Monólogo desde una cornisa

¡Tanto esquivarte durante treinta años para que al final hayas logrado alcanzarme en treinta días y ponerme en esta cornisa en treinta segundos! Te odio, cabrón de mierda. ¡Cobarde! ¡Egoísta!

¡Joder! Malditas rachas de viento, si solo es un quinto piso, maldito viento, no me tires, no seas cabrón tú también, y tú, gorda imbécil, ¿qué haces mirándome con esos ojos de pez?, ¿es que no has visto nunca a una tía normal subida a una cornisa normal de un puto edificio normal?, ¿y si no haces nada, so idiota, para qué miras?, ¿acaso he gritado? Quiero tirarme yo sola, pero esta película no es para ti, gorda, mueve tu culo, que esto es para ti, cabronazo, mi amor, que no tenías derecho, ningún derecho a hacerme esto, que he sabido vivir sin ti estos treinta años, sí, ríete si quieres, pero te jode, te jode escucharlo, o te jodería escucharlo si me oyeras, pero no, cómo iba a joderte, la gilipollas soy yo, que predicando desde este púlpito me cargo mi sermón, porque a ver qué hago aquí, si es verdad que no me importas, Jaime, que paso de ti mil pueblos, y entonces qué coño hago aquí, quién me mandaría hacerte caso ahora, con lo bien que yo he vivido estos treinta años, y tú, capullo, qué narices, quién te manda a ti buscarme en las putas redes sociales, que tampoco tengo tanta actividad y a mí ni siquiera se me pasó por la cabeza hacer lo mismo contigo, total, para qué, si agua pasada no mueve molino.

Y a esta pobre maceta le falta agua, como a mí me faltas tú. Y pensar que hace un mes yo solo abría la ventana para regarla, quién me iba a decir que hoy la iba a estar mirando desde arriba, y hay que ver, que las flores parecen otra cosa desde aquí y nunca me di cuenta de que por dentro son tan rojas que se diría que están llenas de sangre, y como no te quites, gorda de mierda, voy a saltar con más impulso para que mi sangre te ponga perdido ese abrigo tan feísimo que llevas, que te hace más gorda todavía, ¡no, idiota, no saques el teléfono, joder! ¿Por qué todo el mundo se empeña en tomar decisiones por mí, para mí? ¡Jaime, que te folle un pez! Y a otro perro con ese hueso, que no se hace lo que has hecho tú para “saber cómo está una vieja amiga”, que de sobra sabes que yo bebía los vientos por ti, y que el tren de los quince años pasó, se fue, se largó, y nos quedamos en tierra, uno a cada lado de la vía, y yo seguí mi camino y tú el tuyo, y cada uno a su casa y Dios en la de todos, y así treinta años, treinta putos años, treinta felices años, treinta normales años, y vienes tú y en un mes me pones la cabeza en los pies y los pies en la cabeza, y metes el dedo en mi alma y le das la vuelta como si fuera un guante de plástico, y yo, tan lista, con mi éxito como escritora, con mi vida de película, y me dejo llevar y me creo que el tren ha dado marcha atrás, y tú dejas que me lo crea, y te inflas como un pavo cuando babeo porque resulta que no escribo ficción, que lo que escribo es verdad, que la vida puede ser de color rosa y que los príncipes azules pueden llegar y despertar a Blancanieves con un beso, pero tú eres otra cosa, eres malo, no eres el príncipe, eres la manzana envenenada, que sí, que si te pica escuchar eso, te jodes y te aguantas como estoy haciendo yo, que para qué apareces y me comes la oreja con lo mucho que me admiras y que me quieres y luego largas eso que siempre nos atribuyen a las tías del puto “como amigos”.

Y tengo más cojones que tú, más valor que tú, porque ahora te has agarrado a la apuesta segura, a tu Carmencita, tan buena, tan linda, tan perfecta, que hay que tener una piedra por corazón para presentármela como otra buena amiga y ahora sumo dos y dos, que en el whatsapp estáis en línea y os desconectáis a la misma hora, y ha sido una guarrada dejarme que volviera a decirte que te quiero, y déjate de mandangas, que lo de la amistad a mí me la trae floja, y a ti te faltan huevos pero a mí me sobran ovarios y ojalá no se te empine cuando te acuerdes en mitad de un polvo con ella de que yo me tiré por la ventana.

Si me tiro, me harán la autopsia. Pero el forense no sabrá leer la causa de mi muerte en mis tripas ni en mi corazón. Para eso, yo tendría que haber nacido hace siglos, cuando el futuro se leía en las cartas y no en las redes sociales. Y no sé por qué pienso ahora esta gilipollez, como si no tuviera bastante con el presente, como si yo tuviera futuro, que no lo tengo.

¿Y si te juzgo mal? Que igual solo querías aspirar el aroma de la dulce flor de una juventud perdida para devolverle el color a unos recuerdos desvaídos. Y en vez de una flor soy una hiedra empeñada en agarrarme a tu piel, y te asfixio y me asfixio. O igual soy un árbol equivocado y llevo un mes mirando al suelo y he dejado que la boca se me llene de tierra y me he enredado yo en esos putos recuerdos, en esas raíces podridas que has venido a desenterrar, con lo feliz que yo estaba contemplando mis hojas, y el sol, y dejando que el viento me acariciara, el puto viento que ahora se empeña en soplar más fuerte para arrancarme de aquí antes de tiempo.

Pero es mejor mirar al cielo o al suelo porque si miro en mi interior veo un monstruo deshecho de dolor en el que me cuesta reconocerme, a un hada triste que no soy yo.

Y están estirando una lona ahí abajo y se creen que entiendo lo del megáfono, pero con este vendaval no se oye nada, o sí, que oigo a mi corazón que protesta y me grita que no mereces que me tire por ti…

¡Mi sabio y herido corazón! ¡Tiene razón! ¡Quiero ver más amaneceres! ¡Quiero escribir más historias! ¡Quiero vivir! He estado loca, ¡estirad la lona! ¡Ayudadme! ¡No me quiero caer ahora y tengo mucho miedo de moverme!…

Adela Castañón

Imágenes: cabecera, PixabayCierre mujer, StockSnap. Cierre flores, StockSnap.

Confesión

Mi historia de hoy os llega de la mano de una poesía de otoño.

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Porque hay cosas que solo pueden escribirse en un poema. 

CONFESIÓN

 

Dentro de muchos años me miraré al espejo alguna tarde.

Espero que sea un día de lluvia suave,

de cielos entoldados,

un día de invierno detrás de los cristales y dentro de mi alma.

 

Me miraré al espejo, y ese día

me veré frente a frente, por fin, con tu reflejo.

Y le diré a tu imagen, cara a cara, todo lo que callé,

todo lo que sentí, y que nunca te dije.

 

Y si cierro los ojos ahora mismo

me puedo imaginar que esa tarde ha llegado

y me hundo en tus pupilas

y empiezo a hablarte como nunca te he hablado.

 

Y esto es lo que te digo:

 

Que mi luz son tus ojos, color de plata antigua.

Que tu rostro, lo mismo que un buen libro,

me narra en cada arruga mil historias

que se han grabado a fuego para siempre.

Que tu piel es un lienzo que huele a pergamino,

a cuento milenario,

mezcla de tantas cosas que has vivido,

pintadas con tus risas y tus llantos.

 

Y que yo me he perdido todo eso por no estar a tu lado.

 

Que tu belleza es única, de joya trasnochada,

de encaje de bolillos, de caballero antiguo.

Que tu aroma es añejo,

mezcla de olor de rosas, y de un buen vino viejo,

de ese que con el tiempo se va haciendo más fuerte,

y gana intensidad, y dura para siempre.

 

Que tu olor y tu imagen están siempre conmigo.

 

Que nunca disfruté el tacto de tu piel, pero no importa.

Lo imagino como un roce de seda,

como un crujir de hojas en el otoño,

y que me hace evocar, tan solo con pensarlo,

aquellos cuentos que viven solamente en nuestra infancia,

y una historia soñada, que no por no escribirse

deja de ser la historia que mi alma deseaba.

 

Que yo siempre te estaré agradecida por darme ese regalo:

hacerme sentir niña cuando yo ya sea vieja

será lo más bonito que la vida me dé

como un obsequio del todo inesperado.

 

Que pensar todo eso me duele muchas veces,

y que entonces me engaño

y me digo que tengo la vida por delante

para quererte, para darte mi amor,

pero luego recuerdo

que cuando me despierto de mis sueños

solo tengo mi vida por detrás, sin habértelo dado.

 

Y sigo deshojando el almanaque, escribiendo y soñando,

y viviendo mi vida sin dejar que tu ausencia me la robe.

Me niego a que me gane la nostalgia

y también a que un velo de tristeza enturbie mis riquezas

que son muchas:

esa sangre que corre por mis venas, mis hijos, mis amigos,

mis manos y mis ojos, mis libretas,

mis ganas de vivir, mis retos de escritura,

los paseos por la playa,

estos pobres intentos de sentirme poeta.

 

Todo eso es medicina,

y bálsamo que calma el dolor de la herida

que tú me has provocado sin quererlo,

incluso sin saberlo,

pero que, cuando duele,

me sigue recordando que estoy viva.

 

Y así sigues colándote en mis sueños,

que son mundos sin puertas por los que siempre campas a tus anchas,

libres de las fronteras que la razón me impone

cuando, al amanecer, abro los ojos,

y recuerdo que tengo que segar bajo mis pies la hierba del deseo,

que es mejor olvidar lo que he soñado,

y renegar de orgasmos escarpados

a cuya cima llego sin aliento.

 

Que así dolerá menos recordar todo el día que no te tengo.

 

Pero cuando la noche me acaricia de nuevo

olvido mis promesas y, otra vez,

sin querer o queriendo,

vuelvo a regar la planta de mi amor sin saber nunca

si crecerá o se echará a perder,

pero la cuido lo mejor que sé y con todo mi esmero,

porque es lo único que tengo al alcance de mi mano

y ahí encuentro consuelo.

 

Y me he dicho mil veces que he logrado olvidarte,

me he mentido mil veces al decirlo,

y he vuelto a recordarte y a quererte,

y negarte tan solo me ha servido

para aferrar de nuevo, como un náufrago,

la tabla de ese amor del que reniego.

Porque vivir contigo es imposible,

pero vivir sin ti, ni imaginarlo quiero.

 

Estás a mil abrazos de distancia

y aunque nunca te llegue el eco de mi voz

solo la muerte acallará mis labios

que siguen empeñados en pronunciar tu nombre,

y sangran cada vez que lo pronuncian

porque se sienten secos

y sueñan con la lluvia de tus besos

como sueña con ella la arena del desierto.

 

Ojalá que supiera un conjuro para cambiar el curso de las olas,

ojalá que pudiera hacer soplar a mi favor al viento,

pero ni sé ni puedo.

Tan solo está al alcance de mi mano navegar sobre ellas

y rogar que sea brisa, y no huracán,

lo que haga que se mueva mi velero.

 

Y después de escuchar mi confesión tan solo resta

que vuelva a repetirte lo mucho que te quiero,

que jamás te he olvidado,

por más que lo he intentado.

 

Y es que ya he comprendido

que no debo empeñarme en olvidarte

porque siempre serás parte de mí.

Pero al fin aprendí a vivir sin ti

y a estar en paz conmigo.

Adela Castañón

 

Imagen cabecera: Gerd Altmann en Pixabay

Imagen subtítulo: Pixabay

O mío o de nadie

Cierra la puerta de madera azul silenciosamente y se dirige al salón. Allí están los envoltorios rasgados de los dos paquetes que le han entregado a primera hora de la mañana.

***

Abrió primero el más voluminoso. Había especificado que lo entregaran en ese horario. Así podría abrirlo a solas, cuando Antonio estuviera en el trabajo. Quería probarse su traje de novia sin testigos al menos una vez. Luego lo subiría al piso de Violeta, su mejor amiga, que vivía justo encima, en su mismo bloque. El día anterior las dos habían estado haciendo sitio en el armario de Violeta para guardarlo allí hasta el domingo, el día de la boda. Pero primero necesitaba vérselo puesto sin nadie más opinando a su alrededor. Entró al dormitorio, cerró la puerta azul, y se lo probó absolutamente todo. La ropa interior sin estrenar, la liga azul, los zapatos forrados de satén color blanco roto, a juego con la preciosa mantilla del vestido. Incluso se hizo un moño apresurado para poder ponerse también el tocado del pelo. Y con todo puesto volvió al salón a abrir el otro paquete, el pequeño.

Venía sin remite. Vestida de novia entró a la cocina y regresó con unas tijeras con las que cortó el hilo. Sonrió pensando si serían las primeras invitaciones de boda, las que no llegaron y le costaron un disgusto hasta que en la imprenta hicieron una nueva tirada a mitad de precio. ¡Vaya mal rato que habían pasado Antonio y ella! Estaría bueno que Correos hubiera decidido ahora enmendar la plana. Las guardaría como recuerdo de una anécdota que contar a sus nietos cuando los tuviera. Rasgó el papel sin contemplaciones y sacó lo que venía dentro de un sobre.

No eran invitaciones. Eran fotos. Un portal. Un coche. Un hombre saliendo del coche. Una cara visible en escorzo, a pesar de la capucha de la sudadera subida. Otro coche. Una mujer. Gafas de sol enormes, y unos pendientes que nadie más sería capaz de llevar puestos. El rótulo con el nombre del hotel. La puerta de una habitación. El número 123. Ropa tirada en el interior de la habitación. La sudadera en el respaldo de un sillón. Las gafas en el asiento. Una zapatilla deportiva de hombre. Unos tacones de mujer. La cama. Antonio. Violeta. Sus cuerpos mezclados. Sus ropas mezcladas. Pero sus cuerpos y sus prendas separados. Los unos entrelazados en la cama. Las otras desparramadas, vacías, obscenas.

***

Piensa que al cuadro de esa mañana solo le faltaba su ramo de novia. Nardos blancos. Pero ya no lo necesitará. Por su cara, maquillada solo con una sonrisa vacía, su pérdida se escurre en hilos de sal que escuecen y queman. Ahora el vestido parece aún más brillante por las manchas rojas que lo adornan, de un rojo más vivo que el de cualquier rosa. No soltó las tijeras en ningún momento desde que cortó el cordón del paquete. Ni mientras miraba las fotos, ni cuando se sentó en el sofá durante no sabe cuánto tiempo, ni al escuchar la llave de Antonio en la cerradura, ni cuando Antonio se acercó a ella con los ojos abiertos y asombrados al descubrirla vestida de novia.

Ahora, por fin, deja las tijeras húmedas de dolor y rabia roja sobre la mesa. Coge el móvil y llama a la policía. Tardan poco en llegar. Ella misma les abre. No se ha cambiado de ropa. Los agentes se miran, descubren las tijeras y el móvil sobre la mesa. Y ella, al ver que dan un paso hacia la puerta azul del dormitorio, pronuncia las primeras palabras desde hace varias horas.

–Deberían llamar al forense y esperar en el salón. –Se da cuenta de que los agentes son demasiado jóvenes, se compadece de ellos, y los tutea–. Ya he terminado. Mejor que no entréis ahí.

Adela Castañón

Imagen: Unsplash

La niñez en el desván

Conduje despacio. Doblé el último recodo del camino, detuve el coche, me bajé y abrí la cancela de hierro. Cuando vi la casa al final del sendero de gravilla, acudió a mi memoria la primera frase de Rebeca, una novela de Daphne du Maurier: “Anoche soñé que había vuelto a Manderley”. La imagen de la casa se superpuso a la última que conservaba de ella en mis recuerdos: una mansión que se iba empequeñeciendo ante los ojos del niño de ocho años que yo era, de rodillas sobre el asiento trasero del coche de mi madre mientras nos alejábamos de allí. Aquel día ella me obligó a subir y nos marchamos con tanta prisa que ni siquiera dejó que me despidiera de nadie.

Dejé mi coche aparcado y me acerqué caminando despacio. La casa y las dos esculturas de los leones que flanqueaban la entrada principal fueron aumentando de tamaño a medida que me aproximaba, pero cuando llegué a la escalinata de acceso me sorprendí al encontrar que todo era más pequeño de lo que recordaba. Entonces empezó a soplar el viento y su rumor devolvió a las cosas el tamaño original. La voz del bosque que rodeaba la mansión, esa voz que solo un niño puede escuchar, se coló por mis oídos y violó mis defensas de adulto. Cuando puse el pie en el primer peldaño volví a sentirme sobrecogido por el susurro de unas hojas que me contaban mil historias cuando era un crío.

Metí la mano en el bolsillo de la chaqueta para buscar la llave y mis dedos tropezaron con la carta del despacho de abogados. Me sabía su contenido casi de memoria y podría haberla dejado en el hotel, pero tocarla en ese momento me reconfortó. Era un consuelo absurdo, como si los folios fueran un lastre que impidiera que el viento me arrastrara por aquellos parajes que llevaba tantos años sin pisar. La carta era el recordatorio de que ya era un hombre adulto, el único heredero de la mansión de mi abuela. Suspiré, saqué la llave y terminé de subir los escalones mientras me aflojaba la corbata. Al llegar a la explanada me recibieron las ráfagas de polvo que siempre daban la bienvenida a cualquiera que pisara aquellas tierras en otoño. Miré al cielo. Las nubes se movían a mucha velocidad y me pareció que era la casa la que se desplazaba. El viento cambió y los rumores del bosque y del salto de agua que se escondía detrás de los jardines golpearon sin piedad las puertas de mi memoria.

En el interior todo estaba igual que entonces, aunque la habitación parecía haber encogido, quizá por culpa de las sábanas blancas que cubrían todos los muebles y les daban el aspecto de pequeños fantasmas. Cerré la puerta y abrí las ventanas mientras caminaba hacia la escalera que llevaba al piso superior. Acaricié con el dedo la barandilla de caoba por la que tantas veces me había deslizado cuando los adultos no me veían, me detuve en el descansillo y volví la cabeza. Abajo, los cristales abiertos dejaban pasar motas de polvo en suspensión que parecían bailar al ritmo de los sonidos que se colaban en la casa enganchados a ellas.

Recorrí las habitaciones una por una y llegué al final del pasillo del piso superior. Allí, al fondo, estaba la escalera volante que llevaba al desván. La trampilla estaba cerrada, pero habían dejado la escalera colgando, como una tentación que me llamaba. Tragué saliva, me acerqué y subí despacio. El tercer peldaño seguía crujiendo, igual que en mi niñez. Entonces ese ruido me avisaba cada vez que un adulto se acercaba a mi santuario, y el tiempo que tardaban en subir los cinco peldaños restantes me proporcionaba los segundos justos para preparar un recibimiento modélico. Casi nunca necesitaba hacer nada, pero a veces tenía que esconder a toda prisa algún trozo de chocolate robado de la cocina cuando me castigaban sin cenar, o la barra de labios de la abuela que cogía prestada de vez en cuando para pintar en mis soldados de juguete la sangre que daba verosimilitud a las batallas que libraban en mis manos. Allí, en aquellas alturas, junto a los papeles y cachivaches familiares, se apilaban mis recuerdos. En mi refugio siempre había ruidos. El salto de agua se escuchaba sin parar, y las ramas de los árboles eran allí más habladoras. Supongo que al ser más livianas y estar más altas, no les costaba trabajo hacerse oír.

Di media vuelta y, a punto de bajar, recordé mi escondite secreto. Sonreí, me quité la corbata y me agaché para levantar una tabla suelta que había en el rincón del fondo. No esperaba encontrar nada. Aunque me fui de la casa de modo precipitado, no había dejado escondido ningún tesoro importante. Por eso ahora, al asomarme a ver el hueco, me sorprendió encontrar un montón de cartas cubiertas de polvo y atadas por un lazo.

Me senté en el suelo y crucé las piernas igual que hacían los indios alrededor de una hoguera en las películas de mi infancia. Mi sonrisa se hizo más amplia al darme cuenta de que no adoptaba esa postura desde que salí de la mansión. Deshice con facilidad el lazo y empecé a leer.

Eran cartas de amor. A las voces del viento y del agua se sumó ahora el rumor del papel, de los folios que crujían cuando los sacaba de sus sobres, de sus tumbas de silencio. El sol se fue escondiendo y me acerqué al tragaluz para poder seguir leyendo. Me asomé al exterior y la casita de los botes apareció ante mis ojos. Entonces di un salto, miré la fecha de la primera carta y todo encajó en su lugar.

Las cartas, entre susurros, me estaban contando la verdad después de tantos años.

Reconocí la letra de mi padre en muchas, pero no lo reconocí a él en las palabras del hombre atormentado que asomaba entre las cuartillas apropiándose de su letra, de su forma de hablar. Y sin embargo era él.

De la letra de mi abuela no me acordaba y no la reconocí. Pero me costaba trabajo reconciliar su imagen con la de la autora de la otra parte de la correspondencia. Para mí, la abuela era eso: la abuela. Aunque no llevara moño, ni tuviera el pelo blanco. Aunque me contara los cuentos al volver de cenar con sus amigas sin detenerse ni a quitarse los tacones ni la pintura de labios. Pero la que se carteaba con mi padre era y no era esa mujer.

La primera carta estaba fechada al día siguiente de mi precipitada marcha con mamá. Papá no regresó con nosotros ese día a la ciudad, ni llegó a casa al día siguiente, ni al otro, ni al mes siguiente. Sencillamente, yo me quedé esperándolo, pero nunca regresó.

Y es que ese día, en la buhardilla, mi yo de ocho años solo recordaba lo divertido que estaba mientras espiaba con mis prismáticos a papá y a la abuela. Estaban en la casita de los botes, donde guardábamos todos los aparejos para cuando salíamos a pescar. Papá estaba colocado igual que cuando me enseñaba a lanzar la caña, y abrazaba a la abuela por la espalda. Recuerdo que pensé que era estupendo que le estuviera enseñando también a ella, y que quizá, por fin, la abuela habría decidido acceder a mis continuas peticiones para que viniera con papá y conmigo cuando íbamos de pesca.

Me sentía feliz, y estaba tan concentrado observándolos que no escuché crujir el tercer escalón. Y entonces mamá entró, me vio y me quitó los prismáticos para mirar ella.

Acaricié las cartas. Me llevé el montón de sobres a los labios y, por fin, pude decir adiós a muchas cosas. Me despedí de mi niñez, y la imagen de espejo del lago en el que pescábamos se hizo añicos, dejándome ver ahora la historia del amor culpable que se escondía aquel día en la caseta y que mis ojos de niño vistieron de inocencia. Me despedí también de mi padre y de mi abuela. De mi padre, siempre serio, y de mi abuela, siempre guapa y con su sonrisa como el mejor maquillaje. Y perdoné a mi madre, siempre triste, al comprender que ella fue quien perdió más.

Salí del desván y cerré la trampilla. Y mi infancia, después de tantos años cautiva, encerrada en la buhardilla, escapó por el tragaluz y me dejó marchar.

Adela Castañón

 

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Imágenes: cabecera, Денис Токарь en Unsplash; final, matthew Feeney en Unsplash

La mejor elección

A veces, en la vida, llegamos a encrucijadas en las que hay que elegir. Y se me ocurrió imaginar un poema sobre una posible decisión que podría ser, o no…

La mejor elección

Mejor llenarme el alma con ese aire de vida

que consigue que las ramas de un árbol

susurren mil historias,

a dejar que mi boca se llene

de tierra de sepulcro que me asfixie.

 

Mejor buscar el verde de las hojas,

a dejar que me ahoguen los recuerdos

que, aunque son mis raíces,

ya están en el pasado,

y el pasado está muerto.

 

Mejor buscar valor en el futuro

y aprovechar mi vida,

que empeñarme en buscar en el ayer

a un fantasma que surge de la rabia

y del dolor de una ilusión perdida.

 

Pues tú abriste la puerta de esta historia

y dejaste que entraran en mi alma

primero, la esperanza,

y luego, la añoranza y la tristeza,

sin importarte mucho que me hirieran.

 

Y por eso te digo, aunque me duela,

que la historia y la puerta

hoy las cerraré yo.

Y lo mejor será que, desde ahora,

nos digamos adiós.

 

Adela Castañón

 

Imagen: Pixabay

Historias encadenadas

Bárbara Gil, mi profesora del curso de Relato Breve en la Escuela de Escritores, me propuso el reto de enlazar tres microrrelatos que entregué en uno de los ejercicios. Acepté su propuesta y escribí este relato breve en el que mezclé esas tres historias con alguna cosa más. Y el resultado han sido mis Historias Encadenadas: 

No sabes con quién has dormido esta noche. He vivido a tu lado treinta años, pero solo he estado viva el último mes. Desde el día que entró el otoño. Desde el último día de vacaciones. Desde que partió tu tren y descubrí que me habías engañado. Desde que lloré por última vez.

Y desde que conocí al hombre de mi vida, aunque todavía no sé su nombre.

Mañana te despertarás al lado de este cuerpo que tanto te gusta, con su piel cuidada y su pelo teñido. Y entonces descubrirás que el alma que vivía encerrada en su interior, llena de costurones mal cicatrizados, ha alzado el vuelo y, esta vez, es para siempre. Porque hoy es el primer día del resto de mi vida y me marcharé de casa al anochecer.

***

Me marcho de casa al anochecer. Porque, por fin, he reunido el valor suficiente para seguir al hombre de mi historia. Camino detrás de él, a una distancia prudente, hasta la boca de metro. Dejo que se interpongan más viajeros trasnochadores para que no me descubra.

Cuando voy a acceder al andén, el torniquete de paso se bloquea.

Él sube al tren, las puertas se cierran, y veo cómo se aleja mi historia dentro del vagón.

***

Dentro del vagón del siguiente tren, mi cuerpo se desplaza persiguiendo mi sueño, pero la distancia entre nosotros no se acorta. Sin moverme del asiento, mi mente se pone en marcha y mis dedos emprenden una ruta de kilómetros de tinta mientras escribo esta historia en un cuadernillo ajado que siempre llevo encima.

***

En el cuadernillo ajado que siempre llevo encima dejo salir mi pena. Al vagón sube una mujer de pelo verde y, en la parada siguiente, una niña de la mano de un hombre. La niña mira el pelo, sonríe y le hace una pregunta a la mujer:

–¿Por qué tienes el pelo de color verde?

La mujer solo lo piensa dos segundos antes de responder:

–Porque soy medio elfa.

Y yo, que he dejado de lado mi dolor, empiezo una hoja nueva del cuadernillo. Allí, sobre el papel, la mujer del pelo verde se sentará frente a un ordenador y empezará a escribir una historia maravillosa sobre una tal Zoila, una chica medio humana y medio elfa.

***

El metro llega a final de trayecto. Cierro el cuadernillo y me bajo. Ahora mi dolor y mis historias pertenecerán a otro día y a otro vagón.

***

Cover Image

 

A veces salen historias sorprendentes cuando se mezcla la realidad con la ficción. Mi relato de hoy es ficticio salvo en un pequeño detalle: la mujer de pelo verde existe. Se llama Chiki Fabregat, es profesora de la Escuela de Escritores y ha escrito una trilogía preciosa cuya protagonista es Zoila, una muchacha medio humana y medio elfa. Os la recomiendo. 

Adela Castañón

 

Imagen de Manuel Alvarez en Pixabay

Cobardía

Hoy pensé en que no estamos obligados a ser héroes. Y por eso, porque no siempre el valor tiene que ser protagonista, escribí esta poesía. 

Qué fácil es hablar si no se sabe

de lo que se está hablando.

Y qué fácil juzgar cuando se es juez

en vez de condenado.

 

Tan fácil es, como esconder la pena

detrás de una careta sonriente,

para poder pensar que se está a salvo

del resto de la gente.

 

Y revestirse, a los ojos del mundo,

de una armadura falsa,

de una seguridad tan frágil

como una telaraña.

 

Intentar defenderse de ese modo

de algunos sentimientos

es algo así como querer parar

con las manos al viento.

 

Y entre ofrecer preguntas o respuestas

no es fácil la elección.

Y tampoco es sencillo cuando habla

el corazón en vez de la razón.

 

Y por eso, cuando alguien me pregunta,

me pongo la careta y la armadura,

porque a veces el dolor más intenso

tiene su origen en la emoción más pura.

 

No te valdrán de nada mis respuestas

si no aceptas la vida que he vivido.

Pero a pesar de todo sigo hablando

porque prefiero mi dolor a tu olvido.

Adela Castañón

Imagen de Lars_Nissen_Photoart en Pixabay

La campana

No fue capaz de comerse todas las gachas que eran su cena de cada día. Llevaba unas semanas con el estómago revuelto. Le quedaba más de media escudilla y echó el resto en la lumbre. El crepitar de las llamas empezaba a menguar y ella se arrebujó un poco más en la toquilla. Miró hacia la cortina que separaba la habitación de una pequeña despensa donde almacenaba la leña, los calderos y el taburete que usaba para ordeñar a las vacas desde que algún vecino, aún más pobre que ella, entró de noche al establo y le robó el que tenía. Menos mal que Miguel, su Miguel, le había hecho otro poco antes de volver a embarcarse en el ballenero, hacía unos meses.

Dudó si echar otro leño al fuego, pero le pudieron la pereza y el cansancio. Sin quitarse la toquilla levantó la cobija de lana que cubría el jergón donde dormía junto a la lumbre y se sentó para quitarse los zuecos. A punto de sacarse el segundo, un ruido del exterior atrajo su atención. Una de las campañas de la iglesia había empezado a tañer. Supuso que debía ser la grande. Desde que ella había llegado al pueblo era la primera vez que la escuchaba.

Inquieta, removió el fuego con el atizador. Las llamas cobraron vida. Pero, en vez de calentarse, sintió el frio del suelo subir por sus piernas hasta asentarse en su vientre, donde las pocas gachas que había cenado se convirtieron en piedra.

Se puso de pie y se encaminó hacia la ventana. El crepitar de la lumbre se mezcló con el doliente tañido y elevó una plegaria silenciosa a la Virgen de Lourdes, patrona de los balleneros. Se tapó los oídos con las manos para concentrarse en su rezo, y, a pesar de que a mitad de la primera avemaría empezó a recitar en voz alta, cuando separó las manos del cuerpo los repiques, en lugar de detenerse, habían arreciado.

Ella no había escuchado nunca tocar a rebato, pero sus tripas le dijeron que lo que escuchaba era eso. Arrastró los pies por el piso. La suela del zueco derecho parecía quererse pegar a las losetas, mientras que el pie izquierdo, calzado solo con la media de lana, con el otro zueco olvidado junto al jergón, se empeñaba en avanzar. Se dio un golpe en el dedo meñique con la pata de la mesa, pero los tañidos y el rumor del fuego, convertido en un gruñido sordo, no dejaron que sintiera el dolor del golpe. En dos pasos alcanzó la ventana de la casucha.

Levantó la tranca que sujetaba las hojas de madera con las dos manos y a punto estuvo de darse otro golpe en el pie cuando la dejó caer al suelo sin miramientos. Apoyó la frente en el cristal, y alrededor de su boca el vidrio se empañó al instante. Quitó el vaho con el puño de su vestido e hizo visera con las manos a los lados de la frente para poder ver el exterior.

Donde esperaba oscuridad, había un resplandor que procedía de una de las playas del pueblo. Reinició su plegaria con voz temblorosa al comprender que los puntos de luz que confluían hacia ese punto eran los candiles de sus vecinos, alertados por el toque de arrebato. Y la luz más fuerte, la de la playa, no hacía sino aumentar. Ella cerró los ojos como si con eso pudiera hacer desaparecer la imagen de su cerebro. Sabía que era la playa de los muertos. La llamaban así porque casi todos los barcos que naufragaban acababan devolviendo en esa orilla sus despojos, sin importar que fueran cargamentos de aceite, de contrabando, o cuerpos de marineros destrozados por las rocas de las rompientes.

Las gachas en su estómago se removieron como el mar embravecido y el gruñido de sus tripas se mezcló con el del fuego, las campanas y los rezos. Miró al fondo del cuartucho. El zueco solitario parecía llamarla, pero se sentía incapaz de acercarse a la lumbre. Junto a la ventana, entre el resplandor del incendio de fuera y el estruendo de la lumbre de su chimenea, un fuego distinto, el de la bilis subiendo por su garganta, le provocó un escalofrío.

A punto de dar un paso escuchó unos golpes innecesarios. En el pueblo poca gente cerraba sus puertas, y una vecina entró, sin esperar respuesta, arrastrando con ella un revuelo de hojas y copos de nieve. Al ver a la joven parada junto a la ventana, se detuvo y cerró la puerta con el codo sin dejar de mirarla.

–Ay, Lucía, ay…

Se miraron en silencio unos segundos. Lucía quiso decirle que se callara, pero la bilis ocupaba el sitio donde debería haber estado su voz. La vecina se santiguó.

–Es el Princesa de Loreto, hija.

Lucía se tapó la boca con las manos. Maldijo el tañido de las campanas por no ahogar la frase de la pobre mujer, nombrando el barco de Miguel, como si por no escucharlo no hubiera ocurrido. Volvió a mirar afuera. El incendio en la playa había arreciado tanto que creyó que amanecía, aunque sabía que era imposible.

Las piernas se le volvieron agua. Apoyó la espalda en la pared y su cuerpo se deslizó hasta quedar sentada en el suelo donde permaneció varios minutos mientras oía hablar a la otra sin enterarse de lo que le decía. Vomitó sobre el delantal todo su dolor y su miedo, y eso hizo reaccionar a la vecina que acercó y la sujetó por las axilas para ayudarla a llegar al jergón.

Mientras la mujer trajinaba buscando un trapo con el que limpiarle la cara, Lucía notó algo caliente que le corría entre las piernas. Fijó la mirada en el sitio donde había estado sentada. En el suelo había hilillos de sangre mezclados con los restos de bilis.

Lucía puso las manos en su vientre y se echó a llorar. Había perdido lo único que le quedaba de Miguel.

Adela Castañón

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Imagen cabecera: Chris Barbalis on Unsplash

Imagen cierre: czu_czu_PL en Pixabay

El amor y los celos

Hace mucho, mucho tiempo, en un mundo infinito, mil veces mayor que el que todos conocemos, poblado por míticas criaturas de todas clases, nacieron dos pequeños, un niño y una niña, que crecieron juntos desde su más tierna infancia.

Sol, que así se llamaba el chico, poseía la magia del fuego. Todo el que se acercaba a él podía notar su calor y hasta las almas más frías hallaban consuelo si Sol andaba cerca.

La magia de Luna, su amiga, era la luz. Cuando Luna paseaba por ese mundo, cobraban vida muchas criaturas menores que, alimentadas por su brillo, se convertían en estrellas que comenzaban a tener su propio resplandor. Luna era modesta, sencilla, y todos la querían.

Sol y Luna compartían juegos y risas, y los dioses de aquel mundo antiguo disfrutaban mientras veían cómo crecían en armonía y cómo desarrollaban sus dones cada vez más. Cuando Luna se acercaba a Sol, en su interior crecía un calor que dejaba pequeño al que emanaba de su amigo. Nada le gustaba tanto como tomar su mano para, con los dedos entrelazados, seguirlo en todas sus aventuras. Y Sol se descubría pensando cada vez más en cuánto le gustaba compartir con Luna cada instante. La felicidad de las dos criaturas crecía a la vez que lo hacían sus dones, y era tan intensa y pura que se contagiaba a todos cuantos los rodeaban.

Un buen día, cuando Sol y Luna eran todavía muy jóvenes, apareció una joven desconocida que hizo de aquel universo su hogar. Se llamaba Tierra, y tenía el don de crear vida. Su aspecto, muy diferente del de Sol y del de Luna, cambiaba con el tiempo, vestía un traje de mil colores donde el azul de los océanos formaba dibujos maravillosos al combinarse con el oro de las arenas del desierto o el verde de sus bosques infinitos. Llegó sola, y Sol y Luna la adoptaron enseguida como compañera de juegos y aventuras.

Todo parecía ir bien entre los tres, hasta que en la superficie de Tierra empezaron a crecer unos puntitos minúsculos, casi invisibles, que solo ella percibía como una especie de picor interior. A veces era un picor agradable, pero con el paso del tiempo se fue convirtiendo en algo mucho más complejo. Había ocasiones en que sentía algo dulce y cálido y otras en las que un sentimiento incómodo, como el rumor de una colmena, la hacía encontrarse mal.

Tierra aprendió a escuchar el murmullo de esos miles de criaturas y descubrió el significado de palabras que hasta entonces habían sido desconocidas para ella. Supo lo que era el amor, y la dulzura, pero también averiguó que todo tenía su contrapunto, y los celos se adueñaron de ella.

Porque Tierra comprendió que Sol y Luna se amaban.

Loca de rabia, Tierra empezó a girar sobre sí misma para arrancar de su interior esa negrura. Pero su envidia era tan fuerte que cada vez daba vueltas a más velocidad. Tanto giró que a su alrededor se formaron remolinos de viento que separaron a Sol y a Luna que, por más que lo intentaban, no conseguían acercarse el uno al otro.

Entonces Tierra, al ver que su giro mantenía a los amantes separados, se propuso no parar de dar vueltas y consiguió que Sol y Luna no lograran encontrarse.

Los dioses contemplaban impotentes la tragedia porque sus normas no les permitían interferir en los actos de sus criaturas. Pero el dios del Amor, compadecido de Sol y de Luna, esperó con paciencia. Sabía que llegaría un momento, alguna vez cada muchos, muchos años, en que Tierra tendría que dar la espalda a sus amigos para tomar aliento.

Y llegó el día en que Tierra se detuvo unos segundos, mientras miraba hacia otro lado. Entonces el dios Amor creó un eclipse.

Y, durante unos minutos, Sol y Luna pudieron volver a besarse antes de regresar cada uno al destierro de su eterno día y de su noche eterna.

Y la Tierra, impotente, contempla cada muchos años como, en toda su superficie, miles de ojos se alzan al cielo para admirar el beso de dos amantes que se vuelven a encontrar.

Adela Castañón

Imagen: Guillaume Preat en Pixabay

El nombre del olvido

A mis pacientes y a sus familias.
Y a mi padre, que me enseñó a amarlos como personas
antes que a verlos como enfermos.

–¡Mamá! ¿Otra vez? –le grita Maribel. Las ganas de llorar y la impotencia la invaden cuando sorprende a su madre con el teléfono pegado a la oreja.

Juana mira a su hija, aprieta los labios y agacha la cabeza. Baja la mano despacio y deja que Maribel le quite el auricular sin ofrecer resistencia. Al otro lado del hilo se ha repetido el mensaje de siempre, aunque Juana no se acuerde de un día a otro: “El número marcado no existe”. Y luego, también como siempre, solo silencio.

Juana se sabe ese número de memoria. Los lunes, miércoles y viernes Andrés, su novio, la llama por teléfono, pero los martes, jueves y sábados es ella la que le telefonea. Los domingos no hace falta. Es el día que se ven y pasean del brazo por la plaza del pueblo. Él camina muy erguido y ella taconea con fuerza. Al fin y al cabo, Andrés ya ha hablado con sus padres y se casarán en verano.

Maribel se muerde el labio. No quería hablarle así a su madre, pero está cansada. No se ha sentado en toda la mañana y ha discutido otra vez con sus hermanos. Vale, ella está soltera y es la única que todavía vive en la casa familiar, pero no le parece justo que toda la tarea recaiga sobre sus hombros. Cuelga el auricular y le acaricia la mejilla.

–¡Ea, vamos! Que, aunque el médico suele llevar retraso, como se nos escape el autobús llegaremos tarde. –Eso último lo dice más para ella. No espera respuesta.

Echa sobre los hombros de su madre una toquilla tan antigua como el teléfono, como los muebles del salón, heredados de los abuelos, como los techos altos de la casa, impensables en cualquier piso moderno. Maribel, a sus cuarenta años no recuerda que su madre haya querido mover ni siquiera un cuadro de la pared. Un novio que tuvo le preguntó una vez cómo era capaz de vivir en un museo, y a ella le dio vergüenza contestarle. Aunque sabe que su madre necesita estar entre sus cosas para sentirse feliz, después de aquello pensó proponerle algún cambio en la decoración. Pero el momento quedó atrás y ahora ni se le pasa por la cabeza.

En la consulta, el doctor les estrecha la mano y empieza a hablar con Maribel como si Juana no estuviera delante. De todos modos, la anciana también lo ignora. Está mirando a la enfermera con su bata blanca mientras se pregunta qué hace ahí esa lagartona en lugar de estar despachando en la tienda de ultramarinos del pueblo. Sabe que tiene los ojos puestos en Andrés, pero su hombre es cabal. Más le vale a esa tipa no hacerse ilusiones, piensa Juana, porque yo seré la que esté junto a Andrés, de blanco delante del altar mayor, el día de la Virgen de Agosto cuando el cura nos eche las bendiciones.

El médico ha cogido unos papeles del cajón, y se los enseña a Maribel, aunque la pobre está más pendiente de la cara del doctor que de sus palabras. Juana, ajena a la conversación, se cansa de mirar a la enfermera y sus ojos se posan sobre el folio que hay encima de todos. De soltera fue maestra, y lee bien al revés. Y entonces la realidad llega en forma de un puñetazo de papel con la dureza del pedernal. La mano de Juana tiembla y busca el brazo de su hija. Maribel y el médico la miran a la vez, ven sus ojos fijos en el folio, y cruzan una mirada. Un segundo después, como niños cogidos en falta, hablan a la par.

–¿Se encuentra bien, Juana?

–¿Mamá? ¿Te pasa algo, mamá?

La anciana nota la boca seca y no responde. La enfermera no habla, pero se acerca y le pone una mano en el hombro. Juana, anclada al brazo de su hija, le dirige una sonrisa desdentada como desagravio por haber pensado que era la pelandusca de la tienda.

–¿Me dice dónde está el servicio, por favor? –Su voz suena cascada.

–Claro, señora. Acompáñeme.

Juana se levanta y camina hasta el baño del brazo de la enfermera. Cuando llegan a la puerta, le habla en tono más firme:

–Puedo volver sola, gracias.

La enfermera vacila, pero acaba por darse la vuelta. Juana entra, cierra con el pestillo y se sienta sobre el váter sin levantar la tapa. Se arrebuja en la toquilla y abre mucho los ojos cuando ve su imagen reflejada en un espejo. Es ella y no lo es. Levanta la mano derecha y su doble en el cristal hace lo mismo con la izquierda para atrapar un mechón de pelo. Al doblar el cuello para mirarlo de cerca comprueba que ya no es como el ala de un cuervo. Entre sus dedos se entrelazan hilos de ceniza y nieve.

Entonces mira de nuevo al espejo y, en un instante de lucidez, sonríe al reconocerse. Su reflejo le devuelve todo lo que ha perdido y piensa que sus cabellos grises son los archivos del pasado, que cada cana guarda una historia, cada arruga el recuerdo de una risa o de una herida. La memoria le duele, pero el dolor dura poco. Solo lo que tarda en regresar el olvido. Quizá mañana Andrés conteste cuando lo llame por teléfono. Aunque tendrá que esperar a que Maribel salga de casa.

En el despacho, el médico rodea la mesa y apoya la mano sobre el hombro de Maribel, que parpadea y traga saliva. Piensa que tendrá que hablar con sus hermanos y suspira. Le vienen a la mente los cuentos que su madre les contaba antes de dormir.

Nunca pensó que ponerle un nombre al olvido pudiera doler tanto. Pero duele.

Adela Castañón

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Imágenes cabecera y cierre: Gerd Altmann en Pixabay

 

La historia de un súper héroe

Escuché los pasos de mamá por la escalera mientras gritaba su frase favorita. Me estiré en la cama y me tapé las orejas con los puños, pero sus pulmones son capaces de despertarnos a mi hermano y a mí, aunque nos llame desde la cocina.

–¡Pedrooooo! ¡Levanta, dormilóóóón!

Abrí los ojos y noté algo raro. Al principio, como todavía estaba un poco dormido, no supe bien qué ocurría. Pero cuando mamá empujó la puerta y entró, di un bote. Tenía el tamaño de un globo aerostático y estaba muy lejos de mí. Miré hacia los pies de la cama y vi que la sábana era tan larga que no llegaba a verle la punta. Chillé con todas mis fuerzas y ella, en lugar de contestarme, se puso a hablar sola, como si yo no estuviera allí.

–¿Dónde se habrá metido este crío?

Pasó de largo junto a mi cama sin hacer caso de mis gritos y abrió la puerta del baño. Asomó la cabeza, dio media vuelta, se agachó a mirar debajo del colchón. Me mosqueé. ¡El que suele esconderse debajo de la cama para no ir al colegio es mi hermano! Yo soy demasiado mayor y nunca he hecho esas tonterías. Vi apoyarse su mano de giganta en el filo de la cama y su cabeza apareció en mi campo de visión como si fuera una enorme nave espacial. Suspiré aliviado al ver que me miraba, pero se puso en pie de un salto y gritó. Antes de que yo pudiera hacer o decir algo, cogió la sábana por las esquinas y se acercó a la ventana.

–¡Maldito bicho! ¿Cómo habrá entrado?

La tela me tapó los ojos y me agarré a ella sin comprender por qué no me caía. Noté unas sacudidas peores que las de la montaña rusa de la feria, perdí mi asidero y empecé a caer. Pensé que me estrellaría contra el suelo del jardín y cerré los ojos, pero los entreabrí intrigado por lo mucho que tardaba en chocar. Entonces, de golpe, los abrí de par en par.

Mi cuerpo caía despacio, casi como si flotara. El aire me llevó hasta el borde de la piscina, toqué tierra junto a una gota de agua que tenía el tamaño de una pecera y entonces me vi reflejado. Di un salto hacia atrás y la bola peluda con ocho patas hizo lo mismo.

Algo se movió a mis espaldas. Me volví con rapidez y me encontré frente a un grillo de mi tamaño, con levita, chistera y un paraguas en la ¿mano? ¿pata? delantera derecha.

–Hola, criatura. –Con la otra extremidad levantó la chistera para saludarme–. ¿Necesitas ayuda?

Cerré la boca y descubrí que controlaba bien mi cuerpo arácnido porque me rasqué la cabeza sin problemas con una de mis manos. Bueno, con una de mis patas. El tamaño del grillo imponía, pero no parecía tener malas intenciones. Probé a hablar.

–Ejem… –La cosa no pintaba tan mal–. Pues la verdad es que sí. –Me acordé de las lecciones de mamá sobre ser educado–. Soy… me llamo Pedro. ¿Y usted es…?

–Grillo. Don José Grillo, a tu disposición.

Recordé mis primeros cuentos, que ahora eran de mi hermano pequeño. Parpadeé y me fijé más en la chistera y el paraguas.

–¿Usted es Pepito Grillo? ¿El de…?

–¡No!

Levantó la mano. Yo me encogí y guardé silencio. Él suspiró y habló alargando las frases.

–Sieeeempre la misma historia, Señor. ¡Qué aburridoooo! –Volvió a suspirar–. Dejé que usaran mi imagen en el cuento, sí, pero el personaje no es más que una mala copia mía. Pero vamos al grano.

Cogió un monóculo que yo no había visto hasta entonces y se lo puso delante de un ojo. Se inclinó y aproximó su cara a la mía. Yo retrocedí. No tenía miedo, pero me impresionaba el tamaño del ojo a dos palmos de mi nariz. Levantó una ceja y volvió a hablar:

–Supuse que te encontraría aquí, Pedro.

–¿Qué? ¿Por qué…?

–No disimules, mozalbete –me interrumpió–. Eso no te valdrá conmigo. Regalar lo que no quieres o lo que te sobra no tiene mérito. Por supuesto que eres ya muy grande para historias como la de Pinocho, pero ¿no se te ha ocurrido pensar que tu hermano también crece? A ver, ¿por qué no quisiste regalarle los comics de súper héroes que hace meses que no lees? ¿Eh?

–Yo… –callé y miré al suelo.

–Escucha, Pedro. Todavía puedes arreglar esto.

–Quiero arreglarlo, palabra –dije. Y no mentía. Haría cualquier cosa por salir del lío en el que me había metido–. Si me ayuda a volver a casa se los regalaré. Todos.

–Bien, bien, muy bien. Hazlo, y te recompensaré. Mmm… A ver… –Se rascó la barbilla con la mano–. ¡Lo tengo! Te convertiré en alguien tan famoso como yo. Serás un nuevo súper héroe. Y para que no te pase igual que a mí, cambiaremos un poco tu nombre. Pedrito no me parece apropiado, así que el protagonista se llamará Peter. Peter Parker. ¿Te gusta?

–Suena bien –contesté.

–Pues así será. Aunque modificaremos un poco los hechos, ya sabes cómo va esto.

–Claro. No hay problema.

Todo eso estaba muy bien, pero la idea de ser una araña eternamente no me gustaba nada. José Grillo supo lo que yo pensaba y sonrió.

–Toma. –Me entregó su paraguas y lo abrió–. Cierra los ojos y déjate llevar.

Obedecí y noté que me elevaba en el aire. Cuando sentí que me posaba sobre algo blando abrí los ojos. ¡Estaba en mi cama y había recuperado mi tamaño y mi forma de niño!

Al día siguiente le regalé mis comics a mi hermano y mamá, como premio, me compró uno nuevo que acababan de publicar. Se llamaba Spiderman. Iba sobre un chico que se convertía en araña.

Sonreí y empecé a leer.

Adela Castañón

Imagen de macrotiff en Pixabay

Miedos

No le temo a la muerte.

Temo dejar morir las emociones

que aún viven en mi alma.

Temo quedarme huérfana de afectos

mientras que siga viva.

Temo que el tiempo me traiga respuestas

cuando ya no me queden más preguntas

y sea tarde.

 

Y por eso,

para vencer mis miedos,

sigo regando con la tinta de mis letras

el árbol de mis cuentos,

el jardín de todos los poemas

donde atesoro aquellos pensamientos

que alimentan mi alma

para que sigan vivos en mis versos.

 

Y por eso,

para vencer mis miedos,

comparto con amigos lo que escribo

y me viene devuelto

el fruto de mi esfuerzo.

Porque regresa a mí lo que publico

envuelto en las palabras de cariño

de amigos que me regalan su afecto,

su presencia en la ausencia,

sus palabras de aliento

que son el combustible que me anima

a seguir escribiendo.

 

Y por eso,

para vencer mis miedos,

siempre que tenga dudas

te miraré a los ojos.

Y en vez de una pregunta

te daré mi respuesta

y te diré “Te quiero”.

Y ojalá que tus ojos me contesten

y tu respuesta no se pierda en el tiempo.

 

Y así, pensando en ti,

sin ponerte una cara ni un nombre,

puedo alejar mis miedos.

Y la vida les gana por la mano,

y yo sigo escribiendo.

Adela Castañón

Imagen:  Gerd Altmann en Pixabay

Las flores de mamá

Papá se marchó en invierno. Ahora es primavera y mamá se ha vuelto más cuidadosa desde que estamos solos. Ya no se cae tantas veces por la escalera. Tampoco llora casi, y le he preguntado por qué:

–Mami, ¿por qué antes llorabas y ahora no?

–Pues…

Mamá es un poco despistada y se ha quedado pensando, así que le he ayudado.

–¿Es que te daban alergia las flores que te regalaba papá? –Antes de irse, papá traía muchas veces ramos de rosas blancas para mamá.

–¡Qué niño tan listo tengo! –A mamá le han empezado a brillar los ojos, pero ya no hay flores y no ha llorado–. Lo has adivinado, Ángel.

Me ha dado un abrazo, y por poco me estruja. Menos mal que han llamado a la puerta y me ha soltado para abrir. Es mi tita Loli. Antes no venía por casa, pero ahora se pasa muchas veces y le pregunta a mamá que cómo estamos. A mí me divierte porque es otra despistada. Estamos muy bien. ¡Si ya hace meses que mamá no tropieza con los muebles!

***

Todos dicen que he dado un estirón y que ahora, con las vacaciones de verano, seguro que crezco más. Mamá tiene mucho trabajo y he estado quince días en casa de la tita Loli. Me lo he pasado muy bien y cuando he vuelto a mi casa mamá y la tita se han peleado por algo. Espero que hagan pronto las paces, porque no quiero que sea como cuando papá estaba en casa, que la tita no venía, y yo la echaba de menos. De todos modos ya mismo empieza otra vez el cole y volveré a ver a mis amigos.

***

Cada vez que llaman a la puerta voy corriendo a abrir por si es mi tita, pero ha dejado de venir a visitarnos. Casi siempre es Juan, un amigo de mamá. Ya estamos en otoño, hace unos días empezó el colegio, y Juan viene algunas veces con ella cuando me recoge al salir de clase. Y la otra noche me levanté porque estaba lloviendo y me entraron ganas de hacer pis, y creo que a Juan se le olvidó su paraguas, porque lo vi dormido en el cuarto de mamá. Seguro que ella lo invitó a quedarse a dormir para que no se mojara. La cama de mamá es más grande que la mía, y ahí caben los dos, como cuando estaba papá.

***

Mamá empieza a tener otra vez alergia. De vez en cuando le veo la punta de la nariz muy roja y los ojos brillosos. Y a lo mejor no ve bien, porque creo que anoche chocó otra vez con la puerta del baño. También tiene a veces la cara muy sonrosada, aunque otras veces le salen manchas amarillas o moradas.

El otro día pasó una cosa curiosa. Juan, que ahora vive con nosotros y tiene llave de la casa, entró sin hacer ruido en la cocina.

–¡Sorpresa!

Mamá y yo nos dimos la vuelta. Ella estaba preparando un asado y tenía la cara roja porque acababa de abrir el horno. Y cuando vio el ramo de rosas blancas que traía Juan, se puso de golpe igual de blanca que las flores, aunque sonrió enseñando todos los dientes. No sé cómo hace mamá para que su cara tenga tantos colores diferentes. Igual se lo pregunto un día de estos.

***

Hoy he tenido una sorpresa a la hora del recreo. Me ha llamado mi profe para que fuera al despacho del director, y allí estaba la tita Loli con dos policías muy simpáticos que me han estado preguntando muchas cosas. Yo quería volver al recreo para presumir delante de mis amigos, pero no me han dejado acabar la clase. Me he ido con la tita a su casa, y ella me ha dejado con el tito y se ha marchado con los policías.

He pasado varios días en la casa de mi tita. El tito y ella hablan mucho conmigo. Me han dicho que mamá ha tenido un accidente y que hoy vamos a ir a verla al hospital. Yo les he contado que otra vez vuelve a despistarse bastante y que cuando está sola se cae cada dos por tres, y los titos se han mirado a la cara muy serios. La tita también debe tener algo de alergia, porque los ojos le han empezado a lagrimear. Me han dicho que no me asuste cuando vea a mamá, y les he prometido que seré valiente. He cogido el abrigo, porque estamos en invierno y hace frío, y hemos ido al hospital.

Mamá estaba en una cama. Tenía la cara y el cuello con más colorines que nunca. Cuando he entrado en la habitación ha abierto los brazos y yo he ido corriendo a darle un achuchón.

–Dentro de dos días me dejarán volver a casa, Ángel. ¡Te quiero mucho, mi niño! Ya verás que navidades más buenas vamos a pasar.

***

Creo que la tita Loli ha encontrado trabajo porque ya no viene a casa casi nunca. Aunque ha empezado el cole, la echo de menos. Y supongo que mamá también se siente un poco sola y por eso ahora viene algunas veces a casa con un amigo nuevo.

Tengo ganas de que la tita Loli pueda venir un día, porque mamá siempre se vuelve distraída cuando no estamos los dos solos y quiero preguntarle a la tita como podemos ayudarla para que no se lastime cada dos por tres.  El amigo nuevo me caía bien al principio, pero ayer le regaló flores a mamá y ya no me parece tan simpático.

Le he dicho a mamá que le cuente que las flores le dan alergia, pero ella me ha dicho que me quede calladito. Como soy bueno le haré caso, pero ojalá la tita venga pronto. Porque cuando a mamá le entra la alergia, yo siempre acabo muy triste. Como en invierno.

Adela Castañón

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Cuatro estaciones

Porque cada estación es distinta, también nuestro Mocade alberga escritos diferentes. Y entre artículos, reseñas y relatos se nos cuela de vez en cuando una poesía…

Cuatro estaciones

Ocurrió en el otoño.

Cuando la placidez era la norma,

cuando la edad madura

ya era algo asumido y aceptado,

y la tranquilidad, la mayor ambición.

Un paisaje perfecto,

tan sereno y calmado como un lago,

enmarcaba mi vida.

 

Pero los vientos otoñales

pasaron por mi casa.

Agitaron las ramas de los árboles,

y las hojas volaron.

Mi cielo se pintó de fuego y oro,

y en cada hoja flotante

apareció tu rostro.

Igual que en la Odisea,

yo era Ulises,

y tu voz era el canto de sirenas.

 

Pero las hojas dejaron de volar,

se cayeron al suelo,

y tú, no sé por qué motivo ni razón,

pisoteaste mis sueños.

Cada paso que dabas,

cada nuevo desprecio,

hacía crujir esa alfombra de hojas,

igual que cuando un hueso

se rompe sin remedio.

Viniste disfrazado. Me engañaste.

Te metiste en mi vida, no sé por qué motivo.

Tal vez aburrimiento, o tal vez como un juego.

Me trajiste un otoño de colores

para luego pintarlo en blanco y negro.

 

Y así, tras el otoño,

entró en mi vida el tiempo del invierno.

El arco iris murió.

Solo quedaron mil cuchillos de hielo

que, implacables, desgarraron mi alma,

segaron mis anhelos e ilusiones,

congelaron mi pecho,

me robaron el aire.

Me encarceló esa noche de los tiempos.

El dolor se hizo dueño de mi vida,

la desesperación gobernó mi universo,

derribó mis valores,

limitó mi horizonte,

vistió de soledad con un traje de luto

mis más hermosos sueños.

Le robaste la voz a mi esperanza.

Me cambiaste las alas por cadenas,

como se hace a los presos.

 

Y cuando todo parecía perdido,

tampoco sé el motivo, e ignoro la razón,

pasó la primavera por mi casa

y decidió quedarse.

Como una vieja amiga que viene de visita

en busca de hospedaje

se presentó en mi puerta.

Le abrí cuando llamó,

y le ofrecí posada.

Miró a su alrededor

y se adueñó de todo cuanto había.

Retiró las cortinas

y las sombras huyeron

cuando la luz del sol entró por la ventana.

Mis macetas, tan tristes y tan mustias,

volvieron a brotar, y vi crecer sus flores.

Y de pronto, un buen día,

me descubrí cantando.

Miré a mi alrededor.

Ya no hacía frío.

El aire que llenaba mis pulmones ya no era viento helado.

La sangre de mis venas otra vez era cálida.

La brisa, que besaba mis mejillas,

traía de nuevo aromas a mi casa.

 

¡Qué maravilla sentir la calidez!

¡Saberme otra vez viva!

Ahora mi corazón

tiene toda la fuerza del verano.

Por fin lo he conseguido:

ilusión y razón van de la mano,

y a ti, por si te importa, te he dejado

perdido en mi pasado.

Ya no tienes poder para dañarme.

Ya no tienes un lugar a mi lado.

Mi vida dejó de pertenecerte

Mi libertad es mía,

que la he reconquistado

por mucho que te pese.

 

Quizá tú te esperabas que dijese

cuánto me duele el haberte perdido.

Pero ahora mismo, si te lo dijera

te estaría regalando una mentira,

una migaja apenas,

de aquello que has tenido.

 

Si alguna vez te llegara el invierno

cargado de dolor,

si alguna vez, si en alguna ocasión,

sintieras frío,

no llames a mi puerta.

Porque, si llamas,

no encontrarás nada.

O como mucho, algo de compasión,

o, simplemente,

donde antes te esperaba un corazón,

ahora solo hallarás un espacio vacío.

Adela Castañón

Imagen: tomada de Internet

Sospecha

Mi error fue agacharme a mirar por el ojo de la cerradura. Sentía tanta curiosidad que bajé la guardia un segundo. Entonces, por la espalda, alguien me inmovilizó con una mano y me amordazó tan fuerte con la otra que me clavé los dientes en los labios. Intenté girar el cuerpo para defenderme, pero solo conseguí que mi codo golpeara la puerta con estrépito. El movimiento fue tan brusco que mi captor y yo perdimos el equilibrio. Caímos al suelo y ocurrieron varias cosas a la vez: la puerta empezó a abrirse, mi asaltante aprovechó el peso de su cuerpo sobre el mío para mantenerme inmóvil, se sentó sobre mi espalda, aprisionó mis brazos con sus piernas y me tapó los ojos con la mano que le había quedado libre. Intenté patearle la espalda, pero mis talones no alcanzaron a golpearle.

–¡No hable!

Pensé que el tipo se dirigía a mí, pero al escuchar las siguientes palabras comprendí que se lo debía de estar diciendo a quien hubiera abierto la puerta. Siguió hablando:

–Tranquilo. No ha podido ver nada. Ayúdeme a meterla dentro, pero antes traiga algo con que taparle los ojos.

Volví a retorcerme a sabiendas de que no serviría de nada. Si no había podido defenderme de uno, dos se convertían en misión imposible. Pero el miedo no me dejaba pensar. Un trapo sustituyó a la mano que tapaba mis ojos y me ataron las muñecas y los tobillos con algo más grueso que una cuerda, un tela rugosa y gruesa, un poco húmeda. Probablemente era una toalla que habrían cogido del baño. Me agarraron de los brazos y de las piernas y me levantaron del suelo. Traté de revolverme, pero fue inútil.

–¡Estese quieta de una vez! –Era la misma voz de antes–. No queremos hacerle daño, pero si sigue así se lastimará usted sola.

Me dejaron con suavidad encima de algo blando, creo que era un sofá, porque el lado derecho de mi cuerpo y mi espalda estaban en contacto con una superficie mullida.

–¡Socorroooo! –grité.

Escuché el sonido de una puerta que se cerraba y volví a gritar, aunque sabía que era en vano. Había seguido a mi marido hasta allí de una forma temeraria, con la única guía de las luces traseras de su coche mientras las del mío las mantenía apagadas. No sé cómo no me había salido de aquel camino sin asfaltar que parecía la ruta a ninguna parte. Y mis sospechas aumentaron cuando vi que aparcaba delante de un caserón con pinta de estar abandonado en el centro de kilómetros y kilómetros de campo solitario. Por eso esperé a que entrara, y por eso me acerqué a espiar con tan mala fortuna. Podía gritar todo lo que quisiera, pero estaba claro que nadie me escucharía.

Oí que la puerta se abría. Me amordazaron, volvieron a cogerme como si fuera un saco y me metieron en el asiento trasero de un coche. Escuché el click que bloqueaba las cerraduras de las puertas y empecé a llorar y a rezar en silencio. No supe calcular cuánto tiempo duró el trayecto. Cuando el coche se detuvo noté que liberaban mis tobillos. Escuché la misma voz.

–Ahora va a caminar conmigo y no le pasará nada, ¿de acuerdo?

El tono amigable me hizo asentir y, además, no se me ocurrió ninguna otra opción. Una mano me guio con suavidad cogiéndome del codo. Escuché abrirse una cerradura, dimos unos pocos pasos y me sentaron en una silla.

–Voy a aflojar los nudos de las muñecas, ¿vale? Espere un minuto para soltarse. Voy a salir de aquí caminando hacia atrás, de modo que si intenta quitarse la venda de los ojos antes de que me vaya me daré cuenta.

Asentí, aunque no pensaba desviarme ni un milímetro de sus instrucciones. No entendía nada. Conté hasta cien, por si acaso sesenta no era suficiente, y liberé mis manos con facilidad. Levanté la tela que me cubría los ojos y no di crédito a lo que veía. Estaba en el salón de mi casa, sentada en una de las sillas del comedor. Esperé hasta que las piernas dejaron de parecer gelatina y me puse de pie. Caminé como una convaleciente hasta la puerta de la calle y me asomé a la mirilla sin atreverme a abrirla. No había nadie en el porche. A punto de retirarme, algo me llamó la atención. Volví a mirar y mi sorpresa fue en aumento. ¡Mi coche estaba aparcado en la puerta! Comprendí que me habían traído en él, aunque el miedo y mi ceguera no me dejaron darme cuenta. Eché un vistazo a mi alrededor. En el mueble de la entrada reposaban mis llaves; seguramente se me habrían caído durante los forcejeos y el hombre misterioso las habría recuperado. Un vehículo se detuvo y aparcó detrás del mío. Me eché hacia atrás aterrorizada, aunque desde la calle no podían verme. Atisbé por una cortina. Vi bajar a mi marido de su coche y caminé de espaldas hasta tantear el sofá. Me dejé caer en él sin quitar los ojos de la puerta.

–Hola, Elena.

Aurelio encendió la luz. Parpadeé sin saber qué hacer o qué decir.

–Tenías razón, ¿sabes? –Me miró como se mira a una desconocida–. Tu intuición femenina, al final, tenía razón.

–¿Por…? –Tosí. Me costaba trabajo hablar–. ¿Por qué dices eso?

–Porque es verdad que nuestra relación lleva tiempo entre dos aguas, Elena. Hoy lo he visto claro.

Mi mente giraba como una noria sin control. ¿Qué sabía Aurelio? Era evidente que el otro hombre del caserón debía de haber sido él. Y, si lo era, ¿qué significaba todo esto? Pareció que me leía el pensamiento.

–Ya había notado que llevabas tiempo desconfiando de mí. Hasta ahí, llego. Miré en tu bolso y encontré la tarjeta del detective.

Guardé silencio. No supe qué responder. Miles de posibilidades irrumpieron en mi mente como las sucesivas olas de un temporal. Aurelio siguió hablando.

–No creí que llegarías a ese punto, y decidí pagarte con la misma moneda. Llamé a tu detective y te gané por la mano. Lo contraté antes de que tú te pusieras en contacto con él, y le dije que seguramente lo llamarías. Lo único que tenía que hacer era no contarte nada de nuestro trato y mantenerte vigilada.

Por los ojos de Aurelio pasó la sombra del sentimiento que un día compartimos. Duró tan poco que pensé que había sido un espejismo fruto de mi imaginación.

–Te estaba preparando una fiesta sorpresa para tu cumpleaños, ¿sabes? Así que te siguió cuando decidiste espiarme y… –Aurelio suspiró–. ¿Quieres que siga…?

Callé. Intenté tragar saliva, pero tenía la boca seca.

Mis miedos tocaron fondo. “Igual que mi matrimonio”, fue lo último que pensé.

Adela Castañón

Imagen: Tomada de Internet

El 2 de abril, día mundial del autismo

El 27 de noviembre de 2007 la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó una resolución en la que declaraba el 2 de Abril como Día Mundial de Concienciación sobre el Autismo. No se concibió como un día de celebración, sino como un día para reivindicar. Y desde entonces lo vivimos como una fecha especial.

Hoy quiero reflexionar sobre lo que significa la aparición de ese invitado, el trastorno autista, que llega sin avisar, cuando el niño cumple el año de vida o poco más, y se va colando en la vida del afectado y de todos los que lo rodean. En este artículo os voy a exponer mi punto de vista sobre el tema, porque, como madre de un joven con T.E.A. (Trastorno de Espectro Autista), tengo mucho que decir y creo que merece la pena decirlo.

El color azul

Hoy los colores se han convertido en símbolos reivindicativos de múltiples causas. Así tenemos, por ejemplo, el lazo rosa para el cáncer de mama, o el color azul para el mundo del autismo. Azules son el mar y el cielo, y los dos pueden regalarnos una gama enorme de variaciones de color. Desde el tono sereno de un cielo en calma hasta el azul frío y aterrador de una tormenta en el mar. Y, como el cielo o el mar, también el autismo puede albergar bajo sus alas a personas tan pacíficas que parecerían invisibles, o a pequeños con rabietas que son verdaderos terremotos y que dejan en mantillas a las pataletas de los niños, digámoslo así, normales. Lo podéis comprobar en estas líneas que no son más que una pequeña muestra de esa extraña y desconocida paleta de colores que son los T.E.A.

Cronología del autismo

¿Qué ha ocurrido para que el concepto de autismo se haya hecho mayor y hoy se le conozca como T.E.A.? ¿Qué le ha hecho llegar a adoptar ese nombre con siglas rimbombantes que nada tienen que ver con la bebida favorita de los británicos? Para entenderlo hay que viajar al pasado, al comienzo de la historia. Y no hace falta remontarse demasiado. Porque el concepto de autismo tiene menos de cien años.

En 1943 Leo Kanner estudió a once niños que tenían en común, entre otras cosas, una severa dificultad para adaptarse a los cambios y para llevar a cabo con normalidad relaciones sociales. En 1944 Hans Asperger, trabajando por separado, describió también a un grupo de niños con características muy similares a las descritas por Kanner. Hasta ahí podíamos pensar que la historia del autismo comenzó como la de tantas otras historias médicas, si no fuera porque se cometió un terrible error al formular una hipótesis demoledora: lo que causaba el autismo era, según Bettelheim y el mismo Kanner, una frialdad materna desde el nacimiento.

No quiero ni imaginar que yo hubiera vivido en esa época.

¿Os imagináis lo que puede suponer que le digan a una madre que su hijo está así porque no le ha dado suficiente cariño? ¿Cómo se sentirían esas madres cuando, además de cargarlas con ese estigma, les dijeran que sus hijos padecían esquizofrenia infantil y que la única solución era el internamiento psiquiátrico?

Por suerte hoy las cosas han cambiado y la teoría de la madre frígida ya es solo historia. Pero no está de más mencionarla aquí porque, para entender adónde hemos llegado, es bueno conocer de qué punto partimos.

¿Y qué tiene el autismo para ser tan diferente?

Al comienzo he mencionado que el diagnostico suele producirse entre uno y tres años de vida. Eso, de por sí, ya es una broma pesada de la naturaleza. Porque hoy, con los adelantos en técnicas de imagen o estudios genéticos, es posible diagnosticar muchas patologías durante la etapa fetal. Por ejemplo, eso se hace con un cribado rutinario entre las embarazadas para la detección del síndrome de Down. En este caso las familias saben lo que se van a encontrar desde mucho antes del parto. Pero, en el caso del autismo, no hay marcadores predictivos, no hay ningún anticipo, ninguna pista. Es más, el niño nace envuelto en una aparente normalidad que estallará como una burbuja cuando alcance un punto crítico del desarrollo en torno a los dieciocho meses. Y, créanme, en un año o dos ha dado tiempo a llenar la cabeza y el corazón de planes de futuro, de proyectos y de ilusiones que se vienen abajo cuando pasa lo que les voy a contar.

Uno de los primeros síntomas de alarma puede ser una falsa carencia afectiva: el niño no tolera que lo besen, llora si lo abrazan, como si en lugar de abrazarlo lo estuvieran aplastando. Y es que muchos niños se sienten exactamente así, aplastados, abrumados. Tienen una hiperestesia que hace que lo que para nosotros puede ser un sonido normal, para ellos sea un ruido amplificado cien veces. A veces no soportan el roce de una simple etiqueta en una prenda de ropa. Pueden no responder a su nombre, haciendo creer muchas veces que tienen sordera, y quedarse abrumados o sufrir una terrible rabieta ante el ruido de una aspiradora. O, como le ocurría a mi hijo, acudir a sentarse delante del televisor cuando una presentadora, cuyo nombre no olvidaré nunca, Ana Blanco, daba las noticias del telediario. En el momento en que sonaba su voz, mi Javi dejaba lo que estuviera haciendo para quedarse embelesado delante de la pantalla. Y yo, en esos minutos de sosiego, que eran un regalo para mis nervios, intentaba cargar pilas o, a veces, idear planes disparatados para secuestrar a la pobre presentadora y mantenerla en mi casa a perpetuidad, mimándola como a una reina.

Podría llenar páginas y páginas con ejemplos similares. Abuelas desesperadas porque su nieto no las mira a los ojos. Niños tan selectivos a la hora de comer que rozan la desnutrición porque no toleran la textura o, simplemente, el color de un alimento. Episodios de autolesiones que pueden deberse a algo tan simple como que un adorno esté colocado en un sitio diferente al que suele ocupar… Creo que no hacen falta más explicaciones, ¿verdad?

Los niños crecen, y cuando llega la adolescencia el terremoto inicial que he mencionado al hablar del color azul puede llegar a adquirir la intensidad de una explosión nuclear. Porque la variabilidad del trastorno es tanta como la variabilidad de las personas. Y cada niño pequeño se transforma en un adolescente distinto. Si ya los adolescentes normales son difíciles de manejar, imaginen lo que puede suponer para una persona con autismo la revolución hormonal de la adolescencia. Solo imaginen. A mí me faltarían palabras para explicarlo aquí sin quedarme corta.

En muchos casos hay un mayor o menor grado de retraso madurativo, pero hay otros que presentan síndrome de Asperger, que es un autismo de alto nivel, o de altas capacidades, que pueden, por ejemplo, pasar horas y horas hablando de su tema favorito, ya sea de las marcas de coches o de fechas de olimpiadas o de acontecimientos deportivos. Y no hay forma de meter baza en esa conversación, ni eso se limita a los más capaces. Recuerdo que cuando mi Javi adquirió lenguaje oral, tuvo una época en la que sus preguntas habituales eran siempre sobre temas energéticos. Entonces no existía internet y pasé más de una tarde buscando en las enciclopedias las diferencias entre las luces halógenas, fluorescentes e incandescentes. No me pregunten que de dónde nació su interés por semejantes cuestiones, porque bastante tenía yo entonces con encontrar respuestas a sus preguntas. Y luego, cuando mejoró, aquello dejó de importarnos tanto a él como a mí. Hoy sus temas de conversación son mucho más variados y políticamente correctos: le gusta hablar del tiempo, de viajes, de ocio, de sus estudios, de temas, en fin, bastante más normalitos.

Y llegamos a la época de adultos. Que ahí sigue habiendo mucho de lo que hablar. Porque las personas con T.E.A. se ven obligadas a moverse en un mundo diseñado por personas que no tienen autismo. Y desarrollan una serie de recursos para adaptarse a ese mundo diferente. Aprenden a usar frases convencionales, a decir “tanto gusto”, o “me encanta” aunque eso no refleje su estado emocional. Ya, ya lo sé. Eso lo hacemos todos, pero no es lo mismo. Ellos aprenden a imitarnos, aunque a veces no nos entiendan, porque desean que no los veamos tan diferentes. Se van a mover siempre entre nosotros como la persona que se va a vivir a otro país con un conocimiento rudimentario del idioma y de las costumbres del sitio al que se dirige. Por supuesto hay cosas que logran captar, y voy a daros otro ejemplo personal que me hizo sentir un momento de felicidad casi infinita. A Javi le habíamos trabajado las fórmulas sociales de cortesía. Las típicas de “cómo estás”, “buenos días”, “cómo te llamas”, y otras más o menos parecidas. Pero nos encontramos un día con un amigo muy campechano que lo saludó de esta guisa: “¿qué hay, colega?” Javi se quedó pensando durante varios segundos con la frente arrugada. Ese “qué hay” no estaba entre sus archivos de frases cotidianas. Y, cuando todos creíamos que no iba a responder, nos dejó boquiabiertos. Levantó las cejas, se pintó la cara con una sonrisa gigante, y soltó una sola palabra: “Alegría”. Y, desde luego, vaya si había alegría. A mí me invadió de golpe por todos los poros, porque era su primera respuesta “no trabajada” y había sido capaz él solito de elaborarla para expresar cómo se sentía en ese instante.

Un adulto con T.E.A. tendrá siempre a la inseguridad como compañera de viaje. Muchos presuntos delincuentes son en realidad personas con esta patología, inadaptados sociales. Hay quien defiende que genios como Einstein, Mozart y alguna que otra celebridad eran, en realidad, personas con autismo. Porque cuando tienen altas capacidades se da la paradoja de que, al coexistir con unos intereses muy limitados y rígidos, son verdaderos genios en lo suyo. El problema viene cuando tienen que enfrentarse a situaciones en las que su carencia de habilidades sociales se pone de manifiesto. Conozco a un adulto con síndrome de Asperger que estuvo a punto de que lo detuvieran porque cuando un policía le pidió la documentación en un control rutinario, le preguntó que por qué se la pedía, y como la respuesta del policía no le convenció, no tuvo reparo en decirle que él “no lo consideraba necesario” y que, por tanto, no se la iba a enseñar. Y se lo dijo con tal tranquilidad que el agente pensó que se estaba burlando de él o que tenía algo que ocultar. Y cuanto más hablaban, más se complicaba el tema.

En conclusión

Sobre el autismo existen libros y tratados que dan idea de su complejidad. En este artículo, aprovechando la fecha de 2 de Abril, me he limitado a compartir un vuelo rasante sobre ese planeta azul que existe en el nuestro, en nuestra Tierra.

Y este año el mensaje de las organizaciones y asociaciones que trabajan por y para el autismo ha sido claro: intentemos facilitar la inclusión de estas personas en nuestro mundo, sin exigirles que sean diferentes a lo que son. Porque tienen derecho a ser así, a que se les respete, a que se les den herramientas de autodeterminación, a compartir, en suma, nuestro mundo. Que también es el suyo aunque no sean iguales a nosotros. No olvidemos que existen o deberían existir muchas más cosas que nos unan que cosas que nos separen.

Adela Castañón

Imagen: Foto de Ben Hershey en Unsplash

Estrella

Diana y yo éramos amigos desde que nacimos. Nuestros padres veraneaban en el mismo pueblo y en verano nos gustaba echar carreras en la playa. Diana tenía algo en la pierna izquierda y, a pesar de eso, solía ganarme casi siempre. A mí no me importaba, aunque fuera una chica, porque era un poco mayor que yo. Además, teníamos una norma: el primero que se encontrara algo en la arena tenía que inventarse una historia y las suyas eran mucho mejores que las mías. Durante muchos años seguimos con el mismo juego, sin cansarnos nunca. Pero cuando pasó lo de la estrella todo cambió y el mundo se volvió un lugar diferente.

Ese día hacía mucho viento y el ruido del mar se oía desde nuestras casas. Nos habíamos escapado como los ladrones, casi de puntillas por miedo a que nuestros padres no nos dejaran salir por el mal tiempo. Al llegar a la playa, Diana me sacó ventaja, como siempre. De pronto frenó en seco. Tanto que cayó de rodillas en la arena, creo que sobre la pierna mala, porque se quedó muy quieta. Cuando llegué me daba la espalda y sujetaba algo en las manos.

–¿Qué has encontrado, Diana?

No me contestó y me puse delante de ella. Tenía la boca y los ojos muy abiertos, como si no le entrara aire en el pecho a pesar del vendaval. Levantó las manos con las palmas hacia arriba y entonces la vi.

–¡Anda! ¡Una estrella de mar! –Hice ademán de cogerla. Diana retiró las manos de golpe.

–¡No!

Me quedé quieto al escuchar el grito de Diana. Y me mosqueé.

–¿Qué pasa? ¿Por qué no puedo cogerla?

–Mira. –Diana volvió a acercar sus manos a mi cara muy despacio. Sus ojos grises se clavaron en los míos. Después de las historias, los ojos eran lo que más me gustaba de Diana.

–¡Ostras! ¡Se mueve!

–Está viva. –Mi amiga seguía de rodillas. Al lado de la rodilla izquierda vi una piedra con sangre. Diana siguió hablando para sí misma y dejó de mirarme–. Pobrecita. Seguro que eres una princesa errante en busca de tu príncipe. Y algún mago malvado o una bruja celosa habrá invocado al vendaval para que te arrastre hasta aquí.

–¡Guau! Esa historia sí que es buena ¿Y qué más?

–¡No te enteras!

–¿Qué?

Decididamente Diana estaba rara. No le gustaba dejar una historia a medias y tampoco me había contestado así antes. Suspiró, siguió con los ojos fijos en la estrella y luego me miró con cara de persona mayor. Era una cara que no le había visto nunca hasta ese verano. Aunque era la misma Diana de siempre, le había dado por leer novelitas tontas y aburridas y, a veces, cuando iba a recogerla, la encontraba con la vista fija en un libro y con la misma expresión que ahora. Pensé que no me había escuchado y, cuando iba a preguntarle otra vez, me contestó:

–Tenemos que hacer algo, Ignacio. Está viva. Pero viva de verdad. ¡Necesita ayuda!

–¿Y qué hacemos? ¿Nos la llevamos?

–No, bobo –contestó. Torció la cabeza y sonrió–. Vamos a devolverla.

–¿Devolverla? ¿Adónde?

–A su casa.

Diana se puso de pie. La rodilla le sangraba y sostenía la estrella con las dos manos. Echó a andar hacia la orilla. Yo la seguí, pero me paré cuando una ola enorme casi me moja las deportivas.

–¡Déjala ahí!

Diana volvió la cara para hablarme, pero casi no la oía por el ruido de las olas y del viento.

–No es bastante. Volvería a quedarse encallada en la arena.

Le dije que no avanzara más, pero no me hizo caso. Dio algunos pasos, y de pronto vi que estaba casi en el rompeolas.

–¡Diana! ¡Dianaaaa! –grité con todas mis fuerzas–, ¡vuelve! ¡Te juro que como me dejes solo no te vuelvo a hablar en la vida!

–¡Espera un momento! –me contestó.

Avancé hasta que el agua me llegó a las rodillas. Estaba tan asustado que ni siquiera me acordé de descalzarme. Entre los muslos noté que me corría algo caliente aunque el agua estaba helada. Veía que Diana se acercaba y se alejaba a la velocidad de un tiovivo. Una ola casi me la echó encima. Intenté cogerle la mano, pero otra ola se la llevó antes de que pudiera agarrarla. Diana se zambulló entonces y desapareció entre las olas. Era buena nadadora y pensé que volvería en seguida, pero no lo hizo.

Esperé en la orilla con sal en el cuerpo y sal en mi cara. Esperé con frío en la piel y con hielo dentro de mi cuerpo. Esperé hasta que llegaron mis padres y los de Diana, y más gente del pueblo. Seguí esperando en mi casa, abrazado a mi madre embarazada y notando en mi cara las patadas del bebé. Tenía la tripa tan grande que no logré juntar mis manos en su espalda.

Aunque hice lo que Diana me había pedido, mi espera no sirvió de nada y convertí mi enfado en silencio. Me llevaron al pediatra. Y a más médicos. No sé para qué, porque no se daban cuenta de que lo único que me pasaba era que Diana no estaba. Y todos hacían lo que yo quería sin necesidad de que hablara. Papá, por ejemplo, empezó a venir conmigo a dar paseos por la playa, aunque siempre me llevaba de la mano y no corríamos. Caminábamos, pero lejos de la orilla.

Durante uno de los paseos encontramos una estrella. Y todo volvió a cambiar. Me solté de la mano y di una carrera pequeña para cogerla, pero estaba vacía. Yo sabía que las estrellas tienen el esqueleto por fuera, y esta era solo un esqueleto. Y cuando iba a tirarla sonó el móvil de papá. Habló un poco y de pronto me agarró de la mano y echamos a correr hacia casa. Me sorprendí tanto que ni siquiera me di cuenta de que me había llevado la estrella conmigo.

Llegamos a casa, subimos al coche y fuimos al hospital. Mamá estaba en una cama, y en brazos tenía al bebé. Sonreía.

–Mira, Ignacio. Es una niña. Y es preciosa. Hijo… –Mamá no dejó de sonreír, pero por su cara empezaron a rodar un montón de lágrimas–. ¿No quieres decirle nada a tu hermanita? ¿Ni a mí? Cariño… te echo de menos.

El bebé dio unos grititos. Me acerqué por curiosidad, y entonces abrió los ojos. Eran grises. Enormes. Hermosos. Miré a mamá. Perdoné a Diana. Sonreí también.

–Quiero que se llame Estrella.

Adela Castañón

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Imágenes: Pixabay, Unsplash

El calendario egipcio. Una curiosa historia

La última semana de febrero estuve en Egipto con un viaje de grupo, y es una experiencia que recomendaría a cualquier persona con los ojos cerrados. Intentar recoger en un artículo todo lo que aprendí es misión imposible, pero me apetece compartir al menos una de las muchas cosas interesantes que desconocía: el origen del calendario.

Mi descubrimiento se produjo durante la visita al templo de Kom Ombo. El guía de nuestro grupo, Tarek, egiptólogo de profesión, se paró delante de un mural y nos hizo una pregunta a bocajarro:

–¿Alguno de ustedes se ha preguntado por qué febrero tiene veintiocho días y los demás meses tienen treinta o treinta y uno?

Ninguno de nosotros levantó la mano para responder ya que, como es natural, no teníamos la respuesta. Ojalá yo hubiera tenido una grabadora para haber conservado todos los detalles de una explicación magnífica. Y, aunque no soy egiptóloga, trataré de contaros aquí esa historia que me pareció apasionante.

Se piensa que el calendario egipcio del templo de Kom Ombo, con más de dos mil años de antigüedad, es el primero conocido en la historia de la humanidad. La vida de los egipcios estaba regida por el Nilo, y el estudio de algunos papiros nos ha permitido saber que medían el tiempo en función de un hecho trascendental para ellos: las crecidas y los desbordamientos anuales de su río, al que consideraban la fuente de la vida. Por eso concibieron un calendario más agrícola que astronómico, a diferencia de otros pueblos, como el babilónico, que fijaba la duración del año en función de observaciones sobre los astros.

Para los egipcios el año constaba de 365 días, divididos en doce meses, de treinta días cada uno. Eso nos daría un total de 360 días a los que añadían cinco días adicionales, llamados los días muertos o días olvidados, que los griegos llamaron días epagómenos o añadidos, del verbo επαγω (epago), añadir. Esos cinco días se introducían después del mes doce y antes del día de año nuevo, y se consideraban una especie de festivos dedicados a honrar a los dioses. En egipcio se llamaban “heru repenet (Hrw rpnt)” y en ellos se festejaban los nacimientos de OsirisHorusSethIsis y Neftis, porque en esos días la diosa Nut pudo dar a luz a sus cinco hijos, ya que el dios Ra le había prohibido tenerlos durante el año.

El año se dividía en tres estaciones, de cuatro meses cada una. Y cada mes tenía tres semanas denominadas décadas, «(tp-ra-mD)», de diez días, en lugar de los siete que tienen hoy las nuestras. Las tres estaciones eran:

  • Inundación (Akhet o Ajet), entre mitad de julio y mitad de noviembre.
  • Siembra o germinación (Peret o invierno), que transcurría desde la mitad de noviembre hasta la mitad de marzo.
  • Recolección o cosecha (Shemu o verano) de mitad de marzo a mitad de julio.

Dado que para ellos la vida era la cosecha, el año empezaba en marzo. Y teniendo en cuenta esa mentalidad agrícola, empezaban a contar el año con marzo como el mes uno. También el calendario romano, posterior, comenzaba el mismo mes. Y eso hace que sean lógicos los nombres actuales de algunos de nuestros meses: septiembre (mes séptimo), octubre (octavo), noviembre (noveno) y diciembre (décimo). En los escritos egipcios, para nombrar las fechas se usaba el número del mes en vez de el nombre propio. Así, por ejemplo, encontramos “Día siete del tercer mes de la inundación”. Al final de los doce meses, como he señalado antes, se añadían los cinco días olvidados.

Más tarde Julio César impuso en todo el territorio controlado por Roma el calendario juliano. Para ello contó con la ayuda de un egipcio, Sosígenes. Distribuyó los cinco días olvidados y los añadió a meses alternos. A esto hay que añadir un rasgo de la mentalidad imperial romana: Julio César y Augusto quisieron que les dedicaran un mes del calendario. Así permanecerían en el recuerdo de las gentes y se harían inmortales, y de ahí vienen los nombres actuales de nuestros meses de julio y agosto. Y, para darles mayor importancia, a estos dos meses imperiales se les atribuyó uno de los días olvidados. Por eso los meses van alternando entre treinta y treinta y un días, salvo julio y agosto que son los dos únicos consecutivos que tienen treinta y un días cada uno. Y al repartir de ese modo los días olvidados, cuando la cuenta llegó a febrero, que era el último mes del calendario, le tocó quedarse solo con sus veintiocho días actuales. Lo de los 29 días de los años bisiestos ya es por razones astronómicas, que no tienen que ver con el calendario egipcio.

Os he contado esto de memoria, ateniéndome a lo que recuerdo de los comentarios de nuestro guía. Así que, si algún especialista en el tema me pilla algún error, vaya por delante que este artículo lo he concebido más como una historia interesante que como un documento con aspiraciones de perfección técnica. Pero no me negaréis que la pregunta que nos hizo Tarek no da lugar a reflexiones interesantes.

Ojalá mi viaje hubiera durado una semana de las de entonces. En lugar de siete días habría disfrutado de tres más para conocer y admirar una cultura cuyo conocimiento me hace sentirme mucho más rica, a pesar del dinero que me gasté en el viaje.

Hay cosas que valen la pena, y Egipto es una de ellas.

Adela Castañón

Foto de la autora. Templo de Kom Ombo

Arrepentimiento

Marcos extiende la mano y busca a tientas el móvil en la mesilla. Desliza el dedo para desbloquearlo y, una noche más, los números luminosos se burlan de su insomnio. Son las 02:45. La enfermera ha dejado abierta la puerta de su habitación sin que él lo haya pedido. Lleva tres meses ingresado y todos los turnos conocen sus hábitos.

El pasillo del hospital, visible desde su cama, es un borrón negro roto solo por la luminiscencia verdosa de los monitores del control de oncología, siempre vigilantes. De noche, la única compañía de Marcos es el cadáver de un mosquito aplastado en la esquina superior derecha de la ventana. Piensa que los dos tienen algo en común: no volverán a estar al otro lado del cristal. Marcos hace apuestas consigo mismo sobre cuántos días tardará la auxiliar en limpiar el vidrio incluyendo las esquinas.

Ha creído que esta noche lograría dormir. Sabe que ayer, cuando pudo hablar a solas con Eloísa, la convenció por fin. Ella no ha accedido todavía, pero Marcos conoce la arruga que se le forma en la frente cuando se enfrenta a un conflicto. Sabe que cuando duda se muerde el labio inferior y que entrelaza los dedos cuando toma una decisión. Y anoche, cuando dejó de llorar, los entrelazó. Marcos besa en el móvil la imagen de su chica y rememora la conversación:

–No puedo hacerlo sin ti, preciosa. –Eloísa clavó entonces las uñas en el sillón, y él rectificó–. No sin tu ayuda. Solo tienes que traerme la insulina, nada más. Yo haré el resto.

En ese momento empezó el llanto. Su novia se puso de pie y descorrió las cortinas, aunque era noche cerrada. Arregló las flores que le regalan a Marcos casi a diario y que ahora dejan en una bandeja auxiliar a los pies de la cama. Al principio las colocaban en la mesilla, pero Marcos duerme de lado y no le gusta verlas porque al pasar del sueño a la vigilia cree que está en un jardín. Y al tomar contacto con la realidad le golpea un olor a crisantemos, aunque en el jarrón haya rosas.

La puerta abierta y las flores lejos son rituales que las enfermeras conocen y respetan. Y a Marcos le consuela que el aroma a cementerio huya hacia el pasillo. Es como si pudiera mantener a raya su cita con la muerte hasta que él fije el día y la hora del encuentro. Pero necesita la ayuda de Eloísa. Por eso anoche agotó todos sus argumentos hasta que la convenció. Está cansado. Tiene tanto miedo de la quimio que se escuda en que solo es algo paliativo que, más que la vida, le prolongará la agonía.

Su cáncer es un animal noctámbulo. Elige las horas de la madrugada para cebarse con él mientras alterna una mezcolanza de gases y eructos con los bocados que le van carcomiendo las tripas y la vida. Por eso no quiere compañía de noche. Lo suyo con el monstruo que lo devora es una relación de pareja en la que un tercero como testigo no haría sino estorbar.

Marcos suelta el móvil en la mesilla y cree que lo ha dejado en vibración. El aparato inicia un baile hasta el borde y en dos segundos cae al suelo. Marcos maldice en voz baja aunque está solo. Cuando levanta la mano para pulsar el timbre de llamada, su cama vibra igual que vibraba el móvil un instante antes. Se agarra con las dos manos a los barrotes de la cabecera. El jarrón de los pies de la cama se une al baile y desaparece de su vista cuando cae al suelo. Marcos no oye el ruido que hace al romperse porque un rugido que nace del exterior, del pasillo, de su cama, de sus tripas, ahoga cualquier otro sonido.

Al día siguiente las noticias dirán que la intensidad del terremoto ha sido de 6.9 en la escala de Richter.

No sabe cuánto tiempo ha durado ese viaje a lomos del miedo. Al cabo de varias horas, o de minutos, la enfermera entra y suspira al verlo. Lleva la cofia torcida y le da un vistazo rápido a la habitación. Ignora el jarrón roto y las flores desparramadas. Hay cosas más prioritarias como atender a los heridos.

–¿Se encuentra bien? ¿Necesita algo urgente?

Marcos nunca la ha visto tan desaliñada. Con una lucidez desconocida adivina los pensamientos de la enfermera al ver que aprieta los labios y arruga el ceño. Debe de pensar que es injusto, que hay heridos o muertos que no estaban desahuciados como él. Entonces tiene una epifanía y solo es capaz de responderle a la enfermera con una risa histérica que se transforma en un llanto incontenible. Ella cree que es una reacción normal tras el susto del seísmo. Marcos señala al móvil y la enfermera lo recoge y se lo entrega antes de salir para continuar la ronda.

Busca el nombre de Eloísa en marcación rápida y antes de pulsarlo ve una llamada entrante. Es ella.

–¡Marcos! ¡Gracias a Dios! ¿Estás bien?

–Sí, sí. ¿Y tú? ¿Cómo estás tú?

–Bien, amor. El temblor me pilló por la escalera, pero solo me he torcido un tobillo.

Eloísa no le cuenta que el ascensor se ha descolgado y hay dos vecinos muy graves. Ya habrá tiempo de contárselo. De pronto recuerda la petición de Marcos y se echa a llorar. Puede que no, que no haya tiempo. Marcos aferra el teléfono con fuerza.

–Elo, no me traigas nada.

–¿Qué…?

–Mañana. No traigas nada. Olvida lo de anoche.

Marcos recuerda la melena pelirroja de su novia, sus pecas, las ojeras que últimamente luce como único maquillaje. No quiere dejar de ver todo eso. No quiere poner fechas.

Eloísa, a seis calles de distancia, alza los ojos al cielo lleno de humo y polvo en una muda acción de gracias. Oye a Marcos como si lo tuviese a su lado:

–Quiero seguir aquí contigo, amor.

Adela Castañón

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Foto cabecera: Brandon Holmes en Unsplash

Foto final: Pixabay

Escribir de otro modo

Porque hace poco dije que a la escritura se llega de muchas maneras y que nunca es tarde. Porque no todo es prosa. Y porque, además, hay días que me despierto con hambre de poesía, hoy voy a escribir de otro modo.

Quisiera ser capaz

de aprender a escribir en otro sitio

que no fuera el papel.

Utilizar como pluma mis dedos

paseando por tu piel,

y, como tinta,

lo que tú me pidieras:

mis suspiros,

la hiel, que en los momentos más amargos

derramé por tu culpa,

las lágrimas que nunca te he mostrado,

lo que fuera,

por tal de terminar aquel poema

que quedó inacabado.

 

Pero he de resignarme,

y aquí sigo.

Sentada en mi sillón,

delante del teclado.

Tengo que conformarme con soñar

que tú estás a mi lado.

Si alguna vez, amor, oyes al viento,

no olvides que es mi voz que te ha llamado.

Adela Castañón

Imagen: Pixabay