El nombre del olvido

A mis pacientes y a sus familias.
Y a mi padre, que me enseñó a amarlos como personas
antes que a verlos como enfermos.

–¡Mamá! ¿Otra vez? –le grita Maribel. Las ganas de llorar y la impotencia la invaden cuando sorprende a su madre con el teléfono pegado a la oreja.

Juana mira a su hija, aprieta los labios y agacha la cabeza. Baja la mano despacio y deja que Maribel le quite el auricular sin ofrecer resistencia. Al otro lado del hilo se ha repetido el mensaje de siempre, aunque Juana no se acuerde de un día a otro: “El número marcado no existe”. Y luego, también como siempre, solo silencio.

Juana se sabe ese número de memoria. Los lunes, miércoles y viernes Andrés, su novio, la llama por teléfono, pero los martes, jueves y sábados es ella la que le telefonea. Los domingos no hace falta. Es el día que se ven y pasean del brazo por la plaza del pueblo. Él camina muy erguido y ella taconea con fuerza. Al fin y al cabo, Andrés ya ha hablado con sus padres y se casarán en verano.

Maribel se muerde el labio. No quería hablarle así a su madre, pero está cansada. No se ha sentado en toda la mañana y ha discutido otra vez con sus hermanos. Vale, ella está soltera y es la única que todavía vive en la casa familiar, pero no le parece justo que toda la tarea recaiga sobre sus hombros. Cuelga el auricular y le acaricia la mejilla.

–¡Ea, vamos! Que, aunque el médico suele llevar retraso, como se nos escape el autobús llegaremos tarde. –Eso último lo dice más para ella. No espera respuesta.

Echa sobre los hombros de su madre una toquilla tan antigua como el teléfono, como los muebles del salón, heredados de los abuelos, como los techos altos de la casa, impensables en cualquier piso moderno. Maribel, a sus cuarenta años no recuerda que su madre haya querido mover ni siquiera un cuadro de la pared. Un novio que tuvo le preguntó una vez cómo era capaz de vivir en un museo, y a ella le dio vergüenza contestarle. Aunque sabe que su madre necesita estar entre sus cosas para sentirse feliz, después de aquello pensó proponerle algún cambio en la decoración. Pero el momento quedó atrás y ahora ni se le pasa por la cabeza.

En la consulta, el doctor les estrecha la mano y empieza a hablar con Maribel como si Juana no estuviera delante. De todos modos, la anciana también lo ignora. Está mirando a la enfermera con su bata blanca mientras se pregunta qué hace ahí esa lagartona en lugar de estar despachando en la tienda de ultramarinos del pueblo. Sabe que tiene los ojos puestos en Andrés, pero su hombre es cabal. Más le vale a esa tipa no hacerse ilusiones, piensa Juana, porque yo seré la que esté junto a Andrés, de blanco delante del altar mayor, el día de la Virgen de Agosto cuando el cura nos eche las bendiciones.

El médico ha cogido unos papeles del cajón, y se los enseña a Maribel, aunque la pobre está más pendiente de la cara del doctor que de sus palabras. Juana, ajena a la conversación, se cansa de mirar a la enfermera y sus ojos se posan sobre el folio que hay encima de todos. De soltera fue maestra, y lee bien al revés. Y entonces la realidad llega en forma de un puñetazo de papel con la dureza del pedernal. La mano de Juana tiembla y busca el brazo de su hija. Maribel y el médico la miran a la vez, ven sus ojos fijos en el folio, y cruzan una mirada. Un segundo después, como niños cogidos en falta, hablan a la par.

–¿Se encuentra bien, Juana?

–¿Mamá? ¿Te pasa algo, mamá?

La anciana nota la boca seca y no responde. La enfermera no habla, pero se acerca y le pone una mano en el hombro. Juana, anclada al brazo de su hija, le dirige una sonrisa desdentada como desagravio por haber pensado que era la pelandusca de la tienda.

–¿Me dice dónde está el servicio, por favor? –Su voz suena cascada.

–Claro, señora. Acompáñeme.

Juana se levanta y camina hasta el baño del brazo de la enfermera. Cuando llegan a la puerta, le habla en tono más firme:

–Puedo volver sola, gracias.

La enfermera vacila, pero acaba por darse la vuelta. Juana entra, cierra con el pestillo y se sienta sobre el váter sin levantar la tapa. Se arrebuja en la toquilla y abre mucho los ojos cuando ve su imagen reflejada en un espejo. Es ella y no lo es. Levanta la mano derecha y su doble en el cristal hace lo mismo con la izquierda para atrapar un mechón de pelo. Al doblar el cuello para mirarlo de cerca comprueba que ya no es como el ala de un cuervo. Entre sus dedos se entrelazan hilos de ceniza y nieve.

Entonces mira de nuevo al espejo y, en un instante de lucidez, sonríe al reconocerse. Su reflejo le devuelve todo lo que ha perdido y piensa que sus cabellos grises son los archivos del pasado, que cada cana guarda una historia, cada arruga el recuerdo de una risa o de una herida. La memoria le duele, pero el dolor dura poco. Solo lo que tarda en regresar el olvido. Quizá mañana Andrés conteste cuando lo llame por teléfono. Aunque tendrá que esperar a que Maribel salga de casa.

En el despacho, el médico rodea la mesa y apoya la mano sobre el hombro de Maribel, que parpadea y traga saliva. Piensa que tendrá que hablar con sus hermanos y suspira. Le vienen a la mente los cuentos que su madre les contaba antes de dormir.

Nunca pensó que ponerle un nombre al olvido pudiera doler tanto. Pero duele.

Adela Castañón

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Imágenes cabecera y cierre: Gerd Altmann en Pixabay

 

La historia de un súper héroe

Escuché los pasos de mamá por la escalera mientras gritaba su frase favorita. Me estiré en la cama y me tapé las orejas con los puños, pero sus pulmones son capaces de despertarnos a mi hermano y a mí, aunque nos llame desde la cocina.

–¡Pedrooooo! ¡Levanta, dormilóóóón!

Abrí los ojos y noté algo raro. Al principio, como todavía estaba un poco dormido, no supe bien qué ocurría. Pero cuando mamá empujó la puerta y entró, di un bote. Tenía el tamaño de un globo aerostático y estaba muy lejos de mí. Miré hacia los pies de la cama y vi que la sábana era tan larga que no llegaba a verle la punta. Chillé con todas mis fuerzas y ella, en lugar de contestarme, se puso a hablar sola, como si yo no estuviera allí.

–¿Dónde se habrá metido este crío?

Pasó de largo junto a mi cama sin hacer caso de mis gritos y abrió la puerta del baño. Asomó la cabeza, dio media vuelta, se agachó a mirar debajo del colchón. Me mosqueé. ¡El que suele esconderse debajo de la cama para no ir al colegio es mi hermano! Yo soy demasiado mayor y nunca he hecho esas tonterías. Vi apoyarse su mano de giganta en el filo de la cama y su cabeza apareció en mi campo de visión como si fuera una enorme nave espacial. Suspiré aliviado al ver que me miraba, pero se puso en pie de un salto y gritó. Antes de que yo pudiera hacer o decir algo, cogió la sábana por las esquinas y se acercó a la ventana.

–¡Maldito bicho! ¿Cómo habrá entrado?

La tela me tapó los ojos y me agarré a ella sin comprender por qué no me caía. Noté unas sacudidas peores que las de la montaña rusa de la feria, perdí mi asidero y empecé a caer. Pensé que me estrellaría contra el suelo del jardín y cerré los ojos, pero los entreabrí intrigado por lo mucho que tardaba en chocar. Entonces, de golpe, los abrí de par en par.

Mi cuerpo caía despacio, casi como si flotara. El aire me llevó hasta el borde de la piscina, toqué tierra junto a una gota de agua que tenía el tamaño de una pecera y entonces me vi reflejado. Di un salto hacia atrás y la bola peluda con ocho patas hizo lo mismo.

Algo se movió a mis espaldas. Me volví con rapidez y me encontré frente a un grillo de mi tamaño, con levita, chistera y un paraguas en la ¿mano? ¿pata? delantera derecha.

–Hola, criatura. –Con la otra extremidad levantó la chistera para saludarme–. ¿Necesitas ayuda?

Cerré la boca y descubrí que controlaba bien mi cuerpo arácnido porque me rasqué la cabeza sin problemas con una de mis manos. Bueno, con una de mis patas. El tamaño del grillo imponía, pero no parecía tener malas intenciones. Probé a hablar.

–Ejem… –La cosa no pintaba tan mal–. Pues la verdad es que sí. –Me acordé de las lecciones de mamá sobre ser educado–. Soy… me llamo Pedro. ¿Y usted es…?

–Grillo. Don José Grillo, a tu disposición.

Recordé mis primeros cuentos, que ahora eran de mi hermano pequeño. Parpadeé y me fijé más en la chistera y el paraguas.

–¿Usted es Pepito Grillo? ¿El de…?

–¡No!

Levantó la mano. Yo me encogí y guardé silencio. Él suspiró y habló alargando las frases.

–Sieeeempre la misma historia, Señor. ¡Qué aburridoooo! –Volvió a suspirar–. Dejé que usaran mi imagen en el cuento, sí, pero el personaje no es más que una mala copia mía. Pero vamos al grano.

Cogió un monóculo que yo no había visto hasta entonces y se lo puso delante de un ojo. Se inclinó y aproximó su cara a la mía. Yo retrocedí. No tenía miedo, pero me impresionaba el tamaño del ojo a dos palmos de mi nariz. Levantó una ceja y volvió a hablar:

–Supuse que te encontraría aquí, Pedro.

–¿Qué? ¿Por qué…?

–No disimules, mozalbete –me interrumpió–. Eso no te valdrá conmigo. Regalar lo que no quieres o lo que te sobra no tiene mérito. Por supuesto que eres ya muy grande para historias como la de Pinocho, pero ¿no se te ha ocurrido pensar que tu hermano también crece? A ver, ¿por qué no quisiste regalarle los comics de súper héroes que hace meses que no lees? ¿Eh?

–Yo… –callé y miré al suelo.

–Escucha, Pedro. Todavía puedes arreglar esto.

–Quiero arreglarlo, palabra –dije. Y no mentía. Haría cualquier cosa por salir del lío en el que me había metido–. Si me ayuda a volver a casa se los regalaré. Todos.

–Bien, bien, muy bien. Hazlo, y te recompensaré. Mmm… A ver… –Se rascó la barbilla con la mano–. ¡Lo tengo! Te convertiré en alguien tan famoso como yo. Serás un nuevo súper héroe. Y para que no te pase igual que a mí, cambiaremos un poco tu nombre. Pedrito no me parece apropiado, así que el protagonista se llamará Peter. Peter Parker. ¿Te gusta?

–Suena bien –contesté.

–Pues así será. Aunque modificaremos un poco los hechos, ya sabes cómo va esto.

–Claro. No hay problema.

Todo eso estaba muy bien, pero la idea de ser una araña eternamente no me gustaba nada. José Grillo supo lo que yo pensaba y sonrió.

–Toma. –Me entregó su paraguas y lo abrió–. Cierra los ojos y déjate llevar.

Obedecí y noté que me elevaba en el aire. Cuando sentí que me posaba sobre algo blando abrí los ojos. ¡Estaba en mi cama y había recuperado mi tamaño y mi forma de niño!

Al día siguiente le regalé mis comics a mi hermano y mamá, como premio, me compró uno nuevo que acababan de publicar. Se llamaba Spiderman. Iba sobre un chico que se convertía en araña.

Sonreí y empecé a leer.

Adela Castañón

Imagen de macrotiff en Pixabay

Amparo, la burrera

De las fragolinas de mis ayeres

“La letra con sangre entra”

Acañices. Grupo de niñas

Grupo de niñas de Aliste.

Cuando se murió el último dulero, el que llevaba a pastar las cabras de todos los vecinos del pueblo, las chicas convertimos el corral de la dula en el lugar secreto de nuestros juegos. Allí guardábamos los trozos de vasijas rotas, en los que hacíamos las comiditas, y las muñecas de trapo que nos cosían nuestras madres. A las cinco en punto se acababa la escuela y nosotras corríamos a nuestras casas a buscar la merienda. A continuación, sin perder tiempo, bajábamos por la parte trasera del pueblo a nuestro dominio. Lo primero que hacíamos era comprobar si nuestros juguetes seguían como los habíamos dejado el día anterior.

En esas fechas estaban construyendo la carretera de El Frago a Biel. Con las obras llegaron muchas familias con hijos y se alojaron en corrales y parideras. Un día nos encontramos con que una familia de burreros había ocupado el corral de las Eras Badías, donde teníamos nuestro escondite. Delante de la empalizada había dos grandes reatas de burros con serones, en los que transportaban la grava del río a la carretera. Un poco apartadas, en medio de una era, unas niñas jugaban con nuestras muñecas y con unos pucheritos de barro que habíamos comprado en un mercadillo de la plaza, a cambio de hierros que habíamos recogido por los caminos.

Al día siguiente llegamos a clase dispuestas a contarle nuestras desdichas a la maestra, que daba la casualidad de que además era mi madre. Pero doña Asunción entró con una niña nueva de la mano y no nos escuchó. Sin darnos tiempo a que le habláramos de nuestras trapacerías, nos la presentó:

—Mirad, esta chica se llama Amparo. Supongo que ya la conocéis porque lleva más de una semana viviendo en El Frago. Desde hoy vendrá todos los días a la escuela. Y vosotras, las pequeñas, tenéis que ser sus amigas.

También nos pidió que jugáramos con ella y que le dejáramos nuestros muñecos. Como vio que hacíamos muecas y momos, se dirigió a mí y me dijo con un tono muy enérgico:

—Esto es una orden.—Se volvió a las de la mesa de al lado—. No quiero ver más gestos en vuestras caras.

Yo bajé la cabeza sin rechistar porque, aunque era mi maestra y mi madre, no pensaba hacerle caso, que lo primero eran mis amigas.

Así continuamos unos días. Amparo llegaba a clase a la hora en punto. No quería estar con nosotras cuando íbamos a esperar. Es que no le hablábamos ni jugábamos con ella, es más, siempre que podíamos le propinábamos algún empujón y les decíamos a los chicos que no fueran con su hermano. Pero ellos pasaban de nosotras. Jugaban con el hijo de los burreros y él, a cambio, los dejaba montar en los serones cuando iban de vacío a buscar la grava.

Aún no había pasado una semana desde la regañina de la maestra, cuando se presentó la madre de Amparo en la escuela. Abrío la puerta y, sin entrar, en voz alta, de forma que todas pudiéramos oírla bien, le dijo a la maestra que su hija no quería venir a clase y que por las noches no paraba de llorar. Que no estaba dispuesta a que se repitiera lo mismo que en otros pueblos en los que habían estado antes. Que en El Frago las cosas aún pintaban peor porque entre las niñas que más se metían con su hija estaba yo, que manipulaba a las demás, aprovechándome de que era la hija de la maestra.

—Vengo a pedirle que usted haga algo. —Se dirigió a doña Asunción, sin dejar de mirarnos—. Si esto no se arregla por las buenas, tendré que decírselo al alcalde.

La maestra se puso de pie y la escuchaba con atención. Le temblaban las manos y se le vidriaron los ojos. Para que no le notáramos los nervios, cogió la regla que tenía encima de la mesa y comenzó a agitarla. Y con una voz enérgica se dirigió a nosotras, las más pequeñas.

—¿Se puede saber por qué no queréis jugar con Amparo?

Se hizo un silencio total. Como ninguna contestaba, repitió la pregunta. El mismo silencio. Noté que el calor me subía por la nuca y que todas las miradas se dirigían a mí. La maestra seguía preguntando. A mí me faltaba la respiración. De repente, me levanté y con voz serena le respondí:

—No se empeñe usted, doña Asunción, que no le pensamos hablar, ni jugar con ella. —Mis amigas levantaban el dedo gordo con disimulo y yo me envalentoné—. Al fin y al cabo es una burrera. Y nosotras no estamos dispuestas a ir con burreras.

No sé de dónde sacó aquella fuerza. Sin encomendarse a Dios ni al diablo se acercó a mi mesa y comenzó a golpearme en la cabeza con la regla que llevaba en la mano. Dejó de pegarme y me volvió a preguntar:

—¿Jugaréis con Amparo?

—¡No! ¡Y no! —Le contesté como cuando me daba una rabieta en casa.

Me lo preguntó varias veces y le respondí lo mismo. En uno de los nuevos golpes se le rompió la regla y con las astillas me hizo una brecha. Cuando vio que me salía sangre les dijo a dos chicas de las mayores.

—Llevadla a que la cure el practicante. Si hace falta que le dé un par de puntos. Luego acompañadla a su casa y quedaos con ella hasta que acabe la escuela.

Yo no sé qué pasó en la escuela cuando yo me fui. A mí me dio cinco puntos el practicante y me dejó una señal que toda mi vida he intentado ocultar con un flequillo. Con ayuda de las chicas mayores, me metí en la cama. No podía controlar los temblores de las piernas. Mi madre se había pasado y esa brecha de mi frente iba a ser el recuerdo permanente de que estábamos en guerra.

—No, no y no. Nunca se lo perdonaré. —Grite con rabia.

A mí no se me había calmado la rabieta cuando, pasadas las cinco, todas mis amigas vinieron a verme con Amparo. Me traían los juguetes que habíamos guardado en la paridera.

—Doña Asunción tiene razón —dijo una de la que nos burlábamos muchas veces por su cojera de la polio.

Al final, un poco a regañadientes, yo le regalé la mejor de mis muñecas a Amparo. Y desde ese momento ya no volvímos a llamarla la burrera.

Mi madre, o mi maestra, no sé cuál de las dos o si las dos a la vez, se quedó en un rincón observándonos en silencio con una sonrisa y yo me sentí derrotada. Pero puder ver que Amparo tenía unos ojos verdes, muy verdes, que le iluminaban toda la cara. Muchos años después pensé que su tez morena y su pelo ensortijado inspiraron los mejores cuadros de Julio Romero de Torres.

Plaza del Mercado Uncastillo. Años 30

Plaza de Uncastillo, en las Cinco Villas Aragonesas, Postal antigua.

Carmen Romeo Pemán

Las flores de mamá

Papá se marchó en invierno. Ahora es primavera y mamá se ha vuelto más cuidadosa desde que estamos solos. Ya no se cae tantas veces por la escalera. Tampoco llora casi, y le he preguntado por qué:

–Mami, ¿por qué antes llorabas y ahora no?

–Pues…

Mamá es un poco despistada y se ha quedado pensando, así que le he ayudado.

–¿Es que te daban alergia las flores que te regalaba papá? –Antes de irse, papá traía muchas veces ramos de rosas blancas para mamá.

–¡Qué niño tan listo tengo! –A mamá le han empezado a brillar los ojos, pero ya no hay flores y no ha llorado–. Lo has adivinado, Ángel.

Me ha dado un abrazo, y por poco me estruja. Menos mal que han llamado a la puerta y me ha soltado para abrir. Es mi tita Loli. Antes no venía por casa, pero ahora se pasa muchas veces y le pregunta a mamá que cómo estamos. A mí me divierte porque es otra despistada. Estamos muy bien. ¡Si ya hace meses que mamá no tropieza con los muebles!

***

Todos dicen que he dado un estirón y que ahora, con las vacaciones de verano, seguro que crezco más. Mamá tiene mucho trabajo y he estado quince días en casa de la tita Loli. Me lo he pasado muy bien y cuando he vuelto a mi casa mamá y la tita se han peleado por algo. Espero que hagan pronto las paces, porque no quiero que sea como cuando papá estaba en casa, que la tita no venía, y yo la echaba de menos. De todos modos ya mismo empieza otra vez el cole y volveré a ver a mis amigos.

***

Cada vez que llaman a la puerta voy corriendo a abrir por si es mi tita, pero ha dejado de venir a visitarnos. Casi siempre es Juan, un amigo de mamá. Ya estamos en otoño, hace unos días empezó el colegio, y Juan viene algunas veces con ella cuando me recoge al salir de clase. Y la otra noche me levanté porque estaba lloviendo y me entraron ganas de hacer pis, y creo que a Juan se le olvidó su paraguas, porque lo vi dormido en el cuarto de mamá. Seguro que ella lo invitó a quedarse a dormir para que no se mojara. La cama de mamá es más grande que la mía, y ahí caben los dos, como cuando estaba papá.

***

Mamá empieza a tener otra vez alergia. De vez en cuando le veo la punta de la nariz muy roja y los ojos brillosos. Y a lo mejor no ve bien, porque creo que anoche chocó otra vez con la puerta del baño. También tiene a veces la cara muy sonrosada, aunque otras veces le salen manchas amarillas o moradas.

El otro día pasó una cosa curiosa. Juan, que ahora vive con nosotros y tiene llave de la casa, entró sin hacer ruido en la cocina.

–¡Sorpresa!

Mamá y yo nos dimos la vuelta. Ella estaba preparando un asado y tenía la cara roja porque acababa de abrir el horno. Y cuando vio el ramo de rosas blancas que traía Juan, se puso de golpe igual de blanca que las flores, aunque sonrió enseñando todos los dientes. No sé cómo hace mamá para que su cara tenga tantos colores diferentes. Igual se lo pregunto un día de estos.

***

Hoy he tenido una sorpresa a la hora del recreo. Me ha llamado mi profe para que fuera al despacho del director, y allí estaba la tita Loli con dos policías muy simpáticos que me han estado preguntando muchas cosas. Yo quería volver al recreo para presumir delante de mis amigos, pero no me han dejado acabar la clase. Me he ido con la tita a su casa, y ella me ha dejado con el tito y se ha marchado con los policías.

He pasado varios días en la casa de mi tita. El tito y ella hablan mucho conmigo. Me han dicho que mamá ha tenido un accidente y que hoy vamos a ir a verla al hospital. Yo les he contado que otra vez vuelve a despistarse bastante y que cuando está sola se cae cada dos por tres, y los titos se han mirado a la cara muy serios. La tita también debe tener algo de alergia, porque los ojos le han empezado a lagrimear. Me han dicho que no me asuste cuando vea a mamá, y les he prometido que seré valiente. He cogido el abrigo, porque estamos en invierno y hace frío, y hemos ido al hospital.

Mamá estaba en una cama. Tenía la cara y el cuello con más colorines que nunca. Cuando he entrado en la habitación ha abierto los brazos y yo he ido corriendo a darle un achuchón.

–Dentro de dos días me dejarán volver a casa, Ángel. ¡Te quiero mucho, mi niño! Ya verás que navidades más buenas vamos a pasar.

***

Creo que la tita Loli ha encontrado trabajo porque ya no viene a casa casi nunca. Aunque ha empezado el cole, la echo de menos. Y supongo que mamá también se siente un poco sola y por eso ahora viene algunas veces a casa con un amigo nuevo.

Tengo ganas de que la tita Loli pueda venir un día, porque mamá siempre se vuelve distraída cuando no estamos los dos solos y quiero preguntarle a la tita como podemos ayudarla para que no se lastime cada dos por tres.  El amigo nuevo me caía bien al principio, pero ayer le regaló flores a mamá y ya no me parece tan simpático.

Le he dicho a mamá que le cuente que las flores le dan alergia, pero ella me ha dicho que me quede calladito. Como soy bueno le haré caso, pero ojalá la tita venga pronto. Porque cuando a mamá le entra la alergia, yo siempre acabo muy triste. Como en invierno.

Adela Castañón

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En las Peñas de Santo Domingo

#relato #altascincovillas

Al panadero que tantas veces nos contó esta historia.

 

Como lirio cortaron el lirio. “Romance popular” recogido por Federico García Lorca.

A finales de mayo ya nos preparábamos para subir con el ganado a la Sierra de Santo Domingo, en el límite de las Altas Cinco Villas aragonesas. Los de El Frago salíamos con unos diez rebaños y en la cabañera de la ribera del Arba nos juntábamos con los que venían de Luna y de Orés, En Biel nos reuníamos con los otros pueblos. Y todos juntos comenzábamos el ascenso a las Peñas de Santo Domingo.

A mis once años, yo era solo un repatán, un aprendiz de pastor, que no quería cambiar la escuela por el monte.

—Madre, hable usted con padre a ver si me puedo quedar aquí en el pueblo.

—Mira, Pedro, no me vengas con esas. Tu padre te necesita. Mientras tú cuides el rebaño en el Monte Alto, él y tus hermanos segarán y trillarán. —Se recogió la punta del delantal en la cintura—. Me parece que don Manuel te ha llenado la cabeza de pajaricos. Olvídate de las letras que aquí lo que necesitamos son manos.

—Madre, ¿es que no lo entiende? Me da miedo quedarme solo en el monte. Por las noches tengo pesadillas y todos los ruidos me despiertan.

—Pues ya te puedes ir acostumbrando, que así se hacen los hombres. —Se volvió hacia el hogar a ver si hervía el puchero de las judías.

Sin decir nada, metí en el zurrón jabón, peduques y mudas suficientes para tres meses. En un saquete me guardé dos hurones, que los había adiestrado a entrar en las madrigueras y a cazar todo lo que se moviera. Con ellos me aseguraba la comida de ese verano.

El primer lunes de junio, antes de amanecer salimos con más de mil ovejas y dos perros. Tardaríamos una semana en recorrer siete leguas, un camino que se hacía en menos de un día con una caballería. Cuando llegamos, mi padre y mis hermanos me señalaron los prados y me llevaron al corral que compartiríamos con los de Orés. Allí dormiríamos los dos repatanes. Nos acurrucaríamos juntos en un rincón y, aun así, de vez en cuando nos pisoterarían los animales.

Una mañana, al poco de soltar el ganado, se despeñó una oveja que estaba comiendo unos brotes en el borde de un risco, justo encima de una cueva en la que nunca había entrado nadie. Decían que allí vivía una serpiente que se tragaba a los pastores.

Bajé arrastrándome hasta que vi una mancha de sangre, muy cerca de la boca de la cueva. Silbé y al momento llegaron los perros. Pero no encontraron a la oveja. Entonces saqué un hurón del zurrón y lo puse en la entrada. Yo me subí a una carrasca, por si las moscas, y no pude evitar orinarme en los pantalones. En un santiamén vi salir despavorida a una chica de unos quince años, con unas greñas que le tapaban la cara y una navaja en la mano. Levantó la cabeza y me vio encaramado en el árbol.

—¡Chist!, ¡chiss!, ¡chsss! —Se cruzó un dedo en los labios—. No le digas a nadie que me has visto, ni busques la oveja. Y ahora vete y no te acerques más por aquí.

Encerré el ganado en el aprisco. Después eché a correr y no paré hasta El Frago. Llegué con los pies desollados y casi sin respiración. Cuando me vio mi padre, se quitó la correa y me llenó de cardenales. Al día siguiente, volvimos a subir con las mulas y encontramos a los pastores reunidos. Se había despeñado otra oveja y me habían buscado sin encontrarme. Y, como, además, habían oído llorar a los perros, pensaron que me habría devorado la serpiente.

Cuando nos vieron llegar, se dirigieron a mí para que buscara la oveja, pero yo no me atrevía a acercarme a la cueva. Al final, como mi padre hizo el ademán de quitarse la correa, me decidí. En la entrada vi a dos chicas con sayas andrajosas y alpargatas agujereadas. Una de ellas era la de la tarde anterior y me reconoció.

—A ver, chaval, —me dijo la otra, que parecía un poco mayor—, si nos traes comida sin que nadie se entere, te dejaremos tranquilo. Sí no, te abriremos la tripa. —Y se sacó un cuchillo del refajo.

Durante varios días les llevé todo el pan que pude conseguir. Pero la mayor, que era la que protestaba siempre, me dijo que les había parecido poco.

—Tienes que conseguir más. Tenemos hambre y frío. Así que hoy danos tu zamarra y mañana tráenos pieles de cabras y un cordero. —Y volvió a enseñarme la navaja.

Como les faltaba la comida y no encontraban sus cosas, los pastores se echaban la culpa unos a otros.

—Es él, es él. —El repatán de Orés me señaló—. Muchas noches, cuando yo me hago el dormido, se levanta y sale fuera.

Me eché a llorar y les dije que mentía. Entonces el pastor más viejo se fue a denunciar los robos a la guardia civil, que en esos momentos andaba patrullando la zona.

En cuanto pude, me deslicé por las peñas. Silbé y salió la moza más joven. Le conté lo que había ocurrido.

—Si nos pasa algo, te matarán. —Sus palabras se quedaron sonando entre los riscos.

Por la noche volví a coger el camino de El Frago, pero antes de una legua, me pararon dos guardias. Me preguntaron adónde iba y les conté que tenía miedo de la serpiente que se me comía las ovejas. Entonces me agarraron y me hicieron ir con ellos para que les señalara la roca por la que desaparecían los animales. En cuanto les señalé el camino que llevaba a la gruta, me soltaron y desaparecieron.

Yo me quedé un poco pasmado, esperando a ver qué pasaba. Al rato oí dos tiros. Entonces me fui al corral y me tumbé en un saco de paja. Hasta allí llegaban las voces. Escuché con atención. Una voz ronca decía que habían matado a dos chicas y que buscaban a otra. Al momento se presentaron los dos civiles y me pidieron un hurón.

—Aquí lo tienen, pero no la va van a encontrar. —Me incorporé, tomé aliento y seguí sin tartamudear—. Cuando me han dejado en la roca la he visto correr por el camino de Francia con un zurrón en la espada. En la mano derecha le brillaban las cachas de una navaja y debajo del brazo izquierdo, como si fuera un fardo, me pareció que llevaba una bandera con algo de color morado.

Al poco me quedé dormido. Fue el último año que subí a puerto. Ese otoño abandoné la escuela, entré de aprendiz en el horno de la plaza y ya no supe nada más de las tres mozas que se refugiaron en la cueva de Santo Domingo. Con mis miedos y mis torpezas en el cuidado del ganado cambié las inclemencias de la intemperie por el buen olor del pan recién hecho.

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IMAGEN PRINCIPAL. Rosario, de 23 años, y Lourdes Malón Pueyo, de 18, naturales de Uncastillo, fueron asesinadas en agosto de 1936 en las Peñas de Santo Domingo, cerca de Longás, cuando intentaban escapar de la cueva en la que estaban refugiadas. Estas hermanas, costureras y afiliadas a la ugeté, habían bordado la bandera republicana de su pueblo.

Carmen Romeo Pemán

Sospecha

Mi error fue agacharme a mirar por el ojo de la cerradura. Sentía tanta curiosidad que bajé la guardia un segundo. Entonces, por la espalda, alguien me inmovilizó con una mano y me amordazó tan fuerte con la otra que me clavé los dientes en los labios. Intenté girar el cuerpo para defenderme, pero solo conseguí que mi codo golpeara la puerta con estrépito. El movimiento fue tan brusco que mi captor y yo perdimos el equilibrio. Caímos al suelo y ocurrieron varias cosas a la vez: la puerta empezó a abrirse, mi asaltante aprovechó el peso de su cuerpo sobre el mío para mantenerme inmóvil, se sentó sobre mi espalda, aprisionó mis brazos con sus piernas y me tapó los ojos con la mano que le había quedado libre. Intenté patearle la espalda, pero mis talones no alcanzaron a golpearle.

–¡No hable!

Pensé que el tipo se dirigía a mí, pero al escuchar las siguientes palabras comprendí que se lo debía de estar diciendo a quien hubiera abierto la puerta. Siguió hablando:

–Tranquilo. No ha podido ver nada. Ayúdeme a meterla dentro, pero antes traiga algo con que taparle los ojos.

Volví a retorcerme a sabiendas de que no serviría de nada. Si no había podido defenderme de uno, dos se convertían en misión imposible. Pero el miedo no me dejaba pensar. Un trapo sustituyó a la mano que tapaba mis ojos y me ataron las muñecas y los tobillos con algo más grueso que una cuerda, un tela rugosa y gruesa, un poco húmeda. Probablemente era una toalla que habrían cogido del baño. Me agarraron de los brazos y de las piernas y me levantaron del suelo. Traté de revolverme, pero fue inútil.

–¡Estese quieta de una vez! –Era la misma voz de antes–. No queremos hacerle daño, pero si sigue así se lastimará usted sola.

Me dejaron con suavidad encima de algo blando, creo que era un sofá, porque el lado derecho de mi cuerpo y mi espalda estaban en contacto con una superficie mullida.

–¡Socorroooo! –grité.

Escuché el sonido de una puerta que se cerraba y volví a gritar, aunque sabía que era en vano. Había seguido a mi marido hasta allí de una forma temeraria, con la única guía de las luces traseras de su coche mientras las del mío las mantenía apagadas. No sé cómo no me había salido de aquel camino sin asfaltar que parecía la ruta a ninguna parte. Y mis sospechas aumentaron cuando vi que aparcaba delante de un caserón con pinta de estar abandonado en el centro de kilómetros y kilómetros de campo solitario. Por eso esperé a que entrara, y por eso me acerqué a espiar con tan mala fortuna. Podía gritar todo lo que quisiera, pero estaba claro que nadie me escucharía.

Oí que la puerta se abría. Me amordazaron, volvieron a cogerme como si fuera un saco y me metieron en el asiento trasero de un coche. Escuché el click que bloqueaba las cerraduras de las puertas y empecé a llorar y a rezar en silencio. No supe calcular cuánto tiempo duró el trayecto. Cuando el coche se detuvo noté que liberaban mis tobillos. Escuché la misma voz.

–Ahora va a caminar conmigo y no le pasará nada, ¿de acuerdo?

El tono amigable me hizo asentir y, además, no se me ocurrió ninguna otra opción. Una mano me guio con suavidad cogiéndome del codo. Escuché abrirse una cerradura, dimos unos pocos pasos y me sentaron en una silla.

–Voy a aflojar los nudos de las muñecas, ¿vale? Espere un minuto para soltarse. Voy a salir de aquí caminando hacia atrás, de modo que si intenta quitarse la venda de los ojos antes de que me vaya me daré cuenta.

Asentí, aunque no pensaba desviarme ni un milímetro de sus instrucciones. No entendía nada. Conté hasta cien, por si acaso sesenta no era suficiente, y liberé mis manos con facilidad. Levanté la tela que me cubría los ojos y no di crédito a lo que veía. Estaba en el salón de mi casa, sentada en una de las sillas del comedor. Esperé hasta que las piernas dejaron de parecer gelatina y me puse de pie. Caminé como una convaleciente hasta la puerta de la calle y me asomé a la mirilla sin atreverme a abrirla. No había nadie en el porche. A punto de retirarme, algo me llamó la atención. Volví a mirar y mi sorpresa fue en aumento. ¡Mi coche estaba aparcado en la puerta! Comprendí que me habían traído en él, aunque el miedo y mi ceguera no me dejaron darme cuenta. Eché un vistazo a mi alrededor. En el mueble de la entrada reposaban mis llaves; seguramente se me habrían caído durante los forcejeos y el hombre misterioso las habría recuperado. Un vehículo se detuvo y aparcó detrás del mío. Me eché hacia atrás aterrorizada, aunque desde la calle no podían verme. Atisbé por una cortina. Vi bajar a mi marido de su coche y caminé de espaldas hasta tantear el sofá. Me dejé caer en él sin quitar los ojos de la puerta.

–Hola, Elena.

Aurelio encendió la luz. Parpadeé sin saber qué hacer o qué decir.

–Tenías razón, ¿sabes? –Me miró como se mira a una desconocida–. Tu intuición femenina, al final, tenía razón.

–¿Por…? –Tosí. Me costaba trabajo hablar–. ¿Por qué dices eso?

–Porque es verdad que nuestra relación lleva tiempo entre dos aguas, Elena. Hoy lo he visto claro.

Mi mente giraba como una noria sin control. ¿Qué sabía Aurelio? Era evidente que el otro hombre del caserón debía de haber sido él. Y, si lo era, ¿qué significaba todo esto? Pareció que me leía el pensamiento.

–Ya había notado que llevabas tiempo desconfiando de mí. Hasta ahí, llego. Miré en tu bolso y encontré la tarjeta del detective.

Guardé silencio. No supe qué responder. Miles de posibilidades irrumpieron en mi mente como las sucesivas olas de un temporal. Aurelio siguió hablando.

–No creí que llegarías a ese punto, y decidí pagarte con la misma moneda. Llamé a tu detective y te gané por la mano. Lo contraté antes de que tú te pusieras en contacto con él, y le dije que seguramente lo llamarías. Lo único que tenía que hacer era no contarte nada de nuestro trato y mantenerte vigilada.

Por los ojos de Aurelio pasó la sombra del sentimiento que un día compartimos. Duró tan poco que pensé que había sido un espejismo fruto de mi imaginación.

–Te estaba preparando una fiesta sorpresa para tu cumpleaños, ¿sabes? Así que te siguió cuando decidiste espiarme y… –Aurelio suspiró–. ¿Quieres que siga…?

Callé. Intenté tragar saliva, pero tenía la boca seca.

Mis miedos tocaron fondo. “Igual que mi matrimonio”, fue lo último que pensé.

Adela Castañón

Imagen: Tomada de Internet

María del Socarrau

Nadie había cruzado nunca el umbral de casa el Socarrau. Si alguien les llevaba algún recado voceaba desde la calle y Nicolás se asomaba a la ventana. Ni siquiera dejó entrar a la partera el día que María malparió. A las pocas horas, Nicolás bajó a casa del carpintero y le contó que el niño había nacido muerto. Volvió con una caja, lo envolvió en una sábana blanca y lo metió dentro. Que la criatura era inocente, que no le había atado el ombligo porque no estaba muy seguro de que fuera su hijo. Qué él se pasaba la vida en el monte y, aunque cerraba la puerta, cualquier mozo podría haber subido por la ventana. Que María aún tenía las carnes prietas.

El carpintero se puso la caja en la cabeza y Nicolás lo siguió con la azada en una mano y la boina en la otra. María los despidió desde la ventana. Cuando llegaron al cerro de Santa Ana, cavaron una fosa junto a la pared del cementerio, que, como el recién nacido no estaba bautizado, no lo podían enterrar en sagrado.

Ese día María abandonó el lecho conyugal y se fue a dormir a la sala de las alcobas, la que reservaban para los huéspedes. Y, aunque Nicolás se lo rogara, no pensaba volver a la cama de matrimonio, que ella sabía que la pobre criatura se había desangrado por su culpa, y no se lo perdonaría nunca. Y que no le viniera con el cuento de que tenía urgencias de hombre, que no, que no lo pensaba complacer. Antes de acostarse, le rezó una oración a santa Librada, la patrona de los partos, para que sacara a su hijo del Limbo.

Se metió en la cama, pero no pudo conciliar el sueño. Lo intentó varias veces. En cuanto apoyaba la cabeza en la almohada, veía al niño que se apretaba la tripa con las manos para que no se le salieran los intestinos, y a su padre que lo perseguía con una hoz levantada. Con los gritos acudía Nicolás desde la otra punta de la casa.

—¡Joder, María! No me dejas pegar ojo. Mira a ver si te callas de una puta vez. No vaya a ser que también te tenga que cortar el ombligo con la navaja.

rayaaaaa

 Aún no habían pasado dos años de la muerte del niño, cuando un buen día oyó la voz de una vecina que la llamaba a gritos desde la calle:

—¡Maríaaaaaa, corre, baja! Han encontrado a tu marido muerto en el campo. Dicen que le ha dado un cólico miserere.

De repente, María se encontró viuda, sin un mendrugo de pan que llevarse a la boca. Y empezó sacarse algún jornal lavando en río para los ricachones. Un día oyó que los del Ayuntamiento estaban buscaban alojamiento para la nueva maestra y se presentó a ofrecerles su casa. Salió contenta cuando le dijeron que sí y frotándose las manos pensó: “No me vendrán mal unas perrillas solo por tener una alcoba ocupada”.

rayaaaaa

A los pocos días llegó la nueva maestra, a lomos de una yegua blanca. A Pascuala, que así se llamaba, la acompañaba el alguacil, que la había ido a buscar a Ayerbe. Pascuala hizo todo el trayecto con la cabeza caída hacia un lado, como si estuviera dormida. Estaba tan nerviosa que no tenía ganas de hablar. Que una cosa era la ilusión de enseñar y otra lo que se podía encontrar en el pueblo. Que ya le había dicho su profesora de Pedagogía que tendría que enfrentarse con los caciques y con los hombres del pueblo que sus hijas fueran a la escuela. También le advirtió que tendría que ponerse de parte de las madres que no querían que las chicas se quedaran en casa, como ellas, a esperar un matrimonio sin amor y a llorar en silencio la muerte de muchos hijos recién nacidos. Y que anduviera con ojo, que era mejor quedarse soltera que caer en las redes de algún montaraz.

Como el viaje fue largo, le dio tiempo a hacer un repaso de su vida. No sabía muy bien adónde la llevaba su tozudez por enseñar y, cuando vio pueblo encima de una roca, pensó que era un lugar para almas solitarias y no para una chica joven y activa,. También pensó en el mundo que había dejado atrás y sintió una punzada en la boca del estómago. Se acordó del bullicio de su barrio de San Pablo de Zaragoza. En sus oídos todavía resonaban los gritos de los tenderos mezclados con el tañido de las campanas. Ella, que estaba hecha al bullicio de la ciudad, no sabía cómo iba a soportar aquel silencio. Pero  por nada del mudo se echaría atrás. Nunca más dependería de su tío.

—Bueno, pues ya estamos. —El alguacil le ayudó a descabalgar en la puerta del Ayuntamiento.

Allí estaba el alcalde esperándolos. La hizo pasar dentro. Después de la bienvenida, le dijo que se instalara en su nueva casa y que descansara un rato. Que por la tarde se verían en la reunión de la Junta de Enseñanza para darle la bienvenida. Que también asistirían los concejales y el médico, por eso de cuidar la salud en la escuela. Además, como estaba un poco solo, se pasaba a menudo a ver si podía echar una mano en algo.

Salieron del Ayuntamiento, el alguacil cogió los baúles y la acompañó hasta una casa con las paredes renegridas.

—Esta es la casa. En el pueblo todos la llamamos casa del Socarrau y, a la que va a ser su casera, señora María del Socarrau.

En la puerta los esperaba una vieja, con una toca negra anudada debajo de un moño. Al verlos, se adelantó a besar a Pascuala, pero antes se limpió las manos en un delantal parduzco que le tapaba unas sayas marrones de arpillera.

—¿Qué tal, señora maestra? ¡Bienvenida a mi casa! Ya le habrán dicho que vivo sola. Así que me vendrá muy bien su compañía.

Pascuala venció el asco, le acercó la mejilla y se dijo para sus adentros: “Más que compañía le harán falta los duros que le voy a pagar. Me parece que no tendremos muchas cosas que contarnos”. Cuando notó las babas de una boca desdentada, sintió que le bajaba un escalofrío por la espalda.

A continuación, subieron unas escaleras de piedra empinadas y llegaron a una cocina llena de humo en la que se adivinaba un hogar, rodeado por dos cadieras cubiertas con pieles de cabras. En la pared del fondo, junto a un ventanuco sin cristales, estaba la puerta que daba paso a una sala.

Antes de entrar, Pascuala se quedó un poco rezagada. Le entraron ganas de escaparse y bajar corriendo las escaleras. Carraspeó un poco, como si le molestara el humo en la garganta. En realidad se tragó las lágrimas y siguió a la señora María.

—Ninguna casa del pueblo tiene una sala tan limpia como esta —le comentó la señora María señalando las baldosas de cuadros que brillaban con el único rayo de sol que entraba por un ventanuco.

En la pared de la izquierda, como si fueran capillas de una iglesia, se abrían dos alcobas sin ventilación. Cada una estaba cerrada por una cortina de flores. Pascuala se asomó y en las dos encontró lo mismo. Una cama de hierro pegada contra la pared.

En el lado del cabecero, una estampa grande con la figura de un santo, un crucifijo, una mesilla con una palmatoria y una silla de anea. En los pies de la cama, una percha y una jofaina para lavarse las manos. Por debajo de las colchas de ganchillo se adivinaban las asas de los orinales. En la pared de la derecha, enfrente de las alcobas se alineaban los baúles de la casa en los que se guardaban los ajuares y las ropas de domingo.

Después de enseñarle la habitación, colocaron los baúles de Pascuala enfrente de su alcoba.

—¡Es la hora de comer! —exclamó la señora María, cuando oyó que el reloj de la torre daba la una.

—¿Tan pronto? —le preguntó Pascuala incorporándose.

—A esta hora comemos todos los del pueblo.

—Pues en Zaragoza a la una solo comen los obreros.

La señora María se mordió los labios y colocó bien recto el cuadro de santa Librada:

—Hoy la invitaré, pero ya sabe que en adelante tendrá que prepararse usted la comida, que yo por el día me saco un jornal lavando en el río. —le contestó con voz pausada.

Cuando se sentaron junto al fuego, Pascuala se ensimismó mirando las llamas y le volvieron más imágenes de su vida pasada. Se acordó de los días que había comido sola desde que se quedó huérfana. De las pocas caricias que recibió de su tío, el canónigo. De las noches que había pasado desvelada, contemplando los tapices bordados en oro fino que decoraban su habitación. De los reflejos de las velas que movían las carnes de un Eros juguetón. Se acordó de que todas las noches soñaba con las aventuras amorosas campestres del día que llegara a ser maestra de un pueblo.

—¿Qué le pasa? ¿Le ha dado algún mareo? —La señora María se acercó y le tocó la frente—. ¿No ve que ya tiene la sopa en la escudilla?

—Es que creo que estoy muy cansada del viaje. Se me pasará.

Mientras tomaban la sopa de ajo, la señora María le contó su vida. Y cuando notó que Pascuala se limpiaba una lágrima con el puño de la rebeca le dijo.

—Me da a mí que usted va a tener más suerte que yo con mi Nicolás, que en paz descanse. —Se santiguó—. Mire, hace poco que llegó un médico muy joven, don Valero Arbigosta se llama. Y lo veo todo el día buscando compañía por estos andurriales. Nunca se sabe.

Carmen Romeo Pemán

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Imagen principal. En el Pirineo a principios del siglo XX. Autor y lugar desconocidos. Publicada en Facebook por Lorién La Hoz.

Estrella

Diana y yo éramos amigos desde que nacimos. Nuestros padres veraneaban en el mismo pueblo y en verano nos gustaba echar carreras en la playa. Diana tenía algo en la pierna izquierda y, a pesar de eso, solía ganarme casi siempre. A mí no me importaba, aunque fuera una chica, porque era un poco mayor que yo. Además, teníamos una norma: el primero que se encontrara algo en la arena tenía que inventarse una historia y las suyas eran mucho mejores que las mías. Durante muchos años seguimos con el mismo juego, sin cansarnos nunca. Pero cuando pasó lo de la estrella todo cambió y el mundo se volvió un lugar diferente.

Ese día hacía mucho viento y el ruido del mar se oía desde nuestras casas. Nos habíamos escapado como los ladrones, casi de puntillas por miedo a que nuestros padres no nos dejaran salir por el mal tiempo. Al llegar a la playa, Diana me sacó ventaja, como siempre. De pronto frenó en seco. Tanto que cayó de rodillas en la arena, creo que sobre la pierna mala, porque se quedó muy quieta. Cuando llegué me daba la espalda y sujetaba algo en las manos.

–¿Qué has encontrado, Diana?

No me contestó y me puse delante de ella. Tenía la boca y los ojos muy abiertos, como si no le entrara aire en el pecho a pesar del vendaval. Levantó las manos con las palmas hacia arriba y entonces la vi.

–¡Anda! ¡Una estrella de mar! –Hice ademán de cogerla. Diana retiró las manos de golpe.

–¡No!

Me quedé quieto al escuchar el grito de Diana. Y me mosqueé.

–¿Qué pasa? ¿Por qué no puedo cogerla?

–Mira. –Diana volvió a acercar sus manos a mi cara muy despacio. Sus ojos grises se clavaron en los míos. Después de las historias, los ojos eran lo que más me gustaba de Diana.

–¡Ostras! ¡Se mueve!

–Está viva. –Mi amiga seguía de rodillas. Al lado de la rodilla izquierda vi una piedra con sangre. Diana siguió hablando para sí misma y dejó de mirarme–. Pobrecita. Seguro que eres una princesa errante en busca de tu príncipe. Y algún mago malvado o una bruja celosa habrá invocado al vendaval para que te arrastre hasta aquí.

–¡Guau! Esa historia sí que es buena ¿Y qué más?

–¡No te enteras!

–¿Qué?

Decididamente Diana estaba rara. No le gustaba dejar una historia a medias y tampoco me había contestado así antes. Suspiró, siguió con los ojos fijos en la estrella y luego me miró con cara de persona mayor. Era una cara que no le había visto nunca hasta ese verano. Aunque era la misma Diana de siempre, le había dado por leer novelitas tontas y aburridas y, a veces, cuando iba a recogerla, la encontraba con la vista fija en un libro y con la misma expresión que ahora. Pensé que no me había escuchado y, cuando iba a preguntarle otra vez, me contestó:

–Tenemos que hacer algo, Ignacio. Está viva. Pero viva de verdad. ¡Necesita ayuda!

–¿Y qué hacemos? ¿Nos la llevamos?

–No, bobo –contestó. Torció la cabeza y sonrió–. Vamos a devolverla.

–¿Devolverla? ¿Adónde?

–A su casa.

Diana se puso de pie. La rodilla le sangraba y sostenía la estrella con las dos manos. Echó a andar hacia la orilla. Yo la seguí, pero me paré cuando una ola enorme casi me moja las deportivas.

–¡Déjala ahí!

Diana volvió la cara para hablarme, pero casi no la oía por el ruido de las olas y del viento.

–No es bastante. Volvería a quedarse encallada en la arena.

Le dije que no avanzara más, pero no me hizo caso. Dio algunos pasos, y de pronto vi que estaba casi en el rompeolas.

–¡Diana! ¡Dianaaaa! –grité con todas mis fuerzas–, ¡vuelve! ¡Te juro que como me dejes solo no te vuelvo a hablar en la vida!

–¡Espera un momento! –me contestó.

Avancé hasta que el agua me llegó a las rodillas. Estaba tan asustado que ni siquiera me acordé de descalzarme. Entre los muslos noté que me corría algo caliente aunque el agua estaba helada. Veía que Diana se acercaba y se alejaba a la velocidad de un tiovivo. Una ola casi me la echó encima. Intenté cogerle la mano, pero otra ola se la llevó antes de que pudiera agarrarla. Diana se zambulló entonces y desapareció entre las olas. Era buena nadadora y pensé que volvería en seguida, pero no lo hizo.

Esperé en la orilla con sal en el cuerpo y sal en mi cara. Esperé con frío en la piel y con hielo dentro de mi cuerpo. Esperé hasta que llegaron mis padres y los de Diana, y más gente del pueblo. Seguí esperando en mi casa, abrazado a mi madre embarazada y notando en mi cara las patadas del bebé. Tenía la tripa tan grande que no logré juntar mis manos en su espalda.

Aunque hice lo que Diana me había pedido, mi espera no sirvió de nada y convertí mi enfado en silencio. Me llevaron al pediatra. Y a más médicos. No sé para qué, porque no se daban cuenta de que lo único que me pasaba era que Diana no estaba. Y todos hacían lo que yo quería sin necesidad de que hablara. Papá, por ejemplo, empezó a venir conmigo a dar paseos por la playa, aunque siempre me llevaba de la mano y no corríamos. Caminábamos, pero lejos de la orilla.

Durante uno de los paseos encontramos una estrella. Y todo volvió a cambiar. Me solté de la mano y di una carrera pequeña para cogerla, pero estaba vacía. Yo sabía que las estrellas tienen el esqueleto por fuera, y esta era solo un esqueleto. Y cuando iba a tirarla sonó el móvil de papá. Habló un poco y de pronto me agarró de la mano y echamos a correr hacia casa. Me sorprendí tanto que ni siquiera me di cuenta de que me había llevado la estrella conmigo.

Llegamos a casa, subimos al coche y fuimos al hospital. Mamá estaba en una cama, y en brazos tenía al bebé. Sonreía.

–Mira, Ignacio. Es una niña. Y es preciosa. Hijo… –Mamá no dejó de sonreír, pero por su cara empezaron a rodar un montón de lágrimas–. ¿No quieres decirle nada a tu hermanita? ¿Ni a mí? Cariño… te echo de menos.

El bebé dio unos grititos. Me acerqué por curiosidad, y entonces abrió los ojos. Eran grises. Enormes. Hermosos. Miré a mamá. Perdoné a Diana. Sonreí también.

–Quiero que se llame Estrella.

Adela Castañón

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Imágenes: Pixabay, Unsplash

Secretos en el confesionario

A unos pasos de la iglesia donde se casaría con Felipe, Ariana hincó las rodillas, se cubrió la cabeza con un manto blanco y se persignó. Agarró el rosario que le colgaba del cuello y lo besó como si estuviera besando a su prometido, con un amor que le ardía en las entrañas. Pasó los dedos entre las cuentas, contempló la cruz de plata y se puso de pie.

Se quedó unos minutos en silencio y luego atravesó el portón de madera. Acarició los grabados de la Virgen que resaltaban en las primeras columnas de la nave central. Mojó los dedos en la pila bautismal y se santiguó con agua bendita. Caminó entre los bancos de madera sin quitarle la mirada al Cristo que estaba suspendido encima del altar. Amaba esa imagen de Jesús volando sobre el sagrario, con el cuerpo semidesnudo, el costado ensangrentado y la cabeza coronada de espinas. Cuando era niña inventó muchas historias del Cristo volador de su parroquia, que como un superhéroe de tiras cómicas salvaba las almas de los que asistían a misa todos los domingos.

En los años de escuela, la devoción a la iglesia era tan intensa que su madre pensó que tendría una monja en la familia.

Doña Fabiola hablaba con orgullo de su hija, la primera santa de Almería, la novia de Jesús. Ariana ayudaba en la parroquia a poner los velones en el altar, limpiaba las estatuas de los santos y esparcía el incienso entre los feligreses. Años de especulaciones y preparativos para la futura santa del pueblo se irían por el caño al mediodía del domingo, cuando le diera el sí a Felipe.

De pie enfrente del altar, Ariana sintió como si Jesús la mirara con desprecio.

Caminó hacía el confesionario, abrió la puerta y se sentó en la banca. Se quitó el rosario del cuello y comenzó a recitar la avemaría mientras llegaba el sacerdote.

Los rezos de Ariana se interrumpieron cuando sintió que alguien se acercaba. El padre Gabriel había llegado y, por fin, confesaría sus pecados y haría la penitencia para recibir el sacramento del matrimonio con la bendición de Dios.

—¿Ariana? —dijo una voz conocida.

Las náuseas la invadieron cuando reconoció a su prometido.

—¿Felipe? ¿Qué haces aquí?

—Tenemos que hablar. No voy a casarme contigo —dijo Felipe mientras corría la cortina para ver la cara de Ariana.

—Pero, lo acordamos, ¿por qué ahora no quieres casarte?

—Puedes decir que el niño es mío, pero no me casaré contigo. Sabes que estoy enamorado de Leticia. Anoche le conté la verdad y vamos a irnos mañana antes del amanecer —Felipe hizo una pausa, tragó saliva para aclarar la garganta y agregó—: Ariana, quiero ayudarte, pero no puedo casarme. Es demasiado.

—Felipe, si no te casas conmigo voy a caer en desgracia. ¿Qué voy a decirle a mi madre y a todos en el pueblo? ¿Que vino Dios y me dejó preñada como a la Virgen María?

—Somos amigos desde niños. Te he apoyado en tu locura de amar a Jesús y rezar el rosario noche y día, ¡jugaba contigo a la eucaristía! Sabes que haría cualquier cosa por ti, pero esto me supera. ¿Qué vida nos espera si nos casamos?

—Lo sé. ¿Por qué crees que estoy aquí? Voy a hablar con el padre Gabriel, hago mi penitencia y listo. Todo queda saldado.

—Ariana, ¿qué dices? No es tan sencillo. ¿Crees que Dios nos va a hacer más fácil todo, solo porque te confesaste con el padre Gabriel? ¡Tienes que decir la verdad! Tu familia te ayudará y todo saldrá bien, ya verás —dijo Felipe y puso la mano en la ventanilla enmallada que los separaba.

—¿La verdad? No. Felipe, no puedo —dijo Ariana entre sollozos y ocultó su rostro con las manos y el rosario colgando entre sus dedos.

—Esta boda no va a pasar. Quien sea el padre de ese niño tiene que hacerse responsable.

—¡No! ¡No! Ya te dije que no sé quién es —dijo Ariana mientras se acariciaba la barriga.

Felipe se pasó la mano por el cabello, miró a su amiga de la infancia que no paraba de temblar y de arreglarse la falda.

—No entiendo cómo pudo pasar esto, Ariana. ¡Por Dios!

—No importa, no hay marcha atrás. No puedo simplemente deshacerme de este bebé y fingir que nunca estuvo dentro de mí. Si no te casas conmigo seré peor que una paria, todos me van a odiar. ¡Ya me odian! Me odian porque la futura santa de Almería se va a casar, y no con Jesús.

—Entonces vente con Leticia y conmigo. Te ayudaremos a iniciar una nueva vida en otro pueblo. Salgamos de aquí y olvidemos la iglesia, los compromisos. Estoy cansado de rendirle cuentas a Dios, a mis padres, al alcalde…

Ariana se quedó en silencio contemplando la mirada vibrante de Felipe.

—Tengo que pensarlo. Me quedaré un poco más aquí, sabes que me siento bien entre los santos y así podré tomar una decisión —dijo Ariana y puso la mano en la ventanilla para tocar la mano de Felipe.

—Cuando suene la última campanada, la que indica el final de la misa de las ocho, si no estoy en la acera del frente de tu casa, te puedes ir sin mí y resolveré este asunto sin decir que este hijo es tuyo.

Felipe asintió con la cabeza y se marchó.

Ariana rezó tres padrenuestros y salió del confesionario con el manto blanco cubriéndole la cabeza.

De pie junto al confesionario recorrió con la mirada el viacrucis que adornaba las paredes, las pinturas del techo que ilustraban la batalla del bien contra el mal y el altar en el que había servido desde los cinco años. Miró al Jesús volador una vez más. Se acercó hasta él, se dio la bendición sin quitarle la mirada, besó el rosario y lo dejó en el suelo a un lado del púlpito.

Cuando sonó la última campanada, Felipe se asomó por la ventana.

Mónica Solano

Imagen de Anna Sulencka

Arrepentimiento

Marcos extiende la mano y busca a tientas el móvil en la mesilla. Desliza el dedo para desbloquearlo y, una noche más, los números luminosos se burlan de su insomnio. Son las 02:45. La enfermera ha dejado abierta la puerta de su habitación sin que él lo haya pedido. Lleva tres meses ingresado y todos los turnos conocen sus hábitos.

El pasillo del hospital, visible desde su cama, es un borrón negro roto solo por la luminiscencia verdosa de los monitores del control de oncología, siempre vigilantes. De noche, la única compañía de Marcos es el cadáver de un mosquito aplastado en la esquina superior derecha de la ventana. Piensa que los dos tienen algo en común: no volverán a estar al otro lado del cristal. Marcos hace apuestas consigo mismo sobre cuántos días tardará la auxiliar en limpiar el vidrio incluyendo las esquinas.

Ha creído que esta noche lograría dormir. Sabe que ayer, cuando pudo hablar a solas con Eloísa, la convenció por fin. Ella no ha accedido todavía, pero Marcos conoce la arruga que se le forma en la frente cuando se enfrenta a un conflicto. Sabe que cuando duda se muerde el labio inferior y que entrelaza los dedos cuando toma una decisión. Y anoche, cuando dejó de llorar, los entrelazó. Marcos besa en el móvil la imagen de su chica y rememora la conversación:

–No puedo hacerlo sin ti, preciosa. –Eloísa clavó entonces las uñas en el sillón, y él rectificó–. No sin tu ayuda. Solo tienes que traerme la insulina, nada más. Yo haré el resto.

En ese momento empezó el llanto. Su novia se puso de pie y descorrió las cortinas, aunque era noche cerrada. Arregló las flores que le regalan a Marcos casi a diario y que ahora dejan en una bandeja auxiliar a los pies de la cama. Al principio las colocaban en la mesilla, pero Marcos duerme de lado y no le gusta verlas porque al pasar del sueño a la vigilia cree que está en un jardín. Y al tomar contacto con la realidad le golpea un olor a crisantemos, aunque en el jarrón haya rosas.

La puerta abierta y las flores lejos son rituales que las enfermeras conocen y respetan. Y a Marcos le consuela que el aroma a cementerio huya hacia el pasillo. Es como si pudiera mantener a raya su cita con la muerte hasta que él fije el día y la hora del encuentro. Pero necesita la ayuda de Eloísa. Por eso anoche agotó todos sus argumentos hasta que la convenció. Está cansado. Tiene tanto miedo de la quimio que se escuda en que solo es algo paliativo que, más que la vida, le prolongará la agonía.

Su cáncer es un animal noctámbulo. Elige las horas de la madrugada para cebarse con él mientras alterna una mezcolanza de gases y eructos con los bocados que le van carcomiendo las tripas y la vida. Por eso no quiere compañía de noche. Lo suyo con el monstruo que lo devora es una relación de pareja en la que un tercero como testigo no haría sino estorbar.

Marcos suelta el móvil en la mesilla y cree que lo ha dejado en vibración. El aparato inicia un baile hasta el borde y en dos segundos cae al suelo. Marcos maldice en voz baja aunque está solo. Cuando levanta la mano para pulsar el timbre de llamada, su cama vibra igual que vibraba el móvil un instante antes. Se agarra con las dos manos a los barrotes de la cabecera. El jarrón de los pies de la cama se une al baile y desaparece de su vista cuando cae al suelo. Marcos no oye el ruido que hace al romperse porque un rugido que nace del exterior, del pasillo, de su cama, de sus tripas, ahoga cualquier otro sonido.

Al día siguiente las noticias dirán que la intensidad del terremoto ha sido de 6.9 en la escala de Richter.

No sabe cuánto tiempo ha durado ese viaje a lomos del miedo. Al cabo de varias horas, o de minutos, la enfermera entra y suspira al verlo. Lleva la cofia torcida y le da un vistazo rápido a la habitación. Ignora el jarrón roto y las flores desparramadas. Hay cosas más prioritarias como atender a los heridos.

–¿Se encuentra bien? ¿Necesita algo urgente?

Marcos nunca la ha visto tan desaliñada. Con una lucidez desconocida adivina los pensamientos de la enfermera al ver que aprieta los labios y arruga el ceño. Debe de pensar que es injusto, que hay heridos o muertos que no estaban desahuciados como él. Entonces tiene una epifanía y solo es capaz de responderle a la enfermera con una risa histérica que se transforma en un llanto incontenible. Ella cree que es una reacción normal tras el susto del seísmo. Marcos señala al móvil y la enfermera lo recoge y se lo entrega antes de salir para continuar la ronda.

Busca el nombre de Eloísa en marcación rápida y antes de pulsarlo ve una llamada entrante. Es ella.

–¡Marcos! ¡Gracias a Dios! ¿Estás bien?

–Sí, sí. ¿Y tú? ¿Cómo estás tú?

–Bien, amor. El temblor me pilló por la escalera, pero solo me he torcido un tobillo.

Eloísa no le cuenta que el ascensor se ha descolgado y hay dos vecinos muy graves. Ya habrá tiempo de contárselo. De pronto recuerda la petición de Marcos y se echa a llorar. Puede que no, que no haya tiempo. Marcos aferra el teléfono con fuerza.

–Elo, no me traigas nada.

–¿Qué…?

–Mañana. No traigas nada. Olvida lo de anoche.

Marcos recuerda la melena pelirroja de su novia, sus pecas, las ojeras que últimamente luce como único maquillaje. No quiere dejar de ver todo eso. No quiere poner fechas.

Eloísa, a seis calles de distancia, alza los ojos al cielo lleno de humo y polvo en una muda acción de gracias. Oye a Marcos como si lo tuviese a su lado:

–Quiero seguir aquí contigo, amor.

Adela Castañón

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Foto cabecera: Brandon Holmes en Unsplash

Foto final: Pixabay

¡Quiero aprender a leer!

De las fragolinas de mis ayeres

 

A Anuncia Alegre, que me regaló la historia, y a María Victoria Pociello, que bautizó a la protagonista.

 

lacasta. vista. sergio arbués garrido. 2014

Vista del camino que llega a Lacasta. Foto de Santiago Arbués Garrido, 2014.

Por el camino que llegaba a Lacasta, solo cabía una caballería o las mujeres que subían en hilera desde el barranco, con sus canastos debajo del brazo. Era una trocha pedregosa, llena de zarzas y recodos en los que los chicos escondían sus tesoros.

Como no había luz eléctrica ni candiles de carburo, se trajinaba a la luz del día. Cuando llegaba la noche, las trancas cerraban las puertas y comenzaban los murmullos alrededor de unos fuegos mortecinos. En casa Silvestre todos escuchaban las consejas de los viejos, menos Balbina, que no creía en los sacamantecas ni en que las tijeras cruzadas sobre la ceniza espantaban a las brujas.

Balbina faltaba mucho a la escuela. Solo iba algunas tardes sueltas. Como era la mayor, tenía que ayudar en casa. Por las mañanas la mandaban con las cabras al monte y por las tardes tenía que lavar la ropa en el barranco y cuidar a Ángel, que así se llamaba su hermano pequeño. Una de esas tardes que pudo ir a la escuela, doña Gala leyó un cuento que hablaba de amores. Desde ese día Balbina pensó que las mejores historias estaban en los libros. Cuando acabó la clase, se fue corriendo a su casa, bajó al cobertizo y esperó a que su madre, que estaba arrodillada en el suelo, acabara de golpear las judías. Sin darle tiempo a incorporarse, le dijo de tirón:

—Madre, quiero aprender a leer.

Entonces su madre se limpió las manos en el delantal y las levantó con aspavientos.

—¡Anda, Balbina, no me vengas con tonterías! —Le señaló el montón de vainas secas y vacías—. Ayúdame a recogerlas que amenaza tormenta. Y, si se mojan las hilazas, no podremos encender el fuego.

—Madreeeeee, no es ningunaaaa tonteríaaa. —Se agachó y comenzó a meter las vainas en un saco de arpillera—. Hace muchos días que le estoy dando vueltas. Necesito que usted me ayude. Que se lo pida a doña Gala.

La madre se puso de pie, se cruzó la toquilla en el pecho y le dijo:

—Mira, en este pueblo no saben leer ni los hombres. Así que, si llegara el caso, antes le enseñaríamos a tu hermano que a ti.

Balbina se echó el saco al hombro sin decir ni mu, lo llevó al corral y lo dejó junto a la leña. A la mañana siguiente, ni corta ni perezosa, se fue a hablar con doña Gala y le contó lo que le había dicho su madre.

Hablaron mucho rato. A final, la maestra le prometió que le traería una cartilla de Zaragoza cuando bajara a ver a su familia. Eso sí, tendría que buscarle un buen escondite porque iba a ser un secreto entre las dos.

—No se preocupe, doña Gala. —Bajó mucho la voz como si hablara a escuchetes—. En la última revuelta del camino hay una piedra muy grande tapada con un arto pinchudo. Nadie se atreve a guardar nada allí. Es que, sabe, creen que las víboras hacen sus nidos en las piedras que tienen artos de manzanetas. Pero yo sé que es mentira.

Balbina progresaba deprisa. Por las mañanas enfilaba el sendero con las cabras y, antes de comenzar la cuesta de las Guarnabas, se paraba delante de su losa. Sin que nadie la viera se metía el libro en el morral y seguía hasta el prado de la Carbonera. Y allí se pasaba las horas muertas juntando letras. En unos meses ya las dibujaba con trozos de carbón en las piedras de las eras.

TI-MO-TE-O ME A-MA

En menos de un año leía los cuentos que la maestra le entregaba envueltos en papel de estraza, ese de la tienda de ultramarinos. Siempre llevaba uno en el refajo.

Con cada historia, crecía su pasión por los libros. Y el tiempo que pasaba en el monte le sabía a poco. “¡Tengo que arreglármelas como pueda!”, pensaba mientras hacía los recados.

Una noche, cuando todos dormían, a través de los agujeros de la tarima vio una luz que se movía en las escaleras. Oyó el andar cansino de su padre que bajaba a echar de comer a las caballerías. Se tumbó en el suelo y miró por una rendija. Llevaba una vela encendida en la mano. Esperó hasta que volvió. Y vio cómo la guardaba en un hueco debajo del último peldaño, donde su madre metía las cerillas.

Cuando desapareció el padre, Balbina salió con cuidado. Cogió la vela con las cerillas, las apretó contra su pecho y se volvió a su camastro. Y no le costó mucho hacer una especie de casetón.

—¡Lo he conseguido, lo he conseguido! —se decía en silencio, mientras escuchaba el ronroneo de sus hermanos.

Se metió en la madriguera. Encendió la vela, sacó un libro y se ensimismó. Hasta tal punto se quedó embobada que no se dio cuenta de nada hasta que oyó los gritos.

El colchón comenzó a arder con uno de los chisporroteos de la vela y, en un santiamén, las llamas invadieron la habitación. Ángel, que dormía en otro camastro de paja muy pegado al suyo, la arrastró de los pies hasta la cocina.

De repente sintió un dolor muy intenso en la cara y en las manos. Las tenía chamuscadas. Sus padres no se pudieron contener y comenzaron a gritarle.

—Ya sabía yo que tus tejemanejes con la maestra nos traerían malas consecuencias —le dijo su madre, sin parar de echar pozales de agua en las llamas.

—No sé por qué le gritas si la culpa la tienes tú —terció el padre, dirigiéndose a la madre—. Sé que muchas tardes se quedaban las cabras en el corral para que ella fuera a la escuela. Y no me hacías caso cuando te decía que esas aficiones de Balbina nos traerían alguna desgracia. —Se secaba el sudor con el pañuelo y seguía—: En ninguna casa decente dejan que sus hijas aprendan a leer.

Mientras los padres apagaban el fuego y seguían discutiendo, Balbina se acurrucó en un rincón del patio. Al poco rato notó una mano que le acariciaba la cabeza.

—No llores—le dijo su hermano—. Ahora ya no irás al monte. Te quedarás en casa y leerás todo lo que quieras.

—Pero… —Balbina intentaba hablar entre hipidos—. ¡Mírame! Con estas quemaduras nunca encontraré un príncipe azul.

Entonces Ángel le contó una historia de las del abuelo. La de una chica que se quitaba el rostro mientras dormía. Lo guardaba en una caja y al día siguiente lo encontraba lozano. Pero tenía que hacerlo durante la noche, sin que la viera su amante, porque, si la descubría, perdería todo su amor.

Así fue como Balbina empezó a inventar mundos para su cara. Leía y leía. Y, poco a poco, fue poblando sus mundos de fantasía de grandes amores con rostros muy bellos.

lacasta. cabras. josé ramó catán pérez. 2016

Lacasta. Rebaño de cabras saliendo al monte. Foto de José Ramón Castán Pérez, 2016.

 

IMAGEN PRINCIPAL Lacasta, 1910. Abuelos de la familia Alegre Bernués.

Publicada en FB por Ángel Alegre Bernués y los identificaba así: Arriba: Pabla, Joaquina, Gabriel, Félix. Segunda fila: Julia, Regina, la abuela Magdalena, el abuelo Angel, Juan. Y  las niñas de abajo;  Felipa y Polonia.  Ese año aún faltaban dos por nacer. Regina y Marino, que debía estar en la barriga.

Ángel y sus cinco hermanos,  entre los que están Anuncia, la mayor, y Esther, la pequeña, son hijos de Félix Alegre y Emilia Bernués, la última familia que abandonó Lacasta.

 

Carmen Romeo Pemán

 

Sueños en luna roja

Corres sin mirar atrás en medio de la noche. Te abres camino entre la oscuridad a grandes saltos. Le gritas a la luna que te espere, que estás cerca. Son solo unos pasos para llegar a la punta del risco, quieres que se detenga mientras avanzas a toda prisa. Te tiemblan las extremidades y sientes que los jadeos no te dejan respirar. Los pulmones se te contraen y expanden con fuerza en cada inhalación, te duelen las costillas. Ya no eres tan ágil, has perdido el toque mágico de la juventud.

El viaje hasta la cima parece eterno, como si llevaras días corriendo sin descanso. Te detienes y bebes agua de un pequeño manantial que brota a un lado del camino. Respiras. El aire ya no se te pega en la garganta, has ganado unos minutos extra. Sacudes la cabeza y aceleras el paso. De repente los recuerdos te invaden, es como si tu cuerpo avanzara hacía el futuro y tus ojos se hubieran quedado en el pasado, contemplando las buenas y las malas decisiones. Las lágrimas se amontan en tus ojos, la visión se te nubla y la luna… la luna palidece.

El final del risco desaparece entre sollozos, el tiempo se detiene entre los gemidos y la tierra rasgándote la piel.

Es tarde. La luna estará completamente teñida de rojo antes de que llegues. Tendrás que verla desde la distancia. Tendrás que esperar tres años más, atrapada en esta forma, maldiciendo tu suerte, rogando a las almas puras que se apiaden de ti y te dejen deambular de nuevo por el planeta.

No quieres darte por vencida, pero la fatiga no te deja continuar.

Faltan pocos metros. Estás tan cerca. Te arrastras como las serpientes en el desierto. Un poco más. Te estiras, arañas la tierra con el último quejido. Ahí está.

Te quedas inmóvil mirando la luna. Un pequeño resplandor plateado se asoma en una de sus esquinas. Contra todo pronóstico has llegado a tiempo.

Cierras los ojos y sientes cómo el aire inunda tu vientre. El corazón se sacude con tanta fuerza que lo escuchas latir en todos los rincones de tu cuerpo cansado, moribundo.

—¡Aquí estoy! —gritas.

Te rasgas la piel del pecho con tus uñas afiladas. Dejas correr la sangre que se esparce con rapidez por los límites del risco.

La luna está en su máximo esplendor. Destella en un rojo escarlata que te reconforta.

Te pones de pie con el pecho goteando y aúllas hasta quedarte sin aliento.

La piel que te cubre se rasga y de las entrañas de tus lamentos emerge un nuevo ser.

Tu sacrificio ha dado frutos en abundancia. Valió la pena cada gota de sangre, el sudor, el cansancio.

Te dejas caer sobre el suelo. Con cada respiración la luna retoma su color plateado. Cierras los ojos y disfrutas del aroma de la hierba húmeda, de las flores en primavera, de la tierra bajo tu cuerpo inerme. El sonido de los grillos te arrulla y te dejas mecer por la calidez del viento en la cima de la montaña.

La brisa se siente como dedos reptando entre tu nuevo pelaje. Así es como te gusta que te acaricien. Te estremeces ante el toque de aquellas manos conocidas. Abres los ojos. Ahí está tu alma gemela, su rostro resplandece de alegría mientras te mira con dulzura.

La luna se ha ido. El dolor de otras vidas se ha escabullido entre los sueños. Ahora solo está ella para darte amor, acariciarte el lomo y llenarte de besos cada mañana.

Mónica Solano

 

Imagen de Rahul Yadav

 

Historia de un deseo

Emilia ni siquiera soñaba con ser escritora. Se conformaba con escribir cosas sueltas a escondidas. Cosas que compartía con amigos imaginarios en su otra vida, en la que vivía por las noches cuando estaba en la cama con los ojos cerrados y la imaginación abierta.

De día trabajaba con Paco en el restaurante del que eran dueños. Y por las noches, cuando lograba acostarse sin despertar a su marido, se quedaba muy quieta, apretaba los párpados y se convertía en otra mujer.

Cuando abrieron el restaurante, Emilia aportó el dinero y Paco el cerebro y la autoridad. Sus padres y su marido le dijeron que no necesitaba seguir estudiando después de la boda y ella aceptó, aunque hubiera querido terminar la carrera. Pero se consoló al pensar que, con Paco al frente del negocio, tendría más tiempo para escribir.

De soltera, la benevolente compasión de su familia le paralizaba los dedos cada vez que intentaba dar vida a un relato. Todavía se mordía el labio inferior cuando recordaba el día que les leyó un borrador. Su padre le acarició la mejilla y le dijo:

—Nenita, creo que las únicas letras que puedes digerir son las de los sobres de sopita de letras.

Y una de sus hermanas, llorando de risa, puso otro clavo en el ataúd de sus ilusiones:

—Papi, no le digas eso a Emi. Que seguro que también puede con las sopas de letras de los pasatiempos del periódico.

El resto de su familia ni siquiera se dignó enriquecer la tertulia con sus comentarios. Y Emilia no supo qué le dolió más, si los consejos de unos, que decían que eran por su bien, o la indiferencia de los otros.

Cuando se casó con Paco disfrutó de la boda, pero no fue lo que más ilusión le hizo. Agradeció todos los regalos, más por cortesía que por verdadera emoción. Organizó la decoración, se ocupó de las invitaciones, del banquete y de lo que hizo falta. Pero todo eso no eran más que trámites previos, baldosas amarillas que alfombraban su camino hacia Oz. Porque durante su noviazgo había compartido con Paco su pasión por escribir. Y él la besaba y le decía a todo que sí.

Al regreso del viaje de novios le enseñó un relato sobre ellos dos. Y, cuando Paco le acarició la mejilla, quiso taparse los oídos. Pero no lo hizo y no pudo evitar escucharlo:

—No está mal, nena. Es bonito. Pero ahora eres una mujer casada y no deberías perder el tiempo en niñerías.

Emilia hizo como que lo obedecía. No dejó de escribir, pero no se le ocurrió volver a compartir nada más allá de la lista de la compra o de las cartas de menú del restaurante.

El negocio progresó, la familia creció y llegaron los hijos. Y Emilia seguía escribiendo a escondidas en la cárcel de sus días, y soñando con los ojos cerrados y con la imaginación abierta en la libertad de sus noches.

Y un domingo, a la hora de los postres, su hija pequeña se puso de pie. Les leyó un trabajo escolar con el que había ganado un premio en el colegio y les dijo que, de mayor, quería ser escritora. Emilia creyó que le había puesto al bizcocho sal en lugar de azúcar cuando notó un sabor extraño en los labios sin comprender que era el orgullo materno que le chorreaba por los ojos. Y también creyó que la harina del bizcocho se le había atascado en la garganta cuando escuchó a Paco que le decía a María del Mar que esas bobadas no daban de comer a nadie.

Esa noche Emilia entró en el cuarto de su hija y se sentó en el borde de la cama dispuesta a consolarla. Nunca le importó ser una gatita para Paco, pero, tratándose de las ilusiones de su pequeña, estaba dispuesta a convertirse en una leona. Se agachó y vio que María del Mar tenía los ojos cerrados, pero la traicionaban los hoyuelos que se le formaban cuando se hacía la dormida.

—¿Duermes, mi niña?

—Ya sabes que no, mami.

A Emilia le sorprendió el tamaño de la sonrisa de María del Mar. Se acercó más a su rostro y no encontró las lágrimas que esperaba.

—¿No estás triste por lo que te ha dicho papá?

—¿Yo? —La niña le echó los brazos al cuello—. ¡Qué va! ¿Por qué?

—Pues…

Emilia calló. María del Mar le acarició la mejilla, y ella estuvo a punto de decirle que no lo hiciera. Pero como la caricia venía de su niña, le hizo sitio en su corazón y se dispuso a escuchar las palabras que vendrían detrás.

—Mami, puede que papá tenga razón. Pero escribir no es una bobada. Si me diera para comer, maravilloso. Pero si quiero hacerlo es porque amo la escritura. —Maria del Mar le hizo un guiño a su madre—. El pobre papi no tiene ni idea de lo que se pierde y, además, no me va a frenar. Seguro que, si te lo hubiera dicho a ti, tampoco le habrías hecho caso.

Al día siguiente Emilia le enseñó a su hija tres cajas de zapatos y dos sombrereras llenas con todo lo que había escrito a lo largo de su vida.

Y una semana después, Emilia y María del Mar se apuntaron a un curso de escritura en el que este podría ser el ejercicio de María del Mar, y el de Emilia… bueno, el de Emilia podría ser otra historia.

Adela Castañón

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Fotos: Aaron Burden on UnsplashJohn-Mark Smith on Unsplash

 

 

Papa Jamin

Relato fragolino

Papá Jamín llegó a Bata desde muy lejos. Desde tan lejos que nadie sabía de dónde había venido. Si hubieran tenido mapas, tampoco lo habrían sabido, porque El Frago era tan pequeño, tan pequeño, que no figuraba ni en los de los liliputienses.

Muchos años antes Papa Jamín ya se había quejado de que su pueblo no apareciera ni en el periódico de la comarca:

Lo que sí me llama la atención es que los nombres de los pueblos de El Frago, Biel y Orés no suenan por ninguna parte, y no sé si esto se deberá a nuestra situación geográfica, a que somos muy sufridos o a que vivimos en un paraíso terrenal que nada nos hace falta. Y creo, pues, que no debemos ser ni tan callados, ni tan sufridos, porque nos hacen falta muchas cosas.

Es que a Papá Jamín siempre le gustó ayudar a la gente que no figuraba en los mapas ni en los libros de historia. A gente como la de su pueblo o la de la selva.

Papá Jamín en realidad se llamaba Benjamín porque así lo decidió su madre. Y no porque fuera el más pequeño. Era el cuarto de ocho hermanos, Tomasa, Francisco, Jacinto, Benjamín, Eulalia, Mariano, Lázaro y Carmen. Aunque en su pueblo hasta el juez decía que habían sido cinco. Entonces era costumbre descontar a los que habían muerto de recién nacidos. Pero Benjamín se acordaba de que él ya tenía once años cuando el cólera de 1895 se llevó a su hermano Lázaro, de tres años, con casi sesenta fragolinos más. Como lo mandaron al Limbo con Carmen y Eulalia, nadie volvió a mentarlos.

El cura quería que le pusieran el santo del día. La noche del dieciséis de febrero su madre no durmió repasando el santoral. Y no le gustaron ni Faustino, ni Onésimo, ni Honesto, ni Simeón, ni Pánfilo, ni Teodulo, ni Flaviano. Pensó que si le ponían un nombre de esos iba a ser el hazmerreír del pueblo. También estaba san Elías, pero Elías ni hablar. En menos de dos años se habían muerto los dos Elías del comercio de la calle de Zaragoza.

Gregoria sabía que su hijo se llamaría Benjamín desde el día que le faltó la regla. Salía de cuentas el treinta y uno de marzo, justo el día de San Benjamín, pero se le adelantó el parto cuando se cayó de la burra. Además, en el Año Cristiano, leyó que Benjamín significaba el predilecto y el que hace relucir los talentos de los demás. Así que con ese nombre por lo menos llegaría a ser maestro de escuela o cura de pueblo.

Los parientes de Benjamín formaban una red tan tupida que era difícil saber quién era y quién no era de su clan familiar. Y menos mal que la familia de su padre era corta y venía de otros pueblos. Si no, habría necesitado una guía como la que llevaba Úrsula Iguarán en Cien años de soledad para identificar a sus parientes de Macondo.

La familia materna extendía sus tentáculos y se colaba en todas las casas de El Frago. Su abuelo Francisco era hermano del de casa Pichón. Su abuela Tomasa tenía una hermana en casa la Pancha y otra en casa Leandra. Y los hermanos de su padre lo emparentaban con casa el Boticario, casa Picos y casa Braulio.

rayaaaaa

Como su padre iba entrando en años y tenía muchas bocas que alimentar, se llevaba a los chicos al campo. Que todas las manos eran pocas. A Benjamín lo libraron del monte sus hermanos Francisco y Mariano, que dejaron de ir a la escuela muy pronto. Por las noches iban al repaso a casa del maestro don Manuel Marco a cambio de algún saco de carbón para la estufa.

Su otro hermano, Jacinto, tenía muchas ganas de volar. Así que al cumplir los catorce años se fue a Zaragoza a trabajar a una carbonería. Y a los veintiuno abrió la suya. En la pared, al lado de la puerta, con un trozo de carbón escribió: “CARBONERÍA NUEVA. JACINTO BIESCAS GUILLÉN”.

Pronto cambió el anuncio por otro grande encima de la puerta y se dio a conocer en los periódicos.

CARBONERÍA NUEVA. Procedente de El Frago, se vende carbón vegetal superior de carrasca, desde un kilo hasta un quintal métrico, a precio corriente. En la plaza de San Miguel, 3. Propietario Jacinto Biescas Guillén.

Las carbonerías eran un negocio seguro y, además, el carbón de carrasca de El Frago llevaba fama. Había carreteros que iban a buscarlo desde Zaragoza. Cuando subían de vacío llevaban los ultramarinos a las tiendas.

La de Jacinto subió como la espuma y se quiso llevar a sus hermanos, pero estaban demasiado apegados a la tierra. Solo Benjamín estaba esperando cumplir los años para irse con él.

—Mira, Jacinto, yo solo iré a trabajar contigo si me dejas tiempo libre y me puedo pagar los estudios —le dijo un día que Jacinto subió a buscar una carretada de carbón.

Es que su maestro le había metido tal afición por las letras que estaba enloquecido con eso de salir a estudiar.

—Bueno, en principio de acuerdo. Pero, si las ventas aumentan, igual tendrás que ayudarme más. —Le dio un apretón de manos como cuando se sella un pacto entre caballeros.

—¡Eso sí que no! Muchas noches sueño con que soy un maestro como don Manuel.

rayaaaaa

Sin comerlo ni beberlo, en 1883 se desató la guerra del Rif y movilizaron a Jacinto. Aprovechó la ocasión para hacerse militar y traspasó la carbonería a José Romeo Guillén, un fragolino de casa Braulio, que se quedó a Benjamín de recadero.

Benjamín, siempre que podía, acompañaba a José al monte de la Carbonera, cerca de El Frago, a comprar caberas de carbón.

Con el olor de las carrascas y los pinos sentía la llamada de la tierra y una punzada en el pecho. Siempre pensó en volver, pero aún no había acabado los estudios y no tenía dinero, ni a nadie que lo respaldara. La marcha de Jacinto lo dejó como huérfano.

Muchos años después, cuando el exilio lo llevó hasta Bata, les contaba las historias de su infancia y de su pueblo a los niños de la selva. Y todos creían que Papa Jamín estaba dotado de gran talento para inventarse aquellos cuentos maravillosos de los tiempos de Maricastaña.

Carmen Romeo Pemán

Desgarro

Te preguntas si haces bien en ir a la cena de antiguos alumnos. No estabas seguro y te sorprendes pensando en lo que te vas a poner. Le has dicho a Pablo, el organizador, que a última hora le confirmarás si puedes ir o no porque tu mujer está embarazada, y ya cumplida. No es cierto, no del todo, al menos, pero de ese grupo sólo lo sabe Eric que, por ti, es capaz de enterrar un cadáver sin hacer preguntas. Después de dudarlo mucho y de un mensaje de Eric animándote a ir, le envías un mensaje a Pablo con la confirmación (<<Parece que mi hija aún no quiere salir, jeje>>). Y te arreglas.

Te miras al espejo y te gusta lo que ves. Sabes que esos pantalones te favorecen y que ese jersey marca los hombros y los pectorales.

No quieres admitirlo pero lo estás anhelando.

Llegas quince minutos antes de la hora acordada. Te quedas alejado, en un lugar desde el que puedes ver sin ser visto. No hay ni rastro de Eric y le mandas un mensaje furioso. No por el contenido, que no puede ser más aséptico, sino por cómo aporreas la pantalla del móvil con los dedos.

Te preguntas si él se acuerda. Si los demás se acuerdan. Te dices que lo tienes olvidado, y la mayor parte del tiempo es así, aunque bufas por la nariz cuando aparecen ciertas caras en Facebook.

Ahora todos parecen tan preocupados. Tan comprometidos.

Te preguntas, mientras te metes otro chicle de menta en la boca, si será verdad que tus antiguos compañeros han madurado o si es solo una pose más, como sospechas. Qué más da. Lo descubrirás pronto.

Solo esperas que Eric no se acuerde. Te da demasiada vergüenza.

Llega la hora y te acercas a la puerta del restaurante. Ya hay un grupo charlando en corro en la puerta. Sientes calor en el pecho cuando te reciben con sonrisas amplias y cálidas, y en ese momento piensas que quizá no te has equivocado al acudir a la reunión. Te sientes un poco incómodo, eso sí, porque la mayoría va de traje y tú demasiado sport.

Pero no pasa nada. Estás bien, y eso te da seguridad. Por fin, Eric llega entre perdones y se sienta en el sitio que le has reservado a tu lado. Divides la mesa en dos: a tu derecha el territorio hostil, aunque parece que todos han venido tranquilos, con perfil bajo. A tu izquierda, el neutro. Además de Eric, hay un par de personas a las que has seguido viendo después del instituto y que consideras tus aliados, aunque no son amigos de verdad.

Elegís los platos y coméis entre puestas al día. Una compañera en la que no habías pensado desde que os graduasteis se lamenta de que estés a punto de tener una hija. Quiere algo contigo y no es lo suficientemente hábil como para mostrártelo con delicadeza. O igual es que no le hace falta. La rechazas con gracia y empiezas a relajarte. Lo justo, claro. Puede que tus compañeros hayan crecido, puede que lo hayan olvidado.

Pero tú no.

Tenías que demostrártelo. Dejarte claro que aquello era agua pasada, que fueron niñerías. Cosas de niños, que se decía entonces. Es curioso que nunca se lo hayas contado a tu mujer. Alguna vez lo has pensado pero, ¿para qué decírselo? Han pasado demasiados años como para que tenga importancia.

¿De verdad que no tiene importancia?

Y de repente, entre el segundo y el postre, nueve botellas de vino después, llega la pregunta.

—Oye, Mateo, ¿y tú por qué estabas tan gordo?

Se hace el silencio, pero solo en tu cabeza. El lado hostil de la mesa está atento a tu respuesta. Algunos se ríen sin disimulo, otros miran atentamente sus copas. Tú no reaccionas porque, aunque te has imaginado centenares de veces una respuesta inteligente y cortante a cualquier pregunta malintencionada de aquellos que te jodieron en el instituto, en realidad no estabas preparado para que ocurriera. Así que sonríes y te encoges de hombros, como si el adolescente que fuiste no estuviera desgarrado por dentro, y contestas con un ‘cosas que pasan’.

En el otro lado de la mesa oyes una voz, una de las dos que esperabas tener a tu lado, que habla con la calidez que da el vino.

—¡Mírate ahora, Croqueto! ¡Estás cojonudo! ¿Con qué te cebaba tu madre? La grasa se ha convertido toda en músculo, ¿eh?

Te quedas medio segundo en silencio y después te ríes, como el resto de la mesa. Afortunadamente, Ruth está ahora explicando algo que no te interesa, pero su carisma hace que todos se olviden de ti.

Aprovechas el momento para observar a tus antiguos compañeros. Hasta esa noche, pensabas que lo que eran cosas de niños no se repetirían en la treintena. Que, si lo hacían, tú sabrías reaccionar como el hombre maduro que eres. Sin embargo ahora sabes que quien es gilipollas de crío lo sigue siendo de adulto. Menuda enseñanza de vida.

Si al menos las cosas les hubieran ido mal. A ti, de hecho, te han ido muy bien. Entraste en la universidad, conociste a la que hoy es tu mujer, hiciste nuevos amigos y te reconciliaste contigo mismo. O eso creías.

Porque resulta que, para tus antiguos compañeros, sigues siendo Croqueto, el niño gordo. Y sí, te desgarra por dentro cuando te vas y cuando llegas a casa y le besas la barriga a tu mujer y también sus labios.

No, no tendrías que haber ido a la cena.

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

Imagen: Photo by Kat J on Unsplash

Querido Roberto

No sé cuándo empecé a quedarme en silencio cada vez que me dices te amo.

Sonrío y te abrazo como si fuéramos hermanos, pero de mi boca no sale nada, ni una frase, ni una palabra.

Te amo. Es posible. No lo sé. Creo que amo nuestro pasado. En nuestro presente juntos no sé qué somos, si una pareja que se enamoró demasiado joven o dos personas que perdieron el rumbo y ahora son dos desconocidos.

Sé que esta no es la forma de iniciar una carta. Lo siento, pero llevo meses, años con este sentimiento atascado en la garganta. Con la sensación de que si no te lo digo me voy a ahogar en mis propias mentiras y mi vida se desvanecerá como algunos de los recuerdos de nuestra infancia.

Intento recordar cuándo fue la última vez que te escribí una carta. Quizás fue hace poco o hace mucho, no lo sé, pero sí puedo recordar tu rostro cuando teníamos diez años y estábamos en la escuela. Te sentabas en la parte de atrás, en la última fila, en el pupitre que daba justo al lado del ventanal. Cada que me giraba para mirarte estabas ahí con los ojos clavados en el paisaje más allá de la ventana. Recuerdo que estaba obsesionaba con los pensamientos que rondaban por tu cabeza. Mis primeros relatos fueron el fruto de esa obsesión. En esa época de nuestras vidas, aunque sabías que existía, porque era tu compañera de clase, no formaba parte de tu mundo. No fue hasta la salida pedagógica en el parque del café, cuando ya teníamos quince años. Ese día me miraste por primera vez. Se me eriza la piel cuando cierro los ojos y te veo en mis recuerdos con la camisa del colegio ligeramente desabotonada y el cabello negro azulado agitándose con el viento. Desde los diez años estaba enamorada de ti, pero fue solo hasta ese momento que descubrí que mi corazón era tuyo.

Ese año nos hicimos novios y me convertí en tu chica.

Eras el niño más popular de la clase y de la escuela. Todas querían salir contigo, pero tú me escogiste a mí. De cierta forma me sentía bendecida y afortunada. Pero, bueno, era una adolescente, ¿qué más podía sentir?

El paso por la universidad no pudo separarnos. Tuvimos muchas peleas, nos distanciábamos por semanas, pero siempre volvíamos. Yo solía pensar que nuestro amor era fuerte y real y que nada podría cambiarlo.

Estaba equivocada. Muy equivocada.

Un día, a pocos meses de graduarnos de Derecho me pediste que nos casáramos. Mientras escribo esta carta, pienso en que jamás debimos estudiar lo mismo. Yo quería escribir, soñaba con ser escritora, pero tú me convenciste de estudiar Derecho porque la escritura no me serviría para tener una vida de lujos y socialmente activa. Pero yo nunca quise esa vida. Odio tener que vivir así desde hace años.

Volviendo con nuestra historia, ese día estábamos invitados a la finca de Paco y organizaste todo para pedírmelo frente a tus mejores amigos. Cuando pronunciaste las palabras yo me lancé a tus brazos y dije que sí entre lágrimas, sin saber que ese era el principio del fin de nuestro cuento de hadas.

Nos casamos un 15 de septiembre. Escogimos el mes del amor y la amistad porque estábamos convencidos de que nuestro amor sería eterno y cada aniversario celebraríamos como recién casados nuestra unión perfecta y singular.

Vernos los fines de semana y de vez en cuando dormir juntos en tu habitación era perfecto, pero vernos todos los días y compartir el mismo espacio todo el tiempo fue algo muy diferente a lo que me imaginé. Creo que había visto muchas películas románticas y tenía expectativas demasiado altas, porque la vida, nuestra vida después del matrimonio, nunca fue así.

Pasaron los años y el tiempo nos cambió. No puedes decirme que no, que aún eres el mismo chico del que me enamoré en la escuela, porque es el curso natural de las cosas. Crecemos y evolucionamos o involucionamos, sinceramente no lo sé. El punto es que cambiamos por las circunstancias, por el entorno, por ley. Y como tenía que suceder dejamos de ser las personas que éramos antes de casarnos.

Sin darnos cuenta, una brecha empezó a crecer entre nosotros. Las noches de comernos a besos disminuyeron día tras día, las conversaciones en el comedor bajo el calor de un café humeante se volvieron recuerdos lejanos. Y las discusiones, esas sí, crecieron como la maleza de nuestro jardín.

Pasábamos tanto tiempo juntos, que no tuvimos la oportunidad de extrañarnos y nos fundimos con los demás enseres de la casa y de la oficina. Los te amo y los abrazos de despedida se volvieron automáticos, como parte de un protocolo bien estudiado para mantener nuestra relación a flote.

No puedo y no quiero seguir fingiendo que todo es perfecto cuando mi corazón me grita que me estoy marchitando entre estas paredes, que la vida me toma ventaja mientras la miro pasar deprisa sentada en este escritorio.

Esta no es una carta de reconciliación por nuestra pelea de esta mañana, ni una carta de súplica para que esta relación retome el curso que tenía cuando éramos novios adolescentes. Es una carta de despedida.

¡Ya recuerdo cuándo fue la última vez que te escribí! También fue la primera y la única. Fue después de nuestro primer beso. Te escribí un poema, me besaste por segunda vez y lo dejaste olvidado en una banca del patio de la escuela. Ese día dejé de escribir y mis sueños se fusionaron con los tuyos.

No podrás cambiar mi decisión. Esta mañana, cuando saliste de casa empaqué mis cosas y ahora están en el auto. Toda mi vida contigo está en una maleta. No hay marcha atrás. Prefiero vivir con el recuerdo de lo que fuimos en algún momento de nuestras vidas a seguir pretendiendo que puedo vivir en esta rutina, que puedo vivir en la miseria que llevamos construyendo desde que nos casamos y decidimos que el título de señor y señora podría con todo.

Te quiero mantener vivo en mi memoria, como el niño de ojos azules que miraba por la ventana mientras la maestra explicaba las multiplicaciones con fracciones. Quiero rescatar a la escritora que duerme en mi interior y quiero dejar atrás el vacío con el que me despierto todas las mañanas, aunque estés a mi lado.

Te deseo una mejor vida sin mí.

Con amor, Amalia.

 

 

Mónica Solano

Imagen de Mohamed Hassan

El chiringuito de las ideas

Caminaba por el paseo marítimo con mi hija, aprovechando que le tocaba estar conmigo ese fin de semana. Había amanecido despejado y, a pesar de que estábamos en diciembre, la temperatura era primaveral. Tanto que los dos habíamos dejado las sudaderas en el coche y llevábamos los brazos al aire, absorbiendo el calor del sol.

Era sábado, apenas nos cruzábamos con gente y caminábamos en un silencio cómodo, o eso me pareció. Espié a Marta con el rabillo del ojo. Iba sonriendo, con la mirada perdida en la línea de la costa. Su sonrisa se desdobló y una de las mitades saltó hasta mi cara y se quedó allí. Seguí la dirección de sus ojos. Me conocía de memoria el panorama. Allí estaba la parte trasera del Hotel Paraíso, donde algunos huéspedes imitaban a los lagartos en las tumbonas de la piscina, el puesto donde alquilaban las tablas de surf y los aparatos de gimnasia que el Ayuntamiento había colocado para disfrute de los menos perezosos en una zona más ancha del paseo, y que yo jamás había probado. Mis ojos se detuvieron en el chiringuito de Víctor y clavé la mirada en él.

Tenía un letrero distinto. Un trozo rectangular de madera clara colgaba de dos cadenas que se movían con suavidad agitadas por la brisa. En el centro, como si las hubieran escrito con humo, leí cuatro palabras: “Chiringuito de las ideas”.

Cuando llegamos a su altura me detuve con los brazos en jarras. Las puertas se abrieron solas, como si me hubieran estado esperando, y un olor a jazmines, acompañado del tintineo de muchas campanillas, tiró de mí hacia el interior. Avancé, envuelto por el aroma y por el sonido, y me encontré en medio de una habitación mayor que la del chiringuito original, aunque desde fuera se veía como siempre. Al fondo, entre un mostrador y una pared repleta de casilleros vacíos como los de las recepciones de los hoteles, descubrí a un genio.

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Supe que era un genio porque cuando crucé el umbral estaba en un extremo, pero se deslizó hasta el centro al verme entrar. Me pareció el hermano gemelo del de la película de Aladdin. Su barba era una fina línea negra que al llegar al mentón se prolongaba en un ridículo mechón de pelo, tan escuchimizado como la coleta que nacía del centro de su enorme calva azul. Puso las manos sobre el mostrador y me obsequió con una sonrisa gigante.

–Buenos días. ¿En qué puedo ayudarlo?

–Buenas. La verdad es que he entrado solo a mirar.

Señalé mi indumentaria. Una camiseta de manga corta y un pantalón de chándal cómodo, sin bolsillos, con la llave de casa enganchada en el cordel de la cinturilla. No había cogido dinero y ni siquiera llevaba encima el DNI. No se me ocurrió lo absurdo de mi respuesta hasta que me escuché pronunciar en voz alta las palabras. ¿Mirar? ¿Mirar qué? Allí solo estábamos el genio, el mostrador, los casilleros vacíos y yo. Sin embargo no pareció extrañarle. Señaló los casilleros que estaban a su espalda.

–Puede elegir. Todo está a disposición de aquellos clientes que crucen mi puerta.

–Ya. Pues ya puestos, verá…–Me quedé callado sin saber qué añadir. Y de pronto pensé que por pedir no perdía nada–.  Me gustaría una buena historia.

–Espléndido.

Los dos guardamos silencio. Empecé a pensar que ese genio era un poco limitado. Por lo visto también su especie se había ido deteriorando con los años y me había topado con un ejemplar senil. Por si servía de algo, le di una pequeña pista.

–El letrero de la puerta dice que esto es ahora el chiringuito de las ideas.

–Así es.

–¿Y puede saberse dónde están?

El genio paseó su mirada por toda la habitación. La cabeza hizo un giro inverosímil de 360 grados hasta volver a su posición original. Me contempló con una expresión inescrutable.

–Puede elegir –repitió–. Todo está a su disposición.

–¿Me toma el pelo? Aquí no hay nada.

–¿Está seguro?

–Tan seguro como de que lo estoy mirando.

–¿Seguro?

Abrí la boca pero no llegué a decir nada. ¿Qué hacía yo allí, hablando con una mala copia de un personaje de Disney, en lo que toda la vida había sido el chiringuito de Víctor? Ahora fue el genio clonado el que acudió en mi ayuda.

–Estamos nosotros, ¿no?

–Sí. Pero aparte de nosotros, aquí no hay nada. –De pronto recordé el olor a jazmines y el tintineo. La lógica volvió a sacudirme los hombros–. Oiga, ¿tiene flores escondidas por algún sitio? ¿O campanillas?

–¿Ve por aquí algo de eso?

Me hizo una seña para que me asomara adonde él estaba, detrás del mostrador. Obedecí y me agaché a mirar. Allí no había nada.

–¿Y por qué olía tan bien cuando me detuve en la puerta?

–¿Oler bien? ¿A qué olía?

–A jazmines. Y además se escuchaba…

Me interrumpí. ¡El genio se tapaba la bocaza con una mano para que no me diera cuenta de que se estaba riendo de mí! Era el colmo del descaro.

–¡Oiga! Le digo que olía a jazmines. Y se escuchaba música de campanitas.

–Si usted lo dice, será verdad. ¿Se le ocurre alguna explicación?

–¡Pues podría darle muchas! Otra cosa sería que acertara.

–Pruebe.

–Que pruebe, ¿a qué?

–A darme una explicación. Una de esas muchas. Quizá quiera usar esta –señaló a un casillero vacío–, o esta otra, o…

–¡Ya está bien! –le interrumpí–. Mejor me marcho. No sé por qué se me ha ocurrido entrar aquí.

Di media vuelta para salir, pero antes de que diera un paso el genio me llamó.

–¡Espere!

Se agachó un momento y de debajo del mostrador sacó una libreta blanca con una rosa en la portada y un bolígrafo, salidos de no sé dónde, y me los ofreció.

–Tenga, señor. Su cambio.

–¿Mi cambio?

–Así es. Podría haber elegido otra de las historias, pero me gusta la que se lleva. No es de las mejores, pero tampoco está mal.

–Papá. ¡Papá! ¡Papáaaaa! –la voz de Marta me sacó de mi abstracción–. No te estás enterando de nada de lo que te estoy contando, ¿verdad?

Miré hacia atrás. El chiringuito de Víctor había recuperado su aspecto de siempre, letrero incluido. El hotel, los turistas y los artilugios de gimnasia estaban en el mismo sitio. Miré a mi hija y le revolví el pelo con la mano.

–Perdona, Marta, estaba distraído.

–Ya, papi. No hace falta que lo jures.

Mi hija me regaló otra sonrisa y la atesoré con la anterior. Ahora que solo las recibía los fines de semana alternos, las valoraba mucho más. Sentí que sus dedos buscaban los míos y entrelazamos las manos. Marta apretó la mía y sentí la corriente de amor que me llegaba desde ese cuerpecito de menos de cuarenta kilos.

–Tranquilo, papi. Yo no soy mamá. No me importa que la cabeza se te llene de pájaros, en serio. A mí también me pasa a veces, y mami se enfada porque dice que soy como tú en eso.

–Ya. –No supe qué más decirle.

–¿Me cuentas un cuento?

–¿Ahora?

–Sí. Y cuando lleguemos a casa puedes escribirlo y luego me lo regalas. Así me lo llevaría a casa de mamá para leerlo por las noches, cuando no me toca estar contigo.

–Trato hecho.

Empecé a contarle el cuento de Pulgarcito, que siempre le había gustado. Marta me escuchó con atención, pero me di cuenta de que la había decepcionado, aunque, como me quiere tanto, no me lo dijo. Ella esperaba otra cosa. Un cuento distinto, solo para ella, para leérselo en la cama, como solíamos hacer antes de que Isabel y yo nos separásemos y mis huesos fueran a parar a un apartamento frío y solitario. Cuando terminé, le pedí perdón.

–Lo siento, chiquitina. Es que me has pillado por sorpresa. Pero luego me invento un cuento distinto para ti sola, ¿vale?

–Vale, papi. No importa.

Llegamos a casa y me duché mientras mi hija veía una película en la tele. Salí del baño dispuesto a cumplir mi promesa. Marta se había quedado dormida en el sofá, seguramente cansada por la larga caminata. Entré en mi dormitorio, donde una mesa de Ikea hacía el papel de despacho, y al ir a sentarme delante ella me detuve sorprendido.

Sobre la mesa, una libreta blanca, con una rosa dibujada en el centro, me estaba esperando. A su lado, había un bolígrafo que no recordaba haber dejado allí cuando salimos.

Me senté, quité el capuchón del bolígrafo, abrí la libreta, y empecé a escribir:

“Caminaba por el paseo marítimo con mi hija, aprovechando que le tocaba estar conmigo ese fin de semana. Había amanecido sin una nube en el cielo y, a pesar de que estábamos en diciembre, la temperatura era primaveral…”

Adela Castañón

Imagen cabecera: Photo by Derek Thomson on Unsplash

Imagen genio: Pixabay

Quería salir a estudiar

Leyendas escolares de las Cinco Villas

Don Mateo acostumbraba a ir a la escuela una hora antes que sus alumnos. Así a las nueve ya tenía las pizarras limpias, los cuadernos en orden y la estufa encendida.

Una mañana llegó antes de lo habitual. A eso de las siete, le sorprendió ver a Casiano acurrucado en la puerta. Si no lo hubiera conocido, habría pensado que era un rapazuelo entrometido. Se acercó, le pasó la mano por sus bucles rubios y le dijo:

—¿Qué haces aquí tan temprano? Tendrías que estar durmiendo.

—Es que me he escapado de casa cuando me ha llamado mi padre para que fuera al monte con mis hermanos.

—¿Qué te has escapado? —El maestro abrió unos ojos más grandes que los del niño.

—Sí. —No pudo reprimir un hipido—. Me ha dicho que tenía que ir a cuidar las ovejas. Que eso era más importante que venir a la escuela.

Don Mateo se quedó un momento en silencio. Lo ayudó a ponerse de pie y le dijo:

—Bueno, pues hoy vete con tus hermanos. Y yo hablaré con tu padre.

Ese día Casiano anduvo muy despistado. Se olvidó de llevar a abrevar el rebaño y perdió un cordero recién nacido. Por la noche se fue a la cama sin cenar. Desde la cocina le llegaban los gritos de su padre:

—¡Qué se habrá creído este mocoso, Gregoria! Con nueve años ya se atreve a llevarme la contraria.

—¡Por Dios, Jacinto! ¿No ves que es un niño? Ten paciencia. Poco a poco lo haremos entrar en razón.

—¡Que no, Gregoria, que no! Sus hermanos no me plantaron cara. Todos entendieron que somos muchas bocas y pocas manos.

—Es que tiene que estar todo el día solo por esos montes y es muy miedoso.

—No te confundas, Gregoria. Aquí pasa otra cosa. El bueno de don Mateo le ha metido muchos pajaricos en la cabeza. Y ahora anda loco con eso de aprender a leer y a hacer cuentas. —Jacinto se levantó la boina, se rascó la cabeza y comenzó a dar patadas a los tizones del hogar.

Al día siguiente, Casiano se levantó sin hacer ruido y se fue otra vez a la puerta de la escuela. Cuando vio aparecer al maestro, se acercó y le dijo.

—Don Mateo, vengo a pedirle perdón por el susto que le di ayer. Solo quería hablar con usted.

—No te preocupes. Entendí lo que querías. Hoy he visto a tu padre, pero no le he dicho nada porque me ha parecido que no estaba el horno para bollos.

—Pero yo quería decirle otra cosa más. —Se quedó cortado. No acertaba a seguir hablando.

—A ver, dime. ¿Qué le pasa por aquí dentro a esta cabecica?

—Verá es que yo quiero ser maestro de El Frago, como usted.

—¡Anda, anda! Déjate de tonterías. Ahora lo importante es que vengas a la escuela y aprendas. Después ya veremos.

Don Mateo lo cogió por los hombros, lo estrechó con fuerza y le habló a la oreja:

—Mis padres tampoco querían que viniera a la escuela y me mandaban a hacer los recados del comercio. —El maestro suspiró—. Al final se convencieron.

—Eso ya me lo contó el abuelo de casa el Royo, ese que vive al lado de su casa. Por eso he pensado que usted me podría ayudar.

Esa tarde, don Mateo esperó a que Jacinto llegara del monte y fue a hablarle de su hijo. Después de una tensa conversación, llegaron a un acuerdo.

—¡Que no, don Mateo! —Jacinto seguía desaparejando la yegua sin mirar al maestro.

—Jacinto, no sea tan terco. Usted se las puede arreglar sin Casiano. —Hizo una pausa—. En esto me recuerda a mi padre.

—Mire, no se meta en los asuntos familiares. En cada casa nos arreglamos como podemos. —Soltó la cincha que llevaba en la mano—. Y perdone que le diga, pero es más fácil mantener un comercio sin ayuda que unos campos y unas ovejas. ¡Y encima se saca menos!

—¡No lo haga por mí, sino por su hijo! —Se quedó mirando al suelo y siguió—:Con los estudios lo librará de ir calzado con abarcas,

Jacinto entró con la yegua en la cuadra. Cuando salió, Mateo lo seguía esperando. Entonces Jacinto le dijo:

—Está bien, Casiano ira a la escuela. Pero ya que no me va a ayudar a mí, que libere se lleve a su hermano Lorenzo. Así su madre no tendrá que cuidarlo y podrá bajar a lavar al río y sacarse un jornal.

—No sabe cuánto se lo agradezco.

—Usted no tiene que agradecerme nada, que es la vida de mi hijo —le contestó Jacinto levantando la horca que llevaba en la mano—. ¡Ah! Y le repito que no se meta tanto en la vida de las familias.

Al día siguiente, a las nueve en punto, estaban los dos hermanos cogidos de la mano esperando a que se abriera la puerta de la escuela. Entraron, se sentaron juntos y, al poco rato, Lorenzo le dijo que se aburría. No paró de enredar en toda la mañana. Casiano lo sujetaba para que no se levantara. Le habría gustado contagiarle la inquietud que él llevaba dentro.

Casiano era como una esponja. Todo le interesaba y todo lo asimilaba. Antes de cumplir los catorce años le preguntó a don Mateo si lo dejaría ir por las tardes al repaso de su casa, que así podría prepararse mejor, porque se quería ir a estudiar a Zaragoza. Le dijo que le pagaría con unos ahorrillos que tenía escondidos. Desde que dejó de ir al monte, de vez en cuando le ayudaba al herrero a sujetar las patas de las caballerías cuando les ponía las herraduras. No le daba todas las propinas a su madre y se guardaba algunas debajo de una baldosa de su habitación. Y era difícil que se las encontraran porque se movían todas.

—¿Usted cree que podré estudiar si voy un poco adelantado y me gano el jornal en la carbonería de mi hermano?

—¡Claro que podrás!

—¿Y tendré que hacer mucho esfuerzo?

—¡Mucho, Casiano! Pero te prepararás bien y llegarás lejos. Tú llegarás a ser algo más que un maestro de El Frago.

Cuando cumplió los catorce años se despidió de sus padres. Aprovechó el viaje de un carro que subió a comprar carbón y se fue a Zaragoza. En un morral llevaba una muda limpia, muchos papeles con las notas de las clases de don Mateo y las propinas que había sisado. Las contó varias veces.

—Sí, me llegan. Con esto ya puedo pagarme la matrícula del Ingreso de Magisterio.

Carmen Romeo Pemán

Imagen destacada. Museo de las escuelas de Lacorvilla (Zaragoza).

Una mujer que escribe

Y llega ese momento en el que tienes que dejar salir las palabras.

Preferirías quedarte callada y enterrar en las profundidades de tu memoria esa voz que, para ti, no tiene sentido que la levantes.

Sentada en el escritorio miras inexpresiva el ordenador. El corazón te late con fuerza, desbocado. Puedes oír los latidos y el sonido de la sangre mientras navega por tus venas. El líquido vigoroso guarda en cada célula el miedo a ser la mujer que deseas. Una mujer libre y sin temores absurdos. Una mujer que expresa su visión del mundo a través de los relatos.

Cierras los ojos y oyes un llanto.

Una niña pequeña llora en algún lugar de tus recuerdos. Respiras profundamente y dejas que el aire inunde tu zona abdominal. Cada inhalación te reviste con una inesperada valentía y decides avanzar hacia la fuente de los sollozos.

Después de unos pocos pasos te das cuenta de que estás en la habitación de tu infancia. Sonríes cuando ves la cama rosada con blanco con un nochero a cada lado. Odiabas esa cama, pero no podías decírselo a tu madre porque fue su regalo cuando te dio tu habitación propia. Cerca de la ventana está el tocador. Todas las mañanas te peinabas enfrente de él antes de ir al colegio. Una luz tenue ilumina parte de la estancia. Siempre la dejabas encendida para poder dormir cuando las pesadillas te acechaban.

Te reconoces en la pequeña que está recostada sobre la cama, la que suspira y se abraza las piernas. Las lágrimas se le han escurrido por el rostro hasta empaparle el cuello y parte del cabello.

Te estremeces. Sientes que la agonía de su llanto serpentea por tus brazos.

Intentas acercarte aún más, pero dudas. Cuando crees que estás lista para dar el paso te cuestionas si sería mejor retroceder.

Sacudes los pensamientos con un ligero movimiento de la cabeza y te acercas. Te sientas a su lado y le preguntas por qué está llorando.

—Porque no quiero ser mujer —responde.

—Y, ¿por qué no quieres ser mujer?

—¡Ser mujer es horrible! No tiene nada fantástico. Lavar, planchar, tener hijos, casarme. ¡No quiero casarme! Además, si fuera un hombre podría hacer lo que me diera la gana todo el tiempo, igual que mi hermano que ni siquiera pide permiso para salir a jugar.

Le apartas la mirada con la sorpresa desprendiéndose de tus pupilas.

No recuerdas ese momento de tu vida en el que odiabas tanto ser mujer.

¿O sí?

¡Claro que sí! No puedes engañarte.

Lo tienes tatuado en la piel y te supura como una herida abierta cada vez que quieres hacer algo que amas. Cuando tomas la pluma para escribir, la tinta se deshace en las ansias de haber nacido en un planeta sin géneros y de habitar en otro cuerpo, en uno con menos prejuicios.

Miras de nuevo a la niña y puedes ver en sus ojos que ahí empezó todo. El dolor, la lucha, el eterno deseo de ser alguien más.

Llevas muchos años aferrada a su filosofía de vida insana. Ha llegado el momento de dejarla que se vaya. De cortar la cuerda que te ata a esa parte de tu pasado, en el que ser mujer fue el resultado de algún maleficio que le lanzaron a tu madre.

Te despides, sonríes y la sueltas.

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La pequeña se desvanece cuando abres los ojos y la hoja en blanco resplandece ante ti. Estás lista para enfrentarte a las palabras de nuevo y sumergirte en el sueño de la ficción, en el que no importa si eres hombre, mujer o gato.

Después de tu pequeño viaje interior te aferras al presente. Eres libre. Puedes saborear sin juicios el instante perfecto en el que todo es posible y nada es demasiado importante. Escribes.

Mónica Solano

 

Imágenes de StartupStockPhotos y Lisa Runnels

Lola

Hay personas que no saben que existen los hospitales. Bueno, lo saben, pero para ellas son algo tan remoto como Marte. Lola, mi mujer, es una de esas personas. O quizá debería decir mejor que lo era. Me he expresado fatal, y eso que se supone que el escritor soy yo. Hablo como si hubiera muerto, y todavía está viva. A lo que me refería, valga la redundancia, es a que ahora muchas de las referencias de Lola son sus hospitales de referencia.

Lola es mucha Lola. Si sale de esta, pienso decirle que escriba. Otra vez he metido la pata. No debería haber dicho si sale de esta, sino cuando salga de esta. Porque saldrá. Tiene que salir. Aunque solo sea para que yo pueda verla descojonarse de risa cuando mi ego se dé de bruces contra el suelo y me vea obligado a admitir en su cara que ella escribe mil veces mejor que yo.

Me gano la vida escribiendo. Soy escritor. De los de ahora. De los modernos. De los que escriben en un teclado. Aunque a veces lo hago en folios, en posits, con lápiz o boli. Lola no. Ella escribe en relieve, en tres dimensiones. Con su aliento. Con la tinta de sus venas, de sus pobres venas castigadas por la quimio. Cada pelo que abandona su cabeza es un renglón más en el libro increíble de su vida sobre el que sigue escribiendo sin desfallecer.

A veces, cuando la veo bromear con el enfermero que le coge la vía, me meto en el baño de la habitación, aunque no tenga ninguna necesidad. Pero cuando la oigo decirle que con esta experiencia se está dando cuenta de que no tiene ni un pelo de tonta, se me abren las carnes y necesito esconderme ahí para llorar a solas. Me avergüenzo de no necesitar un sombrero para defenderme del frío, de que mis ideas no puedan huir de mi cerebro porque la cárcel de mi melena las mantiene a todas prietas y no las deja escapar. Y, cuando el torbellino de pensamientos se vuelve insoportable y no puedo darle salida por mis ojos, busco otra vía de escape. Entonces mis miedos emprenden una ruta más larga hasta las yemas de mis dedos que golpean el teclado y descargan sobre él mi rabia mientras escribo.

Porque yo escribo. Y lo mío se puede borrar, cambiar o reescribir. Lo de mi Lola, no. Porque ella graba en piedra, aunque no se dé ni cuenta. Y lo hace sin pestañear, esculpiendo a golpes de sonrisa, de esa sonrisa que no me explico de dónde le sale, pero que sigue iluminando su cara, aunque a veces haga sangrar un poco sus labios agrietados por la medicación. Escribo porque Lola me lo pide. Por ella. Para ella. Sobre ella. Y le enseño esos escritos maquillados con mentiras, mientras estos, los que queman, los que muerden mis entrañas, me los reservo para mí.

Durante meses escribo como poseso. Como un adicto. Me salto comidas. Robo horas al sueño. Escribo para mi revista. Para mis lectores. Para proyectos futuros que luego le llevo a Lola para que los lea, como siempre, porque no deja de pedírmelos. Y mi otro yo escribe para mí, porque estos escritos son mi única medicina. Mi asidero a la cordura. Son la alcantarilla que se lleva cada noche mis miedos y los arrastra lejos, muy lejos, dejando mi alma un poco menos atormentada y mi cara disfrazada de normalidad para que Lola me vea igual que siempre cuando cruce la puerta de su habitación de hospital.

He pasado meses escribiendo así. Notas sueltas, documentos sin ton ni son, sin orden ni concierto. Uno detrás de otro, folio tras folio, como el eslabón de una cadena. Pero hoy esa cadena se ha convertido en un collar al que tengo que ponerle el cierre.

Hoy, contra todo pronóstico, le han dado el alta.

De casos como el suyo sobreviven uno de cada mil. O casi. Y ella ha sido la ganadora.

Mi Lola ha vuelto a casa. Curada. Y hoy he reunido el valor que necesitaba para enseñarle esto. Me ha sonreído como solo ella sabe hacerlo. Y esta vez sus labios no se han agrietado. Sus mejillas han recuperado algo de carne, aunque no creo que las arruguitas que hay ahora en las esquinas de sus ojos, y que no estaban cuando salió de aquí para ir al hospital, vayan a desaparecer. Tampoco es que eso me importe. Son arrugas de luchadora. Arrugas que nacieron de sonrisas ganadas a la batalla de la muerte. Arrugas regadas por lágrimas que ha debido derramar a solas, porque nunca, ni un solo día, la he visto llorar. Pero ha tenido que hacerlo. Ella, que en todas las películas románticas gasta un paquete de Kleenex, ha ganado su guerra sin desfallecer. Sé que ha lamido a solas la sangre de sus heridas. Y, aunque eso es casi imposible, todavía la quiero más. Es que Lola es mucha Lola. Pero me voy sin querer de lo que quiero decir.

Le he enseñado a Lola mis escritos oscuros. Los de las noches sin luz. Porque mi luz, que era y sigue siendo ella, estaba en el hospital, lejos de mí. Le he pedido perdón por la amargura, por la tristeza, por ese pesimismo, más negro que la tinta, y ha vuelto a sonreírme.

–Esto no es pesimismo, amor –me ha dicho–. Esto es la vida misma.

Y, haciendo su sonrisa todavía más brillante, me ha pedido un deseo que voy a concederle:

–Quiero que lo publiques.

Y lo he hecho. Porque es un homenaje para todas las Lolas del mundo.

Adela Castañón

Imagen: Pixabay