con Enrique. Y al ver que no ponías cara de acelga cuando Jaime empezó con una de sus rabietas y a darse golpes en la cabeza, comprendí que todo iba a salir bien. Mientras yo sujetaba a mi niño, tal y como nos había dicho la psicóloga que había que hacer para extinguir esa conducta autolesiva, tú seguiste hablando como si nada. Y tu marido, igual. A veces pienso que aquella rabieta duró tan poco rato porque hasta el mismo Jaime debió extrañarse de que su comportamiento no atrajera tu atención ni lo más mínimo. ¡Pobrecito! Qué poco sabía yo entonces que esas autoagresiones eran una desesperada llamada de ayuda. La intención de sus golpes era la mejor del mundo: reclamar atención. Pero lo hacía de un modo totalmente equivocado, porque no tenía otras herramientas para comunicarse con nosotros. ¡Cuánto hemos aprendido desde entonces!
Estoy tan perdida en mis reflexiones que no me percato de que me estás mirando. Te ríes con ganas.
—¿Te acuerdas de la cara que pusiste cuando te dije aquello, Alicia?
—¿El qué?
—Lo de que tu Jaime me recordaba una barbaridad a mi Enrique cuando tenía su edad. —Me guiñas un ojo—. Pensaste que te estaba regalando una mentira piadosa, ¿eh, amiga?
—¡Cómo no iba a pensarlo, mujer! Que Enrique tenía entonces doce años, hablaba y se portaba como un hombrecito, ¡y mi Jaime, con seis, no decía ni mú y no podíamos casi ni pisar la calle con él, con aquellas rabietas y aquellos pollos que montaba! —Suspiro, pero es un suspiro feliz porque ahora es un muchachito distinto—. Parece mentira que pudiera formar aquellos espectáculos, con lo chico que era entonces.
—Aquello era la guerra, Alicia.
—Y tanto. ¡Si hasta me peleé un día con un vigilante del Hipercor!
—¡Anda ya! Eso no me lo habías contado nunca.
—Bah, fue una de tantas. El pobre hombre se me acercó cuando estaba yo por el pasillo de los congelados. Jaime había pillado una rabieta y como era enero o febrero, no me acuerdo bien, por esa zona no había casi clientes. Me metí allí para ver si se le pasaba, pero una mujer le dijo al vigilante que había una loca en la zona de los congelados que debía haber raptado a un niño, porque lo llevaba sentado en el carrito de la compra sin hacerle ni puñetero caso…
Las dos rompemos a reír tan fuerte que el camarero nos mira y levanta las cejas. Es normal que yo no te creyera entonces, Puri. Ahora lo sé. Jaime ha cumplido hace poco doce años. Tiene ahora la edad que tenía tu hijo cuando lo conocí, y es un perfecto calco de Enrique en aquella época. Seis años me ha costado convencerme de que no me mentías, de que tu Enrique, a la edad de mi Jaime, también pillaba rabietas y se daba golpe tras golpe, quizá luchando como un jabato contra ese autismo que nos vino a todos sin esperarlo, en lugar de aprender a vivir con él para encontrar su lugar en el mundo.
Puri, tesoro, cuando venga esta madre nueva tienes que ayudarme a contarle todo esto. Seguramente no nos va a creer del todo, pero yo tampoco te creí a ti, y sin embargo conseguiste convencerme de que había luz al final del túnel.
Su niño tiene ahora seis años. El otro día fui a su casa a tomar café con ella, porque la invité a la mía, como hiciste tú, y la respuesta fue la misma: “prefiero que vengas tú a mi casa, si no te importa”. Hay que ver como se repite la historia, amiga.
—¿Cuento contigo? —te pregunto.
Mueves la cabeza en una afirmación que no necesito escuchar. Y levantas la mano y le pides al camarero otra palmera de chocolate.
Mi abogada me ha dicho que es probable que mañana acabe todo. No cree que el jurado necesite más tiempo para reunirse y solo espera que el juez no sea demasiado duro con la sentencia. Porque, eso lo tengo claro, el mío es un caso perdido. No cabe la más mínima duda que he transgredido la ley. Y la culpa, eso también lo tengo claro, fue de mi trabajo.
Es inconcebible que en pleno siglo XXII los genetistas cometan errores, pero a veces ocurre, y yo soy una prueba de ello. La equivocación en mi codificación genética no hubiera sido un problema si yo hubiese trabajado en otro campo; es probable, incluso, que no hubiera llegado a darme cuenta de que era un poco diferente a los demás. Pero también es bastante probable que ese pequeño error en mis códigos influyera en mi elección cuando me llegó el turno de acceder al mercado laboral.
No se me había inmunizado contra la lectura.
Claro que todos los ciudadanos leíamos: por las mañanas, en los monitores de todas las viviendas de la ciudad, aparecían escritas las instrucciones, las novedades y las informaciones de interés general. Eso no era un problema. El problema fue que mi pequeña imperfección genética se convirtió a la vez en la causa y en la consecuencia de que mañana vayan a juzgarme, y es que la lectura me atraía como una droga. Creo que quizá, por eso mismo, yo no estaba preparado para ser el guardián de la biblioteca interactiva. ¡Si alguien lo hubiera sabido!, ¡si por lo menos se me hubiera ocurrido pensar en eso! Tal vez, en ese caso, hoy seguiría sido un sujeto prototípico y feliz. Pero, una vez que me dieron el empleo y empecé a trabajar con los libros, solo era cuestión de tiempo que cayera en la trampa. Y, claro está, caí.
Mi abogada me ha dicho que mi caso se ha mencionado en las noticias, pero solo para informar de que los equipos de genética trabajan en un nuevo protocolo de corrección de errores. Imagino que, como mucho, mis antiguos compañeros se habrán limitado a suponer que estoy en algún centro de salud genética para reparar el gen defectuoso. Es lo que yo hubiera pensado hace unos meses si estuviera en su lugar. No se lo reprocho. Pero tampoco puedo evitar una sonrisa triste al pensar qué diría Lydia si supiera lo que me está pasando. ¡Es tan distinta de todos nosotros! Ella, su mundo, resultarían incomprensibles para cualquiera de mis conciudadanos, habitantes perfectos de este mundo supuestamente igual de perfecto. Debí hablarle a Lydia de mi viaje en el tiempo cuando tuve ocasión. Fue un error no hacerlo, dejarla creer que todo lo que yo escribía eran historias de ficción futurista. Pero si le hubiese dicho que mis crónicas eran ciertas, que yo tenía en realidad cien años más que ella, o que su mundo del siglo XXI era historia en las bibliotecas de mi tiempo, me habría tomado por loco y tal vez me habría dejado. Y eso era algo que yo no estaba dispuesto a soportar. ¡Mi pobre y querida Lydia! Me estará echando de menos. Seguro que se pregunta por qué no he vuelto con ella.
Mi abogada no entiende por qué hice lo que hice. No entiende que yo haya puesto en juego mi existencia en nuestra perfecta civilización. Hemos alcanzado unas cotas de orden y una serie de comodidades materiales que nuestros antepasados no se habrían ni atrevido a soñar. ¿Puede haber algo mejor que tener asegurados los alimentos tanto en el trabajo como en casa en las horas indicadas?, ¿tener acceso al ocio solo con rellenar la correspondiente solicitud on line?, ¿disponer de una pareja con un simple clic en el formulario previsto para necesidades básicas? Hemos alcanzado cosas que eran verdaderas utopías en el siglo en el que está Lydia, lo sé. Pero, aún así, no puedo evitar ver mi mundo como una copia desvaída en blanco y negro del universo de color que es el mundo de su tiempo.
Ni mi abogada, ni los miembros del jurado, ni el juez comprenden las razones de que yo incurriera en una falta tan básica. No les cabe en la cabeza que cayera en la tentación de ojear las portadas de algunos libros cuando los llevaban a la biblioteca para ser almacenados y custodiados en la zona de alta seguridad. Y, para ser sinceros, yo tampoco sabría explicarles qué me hizo abrir un día uno de aquellos ejemplares antiguos, concretamente el que estaba catalogado en el locci temporal del siglo XXI. Mi abogada ha tratado de basar su defensa en el hecho de que el genetista encargado de mi programación cometió un error y no abolió el gen de la curiosidad lectora cuya alta carga viral se ha podido detectar en los análisis que me han realizado. Pero el fiscal ha jugado con ese dato para ponerlo en mi contra, y ha alegado que esos niveles tan elevados son la consecuencia de mi delito, y no la causa de él. Y posiblemente tenga razón, porque, desde que me descubrieron infringiendo la norma, el número de preguntas que invaden mi mente se multiplica sin cesar, incluso aquí, en mi confortable celda, mientras espero ser juzgado mañana.
Sabía que estaba terminantemente prohibido abrir un libro. Sabía que, si lo hacía, correría el riesgo de viajar sin protección en el tiempo, y me expondría a riesgos desconocidos. Lo sabía. Y, a pesar de eso, lo hice. Porque de un modo impreciso empezaba a ser consciente de que algo me diferenciaba de las demás personas.
Elegí un día en el que no había nadie más conmigo. “Solo será una miradita”, pensé. Me engañé y traté de justificar lo que iba a hacer diciéndome que así, al ver de cerca todas las imperfecciones e incomodidades de los humanos que nos habían precedido, quizá encontraría el modo de abortar esa molesta mutación que se iba apoderando de mis células y me provocaba una incómoda inquietud, como un cosquilleo debajo de la piel, que me hacía plantearme desear no sabía bien qué cosas.
Vivo, ¿o debería decir que “vivía”?, en un mundo feliz. Sin guerras. Sin hambre. Sin desempleo. Sin enfermedades. Sin incomodidades.
¿Por qué tuve que hacerlo? ¿Por qué lo hice?
Y, en el fondo, ¿qué más da? Me estoy haciendo la pregunta equivocada. La correcta, la que me mantiene entero, es esta: ¿Volvería a hacerlo?
Y la respuesta es que sí.
Por eso tengo un plan. No sé si funcionará, pero me aferro a la esperanza de que así sea. Esperanza. Otra palabra que se perdió en el diccionario cuando el siglo XXI dio paso al XXII. Otro regalo increíble de Lydia que, ojalá, me ayude ahora.
Voy a decirle a mi abogada que todo empezó por un tremendo error. Que el libro se me resbaló de las manos por accidente y cayó al suelo abierto. Y que al cogerlo y tratar de cerrarlo mis manos se posaron en las páginas y viajé sin querer cien años atrás. Tengo la esperanza de que ni ella, ni el juez, ni el jurado hayan pensado que ese no era ni mucho menos mi primer viaje. Si consigo convencerlos de que ha sido solo una vez, puede que tenga una oportunidad. Si me absuelven es muy probable que recupere mi empleo. Y entonces, a la primera ocasión, arrancaré y mezclaré todas las páginas de los libros del locci del siglo XXI, y les prenderé fuego para que nadie pueda seguirme hasta allí. Cerraré definitivamente la puerta entre nuestros mundos, el de Lydia y el mío.
En el siglo pasado me espera ella. Con Lydia no practico un coito perfecto, con ella hago el amor. Echo de menos los chirridos de la cama cuando se da la vuelta dormida, comer lo que prepara, sin saber si el punto de sal estará bien, acostarnos cada día a una hora distinta. Disfrutar de eso que ella llama vacaciones de fin de semana. Hasta echo de menos sus reproches cuando me acusa de no querer contarle nada de ese trabajo mío que me aleja de ella casi la mitad del tiempo. Al principio, acercarme a Lydia fue solo parte del experimento. Iba a ser algo provisional. Pero se adueñó de mí algo desconocido y tan fuerte que empecé a prolongar mi estancia en su tiempo y mis viajes fueron cada vez más arriesgados.
Por eso me atraparon. Porque volví de uno de esos viajes demasiado feliz, demasiado distraído, demasiado relajado.
Ella me había puesto una flor en la oreja, y no me di cuenta.
Y ellos la vieron enseguida.
Ojalá se crean mi mentira. Ojalá salga todo bien.
Ojalá pueda volver con Lydia y seguir escribiendo y escribiendo todo lo que le cuento de mi época, sin decirle que es cierto. Y ojalá pueda hacerla feliz. Ella dice que mis historias se están vendiendo muy bien y sueña con el día en que deje mi supuesto trabajo para convertirme en escritor y pasar a su lado todo el tiempo, y no la mitad, como hice hasta ahora. Porque he descubierto que me gusta incluso eso que ella llama celos, y no quiero que esos celos por el tiempo que paso en mi siglo terminen por hacer que se aleje de mí.
Quizá, a fin de cuentas, mi error se convierta en mi salvación.
Ojalá.
Ya no hay vuelta atrás ni, aunque la hubiera, la querría. Mañana me juego mi futuro. O, quizá, me juego mi pasado.
Me sobresalté y di un bote en la silla al escuchar el ruido de algo que se rompía. Dejé el lápiz sobre mi cuaderno escolar y me levanté. La abuela Chang, con los ojos desbordados, caminaba hacia su cuarto con toda la rapidez que le permitían sus pequeños pies. Cuando era niña se los habían vendado en China y usaba zapatillas mucho más pequeñas que las mías, a pesar de que yo solo tenía diez años y los pies pequeños. Abrí mucho los ojos.
–Mamá, ¿por qué llora la abuela?
Mi madre estaba arrodillada de espaldas a mí y recogía los fragmentos del jarrón que acababa de romperse al caer al suelo. Los dejó sobre la mesa con mucho cuidado, se volvió y me miró. Abrí los ojos todavía un poco más y contuve la respiración. Nunca había visto llorar a la vez a mi madre y a mi abuela, las dos mujeres de mi vida. Vale que la abuela veía regular sin gafas, y que había tropezado con el mueble donde estaba el jarrón, pero tampoco creía yo que la cosa fuera para tanto. Al ver cómo brillaban los ojos de mi madre, los míos me empezaron a picar. Sin embargo, no tuve que preguntar nada. Mamá era un hada que me leía el pensamiento y habló en voz muy bajita:
–No te preocupes, Yu-Lin. Tu abuela llora porque ahora mismo le sangra el corazón.
–Pero si ni siquiera se ha cortado, mamá. Y tú tampoco te has enfadado. ¿Por qué estáis así? –Mi cara también era transparente para mamá, que me regaló una sonrisa triste–. No es para tanto, ¿no?
–Anda, preciosa –me dijo–, ayúdame a recoger y luego intentaremos pegar los pedazos. Y te contaré una historia mientras recogemos.
Mamá sacó un pañuelo del bolsillo de su bata y se secó las lágrimas. Me puse a echarle una mano y ella empezó a hablar sin mirarme.
–Hace muchos, muchos años, nuestros antepasados vivían en China. Y el jarrón que se ha roto ha acompañado a nuestra familia desde que lo fabricó un tataratatarabuelo tuyo. En ese jarrón, aparte de las flores que ponemos muchas veces, estaban, en cierto modo, las raíces de nuestra familia. Por eso llora tu abuela.
–Pero no es más que un jarrón.
–Te equivocas. Parece, parecía –mamá suspiró– un simple jarrón. Pero en realidad era la prueba de una historia de amor.
–¡Hala!
Cogí uno de los trozos con algo más de cuidado. No me había fijado nunca en que tenía un brillo distinto a todos los brillos. Era como si estuviera cubierto de una piel de bebé perfecta. Miré con atención y vi parte del dibujo de la cola de un pavo real. Las plumas estaban tan bien dibujadas que estuve a punto de soplar para ver si se movían. ¿Y mamá decía que ahí había una historia? ¡Guau! La cosa empezaba a interesarme. Mamá comenzó a narrar:
–Zhang, que así se llamaba nuestro antepasado, vivía en China y dirigía una fábrica de porcelana en la que se creaban piezas únicas y exclusivas para el emperador Minh Mang, último de la dinastía Song, conocido por la ferocidad y la severidad con la que gobernaba. Una de las cosas de las que más se enorgullecía era de que ningún otro país poseía el secreto de la fabricación de unas porcelanas como las suyas. Ese secreto era un misterio muy bien guardado al que solo unos pocos tenían acceso, y Zhang era uno de los elegidos. Su fábrica era la mejor de China, y él se encargaba de que funcionara a la perfección para que todo estuviera a gusto de Minh Mang.
–¡Hala! –repetí.
–Para guardar el secreto, Zhang distribuía el trabajo de forma que cada grupo de obreros tenía siempre la misma tarea, y además contrataba siempre a operarios que no se conocían entre ellos. El emperador estaba orgulloso de su trabajo y la familia de Zhang se sentía igual porque era un gran honor que el cabeza de familia sirviera tan bien a su majestad imperial.
–¿Y qué pasó?
–Verás, el hijo del emperador se enamoró de la princesa de un país vecino. Decidió pedir su mano y quiso hacerle un regalo tan bello que no existiera otro igual en el mundo. Y entonces le encargó a Zhang que fabricara un jarrón que fuera tan delicado como el cutis de su amada, y brillara igual que ella, como una joya preciosa bajo la luz de la luna.
–¿Y lo hizo? –miré de reojo los trozos de jarrón. La verdad es que eran bien bonitos, a pesar de estar rotos.
–Bueno, Yu-Lin, la tarea no era fácil, ¿sabes? Zhang probó y probó fórmulas distintas, intentó combinar a diferentes temperaturas los minerales con los que se fabricaba la porcelana. Algún día tu padre te lo explicará, él entiende mucho de esto. De momento solo necesitas saber que Zhang mezcló tres minerales que algún día estudiarás, cuarzo, caolín y feldespato, y, aunque obtenía piezas de una hermosura nunca vista, ninguna llegaba a satisfacer del todo los deseos del príncipe.
–¿Y qué pasó? –repetí. Me fijé en más piezas; los dibujos, aunque no se veían enteros, parecían vivos. Empecé a entender la pena de mamá y de la abuela y suspiré.
–Zhang estaba desesperado, y su esposa veía cómo pasaba las noches sin dormir, pensando cómo resolver aquel problema. Ella era una mujer buena y había oído historias sobre lo mucho que sabía el hombre más anciano del pueblo, así que acudió a pedirle consejo. El anciano, agradecido porque la mujer de Zhang siempre le había dado comida y bebida cuando lo necesitó, le contó entonces un secreto que ni siquiera Zhang conocía.
–¡Ohhh! –aquello era mejor que los dibujos animados de la tele.
–Había una porcelana que se fabricaba con un cuarto ingrediente.
–¿Sí? ¿Cuál?
–Con huesos.
Mamá se detuvo y me miró a los ojos. Yo había perdido el habla. ¿Con huesos…?
–Tenían que ser huesos puros, de un alma buena. Ni siquiera Zhang conocía ese secreto. Entonces la mujer de Zhang, que sufría al ver la preocupación de su esposo, le pidió al anciano que le cortara las piernas por la rodilla, que triturara sus huesos y se los ofreciera a Zhang sin confesar su origen. El hombre, sabiendo lo mucho que Zhang y su familia se jugaban si no conseguían satisfacer al príncipe, hizo lo que le pedía tu tataratatarabuela. Le llevó el polvo de huesos a Zhang, que no supo lo que su esposa había hecho por él porque no salía de su taller ni de día ni de noche, ocupado a todas horas en buscar una solución. Con ese cuarto ingrediente, Zhang fabricó un jarrón maravilloso porque el calcio de los huesos añadido a los otros materiales dio como resultado una porcelana de una pureza excepcional que, además, era traslúcida y brillante como el cutis de la princesa.
–¿Y el jarrón que se ha roto era…?
–Sí, Yu-Lin. Era ese jarrón, que ha pasado de mano en mano por todas las generaciones de nuestra familia.
–¿Y por qué lo tenemos nosotros? ¿Acaso no le gustó a la princesa?
–Claro que le gustó. De hecho, ella y el hijo del emperador se casaron. Pero cuando el emperador supo lo que había hecho la mujer de Zhang, su duro corazón se enterneció y decidió que ese amor merecía tener la más bella recompensa. Lo habló con su hijo y con su prometida, y todos estuvieron de acuerdo en que el jarrón merecía quedarse en nuestra familia como recompensa por el sacrificio que la mujer de Zhang había hecho por su esposo, y que era la prueba de un amor infinito.
–Mamá…
–Dime, Yu-Lin.
–Voy a ayudarte a pegar el jarrón. Y se lo daremos a la abuela. Creo que ahora tiene más valor, ¿sabes? No importa que se haya roto, eso no lo hace menos bello, y seguro que Zhang todavía quiso más a su esposa, aunque ella perdiera las piernas. Lo más bonito no es siempre lo más bello, ¿no crees, mamá?
Mi madre dejó el último fragmento sobre la mesa y me acarició la cara con las dos manos. Su sonrisa me calentó como el sol y, antes de hablar, me dio un beso en la frente.
–Claro que sí, Yu-Lin. Eres una niña sabia y buena. Anda, ve a la habitación de tu abuela y dile lo mismo que me has dicho a mí.
Obedecí, entré en el cuarto y hablé con mi abuela.
Cuando salí, mamá y ella habían dejado de llorar, aunque a las tres nos seguían brillando los ojos casi casi tanto como brillaba la porcelana del jarrón de mi familia.
Cuando era joven solía preguntarme por qué mi madre llevaba siempre manga larga. Suponía que era una más de sus manías, y por eso, porque creí que esa era la respuesta, nunca se lo pregunté. Mi madre era así.
Se casó con mi padre, un trabajador agrícola, y desdeñó al militar que la pretendía y que era, según decían todos, más rico, más guapo, más apuesto y más de todo. Mamá escuchaba mucho y hablaba poco, y papá era justo lo contrario. Recuerdo que un día papá nos contó a mi hermano y a mí que, cuando le preguntaba a mamá que por qué lo escogió a él, ella solo contestaba: “Ya sabes, manías mías. Pero lo que importa es que te quiero y que nos va muy bien”.
Mamá se empeñó en que yo fuera al instituto en vez de al colegio de las monjas, y eso que papá había progresado, teníamos dinero y podíamos permitírnoslo. A mí me hubiera gustado ir allí; las alumnas de ese centro se reconocían a la legua por su clase, por sus preciosos uniformes y a mí me parecía genial, pero mamá fue inflexible. Me dijo que yo podría tener las mismas actividades extraescolares que las niñas del colegio sin necesidad de asistir a él. Y cumplió su palabra, tuve clases de baile, de equitación, de música y de todo lo que pedí. Sin embargo, su única respuesta cuando le preguntaba por qué no me había dejado ir a un colegio tan selecto era siempre la misma: “manías mías”.
Mi hermano quiso hacer la primera comunión vestido de almirante, pero no sé cómo se las apañó mamá para convencerlo de que lo hiciera con un simple traje de chaqueta. Y eso que seguíamos siendo bastante ricos. Cuando le pregunté a Paco que qué le había dicho mamá para que cambiara de opinión, mi hermano se encogió de hombros y me dio una respuesta bien simple: “no me acuerdo, supongo que es una manía suya y a mí, la verdad, tampoco me importa demasiado darle gusto”.
Cuando mamá enfermó, todo ocurrió demasiado rápido. Al comprender que no saldría con vida del hospital, me pidió que hiciera dos cosas por ella. Una, que, para enterrarla, le pusiéramos cualquier traje de calle, de manga larga. Le dije que sí, y antes de que pudiera preguntarle por qué, me sonrió y me guiñó un ojo: “manías mías, ya sabes”. Y la otra, que le evitara a mi padre el dolor de tener que ocuparse de sus cosas, que me hiciera cargo de todo, y que quemara los papeles que tenía en una sombrerera en lo alto de su armario.
El cáncer se la llevó demasiado pronto. Quise lavarla y prepararla yo, y al descubrir su brazo derecho tuve la sensación de que una garra apretaba mi garganta. Una serie de números tatuados ocupaban casi toda su longitud. Al volver del cementerio quemé en la chimenea los papeles de la sombrerera. Mis ojos se emborronaron mientras veía retorcerse y convertirse en cenizas un montón de instantáneas en blanco y negro, con unos hornos gigantescos al fondo y, en primer plano, un grupo de militares gallardos y uniformados que custodiaban a un rebaño de esqueletos, todos vestidos de gris.
Al día siguiente busqué un trabajo donde no necesitara llevar uniforme.
Sí, me refiero a ti que me estás leyendo. En serio. ¡Necesito tu ayuda, y ahora te explico por qué!
Verás, estoy haciendo un curso de escritura online, y hace un rato empecé a escribir mi ejercicio de esta semana. Todo iba muy bien, el narrador de mi historia era muy cercano, tan real que ya casi parecía de la familia. Yo estaba tan entusiasmada que no me di cuenta de que era muy tarde. La espalda me dolía y me picaban los ojos. Los cerré y me estiré en el sillón durante un tiempo que no creo que llegara ni a medio minuto. Al abrirlos, mis dedos se quedaron en el aire, sin llegar a tocar el teclado, cuando vi en el monitor una frase que no recordaba haber escrito:
—¿Por qué has parado de escribir?
Me froté los párpados. Debía de estar más cansada de lo que creía.
—¿Qué…? —Sabía que estaba sola, pero no pude evitar preguntarme eso en voz alta. En la pantalla, mientras yo parpadeaba, había aparecido otra frase:
—Que por qué has parado de escribir.
Te prometo, lector, que yo no había tocado el teclado. Pero la frase, surgida de la nada, estaba ahí, delante de mis ojos. Pensarás que es cansancio, lo sé, es lo que yo te hubiera dicho, así que intenté relajarme. Cerré los ojos, ahora sin apretarlos, e hice dos o tres respiraciones profundas y lentas. Los abrí despacio mientras empezaba a sonreír y a burlarme de mí misma y de mis paranoias, y la sonrisa se me convirtió en trocitos de cristal que se escurrieron garganta abajo.
—¿Vas a dejar ya de hacer tonterías, o qué? —Esta frase tenía incluso un tamaño de fuente mayor que las dos anteriores.
Ay, amigo lector, esto que te cuento pasó en menos de un minuto. Me puse tan nerviosa que decidí que lo mejor era irme a dormir y dejar la tarea para el día siguiente, así que eché el sillón hacia atrás con idea de levantarme, pero me quedé clavada en él.
Estaba tan concentrada en las frases fantasmas que había dejado de prestar atención a todo lo demás a mi alrededor. Y cuando aparté la vista del monitor… a ver cómo te lo cuento… Mi cuarto no estaba. La estantería con mis libros, la lámpara, mi cajonera con los bolígrafos de colores, todo había desaparecido. Volví a mirar la pantalla, y se había convertido en una especie de cuadro, un grabado con el fondo difuso en el que una mujer con rasgos muy parecidos a los míos tecleaba en lo que parecía una máquina de escribir antigua. Me puse de pie y me levanté para acercarme al grabado y, en efecto, ¡la mujer de la foto tenía mi cara! Y el fondo, aunque desdibujado, parecía el de mi cuarto.
Pero si mi cuarto se había convertido en un cuadro, conmigo dentro…, ¿dónde me encontraba yo ahora? ¡Ay, tú que me estás leyendo, si lo averiguas házmelo saber, por favor, échame una mano!
Miré a mi alrededor, desorientada. Lo primero que noté fue que hacía frío. Un frío muy distinto al de mi Marbella en el mes de diciembre. Los muebles eran antiguos, de madera oscura. Había varias mesitas bajas distribuidas en lo que parecía la recepción o el salón de un hotel o un balneario de los del siglo pasado. En una de las paredes un fuego bastante vivo ardía en una chimenea. Me puse de pie y me acerqué en busca de algo de calor. Delante del hogar había un par de sillones de respaldo muy alto y rodeé el de la izquierda para sentarme. Al hacerlo, me di cuenta de que el otro sillón estaba ocupado. Una mujer de unos treinta y cinco o cuarenta años, tan erguida que la espalda ni siquiera tocaba el respaldo, contemplaba absorta la danza de las llamas. Vestía una ropa pasada de moda, con medias negras, zapatos cerrados y abotinados y un discreto vestido de color gris con un cuello cerrado de encaje.
Dime, tú que me lees, ¿no has tenido nunca la sensación de conocer a una persona cuando la ves por primera vez? Pues eso me pasó a mí. Su cara me resultaba conocida, pero no lograba ubicarla. Me senté y vacilé un segundo, pero me pudo la buena educación.
—Buenas noches —dije.
—Buenas noches —respondió, con una pequeña inclinación de cabeza.
Callé sin saber qué más decir. Delante de nuestros sillones había una mesita baja y, sobre ella, una libreta, seguramente de la dama del sillón, con algo garabateado a lápiz. Junto a la libreta había un periódico. Me incliné hacia delante y lo cogí, más que nada por no saber qué otra cosa hacer. Lo sacudí un poco para estirar la página inicial y mis ojos se clavaron en la fecha:
“The Daily News, Saturday, December 11, 1926”
¿Puedes creerlo? ¿Qué diablos hacía ahí un periódico con una antigüedad de casi un siglo? Y, además, parecía recién impreso, palabra. Tragué saliva al darme cuenta de lo que acababa de pensar: si el periódico era reciente… Y esos muebles más propios de un museo o de la tienda de un anticuario… Y la indumentaria de mi vecina de sillón…
—Disculpe —me dirigí a ella en voz baja—. ¿Puede decirme qué día es hoy?
—Doce de diciembre. —Miró el periódico que temblaba entre mis manos—. A veces el servicio se retrasa al traer la prensa. Ese número es el de ayer.
—Oh. —No supe qué decir, pero tenía que saber. Me arriesgué—. Le parecerá raro, pero… ¿dónde estamos?
Si le pareció extraño, no lo manifestó. Hacía gala de una flema envidiable. Me respondió como si le hubiera preguntado una simple dirección:
—En Yorkshire. En el balneario de Harrogate.
Volví a mirar el periódico y me acordé de mi curso de escritura. Pero el ejercicio ni siquiera trataba sobre escribir un relato de misterio. ¿Qué demonios me estaba pasando?
—Esto no tiene gracia —dije, sin darme cuenta de que lo hice en voz alta.
—¿Está bien, querida? —La mujer me miró por encima de unas gafas redondas que habían resbalado hasta la mitad de su nariz.
—Sí, claro, disculpe.
No debí de sonar muy convincente, a juzgar por sus siguientes palabras:
—¿Quiere que le pida una taza de té? Parece necesitarlo. —Dudó un momento. Supongo que se debatía entre la educación y la curiosidad, y creo que ganó la segunda— ¿Puedo ayudarla en algo?
—Pues… ya que lo dice… sí. Necesito regresar a…
Como puedes suponer, callé de golpe. Si decía la verdad, me tomaría por loca. Volví a cerrar los ojos durante unos segundos y apreté los puños. Me concentré todo lo que pude en respirar otra vez de manera controlada y me dije que, cuando los abriera, estaría otra vez devanándome los sesos con el ejercicio de esta semana. Tenía que funcionar.
Abrí los ojos de nuevo. ¡Y continúo aquí!
Las llamas siguen crepitando. La mujer se ha inclinado hacia delante y tiene su mano sobre mi antebrazo. Se ha quitado las gafas con la otra mano. Me está mirando con expresión preocupada, y me habla:
—Querida, cálmese. Todo se arreglará, sea lo que sea. ¿Cómo se llama?
Empiezo a llorar, soy incapaz de contestarle. Una doncella de cofia almidonada se acerca con una taza humeante, imagino que mi interlocutora ha debido pedirla con un gesto. Te echo de menos, lector, seas quien seas. Por favor, por favor, no me dejes aquí. Ella sigue hablando.
—Soy Mrs. Christie. Cálmese, por favor —repite—. Venga, cuénteme lo que le pasa. Vamos. Si quiere, puede llamarme Agatha.
Mis ojos se fijan en el cuadernillo de la mesa. Son notas manuscritas. Veo un poco borroso por culpa de las lágrimas, pero alcanzo a distinguir un par de frases: “Decidir el nombre del protagonista: ¿Arcadio Pierrot? ¿Valentin Poirot? ¿Hércules Pontiac?”
Mi llanto se convierte en una risa histérica. Las palabras escapan de mi boca sin que pueda hacer nada por evitarlo:
—Se llamará Hércules Poirot.
Ella abre los ojos y la boca y no dice nada. Su flema británica se ha evaporado, y mi calma también.
—Creo que tomaré otro té. —Me mira y respira hondo. Se recuesta en el sillón. Parece que se prepara para mantener una larga conversación.
¡Lector, estoy metida en un lío! ¡Necesito tu ayuda! ¡No quiero convertirme en un personaje de novela de misterio! ¡Por favor, sácame de aquí!
Después de lo ocurrido en Central Park tenía dos opciones: olvidarlo y seguir adelante, o permitir que aquello se convirtiera en un punto de giro en su vida que marcara un antes y un después. Eligió lo primero, pero cambió su decisión cuando la regla no le llegó. Era una señal del destino, pensó. Ahora tendría el niño y dedicaría su vida a buscar al hombre para hacer justicia. El dibujo se le daba bien y plasmó en un folio las dos imágenes para no olvidarlas, aunque dudaba que eso pudiera ocurrir: el tatuaje de un dragón que escupía fuego en el lado derecho del cuello de su agresor, y el unicornio de ojos angelicales, tatuado en el lado izquierdo, con el que contrastaba.
Continuó trabajando como si todo siguiera igual. Nunca había sido muy sociable, pero se volvió aún más reservada. Ni siquiera se percató de que sus compañeros la evitaban, porque no se miraba al espejo el tiempo suficiente como para estremecerse por el vacío que reflejaban sus pupilas en el cristal.
La noche de la violación no puso ninguna denuncia. Al salir a trompicones del parque solo quería llegar a su casa para frotarse la piel debajo de la ducha y que el miedo y el asco se marcharan por el desagüe. Y al día siguiente pensó que acudir a la policía sin más pruebas que la descripción de dos tatuajes no serviría para capturar a su agresor en una ciudad tan grande. Además, la investigación solo hubiera sido un recordatorio continuo y doloroso de algo que había decidido borrar de su mente solo con el poder de su voluntad. Y ahora, al comprobar que estaba embarazada, se alegró de su decisión. Su nuevo yo no iba a perder el tiempo en nimiedades. No se arriesgaría a que la justicia se quedara corta. La única respuesta válida tenía otro nombre, venganza, y ella se aseguraría de encontrarla.
Se apuntó a clases de defensa personal. Para ocultar su estado se fajaba el vientre. Su hijo tendría que ser un luchador, igual que ella, si quería sobrevivir en el mundo. Si lograba dar con el hombre antes de que el bebé naciera, cerraría ese paréntesis de su vida que había tenido que reabrir. Si no, más le valía a ese niño, destinado a compartir su venganza, nacer fuerte.
Nueva York era demasiado grande. Contrató a un detective privado, buscó locales de tatuadores, sin éxito. La falta de resultados le obsesionaba cada día más. Buceó en páginas de internet, sitios webs oscuros que ni sabía que existían. Su búsqueda la llevó una noche a un barrio que jamás había visitado, a un sótano en el que se atendían deseos que hacían que el suyo no resultara extraño.
No esperaba encontrar un llamador en forma de calavera, pero tampoco algo tan anodino como esa entrada pequeña, con un perchero de tres ganchos atornillado en la pared y un clavo del que colgaba un llavero con un único par de llaves. El hombre que le abrió vestía completamente de negro. La única nota de color era un alfiler de corbata con una piedra hexagonal de color rojo oscuro, como el de la sangre o el vino vertidos. Tenía los párpados entornados, como si le pesaran. Extendió la mano y ella la estrechó sin vacilar. Entonces él cogió el llavero, inclinó la cabeza unos milímetros y, sin pronunciar ni una palabra, la invitó a pasar a otra habitación más amplia que podía haberse encontrado en cualquier piso corriente de Nueva York. Allí, detrás de un cortinaje que apartó con la mano, había una puerta. Abrió con una de las llaves, entraron, y la mujer no pudo evitar sonreír cuando él cerró la puerta. Ella llevaba un abrigo amplio, con un cuchillo en el bolsillo izquierdo y, en el derecho, la Taser que se había convertido en su compañera inseparable. Si la entrevista iba bien, sacaría de su bolso el dinero exigido por el hombre. Si algo fallaba, la moneda de cambio sería otra, pensó ella. Metió las manos en los bolsillos.
–Siéntese. Si quiere, puede dejarse puesto el abrigo. Pero cuando terminemos no necesitará pagarme con ninguna de esas dos cosas.
Ella aguantó la respiración un par de segundos, pero se rehízo enseguida. El tipo debía tener psicología, eso seguro. No respondió, Se limitó a sentarse muy despacio, sin sacar las manos de los bolsillos, mientras sostenía la mirada de su anfitrión.
–¿Qué precio está dispuesta a pagar?
–El acordado. No voy a regatear.
–No me refiero a mis honorarios –aclaró el hombre–. Lo que quiere tiene otro precio que no se paga en dinero.
–¿Qué insinúa?
–Yo solo actúo como mediador de otras fuerzas. Lo que usted quiere exige otro tipo de compensaciones, y solo podré ayudarle si está dispuesta a asumirlo.
–Explíquese.
–No se puede alterar el equilibrio del universo. Una vida exige otra vida.
–¿Qué intenta decirme?
–Que si usted lleva a cabo sus propósitos habrá otra muerte a cambio, de la que usted será responsable. Puede que llegue a saber los detalles o puede que no, pero esté segura de que ocurrirá. Morirá alguien más, eso no lo dude.
El niño se movió en su vientre. Ella lo interpretó como otra señal. Su hijo estaba con ella. Los dos unidos conseguirían que se hiciera justicia.
Nada más pensar en eso, la piedra de corbata del hombre cambió de color. Emitió un fulgor rojo tan intenso que toda la habitación se iluminó como si acabara de prenderse fuego. Sin que ella tuviera que decir nada, el hombre habló.
–Si quiere, puede pagarme. Su encargo ha sido aceptado –la miró con pena.
–Podré vivir con ello –levantó la barbilla.
–Ojalá. Nunca se sabe.
La mujer recordó las normas y lo que había leído en internet. El trato estaba sellado. Pagó, se puso de pie y se marchó sin añadir nada a la conversación. Ahora solo quedaba esperar.
Desde la entrevista se mantuvo vigilante a todas horas. Incluso dormida se sumergía en una especie de duermevela alerta. La seguridad de que el día estaba cerca anidó en su vientre, junto a su útero grávido.
Semanas después, la mujer salió de casa para hacer unas gestiones en un edificio de oficinas al que no había acudido nunca. Atravesó un lobby de techos tan altos que, a pesar de estar repleto de personas, parecía casi desierto. Caminó hasta la zona de los ascensores donde un panel luminoso entonaba una muda melodía de números descendientes a toda velocidad: 52, 48, 31, 20, 9… A pesar del gentío, solo un hombre y ella entraron en el ascensor. El hombre pulsó uno de los números de un piso alto y ella hizo lo mismo. Al girarse hacia él, sus ojos tropezaron con dos tatuajes simétricos, un unicornio y un dragón, uno a cada lado del cuello.
El hombre miró a la embarazada que lo contemplaba con fijeza y se hundió en dos pozos de negrura. Lo envolvió la misma oscuridad que la noche en que, ciego de coca, siguió a una mujer por Central Park. El ataque fue breve, no llegó ni a media hora, el tiempo que tardó en sorprenderla, arrastrarla tras unos matorrales y huir a toda carrera después de dejarla tirada, desarticulada y rota, sin saber siquiera si seguiría viva. Desde aquella noche, que formaba parte de sus peores pesadillas desde hacía más de ocho meses, no había vuelto a probar ni una raya.
El espejo de la pared devolvió una imagen de los dos pasajeros del ascensor: una mujer erguida, con las manos en los bolsillos de su abrigo y, en la otra esquina, un espectro pálido cuya frente se empezaba a poblar de perlas de sudor. El embarazo había agudizado el olfato de la mujer, que tragó saliva para evitar las arcadas que le provocaba el olor, cada vez más acre y fuerte, del hombre. Un letrero en la pared indicaba que la capacidad era para cuarenta personas, pero, de pronto, el aire en el interior de la cabina resultó insuficiente para ellos dos.
El hombre se apoyó en la pared y se dejó resbalar hasta quedar sentado en el suelo, con los codos en las rodillas y las manos tapándole la cara. Ella vio que el pelo le empezaba a clarear en la coronilla, sintió que un líquido caliente le empezaba a chorrear por las piernas y tomó una decisión. Pulsó un botón para detener el ascensor y, antes de salir, pulsó el del piso más alto del edificio. Desde fuera vio encenderse los números en orden ascendente y tomó otro ascensor que la dejó en el lobby. Ya en la acera consiguió que un taxi se detuviera, dio la dirección del hospital con voz milagrosamente firme y se sujetó el vientre con las manos. Notó algo extraño en los ojos y, sorprendida, comprendió que eran lágrimas. Llevaba nueve meses sin derramar ni una sola. Parpadeó para tratar de aclarar su visión y se fijó en la fecha y la hora que se marcaban en la radio del taxi.
El vehículo se estremeció como si una mano gigante lo hubiera levantado en el aire y, una fracción de segundo después, un estruendo imposible le hizo llevarse las manos a las orejas y volver la vista atrás mientras su cerebro procesaba la información. Eran las 08:45 del 11 de septiembre de 2001. En el lugar donde minutos antes se alzaba una de las torres del World Trade Center, ahora solo había una nube de polvo que avanzaba hacia el coche a toda velocidad.
Las arcadas que no había dejado de notar ganaron la batalla. Vomitó sobre su abdomen y el dolor de una nueva contracción pareció partirla por la mitad. Entonces supo que se había equivocado cuando le dijo al mago que, fuera cual fuera el precio, podría vivir con eso.
Estrella se sienta en el interior de su habitación con los bártulos de dibujo y desde allí, con la puerta abierta como todas las tardes, observa a su madre apoyada en el alféizar de la ventana. Le gusta dibujarla así, sin que ella se dé cuenta, absorta en esa contemplación del mar tarde tras tarde.
Ángeles, ignorante de su papel de modelo, permanece inmóvil mientras espera que la puesta de sol le devuelva a Pedro. Desde que se casó con él, hace ya dieciséis años, no ha faltado nunca a esa cita con sus pensamientos. Sabe que es una superstición absurda, pero cree que, si no se asoma, ese universo de agua la castigará por su ausencia y se quedará con su marido para siempre.
Cuando piensa en el mar siente que la invade un vaivén de sentimientos que se superponen unos a otros, como las olas que acarician la orilla y se baten luego en retirada. El agradecimiento sigue ahí, claro, que al fin y al cabo el mar fue quien propició que conociera a Pedro. Pero también queda un poco del viejo rencor contra ese mar que no la quiso cuando, embarazada, sola y asustada, se internó en sus aguas grises para hundirse en lo más hondo con sus miedos y su desesperación. El mar no la quiso, no, pero Pedro sí. Él estaba allí, sobre su barca, la misma en la que sigue saliendo a pescar a diario, aunque ahora las cuadernas, como los huesos de Pedro, crujan más de lo que crujían entonces. Él la llama su sirena desde que la agarró del pelo para subirla a su barca, aunque no se lo confesó hasta mucho después de nacer Estrella. Ángeles, al escucharlo, sonrió y le respondió que más que sirena era una foca de piel helada y vientre abombado. Y, desde entonces, los ojos de ese hombre de manos rudas y besos de espuma le dicen a diario que aquella noche, que ninguno de los dos olvida, él hizo su mejor pesca.
Pero a veces Ángeles mira el agua y no es ya el mar lo que ve, sino la mar, su rival, la que suspira con tanta fuerza que hace llegar hasta su ventana susurros que le erizan el vello de los brazos en oleadas de celos feroces. La espuma de las olas, al retirarse, deja escrito en la orilla su mensaje, “puedo quedarme con tu hombre, él fue mío antes que tuyo”, y Ángeles se sujeta los codos con las manos porque sabe que es verdad. Entonces parpadea y se obliga a pensar que lo que ve no es más que agua salada como la que, a veces, marca surcos en su cara cuando Pedro se retrasa. Y, tarde tras tarde, al ponerse el sol acude a su cita con la ventana, fuerza la vista y trata de ver si la barca está ya en el muelle. Así el mar puede ver que sigue viva y que espera el regreso de su amor.
Mientras dibuja, Estrella trata de adivinar los pensamientos de su madre. A veces le gustaría que volviera el rostro para leer ahí las palabras calladas. ¿Qué sueña su madre, acodada en la ventana, cada tarde? La muchacha deja el pincel en suspenso y se pierde en sus propios sueños. Ojalá se atreva a plantearle a sus padres que quiere salir del pueblo, irse a la capital a estudiar Bellas Artes. No es que lo quiera, es que lo necesita. Al darse cuenta de lo que ha pensado, Estrella suspira tan fuerte que su madre gira la cabeza y la ve.
–¿Qué haces ahí, mi niña? –Ángeles se fija en los pinceles, en el caballete, y rectifica su pregunta– ¿Qué dibujas?
–A ti. –Estrella sonríe–. Llevo más de una semana pintándote, mamá.
–¿A mí? –Ángeles le devuelve la sonrisa–. Pero, chiquilla, ¿a quién se le ocurre? ¡Y encima de espaldas, con este trasero mío tan hermoso! Miedo me da.
La sonrisa desdice sus palabras. Sabe desde hace tiempo que Estrella sueña con convertirse en pintora, lo sabe desde que Pedro se lo dijo. Es curioso que fuera él el primero en darse cuenta, con todo el tiempo que pasa fuera de casa. Pero entre padre e hija existe un lazo invisible desde que ella vino al mundo, un lazo más fuerte aún que el de la sangre que no comparten.
–Mamá –la voz de Estrella la devuelve a la habitación–, ¿por qué te asomas a la ventana todas las tardes?
–No sé, por costumbre, supongo.
Ángeles ha tardado un poco más de lo normal en contestar, y Estrella sabe que la respuesta es de compromiso. Es fácil hablar con su padre, pero a su madre la rodea siempre un velo invisible y hoy, precisamente hoy, a Estrella le apetece rasgar un poco ese velo y asomarse para descubrir qué hay tras él. ¿Será posible que su madre tenga las mismas ganas que ella de volar fuera del nido?
–Dime una cosa, ¿te apetecería viajar? No sé, conocer mundo…
–¿Qué? –Ángeles se sorprende. ¿De dónde habrá sacado su hija semejante idea? Su casa es su refugio, allí está segura–. No, no, qué va. Para nada.
–Pues entonces –insiste Estrella–, ¿qué piensas ahí, asomada todas las tardes? Ni siquiera te has dado cuenta de que te estaba pintando. ¡Estás tan ausente! A ver, no es que me importe, yo también sueño con salir de casa, ir a otros sitios… ¡Quiero comerme el mundo, mamá!
Ángeles mira a su hija y se da cuenta de que la niñez se va escapando por la ventana abierta. Piensa que algún día tendrá que contarle a Estrella la historia de una joven como ella, que estuvo a punto de perderlo todo cuando cayó en la trampa más antigua del mundo y descubrió, al quedarse embarazada, que el hombre que le había jurado amor eterno tenía ya una familia. Sus amigos, su familia, todos le dieron la espalda. Todos, menos Pedro. La mujer se da cuenta de que no puede proteger a su niña, como tampoco puede proteger a su hombre cuando sale a pescar cada mañana. Los ojos se le empiezan a enrasar y vuelve la cara hacia el exterior para disimular. Al hacerlo, ve que la barca de Pedro ya está en el puerto y que el sol, en lugar de ponerse, parece que brilla más.
La mujer se incorpora y deja su sitio junto a la ventana. Se acerca a su hija y ve el cuadro, casi terminado. Se reconoce en la línea de la cintura perdida, en la punta del pie apoyada sobre el suelo, en el pelo. Acaricia el rostro de Estrella y la besa en la cabeza.
–¿Te acuerdas de los cuentos que te leía cuando eras pequeña?
–Claro.
–Pues esta noche, cuando tu padre esté en casa, te contaré una historia. Ya eres mayor para cuentos, ¿no crees?
–¿Una historia?
Estrella tiene un presentimiento. Esa noche va a cambiar algo. Lo nota en la piel. Coge un trapo con aguarrás y quita una mancha del caballete. Tose un poco y vuelve a hablar.
–Yo también os quiero contar algo a papá y a ti, ¿sabes?
Ángeles asiente, vuelve acariciar a su hija y empieza a poner la mesa. Se da cuenta de que esa noche su marido, su hija y ella van a compartir algo más que la cena y al pensar en eso empieza a sonreír.
Adela Castañón
Imagen del cuadro de Salvador Dalí tomada de Pinterest
Hubo días en los que me sentí una casa vacía, que a los ojos del mundo se veía hueca y llena de polvo. Y a los ojos del alma, sin embargo, aparecía repleta de un silencio en el que resonaban tristes ecos de palabras de más y de besos de menos. Demasiadas palabras pronunciadas cuando no era oportuno. Demasiados silencios provocados por la duda y el miedo. Y una ausencia de todos esos besos que jamás existieron y pesan en mi alma y son como un recuerdo de que, si están conmigo, es porque, a ti, llegar no consiguieron.
Soñaba que mi casa, esa casa vacía, dejaba de ser mía para ser nuestra. Y entonces se llenaba del ruido de tus risas, del tacto de tus labios en los míos, tu cuerpo acomodado en el lado derecho del sofá, donde solo hay un hueco, el que deja mi cuerpo, que siempre tiene frío.
A falta de recuerdos solo tenía mis sueños. Ojalá que en mi piel hubiera un mapa hecho de cicatrices de momentos felices que se fueron. Ojalá que tuviera memoria de un pasado de algún amor vivido, aunque ahora hubiera muerto. Ojalá que tú y yo hubiéramos tenido alguna historia aunque mi corazón, al terminarla, se hubiera hecho pedazos. Ojalá por lo menos una vez me hubiese refugiado entre tus brazos.
Hubo días en los que me sentí como un libro no escrito. Nunca viví una historia de amor más allá de mis sueños. Pero también en sueños el corazón se siente destrozado, se rompe en mil cristales de dolor que lastiman mi piel y me provocan lágrimas por pensar en muchas cosas. Se me negó luchar por no perder lo que, ojalá, hubiéramos tenido. Nunca pude afirmar que no volvería a arder en otra hoguera, que no querría sentir caricias de otras manos ni besos de otros labios que no fueran los tuyos. Nunca pude decirte que mi boca no querría pronunciar otro nombre. Y me hubiese gustado poder haber perdido todo eso porque hubiera existido, ¿lo comprendes? Qué triste es no poder perder lo que no se ha tenido.
Hubo días en los que me sentí como una estatua muerta, con el mundo girando mientras yo quedaba detenida en un suspiro, presa de los recuerdos de un instante que tan solo en mi sueño había existido. Y el tiempo se paraba, se burlaba de mí y me recordaba lo que había en mi vacío: besos que no te di, hijos que no tuvimos, notas que no bailamos, el roce de tu piel contra mi piel que nunca tuve, despertar los dos juntos, abrazos enredados, la luz del sol naciente dibujando en tu piel y en la mía las luces y las sombras de una canción de amor. ¿Comprendes mi tristeza? Solo tengo la ausencia de aquello que no tuve.
Y así, por no tener todo eso, mi amor se fue vistiendo de cansancio y se batió en lenta retirada dejando un corazón que aún no había muerto, que, como un ave fénix, consiguió renacer de sus cenizas.
Y el corazón le suplicó a la mano que escribiera estos versos y cerrara esa puerta para luego recuperar la risa, reencontrarse con la felicidad y seguir adelante con la vida.
No puede estar mirándome a mí. Imposible. Será la novedad. A lo mejor en este bar los parroquianos son fijos y, claro, como yo es la primera vez que entro…
… deja de pensar tonterías, Paco. ¿Mirarte a ti? Anda, paga y lárgate ya…
Vale, Cabeza, vale. Vámonos. Seguro que el sábado que viene ni siquiera estará…
*****
¡Qué larga se me está haciendo la semana…! Tengo que acordarme de comprar colonia…
… Paco, ¡no seas gilipollas! Aunque la mona se vista de seda…
De todos modos, me hacía falta colonia. Así que ¡toma chorreón, Cabeza! A ver si así te ahogas y te callas. Vamos a ir al bar. Hoy mando yo, ¿te enteras?
¿Y si está cerrado? ¡Qué nervios!
Uf, abierto… ¿Entro o doy media vuelta?
… Paco…
¡Cállate, Cabeza! Vamos a entrar. Y hueles muy bien. Por favor, por una vez, no me fastidies.
Mira, ahí está, y es tan guapa… Y yo tengo un poco de barriga y tú poco pelo, ¿y qué? Me mira a mí, ¡nos está mirando!
*****
–Francisco, ¡Francisco! –La voz de la abogada interrumpe el monólogo de Paco, que mira a su alrededor extrañado. Había olvidado que estaba en la celda–. Le decía que si puedo grabar su declaración.
–Claro, grabe, grabe.
La abogada saca una grabadora del bolso, la pone sobre la mesa y pulsa un botón. Un diminuto punto rojo empieza a parpadear. Los ojos de su cliente vuelven a nublarse. Un hilo de baba chorrea por la comisura izquierda de su boca. La letrada se estremece, aunque en la celda no hay aire acondicionado y el ambiente está cargado de olor a sudor y a otras cosas que prefiere no identificar. Se siente invisible. Su cliente la mira, pero no parece verla. Habla como si ella no estuviera allí. Pero necesita conocer los detalles, las circunstancias, el móvil, si quiere preparar una defensa aceptable. Tendría que haber puesto la grabadora en marcha al principio de la entrevista. ¡Maldito turno de oficio! Le tocan todos los locos. Pero hay muchos recibos que pagar a fin de mes.
–¿Por qué lo hizo?
–En defensa propia. Ella tenía el arma más poderosa del mundo, y yo era su objetivo. Tenía demasiado amor. Me quería demasiado…
… Paco, eres una causa perdida…
¡Que te calles, Cabeza! Tú eras la que estaba equivocada, acuérdate. Al final todo fue bien, no me dejó en ridículo delante de nadie, no había ninguna apuesta de esas de cómo enamorar a un tonto en una semana ni nada de eso…
Qué guapa eras, María, ¡tan guapa…!
Y me querías de verdad, con toda tu alma. ¡Qué pena que toda tu alma fuera demasiado! Al principio me gustaba que sonrieras así, con la boca abierta, cuando entrabas adonde yo estaba. Me morí de gusto cuando comprendí que tenías que hacerlo porque necesitabas suspirar al verme, y yo nunca había inspirado unos suspiros tan profundos, tan intensos, tan…
… dilo, Paco, dilo de una vez, ¡cojones!…
Eran suspiros absorbentes. Como tú. Creo que como no podías respirarme a mí lo intentabas con mi espacio, con mi olor, como si mis ideas y mis sentimientos me rodearan y así, respirando hondo, pudieras quedártelos solo para ti. Sin compartirme con nadie. Me querías demasiado. Tenías demasiado amor…
La abogada ha estado en mil celdas antes, pero esta le parece la más pequeña de todas. La porra de un vigilante golpea de refilón un barrote y el ruido le suena como la nota desafinada de una canción de amor obsesiva y extraña en la que su cliente es el autor de la partitura. Aun así, esos argumentos no van a sacarlo de la cárcel. Él podía haberle dicho algo, piensa la letrada.
–Le dije cómo me sentía.
La mujer da un respingo. “¿Lo habré dicho en voz alta?”, piensa. No, no lo ha hecho. Seguro. Él continúa hablando y su mirada se pierde de nuevo.
¡Eras tan buena, María! Me dejaste espacio. Ir de pesca con mis amigos, cañas en el bar, todo. Sin whatsapps, sin mensajes. Y cuando volvía a verte no había reproches, ni preguntas, ni suspiros ni ojeras. Y todo marchó bien hasta que fuiste a aquella despedida de soltera. Fue la noche más larga de mi vida. Al día siguiente tú estabas igual que siempre, pero supe que no podría pasar otra noche así en mi vida, y te pedí matrimonio y aceptaste. Y nos casamos.
… acuérdate de los niños, Paco…
¡Cállate, Cabeza!
Ay, María, si no hubieras tenido aquellos abortos, si yo hubiera podido repartir el peso de tu amor con uno o dos niños…
No debiste decirme que era tonto seguir intentándolo, que te los seguirías quitando y que lo hacías por mí, para que nadie me robara tu cariño, que era y sería siempre solo mío…
La abogada se estremece. Consulta sus notas. Según los vecinos eran el matrimonio ideal, con mala suerte en los embarazos. El dato cobra ahora un significado macabro. Mira a su cliente y se echa hacia atrás en la silla con fuerza. Sus ojos no son opacos. Ahora son dos puñales. Y la taladran.
–La maté para no faltar al juramento que le hice cuando nos casamos –la voz del acusado ha bajado una octava–: que nunca estaría con otra mujer mientras ella viviera. Me acostumbré a vivir casi sin aire, y cuando ella se dio cuenta me quiso devolver lo que era mío. Me hablaba a todas horas, me hablaba sin parar. Me envolvía con su aliento, con sus mimos. El forense dijo que María murió porque le reventó el corazón, pero lo que le reventaron por dentro fueron todas las palabras que no pudo soltar cuando le tapé la cabeza con el cojín. Si las hubiera dejado salir habrían terminado por robarme el poco aire que me quedaba.
Paco mira a la letrada, y termina su declaración:
–María murió por culpa del amor. Fue una sobredosis. Tenía demasiado amor. Me quería demasiado.
Mi publicación de hoy no es una reseña de un libro en sentido estricto. Tampoco es un artículo. Ni un relato. Si pretendiera hacer con esta entrada cualquiera de esas tres cosas, no le haría justicia a la historia que Iciar de Alfredo comparte con todos nosotros en su primera novela: Por qué lloras. Así que lo que voy a contaros es otra historia, o una parte de ella: la parte que conozco personalmente. Porque creo que vosotros, lectores, quizá podáis saborear todavía más el libro si tenéis acceso a los preliminares que rodearon su gestación. Será un poco como esas películas en las que, a veces, se añaden simpáticas tomas falsas que las enriquecen sin lugar a dudas. Así que vamos al lío.
Mis motivos
No sé hacer reseñas de libros. Es más, creo que sería una pésima reseñadora porque tengo el inoportuno don de hacer spoilers a las primeras de cambio. Tampoco me he esforzado nunca en explicar los puntos fuertes por los que me gusta o me deja de gustar una novela. Me limito a disfrutar, o no, de su lectura, si bien es cierto que desde hace unos años, de manera inconsciente, se me sube al hombro un pequeño diablillo crítico que, a veces, solo a veces, me señala algún fallo en la coherencia de la historia, o en el narrador, o en la técnica. Por suerte no es lo habitual, y sigo siendo capaz de saborear una historia sin tener que ponerme unas “gafas de bruja” de las que os hablaré luego.
Entonces, me preguntaréis, si no sé hacer reseñas, ¿qué es lo que os voy a contar, y por qué quiero contarlo? La respuesta es bien sencilla. He tenido la inmensa alegría y el honor de haber sido lectora cero de la novela de mi amiga Iciar. Y, como he visto de cerca el crecimiento de la historia, de sus capítulos, como la he visto crecer hasta convertirse en el precioso libro del que os hablo, necesito que sepáis cómo y por qué se gestó. Así. Sin más.
La autora. Iciar de Alfredo
Conocí a Iciar en 2016. Las dos nos habíamos matriculado en el segundo curso del Itinerario de Novela de la Escuela de Escritores. Por aquel entonces, el itinerario eran tres cursos; ahora son dos que se complementan con un curso adicional pero independiente, el Laboratorio de Novela. El nuestro fue un conocimiento virtual, ya que la Escuela está en Madrid y todos los cursos que he hecho, y ya van unos cuantos, han sido online. Tengo de ese curso, como de casi todos los cursos de la Escuela, un recuerdo maravilloso. El profesor, Fernando Maremar, se dejaba la piel en los comentarios que nos hacía, en sus explicaciones, y no solo era eso; consiguió, al menos en mi caso, y creo que en el de otros compañeros, que nos enamorásemos de lo que es “escribir”, del mundo que nos ofrece un folio en blanco cuando se entrega sin reservas para que volquemos en él lo que queramos. Iciar estaba repitiendo ese curso y recuerdo que eso me llamó mucho la atención. No negaré que, al principio, compartí esa extrañeza con Carmen, Carla y Mónica, compañeras de cursos anteriores que también estaban matriculadas en ese, pero pronto comprendí sus motivos: había repetido por el profesor, y lo cierto es que valía la pena. Ya lo he dicho, pero lo repetiré: Fernando Maremar no solo sabía enseñar. Sabía también transmitir el amor por la escritura.
Iciar y yo pronto empezamos a llamarnos entre nosotras “gemelilla”. Nuestra manera de escribir, nuestros estilos, eran de una similitud alucinante. A las dos se nos escapaban los adjetivos como churros, por no hablar de las explicaciones innecesarias. Éramos incapaces de sacrificar una palabra bonita, una aclaración de algo, y nos costaba la misma vida sacar las tijeras de podar para mejorar nuestros textos y despojarlos de toda floritura superflua que no les aportara nada. ¡Cómo dolía eso!
Mi gemela literaria y yo teníamos otra cosa en común: las dos éramos madres de unos seres especiales. Para mí, mi Javi, con su autismo y su alegría de vivir. Para ella, su Ici, protagonista de Por qué lloras, con la misma alegría de vivir que conservó hasta el final y que dejó, como regalo increíble, a su familia.
Iciar y yo nos conocimos en el segundo año de los tres que formaban entonces el Itinerario de Novela y me extrañó que, a finales del curso, ella dejara de entregar los ejercicios. En mi experiencia, los abandonos de alumnos se suelen dar al principio, pero tampoco teníamos entonces confianza como para preguntar. La eché de menos también al comienzo del curso siguiente. Me había acostumbrado a sus acertados comentarios a mis ejercicios y admito que también yo disfrutaba lo mío comentando sus tareas. Nos parecíamos tanto que, creo yo, las dos detectábamos en la otra los fallos que no sabíamos ver cuando los cometíamos al escribir. Éramos a veces tan exhaustivas en buscarnos los errores que acuñamos esa expresión, la de ponernos “las gafas de bruja”, para referirnos a esas críticas que podrían parecer despiadadas a quien no nos conociera, pero que nosotras adorábamos porque siempre iban repletas de cariño y de afán constructivo.
A poco de empezar el tercer año del itinerario de novela, Iciar volvió a aparecer por los foros. Todos nos quedamos destrozados cuando supimos el motivo por el que había estado ausente: su niña, su Ici, ya era un ángel.
Mentiría si dijera cómo me sentí al saberlo. De aquello solo recuerdo mi pena. Una pena enorme y una admiración sin fin por mi amiga, por esa amiga que volvía a buscar en las letras un consuelo que su alma necesitaba. Creo que lo encontró, y la prueba es la imagen que acompaña a este texto: empezó a escribir, y escribió, y escribió. Y llegamos a Por qué lloras.
El libro. Por qué lloras
Terminamos el tercer año del itinerario de novela. En junio de ese año, 2018, varios alumnos fuimos a la fiesta de la Escuela de Escritores en Madrid, y allí nos pusimos cara y voz. Mis amigas de Letras desde Mocade, Carmen, Carla y Mónica, y yo misma, ya nos habíamos conocido físicamente en la fiesta de dos años antes. Pero ese año fue todavía más especial. Iciar, que vive en Madrid, se encargó de organizar una cena para todo el grupo después de la fiesta de la Escuela de Escritores. Aparte de las cuatro “mocadianas” estuvo también nuestro profe de ese año, Ismael Martínez Biurrun, otro “crack” que pasó con nota la prueba de superar el listón tan alto que había dejado Fernando Maremar. Carmen llegó desde Zaragoza, Carla desde Barcelona, Mónica nada menos que desde Bogotá, ¡era la segunda vez que nuestra Moni cruzaba el charco, y para asistir de nuevo a una reunión mágica! Y, además, estuvo Mila, nuestra compañera y artista polifacética, que ya ha publicado su novela, Mukimono, que podéis conseguir y disfrutar aquí, y que, además, se ha alzado hace pocos días como ganadora del premio Latino Best Book Award, en la categoría libros de misterio. Ahí es nada, ¡ganar un premio entre todos los libros escritos en español en los Estados Unidos!
Cena de amigos después de la fiesta de la Escuela de Escritores
Recuerdo la jornada con un cariño especial. Mi hijo, Javi, me había acompañado, y pasar el día con él, con mi profe y con mis amigas, fue aún mejor de lo que esperaba, ¡y esperaba mucho! La química entre el grupo fue perfecta. Y cuando nos separamos todos nos sentíamos más unidos, si era posible.
Iciar nos comentó entonces que estaba escribiendo un libro porque necesitaba contar la historia de Ici. Yo andaba también entonces hilvanando lo que sería el borrador de mi primera novela, ¡a la que estoy poniendo ya el punto final de la fase de corrección!, y las demás, Carmen, Carla, Moni y Mila, también compartieron con nosotros sus proyectos. Mila ha sido la primera en publicar, y su Mukimono ocupa hoy un puesto de honor en mi biblioteca.
La cosa podría haber quedado ahí, pero poco después Iciar se puso en contacto conmigo para pedirme un favor: quería que fuese su lectora cero y que le ayudara a corregir su novela.
A mí me hizo mucha ilusión porque, entre otras cosas, yo no sabía lo que era eso de “lector cero” hasta que me metí en estos fregados de escritura. Y lo de meterme a correctora, pues casi que tres cuartos de lo mismo. Pero que mi gemelilla me pidiera eso me llegó al alma y le dije que sí, sin darle más vueltas y con una alegría tonta y loca. Creo que no pensé bien en dónde me metía. Aunque os digo una cosa: me alegro de no haberlo meditado y de haber aceptado del tirón. Me hubiera perdido una experiencia de vida maravillosa.
El caso es que Iciar fue muy clara al decirme lo que esperaba de mí. Si mal no recuerdo, sus palabras fueron algo así como “Mira, gemelilla, tú sabes de qué va mi novela de sobra, se la he dado a leer a mi familia y amigos, y todos me dicen que está genial porque, claro, ¿qué van a decir? Pero yo quiero contar una historia, no escribir un folletín al estilo de “La casa de la pradera” (una serie de televisión de hace más años de los que quiero acordarme, en los que raro era el episodio en que los telespectadores no acabábamos nadando en llanto ante los dramones de la familia Ingalls). La historia de Ici, su vida, está llena de momentos muy duros, pero también de luz, de alegrías, de batallas ganadas, y yo quiero contar eso”. Comprendí enseguida lo que Iciar me pedía: que me calara las gafas de bruja y que le corrigiera todo lo que quisiera sin reparos. Y yo, inconsciente y con un subidón de autoestima por lo que se me pedía, dije que sí, hale, que me tiraba a la piscina.
Y vaya si me tiré. Es más, en cierto sentido, casi casi hasta lo hice en sentido literal. Que ya lo vais a entender cuando pase al siguiente apartado:
Orcas en la piscina
Al principio, mi labor de correctora fue sobre ruedas. Al tener un estilo tan parecido, no me costaba trabajo descubrir, por ejemplo, los adjetivos sobrantes o las explicaciones de más. Recuerdo uno de los primeros capítulos, cuando Iciar escribió que volvía de la cocina al dormitorio de Ici con el dalsy y el termómetro en una mano, y un vaso de agua en la otra, o algo así. Le dije entonces que bastaba con decir que volvió de la cocina con esas cosas, y que no hacía falta que dijera que las llevaba en la mano, que el lector sería capaz de suponer que no se había puesto el vaso sobre la cabeza ni que llevaría el termómetro en la boca. En fin, esos comentarios con vena humorística creo que nos salvaron a las dos a lo largo de los meses que duró nuestro trabajo en común. Cuando llegaban los momentos duros solo teníamos que recordar cualquier chorrada de esas para sonreír y seguir avanzando. Y os voy a contar aquí cuál fue el momento cumbre de esa labor de corrección, porque el chascarrillo nos hizo reír tanto que me apetece compartirlo con todos vosotros.
Veréis, en un capítulo Iciar cuenta que Ici se está bañando con amigas y primos en la piscina, y explica que alrededor de los niños revoloteaban pequeños insectos de un tamaño así, y asá, y que esos bichitos abundaban en esa época del año, y que era por la humedad, y que se llamaban “aclaraguas”, creo recordar, y no sé cuántas cosas más que no sé si las buscaría en algún artículo de Wikipedia de zoología de insectos piscineros. El caso es que el párrafo, porque era todo un párrafo, zumbaba en mis oídos lectores como debían zumbar los dichosos bichejos aquella tarde. Y, para no andarme por las ramas, creo que lo señalé entero y, al margen, puse algo así como comentario: “Mira, gemelilla, ya puedes quitar todo esto. Basta que digas que por la piscina revoloteaban unos insectos incordiosos, aclaraguas, y punto pelota. Aunque elimines esa explicación no corres el peligro de que el lector piense que lo que había en tu piscina eran orcas”.
Bueno, todavía hoy, cuando nos acordamos de aquello, a las dos nos entra la risa floja. A veces hemos llegado incluso a bromear con escribir algún relato de humor que se titule así, “Orcas en la piscina”.
Para terminar, o casi, que todavía queda algo más
Iciar me mandó hace unos días por Whatsapp la foto de los ejemplares de su libro que, por fin, ha recibido. Y me entró tanta alegría que le dije que me apetecía escribir una reseña de su libro, aunque, como advertí al principio, esto no es propiamente una reseña, pero me da igual.
Hace poco publiqué una entrada compartiendo con vosotros, lectores, la noticia de que mi novela está también ya cerca del canal del parto. Quizá por eso soy ahora más capaz de entender cómo ha debido sentirse mi querida Iciar durante estos meses de espera. Es una sensación que, al menos a mí, me recuerda a los últimos meses de embarazo. Siento que mi criatura ya tiene forma y sé que se acerca el momento en que dejará de pertenecerme para ser propiedad de los lectores, para formar parte de ellos, que volará lejos de mí. Y ahora, al ver que Por qué lloras llega a mis manos, esa sensación de duelo extraño se desvanece, se convierte en una alegría compartida y en un estímulo para ese último empujón que me queda hasta conseguir ver mi historia igual que he visto ya las de Mila e Iciar.
Y por eso, porque adoro escribir, porque he tenido los mejores profesores y compañeros en mi aprendizaje, y porque estos cursos no solo me enriquecen como escritora, sino también como persona, quería contaros lo que os he contado.
Y aquí viene el algo más
Terminé de escribir esta reseña y me acordé de todas esas personas maravillosas que he mencionado, de todos los que hemos acompañado a Iciar en su viaje por la escritura, y pensé que ahora se sentirían felices al saber que Por qué lloras ha visto la luz. Así que se me ocurrió preguntarles si querrían aprovechar este artículo para decirle algo. Por supuesto hay muchos más de los que aquí menciono, y a todos ellos también les dedico un cariñoso recuerdo. No están aquí por razones de espacio, porque solo he convocado a los que escriben a continuación. Quiero aclararlo para que nadie piense que hay ausencias voluntarias. Sé que, si me hubiera puesto en contacto con más personas, este artículo tendría, como mínimo, la extensión de una novela. Por eso tuve que conformarme con elegir una pequeña muestra de ese gran mundo de amigos de letras.
Así que, Iciar, aquí hay algunas personas que tienen algo que decirte. Te dejo con ellas:
TUS AMIGAS
Carla Campos
Desde siempre se ha dicho que los novelistas deben escribir sobre lo que conocen. Si nos guiamos por ese consejo, se supone que lo más sencillo sería escribir sobre tu propia vida. Sencillo. Pero para mí es una de las tareas más arduas que hay. Pocas cosas son más complicadas que ponerle palabras al amor por un hijo, a la calidez de una mirada, al sabor de un abrazo espontáneo. Tan difícil y, sin embargo, Iciar lo hace con soltura, con un amor que supura en cada palabra, que baila con cada letra. Ha sido un honor ver crecer esta historia y, sobre todo, compartir un pedacito de la vida de Ici.
Carmen Romeo Pemán
No siempre la verdad de los hechos coincide con la verosimilitud literaria. Si esto sucede estamos ante un texto excepcional, por su calidad literaria y por la fuerza de la verdad.
Pues este es el caso de Por qué lloras de Iciar de Alfredo. Ha conseguido contar con distancia, y con desgarro, las vivencias de una enfermedad incurable que se llevó muy pronto a su hija Ici. Lo realmente impactante son el tono sereno y la invitación a celebrar la vida. Por qué lloras, además es un libro de ayuda, no de autoayuda. La Ici que aparece en estas páginas puede ayudar a otras Icis a llevar mejor su problema y a aceptar con alegría el paso de convertirse en ángeles.
Solo un alma grande y generosa, con una inteligencia fuera de lo común, es capaz de sobreponerse a un dolor trascendente y ofrecer en unas páginas, muy bien escritas, una invitación a seguir celebrando la vida. Gracias a una madre coraje, gracias a Iciar de Alfredo, Ici ha conseguido entrar en la inmortalidad. Porque esa es una de las virtudes de la literatura, convertir en inmortal lo que celebra en sus páginas.
Os invito a leer una novela hermosa, bien escrita y bien construida. Os invito a descubrir como del mayor dolor humano pueden surgir las páginas más bellas.
Gracias, Iciar de Alfredo, por este regalo. Gracias por escribir tan bien. Gracias por ser como eres.
Mónica Solano
Cuando Iciar nos compartió que su novela estaba lista, me dio un salto en el corazón y todos lo vellitos de los brazos se me erizaron, como si una corriente eléctrica me inundará todo el cuerpo de repente. Era una noticia maravillosa, porque había tenido la oportunidad de compartir una parte importante de la gestación de su obra y enterarme de que había salido a la luz me llenó de felicidad. Ver nacer esta historia y ser testigo de cómo Iciar nos deleitaba con la dulzura de sus palabras en cada avance de Por qué lloras, fue algo muy especial para mí. Siempre me ha costado montones mostrarle al mundo mis textos, porque temo que en mis palabras se desnude demasiado mi alma y ver como Iciar en cada párrafo se entregaba por completo, entregaba lo mejor de ella, de su historia, de esa parte tan intima de su vida, me hizo recordar, muchas veces, por qué me gusta tanto escribir. El tiempo pasa y a veces es inevitable volver de nuevo a la oscuridad en donde los miedos abrazan como un corsé victoriano. Por fortuna, llegan a nuestras vidas obras como Por qué lloras que nos devuelven a la luz, que nos llenan de amor y nos inspiran. Solo resta decir: gracias, hermosa Iciar, por regalarnos tanta luz con tu novela y por recordarme la importancia de la escritura como herramienta de sanación.
Mila Tapperi Hajjar
En noviembre del 2019, en la mesa de un restaurante de Madrid, los comensales hablaban y decidían entusiasmados qué comer. Todos menos dos mujeres. Ellas estaban extasiadas, una al lado de la otra, viendo la pantalla de un celular. Esas mujeres éramos Iciar y yo y en la pantalla estaba el boceto de la portada y la contraportada de «Por qué lloras». Ella veía a su bebé y yo a mi «sobrino».
No es fácil explicar lo que me une a Iciar y a ese grupo tan especial que menciona Adela. Creo que escribir y dejarnos leer por la otra ha sido un poco salir de nuestra zona de confort y mostrar nuestro yo más vulnerable. Nos hemos expuesto y, por lo menos para mí, ha sido liberador. Por eso, a pesar de la distancia física, se ha creado una forma de intimidad profunda que no se siente con cualquiera.
Esa noche me sentía honrada de haber recorrido junto a Iciar una parte del camino que la llevó a transformar su pena en un acto de amor.
No veo la hora de tener ese «sobrino» en mis manos, reconocer parte de sus páginas y descubrir otras. Sé que a este se sumarán los otros bebés del grupo, los espero con los brazos abiertos y los lentes puestos.
TUS PROFESORES
Fernando Maremar
Como ocurre a menudo con las personas que merecen la pena, Iciar cambió mi vida. Ella fue la primera alumna a distancia a la que conocí en persona. Tras varios años impartiendo cursos en internet para la Escuela de Escritores, rechazaba una y otra vez las propuestas de encuentros que me proponían los alumnos. Pero Iciar, además de apuntar buenas maneras como escritora y de ser una persona ejemplar, poseía ese suave tesón, franco, inocente, hermoso en su pureza, parecido al de una niña cuando insiste en tirar de tu camiseta para que, sí o sí, pruebes su helado de frambuesa.
Así que allá fui, a tomar un café con Iciar.
Y lo que hallé fue, efectivamente, una persona maravillosa, que me hizo ver a mis alumnos, para siempre, de una forma muy distinta a cómo los había concebido hasta entonces. Sin que ella dijese mucho, porque como buena escritora escucha más que habla, el brillo de sus ojos oscuros me confirmó su pasión por las palabras, así como su compromiso con el camino de la escritura, que a mi parecer empieza y acaba en uno mismo, aunque pase por numerosos lectores.
Tiempo después, tras los muchos vericuetos de la vida y de la literatura, me dijo que iba a escribir sobre su hija, Ici, que nos había dejado hacía unos meses tras una larga enfermedad. Entonces comprendí que lo lograría. Que por fin traduciría esa suave insistencia suya en el libro con el que soñaba, y que hallaría en la escritura lo que siempre sentí que buscaba en ella: un camino de aprendizaje, verdadero, que te abre la consciencia a la vez que te revela los misterios del universo.
Ese es el libro que ahora me ofrece, con su elegante inocencia, tirándome otra vez de la camiseta. Y me vuelvo hacia ella y lo recibo con las palmas abiertas y una sonrisa plena, como quien va a acoger en sus brazos, por primera vez, a uno de sus nietos.
Su hija, convertida en ángel, bate las alas desde el cielo. Se la ve encantada de que su madre también haya aprendido a volar, y de que ella, Ici, haya ejercido como instructora principal durante las lecciones finales de vuelo.
Ismael Martínez Biurrun
Cuando alguien pone un trozo de su alma en lo que escribe se nota inmediatamente. No importa si la historia tiene forma de thriller y todos los personajes llevan nombres inventados: la verdad está ahí. Con una serenidad insólita para una primera novela, Iciar ha sabido plasmar en estas páginas el vértigo y la luz, la emoción y el dolor del simple acto de vivir…, sobre todo cuando ese vivir supone sobrevivir a quienes más amamos. Fue un privilegio ser testigo de la gestación de esta historia, y estoy seguro de que sus lectores encontrarán en ella la misma autenticidad. Te deseo toda la suerte del mundo, Iciar.
Despedida
Por qué lloras tiene una historia detrás. Y os he dejado entrever un trocito de ella.
Pero no os engañéis. Lo mejor de todo, sin lugar a dudas, es dejaros ganar por la historia. Si queréis disfrutar de Por qué lloras, podéis obtenerla aquí. Y para conocer un poco más a la autora, podéis asomaros a esta entrevista con ella.
Dos joyas en mi biblioteca
Adela Castañón
Imágenes: cedidas por Iciar de Alfredo, Mila Tapperi Hajjar y Adela Castañón