Eva se rebela

A Gloria Álvarez Roche

¡Oh, Dios de la ira, cuán severo que fuiste tú conmigo! Carmen Conde, Mujer sin Edén, 1947.

Como todos los días, Caín madrugó y salió de caza. Adán fue a entrecavar el huerto, pero encontró la tierra reseca y apenas podía deshacer los terrones con la azada. Levantó la cabeza para limpiarse el sudor y vio a Eva que se acercaba por el sendero

—¡Aléjate de mí! —le gritó Adán cuando notó que su mujer ya estaba a su lado.

—Por favor, escúchame —le contestó con tono lastimero.

—¡Fuera! ¡Lejos!

—Yo no soy la culpable, Adán. Me engañó la serpiente.

— Fuiste débil. Te dejaste seducir.

Eva se arrodilló, juntó las manos, miró al cielo y rezó en voz alta.

—Señor, devuélveme a la nada. Devuélveme a la nada, por favor te lo pido.

—Pero, ¿qué tonterías dices? ¿No te das cuenta de que has desobedecido a Dios?

Entonces ella se levantó y lo miró a los ojos.

—Adán, Dios se ha pasado con nosotros. Sobre todo conmigo. Y no era para tanto.

—Estás blasfemando, Eva. Y esto nos puede traer malas consecuencias.

—¿Peores todavía? —Se apartó la melena de la cara y siguió—: ¿Te parece poco que uno de nuestros hijos haya matado al otro?

—Eva, entra en razones, por Dios. Cuántas veces te lo tengo que decir. Caín tiene la sangre envenenada.

Eva dejó de titubear y se encaró a Adán.

—Tú preferías a Abel. Y se lo hacías notar a Caín.

Hizo el ademán de marcharse, pero Adán la cogió de un brazo y la retuvo con fuerza.

—¿Es qué no te das cuenta de la maldad de Caín?

—Estás demasiado ofuscado. Un padre no puede mostrar predilección por un hijo. Eso es muy peligroso.

—No lo defiendas. —Levantó la azada en señal de amenaza.

—No lo querías porque era como tú. —Envalentonada—. Los dos teníais la misma ira.

—¡Zorra!

—Los dos erais como el dios de la ira que nos echó del Paraíso.

—¡Puta!

—Tus insultos ya no me dan miedo. —El tono de Eva era cada vez era más firme y más sereno.

—No sé de dónde sacas esas cosas. —Adán se rascó la frente.

—A los dos los había parido y a los dos los quería por igual. Los dos eran hijos de mis entrañas.

—Pues ya te puedes ir olvidando de Caín. —Adán se acercó a Eva con los ojos enrojecidos—. ¿Cómo te tengo que meter en la mollera que somos padres de un asesino? A terca no te gana nadie.

—No, Adán. Caín no es un asesino. Si tú no hubieras mostrado tanta debilidad por Abel, no habría pasado nada. Los celos lo volvieron loco.

—No puedes sacar la cara por él. Pero las madres sois débiles y siempre habláis de lo mismo. Sois unas marrulleras.

Adán volvió a cavar imitando la forma de hablar de su mujer: “Pobrecito, el hijo de mis entrañas”. Y seguía: “Que entrañas ni que mandangas. Las mujeres lo confunden todo”.

—Caín era como yo, sumiso, callado y trabajador —contestó Eva con voz muy baja. Era más una reflexión que una respuesta.

—¿Qué dices? Habla más claro para que te oiga ―le dijo su marido volviendo a levantar la azada.

—Que no se puede humillar tanto a la gente.

—Lo que no se puede es ser tan altanera.

—Llevo muchos años callada, Adán. Y ya va siendo hora de que te enteres de lo que pasaba en casa.

—Lo sé mejor que tú.

—¿Tú? Eso sí que no. Tú no sabes nada. Abel y tú habéis sido unos prepotentes.

—Encima de que nos preocupamos por vosotros. Solo queríamos llevaros por el buen camino.

—¡Basta ya, Adán! —Golpeó el suelo con el pie—. Si Caín hubiera sido un asesino, habría estado al acecho esperando a su hermano. Pero no. No fue así. A ver si te enteras de una vez. Caín estaba limpiando el muladar cuando se le acercó Abel. Y tanto lo hartó con sus acusaciones que le pegó con lo primero que encontró.

—¿Cómo puedes estar tan ofuscada?

—Es que, como a ti nunca te ha tosido nadie, no puedes ponerte en la piel del ofendido.

—No me dirás que te trato mal —le contestó Adán.

—Por si acaso, no lo intentes. Si Caín tuvo a mano una quijada, yo también sabré defenderme. La serpiente me pilló despistada una vez. Pero no me dejaré engañar dos veces. Ahora ya conozco las artimañas viperinas.

En ese momento Caín se acercó huyendo como si unas sombras lo persiguieran. Eva corrió a su encuentro. Lo abrazó con fuerza y lo arrulló como si fuera un niño asustado.

Carmen Romeo Pemán.

Dibujo del comienzo del blog Compartiendo por amor.

Amor intemporal

Mi abogada me ha dicho que es probable que mañana acabe todo. No cree que el jurado necesite más tiempo para reunirse y solo espera que el juez no sea demasiado duro con la sentencia. Porque, eso lo tengo claro, el mío es un caso perdido. No cabe la más mínima duda que he transgredido la ley. Y la culpa, eso también lo tengo claro, fue de mi trabajo.

Es inconcebible que en pleno siglo XXII los genetistas cometan errores, pero a veces ocurre, y yo soy una prueba de ello. La equivocación en mi codificación genética no hubiera sido un problema si yo hubiese trabajado en otro campo; es probable, incluso, que no hubiera llegado a darme cuenta de que era un poco diferente a los demás. Pero también es bastante probable que ese pequeño error en mis códigos influyera en mi elección cuando me llegó el turno de acceder al mercado laboral.

No se me había inmunizado contra la lectura.

Claro que todos los ciudadanos leíamos: por las mañanas, en los monitores de todas las viviendas de la ciudad, aparecían escritas las instrucciones, las novedades y las informaciones de interés general. Eso no era un problema. El problema fue que mi pequeña imperfección genética se convirtió a la vez en la causa y en la consecuencia de que mañana vayan a juzgarme, y es que la lectura me atraía como una droga. Creo que quizá, por eso mismo, yo no estaba preparado para ser el guardián de la biblioteca interactiva. ¡Si alguien lo hubiera sabido!, ¡si por lo menos se me hubiera ocurrido pensar en eso! Tal vez, en ese caso, hoy seguiría sido un sujeto prototípico y feliz. Pero, una vez que me dieron el empleo y empecé a trabajar con los libros, solo era cuestión de tiempo que cayera en la trampa. Y, claro está, caí.

Mi abogada me ha dicho que mi caso se ha mencionado en las noticias, pero solo para informar de que los equipos de genética trabajan en un nuevo protocolo de corrección de errores. Imagino que, como mucho, mis antiguos compañeros se habrán limitado a suponer que estoy en algún centro de salud genética para reparar el gen defectuoso. Es lo que yo hubiera pensado hace unos meses si estuviera en su lugar. No se lo reprocho. Pero tampoco puedo evitar una sonrisa triste al pensar qué diría Lydia si supiera lo que me está pasando. ¡Es tan distinta de todos nosotros! Ella, su mundo, resultarían incomprensibles para cualquiera de mis conciudadanos, habitantes perfectos de este mundo supuestamente igual de perfecto. Debí hablarle a Lydia de mi viaje en el tiempo cuando tuve ocasión. Fue un error no hacerlo, dejarla creer que todo lo que yo escribía eran historias de ficción futurista. Pero si le hubiese dicho que mis crónicas eran ciertas, que yo tenía en realidad cien años más que ella, o que su mundo del siglo XXI era historia en las bibliotecas de mi tiempo, me habría tomado por loco y tal vez me habría dejado. Y eso era algo que yo no estaba dispuesto a soportar. ¡Mi pobre y querida Lydia! Me estará echando de menos. Seguro que se pregunta por qué no he vuelto con ella.

Mi abogada no entiende por qué hice lo que hice. No entiende que yo haya puesto en juego mi existencia en nuestra perfecta civilización. Hemos alcanzado unas cotas de orden y una serie de comodidades materiales que nuestros antepasados no se habrían ni atrevido a soñar. ¿Puede haber algo mejor que tener asegurados los alimentos tanto en el trabajo como en casa en las horas indicadas?, ¿tener acceso al ocio solo con rellenar la correspondiente solicitud on line?, ¿disponer de una pareja con un simple clic en el formulario previsto para necesidades básicas? Hemos alcanzado cosas que eran verdaderas utopías en el siglo en el que está Lydia, lo sé. Pero, aún así, no puedo evitar ver mi mundo como una copia desvaída en blanco y negro del universo de color que es el mundo de su tiempo.

Ni mi abogada, ni los miembros del jurado, ni el juez comprenden las razones de que yo incurriera en una falta tan básica. No les cabe en la cabeza que cayera en la tentación de ojear las portadas de algunos libros cuando los llevaban a la biblioteca para ser almacenados y custodiados en la zona de alta seguridad. Y, para ser sinceros, yo tampoco sabría explicarles qué me hizo abrir un día uno de aquellos ejemplares antiguos, concretamente el que estaba catalogado en el locci temporal del siglo XXI. Mi abogada ha tratado de basar su defensa en el hecho de que el genetista encargado de mi programación cometió un error y no abolió el gen de la curiosidad lectora cuya alta carga viral se ha podido detectar en los análisis que me han realizado. Pero el fiscal ha jugado con ese dato para ponerlo en mi contra, y ha alegado que esos niveles tan elevados son la consecuencia de mi delito, y no la causa de él. Y posiblemente tenga razón, porque, desde que me descubrieron infringiendo la norma, el número de preguntas que invaden mi mente se multiplica sin cesar, incluso aquí, en mi confortable celda, mientras espero ser juzgado mañana.

Sabía que estaba terminantemente prohibido abrir un libro. Sabía que, si lo hacía, correría el riesgo de viajar sin protección en el tiempo, y me expondría a riesgos desconocidos. Lo sabía. Y, a pesar de eso, lo hice. Porque de un modo impreciso empezaba a ser consciente de que algo me diferenciaba de las demás personas.

Elegí un día en el que no había nadie más conmigo. “Solo será una miradita”, pensé. Me engañé y traté de justificar lo que iba a hacer diciéndome que así, al ver de cerca todas las imperfecciones e incomodidades de los humanos que nos habían precedido, quizá encontraría el modo de abortar esa molesta mutación que se iba apoderando de mis células y me provocaba una incómoda inquietud, como un cosquilleo debajo de la piel, que me hacía plantearme desear no sabía bien qué cosas.

Vivo, ¿o debería decir que “vivía”?, en un mundo feliz. Sin guerras. Sin hambre. Sin desempleo. Sin enfermedades. Sin incomodidades.

¿Por qué tuve que hacerlo? ¿Por qué lo hice?

Y, en el fondo, ¿qué más da? Me estoy haciendo la pregunta equivocada. La correcta, la que me mantiene entero, es esta: ¿Volvería a hacerlo?

Y la respuesta es que sí.

Por eso tengo un plan. No sé si funcionará, pero me aferro a la esperanza de que así sea. Esperanza. Otra palabra que se perdió en el diccionario cuando el siglo XXI dio paso al XXII. Otro regalo increíble de Lydia que, ojalá, me ayude ahora.

Voy a decirle a mi abogada que todo empezó por un tremendo error. Que el libro se me resbaló de las manos por accidente y cayó al suelo abierto. Y que al cogerlo y tratar de cerrarlo mis manos se posaron en las páginas y viajé sin querer cien años atrás. Tengo la esperanza de que ni ella, ni el juez, ni el jurado hayan pensado que ese no era ni mucho menos mi primer viaje. Si consigo convencerlos de que ha sido solo una vez, puede que tenga una oportunidad. Si me absuelven es muy probable que recupere mi empleo. Y entonces, a la primera ocasión, arrancaré y mezclaré todas las páginas de los libros del locci del siglo XXI, y les prenderé fuego para que nadie pueda seguirme hasta allí. Cerraré definitivamente la puerta entre nuestros mundos, el de Lydia y el mío.

En el siglo pasado me espera ella. Con Lydia no practico un coito perfecto, con ella hago el amor. Echo de menos los chirridos de la cama cuando se da la vuelta dormida, comer lo que prepara, sin saber si el punto de sal estará bien, acostarnos cada día a una hora distinta. Disfrutar de eso que ella llama vacaciones de fin de semana. Hasta echo de menos sus reproches cuando me acusa de no querer contarle nada de ese trabajo mío que me aleja de ella casi la mitad del tiempo. Al principio, acercarme a Lydia fue solo parte del experimento. Iba a ser algo provisional. Pero se adueñó de mí algo desconocido y tan fuerte que empecé a prolongar mi estancia en su tiempo y mis viajes fueron cada vez más arriesgados.

Por eso me atraparon. Porque volví de uno de esos viajes demasiado feliz, demasiado distraído, demasiado relajado.

Ella me había puesto una flor en la oreja, y no me di cuenta.

Y ellos la vieron enseguida.

Ojalá se crean mi mentira. Ojalá salga todo bien.

Ojalá pueda volver con Lydia y seguir escribiendo y escribiendo todo lo que le cuento de mi época, sin decirle que es cierto. Y ojalá pueda hacerla feliz. Ella dice que mis historias se están vendiendo muy bien y sueña con el día en que deje mi supuesto trabajo para convertirme en escritor y pasar a su lado todo el tiempo, y no la mitad, como hice hasta ahora. Porque he descubierto que me gusta incluso eso que ella llama celos, y no quiero que esos celos por el tiempo que paso en mi siglo terminen por hacer que se aleje de mí.

Quizá, a fin de cuentas, mi error se convierta en mi salvación.

Ojalá.

Ya no hay vuelta atrás ni, aunque la hubiera, la querría. Mañana me juego mi futuro. O, quizá, me juego mi pasado.

Lydia. Tan perfectamente imperfecta. Tan viva.

Tengo que volver con ella.

Lydia. Encontraré la manera.

Lydia. Mi Lydia.

Adela Castañón

Imagen: Gerd Altmann en Pixabay 

EL BAILE DE SALOMÉ

UN CAPITEL DEL MAESTRO DE AGÜERO

De las fragolinas de mis ayeres

Valera a sus diez años ya solía llegar tarde a la escuela. Recorría las calles acariciando las piedras de las casas como si quisiera descifrar las historias de antaño. Se paraba con las mujeres que estaban barriendo las calles. Contaba las herraduras de las esquinas en las que los hombres atarían los machos cuando volvieran del monte. Y es que todo eso le interesaba más que la caligrafía y las cuentas.

Si por casualidad algún día llegaba antes de la hora, se iba a esperar a El Fosal, el cementerio de San Nicolás que rodeaba la iglesia y que hacía las veces de patio de recreo. Subía la escalinata y caminaba hasta el fondo, donde nadie pudiera verla. Se sentaba en un poyo, justo enfrente de la puerta mayor, se cogía la barbilla con las manos y escuchaba las historias que le contaban las figuras del tímpano, las de las arquivoltas y las de los capiteles.

Se pasaba las horas debajo de un capitel con una danzarina. Intentaba adivinar quién era aquella joven que, con las manos en jarras, doblaba la cintura y dejaba caer su cabellera hasta el suelo. No era ninguna moza del pueblo, no. Que ya las había repasado todas. Pensó que igual era la bailarina de alguna compañía ambulante, de esas que de vez en cuando venían a hacer comedias a la plaza. Pero no se parecía a ninguna de las que ella había visto. Preguntó a los más viejos del lugar y tampoco ellos se acordaban.

—Si hubiera llegado alguna moza como esa se habría comentado en los carasoles —le dijo el abuelo de casa Fontabanas.

Un día se armó de valor y se lo preguntó a la maestra. Doña Matilde no se sorprendió, como pensaba Valera. Al revés, era como si estuviera esperando la pregunta.

—Menos mal que alguna de vosotras se ha fijado en el pórtico de la iglesia.

Entonces las otras niñas levantaron la cabeza, abandonaron la caligrafía y se miraron en silencio. Y doña Matilde continúo.

— Habéis de saber que las piedras hablan tanto como los libros. O más.

Les mandó guardar los cuadernos en los cajones de los pupitres, las llevó a El Fosal y las colocó en un corro debajo del capitel de la bailarina. Les dijo que esa figura era una de las maravillas de un antiguo escultor. Un maestro cantero procedente de Agüero que supo moldear la danza de una Salomé adolescente con un movimiento de caderas casi acrobático. Que hoy se habían olvidado de ella y del escultor, pero que en los tiempos antiguos, cuando se representaba el teatro en las puertas de las iglesias, siempre había una moza del pueblo que salía a bailar como Salomé había bailado delante de Herodes.

Y tanto le gustaba esa escena al Maestro de Agüero que hizo varias copias y las repartió por las iglesias de las Cinco Villas y hasta puso una en la catedral de Huesca. De este modo la Salomé fragolina es hermana de la de Agüero, de la de Ejea, de la de Biota y de la de Huesca. Y además tiene muchas primas por el Camino de Santiago.

Ese día, Valera salió corriendo a contarle la historia al abuelo de Fontabanas. Al día siguiente ya la conocían todas las mujeres que barrían las calles. Y ella seguía acariciando las piedras que guardaban secretos de los tiempos de Maricastaña.

Carmen Romeo Pemán

rayaaaaa

Imagen principal. Maestro de Agüero: La danza de Salomé. Capitel románico de la iglesia de San Nicolás de Bari de El Frago (Zaragoza), siglo XII.

 

A continuación, os dejo los otros capiteles del Maestro de Agüero en los que se representa La danza de Salomé o La bailarina, como la llaman en los pueblos de las Cinco Villas.

Salomé. Agüero. 1

Capitel de la iglesia de Santiago de Agüero (Huesca)

Salomé. Ejea. 1

Capitel de la iglesia de El Salvador de Ejea de los Caballeros (Zaragoza)

Salomé. Biota. 1

Capitel de la iglesia de San Miguel de Biota (Zaragoza)

Salomé. Huesca.

Capitel de San Pedro el Viejo (Huesca)

 

Mi Ramoné

De Las fragolinas de mis ayeres

A mi hermana Maruja y a Carmen Ardevines que me bordó el faldón de cristianar

Siempre me ha producido gran ternura esta foto en la que mi hermana y yo estamos con nuestros muñecos preferidos. Mi hermana se empeña en hacerme recordar el día de la foto.

—Sí, mujer. Era en la arboleda. Justo te ibas sola. Yo estrenaba una muñeca articulada y tú tenías en brazos a mi Paquito.

Pero no lo consigue. Ella quiere que me crea que aquella niña peduga, de menos de dos años, se había apoderado de su muñeco favorito.

—Y eso que no te llegaban los brazos para rodearle el cuerpo.

Era la primera foto en la que aparecíamos juntas. El muñeco y yo éramos del mismo tamaño. Yo lo agarraba con fuerza y estaba vigilante.

—Nadie me quitará mi Ramoné —dicen que le contestaba con lengua de trapo.

—Cuántas veces te tengo que decir que se llama Paquito —me contestaba mi hermana y me zarandeaba por los hombros.

Muchas disputas debió costarme lo de Ramoné. Porque recuerdo el día que le contesté con rabia.

—Lo llamarás como quieras el día que te deje jugar con él. Pero para mí será Ramoné, como el niño que nació después de morir su padre y ahora solo tiene madre. Además, Ramoné será siempre mío. Que las madres no se comparten.

—Pues mamá es de las dos.

—Eso. Dos niñas pueden tener la misma mamá. Pero una no puede tener dos.

Desde que cumplí seis años ya no me lo volvió a disputar más. Ramoné dormía junto a mi cama en el que fue mi propio moisés. Y, cuando oía roncar a mis padres, en la alcoba de al lado, lo subía a mi cama con grandes apuros, le cerraba los ojos, le acariciaba la barriga y lo abrazaba fuerte. Esas noches no tenía pesadillas.

Por las mañanas mi madre me despertaba con la misma monserga.

—Carmelina, no es bueno que duermas con Ramoné. Lo puedes aplastar. Y lo que es peor, si te aplasta él te puede asfixiar.

—¿Es que no te das cuenta de que eso es imposible?

Ramoné era un muñeco de trapo muy blandito. Mi madre lo había rellenado de lana de cordero, y, aunque me lo apretara contra la cara siempre me dejaba respirar. A la vez, era desmadejado. Si no le sujetaba los brazos y las piernas contra el cuerpo, se desmayaba. Pero lo peor era aquella cabeza tan grande. Siempre la tenía caída hacia atrás, tanto que parecía que en cualquier momento se podría desnucar. Y todo porque mi madre había hecho una bola demasiado grande y le había cosido una cara de porcelana.

Yo le tapaba los costurones con mis gorritos de recién nacida, esos que llevaban puntillas alrededor de la cara. El que más me gustaba era uno blanco con flores bordadas, matizadas en grises y rosas. Hacía juego con el faldón. Yo sabía que me los había bordado una alumna de mi madre, Carmen de Cipriano, antes de que yo naciera. Por eso se lo ponía los domingos cuando lo sacaba a la calle después de la misa mayor.

Con mi traje de cristianar y una mantilla blanca de mi madre que hacía de tul, lo metía en el moisés, y de repente acudía un montón de niñas. Pero yo no las dejaba acercarse.

—¡Chist!; ¡chiss!; ¡chsss! No lo despertéis ni dejéis que le entren moscas. —La mantilla ya estaba llena de cagaditas negras.

Antes de despedirnos, lo sentaba y le movía la manita de porcelana y les cantaba eso de Cinco lobitos tiene la loba.

Por las tardes, cuando volvía de la escuela, le daba un biberón, y lo colocaba enfrente del fuego, junto a mi sillica de anea en la que los dos hacíamos los deberes.

A los diez años me llevaron interna a un colegio de monjas a la ciudad. No me podía llevar a Ramoné. Hice mi cama con la cubierta de ganchillo de mi abuela. Lo coloqué encima, le cerré los ojos y lo cubrí con la mantilla-tul.

Todos los días escribía a mi casa preguntando por él. Mi madre me decía que le cambiaba los vestidos y que le dejaba abiertas las cortinas de la alcoba para que no tuviera miedo. Y cosas así. Hasta que, de repente, unos días antes de las vacaciones de Semana Santa dejó de nombrarlo.

Antes de llegar a casa conocí la tragedia. A mis amigas les faltó tiempo para contármelo. Una niña, aprovechando que mi madre estaba en el huerto, subió hasta mi cama y se lo llevó. Corría con él en los brazos, se cayó de bruces y la carita de porcelana se hizo trizas. Los ojos de cristal de agua marina desaparecieron para siempre.

Mi madre intentó comprar otra cara en el quincallero de la plaza. Pero ya no las hacían. A cambio compró una cabecita de un muñeco de baquelita. Era completamente desproporcionada. Y todos los gorros le resbalaban.

El mismo día que lo vi, fui a la tienda de Cipriano y le pedí una caja de madera, de esas en las que traían los paquetes precintados. Tuve que darle muchas explicaciones, pero al final me la regaló con un bote de pintura blanca empezado. Pinté la tapa y metí dentro a Ramoné con sus vestidos. Los envolví con papel de celofán. Encima dibujé una calavera: No tocar. Aquí duerme Ramoné. Que nadie lo despierte.

Limpié la parte baja del armario de luna de mis padres y lo coloqué allí, debajo de todos los mantones y ropajes de mi madre.

A los pocos años, como acostumbraba, volví a casa para Semana Santa. El viaje era largo y cansado. Un trayecto de tren, otro de autobús y, finalmente, cuatro horas a lomo de caballería. Cuando llegué noté que mi madre quería contarme algo. Estaba demasiado cansada y le dije que a la mañana siguiente hablaríamos. Pero no nos dio tiempo. Estaba amaneciendo cuando nos despertaron los aldabonazos de la señora Pilar, la madre de los gitanillos que tenían acampada la tartana debajo del puente.

—Buenos días, señoras, ya perdonarán que venga tan pronto. Es que el asunto es urgente.

—Usted dirá —contestó mi madre

—Pues tiene que ver con su hija Carmelina y mi recién nacido Juan. Yo lo querría bautizar antes de que lleguen las riadas que nos obligarán a levantar el campamento.

—¿Y qué tengo que ver en eso? —contesté un poco apurada

—Pues que si aceptara sería la mejor madrina para mi Juan

Sentí un cosquilleo por dentro.

—¿Pero no se llaman Juan todos sus hijos?

—Sí, claro. Así cuando llamo a uno vienen todos y no se pierde ninguno.

—Bien, pues este se llamará Ramoné. Será mi Ramoné y le pondré mis ropas de cristianar, que aún las guardo.

Con los años nadie recordaba la foto de la arboleda, ni a la señora Pilar con sus ocho Juanes. Pero todas las chicas andaban enamoradas de Ramoné, el hijo amadrinado de Carmelina, el de los ojos negros y cabellos ensortijados, el que había adoptado la madre de Carmelina cuando levantaron el campamento los gitanos.

El Frago, 1950. Arboleda de la fuente. Carmen y Maruja. Foto: Gregorio Romeo Berges.

Carmen Romeo Pemán

El jarrón de porcelana

Me sobresalté y di un bote en la silla al escuchar el ruido de algo que se rompía. Dejé el lápiz sobre mi cuaderno escolar y me levanté. La abuela Chang, con los ojos desbordados, caminaba hacia su cuarto con toda la rapidez que le permitían sus pequeños pies. Cuando era niña se los habían vendado en China y usaba zapatillas mucho más pequeñas que las mías, a pesar de que yo solo tenía diez años y los pies pequeños. Abrí mucho los ojos.

–Mamá, ¿por qué llora la abuela?

Mi madre estaba arrodillada de espaldas a mí y recogía los fragmentos del jarrón que acababa de romperse al caer al suelo. Los dejó sobre la mesa con mucho cuidado, se volvió y me miró. Abrí los ojos todavía un poco más y contuve la respiración. Nunca había visto llorar a la vez a mi madre y a mi abuela, las dos mujeres de mi vida. Vale que la abuela veía regular sin gafas, y que había tropezado con el mueble donde estaba el jarrón, pero tampoco creía yo que la cosa fuera para tanto. Al ver cómo brillaban los ojos de mi madre, los míos me empezaron a picar. Sin embargo, no tuve que preguntar nada. Mamá era un hada que me leía el pensamiento y habló en voz muy bajita:

–No te preocupes, Yu-Lin. Tu abuela llora porque ahora mismo le sangra el corazón.

–Pero si ni siquiera se ha cortado, mamá. Y tú tampoco te has enfadado. ¿Por qué estáis así? –Mi cara también era transparente para mamá, que me regaló una sonrisa triste–. No es para tanto, ¿no?

–Anda, preciosa –me dijo–, ayúdame a recoger y luego intentaremos pegar los pedazos. Y te contaré una historia mientras recogemos.

Mamá sacó un pañuelo del bolsillo de su bata y se secó las lágrimas. Me puse a echarle una mano y ella empezó a hablar sin mirarme.

–Hace muchos, muchos años, nuestros antepasados vivían en China. Y el jarrón que se ha roto ha acompañado a nuestra familia desde que lo fabricó un tataratatarabuelo tuyo. En ese jarrón, aparte de las flores que ponemos muchas veces, estaban, en cierto modo, las raíces de nuestra familia. Por eso llora tu abuela.

–Pero no es más que un jarrón.

–Te equivocas. Parece, parecía –mamá suspiró– un simple jarrón. Pero en realidad era la prueba de una historia de amor.

–¡Hala!

Cogí uno de los trozos con algo más de cuidado. No me había fijado nunca en que tenía un brillo distinto a todos los brillos. Era como si estuviera cubierto de una piel de bebé perfecta. Miré con atención y vi parte del dibujo de la cola de un pavo real. Las plumas estaban tan bien dibujadas que estuve a punto de soplar para ver si se movían. ¿Y mamá decía que ahí había una historia? ¡Guau!  La cosa empezaba a interesarme. Mamá comenzó a narrar:

–Zhang, que así se llamaba nuestro antepasado, vivía en China y dirigía una fábrica de porcelana en la que se creaban piezas únicas y exclusivas para el emperador Minh Mang, último de la dinastía Song, conocido por la ferocidad y la severidad con la que gobernaba. Una de las cosas de las que más se enorgullecía era de que ningún otro país poseía el secreto de la fabricación de unas porcelanas como las suyas. Ese secreto era un misterio muy bien guardado al que solo unos pocos tenían acceso, y Zhang era uno de los elegidos. Su fábrica era la mejor de China, y él se encargaba de que funcionara a la perfección para que todo estuviera a gusto de Minh Mang.

–¡Hala! –repetí.

–Para guardar el secreto, Zhang distribuía el trabajo de forma que cada grupo de obreros tenía siempre la misma tarea, y además contrataba siempre a operarios que no se conocían entre ellos. El emperador estaba orgulloso de su trabajo y la familia de Zhang se sentía igual porque era un gran honor que el cabeza de familia sirviera tan bien a su majestad imperial.

–¿Y qué pasó?

–Verás, el hijo del emperador se enamoró de la princesa de un país vecino. Decidió pedir su mano y quiso hacerle un regalo tan bello que no existiera otro igual en el mundo. Y entonces le encargó a Zhang que fabricara un jarrón que fuera tan delicado como el cutis de su amada, y brillara igual que ella, como una joya preciosa bajo la luz de la luna.

–¿Y lo hizo? –miré de reojo los trozos de jarrón. La verdad es que eran bien bonitos, a pesar de estar rotos.

–Bueno, Yu-Lin, la tarea no era fácil, ¿sabes? Zhang probó y probó fórmulas distintas, intentó combinar a diferentes temperaturas los minerales con los que se fabricaba la porcelana. Algún día tu padre te lo explicará, él entiende mucho de esto. De momento solo necesitas saber que Zhang mezcló tres minerales que algún día estudiarás, cuarzo, caolín y feldespato, y, aunque obtenía piezas de una hermosura nunca vista, ninguna llegaba a satisfacer del todo los deseos del príncipe.

–¿Y qué pasó? –repetí. Me fijé en más piezas; los dibujos, aunque no se veían enteros, parecían vivos. Empecé a entender la pena de mamá y de la abuela y suspiré.

–Zhang estaba desesperado, y su esposa veía cómo pasaba las noches sin dormir, pensando cómo resolver aquel problema. Ella era una mujer buena y había oído historias sobre lo mucho que sabía el hombre más anciano del pueblo, así que acudió a pedirle consejo.  El anciano, agradecido porque la mujer de Zhang siempre le había dado comida y bebida cuando lo necesitó, le contó entonces un secreto que ni siquiera Zhang conocía.

–¡Ohhh! –aquello era mejor que los dibujos animados de la tele.

–Había una porcelana que se fabricaba con un cuarto ingrediente.

–¿Sí? ¿Cuál?

–Con huesos.

Mamá se detuvo y me miró a los ojos. Yo había perdido el habla. ¿Con huesos…?

–Tenían que ser huesos puros, de un alma buena. Ni siquiera Zhang conocía ese secreto. Entonces la mujer de Zhang, que sufría al ver la preocupación de su esposo, le pidió al anciano que le cortara las piernas por la rodilla, que triturara sus huesos y se los ofreciera a Zhang sin confesar su origen. El hombre, sabiendo lo mucho que Zhang y su familia se jugaban si no conseguían satisfacer al príncipe, hizo lo que le pedía tu tataratatarabuela. Le llevó el polvo de huesos a Zhang, que no supo lo que su esposa había hecho por él porque no salía de su taller ni de día ni de noche, ocupado a todas horas en buscar una solución. Con ese cuarto ingrediente, Zhang fabricó un jarrón maravilloso porque el calcio de los huesos añadido a los otros materiales dio como resultado una porcelana de una pureza excepcional que, además, era traslúcida y brillante como el cutis de la princesa.

–¿Y el jarrón que se ha roto era…?

–Sí, Yu-Lin. Era ese jarrón, que ha pasado de mano en mano por todas las generaciones de nuestra familia.

–¿Y por qué lo tenemos nosotros? ¿Acaso no le gustó a la princesa?

–Claro que le gustó. De hecho, ella y el hijo del emperador se casaron. Pero cuando el emperador supo lo que había hecho la mujer de Zhang, su duro corazón se enterneció y decidió que ese amor merecía tener la más bella recompensa. Lo habló con su hijo y con su prometida, y todos estuvieron de acuerdo en que el jarrón merecía quedarse en nuestra familia como recompensa por el sacrificio que la mujer de Zhang había hecho por su esposo, y que era la prueba de un amor infinito.

–Mamá…

–Dime, Yu-Lin.

–Voy a ayudarte a pegar el jarrón. Y se lo daremos a la abuela. Creo que ahora tiene más valor, ¿sabes? No importa que se haya roto, eso no lo hace menos bello, y seguro que Zhang todavía quiso más a su esposa, aunque ella perdiera las piernas. Lo más bonito no es siempre lo más bello, ¿no crees, mamá?

Mi madre dejó el último fragmento sobre la mesa y me acarició la cara con las dos manos. Su sonrisa me calentó como el sol y, antes de hablar, me dio un beso en la frente.

–Claro que sí, Yu-Lin. Eres una niña sabia y buena. Anda, ve a la habitación de tu abuela y dile lo mismo que me has dicho a mí.

Obedecí, entré en el cuarto y hablé con mi abuela.

Cuando salí, mamá y ella habían dejado de llorar, aunque a las tres nos seguían brillando los ojos casi casi tanto como brillaba la porcelana del jarrón de mi familia.  

Adela Castañón

Imagen: succo en Pixabay 

Conserva de lagarto

#relatofragolino

Hacía más de un año que los de casa Luriés le dijeron a mi padre que ya no lo necesitaban de pastor. Y todo por culpa de unos ingenieros que habían puesto alambre  de espino alrededor de los campos. Como mi padre no tenía escopeta, plantaba lazos y cada día traía media docena de conejos. A la mañana siguiente, mi madre los metía en unas cestas y los llevaba a vender a los pueblos de la redolada. Con las cuatro perras que conseguía, nos llegaba justo para pagar al panadero y la luz de la única bombilla que alumbraba toda la casa. Ese año solo comimos sopas de ajo y la leche de una cabra que nos cuidaba el dulero.

Con menos de diez años, me las arreglé para que los chicos mayores me dejaran ir con ellos a cazar fardachos.

—Que no se llaman fardachos, que se llaman lagartos —nos decía el maestro cuando nos oía hablar.

—Pues esos serán otros, que en El Frago solo hay fardachos. Bueno, y algún gardacho. Pero de esos que dice usted no hay —le contestaba Cajeta.

Cuando salíamos de la escuela, nos juntábamos en la plaza y bajábamos hasta San Miguel. Allí había muchos tomando el sol en la peña de la ermita y al atardecer se escondían entre las grietas. Entonces, Cajeta metía varas de mimbre y los lagartos, creyendo que eran culebras, las mordían tan fuerte que los dientes se les quedaban enganchados y no podían soltar la vara. En ese momento tiraba con fuerza y los demás, en cuanto aparecía la cabeza, le golpeábamos la nuca con una piedra. Al poco rato yo llegaba a casa con un saquete lleno.

Mi madre se frotaba las manos en el delantal y afilaba el cuchillo en la losa del hogar. Los pobres animales morían sin saber que pronto se iban a retorcer encima de las brasas y que nosotros nos íbamos a relamer con una carne tan fina y tan blanca.

Mientras tanto, mi madre despellejaba los más gordos, los salaba y los metía en una olla con garbanzos. Y si le quedaba alguno, lo ponía en una orza de barro bien cubierto con sal, mejor dicho, con el salitre, que no le llegaba para comprar sal.

Una tarde el correo nos trajo una carta de Francia. Como mis padres no sabían leer, fuimos los tres a casa del maestro. Nos abrazamos cuando nos dijo que mi tío, el que se había ido después de la Guerra, había encontrado un trabajo de pastor para mi padre en un pueblo cerca de Somport. Que el viaje y los papeleos correrían por nuestra cuenta, aunque eso del pasaporte lo íbamos a tener difícil con un hermano fugado.

Los días siguientes fueron de un intenso trajín. Mi madre limpió las latas de sardinas que le dieron en la tienda y las fue llenando de conserva de lagarto. El panadero nos regaló un pan. Mi padre le prometió que con los primeros duros que ganara le pagaría los panes que le debíamos.

A la semana ya estaba todo listo. Le dejamos la llave a una vecina y, antes de amanecer, emprendimos el camino que llevaba a Sierra Mayor. Mi madre hizo tres bultos con tres sábanas de lino. Allí metió la ropa y el calcero. Se puso el grande en la cabeza y los otros dos los llevaría colgando de los brazos. Mi padre con un colchón en la espalda, caminaba apoyándose en una vara. Yo llevaba la alforja con el pan que nos había regalado el panadero y tres latas de conserva.

Antes las cinco de la mañana ya habíamos llegado al punto de la carretera donde paraba el Ayerbense que venía de Biel. Como faltaba mucho rato, nos sentamos debajo de unos cajicos. Justo en el momento que mi padre sacó la navaja para cortar el pan asomó el morro un fardacho.

—Madre, no saque las latas. Igual comemos un bocado caliente —le dije en voz baja para que no se espantara.

Con cuidado, siguiendo las instrucciones de Cajeta, le acerqué una rama y él la mordió. Le di un golpe con el canto de una piedra, lo metí en la alforja y encendí una hoguera.

Con el humo se acercaron dos hombres con barba de varios días y envueltos en mantas zamoranas. Nos dijeron que eran guardias del monte.

—Nunca habíamos visto a un niño cazando lagartos —me dijo el más joven.

—¿Y qué tiene de malo?  —le contesté sosteniéndole la mirada

—Nada, nada —Se quedó pensativo—. ¿Es que no sabes que está prohibido?

—No lo sabía. Además llevamos muchas horas sin comer.

Sin mediar más palabras, me registraron la alforja y me quitaron las latas de conserva.

—Esto les va a costar treinta duros.

—¿Cómo? —dijo mi padre—. Pues no llevamos ni un real.

Se hicieron los sordos y, con una navaja, abrieron el colchón. Se llevaron los ahorros de mi madre.

Como nos habían dejado sin blanca, decidimos continuar andando y cogimos el camino de Bailo. Tardamos casi tres días en llegar al puerto por el que íbamos a cruzar a Francia. El último tramo lo hicimos por trochas muy pendientes. Subíamos mezclados con los rebaños y con otras gentes que tampoco querían ver a los gendarmes

Cuando ya bajábamos por el Valle de Aspe, en lo alto de una roca vi un lagarto tomando el sol. Nadie se fijó en él. Cuando le acerqué un palo, noté una mano que me cogía por detrás.

—¿Qué vas a hacer?

—Nada, nada.

Rápidamente me incorporé a la fila de los que huíamos de España, mezclados con los rebaños, como si fuéramos bandoleros.

Al anochecer nos metimos en una corraliza. Nos habían dado permiso para descansar unos días a cambio de que mi padre guardara unos rebaños mientras los pastores iban a buscar otros. Nos dieron un poco de pan y queso. Me tumbé en el colchón que mi madre había puesto en una esquina del fondo para que no lo pisotearan las cabras. Esa noche pensé en Cajeta y soñé que los fardachos nos mordían los intestinos y se les quedaban los dientes agarrotados.

Alberto Luna, «Cajeta». El Frago, 2011. Foto de Dolores Garmendia.

Alberto, eras de mi pandilla, de chicos y chicas, desde que íbamos a la escuela. De tu mano aprendimos a cazar lagartos y a segar espliego. Alguno se llevó una gusanera con tu puntería jugando al tejo. Nos hicimos mayores y aprendimos a volar. Tú navegaste cien mares y atracaste en El Frago, tu puerto más seguro.

Con tu bonhomía y buen decir llenaste estas calles que hoy se sienten huérfanas sin ti. Te has ido como querías, sin hacer ruido y con los bolsillos vacíos. Nos lo regalaste todo, tu corazón y tu sabiduría.

Y cuando llegue el día del último viaje/ Y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,/ me encontraréis a bordo, / ligero de equipaje, casi desnudo,/ como los hijos de la mar. (Antonio Machado)

Alberto Luna Montori. (El Frago, 28/02/1947-19/01/2021). En 1946, constaban como nuevos residentes de El Frago, Segundo Luna Luna y María Antonia Montori Garisa, de Biel, y su hija, Nuria (1945). En la calle Infantes 2, nacieron Alberto (1947) y Carlos (1949), que falleció antes de un año. Al poco tiempo también murió su madre. Alberto y su padre se fueron a vivir a casa Casildo, con su abuela Juana y sus tíos. A Nuria se la llevaron otros tíos, pero vivió poco. (Notas de archivo)

Lacertilla>Timon lepidus>Lagarto ocelado es fardacho de El Frago. Imagen de Pinterest.

Carmen Romeo Pemán.

¡Ojalá te parta un rayo!

De las fragolinas de mis ayeres

Mi madre, desde que se quedó viuda, cuando se enfadaba con alguien, le decía: “¡Ojalá te parta un rayo!”. Con el tiempo supe que aquello tenía que ver con la muerte de mi padre. Eso me lo contó Vicente, un día que subíamos atortolados por el camino de la fuente y tuvimos que correr por una tormenta.

Siempre había creído que la frase de mi madre era un conjuro contra las tormentas. Me contaba que las brujas fabricaban las nubes negras en la Punta de San Jorge y luego nos traían las tronadas y las  suflinas, que era como llamaba al viento racheado que llegaba delante de los rayos.

En cuanto el cielo se ennegrecía por esos parajes, corría a casa y me llamaba a gritos. Si no le contestaba se mesaba los cabellos como una loca. Cuando yo daba señales de vida atrancaba la puerta de la calle y, antes de cerrar las ventanas, en cada una ponía un cuchillo con el filo hacia el cielo. A continuación quitaba los plomos del contador, encendía una lamparilla y nos arrodillábamos delante de un cuadro de Santa Bárbara que tenía en la cabecera de su cama.

—Santa Bárbara bendita, que en el cielo estás escrita con papel y agua bendita. Y en el árbol de la Cruz, paternóster, amén, Jesús —rezábamos las dos a la vez.

—Santa Bárbara bendita, líbranos de las chispas y centellas —continuaba ella.

Y volvíamos a empezar. Pero, con el primer trueno, me dejaba rezando y subía al granero, donde los ratones corrían a sus anchas entre los montones de trigo. Una tarde la seguí a ver dónde se metía y la encontré en el rincón de los trastos viejos. Estaba acurrucada entre los colchones de lana, con las manos se tapaba las orejas y a la vez bisbiseaba el santabárbarabendita.

Un día cayó una chispa en nuestro tejado, atravesó toda la casa por los cables de la luz y fue a morir en la lana de los colchones donde estaba mi madre escondida. Cuando olí la chamusquina, subí corriendo, pero ya no pude hacer nada. Todo estaba calcinado con ella dentro. Las llamas se extendían muy deprisa. Pero aún me dio tiempo de salir a la calle gritando. Acudieron los vecinos y antes de que llegara la noche ya habían sofocado el incendio.

Después de eso, me quedé como alunada y no podía seguir en aquella casa. A los pocos meses, me despedí de Vicente y me fui a servir con unos ricachones de Sierra de Luna.

La primera tormenta que viví allí me dejó completamente asombrada: no caían rayos en las casas y la gente se asomaba a las ventanas a escuchar los truenos. Al principio pensé que era un pueblo con mucha devoción a Santa Bárbara. A la mañana siguiente le fui a preguntar al cura:

—Mosén, querría que me explicara por qué Santa Bárbara atiende a las peticiones de los de Sierra de Luna y, en cambio, tiene abandonados a los de El Frago.

Me contestó que eso pasaba desde que habían puesto un artilugio en la torre. Me dijo que ya nadie se acordaba de la santa y que su cajeta estaba vacía.

Tanto me llamó la atención que empecé a abandonar las tareas  y me pasaba el tiempo yendo de casa en casa preguntando por el nuevo esconjuradero. Antes de tres meses me despidieron por malchandra. Decían que no me gustaba trabajar.

Aquello me revolvió las entrañas y pensé en Vicente. A los pocos días hice un macuto con mis cosas y me volví a El Frago. Como tenía que ganarme la vida, empecé a subir agua de la fuente para las familias ricas. Por la calle iba con la cabeza baja y solo comía los mendrugos de pan que me daban cuando llegaba con los cántaros.

Una tarde, estaba arrancando una lechuga de un huerto del camino de la fuente y se me acercó Vicente. Al verlo retrocedí. Cuando oí su voz me paré en seco.

—Tranquila, no te asustes.

—Y tú, ¿qué haces aquí?

—¿Qué he de hacer? Pues esperarte. Sabía que algún día volverías.

Sentí un cosquilleo en todo el cuerpo. Me puse nerviosa y no acertaba a contestarle.

—Pues yo pensaba que les ibas a hacer caso a tus padres, que no querían que salieras con la hija de una bruja. —Noté cómo me subían los colores.

Nos quedamos hablando contra la tapia, a lado de mis cántaros, y nos volvimos a besar como antes de lo de mi madre. Después, todo pasó muy deprisa. El noviazgo, la boda, la casa, la niña y el día de la carrasca de Paradís. Justo cuando Vicente volvía a casa con el rebaño lo cogió una tronada en la Luba y se refugió debajo de la carrasca. Todavía se notan en el tronco las marcas negras del rayo que mató a más de veinte ovejas. Él se salvó de milagro, pero aún lleva el susto en el cuerpo.

Como le había hablado mucho del esconjuradero de Sierra de Luna, ese que don Valero Arbigosta, el médico, llamaba pararrayos, decidimos ir al Ayuntamiento.

—¡Buenas, señor alcalde! —dijo mi marido—. Venimos a quejarnos de que las tormentas son la gran amenaza en este pueblo. El otro día perdí la mitad de las ovejas y a mí casi me partió un rayo.

—¡Vaya descubrimiento si no me dices otra cosa! Rezad a Santa Bárbara y no perdamos tiempo que es hora de ir a soltar la dula.

—No, es que no se ha explicado bien. —Me ajusté la toquilla antes de seguir—. Mi Vicente quería decir que no tenemos que echar la culpa a las brujas ni rezar a Santa Bárbara, que eso no soluciona nada.

—Mira, creo que, en lugar de venir aquí, tendríais que haber ido a ver al cura.

—Déjeme acabar, se lo suplico. —La voz me empezaba a temblar—. Yo creo que la única solución es que el pueblo se una y compre un esconjuradero, uno como ese que don Valero llama pararrayos.

El alcalde comenzó a dar vueltas y nos dijo que teníamos unas ideas muy descabelladas por culpa de tantas desgracias familiares. Pero insistimos y volvimos varias veces con el médico. Después de mucho rogar y de hablar con otros vecinos, conseguimos que el Ayuntamiento pagara un pararrayos.

La otra noche una chispa rompió el reloj de la torre y todo el pueblo salió en desbandada. Nosotros nos quedamos en casa y le contamos a nuestra hija, que aún no tenía nueve años, que aquellas gentes corrían porque creían que las brujas de San Jorge andaban revueltas con el pararrayos, que lo confundían con un amuleto.

—Mamá, los truenos nos van a dejar sordos —dijo la niña, con las manos en las orejas.

—Eso es que tu abuela está cambiando los muebles de sitio. Seguro que se quiere meter en un armario con santa Bárbara y todo

2021. El Frago, torre de la iglesia con pararrayos. Colección de la autora.

Carmen Romeo Pemán.

La topografía de la centella del comienzo es de La nueva mañana, Córdoba, 23/02/2017.

Liberación

Descansa ya, por fin puedes marcharte

para dormir tranquilo.

Que no dejas atrás lo que temías,

no has arrasado nada,

no quedan ni cadáveres ni campos de batalla

que puedan perturbarte la conciencia.

Hay algo que no sabes:

la vida hizo conmigo un buen trabajo

mientras duró tu ausencia.

Y ahora, lo que yo soy sin ti,

lo que puedo tener, y de hecho tengo,

aunque no esté contigo,

no es un erial vacío,

ni un campo de tristezas agridulces,

ni un desierto regado por las lágrimas.

Todo lo que poseo me lo he ganado.

Despertar viendo el sol cada mañana

y vestirme con trajes de arco iris

y engalanar mi pelo con los cuentos que escribo

y luego suelto al viento.

Y tantas cosas más que desconoces,

y una felicidad que no te debo.

Qué triste me resulta

que allí donde hubo amor

hoy solo quede una nostalgia dulce.

Pero es tan leve que dura un suspiro

porque, hagas lo que hagas,

y tanto si lo quieres como si no era eso

lo que hubieras querido,

es mucho más todo lo que me dejas

que lo que te querías llevar contigo.

Y todo eso, relojes de ilusión,

noches de sueños,

esperar en andenes esos trenes

en los que tu viajabas,

aunque solo pudiera verlos pasar de largo

porque nunca frenabas por culpa de tus miedos,

ha valido la pena.

No creo que sepa nunca

qué viniste a buscar, pero no importa.

Yo tengo mucho más, y nada me has quitado,

así que puedes irte, respirar aliviado

y seguir con tu vida como yo con la mía.

Me dejas un regalo: los recuerdos

que para siempre serán solo míos.

Y yo te correspondo con el que no te atreves a pedirme,

y tanto si lo aceptas, como si no lo haces,

te regalo mi olvido.

Adela Castañón

Imagen: Elias Sch. en Pixabay 

Las manías de mamá

Cuando era joven solía preguntarme por qué mi madre llevaba siempre manga larga. Suponía que era una más de sus manías, y por eso, porque creí que esa era la respuesta, nunca se lo pregunté. Mi madre era así.

Se casó con mi padre, un trabajador agrícola, y desdeñó al militar que la pretendía y que era, según decían todos, más rico, más guapo, más apuesto y más de todo. Mamá escuchaba mucho y hablaba poco, y papá era justo lo contrario. Recuerdo que un día papá nos contó a mi hermano y a mí que, cuando le preguntaba a mamá que por qué lo escogió a él, ella solo contestaba: “Ya sabes, manías mías. Pero lo que importa es que te quiero y que nos va muy bien”.

Mamá se empeñó en que yo fuera al instituto en vez de al colegio de las monjas, y eso que papá había progresado, teníamos dinero y podíamos permitírnoslo. A mí me hubiera gustado ir allí; las alumnas de ese centro se reconocían a la legua por su clase, por sus preciosos uniformes y a mí me parecía genial, pero mamá fue inflexible. Me dijo que yo podría tener las mismas actividades extraescolares que las niñas del colegio sin necesidad de asistir a él. Y cumplió su palabra, tuve clases de baile, de equitación, de música y de todo lo que pedí. Sin embargo, su única respuesta cuando le preguntaba por qué no me había dejado ir a un colegio tan selecto era siempre la misma: “manías mías”.

Mi hermano quiso hacer la primera comunión vestido de almirante, pero no sé cómo se las apañó mamá para convencerlo de que lo hiciera con un simple traje de chaqueta. Y eso que seguíamos siendo bastante ricos. Cuando le pregunté a Paco que qué le había dicho mamá para que cambiara de opinión, mi hermano se encogió de hombros y me dio una respuesta bien simple: “no me acuerdo, supongo que es una manía suya y a mí, la verdad, tampoco me importa demasiado darle gusto”.

Cuando mamá enfermó, todo ocurrió demasiado rápido. Al comprender que no saldría con vida del hospital, me pidió que hiciera dos cosas por ella. Una, que, para enterrarla, le pusiéramos cualquier traje de calle, de manga larga. Le dije que sí, y antes de que pudiera preguntarle por qué, me sonrió y me guiñó un ojo: “manías mías, ya sabes”. Y la otra, que le evitara a mi padre el dolor de tener que ocuparse de sus cosas, que me hiciera cargo de todo, y que quemara los papeles que tenía en una sombrerera en lo alto de su armario.

El cáncer se la llevó demasiado pronto. Quise lavarla y prepararla yo, y al descubrir su brazo derecho tuve la sensación de que una garra apretaba mi garganta. Una serie de números tatuados ocupaban casi toda su longitud. Al volver del cementerio quemé en la chimenea los papeles de la sombrerera. Mis ojos se emborronaron mientras veía retorcerse y convertirse en cenizas un montón de instantáneas en blanco y negro, con unos hornos gigantescos al fondo y, en primer plano, un grupo de militares gallardos y uniformados que custodiaban a un rebaño de esqueletos, todos vestidos de gris.

Al día siguiente busqué un trabajo donde no necesitara llevar uniforme.

Adela Castañón

Imagen de kalhh en Pixabay 

Nacido en El Frago, de una tal Ambrosia

De las fragolinas de mis ayeres

Aquella nota, ¡puta nota!, la encontré en la escribanía de mi madre cuando revolví sus papeles después del entierro: “Nacido en El Frago de una tal Ambrosia”.

A los cincuenta años, mi vida se volvía del revés. ¿No era mi madre esa señora rubia, de alta cuna, que me había criado con tanto cariño y esmero? ¿No era yo el hijo de un cirujano muy conocido en la ciudad? ¿No era yo mismo un médico famoso gracias a los esfuerzos de mis padres? ¿Quién era mi madre verdadera? ¿La habrían echado de su casa conmigo en los brazos? Mil preguntas sin respuesta se enredaban en mi cabeza. Tenía que ir a El Frago. Quería saber quién era la tal Ambrosia.

A los pocos días aparqué el coche en la entrada del pueblo, justo donde acababa la carretera de tierra y comenzaban las calles estrechas de roca viva. Subí una cuesta y solo me encontré con un viejo que estaba dormitando al sol. Se había sentado en un banco de piedra enfrente de una barbacana que daba al río. Me acerqué, lo desperté con cuidado y entablamos una conversación sobre el tiempo. Mientras escuchábamos el ruido del agua, le pregunté si conocía a Ambrosia.

—¿Así que pregunta por la señora Ambrosia?

—Sí, dicen que me parezco a ella.

—Puede que se dé un aire, sí. Pero ella era más guapa.

—¿Cómo que era?

—Pues claro, ya va para tres años que se murió. ¡Pobre Ambrosia! No fue nadie al entierro.

Se quitó la gorra y me acompañó hasta una puerta entreabierta y desvencijada. La empujé con fuerza y chirriaron los goznes. Un rayo de luz que entraba por la rendija de un ventanuco iluminó las losas del patio, cubiertas de zarzas, en las que corrían a sus anchas unas lagartijas verdes. Un olor ácido de estiércol y maderas podridas me hizo retroceder. Entonces, me saqué un pañuelo blanco del bolsillo y me tapé la nariz. En cuanto me acostumbré a la oscuridad, subí las escaleras estrechas y empinadas que llevaban hasta la cocina.

Aún estaban los tizones a medio quemar y del calderiz, o llares o como se llame, colgaba una marmita negra, de esas que se empleaban para calentar agua. A los lados dos bancos de madera carcomida y una silla baja de anea. Una de esas en las que las amas de cría amamantaban a los hijos de los ricachones. Me vino un mal pensamiento: ¿Y si mi madre les hubiera vendido mi leche? No podía ser. Pero, aun así, me cagué en los muertos de esa panda de caciques.

El ruido del bastón y los resoplidos del viejo, que apenas podía subir las escaleras, me sacaron de mi ensimismamiento.

—Entonces, ¿es usted el niño que se llevaron a la inclusa?

Noté una punzada en la boca del estómago. Tardé un momento en reaccionar.

—¿Qué dice?, ¿usted qué sabe?

—Pues, ¿qué he de saber? Lo mismo que todo el pueblo.

Me senté en el poyo de piedra que había debajo de la ventana y me cogí la cabeza con las manos. Empecé a imaginarme mi historia. Que a mi madre la habían echado de casa por haberse quedado preñada. Que se vio en apuros y me dio en adopción en casa de un médico sonado. Que les había pedido que fueran buenos padres y que le guardaran el secreto.

—¿Y qué es lo que sabe todo el pueblo? —Se lo preguntaba a él, pero, en realidad,  me lo estaba preguntando a mí mismo.

Le costó arrancar. A final me dijo que mi madre estuvo sirviendo en casa Navascués desde muy joven, casi una niña.

—Ya sabe usted cómo eran las cosas entonces. —Con tono de complicidad.

—Pues no lo sé. Es más, no tenía noticia de que existiera El Frago. Y menos casa Navascués.

—Verá. Como yo era un crío, no me enteraba bien. Pero luego lo oí contar muchas veces. Aquí se decía que los amos tenían derecho de pernada.

—¿Derecho de qué?

—Mire, que viene de la capital. No se haga el tonto. Pues eso. Que se podían tirar a todas las que servían en sus casas cuando quisieran y sin dar que hablar. Que todo se quedaba en casa.

Noté cómo, alrededor de mí, giraban el candil y los cacharros de la chimenea. Me apoyé en la pared y me cayó encima la tierra de los adobes. El viejo no callaba y seguía con la historia.

Habló del parto de mi madre en el camastro de paja que se veía al otro lado de la puerta de la cocina. Me dijo que la atendió mi abuela, que era partera. Que ella me inscribió en el registro y, esa misma noche, sin dejar que mi madre me viera ni me cogiera en brazos, me llevó a la inclusa en el carro de Navascués. El criado que la acompañó, ni siquiera se apeó. Ella me depositó en el torno, envuelto con un trozo de manta zamorana, y dentro, en medio de los pañales, metió una nota escrita de su puño y letra: “Nacido en El Frago de una tal Ambrosia”. Y que ya nunca se supo nada más de mí en el pueblo. También me dijo que a los pocos días, antes de que se le secara la leche a mi madre, nació el primogénito de Navascués, mi medio hermano, y ella lo amamantó hasta que la dejó seca y se le mustió la mirada.

—¡Basta, basta! —Me acerqué para zarandearlo, pero él me apartó con el bastón.

—Pues aún no sabe toda la verdad.

Siguió y siguió. A mi madre la mandaron a la puta calle cuando se le aflojaron las carnes. Vivió de la caridad hasta que una mañana la encontró una vecina. Ya llevaba más de una semana muerta y nadie la había echado en falta. Se había entufado con un brasero. Como no podía comprar carbón, recogía los trozos que quedaban alrededor de las caberas, esos que iban mezclados con tierra y ardían mal.

No sé cuánto tiempo estuve arrodillado con la cabeza apoyada en la silla de anea. Cuando me levanté el viejo había desaparecido.

Carmen Romeo Pemán

Soy

Soy aire cuando respiro,

soy música cuando escucho

y soy agua cuando bebo.

Soy el sol si miro al cielo,

la luz juega con mi cara

y la brisa con mi pelo.

Soy historia cuando escribo,

soy descanso cuando sueño

y soy sueños cuando leo.

Soy lo que yo quiero ser,

soy lo que quieras que sea,

si me quieres y te quiero.

Y soy amor infinito

cuando les lleno a mis hijos

toda la cara de besos.

Adela Castañón

Imágenes: Marco Ceschi en Unsplash. Gerd Altmann en Pixabay 

Duerme, duerme, mi niño

De las fragolinas de mis ayeres

A mi maestra Lola Fernández de Sevilla

A media mañana me sobresaltaron los tañidos lentos de la campana pequeña, la que tocaba a mortachuelo. Me senté en la silla de la cocina, me santigüé y me puse a rezar por el niño que se acababa de morir. Uno al mes. Eso ya era demasiado. Ya iban para cinco años que se me había muerto mi primer hijo de una erisipela. Y cada vez que oía esa campanica se me rompían las entrañas. Me asomé a la ventana, pero no vi ni un alma. Como estuve toda la semana en el monte, ayudando a mi marido, no me enteré de nada.

Pasó un rato hasta que oí las primeras voces. Me puse la mantilla y bajé corriendo a la calle, justo en el momento en que el que la procesión se acercaba a la plaza. Seis niños llevaban un ataúd blanco y lo dejaron delante de la entrada de la iglesia, encima de una mesa con un mantel también blanco,

Enseguida se hizo un corro alrededor de la caja. En un lado, las mujeres dejaban oír sus llantos a través de unos velos que les tapaban la cara. En frente, los hombres, embutidos en trajes negros de olor a naftalina, miraban al suelo. De repente, asomaron tres monaguillos y nos quedamos todos en silencio. El mayor llevaba la cruz procesional y los dos pequeños el incensario y el acetre. Los seguía mosén Teodoro, revestido con una capa pluvial negra, bordada en oro y los cuatro avanzaron muy despacio hasta el féretro.

Per signun Sanctae Crucis de inimicis nostris libera nos, Domine Desus noster. In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. —Y todos se persignaron a una con el mosén.

Desde la plaza llegó una voz que interrumpió la ceremonia.

—¡Señor cura!, ¡señor cura!, no comience con los rezos —gritó el forense, jadeante y sofocado.

—¿Cómo? —contestó mosén Teodoro a la vez que, con la mano, se echaba la oreja hacia adelante.

—Pues eso. Que llego tarde porque me han avisado tarde. —Tomó resuello—. Y tengo que hacerle la autopsia.

—¿Aquí? ¡Ni hablar! —le contestó el cura dispuesto a continuar la ceremonia.

—Usted no se puede oponer a mi autoridad —dijo con voz firme, mirando a mosén Teodoro a los ojos.

Entonces terció Juana, una metomentodo, que siempre llevaba cuentos de un lado a otro.

—Pues tendría que haber venido usted antes. Que este niño ya hace tres días que murió y ya huele.

—Pues a mí no me han llamado hasta esta mañana —le contestó el forense de forma cortante—. Además, este niño murió anoche, según me han informado más gentes del pueblo y así lo demostraré pronto.

—Pues ayer oí decir que lo iban a enterrar sin decir nada a nadie —siguió la metementodo.

Una de las mujeres enlutadas se puso de pie, se levantó el velo y se le encaró.

—¡Calla, Juana! ¡Márchate de aquí, lenguaraz! Que eres la perdición de este pueblo. —De los velos de la mujeres salió un murmullo de aprobación.

—Pues no me callaré, que soy la única que dice la verdad. —Se volvió hacia los hombres—. ¡Hipócritas! Eso es lo que sois todos, unos hipócritas.

Entonces mosén Teodoro se dirigió al forense.

—Pues el ataúd ya está clavado.

—¡Que lo desclaven!

—¿Aquí? Menuda profanación —insistió el cura.

—Si me lo impide, lo denunciaré a la justicia.

En esas, mosén Teodoro le hizo una señal al carpintero que se acercó y comenzó levantar la tapa con un escoplo. Los seis niños se taparon las narices, se dieron la vuelta y se escurrieron entre el gentío. En ese momento los hombres y las mujeres se arremolinaron y estiraron las cabezas para ver qué había dentro.

Como los seis niños, yo también eché a correr despavorida. Quería acompañar a Dominica, la madre del niño, que se había quedado en casa con las vecinas. Cuando llegué, estaba en un camastro de paja. A su lado, la vecina más vieja que sujetaba un crucifijo.

—Un día vino mi cuñado Lorenzo echando espuma por la boca y le brillaban los ojos —acertó a decir Dominica, entre lloros y suspiros.

—Tranquila, duerme si puedes —le dijo la del crucifijo.

—Es que nadie sabe la verdad —intentó continuar, pero se entrecortaba con los hipidos—: .Esa noche… esa noche… estábamos sentados en el hogar…llegó mi cuñado y sacó la navaja.

Una de las vecinas, que también estaba arrodillada junto a ella, le acarició la cara e intentó calmarla. Pero Dominica siguió farfullando.

—Nos amenazó a los dos. Mi… mi marido le dijo que… que  no me pusiera la mano encima que estaba preñada.

—Tranquila, Dominica, tranquila. —La vecina le sujetaba la cabeza—. Todos sabíamos que Lorenzo te quería a ti, quería que fueras suya, y le tenía celos a tu marido.

—¡Basta ya! Callad todas. Dominica eligió con las entrañas —gritó una vecina joven.

Pero Dominica no las escuchaba y seguía con su cantinela entrecortada.

—Cuando mi marido vio que Lorenzo sacaba la navaja, se levantó, fue al armario y cogió el primer cuchillo que encontró. Era justo el de matar las ovejas. Es que mi marido no llevaba navaja.

—Vino a amenazaros porque sabía que tu marido nunca había sacado la navaja. —Se le acercó la joven.

—Pero mi marido no se amilanó… cuando… cuando… Lorenzo me cogió del cuello… él le clavó el cuchillo en la espalda. —Dominica se quedó muda un rato—. Y cuando… vio que Lorenzo se doblaba, se echó a temblar… se fue de casa… y yo me quedé sola con el muerto.

—Anda, calla, calla. No mentes esas cosas —le dijo otra.

Pero Dominica no las oía.

—Vinieron dos guardias civiles y me dijeron… que mi marido se había entregado y que les había contado todo. Y se lo llevaron.

—¡Cálmate, cálmate! Ahora estamos contigo. No te dejaremos sola.

Dominica siguió con sus delirios.

—Yo no he sido… mi niño estaba tetando y me quedé dormida… cuando me desperté lo tenía debajo… no pude hacer nada… ya estaba frío. —Se quedó callada y abrazó un rebullo de andrajos con los que había ocultado el cadáver más de dos días.

Todas nos arrodillamos y comenzamos a rezar avemarías. Al rato, oímos el hilillo de voz de Dominica  que cantaba una nana.

—¡Ea, ea! Duérmete, mi niño. Duerme tranquilo. Tú ya no verás más cuchillos.

Carmen Romeo Pemán

¡Ayúdame, lector!

Sí, me refiero a ti que me estás leyendo. En serio. ¡Necesito tu ayuda, y ahora te explico por qué!

Verás, estoy haciendo un curso de escritura online, y hace un rato empecé a escribir mi ejercicio de esta semana. Todo iba muy bien, el narrador de mi historia era muy cercano, tan real que ya casi parecía de la familia. Yo estaba tan entusiasmada que no me di cuenta de que era muy tarde. La espalda me dolía y me picaban los ojos. Los cerré y me estiré en el sillón durante un tiempo que no creo que llegara ni a medio minuto. Al abrirlos, mis dedos se quedaron en el aire, sin llegar a tocar el teclado, cuando vi en el monitor una frase que no recordaba haber escrito:

—¿Por qué has parado de escribir?

Me froté los párpados. Debía de estar más cansada de lo que creía.

—¿Qué…? —Sabía que estaba sola, pero no pude evitar preguntarme eso en voz alta. En la pantalla, mientras yo parpadeaba, había aparecido otra frase:

—Que por qué has parado de escribir.

Te prometo, lector, que yo no había tocado el teclado. Pero la frase, surgida de la nada, estaba ahí, delante de mis ojos. Pensarás que es cansancio, lo sé, es lo que yo te hubiera dicho, así que intenté relajarme. Cerré los ojos, ahora sin apretarlos, e hice dos o tres respiraciones profundas y lentas. Los abrí despacio mientras empezaba a sonreír y a burlarme de mí misma y de mis paranoias, y la sonrisa se me convirtió en trocitos de cristal que se escurrieron garganta abajo.  

—¿Vas a dejar ya de hacer tonterías, o qué? —Esta frase tenía incluso un tamaño de fuente mayor que las dos anteriores.

Ay, amigo lector, esto que te cuento pasó en menos de un minuto. Me puse tan nerviosa que decidí que lo mejor era irme a dormir y dejar la tarea para el día siguiente, así que eché el sillón hacia atrás con idea de levantarme, pero me quedé clavada en él.

Estaba tan concentrada en las frases fantasmas que había dejado de prestar atención a todo lo demás a mi alrededor. Y cuando aparté la vista del monitor… a ver cómo te lo cuento… Mi cuarto no estaba. La estantería con mis libros, la lámpara, mi cajonera con los bolígrafos de colores, todo había desaparecido. Volví a mirar la pantalla, y se había convertido en una especie de cuadro, un grabado con el fondo difuso en el que una mujer con rasgos muy parecidos a los míos tecleaba en lo que parecía una máquina de escribir antigua. Me puse de pie y me levanté para acercarme al grabado y, en efecto, ¡la mujer de la foto tenía mi cara! Y el fondo, aunque desdibujado, parecía el de mi cuarto.

Pero si mi cuarto se había convertido en un cuadro, conmigo dentro…, ¿dónde me encontraba yo ahora? ¡Ay, tú que me estás leyendo, si lo averiguas házmelo saber, por favor, échame una mano!

Miré a mi alrededor, desorientada. Lo primero que noté fue que hacía frío. Un frío muy distinto al de mi Marbella en el mes de diciembre. Los muebles eran antiguos, de madera oscura. Había varias mesitas bajas distribuidas en lo que parecía la recepción o el salón de un hotel o un balneario de los del siglo pasado. En una de las paredes un fuego bastante vivo ardía en una chimenea. Me puse de pie y me acerqué en busca de algo de calor. Delante del hogar había un par de sillones de respaldo muy alto y rodeé el de la izquierda para sentarme. Al hacerlo, me di cuenta de que el otro sillón estaba ocupado. Una mujer de unos treinta y cinco o cuarenta años, tan erguida que la espalda ni siquiera tocaba el respaldo, contemplaba absorta la danza de las llamas. Vestía una ropa pasada de moda, con medias negras, zapatos cerrados y abotinados y un discreto vestido de color gris con un cuello cerrado de encaje.

Dime, tú que me lees, ¿no has tenido nunca la sensación de conocer a una persona cuando la ves por primera vez? Pues eso me pasó a mí. Su cara me resultaba conocida, pero no lograba ubicarla. Me senté y vacilé un segundo, pero me pudo la buena educación.

—Buenas noches —dije.

—Buenas noches —respondió, con una pequeña inclinación de cabeza.

Callé sin saber qué más decir. Delante de nuestros sillones había una mesita baja y, sobre ella, una libreta, seguramente de la dama del sillón, con algo garabateado a lápiz. Junto a la libreta había un periódico. Me incliné hacia delante y lo cogí, más que nada por no saber qué otra cosa hacer. Lo sacudí un poco para estirar la página inicial y mis ojos se clavaron en la fecha:

The Daily News, Saturday, December 11, 1926

¿Puedes creerlo? ¿Qué diablos hacía ahí un periódico con una antigüedad de casi un siglo? Y, además, parecía recién impreso, palabra. Tragué saliva al darme cuenta de lo que acababa de pensar: si el periódico era reciente… Y esos muebles más propios de un museo o de la tienda de un anticuario… Y la indumentaria de mi vecina de sillón…

—Disculpe —me dirigí a ella en voz baja—. ¿Puede decirme qué día es hoy?

—Doce de diciembre. —Miró el periódico que temblaba entre mis manos—. A veces el servicio se retrasa al traer la prensa. Ese número es el de ayer.

—Oh. —No supe qué decir, pero tenía que saber. Me arriesgué—. Le parecerá raro, pero… ¿dónde estamos?

Si le pareció extraño, no lo manifestó. Hacía gala de una flema envidiable. Me respondió como si le hubiera preguntado una simple dirección:

—En Yorkshire. En el balneario de Harrogate.

Volví a mirar el periódico y me acordé de mi curso de escritura. Pero el ejercicio ni siquiera trataba sobre escribir un relato de misterio. ¿Qué demonios me estaba pasando?

—Esto no tiene gracia —dije, sin darme cuenta de que lo hice en voz alta.

—¿Está bien, querida? —La mujer me miró por encima de unas gafas redondas que habían resbalado hasta la mitad de su nariz.

—Sí, claro, disculpe.

No debí de sonar muy convincente, a juzgar por sus siguientes palabras:

—¿Quiere que le pida una taza de té? Parece necesitarlo. —Dudó un momento. Supongo que se debatía entre la educación y la curiosidad, y creo que ganó la segunda— ¿Puedo ayudarla en algo?

—Pues… ya que lo dice… sí. Necesito regresar a…

Como puedes suponer, callé de golpe. Si decía la verdad, me tomaría por loca. Volví a cerrar los ojos durante unos segundos y apreté los puños. Me concentré todo lo que pude en respirar otra vez de manera controlada y me dije que, cuando los abriera, estaría otra vez devanándome los sesos con el ejercicio de esta semana. Tenía que funcionar.

Abrí los ojos de nuevo. ¡Y continúo aquí!

Las llamas siguen crepitando. La mujer se ha inclinado hacia delante y tiene su mano sobre mi antebrazo. Se ha quitado las gafas con la otra mano. Me está mirando con expresión preocupada, y me habla:

—Querida, cálmese. Todo se arreglará, sea lo que sea. ¿Cómo se llama?

Empiezo a llorar, soy incapaz de contestarle. Una doncella de cofia almidonada se acerca con una taza humeante, imagino que mi interlocutora ha debido pedirla con un gesto. Te echo de menos, lector, seas quien seas. Por favor, por favor, no me dejes aquí. Ella sigue hablando.

—Soy Mrs. Christie. Cálmese, por favor —repite—. Venga, cuénteme lo que le pasa. Vamos. Si quiere, puede llamarme Agatha.

Mis ojos se fijan en el cuadernillo de la mesa. Son notas manuscritas. Veo un poco borroso por culpa de las lágrimas, pero alcanzo a distinguir un par de frases: “Decidir el nombre del protagonista: ¿Arcadio Pierrot? ¿Valentin Poirot? ¿Hércules Pontiac?”

Mi llanto se convierte en una risa histérica. Las palabras escapan de mi boca sin que pueda hacer nada por evitarlo:

—Se llamará Hércules Poirot.

Ella abre los ojos y la boca y no dice nada. Su flema británica se ha evaporado, y mi calma también.

—Creo que tomaré otro té. —Me mira y respira hondo. Se recuesta en el sillón. Parece que se prepara para mantener una larga conversación.

¡Lector, estoy metida en un lío! ¡Necesito tu ayuda! ¡No quiero convertirme en un personaje de novela de misterio! ¡Por favor, sácame de aquí!

Adela Castañón

Imagen: Tomada de Internet

Dos palabras

A veces, solo a veces,

abro de par en par las puertas de mi alma

y dejo que se escapen mis más preciados sueños

que empiezan a volar

con alas que están hechas de esperanzas.

Y entonces, solo entonces,

los fuegos de artificio de mi cuatro de julio

estallan en burbujas de colores.

Explotan los poemas,

mis dedos corren raudos

y dejo que mi corazón, libre y feliz,

se vuelque en el teclado.

La imagen tiene un atributo ALT vacío; su nombre de archivo es rayaaaaa.png

Y escribo, siempre escribo.

Pero ya lo que escribo no lo guardo.

Saqué del corazón historias y poemas

y, en su sitio,

dejé a cambio guardados

al miedo y la vergüenza

que tenían a mi verbo amordazado.

La imagen tiene un atributo ALT vacío; su nombre de archivo es rayaaaaa.png

Y comparto mis cuentos,

mis sonrisas, mis llantos,

los relatos, poemas,

las historias que a veces he vivido

o las que me he inventado.

Y deja de importarme lo que piensen los otros.

Aunque, espera, quizás me he equivocado,

y sí me importa,

aunque te esté diciendo lo contrario.

La imagen tiene un atributo ALT vacío; su nombre de archivo es rayaaaaa.png

¿Cómo no va a importarme? me pregunto.

Si pongo como excusa que escribo para mí,

yo me estaré engañando.

Porque siempre agradezco las respuestas,

el cariño que traen los comentarios,

y que es el combustible que me anima

a dar paso tras paso,

a atreverme, a lanzarme un poco más,

a arriesgar lo que nunca había arriesgado.

La imagen tiene un atributo ALT vacío; su nombre de archivo es rayaaaaa.png

Y a veces, solo a veces,

ocurre que un poema

es capaz de volar a lo más alto

y se escapa del resto

y aterriza a tu lado,

y tus ojos se beben mis estrofas

y el alma se te escapa.

Y entonces tú te atreves

y me escribes

tan solo dos palabras…

¡y entonces, solo entonces,

entonces toco el cielo con las manos!

La imagen tiene un atributo ALT vacío; su nombre de archivo es rayaaaaa.png

Porque yo no pensaba hallar respuesta.

Porque esas dos palabras

son para mí un regalo inesperado.

Y siento que me muero

cuando mis ojos ven

que has escrito «Te quiero».

La imagen tiene un atributo ALT vacío; su nombre de archivo es rayaaaaa.png

Adela Castañón

Imagen: Pixabay

Gadea Castán, amanuense de Hildegarda de Bingen

#relato

Subí la cuesta del monasterio de Rupertsberg, así llamado porque se asienta en el promontorio rocoso donde está enterrado san Ruperto. Al llegar me quité las alpargatas mojadas, las puse a secar al sol, me ajusté la toca y me senté en un banco de piedra junto a otros que también estaban esperando entrar.

—No intentes colarte —me dijo un fraile, al que debajo de los hábitos le asomaba una pata de palo—. Todos hemos hecho largas jornadas por caminos embarrados. Todos confiamos en las profecías y los poderes de la abadesa Hildegarda. Ha curado a la mismísima Leonor de Aquitania.

—Yo no vengo a buscar ningún favor. Solo quiero entrar en el servicio.

—Pues más vale que te vayas. Ese es un privilegio reservado a personas nobles con dotes excepcionales. Hace años que no entra ninguna monja. Solo viven las veinte que vinieron a fundar con la madre superiora —contestó una mujer desdentada.

Me callé e intenté dormir un poco entre los suspiros y los olores purulentos de las llagas de esos mendigos harapientos. Se pasaron la noche hablando de los peligros de sus viajes y de la fama de santa curandera que había adquirido la abadesa.

Yo me aparté un poco para recuperarme de la última visión, la que me había llevado hasta allí. Durante varios días había visto cómo caían del cielo lenguas de fuego que incendiaban el promontorio del monasterio y sus gentes. Solo se salvaba la abadesa y una joven amanuense recién llegada.

No les dije que era una de las muchas hijas bastardas de don Castán de Biel. Ni que mi abuela había sido una camarera de la reina Felicia. Ni que yo me crié en las calles de Biel a la sombra de un castillo rocoso, en cuyas cuevas se reunían las brujas de la redolada. De esto les habría podido dar noticias ciertas. Que las brujas me visitaron desde que, a los tres años, comencé con las visiones, como le pasó a Hildegarda de Bingen, que se había convertido en la abadesa más famosa de toda la cristiandad. Tendría unos trece años cuando las brujas del castillo me subieron a un aquelarre a Monte Alto, justo en la explanada de la ermita de Santo Domingo. Nunca había visto tantas juntas. Y eso que solo acudieron las del Sobrepuerto.

Al acabar el aquelarre, les conté mis visiones. Según ellas, tenía que aprovechar ese don que tenía muy poca gente. Todas coincidieron en que era urgente que me enseñaran a leer y a escribir, y que contara por escrito mis profecías.

Me advirtieron que las mantuviera en secreto y que las escribiera yo, sin acudir a ningún amanuense. Que los hombres lo trastocaban todo. En realidad, se aprovechaban de que estaba prohibido que las mujeres leyeran y escribieran. Esa era una tarea plebeya estaba reservada a los secretarios y amanuenses, hombres que cambiaban adaptaban los escritos a sus gustos e intereses. Además, estaba penalizado que las mujeres nobles aprendieran a leer y a escribir, por eso las reinas exhibían su analfabetismo como señal de verdadera nobleza.

El día que me vino la regla mi padre me prometió al señor de El Frago, un rudo caballero, con pintas de forajido, al que solo le interesaban los arneses, los cascos y las espuelas. Esa misma noche me fui a la cueva del castillo e invoqué a mis amigas para que me sacaran de las garras de un matrimonio que no deseaba. Con ellas crucé los Pirineos y los Alpes. Y me dejaron en la orilla del Rin, cerca del monasterio de Hildegarda de Bingen.

—No es bueno que te llevemos hasta el monasterio. Tienes que acudir como una mendiga y conseguir ver a la abadesa con tus habilidades.

Hildegarda era famosa por sus visiones, pero nunca confesó que la visitaban las brujas. Y a mí me habían elegido para liberarla de unos amanuenses que no lograban entrar en los secretos de su corazón.

Hildegarda, una abadesa mística, médica, poeta y compositora musical, entre otras cosas, fue conocida más allá de las fronteras del Rin. Llegó a ser consejera de príncipes y reyes y la primera mujer que compartió con los frailes la predicación de la reforma del clero. No era usual ver en el púlpito de un pueblo a una abadesa con hábitos blancos y negros que había llegado a lomos de una burra.

Cuando me tocó el turno, me acerqué a la hermana tornera, me saqué de los refajos un trozo de cuero escrito y firmado con mi puño. Se lo entregué para que se lo hiciera llegar a la madre abadesa.

“Soy Gadea Castán, hija de un noble español. Desearía abrazar la regla benedictina y me gustaría entrar en Rupertsberg. Aceptaré las condiciones y trabajos que imponga la regla. Además me ofrezco como amanuense, porque tengo noticias de que ninguna de sus monjas sabe escribir”.

Esa noche dormí en el poyo de piedra con nuevos peregrinos igual de bullangueros y malolientes que los de la noche anterior. Al día siguiente la hermana tornera me hizo pasar. La abadesa estaba interesada en mis servicios y le había dado el beneplácito el abad de Disibodenberg, de quien dependían las monjas. Así fue como me inicié en la vida monacal y en la tarea de amanuense. Los otros frailes me miraban de reojo cuando entraba en la biblioteca. A través de sus hábitos se adivinaban los movimientos de reproche. Pero enseguida bajaban las cabezas y solo se veían capuchas inclinadas sobre las mesas y plumas que se movían con lentitud por los pergaminos.

A los pocos meses, Hildegarda quería que comenzáramos con su libro más querido: el Scivias, abreviatura de Scito vías Domini o Conoce los caminos del Señor. Allí pensaba contar sus visiones y quería escribirlo ella a solas conmigo. Me adjudicó una celda junto a la suya. Hacíamos el trabajo en su celda entre las horas de los rezos nocturnos. Aunque tratamos de no levantar sospechas, pronto aparecieron los celos y las envidias.

Los otros amanuenses hicieron públicos algunos fragmentos de los que íbamos escribiendo. Y les parecieron provocadores aquellos en los que defendía que la mujer disfruta en el ayuntamiento sexual tanto como el hombre. Causaron tal escándalo que me acusaron a mí. Según ellos la mente de Hildegarda no podía concebir semejante dislate. Decidieron apartarme de ella y someterme a  juicios de los prelados. A los pocos días iban a trasladarme a un monasterio lejano en el que había celdas de castigo.

Una tarde le pedí permiso a la abadesa para bajar con otras novicias a buscar agua al Rin. Y en un momento de barullo desaparecí por el camino que había llegado.

Invoqué a mis amigas, pero no acudieron. Emprendí una peregrinación de regreso que me costó casi dos años llenos de incidentes y peripecias. Cuando llegué a Biel nadie me esperaba, así que me alojé en casa de unos antiguos lacayos de mi padre. No tardé en enterarme que ya iba para un año que se había roturado la explanada de la ermita donde las brujas celebraban sus bacanales. Las busqué en la cueva, pero no las encontré. Si ellas no me daban señales yo no podría saber qué había pasado.

Me encerré en casa, en una habitación desde la que se veía el torreón el castillo. Solo salía para ir al guarnicionero a buscar los trozos de cuero que le sobraban cuando hacía los aparejos de las caballerías. En esos retazos fui escribiendo visiones y recuerdos hasta que me fallaron la vista y el oído. Y los metí todos en un talego que guardo en la falsa.

Ahora me siento en el banquero de la puerta y les cuento a los niños mis aventuras. Ellos se ríen a carcajadas y creen que son patrañas de vieja. Ya nadie sabrá nada de las brujas sabias que vivían en las peñas del castillo. Nadie recordará a Gadea Castán, una hija bastarda de don Gastón de Biel que llegó a ser secretaria personal de Hildegarda de Bingen, la mujer más poderosa del segundo siglo del primer milenio.

Carmen Romeo Pemán

Cuidado con tus deseos

Después de lo ocurrido en Central Park tenía dos opciones: olvidarlo y seguir adelante, o permitir que aquello se convirtiera en un punto de giro en su vida que marcara un antes y un después. Eligió lo primero, pero cambió su decisión cuando la regla no le llegó. Era una señal del destino, pensó. Ahora tendría el niño y dedicaría su vida a buscar al hombre para hacer justicia. El dibujo se le daba bien y plasmó en un folio las dos imágenes para no olvidarlas, aunque dudaba que eso pudiera ocurrir: el tatuaje de un dragón que escupía fuego en el lado derecho del cuello de su agresor, y el unicornio de ojos angelicales, tatuado en el lado izquierdo, con el que contrastaba.

Continuó trabajando como si todo siguiera igual. Nunca había sido muy sociable, pero se volvió aún más reservada. Ni siquiera se percató de que sus compañeros la evitaban, porque no se miraba al espejo el tiempo suficiente como para estremecerse por el vacío que reflejaban sus pupilas en el cristal.

La noche de la violación no puso ninguna denuncia. Al salir a trompicones del parque solo quería llegar a su casa para frotarse la piel debajo de la ducha y que el miedo y el asco se marcharan por el desagüe. Y al día siguiente pensó que acudir a la policía sin más pruebas que la descripción de dos tatuajes no serviría para capturar a su agresor en una ciudad tan grande. Además, la investigación solo hubiera sido un recordatorio continuo y doloroso de algo que había decidido borrar de su mente solo con el poder de su voluntad. Y ahora, al comprobar que estaba embarazada, se alegró de su decisión. Su nuevo yo no iba a perder el tiempo en nimiedades. No se arriesgaría a que la justicia se quedara corta. La única respuesta válida tenía otro nombre, venganza, y ella se aseguraría de encontrarla.

Se apuntó a clases de defensa personal. Para ocultar su estado se fajaba el vientre. Su hijo tendría que ser un luchador, igual que ella, si quería sobrevivir en el mundo. Si lograba dar con el hombre antes de que el bebé naciera, cerraría ese paréntesis de su vida que había tenido que reabrir. Si no, más le valía a ese niño, destinado a compartir su venganza, nacer fuerte.

Nueva York era demasiado grande. Contrató a un detective privado, buscó locales de tatuadores, sin éxito. La falta de resultados le obsesionaba cada día más. Buceó en páginas de internet, sitios webs oscuros que ni sabía que existían. Su búsqueda la llevó una noche a un barrio que jamás había visitado, a un sótano en el que se atendían deseos que hacían que el suyo no resultara extraño.

No esperaba encontrar un llamador en forma de calavera, pero tampoco algo tan anodino como esa entrada pequeña, con un perchero de tres ganchos atornillado en la pared y un clavo del que colgaba un llavero con un único par de llaves. El hombre que le abrió vestía completamente de negro. La única nota de color era un alfiler de corbata con una piedra hexagonal de color rojo oscuro, como el de la sangre o el vino vertidos. Tenía los párpados entornados, como si le pesaran. Extendió la mano y ella la estrechó sin vacilar. Entonces él cogió el llavero, inclinó la cabeza unos milímetros y, sin pronunciar ni una palabra, la invitó a pasar a otra habitación más amplia que podía haberse encontrado en cualquier piso corriente de Nueva York. Allí, detrás de un cortinaje que apartó con la mano, había una puerta. Abrió con una de las llaves, entraron, y la mujer no pudo evitar sonreír cuando él cerró la puerta. Ella llevaba un abrigo amplio, con un cuchillo en el bolsillo izquierdo y, en el derecho, la Taser que se había convertido en su compañera inseparable. Si la entrevista iba bien, sacaría de su bolso el dinero exigido por el hombre. Si algo fallaba, la moneda de cambio sería otra, pensó ella. Metió las manos en los bolsillos.

–Siéntese. Si quiere, puede dejarse puesto el abrigo. Pero cuando terminemos no necesitará pagarme con ninguna de esas dos cosas.

Ella aguantó la respiración un par de segundos, pero se rehízo enseguida. El tipo debía tener psicología, eso seguro. No respondió, Se limitó a sentarse muy despacio, sin sacar las manos de los bolsillos, mientras sostenía la mirada de su anfitrión.

–¿Qué precio está dispuesta a pagar?

–El acordado. No voy a regatear.

–No me refiero a mis honorarios –aclaró el hombre–. Lo que quiere tiene otro precio que no se paga en dinero.

–¿Qué insinúa?

–Yo solo actúo como mediador de otras fuerzas. Lo que usted quiere exige otro tipo de compensaciones, y solo podré ayudarle si está dispuesta a asumirlo.

–Explíquese.

–No se puede alterar el equilibrio del universo. Una vida exige otra vida.

–¿Qué intenta decirme?

–Que si usted lleva a cabo sus propósitos habrá otra muerte a cambio, de la que usted será responsable. Puede que llegue a saber los detalles o puede que no, pero esté segura de que ocurrirá. Morirá alguien más, eso no lo dude.

El niño se movió en su vientre. Ella lo interpretó como otra señal. Su hijo estaba con ella. Los dos unidos conseguirían que se hiciera justicia.

Nada más pensar en eso, la piedra de corbata del hombre cambió de color. Emitió un fulgor rojo tan intenso que toda la habitación se iluminó como si acabara de prenderse fuego. Sin que ella tuviera que decir nada, el hombre habló.

–Si quiere, puede pagarme. Su encargo ha sido aceptado –la miró con pena.

–Podré vivir con ello –levantó la barbilla.

–Ojalá. Nunca se sabe.

La mujer recordó las normas y lo que había leído en internet. El trato estaba sellado. Pagó, se puso de pie y se marchó sin añadir nada a la conversación. Ahora solo quedaba esperar.

Desde la entrevista se mantuvo vigilante a todas horas. Incluso dormida se sumergía en una especie de duermevela alerta. La seguridad de que el día estaba cerca anidó en su vientre, junto a su útero grávido.

Semanas después, la mujer salió de casa para hacer unas gestiones en un edificio de oficinas al que no había acudido nunca. Atravesó un lobby de techos tan altos que, a pesar de estar repleto de personas, parecía casi desierto. Caminó hasta la zona de los ascensores donde un panel luminoso entonaba una muda melodía de números descendientes a toda velocidad: 52, 48, 31, 20, 9… A pesar del gentío, solo un hombre y ella entraron en el ascensor. El hombre pulsó uno de los números de un piso alto y ella hizo lo mismo. Al girarse hacia él, sus ojos tropezaron con dos tatuajes simétricos, un unicornio y un dragón, uno a cada lado del cuello.

El hombre miró a la embarazada que lo contemplaba con fijeza y se hundió en dos pozos de negrura. Lo envolvió la misma oscuridad que la noche en que, ciego de coca, siguió a una mujer por Central Park. El ataque fue breve, no llegó ni a media hora, el tiempo que tardó en sorprenderla, arrastrarla tras unos matorrales y huir a toda carrera después de dejarla tirada, desarticulada y rota, sin saber siquiera si seguiría viva. Desde aquella noche, que formaba parte de sus peores pesadillas desde hacía más de ocho meses, no había vuelto a probar ni una raya.

El espejo de la pared devolvió una imagen de los dos pasajeros del ascensor: una mujer erguida, con las manos en los bolsillos de su abrigo y, en la otra esquina, un espectro pálido cuya frente se empezaba a poblar de perlas de sudor. El embarazo había agudizado el olfato de la mujer, que tragó saliva para evitar las arcadas que le provocaba el olor, cada vez más acre y fuerte, del hombre. Un letrero en la pared indicaba que la capacidad era para cuarenta personas, pero, de pronto, el aire en el interior de la cabina resultó insuficiente para ellos dos.

El hombre se apoyó en la pared y se dejó resbalar hasta quedar sentado en el suelo, con los codos en las rodillas y las manos tapándole la cara. Ella vio que el pelo le empezaba a clarear en la coronilla, sintió que un líquido caliente le empezaba a chorrear por las piernas y tomó una decisión. Pulsó un botón para detener el ascensor y, antes de salir, pulsó el del piso más alto del edificio. Desde fuera vio encenderse los números en orden ascendente y tomó otro ascensor que la dejó en el lobby. Ya en la acera consiguió que un taxi se detuviera, dio la dirección del hospital con voz milagrosamente firme y se sujetó el vientre con las manos. Notó algo extraño en los ojos y, sorprendida, comprendió que eran lágrimas. Llevaba nueve meses sin derramar ni una sola. Parpadeó para tratar de aclarar su visión y se fijó en la fecha y la hora que se marcaban en la radio del taxi.

El vehículo se estremeció como si una mano gigante lo hubiera levantado en el aire y, una fracción de segundo después, un estruendo imposible le hizo llevarse las manos a las orejas y volver la vista atrás mientras su cerebro procesaba la información. Eran las 08:45 del 11 de septiembre de 2001. En el lugar donde minutos antes se alzaba una de las torres del World Trade Center, ahora solo había una nube de polvo que avanzaba hacia el coche a toda velocidad.

Las arcadas que no había dejado de notar ganaron la batalla. Vomitó sobre su abdomen y el dolor de una nueva contracción pareció partirla por la mitad. Entonces supo que se había equivocado cuando le dijo al mago que, fuera cual fuera el precio, podría vivir con eso.

Adela Castañón

Imagen: Pinterest

Sin escuela para las niñas

Acababan de dar las doce del mediodía en el reloj de la torre cuando el alcalde levantó la sesión. Matilde fue la primera que abandonó la sala de juntas. Al pasar por delante del secretario le dijo en voz baja:

—El cura no se saldrá con la suya. Yo conseguiré un local para las niñas.

El alcalde, el secretario y el médico, don Valero, se quedaron rezagados y se volvieron a sentar. Pensaban que con el enfrentamiento entre el cura y la maestra todos saldrían perdiendo.

—Si no nos llegan las subvenciones tendremos que cerrar las dos escuelas —dijo el alcalde.

—Pero ya ha oído a mosén Teodoro: “La enseñanza de las niñas no puede estar fuera de la Iglesia. Y menos en manos de una mujer” —dijo el secretario

—Este cura no se ha enterado de que ahora mandan los liberales y no sabe que los del Gobierno Civilno se andan por las ramas —terció el médico—Tendrán que tragarse a doña Matilde.

—Si no hacemos lo que nos dicen, nos embargarán todos los bienes. Y si no llegan los del Ayuntamiento, requisarán los de la Iglesia. —El secretario se quitó los anteojos y miró al médico —Nos tendremos que tomar en serio lo del local para dar clase a las niñas.

—En lugar de pagar multas por hacer mal las cosas, más les valdría pagar los sueldos que nos deben y construir un local nuevo para la escuela —replicó el médico con retintín.

—Ha venido usted un poco revuelto, don Valero. —le contestó el alcalde, apoyando las manos callosas en la mesa de madera renegrida.

—Es que yo no pienso abandonar el local que tanto me ha costado coseguir—contestó don Valero.

—¡Bueno, bueno! Si le decimos esto a doña Matilde se va a poner hecha un basilisco —apostilló el secretario que se estaba poniendo el guardapolvo gris.

—No se preocupen. Esto corre de mi cuenta. Yo  me encargaré de traer a buenas a doña Matilde. —El médico se removió en el sillón y se oyó cómo crujía la madera.

Don Valero se puso el sombrero de bombín y salió a la plaza con el maletín en la mano. Dudó hacia dónde ir. Pensó que antes de comenzar la visita le vendría bien despejarse oyendo correr el agua del río en el Terrao.

Cuando llegó, se encontró a Matilde asomada a la barbacana. Todos los días, a la hora de comer, descansaba la vista en la mole de San Jorge antes de entrar en casa.

—Qué sorpresa encontrarla aquí. —Don Valero dejó el maletín en el banquero y se colocó cerca de la maestra.

—Me da la impresión de que le gusta hacer teatro. —Se dio la vuelta y lo miró de frente.

—Por Dios, doña Matilde, creía que me tenía en otra estima.

—Eso era antes de darme cuenta de que usted es un traidor.

—¿No le parece una acusación un poco fuerte?

—Mire, don Valero, creo que me quedo corta. Usted me ha traicionado. Se ha aprovechado del local que yo conseguí para mi escuela. —Se refirmó en la barbacana sin dejar de dar golpecitos en el suelo con el tacón del zapato.

—Creo que es muy injusta. Sabe que ese local era necesario para luchar contra el tifus.

—No me malentienda, don Valero. No me refiero a la época de la epidemia. Yo misma se lo ofrecí. Pero ahora lo que necesita es una sala para pasar consulta. —Matilde no pudo controlar el tic del labio de abajo—. Usted tendría que luchar contra estos caciques. Igual que hago yo.

—¿No querrá comparar la importancia de la salud con la enseñanza de las niñas?

—Pues no. Y sí. —Matilde subió el tono—. Es más importante la salud cuando la enfermedad ya ha estallado. Pero antes se puede prevenir educando a las niñas en la higiene.

—Ya salió su higienismo. —Don Valero hablaba con un tono seco—. Pues sepa que la higiene es importante, pero no lo cura todo. Solo con jabón, aún estaríamos enterrando cadáveres del tifus. Si no se nos hubiera llevado a nosotros por delante.

—Pues ya que lo ha sacado le diré lo que pienso. Mire, esos cirujanos que vinieron de Zaragoza no hicieron más que el ridículo con sus caretas de pajarracos. —Matilde dejó escapar un suspiro y continuó—: Si no hubiera sido por la colaboración de las mujeres, usted no habría podido con el avance de la epidemia—continuó.

Matilde volvió a hacer otra pausa y jugaba con los botones de su rebeca azul. Con el silencio se oía el murmullo de los pinos.

—Doña Matilde, por favor, no diga tontadas. No conoce la importancia de esas máscaras. Es verdad que el jabón y el agua ayudan a curar. Pero los medicamentos y la purificación con el fuego son igual de importantes. Son remedios que se suman.

De pronto, Matilde miró el reloj de sol de la esquina de casa Legüita. Era más de la una. Recogió sus libros y se despidió con un “usted lo pase bien”. Don Valero le respondió lo mismo. Matilde tomo aire, y don Valero aprovechó para continuar.

—Espere, doña Matilde. Se me ha olvidado comentarle que ayer recibí un telegrama. No, nada importante. Pero a lo mejor se arregla el problema de su local.

—Vaya, hombre, resulta que se guardaba una carta en el bolsillo.

El médico se quedó un poco pensativo. Miró al suelo y arrancó:

—Es que no sé si sabe que llevo medio año sin cobrar. Estos del Ayuntamiento dicen que no les llega el dinero. Total, que como estaba un poco apurado solicité una plaza en el Hospital Provincial de Zaragoza y…

Matilde contuvo el aliento y se dio media vuelta sin decir nada.

Carmen Romeo Pemán

Biel, 1908. Foto propiedad de la familia Marco Bueno.

Delfina Bueno Garza (Agüero, 1882-Alagón 1953), fue maestra de Biel desde 1907 hasta 1929. Su hermano Valero Bueno Garza (Agüero, 1888-Zaragoza, 1990) estuvo de médico en El Frago en la década de 1910. Eran hijos de Valero Bueno Abad, secretario de Agüero, y de Antonia Garza Ramos, maestra de Agüero, natural de Arándiga.

La mujer en la ventana

Estrella se sienta en el interior de su habitación con los bártulos de dibujo y desde allí, con la puerta abierta como todas las tardes, observa a su madre apoyada en el alféizar de la ventana. Le gusta dibujarla así, sin que ella se dé cuenta, absorta en esa contemplación del mar tarde tras tarde.

Ángeles, ignorante de su papel de modelo, permanece inmóvil mientras espera que la puesta de sol le devuelva a Pedro. Desde que se casó con él, hace ya dieciséis años, no ha faltado nunca a esa cita con sus pensamientos. Sabe que es una superstición absurda, pero cree que, si no se asoma, ese universo de agua la castigará por su ausencia y se quedará con su marido para siempre.

Cuando piensa en el mar siente que la invade un vaivén de sentimientos que se superponen unos a otros, como las olas que acarician la orilla y se baten luego en retirada. El agradecimiento sigue ahí, claro, que al fin y al cabo el mar fue quien propició que conociera a Pedro. Pero también queda un poco del viejo rencor contra ese mar que no la quiso cuando, embarazada, sola y asustada, se internó en sus aguas grises para hundirse en lo más hondo con sus miedos y su desesperación. El mar no la quiso, no, pero Pedro sí. Él estaba allí, sobre su barca, la misma en la que sigue saliendo a pescar a diario, aunque ahora las cuadernas, como los huesos de Pedro, crujan más de lo que crujían entonces. Él la llama su sirena desde que la agarró del pelo para subirla a su barca, aunque no se lo confesó hasta mucho después de nacer Estrella. Ángeles, al escucharlo, sonrió y le respondió que más que sirena era una foca de piel helada y vientre abombado. Y, desde entonces, los ojos de ese hombre de manos rudas y besos de espuma le dicen a diario que aquella noche, que ninguno de los dos olvida, él hizo su mejor pesca.

Pero a veces Ángeles mira el agua y no es ya el mar lo que ve, sino la mar, su rival, la que suspira con tanta fuerza que hace llegar hasta su ventana susurros que le erizan el vello de los brazos en oleadas de celos feroces. La espuma de las olas, al retirarse, deja escrito en la orilla su mensaje, “puedo quedarme con tu hombre, él fue mío antes que tuyo”, y Ángeles se sujeta los codos con las manos porque sabe que es verdad. Entonces parpadea y se obliga a pensar que lo que ve no es más que agua salada como la que, a veces, marca surcos en su cara cuando Pedro se retrasa. Y, tarde tras tarde, al ponerse el sol acude a su cita con la ventana, fuerza la vista y trata de ver si la barca está ya en el muelle. Así el mar puede ver que sigue viva y que espera el regreso de su amor. 

Mientras dibuja, Estrella trata de adivinar los pensamientos de su madre. A veces le gustaría que volviera el rostro para leer ahí las palabras calladas. ¿Qué sueña su madre, acodada en la ventana, cada tarde? La muchacha deja el pincel en suspenso y se pierde en sus propios sueños. Ojalá se atreva a plantearle a sus padres que quiere salir del pueblo, irse a la capital a estudiar Bellas Artes. No es que lo quiera, es que lo necesita. Al darse cuenta de lo que ha pensado, Estrella suspira tan fuerte que su madre gira la cabeza y la ve.

–¿Qué haces ahí, mi niña? –Ángeles se fija en los pinceles, en el caballete, y rectifica su pregunta– ¿Qué dibujas?

–A ti. –Estrella sonríe­–. Llevo más de una semana pintándote, mamá.

–¿A mí? –Ángeles le devuelve la sonrisa–. Pero, chiquilla, ¿a quién se le ocurre? ¡Y encima de espaldas, con este trasero mío tan hermoso! Miedo me da.

La sonrisa desdice sus palabras. Sabe desde hace tiempo que Estrella sueña con convertirse en pintora, lo sabe desde que Pedro se lo dijo. Es curioso que fuera él el primero en darse cuenta, con todo el tiempo que pasa fuera de casa. Pero entre padre e hija existe un lazo invisible desde que ella vino al mundo, un lazo más fuerte aún que el de la sangre que no comparten.

–Mamá –la voz de Estrella la devuelve a la habitación­–, ¿por qué te asomas a la ventana todas las tardes?

–No sé, por costumbre, supongo.

Ángeles ha tardado un poco más de lo normal en contestar, y Estrella sabe que la respuesta es de compromiso. Es fácil hablar con su padre, pero a su madre la rodea siempre un velo invisible y hoy, precisamente hoy, a Estrella le apetece rasgar un poco ese velo y asomarse para descubrir qué hay tras él. ¿Será posible que su madre tenga las mismas ganas que ella de volar fuera del nido?

–Dime una cosa, ¿te apetecería viajar? No sé, conocer mundo…

–¿Qué? –Ángeles se sorprende. ¿De dónde habrá sacado su hija semejante idea? Su casa es su refugio, allí está segura­–. No, no, qué va. Para nada.

–Pues entonces –­insiste Estrella–, ¿qué piensas ahí, asomada todas las tardes? Ni siquiera te has dado cuenta de que te estaba pintando. ¡Estás tan ausente! A ver, no es que me importe, yo también sueño con salir de casa, ir a otros sitios… ¡Quiero comerme el mundo, mamá!

Ángeles mira a su hija y se da cuenta de que la niñez se va escapando por la ventana abierta. Piensa que algún día tendrá que contarle a Estrella la historia de una joven como ella, que estuvo a punto de perderlo todo cuando cayó en la trampa más antigua del mundo y descubrió, al quedarse embarazada, que el hombre que le había jurado amor eterno tenía ya una familia. Sus amigos, su familia, todos le dieron la espalda. Todos, menos Pedro. La mujer se da cuenta de que no puede proteger a su niña, como tampoco puede proteger a su hombre cuando sale a pescar cada mañana. Los ojos se le empiezan a enrasar y vuelve la cara hacia el exterior para disimular. Al hacerlo, ve que la barca de Pedro ya está en el puerto y que el sol, en lugar de ponerse, parece que brilla más.

La mujer se incorpora y deja su sitio junto a la ventana. Se acerca a su hija y ve el cuadro, casi terminado. Se reconoce en la línea de la cintura perdida, en la punta del pie apoyada sobre el suelo, en el pelo. Acaricia el rostro de Estrella y la besa en la cabeza.

–¿Te acuerdas de los cuentos que te leía cuando eras pequeña?

–Claro.

–Pues esta noche, cuando tu padre esté en casa, te contaré una historia. Ya eres mayor para cuentos, ¿no crees?

–¿Una historia?

Estrella tiene un presentimiento. Esa noche va a cambiar algo. Lo nota en la piel. Coge un trapo con aguarrás y quita una mancha del caballete. Tose un poco y vuelve a hablar.

–Yo también os quiero contar algo a papá y a ti, ¿sabes?

Ángeles asiente, vuelve acariciar a su hija y empieza a poner la mesa. Se da cuenta de que esa noche su marido, su hija y ella van a compartir algo más que la cena y al pensar en eso empieza a sonreír.

Adela Castañón

Imagen del cuadro de Salvador Dalí tomada de Pinterest

Vacío

Hubo días en los que me sentí
una casa vacía,
que a los ojos del mundo se veía
hueca y llena de polvo.
Y a los ojos del alma, sin embargo,
aparecía repleta de un silencio
en el que resonaban tristes ecos
de palabras de más
y de besos de menos.
Demasiadas palabras pronunciadas
cuando no era oportuno.
Demasiados silencios provocados
por la duda y el miedo.
Y una ausencia de todos esos besos
que jamás existieron
y pesan en mi alma
y son como un recuerdo
de que, si están conmigo,
es porque, a ti, llegar no consiguieron.

Soñaba que mi casa,
esa casa vacía,
dejaba de ser mía para ser nuestra.
Y entonces se llenaba
del ruido de tus risas,
del tacto de tus labios en los míos,
tu cuerpo acomodado
en el lado derecho del sofá,
donde solo hay un hueco,
el que deja mi cuerpo,
que siempre tiene frío.

A falta de recuerdos
solo tenía mis sueños.
Ojalá que en mi piel hubiera un mapa
hecho de cicatrices
de momentos felices que se fueron.
Ojalá que tuviera
memoria de un pasado
de algún amor vivido,
aunque ahora hubiera muerto.
Ojalá que tú y yo
hubiéramos tenido alguna historia
aunque mi corazón, al terminarla,
se hubiera hecho pedazos.
Ojalá por lo menos una vez
me hubiese refugiado entre tus brazos.

Hubo días en los que me sentí
como un libro no escrito.
Nunca viví una historia de amor
más allá de mis sueños.
Pero también en sueños
el corazón se siente destrozado,
se rompe en mil cristales de dolor
que lastiman mi piel y me provocan
lágrimas por pensar en muchas cosas.
Se me negó luchar por no perder
lo que, ojalá, hubiéramos tenido.
Nunca pude afirmar
que no volvería a arder en otra hoguera,
que no querría sentir
caricias de otras manos
ni besos de otros labios
que no fueran los tuyos.
Nunca pude decirte que mi boca
no querría pronunciar otro nombre.
Y me hubiese gustado
poder haber perdido todo eso
porque hubiera existido,
¿lo comprendes?
Qué triste es no poder perder
lo que no se ha tenido.

Hubo días en los que me sentí
como una estatua muerta,
con el mundo girando mientras yo
quedaba detenida en un suspiro,
presa de los recuerdos de un instante
que tan solo en mi sueño había existido.
Y el tiempo se paraba,
se burlaba de mí y me recordaba
lo que había en mi vacío:
besos que no te di,
hijos que no tuvimos,
notas que no bailamos,
el roce de tu piel contra mi piel
que nunca tuve,
despertar los dos juntos,
abrazos enredados,
la luz del sol naciente
dibujando en tu piel y en la mía
las luces y las sombras de una canción de amor.
¿Comprendes mi tristeza?
Solo tengo la ausencia
de aquello que no tuve.

Y así, por no tener todo eso,
mi amor se fue vistiendo de cansancio
y se batió en lenta retirada
dejando un corazón que aún no había muerto,
que, como un ave fénix,
consiguió renacer de sus cenizas.

Y el corazón le suplicó a la mano
que escribiera estos versos
y cerrara esa puerta
para luego
recuperar la risa,
reencontrarse con la felicidad
y seguir adelante con la vida.

Adela Castañón

Imagen: Peter H en Pixabay

Mujeres y más mujeres

A mi hermana Maruja. Por todo.

Alodia, nunca llegué a decirte cuánto te agradecí que me contestaras a mi carta. La guardo en el cajón de mis recuerdos favoritos.

Hoy, al releerla, ¡como tantas veces!, me he puesto un poco nostálgica y me he parado a pensar en aquellos miedos que se nos quedaban mezclados con las gotas de saliva que no podíamos tragar.

Antes de dormir, mamá nos leía cuentos de príncipes encantados que luchaban contra dragones y monstruos. En ese momento nosotras apretábamos los dientes y tragábamos saliva. Cerrábamos los ojos para que pensara que teníamos sueño. Nos hacíamos las dormidas y ella se iba. Cuando todo estaba en silencio, comenzábamos nuestro parloteo.

En realidad no nos daban miedo los dragones. Al revés. Cuando el príncipe encantado los vencía sentíamos una gran satisfacción, como si hubiera vencido al malo. Pero nosotras sabíamos que los dragones eran de papel y que el malo existía de verdad. Ese miedo no nos venía de los cuentos, aunque alguna vez llorábamos con las desgracias de Padín.

En cambio, nos hacían temblar las aventuras de Felisa. Una niña de unos doce años, que venía con nosotras a la escuela. En su casa nunca había nadie. A su padre se lo habían llevado cuando la guerra y su madre se ganaba la vida lavando en el río. Y ella se pasaba los días por los descampados con chicos y con algún mozo. Yo vomitaba cuando nos decía que muchos la obligaban a que les chupara esa cosa como si fuera un caramelo. Pero lo peor llegaba con eso de que le arrancaban las bragas y le dejaban manchas de semen en las enaguas. Entonces me encogía y me apretaba los brazos contra el estómago jurando que no dejaría que me tocara ningún hombre.

Aquellas conversaciones nos iban dejando un sabor amargo. Una noche nos pinchamos con una aguja de coser en la yema del dedo corazón y juntamos nuestras gotas de sangre: “Nunca tendremos relaciones con un hombre”.

Alodia, a ti se te ocurrió buscar vidas de mujeres que nunca hubieron tenido relaciones con hombres en la enciclopedia de papá. Pronto llegamos coleccionar un montón de santas. Pero eso empeoró las cosas. A casi todas las habían martirizado por no querer relaciones sexuales. Ni tú ni yo queríamos que nos pasara lo mismo que a santa Úrsula y a las once mil vírgenes que la acompañaban.

Con las vidas de las santas conocimos los artilugios con los que las habían torturado. El clavo de santa Engracia, la rueda dentada de santa Catalina y la hoguera de Juana de Arco. El cuchillo con el que le cortaron los pechos a santa Águeda. El hacha con la que decapitaron a santa Cecilia. Los ganchos con los que desgarraron la carne de santa Eulalia. ¡A santa Inés y a santa Emerenciana las llevaron a un prostíbulo y después las quemaron vivas! ¿Y todo era por ser mujeres? Nos preguntábamos tiritando, a la vez que un sudor frío nos recorría la espalda.

Entonces, quisimos saber más y buscamos nombres de mujeres que hubieran vencido obstáculos. Manoseamos la enciclopedia varias veces, pero nada. Un día, por casualidad, nos paramos en Hildegarda de Bingen, una monja escritora. Leímos y releímos su biografía.

—Si hubo una en la Edad Media tuvo que haber otras antes y después –me dijiste agarrándome las manos.

—Pues para encontrarlas tendremos que volver a pasar las hojas muy despacio –te respondí. Aunque yo no estaba convencida.

Nos pasábamos tardes enteras recorriendo aquellas páginas con el dedo. ¡Qué emoción cuándo encontrábamos alguna!

En nuestro cuaderno crecía la lista de nombres y por las noches cuchicheábamos sobre nuestros descubrimientos. Y, de tanto hablar de ellas, llegamos a creer que a muchas les había pasado lo mismo que a nosotras.

—¿Te has dado cuenta? —Te tirabas del flequillo como hacías siempre que ibas a contarme algo importante—. Podemos agruparlas por equipos.

—Vale —te respondí. Como un resorte, me levanté de la cama a buscar el cuaderno y el lápiz que teníamos escondidos en el fondo del cajón de los zapatos.

—¡Ya lo tengo! —levantaste tanto la voz que tuve miedo a que despertaras a papá y a mamá—. El primero será el equipo de las Mujeres castas que lucharon con uñas y dientes. Las que no se dejaron violar. Aquí te van los primeros fichajes: Susana, Sarah, Rebeca, Ruth, Penélope.

—¡Anda! ¿Te has dado cuenta de que casi todas son de la Biblia? ¿Y si cogemos la que mamá tiene en su mesilla? Seguro que le gustará que queramos leerla.

—Pues a mí me gustan más las de la enciclopedia —me dijiste—. Y ya sé cómo las voy a llamar: Mujeres guerreras que lucharon por la paz. ¿A qué suena bien? Van a la guerra para conseguir lo contrario que los hombres.

—¡Bravo! —Aplaudí.

A la noche siguiente continuamos con nuestros equipos.

—Vamos a empezar con unas cuantas y ya nos irán saliendo más —me dijiste metiéndote el dedo por la nariz—. De momento vamos a fichar a Nicaula, Fredegunda, Blanca, Semiramis, Pentesilea, Artemisa, Camila y Berenice.

—¡Vaya nombres, Alodia! No sabemos ni pronunciarlos.

—Pues nosotras las haremos famosas. Ya verás que cara ponen nuestras amigas cuando les hablemos de Fredegunda. Igual la confunden con la señora Raimunda.

Nos echamos a reír las dos a la vez, tapándonos la boca, para no despertar a nuestros padres que dormían en la alcoba de al lado.

—Bueno, pues ahora yo te propongo otro equipo. El de las mujeres sabias. Y ficho por Cornificia, Porba, Safo, Medea, Circe, Minerva, Ceres, Isis, Aracne, Pánfila y Tamaris. ¿A qué no sabes de dónde las he sacado?  —En mi tono había cierto retintín.

—¿Y lo has hecho sin decírmelo, traidora? —me contestaste decepcionada de que no te hubiera dejado participar en mi nueva aventura.

—Es que he aprovechado un rato que papá ha salido del comedor y he mirado en un diccionario de mitología. Allí se han quedado muchas más. Y encima ya estaban hechos los equipos. A unas las llamaban Damas de templado juicio, como por ejemplo a Dido y a Lavinia. Y a otras, Mujeres de visión profética, como a las diez sibilas, a Deborah, a la reina de Saba y a Casandra.

—Pues para que te chinches, en el misal de mamá he encontrado a Afra de Hausburgo, una prostituta que llegó a ser santa, como la María Magdalena de los Evangelios.

—¡Anda, la osa! ¡Igual resulta que algún día Felisa llega a ser santa! —exclamé, sin poder contener el grito. Y tú me pellizcaste en la mejilla. Habíamos quedado que hablaríamos en voz baja y que nadie se enteraría de nuestro secreto.

Unas noches después le contamos a mamá lo de Felisa y del miedo que nos daban los hombres. Pero no nos contestó. Después de mirarnos un rato en silencio, cogió nuestras cabezas, nos dio un beso en la frente y nos dijo:

—Mis princesas, estos miedos se os pasarán el día que os encontréis con un príncipe encantado que haya matado muchos dragones.

Carmen Romeo Pemán