El vestido rojo

Estrené mi primer vestido rojo el día uno de nuestro calendario de la libertad. De ese calendario privado que solo nos pertenecía a mamá, a Jaime, a Lucas y a mí.

Después de aquello, me lo ponía casi todos los meses. Y, cuando lo llevaba, celebraba los aniversarios de ese día, a solas, en mi habitación. Del día en que la felicidad atravesó nuestra puerta. El día que llegó de la forma más inesperada, para quedarse con nosotros. La felicidad entró con tanta fuerza que en casa no cabían mi padre y ella. Ese día, mi padre bajó a empujones por la escalera de nuestro bloque. Fue la primera vez que me vestí de gala. En las novelas rosas que robaba o cogía prestadas de la biblioteca municipal leía a menudo eso del “rojo pasión”. Casi siempre se usaba esa expresión para describir los labios de las protagonistas, pero aquel día entendí que era mucho más: el rojo era el color de la vida, arrollador, adictivo. Como mi vestido. Como la vida sin mi padre.

Mis fiestas secretas duraron años. Jaime y Lucas crecieron, se emanciparon y emprendieron el vuelo. De vez en cuando venían a visitarnos a mamá y a mí, que seguimos viviendo juntas. Yo tenía con ella una deuda que no podría saldar en lo que me quedara de vida. Esa deuda que la tuvo en el hospital casi un mes, reponiéndose de la paliza de papá, cuando por primera, única y última vez se enfrentó a él.

Muy a menudo, solía venir borracho. Cuando oíamos golpes en los rellanos de la escalera, corríamos a meternos en los dormitorios, aunque esas noches no eran las más peligrosas. Casi siempre se le iba la fuerza por la boca, en gritos y blasfemias contra el mundo y su injusticia por no haberle dado lo que se merecía.

Tampoco las voces eran lo peor para mí. No sé si a mis hermanos les ocurriría lo mismo. Quizá no. Su cuarto estaba separado del de papá y mamá por el mío. Los tabiques eran endebles. Para mí, los ruidos más aterradores eran los chirridos del colchón del cuarto de mis padres. En el silencio de la noche, ese sonido que me robaba el aire se clavaba en mi piel como los muelles debían clavarse en la espalda de mi madre a cada embestida.

Las noches que regresaba en silencio, sin que lo oyésemos llegar, eran las verdaderamente malas. Las peores. Porque esas noches no había gritos. Solo su mirada, atravesando la gastada tela de nuestra ropa, que nos hacía sentir un frío peor que el del más crudo invierno. Teníamos que sentarnos a la mesa con él y cenar juntos. En familia, decía. Cada vez que cortaba el aire con el cuchillo para partir la comida, todos conteníamos la respiración. Esas noches, esas cenas, se hacían eternas. Cuando terminaban, todos entonábamos una muda acción de gracias por haber sentido solo el frío del comedor, mil veces más cálido que el del filo de su cuchillo.

Una de esas noches ocurrió todo. Llegó sin que lo oyéramos. Entró, y con él entraron el silencio y el miedo. Cenamos. Terminamos. Nos pusimos de pie para irnos a nuestro cuarto. Y cuando yo estaba cruzando la puerta del mío, algo me hizo girar el cuello.

Mi padre miraba en mi dirección. Inspiré hondo, muy hondo, sin hacer ruido. Inspiré tan hondo que los botones de la blusa se tensaron sobre mi pecho. La mirada de mi padre bajó por mi cara hasta la blusa. Se rascó la parte delantera del pantalón y empezó a rodear la mesa. Mi madre, salida de no sé dónde, se interpuso entre nosotros.

No sé quién llamó a la policía, ni dónde pasamos esa noche. Solo recuerdo los ruidos. Los golpes. Los gritos de Jaime y de Lucas agarrados a mi pantalón. No pude abrir los ojos ni un segundo. Después de que mamá se interpusiera en el camino de mi padre, la primera imagen que conservo en la memoria es la de ella en la cama del hospital cuando la fui a visitar con mis hermanos.

En casa no se volvió a hablar de mi padre. Cuando mamá regresó, continuamos viviendo como antes. Mejor dicho, continuamos haciendo las mismas cosas de antes. Ahora, sin papá allí, sí que se le podía llamar a eso vida. Mis celebraciones mensuales siguieron siendo mi propia fiesta privada. El rojo era solo para mí.

Luego he sabido que mi padre estuvo en la cárcel esos años. Y me enteré de que salió porque el día que lo pusieron en libertad vino a casa. Daba igual que mamá se hubiera divorciado y que él hubiera firmado los papeles en prisión. A él le daba lo mismo. No sé si mamá sabía la fecha del final de su condena, pero desde luego no esperaba verlo allí.

Traía puesta la mirada de los días malos. De los silenciosos. La cárcel se había quedado con parte de sus carnes y con parte de su pelo, pero no con su mirada. Mamá me metió en mi cuarto de un empujón y me dijo que cerrara la puerta. No recuerdo si lo hice. No recuerdo si estuve parada segundos u horas. Solo recuerdo que esta vez al primer chirrido del colchón le siguieron unos golpes que hacían temblar el tabique. Supongo que salí de mi cuarto, supongo también que cogí el cuchillo de la cocina y que mi padre no había cerrado la puerta de su antiguo dormitorio. No pude decirle más al juez. De verdad que no me acordaba ni me acuerdo de nada.

Estuve menos de un año en prisión. Mes tras mes echaba de menos mi vestido rojo. Sin él me sentía anémica, como si me hubiera convertido en un dibujo descolorido. Mamá me visitó. Jaime y Lucas formaron piña con ella. Pagaron al mejor abogado. Recurrieron.

El día que mamá vino a recogerme para llevarme a casa otra vez con ella, estaba tan nerviosa que le pedí que me esperase un momento. Entré al baño y pensé que mis ojos me engañaban. Casi no podía creerlo: después de tantos meses, había vuelto. Como el día que lo estrené, el día que papá casi mató a mamá. Ahí estaba de nuevo, volviendo a regalarme esa pasión que calentaba la sangre de mis venas.

Salí del baño y me acerqué a mamá. Le susurré algo al oído. Ella todavía era joven. Abrió el bolso y con disimulo, para que no se diera cuenta nadie, sacó una compresa y me la dio.

Vestida de gala, vestida de rojo, volví a ser mujer. Del brazo de mamá, salí de la cárcel y regresé a mi vida.

Adela Castañón

Imagen: Unsplash

Y las niñas en una cocina

De las fragolinas de mis ayeres

Como en El Frago no había ningún local disponible para la escuela de las niñas, doña Simona, que se alojaba en casa de la señora María del Socarrau, le pidió que le dejara dar las clases en la cocina.

—Bueno, pero los padres tendrán que traer la leña del fuego, que cada vez tengo menos fuerza. —Se ajustó bien la toca por detrás de las orejas—. Mire, ya no puedo venir del monte con un fajo en la cabeza y otro en las costillas.

—De acuerdo, hablaré con los padres y haremos el cambio cuanto antes, que en la Herrería Vieja estamos pasando mucho frío —le dijo doña Simona.

—¿A quién se le ocurriría meter a las niñas en la Herrería? —Se santiguó como siempre que le venía un mal pensamiento—. ¡Vamos, ni al que asó la manteca!

—Bien, pues mañana vendremos aquí.

Entre las dos movieron las cadieras que rodeaban el hogar para hacer más sitio. Pusieron la mesa de comer debajo de la ventana. Colgaron el crucifijo detrás de la puerta, así no se ahumaría. Y el retrato de la Reina Madre encima de la fregadera.

Doña Simona se quedó mirando el esplendoroso vestido blanco y la corona de brillantes de la Regente. Pensó que era buena señal que gobernara una mujer. La austriaca María Cristina había sabido hacerse un hueco en el corazón de Alfonso XII, a pesar de que toda su vida siguió llorando a Merceditas. Al menos así se lo cantaban las niñas de El Frago cuando jugaban al corro en la hora del recreo:

—¿Dónde vas Alfonso XII, dónde vas triste de ti?—Voy en busca de Mercedes que ayer tarde no la vi.

rayaaaaa

Al día siguiente la casa se llenó con el bullicio de las niñas. Cada una llevó su banquico y les costó un buen rato acomodarlos en una cocina tan pequeña.

Aquellas clases alrededor del fuego se llenaron de magia, sobre todo para Victoria de casa Melchor.

Se quedó alelada cuando una mula le abrió la cabeza de una coz. Pero le gustaba que, por las tardes, la llevaran a la escuela. Escuchaba los cuentos de doña Simona mientras intentaba bordar flores de cruceta en los trapos viejos que le daba su madre. Y se excitaba con el revuelo que se montaba cuando la maestra leía cuentos de amores.

Qué griterío se armaba por saber si Casilda había hecho bien o mal al rechazar a Ramón. Y qué lloros por el cantarico que había roto la caprichosa Lucía. Victoria deseaba que sus tías se parecieran a la cariñosa tía Julia. Y quería ser inteligente y fuerte, como la niña de Isabel, la protagonista de uno de sus cuentos preferidos.

Sus ojos se llenaban de lágrimas cuando doña Simona acababa el cuento “España, flor” con aquello de “que nos quede en medio de tanto barro y de tanto dolor, un recuerdo amable, por lo menos un trocico del Edén”. Porque Victoria, que ya sabía mucho del dolor, también sabía que ese trocico del Edén lo encontraba al lado de su maestra.

El día de la coz los ojos se le quedaron muy abiertos y casi no se le entendía lo que decía.

—¿Estás enferma?—le preguntó su madre un día que la vio cerrar los ojos.

Y ella, con un balbuceo casi inaudible, le dijo que no, que los cerraba para ver mejor los recuerdos que guardaba escondidos. Además, así podía volver a escribir todos los cuentos con unas alas de ensueño que le había regalado su maestra.

Doña Simona se pasaba las tardes escribiendo historias para sus alumnas. Antes de ir a dormir se las leía a la señora María. Un día, al acabar, su casera le dijo:

—Doña Simona, nunca es tarde para aprender a leer. No me canso de escucharla desde esta sillica detrás de la cadiera. Y ya me están saliendo unas alas como las de Victoria de casa Melchor.

1921-Victoria de Melchor

Víctoria Romeo Berges, (El Frago, 1914-1926), conocida como Víctoria de casa Melchor, falleció a consecuencia de la coz de un caballo.

Carmen Romeo Pemán

Imagen pincicial: El Frago (Zaragoza). Foto de Carmen Romeo Pemán

 

Tintado en sangre

—Mamá, por favor, guárdalo. Te está mirando todo el mundo —me dijo Victoria.

Me levanté las gafas de cerca y pestañeé para enfocar mejor la cara de mi hija. A mi alrededor, algunas personas, las más jóvenes, no apartaban los ojos de mí y de mis manos. Como si quisieran decirme con sus sonrisas que era una vieja loca.

—Hija, solo quiero ver si tu madre me ha dicho algo —le contesté.

—Pues cuando entres en la tienda, te metes en el probador y lo miras. Lo que mami te tenga que decir puede esperar. Y tú también.

Iba a contestarle que qué más daba lo que pensaran los demás, pero, ¿quién era yo para reprocharle nada a Victoria? Esos miedos a que la pusieran en evidencia, a que la juzgaran, los había aprendido de nosotras, sus madres, en nuestra propia casa. Victoria, que ya era una mujer, debía tener grabadas a fuego todas aquellas tardes en las que la esperábamos un par de esquinas más abajo del colegio para que los padres de los otros niños no vieran que nuestro coche aún no era eléctrico. Se comía el bocadillo en casa cuando le apetecía tomar crema de chocolate con abundante aceite de palma. Había notado cómo le estirábamos la manga de la camiseta para tapar la pequeña reacción de una vacuna en el brazo.

Para una vez que salía con la niña de compras no iba a importunarla. Guardé el teléfono en el bolso, ese saco de lino con pespuntes de hilo que me regaló el último día de la madre. Una bolsa sencilla y, aún así, más cara que aquel artefacto que me permitía hacer más cosas que cualquiera de los ordenadores que tuve en la infancia.

Entramos en la tienda, y Victoria fue rápidamente a mirar los vestidos de verano mientras yo me metía en un mar de prendas de colores naturales que dependían del tejido del que estuvieran hechas. Sentía el teléfono como un peso extra en el bolso. Cogí una chaqueta cualquiera, una de lana basta que rascaba la piel y de un color marrón indeterminado, y me metí en el probador. Saqué el móvil con manos ansiosas. Un único y solitario mensaje parpadeaba en la pantalla sin desbloquear.

Aura no había perdido las costumbres de su juventud ni había caído bajo las garras del miedo a las ondas de radiofrecuencia.

Después de treinta años de matrimonio, mi mujer seguía siendo capaz de sorprenderme. Me deseaba una gran tarde de compras con nuestra niña. Además, me enviaba una foto junto a un emoticono. Una persona se llevaba un dedo a la boca. Un secreto.

En la imagen, una solitaria bolsa de un snack con sabor a queso, y, probablemente, regado de glutamato sódico, palpitaba sobre la encimera de la cocina. Me preguntaba de dónde narices la había sacado, pero ya me enteraría más tarde.  Salí del probador con la prenda en la mano, en la misma posición que al entrar, y me dirigí al lugar de donde creía que la había cogido para devolverla a su sitio. El calor era tan intenso que aquella chaqueta cada vez me picaba más en las manos. Fui pasillo a pasillo mirando cada estante y cada burra, sin éxito. Todo era tan… anodino. Desde hacía años, desde que habían dejado de llevarse los estampados. No es que hubiera tenido nunca predilección por los vestidos floreados o la ropa de mil colores, pero ahora todo se había vuelto demasiado aburrido.

A menudo me preguntaba qué habría pasado si no hubiera saltado aquella polémica sobre lo perjudicial de los productos químicos de los tintes de la ropa. Recordaba que lo había hablado con Aura y habíamos llegado a la conclusión de que lo dañino no parecían los químicos sino la nula conciencia ambiental de quienes los utilizaban. Sin embargo, pronto empezó el aluvión de firmas pidiendo que los prohibieran y las empresas decidieron cambiar las cosas, no sabía si por conciencia o por marketing. Aunque sospechaba que era por esto último.

La vuelta a lo de siempre, provocada por el abuso de la tecnología o de los químicos, fue muy aplaudida. Las coletillas de “Al natural”, “Vuelta a lo tradicional” o “Como los de antes” llegaron y dieron paso a las etiquetas de “Sin conservantes” y “Sin colorantes”. Y todo aquello parecía lógico. ¿Quién iba a querer productos llenos de química si lo que necesitaba el ser humano era volver a la alimentación sana? Incluso Aura estaba de acuerdo en buscar alimentos que se parecieran a los que comían nuestras abuelas. Y así quisimos criar a Victoria desde que nació. De vuelta a lo natural.

Estábamos a finales del S. XXI y lo natural era no ponerse vacunas y morir de sarampión.

Me rendí. Nunca encontraría la burra de la que había sacado la chaqueta así que me acerqué al joven que había en el mostrador y le dejé la prenda sobre la mesa con una disculpa. Después fui a buscar a mi hija, que parecía una niña dando saltitos de emoción. Me mostraba un vestido de un solo tirante que bajaba por el pecho como una túnica romana y se cogía a la cintura con un cinturón hecho de fibras de cáñamo. Lo pagué, porque me parecía natural regalarle un capricho a mi hija, y salimos a tomar el aire fresco.

Me despedí de ella un par de manzanas al sur, después de tomarnos un té endulzado con miel y antes de que ella cogiera el autobús hasta su casa. Yo prefería caminar hasta el piso que compartía con mi mujer, aunque el calor apretaba. Pensé en quitarme la túnica, pero entonces recordé que debajo llevaba una de esas camisetas antiguas, teñida de un rojo casi eléctrico. Si me despojaba de la tela beige, anodina, me plantaría en medio de la gente como un semáforo, una alarma, un faro. Todos me mirarían, se sorprenderían de ver a alguien con una prenda tóxica. Recordaba haber leído en redes sociales a personas temerosas de que los tintes se pegaran a su piel, les cubrieran los poros y las mataran por intoxicación. Premio Darwin, dirían algunos. Se lo merece por inconsciente, dirían otros. Fuera lo que fuera, me verían con esa camiseta y me señalarían como si su vida dependiera de mis decisiones. Me juzgarían.

Me quedé quieta delante de un paso de peatones. No era una calle demasiado concurrida, con unas aceras estrechas y un carril para la circulación rodada, que se había parado para dejarme pasar. Di paso a los coches con la mano y me di la vuelta al tráfico. Me chorreaba la espalda.

Quizá era el momento.

Abrí mi bolso, aquella saca sencilla de algodón, y saqué el móvil para guardarlo en el bolsillo del pantalón. Después, me puse la bolsa entre las piernas mientras me quitaba la túnica. La camiseta, de un rojo vibrante, salió a la luz. A mi derecha, una niña de unos siete años vestida con un uniforme beige dejó caer la manzana que estaba merendando. Se paralizó. Su madre dejó escapar una exclamación que posiblemente su hija no habría oído nunca y le dio un tirón del brazo para apartarla de mí.

La niña y su madre me recordaron a mi pequeña y a mí, la una tan interesada por descubrir el mundo y la otra tan preocupada por protegerla de él. Las observé cómo se acercaban a un par de policías con los que me había cruzado unos metros antes. La madre me señaló y la pareja vino hacia mí con decisión, acelerando el paso y desenvainando las porras. Gritaban algo que no entendía.

Antes de desvanecerme pensé en el color de la sangre que me manchaba el pecho, casi tan brillante como el de mi camiseta.

 

A través del universo

Algo ha cambiado.

No puedo abrir los ojos, pero sé que ya amaneció. Me muevo un poco. Lenta, silenciosa. Me siento más liviana, como si no estuviera aquí, en este momento. Como si me encontrara levitando y no sobre la cama en la que me quedé dormida.

Después de un bostezo pausado abro los ojos. No estoy en la misma habitación. El aliento suspendido enfrente de mí ha formado una ráfaga de colores que ha invadido todo mi campo de visión. Soplo y las partículas de corriente que emanan de mi interior se dispersan e iluminan la parte del universo que está a una mayor distancia.

¿Qué soy? ¿Quién soy?

No tengo el mismo cuerpo físico y ahora estoy dando vueltas en el sistema solar, fuera del planeta Tierra.

¡Soy como Gregor Samsa! Ya no soy una humana. Después de todo, La Metamorfosis resultó no ser solo una historia en el imaginario de Kafka, sino el testimonio de alguien que, como yo, trascendió las leyes de lo imposible.

Me miro las manos y ahora son como codos de los que salen unas pequeñas antenitas que se agitan a cámara lenta. No sé de qué color tengo la piel, aunque se parece mucho al pardo de mis ojos cuando no me da el sol de frente en el rostro.

Hago un esfuerzo por incorporarme, pero mi nuevo cuerpo es pesado. Mis movimientos son torpes. Aún no tengo control de esta nueva forma. ¡Pero ya sé que soy! No soy un escarabajo, ni un insecto. Soy un oso de agua, ¡un tardígrado! Uno de los seres más minúsculos del mundo que tienen la capacidad de vivir sin importar la adversidad del entorno.

Ya lo entiendo. El otro cuerpo no me servía para cumplir con mis propósitos. ¡Qué ironía! Después de todo, para viajar a través del universo no necesitaba tanto equipaje.

¿Estaré en un sueño? ¿En uno de esos sueños que te roban el aliento, de los que nunca desearías salir y quisieras vivir ahí siempre? ¿Será uno de esos? O, ¿será que esta es mi nueva realidad?  Y, ¿si no es un sueño?, entonces, ¿qué es?

Demasiadas preguntas sin respuesta. No puedo perderme la grandiosidad que tengo enfrente mientras debato por qué estoy aquí y ahora. Tengo que avanzar. Puedo hacerlo. Lentamente, sin prisa.

Utilizo mis patas como remos y viajo hacia la aurora boreal más cercana.

He llegado.

¿Tan pronto?

Creo que tardé unos segundos o quizás fue una eternidad. No lo sé.

Hago una pausa.

¿Y dónde está el tiempo? ¿Cómo sé cuántos minutos, horas o años llevo aquí? No parecen demasiados, aunque tampoco parecen pocos.

¡Pero qué cosas pienso! ¡Estoy en el espacio! ¿Qué me importa el tiempo?

Me volteo y quedo de espaldas. Me tomo unos instantes para mirar desde otra perspectiva hacia la nada. Una estrella pasa con prisa y me hace girar varias veces. Tardo unos instantes en atemperar los giros. No me siento mareada. Me gusta girar.

Por fin me detengo.

Ahora puedo ver el planeta que me cobijó en mi otro cuerpo. Se ve muy azul desde esta distancia. Parece una gran canica suspendida que juega a no dejarse atrapar por otra más pequeña y opaca.

Desde aquí todo se ve en calma. Sereno. Como si en el interior no habitaran el miedo, la culpa, la duda. Me gusta estar aquí. Me gusta ver la realidad desde aquí.

Estoy sola.

Miro a mi alrededor y es ahora el vasto universo el que me arropa. No, no estoy sola. Nunca había estado tan acompañada.

Cierro los ojos e inhalo. Huele a las galletas de mantequilla que me hacía mi madre. ¿Por qué huele a galletas en el espacio?

Exhalo y es como si mi aliento estuviera formado por chispas de chocolate que esparcen un aroma dulzón. Podría jurar que estoy dentro de una repostería mientras hornean la masa.  ¡Pero no! Estoy en el espacio. Es perfecto.

Estiro las manos y sigo navegando. Le doy una última mirada a la Tierra y me despido de mi viejo hogar. De mi antigua vida.

Trazo otro curso en mi bitácora interna y doy inicio oficial a un nuevo viaje. Un viaje a través del universo.

 

Mónica Solano

 

Imagen de Jonny Lindner

Para toda la vida

Juan está sentado en una mesa de la cafetería y la ve venir a lo lejos. Al principio duda si es ella o alguien que se le parece. Achica los ojos para enfocar. Sí, es Laura, pero está distinta. Parece un poco mayor, como si de repente hubiera envejecido. Y, a la vez, tiene el aire familiar de toda la vida. Se ha cambiado el corte de pelo por uno más clásico y se ha quitado esas mechas azules que tanto lo encandilaron cuando se conocieron. Sin embargo, mantiene la misma sonrisa. Laura se inclina a saludarlo antes de sentarse. Y su beso, ese beso descarado que siempre le da, sin importarle quién haya alrededor, vuela hasta la boca de Juan. El camarero se espera hasta el final del beso para retirarle la silla. Laura aprovecha y pide un café mientras se sienta frente a su novio, que en ese momento saca un papel de su bolsillo.

–Mira, Lauri, lo que te conté. –El chico le coge una mano y con la otra le muestra la carta–. ¡Varsovia! Todavía no me creo. ¡Si eché la solicitud por probar, pensando que me darían la patada…! ¡Uf! Menos mal que lo hice. Va a ser un cambio increíble.

Juan se inclina y la mira a los ojos. También los ve un poco distintos, enmarcados por un flequillo castaño donde antes había unas guedejas azules. Ahora el pelo, todo del mismo color, no le llega a los hombros. Laura sonríe. Su mirada va y viene de la carta a su novio, y al revés. No dice nada. Juan se da cuenta de que no ha dicho nada sobre el aspecto de su chica y suelta lo primero que se le ocurre:

–Estás guapa.

–Gracias. Se me ocurrió que un cambio como este merecía celebrarse con otro cambio.

Juan intenta añadir algo, pero no se le ocurre nada. Además, está nervioso por la buena noticia.

–Puedo empezar en septiembre. Es una oportunidad increíble. –Respira hondo.

–¡Enhorabuena, cariño! ¡Me alegro tanto por ti!

–Esto lo cambia todo. ¿Te das cuenta? Ahora mi padre no tendrá que pedir favores a nadie del Ayuntamiento para lo del trabajo. Es un alivio, ¿sabes? Mamá dice que no le importa, pero yo sé que a mi viejo se le hacía cuesta arriba, y que iba a hacerlo por no tener que escucharla todo el día dale que te pego. ¡Pobrecillos! Pero es que son muy mayores y sólo me tienen a mí. –Juan le suelta la mano y cruza los dedos como si rezara–. ¡Dime que vendrás conmigo! En todas partes hacen falta secretarias. Y si no encuentras trabajo nos achuchamos un poco y vivimos los dos con mi sueldo, Laura. ¡Varsovia! ¡Uf!

–¿Se lo has dicho ya a tus padres?

–Todavía no, mi vida. En cuanto vi la carta y la leí, la guardé para que tú fueras la primera en enterarte. Se la enseñaré cuando vuelva a casa.

Mientras mira a Laura, Juan intenta reconciliarse con la nueva imagen de su novia. No es que la melena castaña y el flequillo le sienten mal, pero él adoraba sus mechas…

 –¡Vamos a salir de España, cariño! Escaparemos de la rutina, podremos ver mundo, ¿te das cuenta? ¿Te das realmente cuenta de lo que eso significa? –Juan mira a Laura, y le viene a la mente un recuerdo que no logra atrapar–. También va a ser un descanso económico para mis padres. España es la tierra de los parados y de los mediocres, y yo no quiero ser ni lo uno ni lo otro.

–Van a estar muy orgullosos de ti, Juan. Aunque tu madre te echará mucho de menos si te vas.

–¿Si me voy? –Juan recuerda que Laura no le ha contestado antes–. ¡Si nos vamos! ¿No? Porque supongo que vendrás conmigo, cariño. Ya sé que mi madre echará sus lagrimitas, pero no voy a estar siempre con ella. Igual con la pena discute un poco menos con mi padre, ¿quién sabe?

–Claro que iré. Es que todavía estoy impresionada. –Los ojos abiertos de par en par parecen más grandes, aunque no brillan tanto como antes–. Podrías ir tú primero para tantear el terreno, y volver en unos meses. Entonces podríamos irnos los dos juntos. Allí son bastante conservadores, ¿no? Igual no les parece bien que unos novios vivan juntos. Que conste que lo digo sobre todo por ti, Juan. Ya sabes que cuando se ha tratado de hacer escapadas me he apuntado a todas, cielo. Pero ¿no te parece que seríamos tontos si no aprovechamos esta oportunidad a tope? Me lo he estado pensando toda la noche.

Juan la escucha a medias. Por un momento piensa que le está hablando otra persona. ¿Dónde se esconde su loca novia bohemia? Laura, que no se da cuenta, sigue con lo suyo.

–Sé que no soy precisamente santo de la devoción de tu madre. –Juan sonríe. Eso le consta–. Y no creas que no me importa. Todavía me entran temblores cuando me acuerdo de la mirada que me echó la primera vez que nos vio juntos. Si yo tuviera un hijo a lo mejor me pasaría igual, pero seguro que no tendría tantos prejuicios solo por las pintas de una persona. Ahora que, si me voy a vivir contigo de modo tan, no sé cómo decirlo, tan definitivo, seguro que ya me echa la cruz del todo.

–No exageres, mi vida. Cuando hemos viajado juntos no se lo he ocultado. Lo sabes bien. Ya sé que vive para mí, pero también tiene claro que soy mayorcito y que estoy contigo. No sé dónde ves el problema.

–Porque eres hombre, Juan. Por eso no lo ves. Que las mujeres hilamos muy largo, y ya te digo que no estoy criticando a tu madre. Al revés, estoy pensando en ella.

–¡Pues por eso! Evidentemente ella no puede venirse conmigo, y se quedará más tranquila sabiendo que no estoy solo allí. –Laura aprieta los labios y levanta las cejas. Juan traga saliva–. ¿O es que no quieres venir? Cada vez que hemos hablado de ver mundo, de conocer juntos otros lugares, otras culturas, otra forma de vivir, siempre has estado de acuerdo. Y siempre te han parecido bien nuestras escapadas.

–A ver, Juan. No te he dicho que no vaya a ir.

Algo cambia en el interior de Juan. Si no fuera por lo contento que está, diría que lo que siente es enfado. Las siguientes palabras de Laura le caen como un jarro de agua fría.

–Imagínate, por decir algo, que me quedo embarazada. Suponte que allí los anticonceptivos tengan otra composición, qué se yo…

–¡Pero, mujer! Eso es una bobada. –Juan se rasca el cuello y arruga la frente–. ¿O es una excusa? De verdad, no te entiendo. No pareces tú.

–¡Que no, Juan! Siempre te lo he dicho, ayer te lo repetí y hoy te lo digo otra vez. –Laura le acaricia la cara igual que lo hace su madre por las noches–: Con lo que yo te quiero, cariño, voy contigo al fin del mundo.

Laura extiende un poco más la mano, agarra el cuello de Juan por donde se lo ha rascado y acerca la cara para estamparle otro beso. Juan se lo devuelve de modo maquinal. Se separa, suelta el aire que había estado reteniendo sin darse cuenta y deja brotar las palabras que se estaban atropellando en su boca, pisándose unas a otras en sus ansias por salir. Habla de Varsovia, de las condiciones de trabajo, de mil cosas. Laura escucha, sonríe, asiente y besa. Juan sigue hablando. Laura sigue asintiendo, pero apenas suelta algún que otro monosílabo. El café de los dos se enfría. Juan se da cuenta de que ha monopolizado la conversación.

–Entonces, ¿no te vas a echar atrás? –Laura levanta las cejas. A Juan le parece que también se las ha teñido un poco más claras–. En lo de acompañarme, digo…

–¡Que no, chiquillo! ¡Que no! ¿Tú te crees que te voy a dejar solo, con la de polacas rubias y guapas que debe haber por allí? Pero tendríamos que empezar a pensar en hacer las cosas como Dios manda.

Laura ríe. Son las mismas carcajadas cristalinas de siempre, ¡menos mal, algo familiar!, pero no tranquilizan demasiado a Juan, que no entiende por qué le pasa eso. Siempre ha adorado la alegría de su novia, su frescura y ese sentido del humor tan suyo. Ahora es Laura la que le coge las manos.

–No voy a mentirte, Juan. Desde que me llamaste ayer, lo he estado pensando mucho. Al principio me quedé tan pillada que por eso se me ocurrió decirte que te fueras tú primero. Es verdad que los dos aquí parados no íbamos a conseguir nunca nada. Y llevas razón en lo que dices: si me voy contigo –Juan traga saliva. Otra vez el condicional–, puedo buscar allí un trabajo. Y si lo encuentro –no dice cuando lo encuentre y Juan lo nota–, podemos vivir con un sueldo y ahorrar el otro para la entrada de una casa. Si te vas solo y yo me quedo aquí… eso puede ser eterno –Laura le da el enésimo beso de la tarde–. ¡Ea! ¡Nos vamos los dos!

Juan la mira como se mira a alguien que es a la vez extraño y familiar. Supone que es por la ausencia de sus mechas azules. Se da cuenta de que los labios de Laura llevan un brillo rosado, distinto de su rojo habitual. Ahora es ella la que habla, y Juan el que parece que ha perdido la lengua. A mitad de una frase, su novio se estremece como si le rozara una corriente de aire. De nuevo le quiere acudir una imagen a la mente, y esta vez atrapa el recuerdo. Juan se bebe de un sorbo el café, que ya está helado, y se pone de pie. Laura ni siquiera termina lo que está diciendo.

–Laura… –Juan mira el reloj–. Perdona, tengo que irme.

La boca de Laura se abre tanto como sus ojos en una muda pregunta.

–Verás… tienes razón. Será mejor que lo pensemos, sí. Tampoco vamos a precipitarnos. Y a ver también lo que dicen mis padres. Te llamo mañana ¿vale?

Juan se levanta, da media vuelta, y se marcha sin mirar atrás. Camino de su casa piensa qué noticia le dará primero a su madre: si la de la oferta de Varsovia, o la de que piensa romper con Laura. Sabe que su madre se sentirá más feliz por lo segundo que por lo primero. Sonríe para sus adentros por la paradoja. Si su madre viera ahora a Laura, igual hasta habría puesto buena cara. Pero no cree que las dos mujeres se vuelvan a ver.

Abre la puerta de casa con su llave. Mamá sale a su encuentro. Por una vez no le mira con descaro los labios ni la mejilla buscando huellas; por lo que se ve, la nueva barra de labios de Laura, con el mismo rosa de la de su madre, no le ha dejado ninguna marca delatora. Mamá se aparta el flequillo de la cara, y mueve su melena, que nunca deja crecer demasiado. Bajo las cejas castañas, los ojos de la mujer parecen leer en la cara de su hijo, igual que hicieron un rato antes los de su novia. Juan siente que no tiene nada que decirle, se siente como se debe sentir su padre, después de cuarenta años de matrimonio. Esa tarde ha podido entenderlo por fin.

Irá solo a Varsovia. Él quiere llenar de mil cosas los próximos cuarenta años. Allí cabrá todo, menos la rutina. No piensa reescribir la vida de sus mayores. Su futuro todavía es una hoja en blanco. Sonríe a su madre, y empieza a hablar.

Adela Castañón

Imagen: Martha Dominguez en Unsplash

El arte de hacer jabón

Las fragolinas de mis ayeres

Un día que estaba haciendo jabón en el fuego, llegó Andrés con un fajo de aliagas que había cogido cerca del cementerio. Como se pasaba el día holgazaneando por las calles, yo solía mandarlo a que me hiciera recados.

—Señora María, creo que, con estas matas que están bien secas, podrá hacer una buena fogata y el agua del caldero empezará a hervir enseguida.

—Muchas gracias. —Me acabé de ajustar la toca—. Si me ayudas a dar vueltas, te prepararé un poco de sopa caliente.

—Es que con esta leña verde solo consigue hacer mucho humo y llenar las calles de olor a chamusquina—me dijo Andrés. Y me dejó las aliagas al lado del hogar.

Mientras me limpiaba las manos en el delantal y atizaba el fuego, pensaba que no había ningún joven en el pueblo tan atento como él.

Cuando conseguí que prendieran las aliagas, mientras se calentaba la sopa, nos sentamos y nos quedamos los dos embobados, mirando las llamas y los borbotones que hacía la sosa al mezclarse con el sebo.

Siempre que Andrés se quedaba callado, le rezumaba una especie de espumilla por las comisuras del labio de abajo y, de vez en cuando, se la limpiaba con el revés de la mano. Con voz babeante me dijo:

—Oiga, señora María, ¿ha pensado lo fácil que sería matar a un hombre y hacer desaparecer el cuerpo con la sosa? Y, si al final quedara algo, rematarlo con cal.

Me revolví como una lagarta y lo miré a los ojos. Pero él seguía hablando sin inmutarse.

—Si matas a uno y lo metes en este caldero no se entera nadie.

—¡Andrééés….! ¿No habrás pensado matar a un hombre?

—No, mujer, no. No se asuste. Desde el primer día que la vi hacer jabón no hago más que darle vueltas a eso de que la sosa se lo come todo. Y se me vuelven los sesos agua.

—Por Dios, Andrés, ¡qué cosas dices!

—¿Se cree que no noto que las mozas me hacen momos cuando paso por delante de ellas?

—Eso te parecerá a ti. —Le dejé en la mesa de la cadiera una escudilla con caldo de gallina—. Anda, tómate esto y no pienses en esas cosas.

—Pues es verdad. —Se levantó a coger el palo con el que yo removía el caldero—. Es que me ha venido a la memoria mi padre. Y, ¿sabe lo que le digo? Que desde hace tiempo pienso que él sí que fue tonto. Que todo habría sido más fácil si hubiera empleado la sosa.

Andrés comenzó a dar vueltas a la pasta blanca y cuando tropezaba con algún hueso, me lo enseñaba como un trofeo.

—Mire qué blanquecino está. Nadie puede saber si es de un hombre o de un animal. Y si ahora lo tiramos al muladar del Soto, se mezclará con restos de carroña que dejan los buitres. Y sanseacabó.

—Y a ti, ¿cómo se te ocurren estas cosas?

—¡Ande, no se haga la tonta! Que lo de mi tío Pedro lo saben hasta en Madrid.

—No me vengas con más enredos —le contesté.

—¡Que esto no es mentira!—Se santiguó—. Hace dos años el forestal nos trajo unos papeles de un periódico. Mientras él se los leía a mi madre, yo abría bien las orejas y me lo iba grabando todo aquí, en la mollera. —Con la mano que le quedaba libre se tocaba la frente.

—¿Dónde están esos papeles?

—Pues, ¿dónde han de estar? En casa, debajo de un ladrillo, con el dinero. Yo sí que sé en qué ladrillo están, pero mi madre no, que cada día los cambia de sitio, por si las moscas, y luego no se acuerda dónde los ha puesto.

—A ver, Andrés. Tu madre nunca me ha nombrado nada de lo que dices.

—Es que dice que esto no hay que mentarlo, que trae mala suerte.

Entonces se levantó y me espetó:

—Como usted sabe leer, le voy a traer un papel. —Se rascó la cabeza—. Pero tiene que quedar entre nosotros, que si mi madre se entera que los he tocado igual me manda otra vez al hospicio.

Ni corto ni perezoso, se fue a su casa y en un santiamén volvió con un recorte de periódico amarillento, lleno de manchas negruzcas, como cagadas de mosca. Las letras estaban desdibujadas y no se podía leer todo.

Un hermano mata a otro. En día… en el pueblo de…, riñeron los hermanos Pedro y Juan Vadanuez, solteros, de… años de… El primero, y primogénito, le dio una puñalada al segundo y lo dejó muerto… en la cocina de Macario, que es el hermano mediano… delante de su mujer y de su hijo de pocos años… unos creen que… por la herencia de unos campos y otros… Juan sacó a bailar a la novia de Pedro. El fratricida fue detenido por el juez de paz. (Febus).

En el pueblo, todos sabíamos que Pedro dijo muchas marrullerías, que se las arregló para echarle la culpa al muerto y así lo sacaron del calabozo en pocos meses.

rayaaaaa

Entonces me quedé pensando que una desdicha siempre trae cola. Y la muerte de Juan trajo más desgracias. La primera, la noche que Pedro salió de la cárcel. Esa noche sin luna se presentó otra vez en casa de Macario con gritos y amenazas para que no se fuera de la lengua. Todo eso lo vi desde el ventano de la escalera. Al oír que Pedro llamaba de malos modos, asomé un poco la cabeza. Como la calle era muy estrecha, no me perdí ni una sola palabra. Así se lo conté al juez el día que me llamaron a declarar.

Que Pedro le dijo a Macario que volvería para matarlo y violaría a su mujer si contaba a alguien que le había mentido al juez. Total, como Juan estaba muerto, ya no le iba a importar que hubiera desvirgado a su novia. Y que Macario gritó: “¡Bastaaa yaaa! ¡Esto es demasiadoooo!

Y sin pensárselo dos veces, se levantó, cogió el cuchillo de matar las ovejas y le asestó dos cuchilladas a Pedro por la espalda, delante de su hijo que acababa de cumplir cinco años. Mientras su mujer intentaba esconder el cuchillo lleno de sangre debajo de un ladrillo, él bajó las escaleras y se fue a entregar al juez. Y se lo llevaron al penal de San José.

Como su mujer estaba un poco alunada, un día me preguntó si podía ir yo a llevarle un macuto con las mudas limpias y un poco de comida. Y no pude contener una llorera cuando Macario soltó las manos de la reja del locutorio y farfulló:

—María, algunos de los que han venido a verme me han contado que se han llevado a mi hijo al hospicio y que mi mujer anda por los pinares como si estuviera alelada.

rayaaaaa

Cuando salí de mis cavilaciones, Andrés seguía de pie con el papel de periódico en la mano.

—Señora María, también sé que mi padre mató a mi tío Pedro. De eso me acuerdo muy bien.

Miró las llamas del hogar y dejó el palo de revolver el caldero. Se dio la vuelta y enfiló escaleras abajo arrastrando los pies y rezongando:

—Si mi padre hubiera sabido hacer jabón como la señora María no se hubiera pasado toda la vida en el penal y a mí no me hubieran tenido tantos años en el hospicio.

Carmen Romeo Pemán

Escaleras de casa

Escalera y patio de casa Melchor. El Frago, Zaragoza. Foto de Carmen Romeo Pemán.

Imagen destacada. https://www.directodelolivar.com/hacer-jabon-casero/

Que viva la reina

Alessandra dejó atrás su ático en Le Marais y echó a andar por la orilla del Sena, con los guardaespaldas a corta distancia. Se preguntaba cómo había podido pasar tanto tiempo sin abandonar la oficina y sin sentir el delicioso hormigueo que le recorría la espalda antes de un trabajo. ¿Cuándo había sido la última vez? No lo recordaba, pero en realidad daba igual. Eso era algo que también iba a cambiar.

Se llevó una mano al cuello. El sol primaveral le irritaba la piel. “Irá a peor con los cambios de temperatura”, había dicho el médico. “Son los nervios”, prosiguió. “Hasta que no se relaje no desaparecerá el escozor”.

Ojalá fuera tan fácil calmarse. Él no podía entenderlo. Alessandra llevaba cinco años controlando cada cosa que se hacía en París, cinco años distanciándose cada vez más del siguiente escalafón de la pirámide, cinco años alejándose de todos y de todo lo que quería. Cinco años esperando un tiro, un apuñalamiento, una ostra envenenada. Ella sabía mejor que nadie que no era demasiado difícil quitarse de encima al jefe. Un pequeño despiste sería suficiente.

En su caso, solo necesitaron que ella bajara la guardia y no ordenara investigar a aquellas dos ratas de cloaca que pretendían unirse a sus filas. Ojeó sus informes y dio el visto bueno. “Otros más”, pensó. “Veremos si valen”. Y dejó que demostraran de lo que eran capaces. Lo hicieron cargándose a cinco de sus hombres y a Petyr, el hijo de uno de representantes de la Bratva que estaba bajo su protección.

Por fortuna, tenía las pistas suficientes. Descubriría quién era el malnacido que pretendía enemistarla con la mafia rusa.

París se llenaba de visitantes en abril, y Alessandra no podía evitar mirar a todos lados desde el resguardo que le ofrecían sus grandes gafas oscuras.  ¿Quién era un turista y quién simulaba serlo? Hizo crujir su cuello con un movimiento. Aquellos hombres habían recibido ayuda desde dentro, y le había costado mucho tiempo y dinero averiguar quién había sido. Acabaría con él, pero antes quería jugar un poco. Ella se lo merecía. Y él aun más.

La majestuosidad del Louvre se abrió ante sus ojos. No fue difícil reconocerlos. Estaban en pleno intercambio al pie de la pirámide de cristal. Los dos asesinos entregaban un maletín a su hombre, que estaba de espaldas .

Alessandra caminó con paso tranquilo, el de quien se sabe por fin a salvo. Uno de los hombres, el más alto, hizo amago de gritarle al verla a su lado pero calló en cuanto vio la mueca de su confidente.

—Señores —dijo Alessandra.

Les guiñó un ojo travieso, y, de puntillas, sentenció al traidor con el beso de la muerte. Se marchó igual que había llegado.

Cuando sus espías la informaron del plan del renegado, le dio mucha pena dejar que mataran al chico y a sus hombres. Pero a veces hace falta sacrificar a torres y peones para mantener viva a la reina.

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

Foto de Steve Johnson en Unsplash

“No lo hagas”

Tres palabras: No lo hagas.

Fue lo que oí cuando cerré la puerta. Estaba envuelta por una valentía que jamás había sentido.

Tenía miedo. Sí. Muchísimo. La bilis se me revolvía en el estómago solo de pensar en elevar el ancla e izar las velas cuando las aguas estaban mansas. Quería quedarme ahí, estática. Quería quedarme esperando una nueva espiral de decisiones que me llevaría al mismo punto, una y otra vez.

No voy a negarlo. Me tentaba la idea de explorar un nuevo mundo. Un sabor dulce me recorría la boca si pensaba en dejarme sorprender por nuevos aromas, colores y sabores. Por lo desconocido. Pero continuar aferrada a la tierra en la que llevaba enraizada tantos años me resultaba una idea más atractiva y también menos arriesgada.

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Cada vez que sumerjo los pies en la arena y miro con asombro el horizonte colmado de agua, fundido con un cielo azul incandescente, me tomo un instante, cierro los ojos y dejo que la brisa me despeine. Entonces siento cómo los mechones de mi pelo se agitan igual que mis pensamientos.

En esos momentos pienso en volver y en cómo sería mi vida si no hubiera atravesado la puerta aquella noche. Dejo que los recuerdos pasen y se marchen tan lentos como los minutos en las manecillas de mi reloj cuando estoy frente al mar. Trato de no darles importancia, de negarles, sin mucho éxito, el poder de transformar la calma.

¿Dónde estaría ahora si no hubiera…?

No, esa no es la pregunta que me llevará a dar el siguiente paso.

Tampoco es: ¿hacía dónde quiero ir?

Podría ser: ¿dónde estoy en este momento?, pero eso ya lo sé. Estoy mirando cómo las olas golpean con fuerza la arena bajo mis pies que se entierran cada vez más. Aunque no estoy segura de si soy la mujer que disfruta de una tarde de brisa o la mujer que se debate entre el dilema de quién es y quién quiere ser. Es posible que sea las dos. Lo cierto es que no soy la misma de hace unos días. Y es que no podría serlo después de que decidí marcharme de casa con la esperanza de encontrar un camino diferente.

Al mirar a mi alrededor me doy cuenta de que estoy sola ante la inmensidad del océano. El silencio se esparce por todos los rincones de la playa. Solo estamos mis pensamientos y yo debatiendo un futuro que ni siquiera sabemos si llegará.

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Tres palabras: No lo hagas. Resuenan de nuevo en mi cabeza.

Sí, eso fue lo que oí antes de partir, pero la verdad es que la valentía que me abrazaba cuando me puse la mochila en el hombro, desapareció cuando toqué el pomo de la puerta. Me quedé inmóvil y lo sujeté con fuerza.

En un movimiento involuntario me di la vuelta, con los ojos nublados por el dolor que me producía ponerle cara al pasado del que no podía escapar. Cuando miré hacia atrás perdí la fuerza, se esfumó mi propósito. La idea de un mañana diferente se fundió en lo más profundo de mi equipaje. Ya no estaba segura del siguiente paso.

Pensé: “si tan solo no hubiera mirado hacia atrás”. Y como en cualquier otra escena de mi vida los “hubiera” llegaron en bandada y me acorralaron. Me dejé guiar por la cobardía y le entregué el poder al miedo. Cada parte de mi cuerpo se desvaneció en temblores y sudor.

Quizás era demasiado tarde para intentar un nuevo comienzo.

Cerré los ojos y respiré, tan profundo como fui capaz. Luché con ímpetu para zafarme de la puerta y arrancar mis pies del suelo. Tenía que intentarlo. Quería creer que podía dar el salto.

Me puse de rodillas en el umbral de la puerta, sujeté con todas mis fuerzas la manija, la giré hacía un lado y otro, y entonces repetí como un mantra, hasta el cansancio, “no lo hagas, no lo hagas”. Al final, después de una larga y extenuante riña con mis inseguridades me puse de pie.

“No lo hagas de nuevo. Esta vez, avanza”

Mónica Solano

 

Imágenes de StockSnap Denis Azarenko y Karin Henseler

Ni un pelo de tonto

Andrés abrió y cerró los ojos. Intentó refugiarse en la consoladora idea de que todo era un sueño. Tragó saliva y los abrió de nuevo. Su peor pesadilla se había hecho realidad: su peluca había desaparecido.

En su estómago nació un gemido que se ahogó antes de alcanzar la garganta. Cogió con las dos manos el embozo de la sábana y se cubrió la cabeza, tratando de usar la tela como sustituto de su tesoro capilar. Respiró hondo y se aferró a un último retazo de esperanza. Bajó la sábana hasta la nariz, y asomó los ojos por el borde. Entonces vio la ensaladera redonda, la que, puesta del revés, usaba todas las noches para acomodar la peluca. Le pareció que se reía de él con el brillo rutilante de su calva de porcelana. Levantó el cuello y miró por el suelo a sabiendas de que sería inútil. Dormía con la ventana cerrada, y siempre ponía todo el cuidado del mundo en dejar la peluca bien colocada.

¿Para qué querría alguien una peluca que llevaba con él casi cuarenta años? ¿Quién habría descubierto su secreto? El gemido mudo logró escapar por sus ojos dejando un rastro de sal que le escocía en las mejillas. Aquel accesorio había sido lo más duradero y estable de su vida. Desde que abandonó a su mujer y a su hijo, tan anodinos e insignificantes, nadie, absolutamente nadie, había descubierto su calvicie. O eso creía él. Sin su peluca, estaba desnudo frente al mundo.

Su mente se puso en marcha a toda velocidad. Tenía que pensar en algo para que los demás residentes del asilo de ancianos no descubrieran su secreto. Nadie debía ver su cráneo estéril, donde la única nota de color eran las manchas que le quedaron como recuerdo de la tiña. ¡Maldito gato! El bicho también le pegó la enfermedad a su hijo, pero eso nunca lo consoló. Al fin y al cabo, el gato era del crío. Y, aunque lo sacrificó cuando empezó a verle las calvas en la piel del lomo, ya fue tarde. Las cabezas del padre y del hijo quedaron igual de peladas cuando las costras tiñosas desaparecieron.

Andrés se levantó de la cama y se dirigió al cuarto de baño como un cordero al matadero. Cerró los ojos, apretó el puño derecho y se golpeó el pómulo con todas sus fuerzas. Si no hubiera tenido la precaución de agarrarse al filo del lavabo, se habría caído de espaldas.

Respiró hondo y repitió el puñetazo. Satisfecho, comprobó que el ojo empezaba a cerrarse poco a poco y a cambiar de color. Se felicitó por ser tan hipocondríaco. En su armario tenía casi de todo. Cogió un rollo de venda y se envolvió la cabeza de forma metódica. Diría que se había caído de la cama y se había golpeado con el pico de la mesilla de noche. Eso le serviría de momento.

Para dar más credibilidad a su historia, llamó a la recepción del asilo y preguntó si el monitor de su planta podría acompañarlo al comedor a desayunar. Se justificó con la historia de la caída, y se sentó a esperar a Manuel.

Antes de cinco minutos llamaron a la puerta.

–¡Adelante! –dijo Andrés.

La hoja se abrió un poco y la cabeza de Manuel, con su eterna gorra gris, asomó por el hueco mientras preguntaba:

–¿Se puede pasar?

Andrés suspiró. Ese hombre no era más tonto porque no podía. ¿A qué venía preguntar eso, cuando ya le había dado permiso? Abrió la boca para soltar un exabrupto, pero recordó a tiempo que se suponía que había tenido un accidente. Se tragó su genio, y puso cara de doliente. No le resultó difícil porque parecía que tenía un volcán en erupción en el lado derecho de la cara.

Manuel era de edad indefinida. En ese mundo de ancianos, parecía un residente más. Su físico era como un retrato robot de cualquiera de ellos con un montón de años menos. Tenía una cara amorfa, sin ningún rasgo distintivo que le otorgara un poco de personalidad. De todos los monitores, era el más callado. No podía decirse de él nada malo. Ni tampoco nada bueno. Porque, sencillamente, pasaba desapercibido casi siempre, como si fuera invisible. Se movía sin hacer ruido, no tenía apenas cejas ni pelo, y jamás decía una palabra más alta que otra. En medio de tanto sonido a vejez, Manuel era la única nota monocorde.

El monitor no pareció extrañarse al ver el atípico tocado de Andrés. Se limitó a acercarle la bata y a ofrecerle el bastón antes de ir hasta la puerta, que mantuvo abierta para que el anciano saliera del cuarto.

Andrés, camino del comedor, empezó a temer que su camuflaje no fuera suficiente para ocultar la pérdida del pelo, que todos creían que era suyo. Pero pronto comprendió que ese día se iban a fijar poco en él. Faltaba la mitad de los comensales habituales de esa hora, y en el pasillo de la planta baja, donde había otra fila de dormitorios, se escuchaba bastante algarabía. El alboroto subió de tono cuando el timbre de la puerta empezó a repicar, y no paró hasta que el conserje abrió para dar paso a dos policías de uniforme.

De uno de los cuartos del pasillo salió la directora dando el brazo a María, la anciana de la tercera habitación, que parecía caminar con dificultad. Se llevaba la mano a la cabeza, completamente llena de rulos, mientras hablaba a toda velocidad. Las dos mujeres llegaron al comedor, donde acababan de entrar los policías. Durante un par de segundos, reinó el silencio. Y, de pronto, pareció que se desataban todas las furias del infierno. María descubrió a Andrés, con la venda en la cabeza, y paró de hablar, conteniendo la respiración.

–¡Dios mío!

María señaló a la cabeza de Andrés y los presentes volvieron la vista hacia el recién llegado. La anciana se llevó la mano al pecho, y empezó a gritar como loca:

–¡Ha tenido que ser él! ¡Seguro! ¡Ha sido él! ¡Valiente poca vergüenza!

Todo el mundo hablaba a la vez, y la mayoría de los presentes miraba a Andrés con fijeza. Volvió a temerse que la historia de la caída de la cama hiciera agua por alguna parte. Aun así, ¿por qué gritaba tanto la histérica esa? Entre el guirigay de voces, Andrés vio acercarse a los policías. Uno de ellos le pidió con amabilidad que lo acompañara al despacho de la directora. Empezó a sudar y a pensar que podía haber ocurrido algo peor que la pérdida de su peluca. Echó mano al bolsillo de la bata para coger su pañuelo y enjugarse la cara. Al sacarlo, un objeto cayó al suelo con un tintineo. De nuevo se hizo un silencio repentino. Uno de los policías se agachó, y cogió una pulsera de varias vueltas de brillantes y la sostuvo en la mano abierta. El otro policía tosió y cruzó una mirada de entendimiento con su compañero. Los dos volvieron la vista a Andrés. El que había recogido la pulsera, habló.

–Será mejor que se vista y nos acompañe a la comisaría, señor.

Los residentes del asilo recordarían durante muchos meses ese día repleto de sucesos que quebraron la monótona rutina diaria. María fue durante unas semanas protagonista absoluta relatando su aventura a todo el que la quisiera escuchar. Había oído ruidos en su habitación, y a la escasa luz de la luna que entraba por la ventana había visto una silueta escarbando en su joyero. De joven era una moza valiente, y la edad no le había restado valor, así que se había tirado de la cama para darle un bastonazo al asaltante. Y cuando el ladrón intentó huir, ella lo agarró por los pelos… para encontrarse de pronto con que lo único que su mano sostenía era una peluca.

Andrés mantuvo su inocencia delante de todos, pero en sus momentos de mayor debilidad se preguntaba si no habría sufrido un ataque de sonambulismo.

Manuel aprovechó su día libre para ir, como siempre, al cementerio. Llevaba su mochila colgada del hombro derecho, porque el izquierdo todavía le dolía del bastonazo. Llegó hasta donde se encontraba la tumba de su madre y sacó del bolsillo una foto color sepia. En la imagen, una mujer y un niño posaban junto a un Andrés con sombrero y con cuarenta años menos. Manuel rompió la foto en pedacitos y se agachó para besar la lápida donde estaba grabado el nombre de su madre.

Un gato que solía merodear por el cementerio se acercó confiado y se restregó contra las perneras del pantalón de Manuel. El hombre sacó una lata de comida para gatos, y la dejó abierta a los pies de la tumba de su madre mientras veía al minino relamerse. Le recordaba mucho a su gato de niño. Incluso en las calvas de la piel del lomo. Pero ya le daba igual, porque la tiña no podía robarle más pelo. Y a este gatito no lo iba a matar nadie. Manuel le acarició la cabeza, se quitó del pantalón una brizna de hierba y se puso en pie. Antes de marcharse, sonrió y habló a la lápida.

–Descansa en paz, mamá. El cabrón ya lo ha pagado.

Adela Castañón

Imagen: Pixabay

En la sala del tifus

De las fragolinas de mis ayeres

A don Valero de Arbigosta, el médico que consiguió una sala de aislamiento en la epidemia de tifus que se llevó a casi todos los fragolinos.

Antes de acostarse, doña Pascuala se pasó por la sala de los enfermos para ver si podía echar una mano a la que se encargaba de las noches. Quería ayudarla a sacar al sereno los baldes con la ropa sucia para que Máxima los tuviera preparados antes del canto del gallo y se los llevara a lavar al Arba.

El Ayuntamiento había aprovechado el desván del horno público como sala de aislamiento. Así no tenían que andar encendiendo fuegos y los humos no aumentaban el concierto de toses.

A esas alturas ya había muchas niñas afectadas. A doña Pascuala no le extrañaba que los piojos camparan a sus anchas. Sus alumnas no paraban de rascarse y, por mucho que les insistiera, no se cambiaban de ropa, incluso algunas dormían vestidas, amontonadas con toda su familia en unos camastros de paja que cambiaban de año en año.

—¡Escuchadme todas! —les decía en clase—. Es muy importante que os lavéis el cuerpo y la ropa. Y que vuestras madres limpien la casa y frieguen la vajilla con jabón.

Cada día una madre tenía que llevar un cántaro de agua a la escuela y doña Pascuala les obligaba a lavarse las manos en un barreño descascarillado que había colocado en la entrada. Luego las sentaba en la puerta que daba a la calle y les iba pasando una peineta para despiojarlas. Pero algunas familias protestaron al alcalde.

—Es que no se da cuenta que con esas cosas nos está llamando guarros a todos.

Esa tarde, al entrar en la sala, oyó llorar a una niña de seis años que llevaba dos días aislada. El médico saludó a la maestra desde el fondo y se acercó.

—Buenas noches, doña Pascuala. Usted siempre tan preocupada por sus chicas.

Antes de responderle, se le achicaron los ojos, se le hundió el hoyuelo y comenzó a temblarle la barbilla.

—Buenas, don Valero. Lo mismo le digo a usted con sus enfermos. Estas no son horas de pasar visita. A no ser que haya algún caso de extrema gravedad.

—No, no. Por lo menos por ahora. Hemos tenido suerte de que sean casos de tabardillo, y no de fiebres tifoideas, como los del año pasado.

—No entiendo bien la diferencia, la verdad.

—Pues si no le importa, la acompañaré hasta su casa, que están las calles como boca de lobo, y se la explicaré por el camino.

Doña Pascuala enrojeció tanto que parecía que sus mejillas se habían contagiado con las erupciones de los enfermos.

—Será un honor, don Valero. Pero no tiene que molestarse por mí. No tengo miedo a la oscuridad y me protejo bien para no contagiarme.

—Bueno, en cualquier caso, la acompañaré.

Esa noche doña Pascuala estuvo muy atorada. No se puso guantes ni encontró el balde de zinc para echar la ropa. Tampoco acertó a ponerles a sus alumnas los trapos mojados en agua fría para bajarles la fiebre. Cuando le tocó la frente a la más pequeña para ver cómo andaban sus calenturas, oyó que le decía en voz muy baja:

—Doña Pascuala, no se ponga tan colorada, que todos sabemos lo de usted y don Valero.

La maestra creyó que estaba delirando.

Carmen Romeo Pemán

Imagen principal. El Frago, el huerto de la Barbera: la mujer del barbero y practicante, ayudante de don Valero.  Foto de Chesus Asín.

Halcones nocturnos

Quedaron en un bar cochambroso junto a la autovía, el único sitio abierto un domingo invernal en un pueblo costero. Julián estaba en el coche decidiendo si debía entrar. Se preguntaba si aún tenía alguna oportunidad o si ya era demasiado tarde.

Se sentía tan cansado que empapó otro cigarro en ketamina. Llevaba despierto más de treinta y seis horas. Tenía el pelo sucio y despeinado, y los ojos tan secos que casi podía oír su propio pestañeo. No se había cambiado de ropa desde la noche anterior y apestaba a sudor. Le dolía la mandíbula de los espasmos del éxtasis. Había sido una buena noche y una mejor madrugada. Llegó a casa a las siete de la tarde, y entonces encendió el móvil y recordó su cita con Adriana.

En el interior del café, sentada ante una mesa de un material barato que imitaba la madera, Adriana intentaba no apoyar los brazos para evitar quedarse pegada. Daba vueltas a una cucharilla y sujetaba un libro del que no llegaba a pasar página. Estaba ensimismada, tanto como los halcones nocturnos de Hopper. ¿Aparecería esta vez? Y si no lo hacía, ¿tendría la desfachatez de darle alguna excusa? Hacía una hora, después de dejarla plantada y sin noticias, que le había dicho que se había dormido. Al cabo de un par de minutos se contradijo, todavía desorientado por lo último que se había metido.

Adriana no podía creer lo que estaba viviendo otra vez. ¿En qué momento había vuelto a drogarse? Hacía justo un año habían tenido una conversación sobre aquel tema. Ella le dio un ultimátum y él le prometió que se mantendría limpio. Adriana quiso creerlo.

Julián se encendió otro cigarrillo. La droga le amargaba la garganta. Se preguntaba por qué le costaba tanto desengancharse si le había resultado tan fácil dejar otras cosas. Recordaba el día que su padre se enteró de que había abandonado el atletismo. Fue después de varios meses de simular que seguía yendo a entrenar. Su padre lo sentó en el salón y sin poder mirarlo a la cara, le dijo que sabía que no lo habían admitido en el equipo olímpico y que desde entonces no estaba entrenando. No quiso escuchar ninguna justificación, ni siquiera cuando Julián intentó explicarle el daño que ese fracaso le estaba causando. No solo en el deporte, sino también en su autoestima.

—Nunca pensé que un hijo mío me avergonzaría tanto —dijo.

Empezó a consumir poco después para intentar borrar esa frase de su mente. Pero la decepción de su padre lo acompañaba todo el tiempo, también cuando se acostaba con alguna chica de la que nunca recordaría el nombre. Cada vez que quedaba con su camello podía ver el dolor en la cara de su padre.

Hasta que conoció a Adriana y el orden, lentamente y con esfuerzo, volvió a su vida. Ya salían juntos cuando ella se enteró de que él consumía y, cuando le confesó que quería dejarlo, ella le ayudó. Incluso perdió un semestre por apoyarlo. Cada vez que resistía la tentación sentía que, de alguna manera, estaba homenajeando a su novia hasta que, después de casi diez meses limpio, pensó que, por una vez, no iba a pasar nada.

El tintineo de la campana anunció la llegada de Julián. El dueño lo saludó con un movimiento de cabeza y volvió a la noble tarea de seguir ensuciando la barra con un trapo que en otros tiempos había sido blanco.

—Hola —dijo él.

Adriana dobló cuidadosamente la esquina de la hoja en la que se había quedado y acarició la página antes de cerrar el libro. Se levantó y, después de un breve amago que ilusionó a Julián, lo besó en la mejilla.

—Lo siento —dijo él.

—Yo también —contestó ella.

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

Imagen de Nighthawks de Edward Hooper de Wikipedia

El jardín de Sofía

Oculto en el universo, crece un jardín de colores sobre un meteorito. Hace algunos años, después de una fuerte tormenta espacial, la vida surgió en una de estas rocas áridas. Muy cerca de la Luna gira alrededor de la Tierra, sumergido entre las estrellas.

Criaturas aladas y brillantes brotaron de su centro, junto a plantas exóticas, de hojas verdes alargadas, con bordes redondeados y flores granate. Crecieron bajo el amparo de una pequeña niña de cabello negro y ojos como el chocolate. Sofía llegó al jardín un 8 de marzo, día terrestre. Muy temprano, en la madrugada. A pocos días de que la tormenta espacial se desatara cerca de nuestro planeta.

La pequeña se aferró con fuerza a la roca y, después de girar y girar por semanas, un día se detuvo. Permaneció despierta por meses. Su canto opacó el silencio y le dio vida al jardín espacial.

El tiempo ha pasado silencioso. Los árboles y arbustos han crecido frondosos en el jardín. Hoy la pequeña Sofía continúa cuidándolo. Durante el día, juega con las criaturas, riega las plantas y corretea de un lado a otro persiguiendo a las luciérnagas de color purpura como su vestido. En la noche, camina hasta un extremo del jardín y recuesta sus manitas sobre una nebulosa. Con sus dedos le da algunas vueltas a la Tierra y busca a sus papitos y a su hermanita que a esa hora se preparan para ir a dormir.

Cuando los ve juntitos, acurrucaditos en la cama, tapados con la misma frazada, se une a las sonoras carcajadas que provocan las historias fantásticas de su hermanita Camila que, una vez más, hizo unas cuantas travesuras en el colegio.

Al llegar el momento de dormir, las luces se apagan en la habitación y todo queda en silencio. Sofía se cubre con un manto de flores y cierra los ojos. Las luciérnagas apagan las luces y se disipa el esplendor del jardín para entregarse a la noche.

En el mundo de los sueños Sofía se encuentra con sus papitos que la llenan de besos y caricias, y la acunan en sus brazos mientras cantan un arrullo para eclipsar su desvelo.

Sofía duerme en el calor de los brazos de su madre y cobijada por el amor de su padre. Le velan el sueño mientras le pasan los dedos entre el cabello negro azabache y contemplan con ternura la carita redondita de pómulos rosados que dibuja una tenue sonrisa.

Sofía extiende sus brazos para estirarse. Sacude el manto de flores con los pies y abre los ojos. Cientos de luciérnagas con sus alas encendidas revolotean a su alrededor. Mira hacía la Tierra, les manda un cálido beso a sus papitos y recibe con alegría el nuevo día.

Mónica Solano

 

Imagen de PIRO4D , Yuri_B

Almas gemelas

Giré el pomo para entrar al dormitorio y me quedé clavada en el suelo, como una estatua de sal. Parpadeé una, dos, tres veces. Paco estaba en la cama, en nuestra cama, con alguien que no era yo. Al oír el ruido de la puerta, se dio la vuelta con un sobresalto. Su movimiento fue tan brusco que tiró al suelo el edredón. Entonces me di cuenta de dos cosas a la vez. Que la otra persona no era una mujer y que Paco estaba casi desnudo. Casi. Porque lo único que tenía puesto era un par de medias negras. De rejilla. Con costura posterior. Rematadas por ligueros de encaje que, como una burda caricatura de la boca de un sátiro, parecían reírse de la expresión de total idiotez que debía reflejar mi cara. Una cara con tres círculos, mis ojos y mi boca, como tres lunas llenas de incredulidad. De pronto, todo encajaba. Su paciencia al acompañarme cuando iba de compras. La sensación de que mis barras de labios, a veces, no estaban exactamente como yo las dejaba. Las intempestivas reuniones de trabajo. Su comprensión, esa comprensión que tanto envidiaban mis amigas, cuando yo me escudaba en mi jaqueca premenstrual para irme a la cama antes que él. ¿Cómo pude estar tan ciega? En un segundo comprendí que lo que habíamos vivido hasta entonces era como el negativo de las fotos antiguas: los colores, las imágenes, las luces y las sombras… todo estaba del revés. Igual que esos negativos, las escenas de nuestra vida en común aparecían y desaparecían en mi retina con la brevedad de unos fuegos artificiales, y con unos claroscuros que jamás antes supe que estaban allí.

A los pocos días, Paco se fue de casa. No tuve valor para contárselo a nadie. Ni siquiera a mi mejor amiga. No sabía cómo le iba a explicar a Ángela que mi marido me había sido infiel con otro hombre. Me asustaba pensar en su reacción, imaginaba mil respuestas, o no imaginaba ninguna. Me montaba escenas mentales para descolgar el teléfono y quedar con ella, anticipaba lo que le contaría o le dejaría de contar, delante de una taza de café. Ponía en su boca palabras que ni siquiera sabía si existirían en el diccionario de sus sentimientos. La imaginaba consolándome de mil maneras ante la traición de ese Paco que nunca, jamás, le había caído bien a ella.

Finalmente fueron mi soledad y mi cobardía las que me abrieron los ojos. Comprendí que en nuestro matrimonio yo había sido la más impostora. Desde que cerré la puerta del dormitorio, dejando tras ella a ese extraño con el que me había casado, intenté sentir asco sin lograrlo. Porque, desde ese instante, desde que lo vi abrazado a aquel hombre, lo único que me invadía era la envidia. Envidia de no ser yo la que estaba en esa cama. Porque hubiera querido estar allí, y que las medias de encaje no las llevara Paco. Ni yo. Que las medias estuvieran en las piernas de Ángela, como dos serpientes negras, intentando alcanzar la negrura más intensa de su pubis, de ese pubis espeso, rizado, que yo miraba a hurtadillas en la sauna, en el gimnasio, en los vestidores de la piscina del club, soñando con enredar ahí mis dedos. Envidia de que Paco le hubiera regalado a nuestra cama un verdadero acto de amor. Envidia de esas sábanas, gélidas cuando nos cobijaban a nosotros, que parecían desprender fuego cuando acunaban a Paco y a su amante. Envidia de no haber tenido el valor, o la destreza, de llevar a Ángela conmigo a ese punto sin retorno que mi marido había logrado alcanzar.

Un reflejo de lucidez me hizo comprender que Paco y yo estábamos predestinados a casarnos. Éramos almas gemelas. Dos farsantes. Dos personajes en busca de un escondite. Solo la suerte quiso que él se quitara el disfraz antes que yo. Porque yo continúo dentro de ese armario privado que por fin mostró al mundo su rostro. Y sigo sin saber en qué lado de la puerta vive Ángela. Tal vez no llegue a averiguarlo nunca. Eso es, y me temo que será para siempre, mi esperanza y mi castigo.

Adela Castañón

Imagen. Unsplash

Crisálida

12 de febrero

No sé por dónde empezar. Bueno, supongo que por lo que ha pasado hoy, lo que ha hecho que tenga que escribir en esta mierda de diario.

Me he peleado en el colegio. Con Rubén. Ha venido el profe de gimnasia y nos ha separado. A mí me ha agarrado del hombro y me ha llevado al despacho de mi tutor. Rubén se ha quedado ahí, riéndose, rodeado del resto de la clase y presumiendo de haberme pegado cuando era yo quien le estaba metiendo una paliza.

Pablo ha querido saber por qué nos peleábamos. Si no fuera un imbécil me daría ternura por creer que se lo iba a contar a él. Me he quedado callado y cuando por fin se ha dado cuenta de que no iba a decir nada, ha tirado sobre la mesa esta liberta y me ha soltado: “pues lo vas a contar aquí”. Le he contestado que no me da la gana, pero me ha dicho que si quiero ir a la excursión del Barça tengo que escribir en esta mierda de diario cómo me siento o al menos qué ha ido pasando. Que no sea tonto y que aproveche esta oportunidad.

Es un hijo de puta. Según él, no va a leer lo que escriba. Pero espero que lo haga. Así que esto es para ti, Pablo: eres un hijo de la gran puta sarnosa y ojalá venga tu padre y te reviente la puta cara de gilipollas que tienes.

Lo de Rubén es lo de siempre. Lo hace para joderme. Me busca. Hoy le he dicho que la próxima vez no me quedaré solo en romperle la cara.

6 de marzo

Hoy he vuelto al despacho del tutor. Me ha preguntado si estaba escribiendo en el diario. Me ha recordado que si no lo ve en junio con al menos diez entradas, no voy al Barça.

Pablo, eres un cabrón.

Me he vuelto a pelear. Esta vez ha sido con Oriol, un chaval un par de años mayor que yo. Está acabando el bachillerato social. Sí, hace ese porque no llega a más. Dicen que si no lo suspenden ni repite es porque su padre ha pagado la renovación del laboratorio.

Como decía, es tan tonto que me ha pillado fumando en el baño y, en vez de callarse o pedirme un piti, me ha amenazado con contárselo a los profes. Si en casa se enteran de que me han pillado fumando… No, no, ni de coña, así que he hecho que se comiera el váter. Pablo me ha preguntado si lo volvería a hacer. Le he mentido y le he dicho que no.

Pero ahora tengo que concentrarme en mi misión. Diez entradas en este diario. Solo me quedan ocho. No le voy a dar una excusa a ese cabrón para dejarme sin visitar el Camp Nou.

10 de marzo

Blablablá blablablá blablablá blablablá blablablá blablablá blablablá blablablá blablablá blablablá blablablá blablablá blablablá blablablá blablablá blablablá blablablá blablablá blablablá blablablá blablablá blablablá blablablá blablablá blablablá blablablá blablablá blablablá.

Tiene que haber diez entradas y se supone que ese gilipollas no lo va a leer, ¿no? Pues bien que va a valer esto.

27 de marzo

Hace un huevo que no escribo. No es que no haya visitado el despacho de Pablo o que no me haya peleado, es que no me he acordado de escribirlo en el diario. Pero hoy lo he encontrado al abrir la caja del costo y me he dado cuenta de que el tiempo pasa, y no quiero que me jodan.

Me estoy empezando a alegrar de que Oriol sea tonto del culo y de que su padre haya palmado pasta en el colegio renovando las instalaciones. La primera práctica de Química ha molado un montón. Y he visto a Montse sorprendida de que supiera hacer el experimento. Menuda profe de mierda, qué manera de mostrar los favoritismos que tiene. La muy zorra no se ha separado de mi lado, supongo que pensando que la iba a cagar en cualquier momento, y al final me ha tenido que felicitar por haberlo hecho bien y a la primera. Y eso que solo he seguido las instrucciones. Eso sí, que solo me haya salido a mí y no al resto de la clase me demuestra que los demás son imbéciles, porque mira que es fácil. Si hasta yo lo puedo hacer, joder.

10 de Abril

Ya llevamos tres prácticas de Química en el laboratorio y esto mola cada vez más. Montse me ha dicho que si quiero apuntarme al grupo de las tardes. Hasta ahora pensaba que eran clases de refuerzo así que me han entrado ganas de pegarle una hostia al ofrecérmelo. Pero pegar a una profe significaría la expulsión del colegio, aunque me estuviera llamando tonto, así que me he contenido, y entonces me ha explicado que no, que es para las personas que tienen un don con la ciencia. Un don. En fin.

Solo tengo que conseguir la pasta para pagar las clases extra, pero no creo que tenga problema.

12 de abril

Estoy hasta las pelotas de todo. Cuando cumpla los dieciocho se acabará el colegio, me piraré de esta puta casa y los mandaré a todos a tomar por culo.

14 de Abril

Mi madre ha ido hoy al colegio. Con lo que me había costado interceptar la carta del tutor pidiendo la reunión… Pero no pensé en que Pablo llamaría ayer a casa para concertar la cita, así que al final solo he conseguido retrasarlo un mes y medio. Quería estar con ella para controlar qué decía de mí o de mi padre, pero no me han dejado estar dentro. Cuando ha salido, lo ha hecho lloriqueando como una mocosa.

—¿Por qué no me habías dicho que se te daba tan bien la Química? —me ha preguntado.

Yo me he limitado a encogerme de hombros.

 —¿Y lo de las peleas?

Ahí sí que me la he quedado mirando sin poder creerme lo que estaba diciendo y ha debido notar que me estaba conteniendo porque el resto del camino hasta casa lo ha hecho en silencio.

Me había prometido que no se lo contaría a mi padre, pero él nos ha visto llegar juntos y la ha presionado hasta que se ha derrumbado. Al final se lo ha acabado explicando todo.

La odio.

20 de Abril

Ana me ha pedido que le dé clases. Al principio pensaba que se estaba riendo de mí y me he puesto a la defensiva, pero no. Dice que quiere hacer el bachillerato científico, como yo, pero que no lo conseguirá si no saca una notaza en Química, y que yo soy el mejor de la clase. La verdad es que me he quedado un poco cortado y se ha pensado que me había enfadado, pero por fin he reaccionado y le he dicho que sí. Hasta final de curso haremos tres clases a la semana.

Quería hacerlas en mi casa pero me he negado. Que mejor en el colegio, que en mi casa no estaremos cómodos. No sabe hasta qué punto no lo estaremos. Esto cada día es peor.

23 de Abril

Hoy me he vuelto a pelear. De verdad que esta vez lo quería evitar, pero el gilipollas de Nacho me ha llamado hijo de puta y ha empezado a gritar que mi padre es un borracho. Ha dicho que el suyo lo ve cada día bebiendo en el bar hasta la hora de cenar. Joder, como si yo no lo supiera.

Pero lo peor no ha sido eso. Lo peor es que Ana estaba por ahí y me ha mirado con cara de pena al oír a Nacho. He perdido la cabeza. Me he ido directo a él y le he dado tan fuerte que le he roto un diente.

Pablo nos ha llamado a su despacho. Nos ha pegado la bronca a los dos, y después ha querido quedarse solo conmigo. Me ha dicho que llevaba mucho tiempo sin meterme en líos y que se sentía muy orgulloso de mí, especialmente por mis progresos en todas las asignaturas, no solo en Química. Me ha dolido verle tan decepcionado.

Me han expulsado tres días, y a Nacho uno.

Mierda, son las ocho y media. Debería de irme de casa antes de que llegue mi padre. Con suerte, cuando vuelva, él ya estará durmiendo la mona.

29 de abril

Nacho me ha pedido perdón. Ha venido a la hora del patio, con la cabeza gacha y arrastrando los pies. Yo, la verdad, ni siquiera tenía ganas de ponerme en guardia, tengo el cuerpo completamente magullado y dolorido, especialmente la espalda. Así que me he sentado en el suelo con la cabeza apoyada en el muro y él me ha imitado. Me ha dicho que si su padre había visto al mío es porque beben juntos. Por eso lo sabía. Y que, cuando se metió conmigo, estaba muy enfadado porque su padre le había dado una paliza la noche anterior estando muy borracho y necesitaba pagarlo con alguien.

Se ha puesto a llorar y, asegurándome de que no me veía nadie, le he pasado un brazo por los hombros. Joder, cómo no iba a hacerlo.

Igual nos vamos a tomar algo una tarde de estas nosotros también, como nuestros padres.

2 de Mayo

Ayer, Nacho y yo nos encontramos a Ana al salir del bar. Es un gran tío, Nacho. Estuvimos hablando durante horas, y solo bebimos una birra cada uno. Llegamos a la conclusión de que nuestros padres deberían aprender de nosotros.

6 de Mayo

He convencido a Montse de que le ofrezca a Ana acudir a las clases de Biología de las tardes. Ella aprende rápido, realmente solo necesitaba que le explicaran las cosas de otra manera. Creo que podría sacarle provecho a las lecciones, y así compartiríamos algo más. Espero que diga que sí, aunque el padre de Ana trabaja en la misma fábrica que el mío así que supongo que no le sobrará el dinero. Y yo ya no puedo mangarle más a mi madre porque cada vez que lo hago ella sufre las consecuencias.

Y mamá no es tonta, así que debe saber que no es ella la que lo pierde sino que soy yo, que se lo cojo del monedero. Pero no se lo dice a papá. A veces me da la sensación de que me quiere más de lo que creo, pero no puedo olvidar todo lo demás y se me pasa.

21 de Mayo

Ya hace dos semanas que Ana viene conmigo a la extraescolar. Siempre somos los primeros en acabar los experimentos, así que Montse nos envía antes a casa. Y hoy me he ofrecido a acompañarla a la suya. Nos hemos despedido del profe de gimnasia, que también es el que vigila la puerta, y ha deslizado su mano dentro de la mía. La tiene tan pequeña… Toda ella lo es. Creo que no llega ni al metro sesenta, y yo supero de largo el metro ochenta. Su mano es cálida y estaba seca. Yo temía que la mía se pusiera a sudar, pero aún así he entrelazado mis dedos con los suyos y nos hemos quedado un rato en silencio, caminando muy despacio. Creo que ninguno de los dos tenía ganas de llegar a casa. Pero hemos llegado, y no sé cómo, después de una charla un poco estúpida, nos hemos despedido. Me ha ido a dar un beso en la mejilla pero la he cogido de la cintura para acercarla más a mí y la he besado en la boca. Sin lengua, claro. Es pronto, y quiero que vaya despacio porque con Rebeca o con Núria me lié demasiado rápido y la cosa no acabó bien. Claro que ella es… No sé, Ana es dulce e inteligente. Y guapa. Me recuerda a un elfo, con ese pelo rubio y los ojos grandes y rasgados.

Sabe muy bien, aún sin abrir la boca. Y cuando me he separado ella estaba súper roja, pero se ha reído, me ha dicho adiós con la mano y ha entrado en el rellano de su casa.

Joder, esto se lo tengo que contar a Nacho. Ese hijoputa no se lo va a creer.

13 de junio

Mañana es la excursión al Camp Nou y Pablo me ha llamado a su despacho. La conversación ha ido más o menos así:

—Ya sabes lo que pasa mañana.

Yo callado. Hasta ahora, que las he contado antes de ponerme a escribir, no sabía cuántas entradas tenía el diario. Y no sé cuándo ha dejado de hacerme gracia la idea de que lo lea. Prometió que no lo haría pero nunca te puedes fiar de los adultos. “Prometer hasta meter”, que dice mi madre.

—¿Sabes por qué te pedí que lo escribieras?

“Para tocarme los cojones”, he pensado. Pero en vez de eso he dicho:

—No sé.

Entonces se ha levantado de la mesa y se ha puesto a mirar por la ventana con las manos en la espalda.

—Este tema es recurrente entre nosotros desde que soy tu tutor, e incluso antes. La violencia es tu válvula de escape, y necesitaba que tuvieras otra manera de desfogarte. No te puedo obligar a que me cuentes lo que te pasa y, como no sé qué relación tienes con tus amigos, pensé que lo mejor sería que te lo contaras a ti mismo. Que sacaras algunas cosas de tu subconsciente. ¿Sabes lo que es el subconsciente?

—Coño, claro.

—Ya lo suponía. ¿Y crees que ha funcionado?

Me he encogido de hombros. La verdad es que no he sabido qué contestarle. Está claro que me he ido acostumbrando a escribir aquí y que en parte es agradable.

—Yo creo que sí. ¿Has escrito las diez entradas que te pedí?

También me he quedado callado, pero entonces me ha empezado a entrar un calor tremendo desde la barriga hasta la punta del pelo. No sé cuándo dejó de ser un deber para convertirse en algo que quería hacer y, sobre todo, cuándo dejé de pensar en el diario como una obligación. Además, me daría mogollón de vergüenza que Pablo leyera lo que he escrito. No es mal tío, pero joder, son cosas personales.

—No hace falta que me lo traigas. Pero mañana no te olvides de traer la camiseta del Barça, que si no no te la podrán firmar.

Y me he ido sin decir una palabra. Cuando se lo he contado a Ana me ha dado un beso, contenta de que mañana podamos ir juntos a la excursión.

14 de Junio

Hoy ha sido un día cojonudo. Ha sido muy, muy molón poder darle la mano a Messi. Hijoputa, qué chiquitillo es. No me extraña que se mueva por el campo como una pulga, si es poco más alto que Ana. Ella ha estado todo el rato a mi lado, cogiéndome de la mano. La verdad es que a ella el fútbol le da igual porque es más de waterpolo, pero ha disfrutado de la visita conmigo. Le encanta que le explique cosas. Dice que lo hago muy bien, y me pregunta de todo. Me hace sentir bien. Como que valgo.

Quizá por eso, esta noche, he llegado a casa tan contento, sin preocuparme por tener que ver a mi padre. Mi madre no me ha oído llegar porque estaba concentrada haciendo la cena, así que he caminado en silencio hasta ella para pillarla por sorpresa. La he abrazado por la cintura y la he levantado. Ella ha soltado un gritito agudo. No pesa nada, solo algo más que Ana. Me he dado cuenta de que podría destrozarla solo con apretar un poco más los brazos, así que la he dejado de nuevo en el suelo. Ella se ha dado la vuelta y me ha abrazado.

Mi padre ha llegado poco después y ella y yo ya estábamos a la mesa, cenando. Venía haciendo eses, el muy cabrón. Se ha debido de beber medio sueldo esta tarde a juzgar por su cara y el pestazo a whisky.

No sé qué ha sido esta vez: si que no le habíamos esperado para cenar, que prefería macarrones a espaguetis o, como siempre, que odia mi existencia. En cualquier caso, no ha tardado mucho en quitarse el cinturón e intentar pegarme con él.

Lo mejor ha sido la cara de sorpresa que ha puesto cuando le he cogido por la muñeca. Mi madre también se ha llevado las manos a la boca. Ninguno de los dos se lo esperaba. Ninguno de los tres, en realidad.

Sin levantar la voz, le he mirado a los ojos y le he dicho:

—Pégame otra vez. Pégame otra vez, a mí o a mamá, y te mato.

Le he soltado la mano, pero es tan orgulloso que incluso sabiendo que no estaba en condiciones, ha ido a por mí. Solo he tenido que darle un puñetazo y ha caído al suelo, medio inconsciente. No sé cuándo me he hecho más fuerte que él.

—Mamá, llama a la policía.

Y acabamos de venir de la comisaría. Cuando han llegado los agentes, habíamos encerrado a mi padre en el cuarto y nosotros los esperábamos en el salón. He tenido hasta entonces para convencer a mamá de que debíamos denunciarle y, aunque me ha costado, lo he conseguido. Le he contado a la poli lo que había pasado. Nos han llevado primero al hospital, para que nos revisaran a los dos, y luego a poner la denuncia. Dicen que con el historial de abusos comprobables gracias a nuestras visitas al médico, como mínimo le van a poner una orden de alejamiento.

Aún así, no creo que sea muy difícil que papá se mantenga alejado de nosotros. Desde luego, si intenta acercarse, le daré razones suficientes para que deje de hacerlo.

Qué ganas tengo de contárselo a Ana.

Carla Campos

@CarlaCamplosBlog

Imagen de Cynthia del Río en Unsplash

Y verás morir los pueblos, en el pantano

  • Y un poco más abajo, en el Mediano,
  • Verás morir los pueblos, en el pantano. (Joaquín Carbonell)

A mis amigos Tomás de Tiermas y Paquita de Mequinenza… y a tantos otros que vieron desaparecer sus casas bajo las aguas.

Empujé la parte de arriba de la puerta y casi me dio un patatús cuando vi a Miguel abrazado al repatán en el camastro. No dije nada. Apagué el candil, cerré con cuidado para que no se despertaran y emprendí la vuelta al pueblo por el sendero del pantano. Aunque la noche estaba muy avanzada, la luna llena alumbraba mis pasos.

Si es que me lo tenía que haber imaginado, que después de ocho días en el monte volvía a casa tan descansado. Que no me importunaba en toda la noche. Y yo pensando que a lo mejor se aliviaba de otra manera. Pero, ¿dónde tengo los ojos? Y mira que fue casualidad que yo subiera a esas horas. Como él conocía muy bien los ribazos, fui a llamarlo para que me ayudara en lo de Raquel. La llevábamos buscando una semana, hasta con perros de caza, ¡y nada!

***

A los pocos días, a eso de la medianoche, me despertaron los aldabonazos.

—¡Abre, Jacinta!

Entre sueños me pareció la voz de mi marido, pero, con el eco de la calle, no la acababa de reconocer.

Contuve la respiración y esperé un buen rato. Como los gritos iban en aumento., me eché una toca por la cabeza y me asomé a ver quién era. Delante de la puerta, un bulto envuelto en una zamarra de piel de cabra se movía con gestos amenazantes. Bajé las escaleras temblando, quité la tranca y me topé con sus ojos saltones. Tenía cara desencajada.

—Jacinta, déjame pasar y, de momento, vamos a dormir. Mañana será otro día y charraremos con la cabeza despejada

Se frotaba las manos y hablaba de manera pausada. Se sacudió el barro de las abarcas y puso a secar los peduques junto al fuego. Y yo para mis adentros pensaba que estaba tramando algo, que nunca había vuelto del monte por la noche.

—¿Se puede saber por qué apareces a estas horas?

—He venido a buscar muda y recado, que mañana me voy a Jaca a ver si consigo vender alguna oveja en la feria de santa Orosia —me soltó cuando nos íbamos a la cama.

—¡Rediós, Miguel! A mí no me engañas. Que las ovejas se venden en Ayerbe, y no en Jaca. A santa Orosia solo van los endemoniados y los que cometen pecados que no puede perdonar nuestro mosén.

–¡No me jodas, Jacinta! ¡Ni me llames endemoniado!

–¿Pues cómo quieres que te llame entonces? ¡Porque si no estás endemoniado y vas a ver al penitenciario, ya me dirás qué puedo pensar! Que es bien sabido que quien busca al canónigo se ha acostado con bestias o con hombres o lleva algún crimen a cuestas.

–¡Estás loca de remate, Jacinta! Tú sabes bien que yo soy muy macho. Y tampoco he matado a nadie, que por no llevar, ni navaja llevo encima

Oír mentar la navaja y figurarme a Raquel rodeada de sangre roja, fue todo una. Me subieron los sofocos. Y a lo mejor Miguel pensó que era por tener un macho al lado. Es que no le llegaban las entendederas para pensar que mi cuerpo pudiera desear una hembra. Y mejor, que así teníamos la fiesta en paz.

Eso sí, igual se dio cuenta de que el cuarto olía a membrillos, que tanto le gustaban a Raquel. Todavía no había recogido los que había dejado encima de la cómoda la noche anterior a su desaparición.

***

Nos acostamos y, cuando me pareció que él se había dormido, me levanté sin hacer ruido y me puse la saya de los domingos. Mientras me ataba la cinturilla, recordé aquellos versos que me aprendí en la escuela: Salí sin ser notada, estando ya mi casa sosegada.

En las afueras del pueblo cogí el camino que lleva a la parte baja de la presa. Al llegar a la caseta del guarda, dejé los zapatos, me llené la faltriquera de piedras y comencé a andar por una calle empedrada que llevaba a las casas cubiertas por las aguas. Ya me llegaba el agua a la cintura y oí a Miguel que gritaba desde las Eras Altas.

—¡Noooo! ¡Jacintaaa, no sigas! Raquel está en la otra parte. Yo la vi caer rodando por el terraplén de los Hortales —lo dijo en un tono muy seguro, como si conociera los hechos de primera mano.

De repente sentí una punzada en los riñones y pensé: “¡Será hijoputa! El muy cabrón tiene que estar metido en lo de Raquel. Esta me la pagará”. No tenía tiempo que perder.

—Miguel, espérame, tenemos que hablar —le dije con un tono de súplica.

Mientras lo llamaba, me iba deshaciendo de las piedras y de la saya que con el agua cada vez pesaba más. Con las prisas, yo también había salido de casa sin navaja.

Llegué al altozano con sobrealiento. Inspiré una bocanada de aire, eché a correr hasta él y le di un empujón con tanta fuerza que le obligué a dar un traspié.

Me quedé mirando cómo rodaba por la pendiente. Las aguas se tragaron su cuerpo. Se levantó el cierzo y oí unos tañidos que venían del campanario que emergía solitario en medio del lago.

Esa noche el repatán esperaría a Miguel en el camastro de la paridera, con la misma zozobra con la que yo había esperado a Raquel en mi alcoba una noche de luna de cuarto creciente.

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El dibujo es inédito de Inmaculada Martín.

Inmaculada Marín Çatalán (Teruel, 1949). Inmaculada, fue profesora del Instituto Goya de Zaragoza. Comenzó los estudios de Arte con Alejandro Cañada, en Zaragoza, quien la preparó para el Ingreso en Bellas Artes de Barcelona. Inició los estuidos en la Universidad de Barcelona, pero pronto se trasladó a la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense de Madrid, donde se licenció en Bellas Artes, especialidad de Escultura, en 1975.

Posee un excelente currículo y su carrera artística ha sido muy reconocida. Ha participado en numerosas exposiciones de escultura y pintura.  Es miembro de varios grupos de dibujo: Urban Sketchers, Flickr, Group Portraits in your art, Group with Experience.

Carmen Romeo Pemán

La mecánica del amor

Alex, tendida sobre la cama, mira el techo de su habitación y juega con un mechón de su cabello. Lo pasa entre sus dedos, lo estira y lo enrolla. Lo hace una y otra vez.

–¿En qué piensas, Alex? –pregunta Marco.

–En el amor. Estoy pensando en el amor.

Alex se voltea y queda de frente a Marco.

–¿Tú nunca te has preguntado qué es el amor?

–No. ¿Por qué me lo tengo que preguntar?

–Ay, Marco. Ese es tu problema, no conoces el amor.

–¿Y, tú? ¿Tú lo conoces?

–No… No lo sé. Quizás.

–No entiendo.

Alex juguetea de nuevo con el mechón. No puede soltarlo en las noches de insomnio. Lo enreda tanto en su mano que se arranca hebras de cabello desde la raíz.

–Ese es tu otro problema, Marco. Que no me entiendes. Por más inteligente y evolucionado que seas, no eres capaz de comprender la complejidad de una mujer como yo.

–Pero estoy a tu lado, te acompaño la mayor parte del tiempo y hago todo lo que me pides.

–Eso no es suficiente. Necesito que me hagas sentir viva, que me quemes la piel con un abrazo, que me escuches con atención. Que te intereses en mis cosas. No necesito que solo me hagas compañía o que me salves. Necesito que avancemos juntos en este mundo. ¡Que te preguntes qué es el amor!

–¿Para qué tengo que preguntarme qué es el amor si te amo?

–Tú crees amarme –Alex hace una pausa, entorna los ojos, y agrega–: Eso es lo que crees, pero no puedes amarme si ni siquiera sabes qué es el amor.

–Claro que sé qué es el amor y por eso no me ha hecho falta preguntármelo. El amor es un sentimiento de vivo afecto e inclinación hacia una persona o cosa a la que se le desea todo lo bueno.

Alex se levanta de la cama y agita las manos en un arranque de furia. Siente la sangre caliente que viaja por sus venas. Camina de un lado a otro de la habitación, aprieta las manos y tensa la barbilla.

–¿De dónde sacaste eso? ¡¿De Wikipedia?!

–Está en mi memoria.

–¿En tu memoria?

Alex pronuncia las palabras como si arrastrara las letras con dificultad desde el fondo de su garganta. Camina hasta la ventana de la habitación y abre las cortinas para que los rayos de la luna la iluminen.

–¿Está en tu memoria?

Alex se pasa la mano por la barbilla y fija la mirada en el horizonte.

–Pasé meses insertándote mis mejores recuerdos, mis experiencias más íntimas. Te di todo un decálogo de las emociones. Tienes la programación más sofisticada. Cualquier humano mataría por tenerla. Eres perfecto. Y, ¿la mejor definición del amor que puedes ofrecerme es algo que acabas de sacar de Google?

Alex suspira y mira de nuevo a Marco. Mientras lo observa siente como un sabor amargo le sube por la garganta. Se acerca a la cama y se sienta junto a él. Le acaricia el cabello y cuando le pasa la mano por el cuello oprime el botón que está detrás de su oreja. En la nuca se abre un compartimento en el que se pueden ver los circuitos maestros.

No lo piensa ni un segundo antes de desconectarlo.

Mónica Solano

 

Imagen de Johann Bret Bautista

La joroba

La gente decía que la chepa de Margarita era como un melón de los miles que había recogido a lo largo de su vida, y los más cínicos se burlaban de ella y le preguntaban si escondía allí el más grande de todos. Pero ella sentía que la curva de su espalda era otra cosa. La sencillez de su alma le daba alas al viento y convertía la chepa en un globo que elevaba su cargamento de sueños hasta el cielo. Y ella soñaba y se perdía en las alturas mientras fijaba los ojos en la tierra que trabajaba de sol a sol, desde que era una cría.

Su nieto, Abel, era el único hijo de su única hija. Para Margarita, su hija había sido un regalo del cielo. Se quedó viuda cuando no hacía ni un año que había parido, y la sacó adelante sin ayuda. Y a su pobre niña le había ocurrido lo mismo. Su yerno había fallecido en un accidente de coche cuando Abel no llegaba al año. El pequeño era la alegría de las dos mujeres. Despierto, cariñoso y con una curiosidad insaciable.

–Abuela, ¿no te gustaría ser rica y poder hacer lo que quisieras? –le preguntó un día su nieto.

–¡Ya lo soy, Abel, aunque no tenga mucho dinero! Viví con tu abuelo, que traía comida a nuestra mesa y me tenía como una reina hasta que el Señor se lo llevó. Y soy rica en felicidad.

–¡Pero abuela…! ¡Yo hablaba de dinerito…!

–¿Y para qué te crees que tengo este par de manos? ¿Eh? –Se echó a reír al ver que Abel abría mucho los ojos, y levantó las palmas–. Con estas y con salud puedo trabajar, y no nos ha faltado un plato de comida en la mesa ningún día. Que los billetes no se comen, hijo.

–Ya… –Abel no parecía muy convencido.

–Y además te tengo a ti, que me haces reír mucho con tus preguntas. Así que, dime, ¿te parece que no soy rica?, ¿qué más puedo querer?

–No sé… Hacer viajes, comprarte cosas, hacernos regalos a mamá y a mí…

–Ya viajo cuando quiero. Lo puedo hacer con los ojos cerrados, y también si estoy despierta. –se acercó y le susurró al oído como si estuviera conspirando–. Cada historia que te cuento es un viaje, chiquillo. ¿Comprarme cosas? ¿Para qué? Si ya tengo lo que quiero. Aparte de que algunas cosas no hay dinero que las pague. Y si hablamos de regalos, ya me dirás si no son buenos regalos las frutas de mi huerto. Que tu madre y tú solo tenéis que abrir la boca para que yo os ponga por delante las mejores.

Los ojitos azules de Margarita se empequeñecían cuando sonreía. Y en la cara se le formaban más arrugas que, como una aureola, rodeaban su mirada tierna y chispeante.

–Abuela… –Margarita sabía que Abel estaba dando vueltas a algo.

–¿Sí…?

–¿De verdad no te gustaría ser rica para hacer… mmm… otras cosas?

–¿Como qué? –Margarita le revolvió el pelo. Sus manos callosas se volvían seda cuando acariciaba a su nieto.

–Como ir a un hospital a que los médicos te quitaran… bueno… mis amigos se han reído de ti en el colegio porque dicen que… porque son tontos, pero…

Margarita hizo un esfuerzo para no soltar una carcajada.

–Pero, hijo, ¿a ti te parece que a mí me estorba mi joroba?

–Pues…

Abel se echó a reír. “¡Qué lista es mi abuela!”, pensó. No sabía cómo se las apañaba para leerle siempre el pensamiento. Pero le había dolido mucho que sus compañeros se burlaran de ella diciendo que su espalda era como uno de los melones de su melonar. La abuela lo cogió de las manos y se lo acercó, como cuando le revelaba un secreto importante.

–¿Sabes una cosa, Abel? Tengo que decirte algo, pero es un secreto. Los que piensan así, en realidad, no saben lo que tienen encima del cuello.

–¿Qué dices, abuela? No te entiendo. Encima del cuello está la cabeza.

–¿Seguro, seguro? –Margarita bajó un poco la voz–. No se lo digas a nadie, pero yo sé hacer magia. Tengo una bola mágica debajo de la espalda, pero es tan grande que me pesa y por eso ando siempre tan agachada. Con ella hago hechizos para las malas personas. –Acercó la boca a la oreja de su nieto tapándola con las manos y susurró con voz aún más baja–. Por las noches les cambio las cabezas por melones.

–¡Anda! ¿Eso se puede hacer?

–¡Pues claro! Por eso, de vez en cuando, oirás a algunos decir tonterías. Por fuera les dejo que tengan la misma apariencia. Pero, si te fijas bien, algunas veces, cuando abran la boca, podrás distinguir el melón al fondo. ¡Aunque no es nada fácil verlo!

Abel le dio a su abuela un abrazo. Fuerte. De los de oso. Su abuela era la persona más interesante de todo el mundo, y la quería con toda su alma.

Y Margarita, aunque solo se atrevió a confesarle eso a su nieto, estaba convencida de que las cabezas de muchos de sus vecinos eran, sin lugar a dudas, auténticos melones.

Adela Castañón

Foto: Pixabay

La Mamesa

De las fragolinas de mis ayeres

Un día la Mamesa le vendió a Antonia de Melchor un almirez, y una alacena grande, de dos puertas, con cuarterones sobrios. Es esa alacena que conservan los de casa el Maestro en el granero del patio. La había hecho un buen carpintero de Biel con los mejores pinos de la Sierra de Santo Domingo.

Muchos años antes, allí había guardado la dote una moza de Biel. Aquella de casa Bretos a la que sus padres habían casado con Gil de Mamés, un viudo de El Frago que estaba de pastor en Santo Domingo.

En esa alcoba, Gil recibió  a una novia montaraz y asustadiza. Y de verdad que era asustadiza, pues cuando vio el gran colgajo del novio le impresionó tanto que se escapó despavorida por la ventana y se perdió entre los montes en una noche sin luna. Nadie volvió a saber nada de ella. Como las gentes son olvidadizas, ni los más viejos del lugar se acuerdan de su nombre.

Gil de Mamés se quedó con el vergajo apuntando al techo, pensando qué podía hacer, porque era tanta la fama de su miembro viril que tenía espantadas a todas las mozas de la redolada.

Desde que se había escapado su mujer las cosas estaban empeorando. Ya no tenía nada que hacer en el pueblo. Las fragolinas eran estrechas y eso de las cabras no le atraía mucho. Que para un apuro valía, pero para todos los días no. Él prefería una moza de carnes prietas.

Le daba vueltas a lo de su nuevo matrimonio y cada vez estaba más seguro de que había sido nulo. Que no se había consumado. Que la novia huyó del susto antes de tocarla. Que no había habido violación ni malos tratos. Pero de eso ya no iba a poder convencer a nadie. Así que él, el mozo mejor dotado y más envidiado del pueblo, se había convertido en un hazmerreír. En todos los hogares y carasoles se contaba su historia.

Como no había manera de conseguir otra moza en El Frago ni en Biel, se fue a Undués Pintano y se trajo a Ángela de criada. No era de las de buena fama pero, a esas alturas, eso ya no le importaba.

Con el amontonamiento, Ángela se convirtió, así, a secas, en la Mamesa, sin nombre ni apellido. Luchó contra las malas lenguas y llego a ser una de las mujeres más bravas que se recuerdan en el pueblo.

Era pequeña y diminuta, pero fue la mejor hembra paridora del lugar. Para parir a Juan y a Matilde, no necesitó del médico ni de la partera. Ella sola los trajo al mundo y les ató el melico, que así llamaban al ombligo. También consiguió que el cura los bautizara. Esto le costó más porque eran hijos de amontonados y porque ella solo fue a la iglesia el día que la enterraron.

***

Cuando se murió Gil, vendió la dote que había traído la moza de Biel y todos los trastes de labrar.

Como en las sábanas de lino estaba bordada la “M” de Mamés, pensó que Antonia se las podría comprar y hacerlas pasar por la “M” de Melchor. Pero no la pudo convencer, porque Antonia, que había nacido en casa Fontabanas, había bordado su dote con la “F”. Y es que Antonia también tenía su propia historia. La habían casado con un viudo viejo de casa Melchor, que ya tenía un hijo y una hija.

Estuvieron muchos días discutiendo el trato. La Mamesa que sí, que se las tenía que comprar. Y Antonia que no.

—Mira, si te compro estas sábanas los entenados pensarán que ya estaban en la casa antes de llegar yo. —Se limpió una legaña con una esquina del tapabocas y continuó—. Y me las vendrán a reclamar.

Así que, como no le pudo vender las sábanas a Antonia, tuvo que buscar otras casas que empezaran por la “M”. Pero no había muchas. Les vendió bastantes a los de Martina y a los de Manuelico. También le compraron los del Piquero, porque llevaban la “M” de «Meregildo». Y colocó algunas sueltas en otras casas a cambio de nueces y trigo. Y es que eso de que llevaran la “M” era un estorbo muy grande. En cambio, con los trastes que estaban sin marcar tuvo más suerte.

Para hacerse la importante, se fue de la lengua diciendo que Gil le había dejado la casa en herencia. Todos sabían que era mentira. Que ni ella ni sus hijos podían heredarla porque nunca se había formalizado el matrimonio. Los del Ayuntamiento la sacaron a subasta, pero no consiguieron echarla. Atrancó la puerta y se pasó la vida esperando con la escopeta de su marido cargada. Del ventanuco de la cocina siempre asomaba una cabeza con una toca negra atada a la nuca de la que parecían escaparse una cara vivaracha y una nariz puntiaguda.

***

De la Mamesa solo queda la leyenda y, como testigos mudos, el almirez y la alacena de casa Melchor, y algunas sábanas de lino repartidas por las falsas de las casas más antiguas.

Pero su vivo retrato está en la fotografía del nicho de su hijo Timoteo, a quien unos cazadores furtivos confundieron con un jabalí, una noche sin luna, en los prados de Santo Domingo en los que crecía el lino, junto al pinar de la alacena.

rayaaaaa

Este es un relato ficticio, inspirado en personas y sucesos reales. Todos los personajes, nombres, acontecimientos y diálogos se han utilizado de manera ficticia o son producto de la imaginación de la autora.

Imagen principal. Biel. Casa Bretos en la calle Barrio Verde.

Carmen Romeo Pemán

Verde esmeralda

Laura miró su pendiente, el tesoro que arañó de la herencia de su madre cuando aun yacía en la cama. Alguien había dejado abierto el joyero junto al cadáver y rebuscó dentro hasta encontrar las dos piedras verdes en forma de lágrima. Había querido asegurarse de que no todo fuera a caer en las manos equivocadas con el reparto que haría su padre entre las hermanas. Desde entonces, esos pendientes eran su fetiche y los llevaba siempre que deseaba tener suerte.

Ajustó el cierre antes de ponerse el pijama y esconder las prendas que había usado para seguir a su marido aquella tarde. Miró el reloj, uno de los premios de consolación que le había dado su padre por aceptar que su hermana Helena, la favorita, se llevara el  collar de esmeraldas, y se sentó en el sofá a esperar. Víctor estaba a punto de llegar.

Repasó el abanico de opciones que se abría ante ella. Cada posible final la dejaría satisfecha: pasara lo que pasara, él tendría que arrodillarse y suplicar perdón. En su mente lo había ensayado todo aquel día en que, harta de que el móvil de su marido vibrara sin parar sobre la mesita de noche, se había levantado sigilosa para averiguar quién tenía la desfachatez de molestarlo a altas horas de la madrugada. Acabó sentada en el suelo de mármol, desnuda y con el teléfono entre las manos, sin poder desviar la vista de la pantalla mientras trazaba todo el plan que iba a culminar en ese momento.

El tintineo de las llaves anunció la llegada de Víctor. Laura se puso en pie para recibirlo en el rellano, como hacía desde que se casaron. Él la besó distraídamente en los labios, dejó su gabardina en el armario y volvió al salón. Ella lo seguía de cerca.

—¿Qué tal el día? —le preguntó a su marido.

Víctor se había sentado en el sofá y leía el periódico en el iPad.

—Bien, como siempre, ya sabes. 

—Pero anteayer me dijiste que esta tarde te reunirías en la oficina con los italianos.

—¿Los italianos? —Víctor la miró desorientado y volvió a concentrarse en la pantalla—. Ah, sí, tienes razón. Ha ido muy bien, les ha encantado.

—Pues he llamado a tu oficina y me han dicho que no estabas. Le he preguntado a Adrián si se había cancelado y él no sabía de qué le hablaba. Qué raro, ¿no?

Laura dejó la pregunta en el aire, saboreando el momento igual que un león se relame los labios ante una gacela exhausta. Acorralarlo de aquella manera era un premio a su astucia, un preámbulo satisfactorio antes del final. 

—Ya conoces a Adrián —contestó él entre dientes—. Suele tener la cabeza en las nubes. Habrá pensado que había salido porque me he reunido en la sala de juntas del ático.

—Ah, claro —contestó Laura como si hubiera zanjado el tema.

Se levantó para coger su móvil a la vez que la tensión en los hombros de Víctor desaparecía.

Volvió a sentarse delante de él con la espalda muy erguida y con dedos hábiles adjuntó una foto al mensaje que aparecería en el iPad. Era una imagen de Víctor abrazando a Helena, su hermana, con una bolsa en la mano. Estaban saliendo de su joyería favorita, esa a la que Laura arrastraba a Víctor al escaparate cuando pasaban ante ella.

Tal como había planeado, la cara de su marido se convirtió en un abanico de emociones. Primero sorpresa, al ver que el mensaje provenía de Laura. Después expectación, pues ella solía enviarle fotos sugerentes cuando estaba en casa. Por último pánico, cuando la imagen conquistó toda la pantalla.

—Quizá, si cambias italianos por mi hermana Helena y sala de juntas por joyería, podría empezar a creerte —repuso Laura con una sonrisa triunfal.

Era una invitación a que se arrodillara y empezara a pagar su traición.

Víctor se puso en pie, dejó a su lado el iPad, y miró a su mujer antes de dirigirse al armario. De entre los pliegues de su gabardina sacó la bolsa que Helena llevaba en la fotografía, y se la tendió.

Laura abrió con dedos temblorosos la caja cuadrada y plana que había dentro y liberó el fulgor del collar de esmeraldas que contenía. Hacía juego con sus pendientes. Admiró su belleza durante varios segundos hasta que reparó en el sobrecito blanco con un ribete dorado que acompañaba a la joya. En su interior, una tarjeta con la caligrafía de su marido le deseaba un feliz cumpleaños. Era el próximo sábado y, por una vez, Laura se había olvidado.

—Víctor, es maravilloso. Yo…

Dejó la frase en el aire. Estaba tan concentrada en su regalo que no se había dado cuenta de que su marido había salido de la habitación. Lo buscó por la casa, collar en mano, sin éxito. Al llegar al salón, descubrió el mensaje de Víctor en el móvil.

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

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Imagen de Stux en Pixabay

La vocación de Ricardo

Tictac, tictac, tictac…

Un sonido se extiende por toda la casa. Se abre paso entre las paredes, se arrastra por debajo de la puerta. Llega hasta los oídos de Lía y se acompasa con los latidos de su corazón, como si los segundos se le metieran entre las venas y marcaran el inicio de otra noche de insomnio.

Se frota los ojos con las manos y busca el interruptor a tientas. Le toma unos segundos acostumbrarse al resplandor de la bombilla. Se pasa dos dedos por la boca y aprieta el labio inferior entre los dientes. Mira de reojo el sobre que está en la mesita de noche. “¿A quién se le ocurre mandar una carta cuando se puede mandar un mail?”, piensa.

Se sacude las manos. Se rasca un poco la cabeza y finalmente se levanta. Camina en círculos y hace estaciones en la ventana, en el armario y en la puerta. Sale de la habitación hacia la cocina. Prepara un poco de té negro y regresa a la cama. Se queda unos minutos sentada en silencio. Mira la carta y repara en la caligrafía con la que está escrito su nombre. Señorita Lía Consuegra. “Debió hacer un curso de caligrafía si iba a mandar cartas” piensa mientras se calienta las manos con la taza.

Los pensamientos de Lía vienen y van. No se atreve a abrir la carta que Ricardo le dejó por la mañana. “Cinco años de noviazgo y ayer me decís que esto no sigue adelante porque te vas al seminario. Con lo mujeriego que sos, ya quisiera verte con sotana. A menos que ahora resulte que te afloró la vocación por mi culpa. ¡A la mierda!”. Lía aprieta la taza con las manos temblorosas. El té le salpica los dedos. La deja sobre la mesita y coge la carta. La arruga con fuerza y rompe parte del sobre. Se pasa la mano por la frente, suspira y la abre.

“Amor. Sé que no quieres verme y no te culpo. Si yo estuviera en tu lugar también estaría muy disgustado. Hemos vivido momentos maravillosos. Eres, sin temor a equivocarme, la mejor mujer que he conocido en mi vida”.

La carta tiembla entre las manos de Lía. “Después de todo resultó poeta este malnacido, ni sé para qué leo esta farsa”. A pesar del malhumor que tiene, Lía sigue leyendo, incapaz de detenerse. Se propone llegar hasta la última línea o la curiosidad terminará por devorarla.

“Sé que te estarás preguntando: ¿Por qué me escribe una carta y no me manda un mail? Pero tengo una buena explicación. ¿Recuerdas cuando nos conocimos? ¿Esa noche que tenías puesto el vestidito azul que tanto me gusta, con el que se te ven las nalgas todas paraditas? De solo imaginarte. ¡Ay, Lía, qué ganas me dan de tenerte entre mis brazos! ¿Te acuerdas de aquel diciembre? Cuando nos hicimos novios hacía poco que había estado de cumpleaños y me regalaste un cuaderno con hojas blancas para que escribiera nuestra historia. Te quedó sonando que te dije que quería ser escritor algún día, pero cuando me viste la letra soltaste una carcajada que casi no pudiste decirme que tenía la letra más fea que habías visto, que habría sido mejor si me hubieras regalado un computador. Te puedo imaginar en este momento maldiciendo mi mala letra con esta carta en tus manos. ¡Cómo te quiero! Ayer no quería despedirme así, ni siquiera me dejaste terminar. Quizá debería haberlo hecho de otra manera, pero es que apenas te dije que me iba al seminario y que necesitaba tiempo, empezaste a gritar como una loca y a pegarme. Se me retorcieron las tripas cuando la señora Flora intervino al oírte, que hasta marica me llamaste. Cuando se puso en medio de los dos, me gritó con los ojos encendidos: “No se deje mijo. Muy bueno que se va a separar de esta loca”, pero tú sabes que te quiero. Te amo. Anoche no te pude contar mis planes. No me dejaste. Y la mejor parte era que no solo eran míos, mi amor. Eran, y son, de los dos. Espero que todavía estés leyendo, porque te iba a contar que me voy a un seminario para escritores. Mi tío Arnulfo me consiguió una beca, los estudios son en Italia y se demoran tres años. Mi vida, voy a empezar a trabajar en mi sueño, a ver si dejo de escribir como la mierda. ¿No te sientes muy feliz por mí? Por fin voy a dar un paso verdadero para hacer lo que me gusta. Te quiero proponer que nos vayamos juntos. Yo arranco primero y me instalo y después tú llegas y nos casamos allá. ¿Te imaginas? Asómate a la ventana que voy a estar esperándote hasta la madrugada del viernes, para que me digas que sí. Vive este sueño conmigo, mi amor. Te amo. Siempre tuyo. Richi”.

Lía suelta un grito que retumba por toda la casa. Se levanta de la cama abrazando la carta y dando saltos. La señora Flora sale de su dormitorio con los rulos en la cabeza y una levantadora que deja ver sus brotadas pantorrillas. Se ajusta el cinturón y mira la puerta de la habitación de Lía.

—¡Deja de gritar maldita loca! ¡Eh! ¿Cuándo me libraré de esta desquiciada? ¡Señor, dale oficio a ver si me deja de joder!

Lía abre la puerta y le responde con los brazos levantados.

—¡Tía Flora! ¡Me voy pa’ Italia! ¡Bien lejos pa’ que vos dejes de joderme la vida! ¡Te imaginas la dicha!

—¡Siempre es que hay mucho entelerido en este mundo, mija, y mucha boba con suerte! ¡Que Dios la bendiga pues y que desocupe rapidito la casa!

Lía se apresura a asomarse a la ventana y saca la cabeza. Ve sentado a Ricardo en el suelo, recostado sobre la pared, frotándose los hombros con las manos para ahuyentar el frío. Ricardo voltea la cabeza y se levanta al oír a su enamorada. Lía hace señas para que la espere y baja las escaleras deprisa.

—Cómo pude ser tan idiota, mi amor. Perdóname. Yo pensé que te ibas de cura y tenía tanta rabia contigo que, cuando llegó la carta, quería romperla y matarte con ella.

Ricardo sonríe ante las explicaciones de Lía. Se pierde en el abrir y cerrar de sus labios, en el brillo de sus ojos y en el incansable movimiento de sus manos que acompaña cada palabra. Su amada vuelve a ser suya. Es en lo único que puede pensar.

—Entonces, amor, ¿te vienes conmigo?

Lía se lanza a los brazos de Ricardo y entre besos y caricias le dice que sí. Jacinto, el mejor amigo de Ricardo, pasa por la acera de enfrente y participa de la escena. Entre risas le grita a su amigo:

—¡Llévatela para un motel!

Se escuchan las carcajadas de lado a lado. Ricardo sujeta el cuerpo de Lía contra el suyo y mira a Jacinto.

—¡Dijo que sí!

Mónica Solano

 

 

Imagen de Mikali