Con letra de médico

                                                                                             «La medicina es mi raíz, la literatura son mis alas»                                                                                                                                                              David Hilfiker

Los médicos somos famosos por nuestra mala letra. Hoy menos que antes, porque hacemos muchas cosas con las nuevas tecnologías. El ordenador se ha convertido en el santo patrón de los pobres farmacéuticos, condenados en el pasado a ejercer una profesión arriesgada, cuando tenían que enfrentarse a recetas que llegaban al mostrador de sus farmacias en forma de escritos casi esotéricos.

Pero hay médicos que, aunque tienen muy mala letra, son también dueños de una muy buena pluma. Y de eso quiero hablar hoy.

Si consultamos Wikipedia, un médico-escritor es “un médico que escribe de forma creativa en campos fuera de la práctica de la medicina”.

Mis motivos para escribir este artículo

Hace ya tiempo que mi autoestima superó a mi vergüenza, y reconozco, sin ningún problema, que me considero incluida en la categoría de médicos-escritores. Hablo de vergüenza porque hay ocasiones en las que, como cuenta Gabriella Literaria, nos da miedo decir que somos escritores. Ese miedo puede tener relación con dos aspectos: uno, con esa especie de pudor que nace de hacer ostentación de algo, ser escritor, sin que estemos convencidos de nuestro derecho a proclamarlo. Y el otro, con exponer lo que escribimos a los ojos de los demás, sabiendo que nos enfrentaremos a sus críticas. Pero, si dejamos que esa timidez mal entendida nos domine, nos frenaremos para hacer algo que nos atrae: escribir. De modo que, ¡fuera la vergüenza!

Voy a hablaros de dos artes que quiero relacionar porque juegan en mi vida un papel importante: la medicina y la escritura. La primera, me da de comer y la ejerzo por vocación. La segunda se coló en mi vida por la puerta trasera, y ha ido ganando terreno hasta lograr que cada día me la tome más en serio. Sueño con mi jubilación para dedicarme más a ella y, mientras tanto, me matriculo en cursos, participo en este bendito blog, me apunto a retos como escribir 500 palabras todos los días, y cosas así. Hoy, sin ir más lejos, he empezado un curso en la plataforma de MOLPE de Ana González Duque, sobre Twitter. Y como uno de los primeros pasos era completar el perfil, he puesto en el mío lo siguiente: “Médico por vocación y vivo de ello. Escritora por placer y disfruto con ello”. Así. Sin anestesia.

Pese a mi optimismo, todavía no soy famosa. Pero hay médicos-escritores y escritores-médicos. Y a todos quiero rendirles mi pequeño homenaje. Porque se lo merecen. Porque me identifico con ellos. Porque me parece buena idea escribir sobre algo que me gusta.

¿Qué implica poner delante médico o escritor?

En realidad, depende del matiz que le queramos dar. Si optamos por el criterio cronológico, atendiendo a si un personaje ejerció primero la medicina o empezó publicando algo no relacionado con ella, la cosa está clara. Pero, si dejamos a un lado esa clasificación simplista, yo diría que para muchos autores sería aplicable aquello de que tanto monta, monta tanto.

¿Qué lleva a una persona a estudiar medicina?

Si la respuesta no es una sola palabra, “vocación”, mi consejo es que abandone. Pero puede haber más motivos: desde la curiosidad científica por los entresijos físicos y psicológicos que hacen de cada persona un ser único, hasta las presiones o la tradición familiar, el deseo de enriquecerse, o, simplemente, el querer ayudar a los demás. Es el caso del médico sacrificado y altruista que responde a una imagen romántica, cada vez más en desuso. Y cuando digo “en desuso”, me refiero a la imagen en sí, no a que haya disminuido esa clase de galenos. Pienso en mis compañeros de urgencias, que se levantan a las tres de la mañana para ver dos mocos y medio de algún trasnochador que se pasa por allí a la vuelta de una juerga. O en esos otros al borde del divorcio por culpa de mil guardias que los convierten en los eternos ausentes de las fiestas familiares. Estos motivos darían para otro artículo.

¿Qué lleva a una persona a hacerse escritor?

“Escritura” no es una carrera universitaria con límites tan bien definidos como “Medicina”. Como yo llegué a las ciencias bastante antes que a las letras, prefiero no elucubrar sobre los motivos de los demás. El País, en su reportaje Por qué escribo, recoge muchas de las respuestas posibles.

¿Y desde cuándo andan todos revueltos?

Ya en la antigua Grecia, el mítico Apolo era a la vez dios de la poesía y de la medicina. Apuleyo, en su Apología, dice: “También los antiguos médicos habían conocido que los versos eran remedio de las llagas”. Homero y Plinio sostienen la misma tesis, y de ella quedó la superstición de curar por “ensalmos” (psalmo: canto).

La historia sigue repleta de ejemplos. San Lucas, autor de uno de los Evangelios, también era médico. Durante la época de la dominación árabe en nuestra tierra, genios como Avicena y Maimónides dejaron escritos que trascendían con mucho el limitado campo de los tratados médicos. Y, en épocas más recientes, ¿qué me diríais de los médicos poetas del Romanticismo, como Keats o Schiller?

No todo han sido poemas y suspiros. En el siglo XVIII apareció por primera vez, en las baladas góticas, la figura literaria del vampiro. Y saltó al ámbito de la novela de la mano de Polidori (1819), médico personal de Lord Byron, con su obra The Vampyre.

En los siglos XIX y XX, Sir Arthur Conan Doyle aclaraba en su biografía que tuvo mucho tiempo para escribir porque cuando abrió su clínica oftalmológica en Londres ningún paciente cruzó el umbral. Eso le permitió inmortalizar a su personaje, Sherlock Holmes, al que, curiosamente, llegó a odiar. Y si esa historia nos la hubiera relatado Sigmund Freud, otro ejemplo de la dualidad entre el fonendo y la pluma, seguro que lo hubiera hecho desde un punto de vista sorprendente.

Hay muchísimos casos más: Antón Chejov, cuentista excepcional y dramaturgo; William Somerset Maugham, autor de El filo de la navaja; Archibald Joseph Cronin, con La ciudadela y Las llaves del reino; Frank G. Slaughter, escritor de best sellers tanto históricos como de médicos. O el mismísimo Michael Crichton, de todos conocido por su famoso Parque Jurásico.

Entonces, ¿médicos escritores o escritores médicos?

Se suele hablar de médicos-escritores cuando la persona ha ejercido la medicina durante la mayor parte de su vida, y, solo de forma más o menos ocasional, ha hecho incursiones en la literatura, aunque estas hayan sido brillantes. En esa categoría incluiría a Santiago Ramón y Cajal, o a Gregorio Marañón, por citar algunos. Y escritores-médicos serían aquellos que ejercieron la medicina de manera transitoria, como Pío Baroja, que luego se ganó el pan con el sudor de su pluma.

Hay autores que, en sentido estricto, no responden a este binomio pero a los que no podemos dejar fuera. Margaret Mitchell, autora de una de las novelas más vendidas, Lo que el viento se llevó, tuvo que abandonar los estudios de medicina para cuidar a su madre enferma. Y tampoco terminaron la carrera Henrik ibsen, André Breton, ni James Joyce. Y, visto desde el otro lado, ¿podríamos excluir de la categoría de médicos escritores a Sigmund Freud por no haber escrito una obra teatral, una novela o un poema?

¿Y por qué nace el deseo de mezclar las dos disciplinas?

Pues, sin tener que echar mano de elaboradas encuestas, se me ocurren varias razones.

Entre las más conocidas están las presiones familiares. En hogares con gran tradición de médicos o escritores, puede darse el caso de que uno de sus miembros se sienta obligado a seguir la trayectoria familiar, aun en contra de sus deseos. Carme Riera, premio nacional de narrativa en 1995, confesó en una entrevista: “Yo quería ser médico, pero en casa no me dejaron”.

Otra razón puede ser el simple afán de saber. Es bastante frecuente entre los médicos el interés por temas culturales, intelectuales o filosóficos, que van más allá del ejercicio limitado de su profesión. Tal vez porque el eje de la misma es el hombre, y, por tanto, nada de lo humano les resulta ajeno. Y, por la misma causa, puede ocurrir que escritores con idéntico afán busquen en la medicina respuestas a motivaciones del ser humano que luego puedan plasmar en sus escritos con credibilidad. Poco antes de su muerte, Maurice Maeterlinck, premio Nobel de Literatura en 1911, reconoció que la medicina había sido su vocación frustrada: “La medicina es la llave más segura para dar acceso a las profundas realidades de la vida”.

El aura romántica es otro punto en común de las dos profesiones. Es fácil imaginar a un médico sensible que quiera expresar por escrito sus vivencias, porque la medicina es una profesión donde el contacto humano va de la mano con el dolor, la muerte, la sexualidad, el sufrimiento o la soledad. Y, si lo pensamos, todas esas vivencias son fuente de inspiración para muchas obras literarias. Y en el otro caso, el de los escritores, un joven con vocación poética, que necesite ganarse la vida de otra manera, posiblemente elegirá ser médico antes que ingeniero o que otras profesiones desprovistas de esa aureola de servicio y entrega a sus semejantes que acompaña a la medicina vocacional.

Ahora quiero ir de lo general a lo concreto, y hablar de uno de mis motivos: la satisfacción personal. Viene a colación el ejemplo de Chéjov, y la respuesta que le dio a su editor cuando le pidió que se consagrara por completo a la literatura y abandonara la medicina: “La medicina es mi mujer legítima, y la literatura, mi amante. Cuando una me cansa, paso la noche con la otra… Si no tuviese mis ocupaciones médicas, difícilmente podría dar mi libertad y mis pensamientos perdidos a la literatura”.

Parte de esa satisfacción que siento procede de la evasión que me supone escribir. Si bien es cierto que esta necesidad no es exclusiva de los médicos, mi profesión requiere a diario un contacto continuo con mis semejantes en circunstancias poco habituales. Además, me exige tomar decisiones que implican responsabilidades morales, más allá de las puramente asistenciales, que tendrán repercusión sobre unas personas que se encuentran en una situación de especial vulnerabilidad.

La vida me ha enseñado que la medicina es una batalla que siempre se pierde, pues, en último extremo, nadie puede vencer a la muerte. No quiero que se confunda esta afirmación con un sentimiento de derrota. Encontramos la felicidad en las pequeñas batallas, en las que ganamos día a día. Pero no podemos alcanzar el resultado deseado en todas las ocasiones. Por eso, cuando escribo, me desquito de mis frustraciones, puedo domesticar mi pena y convertir mi impotencia en un acto de creación. Y encuentro en las palabras un refugio ante la inmensidad de lo desconocido, de lo que me supera, de lo que me duele en un momento dado.

Tal vez me haya puesto demasiado trascendente. O tal vez podáis reprocharme que me he limitado, dentro del campo sanitario, a los médicos. Pero si pensamos que Ágatha Crhristie, autora e inventora de mil formas de matar, era enfermera, me perdonaréis por no extender mis reflexiones a esos compañeros.

Adela Castañón

Foto: Unsplash. João Silas

Worldbuiling, sociedad y estereotipos: vida y literatura

Analizar la sociedad y el comportamiento de las personas que la forman es uno de mis entretenimientos favoritos. Además de intentar entender mejor al ser humano, cosa que me fascina, me sirve para mi día a día y, también, para reflejarlo en mis relatos.

Hay muchas maneras de enfrentarse a este estudio, como por ejemplo de forma individual, entendiendo al sujeto como un producto de la sociedad y de su mundo, o bien examinando un subgrupo de personas con las mismas características.

Si hacemos el análisis individuo a individuo hemos de tener en cuenta que cada uno de nosotros somos producto de nuestra experiencia personal y de los inputs que recibimos. Por un lado, nuestra forma de ser se ve influenciada de manera local por la familia y los círculos cercanos o, incluso, por el barrio en el que vivimos. No es lo mismo nacer en una barriada obrera de Madrid que en el barrio de Salamanca. Por otro lado, la cultura y la sociedad también nos influyen. Además, la televisión y el cine ha hecho que la cultura anglosajona se imponga sobre otras locales. Como ejemplo, tenemos el desplazamiento de la festividad de Todos los Santos por Halloween, celebración que nos ha llegado gracias a películas y series norteamericanas.

Si estudiamos subgrupos de personas, hacemos de la estadística una norma. Me refiero a que la estadística nos da una serie de reglas que pueden aplicarse a todo un conjunto de personas como, por ejemplo, que quienes viven en el barrio más caro de la capital tienen buenos sueldos. De ese modo, proyectamos sobre todo el colectivo criterios e incluso vivencias que suponemos que las hacen ser como son. Así, podemos creer que quienes tienen un nivel de estudios bajos suelen ser los que, también, tienen salarios inferiores. O que los escolares cuyos padres tienen estudios universitarios también los tendrán en el futuro.

Análisis de la sociedad y worldbuilding

Si queremos escribir desde una corriente literaria como el realismo mágico, thriller o romántica, solo hay que pensar en lugar y una época del mundo para ubicar tu historia.

En cambio, cuando escribimos fantasía, una vez que tenemos el tema sobre el que queremos escribir y los personajes con los que llevaremos la trama, llega el momento del worldbuilding. Este palabro anglosajón, unión entre world, mundo, y building, construcción, recoge un proyecto muy interesante: crear un mundo con una cultura, economía, religión y geografía en el que se desarrolla la historia. Es importante porque este mundo, como decíamos antes, creará la sociedad que dará forma a las maneras de pensar y actuar de los personajes. Esta configuración del mundo, sumada a los arquetipos que nos explicaba Mónica en un excelente artículo, hará creíbles las metas, las ideologías, las manías y los problemas de nuestros seres de ficción.

El mundo como inspiración para el worldbuilding

Creo que no hay ningún escritor de género fantástico que no se haya inspirado en la historia de la Tierra para crear sus relatos. Si pensamos en R. R. Martin y su conocido Juego de tronos, cuyo muro es la versión helada y gigante del Muro de Adriano, o en las culturas celtas y nórdicas en las que se basó Tolkien para hablar de los elfos o la Tierra Media.

En realidad, no hace falta irse a los libros de fantasía. Rebelión en la Granja, un libro donde los protagonistas son animales, fue la respuesta de George Orwell al comunismo. En Un mundo feliz, Aldus Huxley exageró los rasgos de la sociedad de los años 30 para crear una novela distópica que pone los pelos de punta.

El peligro de caer en el estereotipo lógico

Como decíamos, nos podemos inspirar en la Tierra para ambientar nuestras novelas. Por ejemplo, supongamos que queremos escribir sobre una sociedad cuyos sueños se han roto, y encuentran en un nuevo líder la oportunidad de recuperar las ilusiones que sus padres o abuelos tenían y cumplían. Podríamos coger el libro de historia y buscar situaciones similares, o podríamos leer un diario y analizar lo que está pasando en Estados Unidos. Personas descontentas, que creían que con Obama iba a cambiar su situación, echan la culpa de su estado al poder establecido y creen que elegir a una mandatario con un discurso rupturista con el establishment, aunque forme parte de él, mejorará las cosas.

Muchos europeos y americanos nos preguntamos cómo un hombre multimillonario, abiertamente xenófobo, racista y misógino ha llegado a la Casa Blanca. Y está claro: ha conectado con las clases medias y bajas de uno de los países más ricos del mundo. Lo fácil es pensar que sus votantes cumplen con un estereotipo: hombres blancos, de clase media-alta y con ocho apellidos americanos. Es fácil porque es lo que nos dice la lógica.

¿Qué haríamos en nuestra novela? Al gobernador machista y racista lo apoyarían todos los hombres de sus misma raza. Y el resto, se opondría. ¿Es lógico? Sí. ¿Nos equivocamos? Muchísimo.

El error viene cuando no incorporamos ningún matiz a esos datos. Si dirigimos la mirada a lo que ha pasado en Estados Unidos, nos enteramos de que más del 50% de las mujeres blancas votaron por Trump, o que el co-fundador de Latinos for Trump, Marco Guitiérrez, es latino y opina que <<los hispanos son una cultura “primitiva y subdesarrollada” y que los estadounidenses deben tener miedo a los mexicanos>>.

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La lógica llorando porque ha fallado el estereotipo

Huir del worldbuilding plano

Hay que nadar entre matices para crear una sociedad con unos personajes verosímiles y con vida. Para ello, hay que pensar en qué es lo que hace fallar al tópico.

Mi hipótesis es que el estereotipo queda invalidado por el sistema de valores de cada individuo, que determina la forma de ser y la ideología. Y que esta última puede estar enfrentada al cliché que se le presupone según sus características sociodemográficas.

Analicemos el ejemplo anterior, el de Marco Gutiérrez. Es un hombre latino, por lo tanto, no es blanco ni norteamericano de nacimiento. Es un mexicano que consiguió la nacionalidad de Estados Unidos en 2003. Desde entonces, según sus palabras, ha sido Republicano.

Por sus rasgos sociodemográficos, podríamos pensar que al último que votaría en la carrera presidencial sería a Trump. Sin embargo, hay un detalle revelador en su biografía: consiguió la nacionalidad hace poco, de adulto. ¿Qué ha podido pasar? No lo sé, así que solo queda tirar de imaginación. Podemos pensar, por ejemplo, que hasta conseguir el pasaporte norteamericano se sentía inseguro, incluso apátrida. Que cuando un papel le dijo que era estadounidense, su sentimiento de pertenencia al país le hizo relegar, e incluso denostar, su origen, y que pasó a la última posición en su escala de valores.

Al escribir, debemos pensar qué cosas son las que pueden hacer que una persona vaya contracorriente, que no actúe según se espera por su origen o situación. Cada persona es un cúmulo de eventos que lo hacen único, como a Marco Gutiérrez, y eso es lo que el escritor debe plasmar en sus novelas.

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El mundo no es plano. Hagamos que se note en nuestras novelas. Imagen de Steven Díaz (créditos al final del artículo).

El estereotipo simplifica la vida en todos los aspectos pero no es veraz

El estereotipo nos ayuda a tomar decisiones si no tenemos tiempo para conocer a la otra persona en profundidad. Es el que nos hace agarrar el bolso cuando aparece alguien con ropa desgastada y la cara medio tapada, o lo que nos indica que debemos fiarnos de esa persona aseada y pulida que no deja de sonreír y que se muestra humilde pero segura.

Como decía Mónica, el uso del estereotipo puede ser malo si nos sirve para denigrar a todo un colectivo. En el ámbito de la literatura, puede hacer que simplifiquemos hasta lo absurdo a un personaje.

Por eso, es peligroso que el estereotipo haga un uso lógico de la experiencia, ya que nos puede hacer pensar que es totalmente fiable y que no tiene ninguna brecha.

Dibujar al colectivo para hacer destacar al individuo

Sin embargo, pensar en aquello que comparte una sociedad o un grupo de personas nos sirve, en la creación de mundos, para hacer único a cada individuo que la integra. Una vez tenemos los rasgos generales de una sociedad, debemos pensar qué experiencias distancian al personaje de la norma.

Esas vivencias deben ser lógicas. Volvamos al ejemplo de Juego de Tronos. Arya Stark tiene todos los números de ser como su hermana Sansa y que solo le interesen los vestidos y los príncipes. En cambio, le interesa más lo que hacen sus hermanos: luchas para convertirse en caballeros. Arya juega con ellos y, su padre, por hacerla feliz, le pone un profesor de lucha. ¿Cumple con la norma? No. ¿Es lógico que no la cumpla? Sí.

R. R. Martin transgrede la norma común, crea experiencias únicas para Arya y construye un personaje veraz.

Hay que analizar al individuo, aunque suponga más trabajo

Como comentaba antes, los prototipos nos facilitan la vida. Conocer a alguien y poder encasillarlo nos ayuda a saber cómo tratarlo. Pero clasificar a las personas por rasgos generales, estadísticos, genera prejuicios en el día a día y empobrece nuestros textos literarios. Entonces, preguntémonos qué cosas fuera de la norma pueden hacer menos estadísticos a nuestros personajes. Tengamos paciencia para descubrir qué hace especiales a las personas que nos rodean.

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

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Foto de Steven Díaz

El autismo cabalga de nuevo

Queridos lectores de Mocade:

En mi deambular por Internet, donde aún me pierdo por enlaces secundarios, di con una noticia que ha inspirado mi artículo de esta semana. Me llamó la atención una palabra en el titular: “autista”. Y sobre autismo puedo hablar, porque es una parte de mi vida.

El reportaje no me parece nada extraordinario, ni en forma ni en contenido. Personalmente opino que la frase del titular ni siquiera entra en la categoría de noticiable. Pero las reflexiones que me ha inspirado la lectura de esos pocos párrafos sí que merecen que les dedique estas letras.

Pasaré de puntillas sobre el hecho de que la foto de portada más parece sacada de un carnaval veneciano que de una tradicional cabalgata de Reyes en la capital de España. Me abstendré de opinar sobre la terrorífica impresión que algunas escenas produjeron en los niños asistentes, según recoge el autor. Tampoco voy a pronunciarme sobre la iniciativa del Ayuntamiento de invitar a niños con diversidad funcional, aunque algo diré más adelante sobre esto.

¿Cuál es entonces, os preguntaréis, la idea que quiero transmitir? Os lo explicaré con un sencillo ejemplo: todos conocéis el pasatiempo de dos viñetas muy parecidas en las que hay que encontrar las cinco, siete o doce diferencias ¿verdad que sí? Pues a ver si me señaláis alguna diferencia que valga la pena entre estos dos titulares:

Las mariposas maléficas de Carmena horrorizan a los niños: “Mi hijo autista tendrá pesadillas”

Las mariposas maléficas de Carmena horrorizan a los niños: “Mi hijo tendrá pesadillas”

¿Qué os lo he puesto muy fácil? Pues sí, y no. Porque esa diferencia en una sola palabra es todo un mundo de diferencia. Tengo mis motivos para defender esta idea. ¿Es procedente emplear el adjetivo “autista” en este caso? ¿El horror es más horroroso porque lo sufra un niño con autismo? ¿Acaso es justo decir que su miedo va a ser diferente al del resto de los niños? Si a eso vamos, también podría haber dicho cualquier otra madre “Mi hijo rubio / obeso / vergonzoso / … –póngase cualquier adjetivo aquí– tendrá pesadillas”. Pero seguro que, ni lo hubieran dicho, ni, en caso de hacerlo, habría sido una frase para el titular.

Entonces, ¿por qué se emplean a veces algunas palabras fuera de contexto? ¿Qué aporta el adjetivo “autista” al contenido del artículo? La noticia comienza dando el dato de que el Ayuntamiento “se ganó a la opinión pública invitando a niños con diversidad funcional –es decir, con discapacidades físicas o mentales–”. Y lo cito textualmente porque, de entrada, me parece redundante. El lector medio comprende el término “diversidad funcional” pero el periodista cree necesario explicar que alude a discapacidades físicas o mentales. Y aún hay más. Si alguien quisiera leer entre líneas, esa frase aparentemente halagüeña puede encerrar bastante mala leche, si me permitís la expresión. ¿Quiere decirnos el autor que la alcaldesa está haciendo una manipulación electoralista al favorecer a ese colectivo de niños con la invitación? ¿Lo insinúa de modo tan solapado porque no sería políticamente correcto decirlo de otra manera?

Soy madre de un joven con autismo que ya tiene veinticinco años. Eso me ha permitido acumular una considerable experiencia sobre el tema. También tengo una hija maravillosa. Y, para los dos, deseo exactamente lo mismo, es decir, que sean felices y que vivan y disfruten por igual de la vida que les toca vivir. No quiero que mi hijo sea más que su hermana. Ni lo contrario. Pero si me dedicara a enarbolar el autismo como bandera contra la igualdad, si me callara ante artículos como el que hoy comento, estaría socavando mis propios cimientos. La verdadera inclusión no consiste en aislar un pez dentro de una burbuja para soltarlo en el mar, sino en romper la burbuja. Lo otro sería discriminación y aislamiento disfrazados de falsa integración.

Quiero terminar dejando una pregunta en el aire. ¿Por qué todavía, en pleno siglo XXI, se habla de “niños autistas”? ¿No es mucho más acertado emplear el término de “niños o personas con autismo”? Hay cosas que antes me hacían daño, y ahora, dicho con respeto y sin que me malinterpretéis, me provocan risa. Lo de “mi hijo autista” me suena parecido a “mi hijo marciano”. El autismo no hace que quien lo tenga sea una especie de extraterrestre. En palabras de Ángel Rivière, psicólogo que tanto hizo por el mundo del autismo: “ser autista es un modo de ser, aunque no sea el normal”.

Entonces, amigos mocadianos, os voy a pedir un favor: cuando leáis noticias de ese tipo, y redactadas de esa forma, cambiad el formato del texto. Usad el tamaño de letra más pequeño que se os ocurra para “autista”, y centrad vuestra atención en todo aquello que los niños con autismo y los que no lo tienen poseen en común. Solo así podrá entenderse que es mucho más lo que nos une a ellos, que lo que nos separa o nos pueda separar.

Adela Castañón

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Escritor se escribe con E

Bloqueada. Así estaba yo cuando pensaba en que se acercaba mi día de publicar en Letras desde Mocade. Miré al techo buscando inspiración, igual que Serrat en la canción “No hago otra cosa que pensar en ti”, pero, aparte de comprobar que no necesitaba una mano de pintura, no se me ocurría nada. Cerré los ojos para convocar a las Ideas. Todo inútil. Recorté mis aspiraciones y me concentré en alumbrar alguna Frase Ingeniosa como punto de partida. Cero patatero. Hice un esfuerzo más: me conformaría con una simple Palabra. En vano. Mi mente era un lienzo más blanco que Siberia en enero. De pronto, casi con el rabillo del ojo, la vi: ¡era Ella, la E! Me llamaba dando saltitos mientras intentaba hacerse oír: “¡Eh! ¡Estoy En Este Escenario!”. Era la primera vez que veía una letra viva. Comprendí que, en la escritura, la humildad es la base. Las obras maestras pueden nacer de ideas grandiosas, frases lapidarias o palabras clave. Pero no llegarían a ver la luz sin esos pequeños céntimos casi invisibles que son las pobres e ignoradas letras. Y, como la E había sido la más Espabilada, decidí rendirle un merecido homenaje en el que reconocería su aportación al arte de Escribir. Y a eso voy.

En la literatura, como en casi todo, hay Extremos. ¡Qué duda cabe! Y Enfrentar Esos Extremos Es Entretenido.

Expectativas y Esperanzas: no es que sean en sentido estricto términos opuestos, pero vale la pena una pequeña reflexión sobre estas dos facetas. Las Expectativas me llevan al lado de la razón, a planificar, a organizar, a diseñar Estrategias para alcanzar algo. Y ese algo que está al otro lado del Espejo son mis Esperanzas, las que habitan en la otra cara oculta, la del país del corazón, de los sueños. Y, si consigo ensamblar esas dos caras para que se alternen con la misma regularidad con la que sale y se pone el sol, estaré bien Encaminada. O, al menos, eso quiero pensar.

Estancada y Elevada: pues eso. A ver a quién no le ha ocurrido lo mismo que a mí. Hoy, sin ir más lejos, me encontraba Estancada en ese pantano del bloqueo que he mencionado al principio de este divertimento. De pronto, cuando parecía que nada podía salvarme, ha llegado la musa. Y ha debido compadecerse de esta aspirante a autora, porque me ha susurrado algo al oído. A lo mejor era toda una idea que empezaba por E, y solo llegué a escuchar el principio. Creo que llegué a oír algo así como “Escucha…” pero los saltitos de la E me distrajeron, y no me enteré de lo demás.

Emprendedora y Escondida: son dos calificativos que cualquiera que escriba se puede atribuir sin miedo a equivocarse. La timidez del principiante hace que muchas personas con auténtico talento se resistan a salir del escondite, a exponerse a la crítica del público. Pero, por suerte para todos, hay muchos, ¡y ojalá sean cada día más!, que deciden emprender el camino de la visibilidad y no temen exponer sus relatos, sus artículos, e incluso sus patochadas, al análisis de los demás mortales. No quiero señalar, pero mi índice, como la cabeza de la niña de El Exorcista, se ha girado y me apunta al centro de la nariz. Vale, me he puesto como un Ejemplo Esperpéntico, pero Ejemplo al fin y al cabo.

Explorar o Estabilidad: la literatura, la novela, los relatos, el teatro, casi todo tiene sus normas establecidas. Y está bien. Es bueno contar con un andamiaje básico. Hay maestros de la literatura cuyas obras son verdaderos paradigmas y objeto de libros de texto para aprendices a escritores. Pero es aún mejor que surjan de vez en cuando verdaderos genios que no se conforman con lo establecido y se dedican al maravilloso arte de Explorar. Surge, por ejemplo, un Julio Cortázar, con esa Rayuela que habla por sí sola. Y la posibilidad de que aparezca de vez en cuando uno de esos genios aumenta cuando crece el enjambre de los principiantes, de los aspirantes, a los que se nos ocurren cosas tan absurdas como esta de rendir homenaje con un artículo a la simple y elemental letra E. Sería más solemne disertar sobre una idea grandiosa, una causa noble o un personaje excepcional. Pero en el bloqueo, como en la guerra, vale todo.

La Escritura es todo eso: Es Estancarse, Entretenerse, Embarrullarse Entre Esperanzas, Explorar, Elegir, Elucubrar, Emocionarse, Encontrar En El Espacio Ejemplos Emocionantes, Enojarse, Enaltecerse…

La Escritura, repito, es todo eso y mucho más. Es el lazo, el Eslabón, que puede unir a personas que tienen en común el amor por escribir. Y cuando el azar hace que personas así se conozcan, como es el caso de mis compañeras de Letras desde Mocade y el mío, el resultado no puede ser más Espléndido para mí: Encontrar el valor y la decisión de hacer de mi escritura una realidad. Aunque sea con un artículo humorístico, que Espero Encuentren Entretenido, sobre la letra E. Cosas como esta sencilla reflexión sin aspiraciones son las que, al final, se convierten en un ladrillo más que va asfaltando y haciendo más transitable nuestra ruta literaria.

Vaya, por tanto, mi rendido homenaje a esa letra, como muestra del respeto que merece cada una de las que forman el abecedario. Solo espero que sus compañeras no imiten el ejemplo de esta Espabilada, porque, lo confieso, mi neurona no da para más. ¡Estoy Exhausta!

Adela Castañón

Foto:Copyright : aleksan

Mis protagonistas y Terry Pratchett

Cuando era pequeña, solía asaltar la biblioteca de mi hermano mayor. Él tiene trece años más que yo pero, de los cuatro vástagos Campos, era al único al que le gustaba leer tanto o más que a mí. Por eso, cuando se acababan mis libros, iba a su cuarto y le preguntaba cuál me podía dejar. Imagino que no le debió resultar fácil encontrar lecturas adecuadas para una cría. Aún así, siempre lo conseguía.

Un día, me dio un libro que se llama Ritos Iguales. Y ahí empezó todo.

Álex, creo que no eres consciente de lo que hiciste por mí ese día, así que aprovecho para agradecértelo y explicártelo con este post. Y, a todos los demás, también.

El libro que lo empezó todo

Ritos iguales es la tercera novela de la Saga Mundodisco de Terry Pratchett. El título original, Equal Rites, suena como “Equal Rights”, es decir, igualdad de derechos.

Creo que, con esto, ya se ve por dónde por dónde va la cosa. Pero os voy a hacer una pequeña sinopsis del libro para entendáis la intencionalidad del título.

Imaginaos a un mago que se está muriendo. Su instinto le dice que, no muy lejos, ha nacido un octavo hijo de un octavo hijo. Un posible sucesor. Camina por el bosque hasta que da con él y le da su cayado segundos antes de morir. No se da cuenta de que el bebé es una niña hasta que es un espíritu. Y, ups, existen magos, pero no magas.

Afortunadamente, esa criatura tiene a su lado a Yaya Ceravieja, una bruja que la instruye como tal. Sin embargo, la vieja pronto es consciente de que la magia de la niña es diferente a la suya, por lo que decide llevarla a la Universidad Invisible, donde estudian los hombres para ser magos.

Soy consciente de que muchos piensan que una historia de brujos y magos es infantil. Y sí, puede serlo. Pero si dejamos a un lado el esnobismo típico de la crítica literaria y nos enfrentamos al libro, nos encontramos con una novela satírica y profunda que utiliza elementos fantásticos para explicar el mundo.

Al acabar esta historia, decidí que Terry Pratchett sería mi autor favorito. Hoy sigue siéndolo, y lo será hasta que me muera. Pronto sabréis por qué.

Las historias de mi infancia

Dejemos en el arcón de nuestra memoria a esa Carla preadolescente con Ritos iguales en las manos y demos un salto al pasado. Vamos a buscar a la Carla de cinco, seis, siete años.

A mini Carla le gustaba ver en bucle películas de Disney, como Merlín o Robin Hood. Para quien no las haya visto, son dos clásicos de dibujos animados. En la primera, un jovencísimo Arturo arranca la espada de la roca y Merlín le ayuda a convertirse en Rey. En la segunda, un zorro, Robin Hood, roba el oro del Rey para dárselo a sus amigos, los pobres.

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Eran las películas favoritas de mini Carla. Quería ser como ellos eran: valientes, luchadores, ¡magos! Y, a veces, se preguntaba por qué no había niñas que pudieran sacar espadas de piedras y robar a reyes. Así que se desquitaba jugando a Pressing Catch con otro de sus hermanos, pero ese es otro tema.

Y ahora, volvamos a mis doce años

Hasta ese momento, las mujeres activas eran la excepción en mi pequeño y limitado mundo. Puedo recordar a Pipi Langstrum, La Bruja novata y Mery Poppins. Nada más. Aún así, no sé por qué, eran figuras que no me dejaron una huella tan profunda para querer ser como ellas. A mí me gustaban Goku, un niño extraterrestre, con cola de mono, que tenía muchísima fuerza y podía ganar cualquier pelea, y el Príncipe Ali, de Aladdin. Eran personajes divertidos, con una personalidad arrolladora y que salvaban a todo el mundo. ¿Por qué iba a fijarme en niñas que cantaban a los pajaritos cuando podía ser como ellos?

Y de repente, ¡boom! En mis manos tenía la historia de una niña de mi edad, que hasta se parecía a mí en lo físico. Y que hacía magia. Y era tan poderosa y lista que el destino de su mundo dependía de ella. Y que tenía a otra mujer, también muy inteligente y fuerte, como guía.

Mi sueño hecho realidad, joder.

Merece la pena leer a Terry Pratchett desde muy jóvenes

Con esa primera lectura, me interesé en el señor que era capaz de crear una historia tan profunda alrededor de una niña como yo. Por eso, cada vez que Plaza y Janés publicaba un libro de la Saga del Mundodisco, corría a la librería con mi semanada para comprarlo. Después, con mi sueldo. Y ahora tengo la colección entera en papel y en ebook para releerla cada vez que me apetece, que es siempre.

Porque Pratchett es un escritor con la capacidad de hacerte pensar y reír a la vez.

Con sus páginas, he meditado sobre la muerte, la guerra, la democracia, la igualdad entre hombres y mujeres, el racismo, y un sinfín de temas más. Y todo, gracias a una prosa ágil y única, que me encantó con doce años pero que entendí siendo ya adulta.

La representación importa

Es muy triste pensar que, a mis doce años, era la primera vez que me sentía identificada con un personaje de una historia. ¡Y qué historia! Mi hermano, seguramente sin quererlo, me había dado a conocer un mundo nuevo: un mundo en el que las niñas podían decidir qué querían ser, tenían el derecho de luchar por hacerse un hueco en un mundo que no las quería y demostrar lo importante que era, para todos, que estuvieran ahí. Imagino que él pensaría que ese libro me gustaría porque estaba protagonizado por una cría. Y es cierto. Pero fue mucho más que eso. Fue el primer contacto que tuve con el feminismo, aunque yo no lo supiera. Con doce años, lo único que sabía era que yo podría llegar a ser como Eskarina. Si ella había luchado por ser maga y salvar el mundo, ¿qué cosas maravillosas podría hacer yo?

No me podéis decir que no es un ejemplo molón.

Por eso, prácticamente todos mis personajes protagonistas son femeninos. Para que las niñas vean que las mujeres también podemos salvar el mundo, y que, igual que los hombres, lo hacemos cada día. Como Eskarina.

Solo me queda dar las gracias a mi hermano, y decirle al Maestro que espero poder hacer por alguna niña lo mismo que él hizo por mí.

Carla

@CarlaCamposBlog

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Imagen de Josh Kirby en Wikipedia

Escribir no tiene edad

       

                                                                                       Para ser escritor solamente hacen falta dos cosas,  tener algo que decir, y decirlo (Oscar Wilde)

He empezado a escribir más en serio cuando he rebasado la frontera del medio siglo. Pero llegar tarde a la escritura no es peyorativo. Al menos eso pensaba hasta que leí un artículo, cuyo enlace prefiero no recordar, que ensalzaba a los jóvenes talentos y castigaba a “yayas” escritoras, como yo, con el cruel látigo de la indiferencia.

Hacía una clasificación, y buena, de los pros y los contras de las edades de inicio en el arte de las letras, pero se detenía al llegar a los cuarenta. No me sentó nada bien, ¡de verdad!, y me limité a ignorar lo que decía, o, mejor dicho, lo que no decía. Sin embargo, la espinita me quedó clavada y, pensando en mi artículo para Mocade, me pregunté: ¿por qué no decir aquello que eché en falta?

Y dicho y hecho. Me he querido plantear algunas preguntas y compartir en este espacio mis propias respuestas.

¿Es acertado creer que a partir de cierta edad ya es tarde para empezar a escribir? ¿Hay una edad idónea de comienzo? ¿De qué modo influye la edad de inicio en un escritor? ¿Empezar joven tiene el peligro de quedarse en un mero aficionado? ¿Es más difícil adquirir solidez como autor si se llega a la escritura a edades más avanzadas?

La edad puede ser determinante para algunas cosas. Por mucha ilusión que tenga un hombre de llegar a ser estrella mundial del futbol, si empieza a entrenar y a prepararse a los cuarenta años, y con una barriga cervecera, tiene escasas probabilidades de que su sueño se haga realidad. Y digo “escasas” porque la palabra “nulas” tiene unas connotaciones de negatividad absoluta que no deben presuponerse. La vida nos demuestra que casi todo es posible si uno lo desea y se esfuerza en conseguirlo.

¿Cuál es la mejor edad para empezar a escribir?

De forma simplista, respondería con una sola palabra: cualquiera. Pero, si lo dejo ahí, me quedo sin artículo, de modo que voy a mojarme un poco más. La mejor edad es aquella en la que a uno le apetezca. O, como dice Oscar Wilde en la cita que encabeza mi artículo, cuando uno tenga algo que decir y quiera hacerlo.

La edad no debería ser nunca ni una excusa ni una justificación para iniciarse en la escritura. Por ejemplo, si uno empieza a escribir en la juventud, puede adolecer de un vocabulario más pobre, o una mayor presencia de tópicos y frases hechas, aunque no tenga por qué ser así en todos los casos. Y posponer la decisión, pensando que el simple paso del tiempo corregirá esos aspectos, es una equivocación. Esos primeros escritos habrán servido de entrenamiento, de campo de pruebas. Podría ocurrir que, al cabo de los años, el autor los rescatara y se reencontrara con ideas olvidadas que en un imaginario infantil son naturales y surgen de manera espontánea. Ideas que con el tiempo se vuelven más esquivas porque la razón y la madurez las van arrinconando en el baúl de la sensatez. Entonces, si un buen día, haciendo limpieza, descubrimos algunos folios manuscritos, podremos reescribir historias olvidadas que se enriquecerán con la experiencia acumulada con el paso de los años.

¿Y qué pasa si vamos aplazando aquello de “tengo que escribir algún día” y, cuando llega ese día, resulta que ya peinamos canas? ¿Por qué se ignora tantas veces a estos escritores debutantes en la tercera edad? Quizás porque el tema me toca de cerca, quiero resaltar la parte positiva. Cuando se llega a la línea de salida, a la edad en la que otros ya están casi rozando la de meta, hay que poner en la mochila un ingrediente fundamental: el optimismo. No importa salir tarde, ni el tiempo que nos cueste llegar. Tampoco importa tanto alcanzar o no la meta. Lo que importa es disfrutar de la ruta, del camino. Es probable que vayamos más despacio, pero si nos frena el peso de la experiencia, habrá que usarla como combustible. Y, si damos bien los pasos, nunca será demasiado tarde.

He intentado enfrentar los dos extremos en la horquilla de la edad y dejar caer un argumento bastante elemental en cada caso. Si decidimos tomarnos en serio eso de convertirnos en escritores, debemos tener clara una premisa: creérnoslo. Porque, independientemente de la edad, si tenemos el gusto por la escritura pero pensamos que no estamos preparados estaremos destinados al fracaso.

Un buen ejemplo de que la escritura no tiene edad lo tenemos aquí, en Mocade. Porque las cuatro amigas que vamos levantando nuestro rinconcito piedra a piedra, relato a relato, artículo a artículo, somos de edades muy dispares. Sin embargo Mocade es lo que es porque nosotras somos las que somos, aunque haya dos “mocadianas” en la treintena, y otras dos que casi les doblemos la edad. Nuestros escritos se enriquecen con las aportaciones que nos hacemos las unas a las otras. La novedad de la juventud y la experiencia de los años se nutren entre sí, y dan como resultado este Letras desde Mocade donde, cada día, las cuatro nos encontramos mejor en nuestra casa literaria.

Visto así, la edad no es un elemento coyuntural. Pero sí que hay algunos matices importantes que se consiguen con el tiempo. Y el tiempo es edad. Así que el problema, en el fondo, podría ser otro: ¿la edad o la experiencia? Puede que a los veinticinco años una persona no sepa mucho de la vida, pero si se graduó a los dieciséis y se matriculó pronto en la Universidad, podría ser Licenciado en Lengua y Literatura con un cuarto de siglo. Y su prosa sería muy distinta a la de una persona con diez años más, que hubiera estudiado Económicas y que tuviera un hijo adolescente. Quizá esa persona sabría un poco más de la vida o tendría más experiencias en su imaginario. Pero, pese a eso, la técnica, la sintaxis o la gramática podrían dejar mucho que desear. En esta vida, todo es cuestión de perspectiva.

Si alguien piensa que no soy objetiva al poner a nuestro Letras desde Mocade como ejemplo (y haría bien en pensarlo, porque es cierto), os dejo aquí unos datos interesantes sobre la edad de comienzo de escritores famosos. Como podéis comprobar tengo razón cuando defiendo que, para escribir, no importa la edad.

Adela Castañón

Imagen: Johanna Kosinska

Las comparaciones son odiosas

Tengo días tontitos en los que no me entiendo ni yo misma. Y otros días inspirados, en los que todo me sale genial. Y, de vez en cuando, dificultades para saber en cuál de esos días me encuentro, como me ocurre hoy. Todo porque mi cerebro se ha puesto a echar humo y me ha dado por pensar en los tipos de relación que pueden darse entre un autor y su obra.

¿Qué es en realidad un libro, un artículo, un relato, un poema, o cualquier obra para su autor? ¿Cómo vivimos cada paso desde que se nos ocurre hasta que la escribimos y, con suerte, otros la leen? Y, lo que no es menos importante, ¿en qué medida depende la obra del autor?, ¿qué tipo de relación, sentimental o no, se establece entre ellos? A ver, es evidente que, sin autor, no hay obra. Hasta ahí, llego. Es algo parecido a lo de tener hijos. A veces sales del paritorio y cuando cumplen cuarenta años siguen pegados a tus faldas. Y otras veces a los quince ya están locos por alcanzar la mayoría de edad para volar fuera del nido. Y puede que tengas un hijo de cada clase, y te plantees cómo es posible que sean tan distintos si a los dos los has educado igual. Pero, si invierto la situación y la aplico a la escritura, me pregunto si el futuro de una novela podría haber sido otro en caso de haber tenido un autor diferente. Y mi cerebro, olvidando que las comparaciones son odiosas, se ha entretenido en establecer ciertas semejanzas con personajes de película y en poner apodos a algunos tipos de escritor.

Escritor Norman

Por Norman Bates, el de Psicosis, ya sabéis. Vive al servicio de su obra, que es como su madre y lo tiene dominado por completo. Está tan dedicado a obedecerla y a servirla que no se entera de que la pobre se pone añeja y se muere. Y se pasa la vida haciendo viajes al desván y manteniendo la ficción de que su obra sigue viva, porque, sin ella, él no es nadie. Si sois de éstos, mejor buscar un hogar de acogida ¿ok? Esas obras/madres devoradoras nunca os dejarán llegar a ser adultos.

Escritor Mesala

Por el Némesis de Ben-Hur. Sí, elijo al malo de la película porque me resulta más interesante que el protagonista, que es un estereotipo clásico del bueno. Mesala cabalga sobre su obra con el mismo arte que sobre la cuadriga. Se cree el amo del Imperio. Pero, con tanto querer llevar las riendas, no se aparta ni un milímetro de su camino y se olvida de que hay otros carros en el circo. Por no dar su brazo a torcer, se da el piñazo padre y a la hora de saltar a la arena tropieza con otros libros que resultan ser mejores. Y ahí se queda él, con los dedos en plena parálisis productiva y lamiéndose las heridas.

Escritora Cleopatra

Casi no necesita presentación. Guapa, lista, inteligente, manipuladora. Podría confundirse con Mesala, pero tiene otro matiz. Quiere que su obra sea perfecta, pero para dar fe de que ella, la autora y creadora, es igualmente perfecta. Y cuando tropieza con escritores como Octavio, más viejos, más feos, pero que asoman por el horizonte con todas las de ganar, prefiere que la muerda un áspid y abandonar el escenario por la puerta grande. Vamos, como la Martirio, “antes muerta que sencilla”. Claro, esas novelas aspirantes a ser La novela perfecta, acaban como George Clooney en La tormenta perfecta: ahogadas en el fondo del mar. Y es que no se puede o no se debe pretender ser la reina del mambo, que en el mundo de la escritura todo el mundo tiene derecho a ocupar su rinconcito y no es bueno querer sobresalir a toda costa.

Escritora Abeja Maya

Vuela de flor en flor. Crea blogs, hace talleres, comparte todo lo que sabe, pero no despega nunca porque se queda a vivir en la etapa escolar, de aprendizaje, sin dar el paso definitivo. Sin embargo, las que conozco dentro de este grupo, las conozco, precisamente, porque terminaron de avanzar y han publicado. Vamos, que han pasado de ser Abeja Maya a Abeja Reina. Me viene a la mente Ana González Duque. Tal vez porque estoy terminando el segundo libro de Leyendas de la Tierra Límite, y me está demostrando que hay que decidirse a dar el paso y empezar a crear aprovechando todo lo que hemos aprendido y seguimos aprendiendo en ese picoteo por blogs y páginas de consejos y formación. Es un tipo de escritora moderna, y me llama la atención porque dentro de mi campo visual adquiere una dimensión tan grande o más que aquello que escribe.

Mis pinitos con estas publicaciones son ensayos para dar ese salto, así que este último tipo de escritora me crea una dualidad que resulta amargamente dulce, o dulcemente amarga. Vamos, aquello tan tópico de una envidia sana. Pero me quedo con la faceta positiva, y me quito el sombrero ante esas reinas de las sopas de letras con sentido.

Y para ir practicando, a ver si logro llegar a su altura, he querido poneros hoy estos ejemplos en clave de humor. Medio en serio y medio en broma he intentado haceros reflexionar sobre cómo nos sentimos o cómo nos comportamos a la hora de escribir. ¿Cómo enfocamos nuestra escritura? ¿Qué vida queremos darle a nuestros textos después de terminarlos? ¿Hasta qué punto nos comprometemos con ellos? Hay artículos excelentes, como el publicado por Gabriella Literaria sobre los tipos de escritores, que profundizan muy bien en el tema. Pero mi idea ha sido dar una visión más íntima, más de andar por casa, donde todavía el público no tiene el peso que tendrá después.

Se me ocurre ahora un quinto ejemplo, el de los escritores de artículos parecidos a este, sin grandes aspiraciones a transmitir verdades universales. Pero tampoco está mal arriesgarse a la hora de escribir lo que se nos ocurra, si se intenta hacer de modo correcto y digno. Lo bueno de exponerte a las críticas es que, cuando las lees con la sonrisa en la boca, acabas aprendiendo un montón. Así que os animo a que me arranquéis la piel a tiras y, ¿por qué no?, a que os divirtáis ampliando esta especie de retratos robots de los escritores, en función de sus relaciones de amor/odio con su escritura.  Lo mismo nos acaba saliendo un artículo a varias voces que valga la pena.

Y si no es así, si habéis llegado hasta aquí, espero que por lo menos estéis sonriendo igual que hago yo.

Adela Castañón

Foto: Pixabay. Agnali

Sanadoras y mediadoras en las guerras

Precursoras de la Cruz Roja

Es piedad apropiarse de los muertos, pero el que está en el poder jamás quiere que se viole su poder. Antígona.

Mientras saboreo un aromático café, veo con horror las condiciones en que los refugiados sirios llegan a las islas del Egeo. Oigo el llamamiento de emergencia de la Cruz Roja para dar respuesta a las necesidades humanitarias de los que, huyendo de las zonas de conflicto, solicitan asilo en Europa. Pienso que en Lesbos, donde ahora hay un campo de refugiados, floreció una comunidad de mujeres. Y que, frente a las costas del Egeo, el hijo de un traficante de armas escribió una tragedia contra las guerras fratricidas.

Busco más noticias sobre los refugiados. Voy cambiando de canales. Me paro en el que están cantando la jota de La Virgen del Pilar dice que no quiere ser francesa. Josefa Amar y Borbón repartiendo cuencos de sopa caliente entre los heridos del hospital llena la pantalla. Y me pregunto: “¿Por qué no está reconocido el papel antibelicista que hemos desempeñado la mujeres? ¿Por qué no se habla más de nuestra labor de mediadoras y de nuestro pacifismo?” De pronto me doy cuenta de que tengo la respuesta: “Esa parte de la historia tenemos que reescribirla las mujeres”. ¡Pues que no se diga! Apago la televisión. Enciendo el ordenador y comienzo a escribir.separador2

Antes de que se fundara la Cruz Roja, hace algo más de ciento cincuenta años, el voluntariado femenino alcanzó cotas muy altas en la Zaragoza de los Sitios. Pero tuvo que llegar la nueva institución para canalizar y organizar unas actividades que se perdían en la noche de los tiempos. En la Grecia Clásica, el papel de las mediadoras en las batallas, las que atendían a los heridos y enterraban a los muertos de todos bandos, se había convertido en un mito tan fecundo que hasta Sófocles lo inmortalizó en una de sus tragedias.

En 1870, seis años después de la fundación de la Cruz Roja, se creó la “Sección de Señoras”. Su nacimiento coincidió con el auge general del asociacionismo y con la proliferación de las asambleas de damas aristocráticas dedicadas a la beneficencia. Estas Señoras estaban llamadas a ser unas mediadoras importantes.

Unos años más tarde, Bertha von Suttner publicó ¡Abajo las armas!, donde  recogía el ambiente que había conducido a la fundación de la Cruz Roja. La baronesa von Suttner describía los mismos horrores que las mujeres italianas habían presenciado en la batalla de Solferino. Esta novela es un canto al pacifismo y al papel mediador de las mujeres en los conflictos bélicos.

Antígona de Sófocles

Interrumpo la escritura y me levanto a buscar alguna de las ediciones de Antígona que pululan por mis estanterías. Me interesa esta tragedia para poder argumentar sobre unas raíces antibelicistas que nos vienen de lejos. Porque, desde que Antígona se enfrentó al poder político de Creonte y reclamó el derecho natural del fallecido a ser enterrado, y del vivo a ser atendido, las mujeres, “antígonas”, hemos seguido asistiendo a los heridos y enterrando a los muertos en las batallas.

Creo que podría citar de memoria, pero tengo miedo a que mi memoria me traicione. Así que busco entre los clásicos y saco, como un trofeo, el ejemplar de Antígona más manoseado. El que tengo lleno de anotaciones. Enseguida encuentro los pasajes que me interesan.

CREONTE. Eh, tú, la que inclinas la cabeza hacia el suelo ¿confirmas o niegas haberlo hecho?

ANTÍGONA. Digo que lo he hecho y no lo niego.

CREONTE. ¿Sabías que había sido decretado por un edicto que no se podía hacer esto? ¿Y, a pesar de ello, te atreviste a transgredir estos decretos?

ANTÍGONA. No fue Zeus el que los ha mandado publicar, ni la Justicia que vive con los dioses de abajo fijó tales leyes para los hombres. No pensaba que tus proclamas tuvieran tanto poder como para que un mortal pudiera transgredir las leyes no escritas e inquebrantables de los dioses. Estas no son de hoy ni de ayer, sino de siempre, y nadie sabe de dónde surgieron. No iba yo a obtener castigo por ellas de parte de los dioses por miedo a la intención de hombre alguno.

Sonrío para mis adentros. Esta mujer, con tantos siglos a sus espaldas, me parece que está tan viva como yo. Me entran ganas de felicitarla por haber sido la primera voluntaria neutral que recogió el cadáver de un enemigo.

ANTÍGONA. No considero nada vergonzoso honrar a los hermanos.

CREONTE. ¿No era también hermano el que murió del otro lado?

ANTÍGONA. Hermano de la misma madre y del mismo padre.

CREONTE. ¿Y cómo es que honras a éste con impío agradecimiento para aquél?

ANTÍGONA. No confirmará eso el que ha muerto.

CREONTE. Sí, si le das honra por igual que al impío.

ANTÍGONA. No era un siervo, sino su hermano, el que murió

Las heroínas de los Sitios de Zaragoza

Me he quedado abstraída. Mi mente ha viajado, no sé cómo, desde Grecia hasta Zaragoza. Las heroínas de mi ciudad me reclaman su puesto en esta historia. ¡Vaya salto! La culpa ha sido de la dichosa televisión. De todas las formas, en un artículo breve no me cabrían todas, porque las mujeres nos hemos unido en muchos momentos de la historia para mediar en las guerras y asistir a los heridos. ¡Bueno, a lo que iba!

En los dos asedios de la Guerra de la Independencia (1808 y 1809), los zaragozanos se volcaron para defender la ciudad. Su actuación fue ejemplar y eficaz, gracias al gran protagonismo de las heroínas para organizar la atención a sus habitantes.

En 1870, cuando se fundó la Asamblea de la Cruz Roja de Zaragoza, las aragonesas se integraron con facilidad en un organismo que encauzaba sus experiencias y sus deseos de ayudar a los heridos de las Guerras Carlistas. Los ejemplos de la Condesa de Bureta y Josefa Amar y Borbón fueron estimulantes para formar el primer Comité de Damas en Zaragoza.

Josefa Amar y Borbón (1749-1833), antes de la invasión francesa ya colaboraba con la Hermandad de la Sopa. Todas las mañanas, a las seis en punto, servía un plato de sopa caliente a los enfermos del hospital. Cuando llegaron los franceses, se puso al servicio de la Madre Rafols. Después del Primer Sitio, actuó de mediadora en Pamplona entre las tropas francesas y las de Palafox.

Casta Álvarez, Agustina de Aragón, María Agustín, Juliana Larena, María Lostal y Manuela Sancho atendieron a los heridos, suministraron víveres y municiones a los soldados, colaboraron como “enfermeras populares” con las tareas del hospital, y organizaron grupos de mujeres que participaron activamente en la defensa de la ciudad. Todas ellas fueron ejemplos vivos para otras mujeres que comprometieron sus vidas en conflictos bélicos posteriores.

A la Madre Rafols (1781-1853), en un acta de 1945, la Asamblea Nacional, la Cruz Roja la declaró una de sus precursoras. Entre las balas y las ruinas, expuso su vida para salvar a los enfermos, atendió a los prisioneros e intercedió por ellos, y consiguió que la recibiera el mariscal Lannes, en pleno asedio de la ciudad. Fue al campo de batalla a pedirle víveres o cualquier cosa con la que alimentar a sus heridos. Su caridad en la guerra llegó a límites insospechados cuando los franceses incendiaron y bombardearon el hospital.

La Madre Rafols organizó los cuidados de manera muy eficaz y exigió una actuación profesional a las Hermanas de la Caridad de Sana Ana, que ella misma había fundado. Las monjas de Santa Ana fueron unas de las primeras que sustituyeron a los hombres en las tareas de enfermería.

¡Abajo las armas!

¡Un nuevo salto! Ya sé que algunos os estaréis preguntando por qué desordeno los acontecimientos. Es más, yo también me pregunto, ¿por qué guardaba ¡Abajo las armas! junto a Antígona? ¿Por qué se me ocurre hablar ahora de esta novela? Simplemente, porque fueron dos lecturas que marcaron mi espíritu pacifista cuando era joven. Y porque en la novela de Bertha von Suttner se recogen el clima y los acontecimientos que favorecieron la fundación de la Cruz Roja.

Su autora, además de secretaria de Alfred Nobel y Premio Nobel de la Paz, había sido enfermera voluntaria en los hospitales de campaña de la guerra ruso-turca (1877-1878), al poco tiempo de crearse la Cruz Roja.

Movida por el rechazo a los conflictos armados y a sus consecuencias, publicó ¡Abajo las armas! (1889). Esta novela, escrita como las memorias de una mujer, se convirtió en un catalizador de las ideas antibelicistas y destacó el papel decisivo de las mujeres para aliviar el dolor en las contiendas bélicas

La protagonista, Martha Althaus, se cuestionaba las costumbres que rodeaban la guerra y lo militar. Fue una de las primeras figuras literarias que recreó, participó y sintetizó el espíritu que animó a las mujeres a preparar ropa blanca y paños, y a hacer hilas para curar a los heridos.

Tuve que pasar frente al edificio de la Sociedad Patriótica de Socorros para los Heridos. Entonces no existían ni la Convención de Ginebra ni la Cruz Roja. La Sociedad a que me refiero recibía donativos de toda especie: dinero, ropa blanca, hilas, vendas, etc., y los expedía al teatro de la guerra. Llegaban donativos en abundancia: disponía la Sociedad de inmensos almacenes, que se vaciaban y llenaban sin cesar. Tuve ocasión de ver, alineados sobre mesas larguísimas, innumerables bultos de ropa blanca, paquetes de vendas, cigarros, tabaco… pero, sobre todo, montañas de hilas.

Soy un antiguo soldado, y estoy en condiciones de apreciar el valor inmenso que tienen los esfuerzos hechos a favor de los infelices que se baten en Italia. Hice las campañas de 1809 y de 1813. No se conocían las sociedades patrióticas. Nadie cuidaba de enviar cajas repletas de hilas y vendas a los infelices heridos. Cuando se agotaban los repuestos de los botiquines, se dejaba morir a los hombres sin prestarles el menor socorro. Ustedes realizan una obra santa… ¡Ah, no saben ustedes… no pueden saber todo el bien que hacen! (pp. 27 y 28).

Las mujeres italianas de Castiglioni

Las páginas de ¡Adiós a las armas! me han llevado hasta la batalla de Solferino, el 24 de junio de 1859, en la que los ejércitos de Napoleón III de Francia y Víctor Manuel II de Italia derrotaron al de Francisco José I de Austria.

Ese día, vecinos de Castiglioni, el pueblo más cercano, en su mayoría mujeres, recogieron a los heridos y montaron un improvisado hospital en la iglesia. Por primera vez, un grupo de civiles, convertidos en sanitarios improvisados, atendieron a los heridos de guerra.

Henri Dunant, que supo ver la importancia del trabajo de estos voluntarios para aliviar los sufrimientos de los soldados de los dos bandos, creó el Comité Internacional de Socorros a los Militares Heridos. En 1880 pasó a llamarse se Comité Internacional de Cruz Roja.

El espíritu de Antígona, las heroínas, Bertha von Suttner y las mujeres italianas en la Cruz Roja

Con esos cuatro ejemplos quiero deciros que en la historia nunca partimos de cero. Que las mujeres siempre nos hemos unido para restañar las heridas de las guerras. Que la Cruz Roja tampoco nació de la nada. Y que el espíritu de las primeras socias sigue vivo en los conflictos actuales. Entre los equipos de salvamento y ayuda a los refugiados sirios vemos cómo muchas voluntarias de la Cruz Roja siguen arriesgando sus vidas.

En 1864 se fundó la Cruz Roja Española, impulsada por la Reina. Isabel II no tuvo tiempo para dedicarse a ella, porque los estatutos no se aprobaron hasta 1868, año en que ella fue destronada. En cambio, sí que muchas de sus camareras se comprometieron con la nueva institución.

El 6 de diciembre de 1870, nacía la Asamblea de Zaragoza en un terreno abonado por las defensoras de los Sitios. Ese mismo año, se creó la “Sección de Señoras”, en toda España, como auxilio a las “Comisiones de los Caballeros”.

Las aristócratas aragonesas apoyaron a la nueva institución y entraron en una fase muy activa durante la Tercera Guerra Carlista (1872-1876). No estuvieron en el frente de batalla ni en las tareas hospitalarias, pero su labor resultó clave en el canje de prisioneros, en la solicitud de indultos y en la organización de las primeras ambulancias. Recaudaban fondos, preparaban hilas y vendajes, recogían lienzos, ropa de cama y de vestir. Y todo lo que fuera útil para las ambulancias y para los hospitales de campaña. Asentaron las bases de lo que posteriormente sería el trabajo organizado de las mujeres en la Cruz Roja.

La “Sección de Zaragoza” se puso a las órdenes de su primera presidenta, Paula Orué (Vitoria, 1802-1880), condesa de Montenegrón, que recogía el testigo de las heroínas. Las primeras socias colaboraron en el socorro a los heridos de las campañas del Norte y en 1874 solicitaron el indulto para militares liberales y para carlistas.

En 1924, la “Sección de las Señoras”, organizada en “Juntas de Damas”, se independizó de la “Sección de Caballeros”. La primera presidenta zaragozana de esta nueva etapa fue la marquesa de Montemuzo, una descendiente de la Condesa de Bureta.

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María Asunción López de Heredia y Fernández de Navarrete (1859-1922), marquesa de Montemuzo. Retrato de la Sede de la Cruz Roja de Zaragoza. En Reinas, Señoras y Damas Enfermeras

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Antes de leer lo que he escrito, me asalta la duda de cómo se trata en la web a las primeras socias de la Cruz Roja. Busco a Concepción Arenal. ¡No puede ser! Faltan las referencias a sus trabajos más humanitarios. Otra vez han se olvidado de nuestro papel antibelicista. Escribo una nota y la envío a Wikipedia.

Concepción Arenal (1820-1893), secretaria general de la Cruz Roja Española en los comienzos, diseñó el funcionamiento de los hospitales, administrados por la “Sección de Señoras”, y, en 1870, puso su revista, La voz de la caridad, al servicio de esta sección.

Si hay crueles que se ensañan, / si hay seres que se pervierten, / si hay manos que sangre vierten, / hay manos que la restañan.

Estos versos del comienzo de “La caridad en la guerra”, nos devuelven la imagen de aquella Antígona inmortalizada en una tragedia del año 442 a. C.

Me arrellano en el sillón y me dispongo a ver el reportaje de los Sitios de Zaragoza. En mi mesilla me esperan “¡Abajo las armas! y la tragedia de Sófocles.

Notas

¡Abajo las armas!, Ramón Sopena, Barcelona, 1934. La modernización de la traducción es responsabilidad mía.

Fotografías

Imagen principal: Foto de Consuelo Peláez Sanmartín. Enfermera atendiendo a un soldado, 1925.  Grupo escultórico colocado en la entrada del Hospital de la Cruz Roja San José y Santa Adela, avenida Reina Victoria, Madrid. Está dedicado a la duquesa de la Victoria, pero fue concebido como un homenaje a todas las enfermeras de la Cruz Roja.

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Le dedico este artículo a Consuelo Peláez Sanmartín, Secretaria Provincial de Zaragoza (1991-2001 y 2003-1013), Secretaria Autonómica de Aragón (1991-2000), Delegada de la Cruz Roja Española en Guatemala (2001-2003) y Responsable de Comunicación (2009-2011), sin cuyo empeño no hubiera visto la luz el libro, La Cruz Roja y Zaragoza: 140 años conviviendo (CRE, 2011), en el que tuve el honor de participar, junto a Gloria Álvarez, con el capítulo, Reinas, Señoras y Damas enfermeras en la Cruz Roja de Zaragoza (1870-1986).

Carmen Romeo Pemán

El mundo, Andrés y Cris

Hace un mes, una amiga me invitó a la presentación del libro de Andrés Aberasturi, «Cómo explicarte el mundo, Cris». Admito que acudí un poco a la ligera, pero me apeteció porque recordé, sin estar segura del todo, que el autor tenía un hijo con necesidades especiales, aunque ni siquiera sabía cuál era su patología. Ahora sé que Cris tiene parálisis cerebral, no habla, no se comunica, tiene una gran dependencia para las actividades básicas de la vida diaria y solo puede moverse en su silla de ruedas. Pero no fue el morbo lo que me llevó a esa cita de “Encuentros con la cultura”, que organiza Amparo de la Gama. Acudí por simple y sana curiosidad. Porque, como madre de un joven con autismo, me intrigaba escuchar cómo narraba una experiencia así alguien con probadas habilidades comunicativas.

Esa tarde me di de bruces con algo maravilloso, se llame como se llame, que quiero compartir con vosotros.

Los presentes

Me sorprendió la entrada del protagonista. Llegó caminando relajado, al lado de Amparo, la anfitriona. No sé cómo habrá presentado ella a otros invitados, pues era la primera vez que yo asistía, pero conquistó a la audiencia desde que comenzó a hablar sobre el libro de Andrés. Confesó que había tenido que leerlo en tres veces, porque necesitó parar para coger fuerzas, para reponerse del dolor (de la impresión, más bien, no sé cómo describirlo) que le producía la lectura de muchos fragmentos. No supe qué pensar de esas palabras, pues yo todavía no había leído el libro. Pero ahora que lo he hecho, la comprendo mejor.

Andrés (me permito el tuteo, porque mantuvo una actitud de cercana sencillez), empezó diciendo que no era un libro de autoayuda. Y en el texto lo vuelve a manifestar. Es más, incluso puso en duda que fuese un “libro” en sentido estricto, ya que lo escribió a lo largo de tres años, a ratos, y más como un diálogo con su hijo que como un proyecto de trabajo. De ahí que la estructura no tenga un orden encorsetado, ni una línea argumental concreta al modo clásico.

Con la charla de Andrés aún fresca en la memoria, y con los comentarios de Amparo presentes, me enfrenté a la lectura del libro. Hice pausas también, como las hizo Amparo, pero en mi caso solo para dejar reposar lo que acababa de leer. Soy una lectora compulsiva, muchas veces apresurada, pero leí el libro de Andrés a pequeñas dosis, poquito a poco, porque ninguna palabra me sobraba. Mis pausas no se debían al mismo motivo que las de Amparo. Me emocionaba la lectura, por supuesto, pero he peleado en muchas guerras por y para el autismo, y confieso que veía la película de Andrés desde la barrera. Hasta que, inesperadamente, llegué a un punto donde, nunca mejor dicho, me desbordé y me encontré en el ruedo, frente al toro. Hablo del capítulo 38. “Lágrimas”. Dos páginas. Para mí, un mundo. Porque mi hijo, igual que Cris, tampoco llora. Hace años gritaba, berreaba, pataleaba, pero no recuerdo haberlo oído llorar como al resto de los niños. Y, en el pasado, esa carencia de lágrimas en mi hijo me parecía como un agujero negro que menoscababa su habilidad comunicativa, una barrera infranqueable que retenía el sufrimiento dentro de él, manteniendo el dolor como un pantano, condenado a que no se levantaran nunca las esclusas que le permitieran derramarse y hacerle la vida más llevadera. Tal vez es porque yo soy de lágrima fácil y sé lo que alivia una buena llorera, de las de mocos y Kleenex al por mayor, aunque el precio sea luego una migraña. Y saber que mi hijo se estaba perdiendo eso, siempre me produjo, cuando menos, inquietud.

Andrés y Cris se me presentan como un todo. Igual que Cris y su silla. Todo el texto me transmite entre líneas ese grito de protesta de Andrés ante la imposibilidad de elección de Cris que, desde su nacimiento, vive cada momento de su vida sin tener alternativa ni posibilidad de decidir sobre nada. Me he dejado envolver por las páginas del libro, y allí me encuentro a padre e hijo como el café con leche, tan unidos, pero a la vez tan lejos y tan cerca uno del otro, que hacen que me plantee muchas preguntas que no tienen respuesta.

Y esta presencia no viene a través de la descripción directa de episodios concretos. Se hace sentir, se encuentra, se descubre y se vive en las reflexiones que ese padre va dejando caer como las hojas que en otoño vuelan por su jardín, a las que el viento lleva y trae. “Como a nosotros, Cris, como a nosotros”, termina diciendo Andrés en el capítulo 20, “Otoño”.

Andrés consigue que los capítulos, los párrafos, las palabras, escapen de la hoja de papel y se escriban en nuestras entrañas. Es algo tan simple como grandioso. Habla sosegadamente de su desasosiego. Escribe como si hablara muy bajito, casi en susurros. Dan ganas de leer el libro acercándonos al papel, como si solo así pudiéramos escuchar todo lo que nos cuenta. Y esa narración callada, humilde, sin aspiraciones, cuando llega hasta el lector se transforma en un grito cargado de fuerza, tanto más potente cuanto más silencioso resulta. Esos pensamientos encuentran por el camino decibelios de razón o sinrazón que alborotan la sangre cuando se adueñan de quien los lee. O, al menos, así lo he sentido yo. ¡Ahora sí te entiendo, Amparo!

Cuando me aproximaba al final de mi lectura, cuando conseguí respirar hondo antes de volver a abrir el libro, empecé a pensar que algo faltaba. Pero me di cuenta de que no.  Y ahora lo cuento.

Los (no) ausentes

Solo de refilón, se asomaban de vez en cuando a las páginas dos figuras: la madre y el hermano de Cris. Y yo los empezaba a echar de menos. Aunque estaba justificada su ausencia porque en la portada del libro leemos: “Testimonio de la vida con mi hijo”. Pero, aun así, a mí me faltaba algo. Y lo encontré al final. En los capítulos 49 y 50. El primero, “Tu hermano”, de pronto nos presenta a ese Andrés hijo, orgulloso de Cris, de su hermano menor, cuyos amigos tenían que “pasar el examen” de verlo con naturalidad, de aceptarlo. Eso me trajo a la memoria un episodio similar que ocurrió cuando mi hijo era pequeño. En el patio del colegio, dos niños mayores jugaban al balón. Uno chutó mal, y la pelota cayó a los pies de mi hijo y de su compañero del aula de autismo. El que había chutado les gritó desde lejos que le tirasen el balón, pero el otro le dijo “No grites, que no sirve de nada. Ve a buscar la pelota, que esos dos ni te van a hablar. Son tontos”. Mi hija, que es dos años menor que su hermano, lo escuchó desde el otro extremo del patio de recreo. Se acercó corriendo adonde estaban los dos mayores, cogió por el cuello de la camiseta al que había hablado, aunque apenas le llegaba al pecho, y le soltó: “Mi hermano y su amigo no son tontos. Están malitos. Y aquí el único tonto eres tú, que no eres capaz ni de darte cuenta”. Me lo relató la jefe de estudios, y la creí. Por eso, ahora, yo necesitaba ese capítulo en este libro para que estuviera completo, aunque sea un libro sin final.

La otra presencia toma cuerpo en ese cuadernito escrito por Lupe, la madre, que Andrés encontró por alguna parte y que reproduce al final de su libro. Esa Lupe a la que siento como el fiel que equilibra la balanza. Una roca, la roca que mantiene el ancla de Cris y que añora “no haber podido llevarte de la mano”. Un gesto tan simple y, a la vez, tan metafórico. Me hubiera gustado haber leído el libro antes de asistir a la presentación. Porque creo que me hubiera atrevido a acercarme a Lupe a rogarle, porque no creo que nadie tenga derecho a pedirle, que me contara algo, cualquier cosa. De madre a madre. Su marido también le rinde un homenaje en este libro, sin tener que nombrarla de modo explícito. Es estremecedor el relato de uno de los ingresos de Cris, en el capítulo 40, cuando el médico le plantea a Andrés esa pregunta: “¿Qué hacemos? ¿Le dejamos tranquilo o seguimos hasta donde se pueda?” La madre y el hermano apuestan, desde el primer segundo, por la vida de Cris. Y cuando llega el capítulo 50, con la transcripción de ese cuadernito, no hace falta saber más.

Los demás

En realidad, no puedo hablar por los demás. Los demás serán los que sientan deseos de encontrarse cara a cara con la verdad desnuda de un hombre que considera que ha llegado el momento de dejar testimonio de una realidad que es la que es. Y nos la cuenta como la siente. Andrés Aberasturi coge todas sus sombras y las vuelca en el papel para exponerlas al foco de su sinceridad y mostrarlas así con toda crudeza, sin paliativos, pero también sin aspavientos.

Esta es la primera vez que hago una crítica literaria conscientemente. No he buscado en Internet guías que me orienten, pero tampoco he elegido para mi estreno un libro tradicional. Así que, con permiso del autor, me he limitado a imitarlo y a volcar en el ordenador lo que me ha ido saliendo del alma. Porque esa explicación del mundo de Andrés no solo vale para Cris. Cualquiera que lo lea, pienso yo, entenderá el mundo, si no mejor, sí de otra manera.

Quiero terminar recordando unas palabras que Andrés pronunció durante su exposición: «la vida no es hermosa, pero se puede vivir hermosamente». Me quedo con el mensaje de que, de un modo u otro, la hermosura tendrá cabida en nuestras vidas.

Gracias, Andrés. Gracias, Cris.

Adela Castañón

Foto: Adela Castañón. Del libro de Andrés Aberasturi, «Cómo explicarte el mundo, Cris»

Ser diferente. ¿Barrera o puente?

 

                 «Cuando perdemos el derecho a ser diferentes, perdemos el privilegio de ser libres»  Charles Evans Hughes (1862-1948)

Un invitado inesperado

Es un dicho popular que los niños vienen con un pan debajo del brazo. Pero, ¿qué ocurre si la harina de ese pan no es la de siempre?, ¿si la levadura es distinta, y lo que sale del horno parece cualquier cosa menos pan?, ¿o si por el sabor, la textura, la consistencia, nos encontramos con algo que parece imposible digerir?

Estas preguntas tan abstractas se convierten en el punto de inflexión de la vida de muchas familias cuando llega, más o menos por sorpresa, un bebé que no es “normal”. Los estudios prenatales permiten anticipar patologías como el síndrome de Down. Otras, como el autismo, carecen de marcadores específicos y solo dan la cara cuando el niño alcanza una edad crítica, entre los 18 y los 36 meses.

En el primer caso, la familia sabe de antemano con lo que se va a enfrentar. En el segundo, la naturaleza toma el pelo a los padres que, durante los primeros meses, se dedican a hacer planes de futuro para ese bebé que nace con una engañosa normalidad. El diagnóstico, cuando llega, arrasa con todos esos proyectos y convierte una hoja de ruta bien diseñada en una cinta rodante en la que, por muchos pasos que se den, parece que siempre se encuentra uno en el mismo sitio. Ese desbarajuste emocional lo recoge y lo expresa de maravilla la madre de un niño con síndrome de Down, Emily Pearl Kinsgley, en La belleza de Holanda. Y, si damos un paso más, en el caso del autismo vemos que el cataclismo que se produce después del primer o segundo año de vida, lejos de disminuir, va haciendo más profundo el abismo que separa al niño y a la familia del resto de los mortales. Podemos ver unas pinceladas de cómo es la vida de estas personas en el video Mi hermanito de la luna.

Llamemos a las cosas por su nombre

El autismo afecta a algo tan humano como es la capacidad de relación con los iguales, a la comunicación y al área de las relaciones humanas. Ángel Rivière, psicólogo fallecido en el año 2000, y una de las personas que más hizo por el mundo del autismo, hablaba en uno de sus trabajos sobre lo que él llamaba la “ceguera mental” de los autistas, para explicar que son incapaces de entender que los demás somos “objetos con mente”. Una persona con autismo carece de la capacidad de atribuir a otras personas emociones, sentimientos y estados mentales distintos al suyo. Un bebé de corta edad hará pucheros y se pondrá triste si su madre se acerca a él con el ceño fruncido, porque sabe instintivamente que mamá está enfadada. Un niño con autismo puede sonreír y expresar alegría en un funeral con toda normalidad, porque, para él, supone la posibilidad de un encuentro inesperado con su abuela, aunque el fallecido sea su abuelo. Y, si alguien le ha dicho que el abuelo está feliz en el cielo, el niño con autismo solo verá en ese hecho un motivo de alegría, y será incapaz de manifestar o fingir la tristeza que sería esperable. El autista no sabe mentir. No comprende los juegos de palabras. No tiene doblez.

A pesar de la labor de profesionales como Ángel Rivière, que dedicó su vida a mejorar la de las personas con autismo, siguen existiendo reputados escritores que tratan el tema con una ligereza y un desconocimiento que solo merecerían indiferencia, si no fuera porque llegan a un público numeroso. Y lo triste es que a ese público se le ofrece una imagen distorsionada, peyorativa y despectiva de todo lo que el término autista implica. Quienes leen a esos escritores no solo se quedan sin conocer los valores humanos de las personas con autismo, sino que vuelven a levantar unos muros que había costado muchos años derribar. Me estoy refiriendo, en concreto, a un artículo aparecido hace poco en El País. Afortunadamente, unos días después este periódico publicó una réplica, que Autismo España se apresuró a enviar. Esta réplica y otras respuestas devuelven la dignidad y la esperanza a las personas con autismo y a sus familias.

Como madre de un joven con autismo, mi primera reacción ante el artículo de El País fue de ira y de desprecio. Pero después de varias lecturas he llegado a la conclusión de que, en realidad, esa definición deformada del término “autista” no es más que una muestra de la supuesta sabiduría del autor del escrito, cuyo único acierto es el título del mismo, “Narcisismo hasta la enfermedad”, pero aplicable exclusivamente a quien lo firma. Por los términos que emplea, deduzco que el autor, persona supuestamente “sana”, habla de oídas sobre algo que no conoce en absoluto. Es más, demuestra que no es capaz de intentar ver el mundo a través de los ojos de los que tienen autismo. Así que, si creemos en lo que argumenta en su texto, ¿quién sería en este caso el “autista”?

Pero yo quiero centrarme en la importancia de la diferencia. Me gustaría hacer un llamamiento a los que me lean: que intenten ponerse, por un instante, dentro de la piel de alguien que no es como los demás. Solo eso. Y después de hacerlo, que piensen si esas diferencias suponen una barrera o un puente. Y, para facilitar esta especie de desdoblamiento, empezaré por aportar mi propia visión desde dentro y desde fuera.

El autismo afecta a todo el grupo familiar, y no solo a la persona que lo tiene (y digo “tiene” y no “padece” con toda intención). Como afectada, por tanto, llegué a ese punto de inflexión del que hablaba al principio. Me encontré, como otros muchos padres, con una bifurcación en la que solo podía optar por ser parte del problema o parte de la solución. Podía pensar la carga que para mi familia sería un niño así o pensar en la carga que mi hijo llevaba a cuestas. Compadecerme porque me había tocado una criatura diferente o ponerme en la piel de mi hijo, al que su diferencia le acarrearía sufrimientos porque la vida le había negado la potestad de poder elegir o rechazar su autismo. Y lo tuve muy claro. Desde el primer momento quise a mi hijo porque era así, y el autismo era parte de él. Nunca sentí que lo quisiera a pesar de su autismo.

Y, visto desde fuera, tampoco es extraño que los demás nos vean como familias a las que, por decirlo en términos simplistas, el Autismo nos ha caído del cielo como un castigo divino. Quien no conozca el tema, o se deje orientar por escritos distorsionados como el que publicaba El País, puede pensar que somos unos “pobres” padres y madres que nos pasamos la vida mirando hacia abajo, a unos hijos que se encuentran en situación de inferioridad, y hacia arriba, a la espera de profesionales que saquen de la manga una varita mágica que haga que nuestra pesadilla termine.

Pero este camino tiene muchos cruces, y en este punto podemos elegir también el dibujo horizontal. Darle al tema un enfoque diferente, que no pone a nadie por encima de nadie. Podemos pedir ayuda a otras personas (profesionales, educadores, otros padres) para que nos enseñen a ser nosotros mismos los que aprendamos a convivir con el autismo, y a manejar esa realidad diferente. No queremos peces. Queremos que nos enseñen a pescar. Y en esa relación de igualdad construimos un triángulo equilátero donde la persona con autismo será un pilar más junto a la familia y el resto del mundo. Dejará de ser un simple receptor o demandante de recursos, para convertirse en alguien con sus propios criterios, con sus propios valores y con su propia riqueza personal que también podrá aportar mucho a quienes lo rodean, y ocupar el lugar que, por derecho, no por compasión, merece entre la sociedad.

Una persona con autismo será muy buena en aquello que despierte su interés. Por ejemplo, ningún partido en la final del mundial de futbol –salvo que el futbol sea su pasión– lo distraerá nunca de sus ocupaciones, aunque el resto del país esté paralizado frente al televisor. Los intereses de las personas con autismo son restringidos y limitados; son personas ordenadas, necesitan un entorno predecible, claves que les ayuden a anticipar qué es lo que va a pasar al día siguiente, en la hora siguiente, en el minuto siguiente. Lo que los niños normales aprenden sin darse cuenta, a los niños con autismo les cuesta aprenderlo, y nunca lo harán si no los dotamos de las herramientas necesarias. Para ellos las relaciones humanas, con toda su complejidad, siempre serán tan difíciles como nos sucede al expresarnos en un segundo idioma del que desconocemos los giros y complejidades. Pero cuando se trabajan programas y sistemas que facilitan la comunicación, el cambio es radical. El niño comienza a manejar agendas, fotos o dibujos que le permiten controlar su entorno e interactuar con los demás. Empieza a darse cuenta de que puede expresar sus ideas y entiende las peticiones que le hacemos. Y, entonces, las personas que estamos a su lado entendemos el significado de la expresión “alcanzar el cielo con las manos”.

A veces habría que preguntarse quién es el autista: ¿la persona afectada o los que son incapaces de verlo con los ojos del amor, y ver el mundo a través de su mirada?

¿Y ahora, qué?

Pues, llegados a este punto, quienes vivimos con alguien con autismo podemos elegir. Quedarnos para siempre en la celda de autocompasión en la que nuestro tren, a veces, hace una parada al principio de la historia, o continuar avanzando a través del paisaje de las fortalezas de nuestros hijos, apoyándonos en ellas más que en sus debilidades, para construir juntos el futuro.

Siempre he pensado que es mejor dejarse llevar e ir a favor de la corriente, que empeñarse en navegar luchando a brazo partido con el oleaje. Por supuesto, habrá ocasiones en que las familias quisiéramos atravesar una pared, pero siempre será mejor dar un rodeo en busca de una puerta. Tenemos que bajarnos del carro del orgullo y de la superioridad, para empezar a dar voz y voto a los afectados, respetando así su diversidad y teniendo en cuenta sus preferencias a la hora de planificar su futuro. Porque a lo largo de la vida nos enfrentaremos a tomas de decisiones que repercutirán en ellos y en su felicidad.

Y a quienes no tienen en su vida a una persona con necesidades diferentes, les haría una reflexión más. Conozco a muchas personas con autismo, y solo puedo decir que siento que es mucho más lo que nos une que lo que nos separa. Hay testimonios estremecedores de autistas de alto nivel que reclaman y reivindican su derecho a ser como son. Y creo que les asiste toda la razón del mundo. Si respetamos otras culturas con hábitos que a nosotros nos resultan chocantes, ¿con qué derecho nos arrogamos la potestad de decidir que una persona con autismo debería aprender a “pensar y sentir” igual que los demás?, ¿y con qué autoridad retuercen y desvirtúan algunos el término “autismo” para convertirlo en una definición que para nada se corresponde con la realidad? Tal vez quien escribe así quiera mostrar al mundo su dominio del lenguaje y la riqueza de su prosa, pero solo logra poner en evidencia la mezquindad y la pobreza de su espíritu.

Si alguien quiere ampliar información, le recomiendo que eche un vistazo al legado de Ángel Rivière tanto en imágenes como en palabras. Y nada mejor que una cita suya para cerrar este artículo:

Ser autista es un modo de ser, aunque no sea el normal. No sólo soy autista. También soy un niño, un adolescente, o un adulto. Es más lo que compartimos que lo que nos separa.

Adela Castañón

Imagen de Jay Mantri

DE ESCRITORES, BRÚJULAS, MAPAS Y BLOGS

No hace falta ser muy imaginativa para distinguir a los escritores de brújula de los de mapa. Los de brújula empiezan a escribir partiendo de alguna idea, de algún personaje concreto, o de alguna situación que han vivido, pero sin saber muy bien adónde los llevará el desarrollo de su proyecto. Van, por decirlo así, improvisando sobre la marcha. Los de mapa, por el contrario, hacen un trabajo previo que implica una planificación cuidadosa. Elaboran una serie de indicaciones o pasos a modo de hoja de ruta. Y con esa guía avanzan en la escritura hasta llegar al final que tienen planeado desde que inician su historia.

Brújulas, mapas y bloggeros

Se me ocurre que algo así podría decirse de algunos blogs. He visto artículos sobre tipos de blogs que los clasifican en función de diferentes variables, por ejemplo, según el público al que se dirigen, según el contenido, según la finalidad. Nos podemos encontrar, por tanto, con blogs personales, profesionales, de marca, de negocios, y un montón de etiquetas más sobre las que no creo necesario extenderme. Pero si tuviera que atenerme a una clasificación para nuestro Letras desde Mocade, diría que es un blog de escritoras noveles para escritores noveles o, ¿por qué no?, consagrados; nos encantaría que nos visitaran para dejarnos consejos y opiniones. Y esa clasificación la he tomado de un artículo de Gabriella Literaria  que descubrí en su blog, y que define muy bien este universo. Cuando lo leí, me identifiqué en seguida con el primero que describe.

Letras desde Mocade es, o queremos que sea, ese café donde podemos refugiarnos en una tarde de lluvia, o en un día soleado, para encontrarnos con amigos y pasar un rato agradable haciendo lo que nos gusta: escribir para aprender, aprender para escribir y compartir conocimientos, relatos, artículos, y todo aquello que nos pueda enriquecer.

Detrás de cada blog están las personas que lo escriben. Y si quisiera trasladar ese concepto de escritores de brújula o mapa a nuestro blog, no sabría bien cómo incluirlo. Porque Mocade somos cuatro amigas. Unas más de brújula y otras más de mapa. Y es importante para todas nosotras asegurarnos de que se nos conozca bien, de que quienes nos sigan tengan claro lo que ofrecemos y cómo lo hacemos. Así que, puestos a describir, diría que nuestro blog nació un poco con brújula, pero en el mes y algo que llevamos con él, hemos empezado a dibujar un mapa. Y queremos que sea un mapa interactivo. Por eso nuestro Letras desde Mocade ha añadido una habitación de invitados a su casa. Hemos ideado el apartado de “Pido la palabra” para que quienes nos lean y sientan el deseo de algo más, de escribir también en nuestra página, puedan hacerlo. Y, por el mismo motivo, nos hemos puesto un calendario serio y nos hemos comprometido a publicar relatos y artículos, porque queremos intercambiar textos y aprendizajes.

El plano de Mocade

Cuando una persona empieza a construir su casa, es frecuente que, antes o después, aparezcan los famosos “ya que…” Y eso, en una obra, puede suponer cuando menos un engorro, por no hablar de un presupuesto inflado hasta límites espeluznantes: “ya que” ponemos la cocina se puede aprovechar y ampliar el lavadero, “ya que” el baño hay que echarlo abajo podríamos comprar ese Jacuzzi que vimos en las rebajas, «ya que»… póngase lo que se quiera.

En el caso de Mocade, nuestros “ya que” viene sin esas cargas a cuestas. Porque «ya que» hemos visto que hay personas que nos siguen, queremos darles la oportunidad para que compartan sus escritos con nosotras. «Ya que» hemos empezado a asomarnos a las redes, estamos aprendiendo y disfrutando cuando descubrimos enlaces de utilidad que podemos compartir con nuestros seguidores. «Ya que» las cuatro hicimos realidad nuestro proyecto de escribir, queremos darle continuidad.

Hemos empezado con una brújula, a golpe de timón, pero nos gustaría que nuestra navegación fuera creando mapas que ayudaran e hicieran disfrutar a otros. No es que seamos Cristóbal Colón, pero tampoco él sabía, cuando zarpó, que América lo estaba esperando.

Ojalá vosotros y nosotras lleguemos a ser como esa tripulación de las tres carabelas. Nosotras, al Nuevo Mundo que esperamos descubrir y que nos está aguardando para que lo exploremos, ya le pusimos nombre: Mocade. Su worldbuilding, su moneda, sus leyes, sus nativos… todo está por disfrutar y por crear. Y en ello estamos.

Adela Castañón

Imagen: Colourbox. Derecho de autor: f9photos

De la receta a la mesa

Si te estás planteando escribir, estás en el lugar adecuado. Llevo un par de años tomándome en serio esto de la escritura. Mi interés y mi dedicación han ido aumentando de modo exponencial. Hasta ahora iba paseando cuesta arriba, disfrutando del paisaje, pero de pronto he llegado a una pared y me he puesto a hacer escalada libre hacia la cumbre.  Y es que me he dado cuenta de que, si quiero dejar de leer sobre aprender a escribir, lo que tengo que hacer es pasar a la acción, arremangarme, y coger la pluma (o el ordenador).

En mi afán de aprender me he convertido en “blog-adicta”, “Facebook-adicta”, o algo similar. No sé si los términos están inventados, o existen otros que no conozco para llamar a lo que me ocurre. Pero, para calmar el hambre de aprender que hace rugir a mis neuronas, no hago más que pasearme y saltar, como en el juego de la oca de mi infancia, de blog a blog, de página a página, buscando consejos, orientaciones, recetas mágicas que me ayuden a cocinar esa gran NOVELA que todos estamos convencidos de que vamos a escribir algún día.

He encontrado muchas entradas sobre diversos aspectos de este tema, pero aquí os dejo el enlace a uno que me ha parecido práctico e interesante: http://ateneoliterario.es/dudas-de-escritor/ . Porque está muy bien que, antes de invitar a comer a nuestros mejores amigos, demos un vistazo al libro de recetas de Arguiñano. Pero una cosa está clara: si en algún momento no cerramos el libro y nos metemos en la cocina con el delantal y los ingredientes, al final nos quedaremos todos con hambre.

Por eso, he dejado el libro y he venido aquí, a mi cocina particular. ¿Qué os estoy ofreciendo un bocadillo de mortadela? Vale. Lo admito. Pero por algún sitio tenía que empezar. Y como lo mejor es predicar con el ejemplo, y ya os he dejado una receta magistral con ese enlace, espero que, al menos, la degustéis si mi modesto aperitivo os ha abierto el apetito.

¿A qué esperáis? Venga, dejad de leer un ratito, y haced vuestra aportación a la merienda. ¡Escribid, aunque solo sean veinte líneas diarias! ¡Buen provecho!

Adela Castañón

Imagen: Unsplash

Voces dormidas

Donde se impuso el silencio, que la memoria florezca

Colectivo Arias Montano

 Me subían las pulsaciones a medida que iba desempolvando los papeles del archivo del ayuntamiento fragolino. Cuando abrí la carpeta de los expedientes se me escapó un grito: “¡Serán cabrones!”. A este secretario, solo por haber cumplido escrupulosamente sus tareas de funcionario con el alcalde del Frente Popular. A esta maestra, por no anunciar, el día uno de abril de 1939, el final del Glorioso Alzamiento Nacional desde la ventana de su escuela que daba a la plaza del pueblo. A un hombre, que un domingo había llevado sus mulas a abrevar al río, lo multaron por no santificar las fiestas. A la mujer del médico le cortaron el pelo y la hicieron dar vueltas al pueblo gritando “Viva España”, porque había desaparecido su marido. Y, por si volvía, lo expedientaron. Y todo era obra de aquellos que cada día acababan el noticiario hablado gritando: Gloriosos caídos por Dios y por España. ¡Presentes! “Cabrones” –repetí con la voz quebrada–. Sobre los documentos había caído una espesa capa de polvo que los condenaba al olvido.

Aquella noche no pude dormir. Tenía que volver al archivo. Las voces de mis antepasados me pedían que siguiera buscando hacia atrás y hacia adelante. Hacia atrás, porque los crímenes de la Guerra Civil habían enterrado a los anteriores. Hacia adelante, porque en la posguerra se libraron batallas más importantes que las de las trincheras. Y así, unos les quitaban la palabra a los otros y montaban tal algarabía que todo me llegaba confundido y mezclado. Tan confundido y mezclado como en las historias que contaban las viejas en los carasoles.

En la duermevela me preguntaba: “¿Y para qué? ¿Qué puedo hacer con sus testimonios? ¿A quién le interesan esas voces dormidas?” Si ya lo dice el refrán: “El agua pasada no mueve molino”. Además, para darles vida tendría que saber escribir. Si me limitara a transcribir los documentos con el desorden de aquel archivo, mi voz se perdería entre tanto barullo. De repente, de la caja de las actas, salió la voz del viejo secretario. “Ya lo tengo. Don Benjamín acaba de darme la pista. Le daré la voz a él y que siga poniendo orden en los papeles como lo hacía en los plenos del ayuntamiento”. Pero él rezongaba. Nunca le habían gustado los protagonismos. Y eso de hacerse importante como hombre de papel no le hacía ninguna gracia.

Al día siguiente, con las ideas más claras, volví al archivo. Más sorpresas. Más emociones. Y así me pasé todo el verano.

Aprovechaba las tardes para darme un chapuzón en el río. Hablaba con los hombres que volvían del campo y con las mujeres que iban a buscar agua a la fuente. Tiraba un poco del hilo. Cuando se daban cuenta de que estaba al corriente de algunos casos, se les desataba la lengua y daban vida a las historias de los papeles polvorientos. Una tarde de final de verano, una mujer, que volvía de lavar del río, me dijo: “Aún no te has dado cuenta de que tú eres la verdadera memoria del pueblo. Ahora ya no puedes dejar que se pierda de nuevo”.

Han pasado los años y todas esas historias siguen dando vueltas en mi cabeza. No sé muy bien qué hacer con ellas. ¿Un conjunto de relatos? ¿Una novela? Sí, quizá con una novela podría rescatar mejor el contexto que los llevó a ser doblemente olvidados.

Pero, ¿a quién le doy la voz? Es que todos quieren hablar y no se dan cuenta de que no caben juntos en las páginas de una novela. Tendrían que ponerse de acuerdo para elegir quién sale. ¡Bueno! Ya iremos viendo. Alguno de ellos podría ser el protagonista y los demás una especie de coro que completara los acontecimientos.

Cada vez que pienso en reescribir esas vidas, me vuelven a subir las pulsaciones. Me vienen a la memoria las injusticias y los atropellos que sufrieron las gentes de la España rural, esa España que hoy está vacía y que un día no muy lejano estuvo llena de vida.

Esas gentes, cuyos anhelos se vieron frustrados por los prejuicios sociales, por las dificultades económicas y por los conflictos políticos, se merecen un homenaje. Esas gentes son mis ancestros y mis raíces. A ellos les debo la savia que llevo dentro.

 Carmen Romeo Pemán

Carmen en la niebla

Imágenes. Monte de San Jorge, enfrente de El Frago (Zaragoza). El paisaje duerme entre la niebla y las voces entre los papeles del archivo. (Fotos propiedad de Carmen Romeo Pemán, enero de 2016).

Tiempos y maneras

LOS TIEMPOS

Mi infancia transcurrió en los tiempos remotos en los que la comunicación con otros dependía de la potencia de voz del emisor. No había móviles, ni Whatsapp, ni, por supuesto, más redes que las de pesca. Al menos con nombre propio. Porque sí que existían redes sociales, aunque no sabían aún que en el futuro se llamarían así. En aquellos tiempos nuestras madres nos localizaban por el método primitivo y universal de salir a la puerta de la casa y dar una voz para llamarnos por nuestro nombre. No había que consultar ninguna pantalla para saber qué eventos había en marcha, ni dónde tendrían lugar (básicamente en la plaza del pueblo).

En unos pocos años se ha producido un cambio cualitativo y cuantitativo en el ámbito de la comunicación. Tal vez, al estar inmersos en ello, no somos muy conscientes de su magnitud, pero ahí está. La Historia ha pasado de escribirse de modo artesanal, con plumilla de ganso y papiro, a quedar inmortalizada en dedos que teclean a la increíble velocidad de quinientas pulsaciones por minuto. Y eso afecta a todos los matices de esa hermosa palabra: “Historia”. Si pensamos en las edades de la historia, creo que va siendo hora de que alguien con más credibilidad que yo invente una nueva edad. Ya tenemos noticias de la Prehistoria y de las Edades Sucesivas (Antigua, Media, Moderna y Contemporánea), pero habría que inventar una nueva Edad para los tiempos actuales. Aunque recurra al tópico en este punto de mi artículo, si nuestros abuelos levantaran la cabeza la volverían a bajar de puro susto al no poder reconocer el mundo en el que vivieron. “Historia” es también el periodo que transcurre desde la aparición de la escritura (allá por el año 3.500 a. de C. -gracias a los sumerios-) hasta la actualidad. Es, en otra acepción, la narración de sucesos reales o imaginarios, el registro de datos en una historia clínica, y muchas cosas más. Y la “Historia”, con mayúscula, es el marco donde se escriben nuestras “historias” cotidianas.

Y la de este blog, comienza en este tiempo. Esta criatura con cuatro madres, o más bien, con dos madres y dos abuelas (si nos atenemos a las edades de las amigas que lo hemos creado con mucho amor), nace con una carga genética muy especial: el deseo de hacer realidad nuestras ilusiones. De cambiar la conjugación del tiempo del verbo “Escribir” y dejar de hacerlo en futuro para pasar al presente. Y, si vuelvo la vista atrás, hace unos años publicar esto hubiera sido como ir escribiendo por entregas una novela de corte futurista, en el más puro estilo de la ciencia ficción.

LAS MANERAS

Dentro del marco teórico que he intentado dibujar jugando con el tiempo, el aterrizaje práctico plantea una cuestión elemental: ¿cómo podemos alcanzar esa universalidad de la comunicación? ¿Qué recursos tenemos para compartir proyectos, información, relatos, noticias, con el resto de la raza humana? Porque, al fin y al cabo, se trata de eso.

Pues yo misma soy un buen ejemplo. Pero empezaré por uno más entrañable, exponiendo el caso de mi tía, una señora de ochenta y cinco años, que hace cinco compró (instigada por su sobrina) su primer ordenador, y que hace un año superó la fase de novicia, aquella en que me llamaba por teléfono pidiendo ayuda con peticiones de auxilio que parecen sacadas de un libro de chistes. Recuerdo un problema con el Router, en el que le pregunté que qué luces tenía encendidas y me dijo que la del salón, o cuando le dije que buscara un documento perdido en la papelera, y me respondió que todavía no había llegado a imprimirlo porque se le había escapado de su carpeta. O cuando, no sé ni cómo, perdió todos los iconos de su escritorio y yo, a sesenta kilómetros y por teléfono, delante de mi pantalla, con san Google como ángel de la guarda, la pude ayudar a recuperar tanto sus iconos como su autoestima.

El ejemplo de mi tía solo demuestra que, en el país de los ciegos, el tuerto es el rey. Porque si hubiera caído en la tentación de reírme de ella (que no lo hago, puesto que nos reímos juntas), ahora tendría que soportar que el mundo se carcajeara de mí. Cuando me preguntan si navego por Internet, suelo responder con toda sinceridad que, no sólo no navego, sino que apenas me mojo los pies, y aun así estoy a punto de ahogarme un día sí y otro también. Las redes sociales siguen siendo para mí algo similar a un libro escrito en esperanto, pero eso no me frena a la hora de intentar su lectura. ¿De qué manera lo hago? Pues igual que cuando aprendí a montar en bicicleta: pedaleando, cayendo, y volviendo a levantarme para pedalear. Y mi bicicleta tiene tres ruedas auxiliares que son mis tres amigas.  Gracias a ellas he dejado atrás el lastre de mi vergüenza y me he lanzado a escribir.

Ésta será mi primera publicación en el blog. Me daba pudor y pensé echar mano de uno de los relatos que, como en un embarazo múltiple, tengo escritos a la espera del momento de darlos a luz, pero para ser mi primera contribución he preferido arriesgar un poco. Tiempo habrá de todo. Que el artículo de Mary Sue / Gary Stu de mi amiga Carla, me ha espoleado y ha despertado mis ganas de ser también un poco creativa.

Eso es lo que quería compartir en cuanto a tiempos y maneras por las que he llegado aquí. Ojalá Mocade os resulte, como me está resultando a mí, un mundo comparable al paraíso donde todos soñamos pasar nuestras vacaciones, un País de Nunca Jamás donde podamos seguir siendo niños, una Tierra Media donde todo es posible. Os puedo decir algo: sea como sea, es un país que no tiene fronteras. Estáis invitados a visitarlo cuando os plazca.

Adela Castañón

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